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Historias sin retorno v08-b.

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Diseño
Elizabeth García Aguirre

Ilustraciones:
Enid Balám

Del autor:
manuelgcamino@hotmail.com

Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta, del contenido de la presente
obra, incluyendo el diseño de la cubierta e ilustraciones, sin contar previamente con la autori-
zación expresa y por escrito del autor, en términos de la Ley Federal de Derecho de Autor y, en
su caso, de tratados internacionales aplicables.
La persona que infrinja esta disposición se hará acreedora a las sanciones legales correspon-
dientes. El contenido de este libro es responsabilidad exclusiva del autor.
Primera edición: Diciembre de 2018.
ISBN: 978-607-29-1419-3
Producido y hecho en México
Produced and made in Mexico

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Manuel Gallegos Camino

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ÍNDICE

El reencuentro
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Mi nombre es Nancy
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Bajo tierra
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Monólogo con mi madre


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EL REENCUENTRO
Ninguno de nosotros sabremos con certeza si nuestro destino
lo vamos formando día tras día en el transcurso de nuestra
vida o ha sido fijado desde antes de nacer por algún designio
divino. Sin embargo, cualquiera que éste sea, en algunos casos
no es lo mejor que se hubiera querido esperar.
Pero…, por qué mejor no leemos esta historia envuelta en el
misterio, que nos narra lo que a Anna le tiene deparado lo que
ella cree que fue su destino predeterminado…

N
os conocimos como vecinas hace casi 18 años. Yo tengo 33
y ella la misma edad.
En aquel entonces, cuando todavía éramos jóvenes, entre
los 15 y 16 años de edad, siempre nos gustaba estudiar y leer mucho
juntas, caminar por los parques y platicar debajo de la sombra de algún
árbol cuando en aquellos días de verano el sol arreciaba. También asis-
tíamos a festivales de música folclórica, visitábamos museos, íbamos al
cine, a fiestas de amigos, a las librerías de viejo a conseguir algún libro
interesante, a bibliotecas, en fin…, a distintos lugares.
Recuerdo con mucho cariño a un muchacho mayor que nosotras,
cuyo nombre completo nunca supimos, pero todos le decían Sebastián,
que cuando coincidíamos en alguna fiesta o reunión, casi siempre nos
ponía música de rock que nos encantaba muchísimo y la cual no nos
cansábamos de bailar. Eran tiempos de sana libertad.
Ella y yo siempre fuimos confidentes y platicábamos todas nues-
tras aventuras, pues éramos hijas únicas; nunca nos escondimos algo.
Incluso, las dos comenzamos a explorar y a entender muchas cosas
como mujeres que estaban escondidas en nuestros cuerpos, pero que las
madres de ambas jamás nos dijeron por su moral conservadora.

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Después de un tiempo maravilloso, quizás cuando pasábamos de
los 23 años de edad, esa felicidad cotidiana cambió.
Sucede que un día tuvimos que separarnos, ya que a mi padre se
le presentó una oportunidad de comprar casa al otro extremo de la ciu-
dad y nos mudamos. Y aunque las dos continuamos en comunicación,
poco a poco los temas fueron perdiendo interés, pues ya no compartía-
mos las mismas experiencias cotidianas y ahora cada quien platicaba lo
que sucedía en su entorno: ella en el norte y yo en el sur de la ciudad
de México, donde ahora vivía. Pero lo cierto fue que nunca terminó esa
gran amistad.
Yo, Anna Maginedo Nieto, concluí mi carrera de Médico Ciruja-
no con especialidad en Geriatría. Ella, Teresa Barrera Jiménez, estudió
su licenciatura en Relaciones Internacionales, con una especialidad en
comercio exterior.
Todavía recuerdo que fue a mediados de un mes de agosto cuan-
do nos separamos; ese hecho nos afligió de manera considerable. Pero
tenía que ser y así fue…
Me retiré de su casa después de despedirme de sus padres y dejar-
les mi nuevo domicilio. Teresa me acompañó hasta la puerta de salida.
Afuera, la tarde estaba gris y con un nublado uniforme. Caía una lluvia
tenue sobre nosotras, típica de la temporada, sin que le prestáramos
atención por la nostalgia que nos embargaba. Ambas nos mirábamos sin
que ninguna de las dos se atreviera a pronunciar en ese momento esa
terrible y dolorosa palabra que era “adiós”. Nos abrazamos y la única
respuesta que hubo entre nosotras fueron las lágrimas cargadas de tris-
teza que, incontrolables, atravesaban nuestras mejillas y se confundían
con el agua de lluvia que humedecía nuestros rostros.
La lluvia comenzaba a arreciar y fue cuando me separé de ella.
Un sollozo entrecortado acompañado de dolor hizo que apresurara el
paso y subiera de inmediato a mi auto. Volteé y Teresa seguía ahí, en la
puerta de su casa, sin que lo tupido de la lluvia le causara preocupación
alguna. Estaba inmóvil, con la mirada afligida y los ojos rojos llenos de
lágrimas que no me perdían de vista, porque el sufrimiento de ese ale-
jamiento era de una honda tristeza.

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Cuando arranqué, mi pesar fue mayor, porque alcancé a ver por
la ventana lateral derecha de mi auto, la mano de Teresa diciéndome
adiós; finalmente, ella se atrevió a hacerlo; sentí que el corazón se me
hacía pedazos…
Sé que esa separación fue un hecho muy duro que cambió la rea-
lidad de las dos después de tanto tiempo de convivir juntas, casi como
hermanas. Pero el consuelo que le quedó a Teresa fue su novio, Hum-
berto, con quien pienso que subsanó, en parte, mi ausencia.
Después del cambio de domicilio, tal vez alrededor de un año,
continuamos enviándonos cartas, hablando por teléfono y en varias
ocasiones nos reunimos. Cada vez que esto último sucedía era tal la
emoción que nos dominaba al estar otra vez juntas y recordar muchas
cosas del ayer, que aunque sabíamos que ya no volverían, porque el
gozo de nuestra juventud había quedado en el pasado, disfrutábamos
conversar de aquellos momentos felices. Pero también nos alegraba sa-
ber que ambas seguíamos adelante en el presente por nuestra propia
iniciativa, sin dejar de prepararnos día a día para tener una formación
profesional integral.
El paso del tiempo transcurrió y la realidad de Teresa dio otro
vuelco. Ella se casó por lo civil (por supuesto que asistí a su boda) con
el que era su novio. El acto oficial, como generalmente es en estos ca-
sos, fue austero. Y como festejo de esta unión, sólo hubo una recepción
íntima entre los familiares y amigos cercanos de ambos en la casa de la
novia.
Pero ese nuevo mundo de amor que surgió con mucha felicidad
y deseos a futuro, pronto se desquebrajó, pues al año tuvieron una niña
que no pudo gozar de la salud que esperaban, ya que a los siete meses
de nacida, aun sin bautizar y después de una serie de tratamientos a
los que no respondió, murió de leucemia. Esto marcó sus vidas de una
manera irremediable, porque fracturó su relación conyugal, la cual se
convirtió en algo intolerable.
Esta pérdida fue todo un drama que los llevó, como pareja, a un
estado depresivo insoslayable. Y al cumplirse casi un año del deceso de
la infanta, la esperada separación que para muchos de los familiares se
veía próxima, llegó a su conclusión.

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Teresa abandonó el departamento donde vivía con Humberto y
regresó al hogar familiar donde fue bien acogida por sus padres. Tardó
meses en superar ese doble shock de muerte y divorcio que la atormen-
taban (me pedía que la acompañara siempre que pudiera y así lo hacía.
Incluso, en ocasiones pasaba con ella algunas semanas en su casa para
ayudarla a salir de ese estado depresivo y de continuo llanto silencioso
que la afligía desde el subconsciente).
Pero tal vez como un alivio o distractor a ese sufrimiento, al poco
tiempo la aceptaron en un trabajo bastante interesante en la diplomacia
mexicana en Montreal, Canadá.
Cuando tuvo que partir, nos despedimos en el aeropuerto y ambas
enmudecimos; sólo el llanto nuevamente fue el sentimiento de respues-
ta a nuestro dolor. Sus padres no pudieron ir a despedirla, por una fuerte
gripa que los atacaba.
Fue otro adiós sin palabras, pero sí con un desconsuelo silencioso
y difícil; una remembranza de la tristeza de aquella tarde lluviosa de
agosto cuando por primera vez nos separamos y que ahora se repetía,
pero sin saber por cuánto tiempo…
En un principio, cuando Teresa ya estaba instalada en aquel país,
casi cada diez días recibía carta con noticias de ella. Me contaba lo
feliz que estaba en su trabajo y de la gente con la que colaboraba. En
realidad, sus palabras denotaban alegría y satisfacción. Pero no dejaba
de reiterarme la tristeza que sentía de encontrarnos tan lejos. De su hija
que dejó este plano terrenal y del desencanto de su matrimonio, ya no
hacía ningún comentario.
Como un año y medio después, su correspondencia comenzó a
ser esporádica hasta que, en definitiva, las cartas dejaron de aparecer en
mi buzón. Entendí que las presiones de trabajo le impedían centrar sus
pensamientos para escribirme algo. Bueno, eso creía.
A partir de que Teresa salió del país, yo me dedique a seguir mi
camino. Trabajé un par de años en una institución pública de seguridad
social hasta que logré establecer mi consultorio en un local que arrenda-
ba, el cual habilité con todo lo necesario para dar consulta de medicina
general y atender a adultos mayores con problemas propios de su edad.

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Tiempo después adquirí un departamento y comencé a vivir con
independencia de mi familia, con gusto a la vida y a mi profesión. Pero
jamás dejé de visitar a mis padres a quienes les daba todo mi cariño.
Sólo quise vivir en privacidad y en mi espacio. Ellos lo entendieron. A
Teresa le escribí una carta informándole de este cambio; ya no recibí
respuesta.
Debo confesar que tuve algunos intentos de pretendientes cole-
gas y también de representantes de laboratorios médicos, pero como mi
dedicación era más grande hacia mi profesión por los beneficios y sa-
tisfacciones que obtenía, además de que me absorbía gran parte del día,
dejándome poco tiempo para el ocio, no presté seriedad, atención ni le
di seguimiento a esas relaciones más que como una amistad de amigos,
en la mayoría de los casos, pasajeros. Y esto me llevó a que un día de-
cidiera, por convicción, dedicarme sólo a lo mío y dejar ya el tema de
posibles noviazgos; yo no tenía como meta buscar un hombre que “lle-
nara mi vida” o casarme. Acerca de este punto, recuerdo que mi madre
siempre me reiteraba desde que yo era más joven, que todos, en nuestra
vida, tenemos un destino predeterminado y que nadie se puede salir de
ese camino. Ahora, con el paso de los años, creo entender mejor lo que
encerraba aquel pensamiento de mi madre en cada una de las partes de
mi vida. Es decir, mi decisión de no desear ninguna relación formal era,
tal vez, parte de mi destino predeterminado, porque no todas las mu-
jeres como yo tenemos como un ideal el camino de la unión conyugal
ni lo aceptamos como una “norma” socialmente establecida. Para mí,
como dije, otros eran los ideales y ejes que movían mi vida más allá de
tratar de aparentar ser una madre bondadosa o esposa ejemplar.
Viene a mi memoria que, en cierta ocasión y de manera inespe-
rada, llegó una carta de Teresa en que se disculpaba y me pedía que no
me tomara la molestia de escribirle a su trabajo, que ella lo haría, pues la
seguridad en el consulado era muy extrema y “a veces” revisaban (leían)
toda la correspondencia que no fuera de carácter oficial y no le gustaría
que se enteraran de lo que comentábamos; y por el teléfono de su trabajo,
el caso era igual. Y a su casa, me pidió que tampoco lo hiciera, porque por
lo general no estaba ahí debido a que viajaba con mucha regularidad, pero
que en cuanto pudiera, ella se comunicaría conmigo por algún medio.

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Con sorpresa entendí sus palabras. Sin embargo, en ocasiones
dudé en cumplir con esa petición, más aún cuando pasaba el tiempo sin
tener una comunicación con ella. Incluso, hablé con sus padres y me
dijeron que Teresa estaba bien, pero que tampoco a ellos los llamaba se-
guido. Llegué a pensar que todo había decaído y que poco le importaba.
Pero, ¿dónde había quedado esa gran amistad forjada por muchos años
de convivir juntas en diferentes situaciones y que nos había llevado a
ese acercamiento tan particular? ¿Tal vez Teresa no se había preguntado
que no siempre es fácil que alguien pueda encontrar el paralelismo de
su existencia? Es decir, ¿el que haya empatía total entre dos personas?
Siempre juramos que “nunca” nos separaríamos, ¿dónde quedaron esas
palabras de sinceridad, ese compromiso del corazón?, ¿fueron borradas
por otros sentimientos más fuertes?, ¿quiero pensar que por el tiempo?
Ahora ya no encontraba una explicación de lo que sucedía ni de cuál
era la razón del silencio de Teresa. Me preguntaba si tal vez había des-
cubierto su destino predeterminado en aquel país como decía mamá y el
olvido había llegado o si de verdad su trabajo era muy absorbente, no lo
sé… Sentí que sólo había sido una época de gran apego y de encuentro
con nosotras mismas que habíamos vivido, como suele suceder en mu-
chos casos, pero que aquel momento de nuestra historia, con el paso de
los años, estaba sepultado como un ataúd bajo lápidas y kilos de tierra,
y que todo el cariño que siempre nos profesamos únicamente había sido
un sentimiento fugaz de palabras huecas.
Dejé que las cosas siguieran su rumbo sin forzarlas, pero no dudo
en reconocer que me costó trabajo aceptarlo, porque ella me reiteraba
que “nunca” me dejaría, ¡nunca!, que “siempre” estaría conmigo, ¡siem-
pre…! Fue doloroso este alejamiento, porque no todos los días se en-
cuentra a alguien que perdure en tu vida; vida efímera que resulta corta
ante tantas cosas que se desean hacer. Bueno…, pero, ¿será posible que
alguien pueda cambiar el destino de las personas? Tal vez en apariencia.
Ante este panorama, yo continué con mis consultas matutinas y
vespertinas. Y aunque había veces que los pacientes eran pocos, en otras
ocasiones llenaban la salita de espera de mi consultorio y sobrepasaban
mi horario. Pero no me importaba, a todos los atendía, porque mi voca-
ción no me permitía fallarles, ellos me daban para vivir y, por tanto, les

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debía respeto, atención y profesionalismo. No dejaba ni a uno solo sin
revisar y prescribirlo. Siento que me remordería la conciencia si hiciera
algo contrario a mis convicciones y a mi juramento de Hipócrates…
Aunque salía más o menos tarde de mi consultorio, trataba con
frecuencia visitar a mis padres, merendar con ellos y charlar un poco.
Eran ratos alegres y de pláticas amenas que les rompían su monotonía,
no obstante que por lo regular mi padre se retiraba de la mesa unos mi-
nutos después de cenar y se despedía de mí, como lo hizo desde que yo
era pequeña, con un beso muy cariñoso. Mi madre, en cambio, aunque
en ocasiones la notaba un tanto desmejorada, era la que se quedaba con-
migo platicando un rato más algún suceso del día, y al último me daba
las buenas noches con un abrazo y un beso cuando yo abandonaba la
casa. Debo decir que cada vez que atravesaba el umbral del hogar fami-
liar para dirigirme a mi departamento, la nostalgia me invadía sobrema-
nera al alejarme de mis viejos, no lo puedo negar.
El tiempo pasó y en el camino dos de mis pacientes que había
tratado desde años atrás y que estimaba mucho, fallecieron. Fue muy
triste. Era un matrimonio de fumadores que no obstante mi insistencia
de que se alejaran del consumo excesivo del tabaco, porque esa era
la causa de los males respiratorios que los aquejaban, su voluntad fue
poca, ya que siempre que iban a consulta me argumentaban lo mismo:
“es el único placer que nos queda, doctora, y con éste moriremos…”. Y
así fue: primero murió la esposa, y al cabo de unos meses, él.
Como mi amiga Teresa estaba un tanto ausente de mi interés, pues
no tenía noticias de ella, entonces, para darme un respiro de mis acti-
vidades, reorganicé mi agenda y tomé vacaciones. Invité a mis padres
y…, ¡oohhh!, ¡aceptaron!
Mi padre era el que por lo regular se negaba a acompañarnos,
pero en esta ocasión no se resistió. Disfrutamos de una agradable es-
tancia frente al mar, el sol y degustando caldos, mariscos y pescados
de la exquisita comida de la costa. Fue una gran satisfacción para los
tres vacacionar después de no sé cuánto tiempo de no hacerlo; quizás
fueron de esas ocasiones en que teníamos el deseo de estar juntos como
familia, porque gozamos de ese paraíso natural al máximo y de la ma-
jestuosidad del mar que, al menos a mí, nunca dejará de maravillarme.

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Me sentí muy contenta de estar en compañía de mis padres. Por ocho
días me olvidé del ajetreo de la vida cotidiana de la ciudad y me dediqué
a convivir al lado de quienes nunca he dejado de amar.
Pasaron los meses y en mi actividad profesional diaria todo mar-
chaba de manera normal. Incluso, dejé que Teresa continuara con su
trabajo sin tratar de interrumpirla, porque entendí que sus responsabili-
dades en la diplomacia así lo demandaban. Y ahora comprendo lo que
alguna vez escuché en voz de un profesor emérito de la universidad
cuando yo era estudiante: “todos caminaremos solos en algún momento
de nuestra vida”. Y creo que Teresa lo hacía.
Pero ante esta aparente calma habitual, llegó un día que transfor-
mó de manera radical toda esa armonía que existía en mi entorno. Fue
un acontecimiento que influyó para “olvidarme de todo” y centrarme,
de inmediato, sólo en un aspecto.
Sucede que una de las dos partes de mayor importancia en mi vida
fue vulnerable a la más temible amenaza de nuestros tiempos: el cáncer.
Se trataba de mi madre. Ella había sido atacada por esa trágica en-
fermedad. Fue un hecho que me derrumbó, porque como médica, sabía
lo que este mal podía ocasionar.
Después de una serie de estudios especializados en los que in-
tervinieron colegas míos a quienes también enviaba a algunos de mis
pacientes, se le detectó a mi madre cáncer cervicouterino (displasia se-
vera) que ya llevaba un par de años en desarrollo y que era probable,
según lo determinarían unos segundos estudios, que hubiera emigrado
a otras partes del cuerpo. Y aunque cualquiera se preguntaría por qué
siendo yo médica nunca la orienté para que se realizara chequeos pe-
riódicos, les podría contestar que ¡claro que lo hice “infinidad” de ve-
ces!, pero jamás pude derribar esa mentalidad conservadora y cambiar
ese costumbrismo absurdo que todavía prevalece entre algunas mujeres
como mi madre, a quien no le interesaban los temas relacionados con
la exploración y visitas habituales al ginecólogo. Nunca permitió, sino
hasta que ya fue demasiado tarde, una exploración (que incluso la tuvie-
ron que dormir) en sus “intimidades”, como ella las llamaba. Y todavía
más: jamás me comentó de alguno de los síntomas que, de seguro, la
comenzaron a aquejar tiempo atrás. Esas fueron la razones por las que

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no hubo prevención ni detección tempranas. A partir de que mi madre,
María del Consuelo Nieto de Maginedo (todavía utilizaba el apellido de
mi padre como casada, sustituyendo el suyo materno: Loza) ingresó al
hospital con seguro de gastos médicos mayores para su internación, por
algunos síntomas de la enfermedad que empezaron a manifestarse de
manera acentuada como fatiga, dolor de espalda y pélvico, cierta inape-
tencia, dolor de piernas y pérdida de peso, fueron días permanentes de
estancia en ese lugar. Yo trataba de no descuidar a mis pacientes y, al
mismo tiempo, estar siempre al lado de mi madre.
Acordé con mi padre que él permaneciera en el día en el hospital
y yo me quedaría de guardia con mi madre por las noches. Siempre fue
necesaria la presencia de un familiar.
Cuando yo llegaba al hospital y después de despedir a mi padre
para que se fuera a casa a descansar, pedía el expediente de mi madre
para revisarlo y darme cuenta de su estado de salud.
Durante mi guardia, yo dormitaba por momentos, porque en rea-
lidad, por la fuerte tristeza que me abrumaba, tenía dificultad para con-
ciliar el sueño.
Conforme transcurría el tiempo, la salud de mi madre seguía sien-
do incierta, porque las células cancerosas permanecían. Y no obstante la
quimioterapia que ya se le aplicaba, los especialistas me explicaban que
todo parecía indicar que el mal se volvía resistente a los tratamientos,
pero que se debía esperar.
En cierta ocasión en que llegué a la habitación del hospital a rem-
plazar a mi padre, lo encontré llorando; sentí punzadas agudas en el
estómago cuando lo vi, pero no supe qué decirle, sólo lo abracé muy
fuerte y también encontró eco en mis lágrimas. Después de unos minu-
tos de deshago, nos separamos e intercambiamos miradas de tristeza
ante el escenario desolador que teníamos frente a nosotros.
Lo cierto era que cada vez que me presentaba a relevar a mi
padre, le notaba los signos tanto del cansancio de los años que ha-
bían pasado de su vida, como de la pena emocional que lo invadía al
ver a su compañera tendida ya por varias semanas en aquella depri-
mente cama de hospital, sin poder levantarse y con pocos indicios
de recuperación.

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El semblante de mi padre lo decía todo: tenía una fuerte expresión
de tristeza y decepción que no podía ocultar; era una aflicción que al
parecer no sólo había desgastado su físico, sino también su alma. Re-
flejaba esa desilusión que hace que el vivo muera por dentro en vida,
cuando la esperanza se convierte en frustración y más aún al no encon-
trar ni siquiera en sus insistentes plegarias a divinidades sempiternas,
alguna respuesta positiva para mitigar su desesperación y confrontarla;
esa desesperación de ver consumirse frente a sus ojos, poco a poco, a
su adorada inseparable. Eso veía en mi padre: un hombre abatido por
la impotencia y las circunstancias. Y por más que me fingía una son-
risa cuando llegaba, no podía borrar de su cara la angustia de que las
cosas no volverían a ser como antes. Él lo intuía, porque no necesitaba
ser médico para saber que a esa compañera que había estado a su lado
desde que le nació el amor por ella, los médicos no la estaban sanando,
sino sólo la aferraban de manera artificial, inútil y tal vez egoísta, a esta
vida. Pero ese es el objetivo de la Medicina: preservar la vida hasta el
último segundo.
Al cabo de un mes y medio de su ingreso a ese nosocomio, la me-
joría de mi madre seguía mermando y por periodos debía estar sedada.
Sólo despertaba de manera esporádica.
El uno por ciento de las probabilidades de que la quimioterapia
surtiera efecto benéfico fue nulo; y otros tratamientos complementarios
que también le suministraron, tampoco fueron efectivos. Le tuvieron
que practicar una intervención pélvica para extirparle los órganos re-
productores y tejidos adyacentes. Mi madre no supo de esto por el esta-
do de sedación en que con frecuencia se encontraba. Nunca le hicimos
ningún comentario con respecto a la operación. Yo aprobé la interven-
ción; mi padre no se atrevió; me dejó esa decisión; creo que yo lo hice
como un intento de verla mejor y que tuviera calidad de vida.
Tiempo después y de las veces que encontraba a mi madre des-
pierta con algo de “ánimo y lucidez” ya que, como dije, casi la mayor
parte del tiempo dormía, me sentaba en un pequeño sillón que había al
lado de su cama y ella deseaba que le tomara su mano derecha y, sobre
ésta, le recargara mi mejilla, mientras que con la otra, no obstante que
tenía un catéter por donde se le introducían los medicamentos, me aca-

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riciaba con delicadeza el cabello como cuando yo era niña. A veces me
decía algunas frases que, aunque cortas, me encantaban, porque quería
escucharla, sentir que estaba conmigo; eran palabras del amor que me
seguía profesando; de ese gran cariño que aún con sus escasas fuerzas no
dejaba de manifestarme; deseaba de todo corazón que no dejara de ha-
blarme y que su voz tierna no se perdiera; que su mirada llena de afecto
de madre no se separara de la mía; que permaneciera a mi lado y no se
alejara nunca de mí… ¡Era mi madre! ¡Era mi madre!
Recuerdo que en varios momentos, ella no dejaba de repetirme:
“Anna, siento mucho dolor en mi vientre, haz algo para que me lo qui-
ten, sufro…”. Y también en otras ocasiones, me insistía: “Anna, cuida a
tu padre…, no lo dejes solo. Me preocupa mucho que esté así, le puede
afectar. Tú también cuídate mucho, hija,… Pero cuida a tu padre, por
favor, no lo abandones… Los amo…, cuuuiida… aaa… tuuu… paaa-
dre…, cuiidaaaa…”. De forma repentina, con estos pensamientos, mi
madre cerraba sus ojos y se adentraba en el mundo misterioso e indesci-
frable de los sueños; caía en un sueño profundo que la aislaba del dolor
y de la realidad. Ella volvía a ese estado de inconciencia inducido por los
medicamentos. Y yo, continuaba con mi gran pesar y viviendo momen-
tos de incertidumbre…
Día tras día, la batalla contra el cáncer era constante. Los médicos
hacían todo cuanto estaba a su alcance para poder lograr una mejoría.
Y siempre, en el día, era un entrar y salir de médicos y enfermeras de
la habitación para checar a mi madre y renovar los medicamentos; y
durante toda la noche, por periodos, las enfermeras eran las únicas que
como espectros fantasmales surgían silenciosas de entre la oscuridad de
la habitación para revisar el estado de los medicamentos y al paciente,
esto lo repetían hasta el amanecer. Esa es la rutina habitual en los hos-
pitales con los enfermos.
A pesar de las atenciones que recibía mi madre, se presentó lo
inesperado: la ciencia médica llegó al límite de su conocimiento y fue
vencida por la enfermedad de mi madre, porque el cáncer se había di-
seminado e invadió más órganos vitales (de acuerdo con los últimos
estudios practicados) y fue imposible controlarlo, es lo que se conoce
como metástasis. Estaba desahuciada, en estado terminal. No hubo más

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que hacer… Mi padre y yo fuimos informados por los médicos de esta
dolorosa noticia y sólo esperábamos con impotencia y resignación, el
desenlace…Todos habíamos sido derrotados: a mi madre la venció su
padecimiento, a nosotros nuestras falsas esperanzas y a la ciencia mé-
dica especializada, los insuficientes avances hasta hoy alcanzados para
sanar o controlar en sus diversas manifestaciones esta terrible enferme-
dad. Sabíamos que todo era cuestión de tiempo. Un tiempo de espera
que marchitaba y hacía sollozar lo más adentro de nuestro ser…
A partir de este acontecimiento, sólo me ausenté un par de horas
del hospital, porque fui a mi consultorio, cancelé todas mis citas y en la
puerta pegué un anuncio explicando el motivo de mi ausencia. Sin con-
tratiempo, pasé a mi departamento por un poco de ropa y después ya no
me moví del hospital. A mi padre, en contra de su voluntad, lo enviaba
a descansar por las noches. Su edad ya no le permitía desvelos.
Días después de esta irremediable noticia, en una noche en que
me encontraba sentada en una silla de visitas, al frente de la cama de mi
madre, se desató una tormenta de gran intensidad que me hizo entrar en
pánico, pues la luz constante de los relámpagos parpadeaba y atravesa-
ba de manera intensa, por varios segundos, las rendijas de la persiana de
la ventana, iluminando toda la habitación de forma siniestra, así como
la figura de rostro pálido y casi inerte de mi madre que estaba ausente
de este escenario.
Llovía de manera profusa y se escuchaba cómo el agua golpeaba
con furia los techos y ventanas del hospital e inundaba algunas partes
de los patios cercanos. El viento, implacable, doblaba de uno a otro lado
largas ramas de varios árboles que se encontraban en el jardín, frente a
la ventana, como queriendo desmembrarlas. Los fuertes destellos de los
relámpagos que anticipaban el poderío del rayo y el estruendo del true-
no, hacían vibrar los vidrios de la ventana de la habitación casi al punto
de quererlos hacer añicos. Eran tan potentes la luminosidad parpadean-
te y la frecuencia de aquellos relámpagos tan tétricos que penetraban,
que de repente observé, cada vez que este fenómeno se repetía, que en
la pared, sobre la cabecera de la cama de mi madre, comenzaron a refle-
jarse una especie de sombras de horrendas figuras que a veces parecían
adquirir extrañas formas de aterradores espectros o de atormentados

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espíritus, que rondaban como presagiando que pronto se acercaría el
evento final o como haciendo un rito para abrir una puerta de algún por-
tal dimensional y dar paso a una nueva alma para cruzar a otro estadio
de la existencia no material, a otra extensión de la vida espiritual; para
transitar al purgatorio y de ahí trascender al plano de la luz celestial.
En efecto, en aquella habitación poco iluminada por la tenue luz de
una lámpara que se encontraba en un buró, era como si una conjunción
de fenómenos paranormales se hubiera desatado y congregado en un
protocolo en ese cuarto, vaticinando la llegada de la inseparable com-
pañera de la vida: la temible e innombrable Muerte. Y aunque trataba
de desmentirme de lo que veía en la pared cerrando los ojos una y otra
vez, y diciéndome en monólogo que todo aquello que estaba frente a
mis ojos no era cierto, sino que era producto de las ramas de los árboles
movidas por el viento cuyas sombras se proyectaban en el interior de la
habitación cuando acontecía un relámpago, no soporté más esas esce-
nas tan macabras o quizás alteraciones visuales o lo que hayan sido, y
mejor cerré la persiana antes de que pudiera sufrir un colapso.
Creo que la tormenta duró poco más de una hora en que viví ate-
rrada por el ensordecedor poderío de ese fenómeno y por lo que su-
puestamente había visto. Pero llegó el momento en que la tempestad se
disipó, la noche húmeda volvió a la calma y sólo entre los árboles se
llegaban a escuchar algunos cantos de las aves nocturnas…
En el silencio de la habitación, mi madre seguía postrada en esa
deprimente cama sin darse cuenta de nada. Ahora, ya le habían coloca-
do una mascarilla de oxígeno, la cual se sumaba al monitor cardiaco y al
inseparable atril de donde colgaba una bolsa con suero que estaba com-
binado con otros medicamentos y que vía intravenosa seguía entrando
por la parte posterior de su mano izquierda.
En la madrugada, las enfermeras reemplazaban y volvían a com-
binar el suero con otros medicamentos, algunos de supuesto ataque a
la enfermedad y otros más para que continuara en ese profundo sueño
inducido que la “alejaba” por periodos del malestar. Pero de manera
periódica, como era usual, las enfermeras regresaban a actualizar su
reporte y checar el funcionamiento de los instrumentos, el goteo de la
bolsa de suero, si había algunas alteraciones en la temperatura normal

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del paciente, en el pulso cardiaco o en la respiración. Yo, por supuesto,
también estaba atenta de todo eso.
No obstante los esfuerzos, otra nueva noticia que nos causó gran
pesar a mi padre y a mí, se presentó: los médicos nos informaron que
habían decidido “que lo humano”, ante las circunstancias adversas de
la enfermedad de mi madre, sería mantenerla sedada de forma perma-
nente para “mitigar” el intenso dolor que sentiría de no estar bajo esas
condiciones. ¡Eso quería decir que mi madre ya no despertaría! Con
decepción, mi padre y yo estuvimos de acuerdo en que se siguiera el
procedimiento, antes que permitir un sufrimiento inhumano en el frágil
cuerpo de mi madre.
El tiempo transcurría y éste era cruel emisario del dolor, la an-
gustia y el miedo a la pérdida, pues continuaba implacable su paso,
haciendo de cada minuto un periodo perturbador tanto para mi padre
como para mí.
En cierta noche, mi padre ya se había retirado y yo, como ha-
bíamos acordado desde un principio, me quedé en la guardia nocturna
al lado de mi madre. Le acariciaba su cabello y le estrechaba su mano
que, aunque suave, no dejaba de sentir ya la flacidez de su delicada
piel a consecuencia del adelgazamiento por la enfermedad. Observa-
ba su empalidecido semblante que también por la pérdida de peso, no
obstante que le suministraban nutrientes, ocasionaba que los huesos de
sus pómulos fueran cada vez más prominentes y que las cavidades or-
bitarias se hundieran más. Su complexión se estrechaba con rapidez.
No imaginaba las demás transformaciones que se podrían producir en
mi madre antes de su muerte. Y aunque sabía por mi profesión que el
concepto de la muerte es un proceso natural y un hecho humano del que
nadie ha podido evitar su ineludible presencia, no lo concebía tal cual
ahora que rondaba a alguien tan amado y cercano a mí. No era fácil que
pudiera sobreponer en esos momentos la ciencia médica al sentimiento
humano.
Entró la madrugada y el sueño me había abandonado. Los insom-
nios eran recurrentes. El piso del hospital estaba tranquilo, pues “todos”
los pacientes “descansaban”. Yo no desprendía la mirada del rostro de
mi madre y por momentos recordaba algunos de los episodios felices

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que vivimos juntas, pero que ahora la triste realidad enseguida se encar-
gaba de borrarles ese encanto. Con esas remembranzas de felicidad que
se desvanecían al ver a mi madre que se alejaba de la vida, y en aquel
silencio hospitalario, veía pasar un tiempo de espera doloroso, mientras
permanecía sentada al lado de la cabecera de la cama de mi madre estre-
chando, de manera firme, su mano tibia y arropando su frágil e inmóvil
cuerpo. Pero esa serenidad se rompió en algún momento, cuando de
forma repentina tuve un sobresalto que me hizo brincar de mi asiento al
escuchar que la puerta de la habitación se cerraba bruscamente. Volteé
de inmediato, pero no pude saber quién lo hizo, porque la puerta estaba
al final de un pequeño pasillo fuera de mi vista. Aunque todo parecía
indicar que tal vez una de las enfermeras del turno, sin delicadeza, lo
había hecho.
Aún no me había repuesto de este gran susto, cuando de manera
sorpresiva mi atención se centró en la lámpara del buró que se encontra-
ba a mi espalda, la cual comenzó a parpadear como si se quisiera fundir
el foco –pensé en reportarla pero a esa hora de la madrugada dudaba
mucho que algún técnico de mantenimiento viniera a repararla–, pero
finalmente dejó de hacerlo y la luz tenue de la habitación regresó de for-
ma homogénea. Sin embargo, cuál sería mi asombro cuando de pronto
noté en el cuarto un descenso en la temperatura que enfrió por completo
toda mi ropa y comencé a tiritar. Observé un termostato electrónico que
se encontraba empotrado en la pared y registraba 22 grados centígra-
dos; en teoría, no había variación en la temperatura, pero era claro que
hacía frío y no era producto de mis nervios o de mi mal dormir, sino de
que algo extraño sucedía en esa habitación. Tapé bien a mi madre y la
volví a tomar de su mano sin dejar de ignorar estas anomalías.
Habrían pasado tan sólo algunos minutos, cuando aunado a la
baja temperatura, repentinamente empecé a percibir en el cuarto un am-
biente enrarecido y pesado como si faltara oxígeno. Era una sensación
muy extraña que me obligaba a respirar más rápido y a tragar saliva una
y otra vez; finalmente logré calmar ese estado de desesperación inex-
plicable.
Inquieta por lo que ocurría y a lo cual no encontraba explicación,
un pensamiento espeluznante irrumpió en mi mente: tuve la impresión

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de que “alguien” se encontraba dentro de la habitación y que tal vez ese
“alguien” había sido quien cerrara la puerta con furia tras de sí y el que
creaba todas esas alteraciones en la habitación. Yo no veía nada, pero
una rara energía era perceptible. Y creo que no estaba tan equivocada,
porque cuál sería mi sorpresa y terror, cuando vi al otro extremo de la
cama cómo se balanceaban, sin motivo alguno, la bolsa del suero que
colgaba del atril y la sonda que bajaba y se introducía en la vena de la
muñeca del brazo izquierdo de mi madre. ¡No dejaban de moverse! Se
balanceaban de lado a lado. Era como si alguien incorpóreo hubiera
atravesado por ese lugar y a su paso las movió o intencionalmente lo es-
taba haciendo como una forma de manifestar su presencia. ¡Era cierto,
algo se encontraba adentro! Atónita y muerta de miedo, fijé mi mirada
en ese lugar intentando ver o dilucidar lo qué sucedía. De nuevo, la lám-
para comenzó a encenderse y apagarse de manera repetitiva. Y en ese
vacilar de luz y oscuridad de la lámpara, me quedé petrificada cuando
comencé a escuchar murmullos en la habitación que parecían provenir
de todos lados detrás de las paredes; eran voces que clamaban algo en
un lenguaje no convencional.
Sin tener el valor para alejarme de ahí porque no podía dejar sola
a mi madre, no me moví de mi lugar, no obstante los eventos inusuales
que experimentaba y que me helaban la sangre. Pero todavía sin salir de
mi perplejidad ante estos espantosos acontecimientos, quedé anodada-
da cuando un nuevo hecho horrendo se presentó…
Los murmullos tras los muros continuaron por un rato y eran per-
turbadores, hasta que de un momento a otro cesaron y la habitación que-
dó en un absoluto silencio que sólo era interrumpido por lo agitado de
mi respiración. Asombrada, volteé para todos lados sin encontrar una ra-
zón del por qué habían cesado, hasta que mi mirada repentinamente se
detuvo con pavor en aquel extremo de la cama cuando observé cómo
se formaba una sombra negra disforme que poco a poco desde el piso
se erguía e iba tomando forma hasta llegar a convertirse en ¡un gran
espectro que casi tocaba el techo! Del miedo, quedé con la boca abier-
ta, sentía que mi cabello se erizaba y mis pulsaciones aumentaban de
frecuencia y empecé a sudar frío. ¡Era la silueta abultada de un monje
de capucha y hábito oscuros que, en posición de oración, pronunciaba

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una especie de rezo ininteligible sin dejar de mirar a mi madre…! Pero,
por si esto fuera poco aterrador, arriba de la cabecera de la cama nue-
vamente aparecieron aquellas sombras de espectros o de atormentados
espíritus que había visto el día de la tormenta y que ilusa creí que eran
producto de mi imaginación, pero que ahora y en silencio rodeaban a
aquella enorme y tétrica figura oscura del supuesto religioso, mostran-
do humillación hacia él. Hice un esfuerzo por gritar, pero de manera
inexplicable de mi garganta sólo salió un débil gemido. No era mi ima-
ginación. ¡Estaban ahí…! No sabía qué hacer. Intenté por un momento
llamar a alguna enfermera o ponerme a rezar, pero de forma misteriosa
desistí de ambas ideas tal vez por lo horrorizada que estaba; no lo sé.
Temblando, muda del horror y con los ojos casi fuera de sus cavida-
des, sólo mi mirada quedó inmóvil en esas inexplicables y escalofrian-
tes imágenes de locura. Pero como si este acontecimiento inconcebible
que tenía frente a mis ojos hubiera sido una señal premonitoria, sentí
cómo mi madre de súbito apretó mi mano con mucha fuerza, rompió mi
perplejidad hacia aquellas visiones desconocidas y emitió un desgarra-
dor grito de dolor que acabó con aquellas apariciones de la habitación,
¡¡aaaaaaayyyyyyyyyy…!!!
Aterrorizada, me puse de pie y observé al instante cómo mi madre
oprimía sus mandíbulas con fuerza y su rostro adquiría una expresión
de angustia y dolor. De manera repentina abrió los ojos con una mi-
rada de terror y desesperación. Tras la mascarilla, abrió la boca como
queriendo jalar el mayor oxígeno posible, al tiempo que volvió a gritar
¡¡aaaaaaaaayyyyyyyy…!!!, ¡¡aaaaayyyyyy…!!!, y comenzó a convul-
sionarse.
La tensión me hizo que rápido y con insistencia pudiera tocar el
timbre de emergencia para que vinieran a auxiliarme las enfermeras y
el médico especialista de piso.
Los espasmos se tornaron incontrolables. Mi madre empujaba
con fuerza el cuerpo hacia atrás como queriendo desprenderse de algo
que le carcomía sus entrañas. Las piernas las alzaba y golpeaban con
ímpetu el colchón. La cabeza la movía de un lado a otro sin control. El
fondo de sus ojos adquirió un color escarlata, y los mantenía tan abier-
tos que casi se salían de sus órbitas huesudas. Con una mirada de terror

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que por momentos fijaba en mi rostro, sentía que me imploraba ayuda.
Yo trataba de hacer todos los esfuerzos posibles por estabilizarla, pero
eran inútiles. Sus lamentaciones eran continuas. Los brazos los movía
sin coordinación; y el brazo izquierdo por el que se le suministraban los
medicamentos vía intravenosa, lo movía de forma violenta hasta que el
atril cayó al piso tras un fuerte jalón que ocasionó que se le despren-
diera el catéter de la vena y le rasgara la piel, comenzando a sangrar
de manera abundante, manchando la sábana de la cama y el piso de la
habitación.
Las convulsiones y los gritos de dolor eran incesantes. Yo eché
mi cuerpo sobre el suyo tratando de “calmar” esos movimientos brus-
cos e incontrolables y evitar que fuera a caerse de la cama, pero no
sirvió de mucho, porque aun así, el poder de las contorsiones ¡podía
mover mi peso! Ni yo misma me explicaba de dónde salía tanta ener-
gía de aquel cuerpo tan endeble. Por fin, el agotamiento la venció y
después de las lamentaciones y los periodos de crisis, de manera lenta
las convulsiones se fueron desvaneciendo y sentí cómo el brazo iz-
quierdo de mi madre quedaba sin fuerza y se posaba sobre mi espalda;
entonces comencé a sentir una sensación húmeda y tibia en la parte de
atrás de mi blusa: era la sangre de mi madre que ahora se derramaba
sobre mi dorso. Ya no hice más, sino sólo abrazarla bien.
Sollozaba sobre el pecho de mi madre cuando pude escuchar las
voces y pisadas del cuerpo médico, así como del vehículo que transpor-
taba el aparato de electroshock (o resucitador) que se acercaban de prisa
por el corredor. Pero antes de que se abriera la puerta de la habitación,
con horror percibí el último signo de vida de mi madre, cuando tras una
profunda y dificultosa inhalación, la respiración dejó de fluir, desapare-
ció el vaho de la mascarilla y su cuerpo quedó sin consistencia. Ya sólo
le dije: ¡¡mamita!!, ¡¡mamitaaaa…!!
Con un llanto desgarrador y cuando apenas acercaba mi cara a la
suya, entró el médico y dos asistentes. Perturbada, me ayudaron a sepa-
rarme de mi madre y me hicieron a un lado de la cama. El especialista
retiró la mascarilla de oxígeno y la cabeza de mi madre se dobló hacia el
lado izquierdo arrojando un gran coágulo oscuro de sangre por la boca.
Sin embargo, el médico siguió auscultándola para corroborar los signos

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vitales ante la atenta mirada de las dos enfermeras que esperaban cual-
quier indicación del médico. Pero yo sabía que todo era infructuoso. En
efecto, un esfuerzo vano…
El médico volteó, me miró con un semblante compungido y mo-
vió la cabeza de manera negativa. Después, cerró los ojos de mi madre
y limpió su boca con un pañuelo desechable, para posteriormente re-
coger con un guante de látex el gran coágulo de sangre que arrojara, el
cual guardó en una bolsa de plástico transparente. Asimismo, le puso
unos parches de tela adhesiva en la mano izquierda para evitar que sa-
liera más sangre por la herida ocasionada por el catéter, quitó la sábana
ensangrentada y pidió una limpia a una de sus asistentes con la que
cubrió todo el cuerpo. Una de las enfermeras recogió el atril del suelo,
cerró la llave del oxígeno, tomó la mascarilla y desconectó el monitor
cardiaco que flanqueaba la cama, con lo cual dejó de escucharse ese
tono permanente, largo y escalofriante, que indicaba la terminación de
la vida. Mientras tanto, la otra enfermera se dio a la tarea de medio
limpiar con una toalla húmeda la sangre del piso, labor que más tarde
terminó de hacer una afanadora. En unos minutos se retiraron. Todo
había terminado. Los muchos años de una vida se acabaron en unos
instantes de sufrimiento. La habitación quedó envuelta en esa atmósfera
inenarrable de dolor y silencio sepulcral que trae consigo el inaplazable
encuentro con la Muerte.
Debo señalar que no quise pensar más en aquellos fenómenos
escalofriantes e insólitos que minutos antes de la crisis de mi madre
yo había experimentado, aunque sabía que nunca desaparecerían de mi
memoria.
Más tarde, con un sufrimiento que me abatía y un desorden men-
tal, salí de la habitación donde aún yacía el cuerpo de mi madre. Cubier-
ta con un suéter para tapar las manchas de sangre de mi espalda llamé
por teléfono a mi padre. Pero cuando apenas intentaba articular algunas
palabras entrecortadas para informarle sobre la penosa noticia, quedé
sorprendida porque me interrumpió con una voz cargada de melancolía:
–Sí, hija…, ya sé para qué me buscas, voy para allá…
No sé por qué, pero parecía que mi padre había tenido el presenti-
miento de que mi madre moriría esa madrugada, porque además de saber

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cuál era el motivo de mi llamada noté que su voz no era la de una perso-
na adormilada a esa hora de las tres y fracción de la mañana. Creo que no
durmió y se mantuvo despierto ante la sensación de que esto ocurriría.
Horas más tarde del amanecer, el cuerpo de mi madre “fue arre-
glado” (vestido y maquillado) para las exequias que fueron cortas y
sencillas. Sólo nos acompañaron un par de amigos médicos que habían
atendido desde el inicio, la evolución de la enfermedad de mi madre.
Mi padre y yo pedimos a un viejo sacerdote de una iglesia cató-
lica cercana, que viniera a oficiar una “misa de muerto” en el pequeño
velatorio del panteón y rogara por el eterno descanso de mi madre. Des-
pués, el cuerpo fue trasladado al crematorio.
En cierto momento en que el sacerdote se encontraba solo, me
acerqué a él y le platiqué, un tanto con temor porque podría creer que
esto era una locura, sobre las visiones que había tenido en el hospital.
Tenía una gran preocupación del por qué de la existencia de esas apa-
riciones y por qué antes de morir mi madre se habían presentado esos
hechos que tanto me estremecieron y me dijo: “No temas, hermana, tal
vez tú también tienes, al igual que mucha gente, una cualidad de ver
cosas que otros no podemos ver. Y esas manifestaciones de las que me
platicas, son sucesos que suelen pasar, son hechos desconocidos, pero a
veces presentes. Mucha gente me ha comentado de otros tantos aconte-
cimientos insólitos dentro de los hospitales al cuidar a sus seres queridos
hasta que fallecen. Esas apariciones pueden ser emisarios de la Muerte,
espíritus errantes que todavía no tienen fijado un destino definitivo o al-
mas puras que buscan ayudar a nuevas almas que pronto partirán para
enseñarles el camino hacia la luz y encontrarse con Dios. Pero si crees en
Dios, nada de eso debes temer ni por ti ni por tu madre que está en otro
momento de la vida. Encomiéndate a Él, y mientras tanto pediré por el
alma de tu madre, para que el Padre Celestial la ampare con su fuerza y
misericordia en el sueño infinito”.
Aproximadamente unas cuatro horas después, la urna con las ce-
nizas de mi madre la depositamos en el nicho familiar que yo con anti-
cipación había adquirido en mensualidades.
Los papás de Teresa al enterarse de la noticia que yo misma les di
a conocer, no dejaron de mostrarnos a mi padre y a mí un sentimiento

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de pesar, ya que ellos apreciaban, a su modo, a mi madre: “si de algo les
alientan nuestras palabras, lo sentimos mucho” –nos dijeron por teléfo-
no–. También Teresa me llamó para saber cómo me encontraba al ente-
rarse a través de sus padres del deceso. Sólo le dije que el duelo por el
que pasaba en esos momentos era muy doloroso.
Aun con mi formación de médica, puedo asegurar que la partida
de un ser tan querido como es la madre, dadora de vida, hace que uno
cambie y mire aquello que lo rodea de manera diferente. Y como colo-
quialmente se dice, “nada volverá a ser igual…”
Al paso de algunas semanas, cuando la conciencia sigue en el
proceso de aceptación de la ausencia y se enfrenta la “nueva” realidad,
comenzaron a aparecer en mi mente más recuerdos, junto a ese ser que-
rido que se había marchado. Pero esos recuerdos por igual hacían que
aflorara el dolor, que éste fuera más cruel y que terminara llorando, por-
que me remitían a esos instantes que pasé al lado de aquel ser amado
que ya no estaría conmigo y que había dejado un vacío importante en
mi vida. Eran recuerdos de nuestra existencia y convivencia en familia
que quedarían grabados en mi mente hasta que yo también dejara de
mirar el sol por última vez…
Tras la partida de mi madre, como decía, el sentido de mi vida
no fue igual, me parecía incompleta y vacía; incluso, sin un sentido de
orientación claro. Y todo aquello que antes veía lleno de felicidad, aho-
ra lo miraba con un tanto de indiferencia. Por supuesto que ninguna de
estas percepciones o reflexiones personales que me afligían repercutían
en mis pacientes, ellos seguirían siendo el centro de mi atención profe-
sional. Pero lo cierto es que uno tiene que superar todos estos hechos,
porque la vida sigue y hay que reconocer que el sufrimiento es parte de
nuestra existencia; siempre acompañará al ser humano en las distintas
etapas de su vida, manifestándose de diferentes maneras y sólo termina-
rá cuando nuestra propia existencia terrenal llegue a su fin.
Al paso de los meses, el tiempo se encargó de ir mitigando el do-
lor. Llegó la resignación, pero jamás el olvido.
Recuerdo que el día que habló Teresa para darme el pésame, me
dijo también que pronto vendría a México, porque quería estar conmi-
go. Me explicó que aún no sabía la fecha exacta, pero que se tomaría

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unos días de vacaciones. Que quería verme y aprovechar la ocasión
para contarme algunas cosas. Se disculpó por no escribirme, pero me
explicó que había estado viajando a otros países en misiones diplo-
máticas y las jornadas de trabajo eran muy fatigantes por los husos
horarios. Le contesté que lo más importante era que estuviera bien y
volverla a ver.
Antes de cortar nuestra conversación, me pidió que estuviera atenta
al día de su llegada para que no hiciera tantos compromisos; que me avi-
saría con anticipación. Creo, en realidad, que esa llamada nos reanimó.
Mi padre quedó solo en casa y lo invité a vivir conmigo en mi
departamento, pues había espacio suficiente para los dos. Deseaba que
saliera de la casa que ahora era amplia para una sola persona (y a la que
a decir verdad, yo no quería regresar a vivir, porque el pasado me ator-
mentaría) y así desprenderlo de los recuerdos que, como a mí, todavía
nos hacían daño. Pero no titubeó en su respuesta al decir que ahí se que-
daría junto con sus recuerdos.
–¡No, hija, gracias! ¡No me moveré de aquí! Y sólo Dios (él no
hablaba del destino como mi mamá que, aunque era católica, nunca le
agradó meter a Dios en todo; ella respetaba mucho ese aspecto) sabrá el
momento preciso en que deberé hacerle compañía a tu madre. Mientras
tanto, me quedaré aquí, en mi casa… Y gracias, hija, pero sólo preocú-
pate de que si en un par días no sabes nada de mí, es que ya estoy muer-
to, y ven a recoger mis despojos…
–¡Ayyy, papá, no seas insensato! –le contesté.
Era obvio que conocía a mi padre y sabía que ésta era su decisión
final y debía respetarla, porque sería muy difícil que cambiara de opi-
nión, incluso insistiéndole o me hincara a sus pies. Y aunque me entraba
la nostalgia de dejarlo solo, nunca dudé en visitarlo con cierta regulari-
dad para observar su estado de salud y que no le faltara nada, tal como
me lo pidió mamá.
Mi padre, emocionalmente, vivió tiempos difíciles después de
que partió mi madre. Y en su soledad, al igual que yo, padecía el dolor
de aquella pérdida. Desmejoró mucho en su persona, incluso se encor-
vó, pero yo le daba ánimo esperando que poco a poco se recuperara.

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Nos debíamos el uno al otro, porque de aquella familia de antaño, sólo
ambos éramos los últimos.
Quiero decir que mi padre siempre fue una persona autosuficiente,
porque aunque mi madre lo procuró, él también le ayudaba en los que-
haceres del hogar y a cocinar. Inclusive, de las pocas ocasiones cuando
mi madre y yo nos íbamos de vacaciones y él se quedaba en casa, se pre-
paraba sus alimentos sin ningún problema, pues a mi padre no le agrada-
ba mucho viajar (excepción del último viaje que los tres hicimos, justo
antes de que enfermara mi madre, ¿benevolencia del destino?, ¿destino
predeterminado?), porque era medio ermitaño, pero feliz de quedarse en
casa tranquilo, fumando de vez en cuando un puro, leyendo sus libros,
periódicos, revistas, escuchando música y viendo películas hasta que el
sueño se adueñaba de su conciencia. Esas actividades las hacía con pa-
sión desde que se jubiló del sector público varios años atrás.
En la creencia de que Teresa vendría pronto, pasó casi un año en
que no supe nada de ella. Estaba segura que hasta cierto punto (no sé
por qué) las cuestiones de trabajo se habían interpuesto. Aunque, a de-
cir verdad, fue mejor que no viniera antes, ya que el único pensamiento
que en ese entonces de manera viva estaba en mi mente y me afligía, era
el recuerdo de mi madre y no tenía ánimo para otras cosas. Y creo que
en aquellos momentos de infelicidad que laceraban mis pensamientos,
poco me hubieran llamado la atención los asuntos de la vida de Teresa
o, incluso, su presencia. La verdad, ¡sí!
No intenté molestar a los padres de Teresa para saber de ella; sólo
dejé que transcurrieran los días y las noches, pero sin desoír el tictac del
reloj…
En uno de esos días de las visitas habituales que le hacía a mi padre
casi entrada la noche (un día iba y dos no), lo encontré muy quieto sentado
en el sofá de la sala, con la cabeza hacia atrás recargada sobre la orilla del
respaldo, con los brazos flácidos, el periódico que leía abierto entre sus
piernas y con la televisión encendida. Pensé: “debe de estar dormido, lo
dejaré un rato más”. Sin tratar de hacer mucho ruido, me dirigí a la coci-
na para dejar algo de fruta y pan que le había comprado. Lavé los trastes,
limpié la estufa, barrí y alcé el mínimo desorden que había. Sin embar-

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go, casi al retirarme, mi padre seguía ahí, inmóvil. Entonces pensé que
no había notado ni siquiera mi presencia y que sería mejor despertarlo,
acompañarlo a su recámara y que se acostara en su cama.
Despacio, me aproximé al sillón y mi cerebro jugaba con mis
emociones, pues no sé por qué a cada paso que daba, las palpitaciones
de mi corazón aumentaban. Repentinamente, un estremecimiento pene-
tró todo mi cuerpo y sin titubeos, reaccioné. Me acerqué por detrás de
él, le moví un hombro despacio y no sucedió nada; le hablé y tampo-
co; lo moví de ambos hombros y…, cuando me disponía a examinar-
lo…,¡respondió!:
–¡Qué…, qué…!, ¿qué tal, hija?, ¿cómo estás? –me dijo.
–Yo bien papá, tú cómo te sientes –le contesté.
–Un poco cansado –me indicó.
–¿Quieres cenar? –le pregunté.
–No, hija, ya comí algo...
–Bueno, ven, te acompañaré a tu recámara para que descanses
mejor –le indiqué–. En ese momento, mi cuerpo dejó de sentir ese
efecto de pavor y alteración química y regresó a su estado normal al sa-
ber que mi padre estaba bien. Sólo lo tomé del antebrazo y lo conduje
a su habitación para que se cambiara y se pusiera su piyama; mientras,
yo me dispuse a recoger el periódico, apagar el televisor y la luz de la
sala.
Cuando regresé a la habitación a despedirme de él, mi padre ya
estaba acostado y, en apariencia, dormido. Una vez que me percaté de
que todo estaba en orden, apagué la luz, cerré la puerta de su recámara
y sin hacer tanto ruido, salí de la casa que quedó en penumbras.
Quiero mencionar que tras la muerte de mi madre, ahora, a diario,
mi padre dejaba encendido un radio que tenía en uno de sus dos burós,
al lado de la cabecera de su cama, a un nivel de volumen bajo, en una
estación de noticias, para que lo acompañara hasta el amanecer.
Cada vez que veía a mi padre sentía que él no podía superar la
partida de mi madre. Porque ahora, después de un año de su fallecimien-
to, era más callado, menos expresivo, dormía mucho y había bajado de
peso; esto último era muy evidente, porque su ropa le quedaba holgada.

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Por lo regular, en cada visita que le hacía, tenía que tirar algunas
porciones de comida y fruta que estaban echadas a perder, porque no se
las comía; lo mismo sucedía con el pan que lo encontraba endurecido y
hasta enmohecido en algún estante de la cocina.
En una siguiente ocasión que fui a verlo, advertí otra vez que se
encontraba en el sillón. Pero ahora, antes de que se alteraran los proce-
sos químicos de mi cuerpo, le grité:
–¡Papááááááá!!!
Abrió los ojos todo aturdido, volteó para ambos lados y expresó:
–¡Qué pasa!, ¡qué pasa! ¡Ay…, hija, tú eres…!
–¡ Sí, papá, yo soy...!, –le respondí.
Le pedí que se sentara bien, porque le iba a tomar la presión con
mi baumanómetro y a revisar su corazón y los pulmones con el este-
toscopio. Accedió sin dilación, porque por lo regular aducía pretextos
como estar cansado, querer ir al baño o ir a dormir. Pero esta vez no le
iba a aceptar ninguna de esas excusas. Casi todo estuvo correcto, ex-
cepto que me pareció notar ciertos sonidos en su ritmo cardiaco que no
me agradaron.
–Papá –le dije–, tienes que hacerte un estudio; un electrocardio-
grama ECG. ¿Si?
–Para qué, hija, si me siento bien.
–¡Necesito que te lo hagas, punto!, –le repliqué y le apunté el
nombre del estudio en una de mis recetas del block que siempre traía en
mi bolso y aparte le di la dirección del laboratorio.
–¡Está bien, está bien, hija, lo haré la próxima semana! ¿Te parece?
–¡Vale! –le contesté.
Como todavía era temprano, preparé algo de cenar y lo hice que
comiera un plato de fruta, café con leche y pan tostado untado con caje-
ta de Celaya, y ambos nos sentamos a la mesa, no sin la melancolía de
seguir viendo una de las sillas del comedor vacía: la que usaba mi ma-
dre. Sumada a esta pena, mi nostalgia se acentuó más al volver a ver la
vieja fotografía de la boda de mis padres que colgaba de la pared prin-
cipal de la sala, en la que mi madre, con velo, vestido blanco de novia
y con un bonito ramo de rosas blancas entre sus manos, reflejaba en su
rostro la felicidad de unirse a ese hombre galante que vestía un traje os-

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curo, camisa blanca y corbata roja ancha, al que ella eligió, que siempre
amó, con el que creó una familia, el compañero ideal de toda su vida y
con quien llegó al final de sus días.
Mis padres se conocieron en el trabajo (ambos laboraban en el
sector público), pero mi padre le pidió a mi madre que dejara de trabajar
cuando se casaron. Contrajeron nupcias cuando mi madre tenía 31 años
y mi padre 34. Y a un año de esa unión, nací yo.
En la breve sobremesa después de la cena, le comenté a mi padre
que debía comer mejor porque estaba más delgado y que eso no era bue-
no, ya que le podía ocasionar anemia. Me respondió que sí lo estaba ha-
ciendo, pero que había ocasiones en que estaba inapetente. Le insistí en
que no hiciera ayunos y que comiera, y le prometí que le traería un com-
plemento alimenticio, porque no me gustaba nada ese adelgazamiento.
Incluso, le dije que en el refrigerador no había ninguna sopa o guisado
que él hubiera cocinado o comprado. Que entonces, ¿qué comía?
Pensé que lo mejor que podía hacer sería que cada día que viniera
le dejaría preparado algo de comer para dos días o le traería comida, y así
no se preocuparía por cocinar, sino sólo calentaría los alimentos. Y de
ahí en adelante, así lo hice…
Mi trabajo día tras día me absorbía más, pues cada mes la deman-
da de mis pacientes aumentaba, lo cual me alegraba.
Las ocasiones en que no tenía que visitar a mi padre, ampliaba un
poco más mi horario de consulta, pero al llegar a mi cama caía rendida.
Sin embargo, había veces que aun con cansancio, revisaba casos especí-
ficos de mis pacientes para determinar o cambiar tal o cual tratamiento
o ver la evolución de su mejoría.
Cada día que pasaba, me preocupaba más por mi padre que era lo
“único” que tenía, porque nunca tuvimos un acercamiento con los po-
cos familiares vivos de mi padre (dos hermanos), ya que estos eran muy
irascibles y, por tanto, huidizos a la convivencia familiar. Y por parte de
mamá, desde muchos años atrás su madre había fallecido y su padre se
volvió a casar una vez que mi madre se valió por sí misma con su trabajo.
Nunca supo de él. Y un hermano mayor de mi madre huyó tras la muerte
de su mamá a buscar el tan anhelado “sueño americano”. Allá pudo ad-
quirir la nacionalidad americana, lo enviaron a la guerra y jamás volvió.

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Al correr del tiempo, veía a mi padre demacrado por la tristeza
de no tener a su lado a la compañera, a su interlocutora de casi toda su
vida. En definitiva, había sido un golpe muy fuerte.
Quienes hemos pasado por estos acontecimientos, sabemos muy
bien que son pérdidas irreparables que dejan en los deudos una parte de
soledad muy marcada y un espacio que nadie podrá ocupar. Pero de es-
tas pérdidas de seres queridos nadie estará exento, porque son amargas
y dolorosas experiencias por las que se atravesará en algún momento de
la vida; lamentablemente, nadie las podrá librar.
Cambié las visitas cortas que le hacía a mi padre y ajusté mi agen-
da esos días. Y ahora, siempre que iba llegaba más temprano, platicaba
y cenaba con él y no dejaba de insistirle en el estudio del electrocar-
diograma ECG que, según me dijo, no había podido ir porque tenía un
fuerte dolor en el pie izquierdo debido a un juanete que le impedía ca-
minar, pero que una vez que aminorara la molestia, lo haría.
Poco después de las 10:00 de la noche me retiraba, una vez que
me despedía y cercioraba que mi padre entraba en su habitación.
Yo no dejaba de vigilarlo y al paso de unas semanas, en aparien-
cia, tenía cierta recuperación en su estado físico y anímico, lo cual me
daba cierta tranquilidad…
Sabemos que a veces las jornadas de trabajo son intensas y si és-
tas se combinan con el desesperante y traumatizante tránsito citadino,
pues la situación se convierte en un agotamiento perfecto. Y eso mismo
me tocó vivirlo a mí en cierta ocasión en que por el agotamiento físico
y mental, que aparecieron al mismo tiempo, “no daba una”.
Ocurre que un día, que por cierto no tenía visita con mi padre,
atendí una cantidad inusual de pacientes, revisé un buen número de ex-
pedientes médicos que actualicé en algunas de sus partes y otros más
los clasifiqué por orden alfabético. Y a raíz de esto, que me llevó más
de un par de horas después de consulta, pensé que sería necesario con-
tratar una asistente, porque yo sola ya no podía llevar el trabajo admi-
nistrativo y además diagnosticar a mis enfermos, pues terminaba sin
fuerzas. Y sobra decirlo, pero al salir de mi consultorio en esa ocasión
a las nueve de la noche, llegué a mi departamento ¡después de las once!
¡Más de dos horas de trayecto por el tránsito abrumante, cuando por lo

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regular hacía menos de la mitad de eso! Sumamente cansada, que hasta
los ojos se me cerraban, me fui directa a la recámara y caí rendida en mi
cama como cuando se derriba un enorme árbol. Inclusive, no me quité
el maquillaje, ni la ropa y hasta me quedé dormida con mi bata blanca
de trabajo de lo exhausta que estaba.
Dormía plácidamente, cuando no sé en qué momento de la ma-
drugada me pareció escuchar que el timbre del teléfono sonaba (el apa-
rato se encontraba en la sala, porque nunca me gustó tenerlo en mi re-
cámara; son costumbres). Sin embargo, era tal la pesadez que tenía, que
“estuve cierta” de que el timbre era inexistente; no me levanté…
Creo que serían varias veces más en que se repitió el timbrar del
teléfono, pero aun así, no lo aceptaba como cierto; llegué a creer que
era parte de un sueño.
Habrían pasado tal vez algunos minutos más, con seguridad no lo
sé, cuando el timbre volvió a sonar y ahora sí mi cerebro, de la insisten-
cia del riiiinnnn!!!, riiiinnnn!!!, riiiinnnn!!!, registró que no se trataba
de un sueño. Súbitamente abrí los ojos y, atenta, escuché: era cierto, el
teléfono sonaba. Aventé la colcha hacia un lado de la cama –que incons-
ciente la debí haber jalado para taparme en algún momento de la noche–
y espantada corrí a contestar, porque casi nunca recibía llamadas a esas
horas (muy raramente de algún paciente en desgracia).
–¿Bueno, bueno…? ¿Sí? ¿Hola..?, –dije.
Nadie contestó y escuché el tono de colgado. Sentí que había sido
una broma o equivocación. Revisé la contestadora y no había mensaje.
Regresé toda somnolienta a mi habitación y antes de tocar mi cama
nuevamente, el teléfono volvió a sonar. Rápido me dirigí a contestar.
Descolgué el auricular y en esos momentos escuché una voz de
mujer que decía:
–Buenas noches…
–¿Si?, buenas noches… –respondí.
–¿Disculpe, ahí puedo encontrar a la señorita Anna Maginedo
Nieto?
Le señalé que sí, que yo era… Me dijo que llamaba del Hospital
Asistencia Médica.

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Me quedé como en pausa al escuchar la palabra hospital, pero lo
que vino después hizo que me aterrorizara y casi me desmayara.
La mujer me pidió que fuera de inmediato al hospital, porque el
señor Alfredo Maginedo Santoscoy había llegado a ese nosocomio con
una fuerte dolencia y se tuvo que hospitalizar. Y que él le había propor-
cionado este número telefónico como el de su hija. Le reiteré que, en
efecto, yo era su hija y que en ese momento me dirigiría para allá.
Me eché agua en la cara y en el cabello, me hice una cola de ca-
ballo, tomé mi bolso y de inmediato salí.
Ese hospital se encontraba relativamente cerca de la casa de mi
padre y yo conocía muy bien su ubicación. Creo que mi padre tuvo que
llegar ahí, porque se sentía mal, de lo contrario hubiera acudido al Se-
guro a que lo atendieran por la mañana, ya que contaba con este servicio
médico como pensionado. Pero no, fue a ese hospital privado en calidad
de urgencia. ¡No entendí por qué no me llamó!
Llegué antes de lo que esperaba por la hora, tal vez las 2 o des-
pués de las 3 de la mañana, no recuerdo haber reparado en eso, era lo
que menos me importaba, y pregunté en la recepción por mi padre. Me
pidieron que esperara un momento y desde ahí localizaron al médico
internista de guardia, quien se había hecho cargo de la atención de mi
padre.
En escasos minutos, el galeno llegó hasta donde yo estaba y me
preguntó: “¿Anna Maginedo?”. Y le respondí que yo era. Y al ver mi
vestimenta, reparó: “¿es usted médica?”, le respondí que sí. Se presentó
como el doctor Leo Morales. Me señaló sin preámbulos que mi padre
se había presentado en el hospital alrededor de las 0:50 de la madrugada
en un estado delicado, pero consciente. Que venía en compañía de una
mujer que al parecer estaba muy atemorizada, porque su caminar era
lento y su tez se veía pálida. Me explicó que inclusive las enfermeras le
preguntaron a la señora que si se sentía bien y sólo movió la cabeza a
manera de confirmación.
–Su padre –me dijo el doctor–, nos proporcionó una tarjeta de
crédito personal y dejó firmado un váucher para los gastos, también
una credencial de identificación y el teléfono de usted. Sin embargo, en
principio no creímos necesario llamarla por teléfono, porque entendi-

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mos que la mujer que trajo a su padre al hospital se haría responsable
de él. Pero algo sucedió, que aún desconocemos, porque le pedimos
a la señora que se quedara sentada aquí, al lado, en esa sala de espera
de la recepción mientras yo me llevaba a su padre. Y tan sólo bastaron
unos cuantos segundos en lo que una de las enfermeras de guardia de la
recepción fue a traer un formato para tomarle algunos datos personales
del parentesco con el paciente, cuando esta persona ya no se encontraba
ahí. Preguntaron al guardia de la puerta del hospital si había visto salir a
la mujer que acompañaba a su padre y dijo que no, que sólo la vio entrar
junto con el enfermo. Los vigilantes la buscaron por todo el hospital y
en ningún lugar encontraron su rastro. Entonces, el personal de seguri-
dad que cuida el hospital revisó el video de esta parte de la recepción,
pero por desgracia la cámara no funcionó. Y sólo en otro video que fue
filmado por la cámara que se encuentra en aquel sitio –señalándola con
el dedo índice– se registró el momento en que yo acompaño a su padre
para revisión. De todo este hecho que le comento fui informado pos-
teriormente por las enfermeras y por el personal que vigila el hospital.
Estamos muy preocupados…
–Doctora, ¿habrá sido su esposa o la madre de usted quien lo
acompañó hasta aquí? ¿Algún familiar, vecina u otra persona? ¿Pode-
mos saber si ella se encontrará bien?, ¿usted sabrá algo de su paradero?
–preguntó insistente el médico.
–No creo que haya sido mi madre, doctor, ¡imposible!, ¡mi madre
está muerta! –le contesté.
–Disculpe…, lo siento –reparó.
–¿Alguna otra persona cercana a él?
–En realidad no lo sé, doctor, lo desconozco –le aclaré.
–Por favor, doctora, si usted sabe algo de esa mujer no deje de
avisarnos.
Una curiosidad muy grande me surgió e intenté preguntarles a las
enfermeras si me podían dar una descripción de la mujer que acompa-
ñaba a mi padre, pero antes de que pudiera acercarme a ellas, el médico
interrumpió:
–Pero el punto, doctora –enfatizó– es que su padre llegó con un
fuerte dolor de cabeza, de pecho y con dificultad para respirar. Por tal

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razón, yo solicité a las enfermeras que se comunicaran con usted de
inmediato al teléfono que nos dio su padre. Llamaron un par de veces,
pero nadie contestó y eso nos preocupó, porque ¿quién se haría respon-
sable del paciente? Pero por fortuna hasta después, según me indicaron,
hablaron con usted.
Pedí una disculpa por ese gran descuido sin argumentar más. Pero
en mi cabeza seguía dando vueltas aquel enigma de quién habría sido
esa mujer bondadosa que acompañó a mi padre, tal vez una vecina, pero
nunca supe que mi padre tuviera relación con alguna persona cercana
a la casa y menos aún para molestarla a esas horas de la madrugada. O
al menos de que…, en fin, mejor hice de lado esa incógnita y atendí al
internista.
–Le suplico que venga conmigo, doctora; por favor, acompáñeme
–me pidió.
Cuando caminábamos por un pasillo escasamente iluminado por
focos de pocos vatios, flanqueado por consultorios médicos que se en-
contraban a oscuras y cerrados, pensé que de seguro mi padre me diría
quién era esa mujer. Sin embargo, antes de que continuara con esos pen-
samientos sentí cómo mi colega tomó mi brazo con su mano derecha,
me detuvo y, de frente, dijo:
–Antes que continuemos, doctora, y ahora que estamos a solas,
permítame un momento... Usted bien sabe que nosotros como médi-
cos nos esforzamos con las personas por tratar de buscar una solución
a sus problemas de salud hasta donde nuestras posibilidades y conoci-
mientos nos lo permitan. Ese fue el juramento que hicimos y es nues-
tro trabajo, usted lo conoce muy bien. Y yo lo he hecho con su señor
padre. Pero déjeme decirle algo antes de que sigamos caminando: su
padre falleció a la una veintiséis de la mañana de un infarto agudo de
miocardio. Traía unos síntomas ya muy avanzados…
En ese instante en que el médico terminó de pronunciar la última
palabra, me quedé absorta y lo miré directo a los ojos buscando que me
reiterara la noticia que me acababa de decir, y así lo hizo. Inclinó la ca-
beza, se tocó la barbilla con la mano derecha y con un tono de voz poco
denso, expresó:

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–Así es…, lo perdimos. Lo siento mucho, doctora, qué pena. Fue
al momento en que realizábamos mis asistentes y yo la revisión de su
padre cuando entró en shock e hicimos de inmediato todo el procedi-
miento que se lleva a cabo en estos casos y no reaccionó. Su corazón
estaba ya muy débil y lesionado de consideración.
Seguí pasmada después de lo que el médico me reconfirmaba y
entendí que era cierto, había perdido la otra mitad de mi alma: mi padre.
El médico me volvió a tomar del brazo y en completo mutismo
nos pusimos en marcha, pero ahora con un paso lento. Él siguió en mi
compañía por ese largo y sombrío pasillo, y después de recorrer un tre-
cho dimos vuelta al lado derecho hasta que metros adelante llegamos a
un pequeño hall donde me dejó para poner en orden mis pensamientos.
Antes de retirarse, me señaló que debía continuar por otro pasillo para
llegar al depósito de cadáveres y reconocer el cuerpo de mi padre. A su
vez, me informó que después pasara a la recepción para arreglar la parte
administrativa y saldar los gastos.
A esas horas de la madrugada y extenuada por el impacto de la
noticia, me quedé sola en ese oculto hall del hospital, sentada en un
pequeño y frío sillón forrado de vinil negro, tratando de meditar este
trágico suceso. Pero lo cierto era que mi cerebro divagaba en una serie
de pensamientos sin principio ni fin.
Después de no sé cuánto tiempo transcurrido de permanecer sen-
tada, mi abstracción se rompió cuando observé que por una pequeña
ventana alargada que se encontraba a lo alto de una pared frente a mí,
comenzaron a penetrar unos débiles rayos de luz rojizos, de un sol flojo,
que anunciaban el inicio del amanecer. El tiempo misterioso de la noche
había concluido; la lobreguez y su siempre temible manto que por raras
circunstancias envuelve la tragedia, el pecado o el sufrimiento, desapa-
recía. Y fue en ese instante cuando con dificultad me puse de pie y me
dirigí con paso torpe a la morgue a reconocer el cadáver de mi padre y
firmar el acta de defunción médica.
Caminaba con la mente en blanco por un estrecho y solitario pasi-
llo en donde únicamente se escuchaba el eco de mis pasos; iba llorando
y por tramos trastabillaba y me tenía que sostener de la pared.
Al final del corredor, con problemas tuve que bajar dos pisos de es-

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caleras metálicas hacia el sótano donde se encontraba aquel tétrico lugar;
ese espacio que albergaba a los que ya habían cumplido con su tiempo en
este mundo material o sucumbido ante un trágico destino. Ahí estaban
a la espera del último encuentro con el familiar o amigo, quien recono-
cería su rostro y confirmaría el nombre convencional que los identificó
como seres humanos vivos durante los años de su existencia…
Al llegar a la morgue, toqué un timbre y a través de una ventanilla
el encargado me recibió con un gran bostezo; me preguntó el nombre
del occiso y mi parentesco. Checó una lista y entonces abrió una puerta
lateral. Me pidió que lo acompañara; lo seguí con dificultad arrastrando
los pies, porque sentía las piernas lasas.
El sitio era sombrío desde que uno atravesaba el umbral. Se per-
cibía ese silencio escalofriante e inseparable del mundo oscuro y des-
conocido de la muerte, junto con el inconfundible olor a formol para
evitar la descomposición de los cuerpos.
La luz de los focos de pocos watts, apenas era suficiente para de-
finir los rostros descubiertos de algunos cadáveres y de otros la figura
oculta de pies a cabeza debajo de una sábana. Todos estaban en el sueño
infinito y se encontraban en hileras a los extremos y al centro de aquella
lúgubre y amplia sala. Para cualquier lado que se volteara había vícti-
mas de las enfermedades y la fatalidad. Sin duda, el sitio sería aterrador
para aquellas personas que por primera vez pisaran un lugar como éste.
Avanzamos más al fondo y del lado izquierdo, casi a mitad del
recinto, observé un gabinete con luz más potente que resaltaba de in-
mediato en todo ese lugar: se trataba de una sala de autopsias. Ésta era
iluminada de forma uniforme por un par de lámparas de quirófano que
apuntaban directo a la mesa de autopsias donde se encontraba una víc-
tima de la desgracia.
Cuando pasé por el frente, volteé y miré cómo un médico especia-
lista y un asistente trabajaban a esa hora de la mañana de manera dedi-
cada dentro del vientre de una joven a quien el destino sólo le permitió
una corta vida. Le extraían las vísceras, las cuales, una a una, las revi-
saban, pesaban, tomaban nota y después las depositaban en pequeñas
bandejas cromadas. Ellos usaban vestimenta quirúrgica: bata y pantalón
azules; traían un delantal blancuzco con manchas amarillentas al frente

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por el uso constante y también manchado de color rojo de la sangre del
cadáver; un gorro con el que envolvían su cabeza; botas de hule; cubre-
bocas, y guantes de látex de color beige que en ese momento estaban
parcialmente teñidos del rojo de la sangre de la joven e infortunada
mujer. Fuera de esa sala, cuatro cadáveres más, al parecer, esperaban
“pacientes” su turno para ser abiertos en canal y revisar su interior.
En camillas de hospital, planchas de cemento, charolas de lámina
inoxidable y refrigeradores, yacían inertes los cuerpos de más desdi-
chados como mi padre, a quienes los avances de la ciencia médica no
habían podido sanar y prolongar su vida. Ellos también, supuse, estaban
en espera de ser reconocidos.
Seguimos caminando metros adelante por una especie de camino
delimitado por camillas vacías y otras con cadáveres hasta que el em-
pleado aminoró el paso, acercó a su cara una lista que traía montada en
una tabla con pinza y con una pequeña lámpara sorda alumbró la lista
de nombres y checó su ubicación.
Antes de llegar al fondo, finalmente se detuvo frente a una ca-
milla. Iluminó con su lámpara una etiqueta que se encontraba colgada
en el hallux del pie derecho y leyó la identificación. En ese momento
me preguntó que si me encontraba “bien” y le contesté de manera un
tanto desconcertada, “sííí…”. Entonces, destapó el cadáver que tenía
una sábana verde del hospital, dejando al descubierto sólo la cara. Me
indicó con la mano que me acercara, y con un tono de voz indiferente,
me dijo: “éste es…”. Él dio unos pasos hacia atrás y me pidió que ob-
servara, pero yo cerré los ojos por unos minutos antes de tener la fuerza
suficiente para poder mirar aquel rostro carente de vida.
Los nervios me traicionaban; sentí que mi sangre había dejado de
circular dentro de mis venas; mi corazón latía vertiginoso, lo escuchaba
como el retumbar de un tambor dentro de mis oídos. Advertí un agudo
dolor que corroía todo mi estómago, seguido de un vacío y un crujir de
mis intestinos. Y aunque no era la primera vez que tenía enfrente de mí
a alguien sin vida, en ese momento experimentaba un verdadero éxodo
de emociones, las cuales me remontaron y se conjuntaron a las que sentí
cuando mi madre partió. Era una asociación tormentosa.

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Con las pocas fuerzas que guardaba, por fin abrí los ojos y vi el
rostro inerte: ¡era él! El impacto fue terrible. Oprimí con ambas manos
mi pecho, porque sentí una obstrucción que me impedía respirar. Res-
piré hondo un par de ocasiones y tragué saliva hasta que por fin el aire
fluyó sin dificultad hacia mis pulmones.
Ahora, ahí estaba mi padre. Su aspecto no reflejaba dolor. Había
muerto con los ojos entreabiertos y su mirada se observaba perdida en
ese misterioso mundo sinfín de lo desconocido. Tenía el rigor mortis, o
sea, el signo reconocible de la muerte: había un enfriamiento total de su
cuerpo, los músculos estaban rígidos y sus extremidades eran inflexi-
bles. El rostro y toda su piel adquirieron el inconfundible apergamina-
miento y color grisáceo azulado, y un color azul más intenso se le no-
taba en los contornos de la boca. No había duda, todo había terminado.
Le acaricié la cabeza y recorrí con mi mano sus mejillas frías. Y
en monólogo, un tanto a manera de reproche, le dije: “¡por qué no hicis-
te lo que te pedí, papá!, ¡por qué, papá!, ¡por qué no te hiciste el estudio
a tiempo!, ¡por qué…!”. No podía creer que ahora él me abandonara.
Había quedado sola…
Después de unos cuantos minutos de contemplación, escuché
cómo el encargado carraspeó un par de veces detrás de mi espalda como
diciendo que no podía estar todo el tiempo ahí esperándome. Entendí
su prisa, porque no se trataba de su familiar. Pero también comprendí el
mensaje, porque tal vez otras personas estarían aguardando en la puer-
ta para pasar a reconocer el cadáver de algún familiar y experimentar
quizá el mismo dolor que yo sentía; ese dolor al que nadie escapa ante
el fallecimiento de alguien cercano. Lo entendí… Ya nada más besé la
frente fría del que había sido mi padre y volví a tapar su cara. Salimos
y firmé los papeles correspondientes de identificación del cuerpo y me
retiré de esa sala donde “descansaban” aquellos para quienes el sufri-
miento había terminado para siempre; todos aquellos que ahora “convi-
virían con nosotros” sólo en el recuerdo.
Ese mismo día a las cuatro de la tarde terminó la cremación del
cuerpo de mi padre, y una hora después de concluida deposité la urna
cineraria de nogal con sus cenizas al lado de la de mi madre, en nuestro

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nicho familiar –que ahora sólo guardaba un espacio para mí– para que
otra vez estuvieran juntos, pero ahora por toda una eternidad.
En su momento, un cura ofició una misa de cuerpo presente en el
tanatorio del panteón y rogó por el eterno descanso de mi padre. En la
ceremonia fúnebre la única doliente fui yo.
El texto de la homilía que pronunció el sacerdote en esta triste
ocasión, me lo obsequió en una hoja impresa y lo conservé. Dice:

Dios quiere salvar; pidamos que acoja a este hermano nuestro.


(Textos Romanos 14,7-12)

“Todos los que estamos aquí, amamos la vida. La muerte se nos pre-
senta como una cosa negativa, como el final de nuestro camino en este
mundo, un alejamiento de todo lo que nos rodea, una imposibilidad de
seguir realizando nuestros proyectos de futuro... Pero debemos enten-
der que nosotros somos criaturas de Dios. No podemos estar al margen
de esta dependencia. Y a pesar de que muchos de nosotros tengamos
temor de pensarlo, la realidad es que dependemos en todo de Dios y
que nuestra vida es como un acto de culto a Dios. Por suerte, hay mu-
chas personas que viven esta realidad de una manera consciente. Cada
día, cada hora, cada minuto, ofrecen a Dios todo lo que hacen. Como
el escritor que escribe y revisa cada día una hoja y, al llegar la noche,
corrige todo aquello que no le gusta. Así hacemos nosotros, acumulan-
do cada día de nuestra vida todo lo bueno que hemos podido hacer. Y
al llegar la hora de la muerte, esta página, escrita cada día, se junta
a las otras: son las obras completas. La muerte es el ofrecimiento de
toda la vida entera a Dios. Mientras vivíamos, la ofrecíamos minuto a
minuto. A la hora de nuestra muerte, la ofrecemos toda entera. Desde
esta óptica, sí son semejantes la vida y la muerte. Si vivimos, vivimos
para Dios; si morimos, morimos para Dios. En la vida y en la muerte
somos hijos de Dios…”.
Después de la muerte de papá, la vida para mí dio otro giro. Ya
sólo tenía mi trabajo y mis pacientes a los que me entregaba de mane-
ra total. Sin embargo, lo que nunca he borrado de mi memoria fue lo

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de aquella mujer que acompañara a mi padre al hospital. Fue un hecho
insólito que no quise contar a nadie hasta hoy que es prudente hacerlo.
Debo decir que, aún acongojada, de regreso de la morgue tuve
que pasar a saldar la deuda de los gastos hospitalarios y a recoger los
documentos y la tarjeta de crédito de papá. Cuando llegué a hacer los
trámites correspondientes, observé que el turno de trabajo de las en-
fermeras de la noche no había concluido y todavía estaban en sus res-
pectivos lugares. Y sacando un poco de valor, me di a la tarea de tratar
de dilucidar el misterio acerca de la mujer que había traído por la ma-
drugada a mi padre. Sin dilación, les pregunté, y ellas comenzaron a
hablar y a describirme a aquella mujer; al escucharlas, el momento fue
aterrador. Mi boca se secó y la lengua quedó sin movimiento porque
se pegó al paladar; los vellos de mis brazos se erizaron, y mis articula-
ciones de pies a cabeza parecieron quedar instantánea y dolorosamente
contraídas. Traté, lo más que pude, de aparentar que no me sorprendían
sus comentarios. Sin embargo, dentro de mí no podía dar crédito a esa
escalofriante descripción de las enfermeras. Era un episodio totalmente
irracional para mí, un evento que tocaba los extremos de la ficción y la
realidad, pues todo parecía indicar que la extraña acompañante de mi
padre se trataba ¡de mi madre!; ¡sí!, ¡mi madre! Todos los detalles que
me habían proporcionado las enfermeras coincidían con los rasgos de
ella. Era inconcebible un hecho de esta naturaleza ¡ella estaba muer-
ta…! ¡Y fue incinerada! No tenía sentido para alguien como yo, que
soy copartícipe de la ciencia, creer que desde no sé dónde, el espíritu
materializado de mi madre hubiera venido a acompañar a mi padre.
¡Nooo…! ¡Nooo…! ¡No podía creerlo! Pero todavía más espeluznante
fue que para corroborar este hecho, se me ocurrió preguntarles que si
recordaban cómo venía vestida esa mujer. Me dijeron que sí, que lleva-
ba puesto un traje sastre oscuro con líneas grises tenues, zapatos negros
de charol, una blusa blanca y un prendedor resplandeciente de una rosa
dorada en la solapa. ¡Era el mismo traje que le regalé en el último de
sus cumpleaños y que usó ese día que la festejamos, pero también con
el cual la vestimos de muerta! ¡Y la flor dorada fue un obsequio que mi
padre le dio con mucho cariño en esa misma celebración, pero después

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él se la colocó en el saco cuando cerramos el ataúd antes de incinerar-
la…! No cabe duda de que vestía ese traje y portaba el prendedor para
que identificara de quién se trataba, porque sabía que yo llegaría al hos-
pital más tarde; era, además, una señal para que me enterara de que ella
también se mantuvo atenta de mi padre por el gran amor que le tenía,
porque murió con la enorme preocupación de dejarlo solo y eso siempre
le causó angustia y penar. Entonces, ella fue la acompañante misteriosa
que había desaparecido después de llevar a mi padre al hospital en ese
momento final a bien morir.
Cuando concluyeron las enfermeras, no dije nada al saber de
quién se trataba. Sólo les agradecí sus explicaciones y sin más, salí casi
corriendo de ahí.
Ante esto, además de mis preceptos científicos tuve que aceptar
la existencia de hechos que no son ordinarios, sé que no siempre es así.
Por eso, contarlos en cualquier lado no es fácil. Son acontecimientos
inauditos que sólo una fuerza divina pudo aprobar. Eso me quedaba
claro. Ahora sé que Dios siempre está a nuestro lado y que sólo él sabe
qué habrá después de que dejamos la tierra de los vivos, nos desprende-
mos del cuerpo y pasamos a la verdadera vida eterna. Estoy segura de
que sólo la materia se queda aquí. El espíritu, alma, energía o como se
le llame, trasciende a otra extensión de la vida al lado del Padre celes-
tial. Ya no quise buscar más explicaciones de esto, ni tampoco explorar
el pasmoso mundo de lo desconocido, porque entraba en pánico y en
contradicciones existenciales sin rumbo del cómo y del por qué; algo
análogo a la creación del hombre en la tierra… Y aunque todo apuntaba
a la descripción exacta de mi madre, el hecho real sólo mi padre lo co-
noció y con éste murió. Sólo sé que así sucedió y ahora mis padres, en
ese nuevo estadio de la vida, están en la paz perpetua…
Dicen que las malas noticias corren rápido y así fue… Teresa me
llamó al día siguiente de que deposité en su morada final los restos de
mi padre. También triste, me dio el pésame que se dice en estos casos:
“Siento mucho ahora la pérdida de tu padre. De verdad, lo siento…”.
Después me informó que en unos cuantos meses ahora sí era se-
guro que estaría conmigo. Le dije que estaba muy bien, que me agrada-
ría (aunque dentro de mí, lo dudaba después de tantas promesas). Pero

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en realidad sí deseaba verla, más ahora que necesitaba una verdadera
compañía.
Dejé un tiempo sin ir a la casa de mis padres, porque tenía un mie-
do atroz de que ocurriera un suceso inusitado y no me agradaría, en lo
absoluto, ser testigo, pues me moriría de la impresión al experimentar
algo inexplicable. Sin embargo, después de reflexionar por semanas,
decidí que debía ser fuerte y alejar ese temor, porque no había de otra.
Así que decidí ir al hogar que fuera de mis papás para recoger docu-
mentos y vender todos los enseres.
No quisiera exagerar, pero la primera vez que me dirigía hacia
allá, todavía moría de miedo. Sin embargo, mejor pensé en los recuer-
dos de cariño de los que me habían colmado mis padres, y aunque creí
que esas remembranzas me destrozarían el corazón, no fue así… Al
contrario, a partir de ese día que regresé a la casa familiar sucedió algo
increíble.
No es mi intención mentir, pero cuando llegué (no obstante to-
dos los pensamientos negativos que había alejado de mi mente), dudé
varios minutos en introducir la llave, correr el cerrojo y abrir la puerta.
Pero, finalmente, un tanto temblorosa, lo hice.
Sin tratar de ser fantasiosa, al momento de entrar y escuchar que
detrás de mí se cerraba la puerta, mi mirada, como atraída por un po-
deroso imán, se fijó en aquella fotografía de la boda de mis padres que
pendía de la pared de la sala. En ese instante, en vez de temor, me inva-
dió una tranquilidad y una sensación de paz que jamás antes había expe-
rimentado. Era algo que hacía que no sintiera nostalgia. Al contrario, el
desconsuelo se apartó de mí y en su lugar percibí, con claridad, en aquel
silencio, una manifestación que a través de una voz interna en mi ce-
rebro, me decía: “No temas, hija, soy yo, tu mamá. Sólo quiero decirte
que tu padre ya está conmigo y nos encontramos en un lugar en donde
se acabó el dolor. Vivimos la verdadera vida en que todo es armonía.
Queremos despedirnos de ti, porque ya no habrá otra oportunidad; sólo
se nos permite decir adiós a nuestros seres queridos en una ocasión y
lo podemos hacer a través del sueño o del pensamiento… Fuiste muy
buena con nosotros y sabemos que hicimos algo bueno también de ti.
Pero no deseamos que te embargue la tristeza, porque tienes que vivir y

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seguir ayudando a tus enfermos. Y algún día, cuando hayas concluido
tu papel en el mundo de los vivos al que muchas veces nos aferramos
erróneamente, porque es el único que conocemos e ignoramos que la
existencia misma no se limita a la permanencia terrenal o material, en-
tonces estaremos otra vez juntos como familia. Porque ahora sí te puedo
decir que el verdadero destino final está al lado de Dios... Cuídate, hija,
te queremos, nunca nos olvides…”.
Dejé de mirar aquella fotografía de mis padres que representaba
la unión de un amor que había trascendido a la eternidad, cuando es-
cuché un sonido de algo que cayó sobre la mesa del comedor, a unos
cuantos pasos detrás de mí. De inmediato volteé y un tanto desconcer-
tada me acerqué y vi con sorpresa, mas no con terror, que se trataba ¡del
prendedor de la flor dorada de mi madre! ¡Todo el mensaje en mi mente
y lo sucedido en el hospital con mi padre eran ciertos! ¡Todo! ¡Todo…!
¡Y el prendedor que ahora tenía en mis manos era la prueba fehaciente
de todo esto! No quisiera abundar tampoco en este hecho, porque no
tengo explicación alguna. Sólo sé que así sucedió y por eso ahora con-
servo como el gran tesoro de mi vida esa alhaja fulgurante de mi madre.
Estos hechos, sin duda, aumentaron de manera indiscutible mi fe…
Mis padres siempre me indicaron dónde estaban todos los docu-
mentos importantes; no me escondían nada. Me refiero al testamento, la
afiliación sindical para cobrar la ayuda económica por defunción, esta-
dos y contratos de cuentas e inversiones bancarias, seguros de vida, la
pensión, etc., los tenían en varios organizadores. Por supuesto que todo
me pertenecía ¿para qué?, aún no lo sabía. Pero tenía que hacerlo efec-
tivo, porque si no, ¿quién? Además de esos valores, mis padres poseían
la casa y los muebles. Tenía que deshacerme de todo lo que fuera nego-
ciable y cobrar lo demás; yo era la heredera universal. Así es que…, una
vez que despedía a mi último paciente, trataba de ir todos los días a la
casa otrora familiar y comenzaba a llevar a cabo la tarea de seleccionar
lo que vendería y revisar la documentación; a esto le dedicaba sólo un
par de horas y me retiraba después de las 10:00 de la noche, como una
costumbre arraigada desde que visitaba a mis padres.
Casi medio año después del deceso de mi padre, todos los bienes
efímeros desaparecieron. Vendí la casa, cobré los documentos y trans-

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ferí los fondos a mi cuenta bancaria. Algunos muebles y otros objetos
fueron adquiridos por una persona dedicada a la compra-venta de ense-
res; otros cachivaches se los vendí a un “chacharero”; la ropa, la doné
a un asilo de ancianos, y otras cosas más las obsequié a algunos de mis
pacientes adultos mayores que las necesitaban y que sé que les darían
buen uso. Yo sólo conservé ciertas pertenencias muy especiales como
recuerdo de aquella familia de la que en algún entonces formé parte.
Continué con mi actividad cotidiana atendiendo a mis enfermos
de todas edades. Y debo aceptar que muchas veces me entraba un sen-
timiento de tristeza, al ver reflejada, en algunas de esas personas mayo-
res que atendía, la imagen de mis padres. La mente me hacía jugarretas
crueles.
Cierto día en que regresé a mi departamento al anochecer, vi que
tenía un mensaje en la contestadora del teléfono que había llegado ha-
cía varias horas. Lo escuché y…, ¡¡ooohhh…!! ¡era de Teresa! Sentí
mucha emoción al escuchar su voz. El mensaje decía: “Anna, querida,
espero que estés bien. Sé que estás trabajando y que no tardarás en vol-
ver… Cariño, te informo que llego el día de hoy, martes, a la ciudad de
México. Me dirijo en estos momentos a tomar el avión. Arribaré por la
terminal 2 de vuelos internacionales del aeropuerto como a las 11:00 de
la noche. Ojalá puedas venir a recibirme, tengo muchas ganas de verte.
Entonces, nos vemos en un ratito más, ¿sí?, chao…”.
¡No lo creía…! ¡No me lo creía…! Y aunque Teresa me había di-
cho que me avisaría con días de anticipación sobre su llegada, pues pare-
cía que en ningún momento lo había recordado. Pero eso no importaba.
Di un vistazo a mi reloj y era buena hora para llegar al aeropuerto,
incluso con el molesto tránsito que nunca se termina.
Al escuchar su voz sentí alegría en mi soledad, aunque a decir
verdad, no mucho entusiasmo como antes cuando las cosas eran di-
ferentes, pues ahora cargaba dos sentimientos de dolor que aún pesa-
ban… No obstante a eso, me arreglé y me fui a la terminal aérea. Creo
que sería un feliz reencuentro…
En la sala de llegada de los vuelos internacionales había mucha
gente a esa hora de la noche esperando a sus familiares y amigos, como
era mi caso. Busqué a los padres de Teresa, pero no logré verlos por

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ningún lugar. Miré la pizarra y observé que el vuelo de Montreal venía
“a tiempo”. Tan sólo faltaban un par de horas para el arribo. Resignada,
vi que los cuartos de hora pasaban lentos y hacían que mi nerviosismo
aumentara.
Después de recorrer varias tiendas del aeropuerto para “matar” el
tiempo, por fin llegó la hora. Miré la pizarra y apareció: “arribó”. Mi
corazón se agitó.
Al poco rato del anuncio de llegada, observé cómo se abrían y ce-
rraban unas puertas corredizas por donde salían de manera esporádica
algunas personas cargando y arrastrando kilos de equipaje; así estuvo la
actividad por algún tiempo. Yo me encontraba casi a la mitad de la sala
entre aquel gran número de personas.
Más tarde, las puertas quedaron abiertas de manera permanente y
comenzaron a salir más y más viajeros, lo que ocasionó que las perso-
nas se aglomeraran hacia el frente para mirar mejor.
De modo incesante, mi mirada buscaba a mi amiga entre aquel
cúmulo de pasajeros y maletas, pero no la veía. Salían y salían perso-
nas, algunas sonrientes, unas cansadas y fastidiadas, y otras más a paso
veloz tratando de huir de aquella muchedumbre agolpada frente a la
puerta de salida. Estaba muy nerviosa por no encontrarla entre tantos
pasajeros. Temí que no llegara a verme, se preocupara y tomara un taxi.
Los viajeros continuaban saliendo y algunas personas con gritos
de alegría llamaban por su nombre a sus familiares o amigos que atra-
vesaban el umbral. Otras personas alzaban cartulinas con el nombre de
alguien a quien esperaban. Otras más portaban globos en forma de co-
razón y ramos de flores, todo un folclor. De pronto, después de varios
minutos, por fin vi que ella atravesaba la puerta y se detenía metros ade-
lante para buscarme de manera incesante con la mirada. Mi alegría fue
superlativa y mi corazón latió como el de una adolescente en su primera
cita de amor. Alcé el brazo lo más alto que pude en medio de aquel tu-
multo y agité la mano para que me viera. Ella me buscaba nerviosa de
uno a otro lado, pero no lograba verme por tantas personas que había.
Entonces, le grité con todas las fuerzas de mis pulmones: “¡Teresa! ¡Tere-
saaaa! ¡Aquíííí…!” Volteó al escuchar su nombre, y al ubicarme, su ros-
tro adquirió un toque de felicidad y corrió emocionada a mi encuentro,

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incluso, dejando sus maletas. Yo me abrí paso entre esa masa humana
y también me dirigí a ese reencuentro tan esperado por muchos años…
Sin dilación, nos abrazamos efusivamente, porque lo que quería-
mos en ese momento era permanecer en ese estado de fusión eterna;
sentir nuestras pulsaciones y volver a percibir ese aroma que invadía el
ambiente cuando estábamos juntas en aquellas inolvidables noches de
insomnio…
Teresa no dejaba de abrazarme con fuerza y reír nerviosa de feli-
cidad. A mí me ocurría lo mismo. Y ella aprovechó ese momento para
decirme al oído, con una voz muy dulce y llena de alegría, las siguientes
palabras que me estremecieron:
–Estoy emocionada, Anna; me llena de felicidad volver a verte;
no sabes cuánto ansiaba regresar a México y estar en tu compañía; lo
soñaba, lo deseaba… Ahora eso se ha cumplido; ya no hay lugar para
la soledad...
Nos dejamos de abrazar cuando un guardia de seguridad del aero-
puerto se acercó a Teresa, le tocó el hombro y le dijo:
–Señorita, no puede dejar su equipaje en ese lugar, está obstru-
yendo la salida de los pasajeros, ¿sería tan amable de retirarlo de ahí?
–Aaahhh sí, cómo no, ¡disculpe…!
Caminamos por uno de los largos pasillo del aeropuerto hacia el
estacionamiento y nos mirábamos sorprendidas como si ambas pensá-
ramos a quién le había hecho mayor estrago el paso del tiempo. Nervio-
sas e intercambiando sólo sonrisas, por fin soltamos una gran carcajada
por esa tonta actitud de embelesamiento en la que habíamos caído y nos
volvimos a abrazar. Siempre habíamos sido así.
–¡Qué gusto verte, Anna, cariño…!
–A mí también me llena de felicidad verte, Teresa, después ¡de
tanto tiempo! Realmente te ves muy bien…
–Gracias… Tú, ¡ni qué decir, Anna…!, –sonreímos.
Le pregunté por qué sus padres no habían estado esperándola y
me dijo que les había pedido que no vinieran, porque estaba segura que
yo estaría aquí, además de que era muy noche.
Ya en camino hacia la casa de sus padres sólo intercambiamos
algunas preguntas triviales:

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– ¿Cómo estuvo el viaje, Teresa?
–Muy pesado. ¡Estoy rendida, Anna! En el avión no quedó ni un
asiento vacío y ese ambiente de encerramiento y aroma a humanos, me
agobió. Y eso que viajo mucho. Pero a veces sí es insoportable, –dijo.
–Aunque debe de ser muy interesante viajar por varias partes del
mundo, ¿no? –le pregunté.
–Fíjate que hay veces que resulta cansado. Porque no es lo mis-
mo visitar como turista un país a ir en plan de trabajo. Cuando vas por
trabajo, tienes que estar presente en los lugares en donde se tratan los
asuntos, no te puedes mover de esos sitios. Entonces, no conoces más
allá de los caminos al aeropuerto, el hotel, las sedes o los lugares de reu-
nión. Aunque sí hay días en que tienes un poco de tiempo para conocer
algo más; pero no es mucho y no en todos los casos. Por eso necesitas
tener pasión por tu trabajo, de lo contrario, no lo soportarías. Viajas por
el mundo sin conocerlo como debería ser. Pero estoy contenta con lo
que hago.
–¡Cuánto me alegra, Teresa! –le respondí.
–¿Gustas que vayamos a cenar algo? –le pregunté.
–No, Anna, te lo agradezco muchísimo. Lo que necesito es llegar
a casa, charlar un poco con mis padres, darme un baño y dormir. Quiero
recuperar mis fuerzas para que ahora que me vuelva a reunir contigo
no me limite el cansancio y podamos estar largo tiempo… ¿Te parece?
–¡Me parece excelente! Y te entiendo, Teresa, porque los viajes
largos siempre son agotadores por todos los tiempos que destinas desde
llegar con anticipación al aeropuerto, permanecer en la sala de espera,
después sentado en el avión y el horario, etc., ¿no? –le respondí.
–Así es, Anna…
Después vino la pregunta esperada:
–¿Y cómo te sientes, Anna, por lo de tus padres? ¡Cuánto lo siento!
–Gracias. Todavía los extraño mucho. Pero entiendo que ellos ya
no estarán conmigo, sino en un lugar mejor, eso lo tengo muy claro.
Ella guardó silencio y ya no tocó más ese tema.
Seguimos nuestro camino y algo que yo no me esperaba fue que,
aunque sonriente, me informó que el sábado de esa misma semana muy
temprano tendría que partir de regreso a Canadá, ya que por cuestiones

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de trabajo no podía estar más tiempo en México; que lo lamentaba de-
masiado. Le contesté que era una lástima que tan pocos días estuviera
aquí, después de tantos años de no vernos. Me dijo que también se
sentía triste, pero que las cosas en el trabajo cambiaban de un día para
otro y era imposible muchas veces ausentarse demasiado tiempo. Sin
embargo, me invitó a que cuando pudiera, la visitara en aquel país; que
no me preocupara por el hospedaje, que su casa estaría a mi disposición.
Le contesté que era muy buena idea, que lo planearía y con gusto trata-
ría de ir, pero cuando ella se encontrara allí y no viajando. Y le dije que
por ahora aprovecharíamos al máximo los días que estaríamos juntas.
Esa idea le fascinó.
Llegamos y me estacioné enfrente de la casa de sus padres pasada
la media noche. A través de la reja del jardín pude observar que las luces
de la casa estaban encendidas ya que, de seguro, sus papás la esperaban
impacientes, llenos de felicidad y con muchos deseos de verla.
Le ayudé a bajar un par de pequeñas maletas y las dejamos afuera
de la puerta contigua a la entrada de la cochera. Me invitó a pasar, pero
me disculpé por la hora que era y le expliqué que yo también me sentía
cansada. Pero le reiteré que como habíamos acordado en el trayecto ha-
cia su casa, al otro día nos reuniríamos.
Ella me pidió que cancelara las citas con mis pacientes, para que
así tuviéramos gran parte del día para nosotras. Le contesté que estaba
de acuerdo y que me encantaba la idea. Aunque por dentro de mí pensé
que si me hubiera avisado de su llegada con anticipación, no tendría que
apresurarme tanto. Pero en fin…, eso suele suceder.
Antes de despedirnos, como una reacción espontánea, se cruzaron
nuestras miradas y quedaron congeladas. Ambas nos vimos profunda-
mente y con curiosidad a los ojos, tratando de penetrar hasta los más pro-
fundos recovecos de la mente e indagar qué pensamientos o sentimientos
escondía una de la otra y que no nos atrevíamos a externar. Después de
unos segundos, nada pasó y simplemente nos despedimos con un beso
en cada mejilla y otro gran abrazo. Ella, con una discreta sonrisa, antes
de cerrar la puerta de su casa, me dijo: “buenas noches, Anna, y gracias,
no sabes lo feliz que me haces”. Yo le respondí la atención bajando la
cabeza en son de cortesía; luego, subí a mi coche y me retiré...

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El día de la reunión con mi amiga Teresa, temprano hablé con mis
pacientes para cancelar las citas del miércoles y jueves, porque el vier-
nes creí conveniente dejar que Teresa disfrutara ese día en la compañía
de sus padres; era lo justo, ya que el tiempo era corto.
Un poco más tarde recibí la llamada de Teresa que me pidió que
comiéramos en algún restaurante de comida mexicana. Ella deseaba
volver a saborear los exquisitos y verdaderos platillos de su país des-
pués de tantos años de extrañarlos. La invité a un restaurante cien por
ciento mexicano: “El Tequila Libre”, en el sur de la ciudad de México.
La elección le pareció buena. Pero le señalé que, por desgracia, a última
hora me habían llamado un par de pacientes que no los tenía agendados,
a los que era necesario atender a medio día, porque se les había termi-
nado el medicamento y sólo podían adquirirlo con receta médica y eso
me retrasaría un poco. De igual manera le hice saber que ante este con-
tratiempo pasaría por ella a su casa un poquito más tarde. Me contestó
que no me preocupara por nada, porque, me dijo:
–¿Quién no conoce el “Tequila Libre”, Anna? Yo sé en dónde está
ese lugar, porque en alguna ocasión fui con mis padres. Yo sé cómo lle-
gar, allí nos vemos.
Entonces, quedamos de vernos a las 13:30 horas en el restaurante.
El día era perfecto para disfrutarlo: era un miércoles soleado, que
invitaba a vestirse de manera alegre y ligera.
No obstante el compromiso que tuve con mis pacientes que atendí
de manera expedita, llegué al restaurante casi veinte minutos antes de
la hora acordada.
Hacía algún tiempo cuando trabajé en el sector salud, yo también
había venido con unos amigos médicos a este lugar a festejar una comi-
da de fin de año y me agradó. Era de buen nivel, comida exquisita y el
servicio esmerado, por eso lo escogí. Y pensé que había sido un alivio
el que Teresa también lo conociera, porque así no perdimos tiempo en
la ida y venida con el tránsito de la ciudad.
El restaurante se localizaba en un amplio predio privado, en don-
de aproximadamente medio kilómetro antes se entraba por una calle
empedrada medio estrecha de doble sentido vehicular, flanqueada por
una larga hilera de árboles de ancho tallo, que con sus ramas tupidas

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de verdes hojas, entretejían a lo alto una cubierta que indistintamente
permitía que penetraran los rayos del sol, lo que daba una sensación de
respiro y frescura. Después, siguiendo por el mismo camino, se tenía
que atravesar un puente de piedra de corte colonial, hasta que unos me-
tros más adelante se encontraba un casco de ex hacienda con un gran
letrero de madera que decía: “El Tequila Libre. Bienvenidos” que era la
entrada y presentación del restaurante, la cual conducía directo hacia un
amplio estacionamiento empedrado a cielo abierto.
El restaurante era circular y estaba en la parte de arriba en una
especie de montículo. Se encontraba rodeado de amplios jardines en
los cuales por varios lados se observaban pequeños rectángulos en la
tierra, donde estaban sembradas una combinación de diferentes plantas
floreadas, bien cuidadas, que en ese momento eran regadas de manera
permanente con rociadores de agua giratorios; estos cubrían todos los
lugares de los jardines y hacían que el paisaje se tornara atractivo y fres-
co por el brotar del agua (que incluso creaba, con la combinación de los
rayos del sol, pequeños arcoíris), así como por el aroma que despedía la
simbiosis de la tierra húmeda, las plantas y el césped.
Este lugar, el primer día que vine, me pareció como un pequeño
volcán: el restaurante en la cima y los jardines hacia abajo semejando
el cono.
Para llegar a la entrada del restaurante se tenía que subir por una
escalera de concreto, con un descanso entre cada tanto de escalones,
con barandales de hierro forjado en cada extremo. Cuando uno había
ascendido más de la mitad de la escalera, se podía apreciar, hacia abajo
y a los lados, el amplio panorama de los hermosos y verdes jardines,
los radiantes colores de las plantas y hasta abajo el estacionamiento en
forma de media luna.
Al lado opuesto de la escalera, para las personas en sillas de rue-
das, se encontraba una rampa en forma de culebra con muy poca pen-
diente, que iniciaba desde el estacionamiento y llegaba hasta la puerta
del restaurante.
La puerta del lugar era de madera tallada, alta y ancha, dividida
en dos partes y de corte colonial. El piso era de mosaico de barro con

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algunos azulejos insertados en las uniones para resaltarlo. Y toda la he-
rrería de los ventanales estaba hecha de hierro forjado.
Lo primero que encontraba el comensal a la entrada era un sala
de espera con dos sillones largos de mimbre e inmediatamente y sólo
dividido por un biombo del mismo material, el espacio de la cantina.
El frente de la barra era amplio y estaba construido de concreto y
tenía incrustadas muchas piedras de río; el armazón, de toda su estruc-
tura, era de madera muy bien barnizada. A lo largo del techo de madera
colgaban, en una especie de rieles y muy bien alineadas, decenas de
copas de todos tamaños, cada cual en su respectivo lugar de acuerdo
con su tamaño. Mientras que en uno de los extremos, en repisas, había
vasos, tarros y copas tequileras también alineadas y relucientes; y en el
otro, toda clase de bebidas espirituosas.
Detrás de la cantina, empotradas en una pared de concreto, había
una gran cantidad de botellas de vinos que reposaban en cavidades muy
bien predeterminadas. Y sobresaliendo de todo aquello, encima de la
barra, en una esquina, se encontraba una gran barrica tequilera (con una
inscripción de la siempre mente creativa del mexicano: “Bebida para
dioses, semidioses, antidioses y demonios”), que almacenaba litros del
exquisito elixir y que despedía, al pasar a su lado, un aroma reconfor-
tante para el educado olfato del bebedor habitual debido a la excelente
combinación del tipo madera y el tequila.
El cantinero era un hombre muy activo a quien se le observaba la
experiencia en el oficio, además de la madurez de los años que habían
transcurrido de su vida, no obstante el teñido de su cabello.
Él usaba como uniforme de trabajo un pantalón negro, camisa
blanca de manga corta y un moñito negro en el cuello. Y cada vez que
le solicitaban tequila, abría la llave del barril, llenaba una pequeña ga-
rrafa de vidrio y servía el exquisito elixir en anchas copas tequileras,
acompañadas de un plato con limones, sal en grano y chile piquín. Pero
cuando se trataba de preparar cocteles, se movía con armonía por todo
su espacio tomando las copas, las botellas de licor, los jugos, refrescos,
hielo y demás ingredientes; todo lo hacía con movimientos elegantes
como si estuviera bailando vals.

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Dentro del área para los comensales, en una de las pocas paredes
(ya que eran más los ventanales que rodeaban el restaurante y que de
alguna forma servían para acaparar la luz natural, así como tener una
vista excelente) se encontraba muy bien iluminada con un par de reflec-
tores pequeños, flores frescas naturales repartidas en dos relucientes
floreros dorados y dentro de un delicado marco tallado en madera, una
gran imagen de la Virgen de Guadalupe, que se podía ver desde cual-
quier punto del salón. Era como la protectora celestial de ese sitio.
Para darle mayor realce al lugar, los meseros vestían trajes negros
de charro, pero sin el clásico sombrero. Todo esto propiciaba un am-
biente visual agradable con un toque mexicano.
El restaurante era amplio y con el espacio suficiente para respon-
der a la demanda de la gente. Ahí se podía disfrutar del momento y char-
lar a gusto, ya que las mesas rectangulares de tamaño mediano estaban
acomodadas y separadas de tal forma que permitían tener “privacidad”
en todas las áreas en donde se prestaba el servicio.
El lugar era amenizado por la música de una rockola que, en auto-
mático (sin monedas), cambiaba una y otra vez a una gran variedad de
melodías de mariachi, boleros y románticas.
Había una guapa edecán que atendía la llegada de los clientes.
Se encontraba en seguida de la gran barra. Estaba detrás de un atril de
madera con una agenda donde tenía apuntados los nombres de los visi-
tantes y la hora de la reservación. Era una chica joven de excepcional
belleza, dotada de un cuerpo torneado, por no decir casi esculpido; me-
día aproximadamente 1.75 metros de altura; era de tez blanca, con un
agraciado rostro ovalado y nariz recta proporcionada; poseía unos labios
equilibrados rosados, muy seductores, además de una hermosa sonrisa
cautivadora que no dejaba de mostrarla a cada instante y que resaltaba
aún más por su dentadura blanca y perfecta; tenía una mirada penetran-
te y a la vez fascinante; sus cejas redondas eran finas, bien delineadas y
daban realce a sus lindos ojos verdes cuyos párpados eran bordeados por
largas, gruesas y encrespadas pestañas en forma de abanico; su cabello
lacio de origen, largo y rubio, caía de manera natural hasta la mitad de
su espalda; vestía, al igual que sus compañeros, un traje estilo mexicano

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muy entallado pero de falda, con botonadura de plata a los extremos de
los muslos, que combinaba con unas botas negras puntiagudas de piel.
Cuando entré, de manera amable y sonriente se presentó: “hola,
buenas tardes, soy Halia”, y me pidió el nombre de quién había hecho
la reservación. Una vez confirmado, me condujo hasta mi mesa que se
encontraba junto a uno de los ventanales desde donde se apreciaban, ha-
cia abajo, los jardines y el estacionamiento. Por cierto, no cabe duda de
que los hombres “nunca” podrán ser discretos, pues alrededor de más
de una docena de comensales que ya se encontraban en ese momento,
tal vez la mayoría, sin exagerar (incluso algunos que se encontraban
con una acompañante), sin disimulo, volteaban a ver a esta chica cada
vez que hacía un recorrido entre las mesas para indicarle su lugar a al-
gún cliente, ya que tenía un caminar muy acentuado, porque de manera
natural y uniforme, movía la parte inferior trasera de su cuerpo como un
péndulo de reloj, hipnotizando las miradas masculinas.
Llegó uno de los charros a mi mesa para preguntarme si quería
algo de beber, y de entrada pedí un vaso de tepache en lo que llegaba mi
amiga Teresa, que ojalá no fallara a la cita.
Por un instante, en mi ocio de espera y en monólogo, me pregunté:
“¿qué habrías hecho, Anna, con un cuerpo tan atractivo como el de la
edecán Halia?” Y simplemente mi contestación fue: “¡me hubiera con-
vertido en una de las mejores rameras cotizadas del sector salud…!”. Yo
era un poco fornida y, a decir verdad, nunca me preocupó mi comple-
xión; así me sentía bien. Mi amiga Teresa era delgada y no de mal ver,
aunque nada comparable con esta chica excepcional del restaurante.
Desde donde me encontraba observé que una camioneta grande,
de color negro, moderna y elegante se estacionaba frente a las escaleras
del restaurante, pero me distraje al voltear hacia la rockola cuando co-
menzó a escucharse una melodía romántica que, aunque ni su nombre
sabía, sus notas alegraron mi siempre esperado reencuentro.
Casi en el remate de la canción entró Teresa y no dudé ni tanti-
to que la camioneta le perteneciera a ella. La edecán, con sus clásicos
movimientos estilizados, acompañó a mi amiga hasta donde yo estaba.
Y otra vez no se dejaron esperar las miradas de los caballeros que no
despegaban los ojos del bamboleo de aquellas sensuales y bien forma-

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das caderas, que al caminar se movían con un estilo muy propio, como
de un punto cardinal a otro; es decir, a veces de norte a sur y en otras de
oriente a poniente. Esa chica sí que era una atracción para los hombres y
sus fluidos fantasiosos, pero también exaltaba los celos y quizás la envi-
dia de las mujeres que se encontraban ahí, pues por curiosidad algunas
de ellas de manera discreta volteaban a verla de reojo, y sólo hacían
gestos como desacreditándola... Pero vi a una señora que todo indicaba
que su acompañante era su esposo, y ella le clavó de inmediato la mira-
da al marido cuando la edecán pasó cerca, como diciéndole: “nada más
volteas a verla, desgraciado, y ya verás la escenita que te armo…”. El
marido, sin duda, entendió el mensaje de su mujer y simplemente cabiz-
bajo se quedó petrificado viendo el plato de su sopa…
Cuando llegó Teresa me levanté de la mesa, la abracé y nos besa-
mos ambas mejillas de manera efusiva; lo hicimos con espontaneidad,
felicidad y cariño.
¡De nuevo juntas!, –pensé– aunque sabía que por poco tiempo
como ella me lo advirtió.
Por cierto, Teresa y yo fuimos con vestidos floreados, sueltos y
ligeros. Casi como si nos hubiéramos puesto de acuerdo.
Una vez acomodadas en nuestras sillas, nos acercarnos al límite
de la mesa para quedar de frente y vernos bien. Yo tenía mis manos so-
bre la mesa y Teresa, despacio, con tacto, puso las suyas sobre las mías.
Y mirándome fijamente a los ojos me dijo algo que ni me lo esperaba y
que jamás olvidaré; palabras más, palabras menos:
–Anna, querida, esta oportunidad de reencontrarnos el día de hoy
me permite decirte que siempre extrañé tu presencia. Recordaba con
gran melancolía las ocasiones en que a ti y a mí nos abrigaba la noche
con su suave manto de sombras y silencio. Y en ese ávido deseo de
la consumación de nuestros dulces sueños y fantasías, la oscuridad se
convertía en cómplice de ese anhelo incontenible. Y luego, al amane-
cer, sentirte en mi compañía era saber que vivía y que la vida me había
recompensado con alguien muy especial como tú que, como el sol, me
reconfortaba con su luz y calor. Nunca olvidaré todas las cosas que no-
sotras descubrimos y que quizás la vida nos las hubiera escondido… Y
todos esos recuerdos, difíciles de borrar, seguirán vivos en mi mente a

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cada instante. Y aunque las circunstancias en apariencia cambien nues-
tras vidas, el pasado jamás desaparecerá, porque en cualquier momento
podrá ser nuestro presente y futuro… Hoy, la realidad también podrá
ser otra, Anna, pero la esencia entre nosotras estará ahí, latente; esa es
la razón más fuerte que nos mantendrá unidas para toda la vida…
Al terminar, Teresa se levantó despacio de su silla, se acercó a mí
y con sus dos manos tomó mi cara y besó una y otra de mis mejillas de
manera prolongada y tan dulce, que caí en su encanto y me dejé llevar.
Después, con una leve sonrisa retrocedió muy despacio y se volvió a
sentar sin retirar su mirada de mí… Como respuesta, le externé yo tam-
bién una sonrisa y sólo le dije: “gracias, eres maravillosa”.
El mesero que nos atendería se encontraba a unos cuantos pasos
de la mesa observando un tanto extrañado la escena. Impaciente, espe-
raba tomar nota de lo que ordenaríamos. Teresa volteó y con la mano le
hizo una seña para que se acercara.
–Pero…, bueno –dijo Teresa– ¿por qué no pedimos algo de beber,
Anna? Sería bueno brindar con tequila de la casa por volvernos a ver
¿no lo crees prudente?
–¡Por supuesto que sí! El tequila de aquí es la pura miel del agave
–le contesté.
–Señor, –recalcó Teresa– ya escuchó usted a mi amiga, dos tequi-
las… ¡Aahhh, pero que sean dobles! ¿Si?
Ya con nuestros “anchos caballitos” en la mano, Teresa exclamó:
–¿Hasta el fondo?
–¡Hasta el fondo, amiga! –respondí.
Solicitamos un par más del exquisito tequila con sabor a madera
y la carta.
Antes de ordenar lo que comeríamos, mi curiosidad de mujer tuvo
que ser saciada y le pregunté a Teresa que si había llegado en una ca-
mioneta de color negro –y le señalé cuál–, que si era de ella. Me contes-
tó que pertenecía a sus padres, que ella la compró y fue un regalo para
ellos, pero que casi siempre estaba estacionada en la parte de atrás de
la casa, porque sus padres poco la usaban. Le dije que estaba de buen
gusto. Sólo respondió con una sonrisa.

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Comimos lo mismo: una sopa de cebolla cubierta con un copete do-
rado de queso fundido; después, una costilla de res de buen tamaño sobre
una ancha tortilla hecha a mano embadurnada de frijoles negros refritos,
junto con dos nopales asados empalmados con queso Oaxaca derretido
al centro, un manojito de cebollitas cambray, la mitad de un aguacate,
una porción de chorizo y un pedazo de chicharrón doradito. Todo acom-
pañado de una salsa verde molcajeteada. Y para combinar estos sabores
tan deliciosos, disfrutamos de un gran tarro de cerveza clara ¡bien fría…!
Entre la comida, la plática fue un tanto aburrida, porque observa-
ba cómo Teresa saboreaba con gran deleite sus platillos, más que tener
ganas de hablar.
–¡Esto está delicioso! –exclamaba.
Para reconfortarnos un poco más, pedimos otras dos cervezas;
después, un par más de tequilas. Yo ya me sentía relajada por la com-
binación del tequila y la cerveza; a Teresa la notaba también alegre y
hasta sus mejillas estaban chapeadas.
–Y dime, Anna, ¿cómo has estado? ¡Salud!
–¡Salud, Teresa!
– Bien….¿Y tú…?
–También… –señaló y siguió disfrutando de su comida.
–¡Qué bueno…! –le respondí.
–¿Y cómo va lo de tu consultorio? –me interrogó con una chispa
de curiosidad.
–Mira, he pensado en crecer. Quisiera en un futuro próximo cons-
truir un sanatorio o un corporativo de especialidades médicas. La seño-
ra que me renta el lugar donde estoy, que es una persona mayor, me ha
ofrecido venderme toda su casa que es grande, porque no puede estar ya
sola y piensa irse a vivir con una hermana al Estado de Guanajuato. A
mí me interesa, porque podría mandar a construir gabinetes y rentarlos.
Estoy analizando el proyecto. Quisiera utilizar en algo productivo el
dinero que me heredó mi padre, juntarlo con algunos de mis ahorros y
también con lo que obtuve de los bienes familiares que vendí. Creo que
puede alcanzar para hacer algo bien.
–¡Oye, eso está magnífico! Te felicito y me alegra mucho. Pero
me avisarás y me invitarás a la inauguración, ¿verdad, Anna?

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–¡Por supuesto, Teresa!, –le respondí.
–Bueno, pues eso merece un brindis más, ¿no crees?, –dijo Tere-
sa, solicitando dos copas más de tequila.
Para cerrar nuestra suculenta comida y terminar con el placentero
sabor del tequila y la cerveza, pedimos café exprés, flan y entonces sí,
comenzó la verdadera plática de sobremesa…
De principio, Teresa me contó otra vez sobre lo interesante de su
trabajo, de sus viajes por varios países del mundo, la comida, la gente,
así como del pasado y presente de algunos lugares que había tenido la
oportunidad de visitar en sus tiempos libres; aunque me repitió que por
los asuntos que se trataban en las reuniones de trabajo, no podía cono-
cer mucho. Pero me reiteró que le encantaba su trabajo.
De manera inesperada, Teresa me miró directo con sus grandes
ojos cafés, dio un sorbo a su exprés y repentinamente cambió el tema
de la conversación…
–Anna, quiero contarte algo...
–¿Qué sucede, Teresa? –le cuestioné.
–Fíjate que…, bueno…, no sé cómo decirlo…, pero…, es que…,
¡creo estar enamorada de un hombre canadiense…!
Guardé silencio por unos segundos sin perderle la mirada que Te-
resa intentó esquivarme y le contesté:
–¡Y eso qué…!
Ella se quedó sorprendida por mi respuesta tan espontánea, direc-
ta y golpeada, pero bajé el tono de mis palabras y le dije:
–¡Aahhh!, ¡sensacional!
–Gracias…, Anna. Espero que esto no sea motivo de… –no la
dejé terminar la frase, porque en ese momento la interrumpí:
–¡Shhhh…! Calma. Sigue, Teresa.
–Bueno…, él es viudo y con una hija de cinco años que ado-
ra. Es una niña encantadora que me ve como su madre, su nombre es
Natalie; nos queremos como no te imaginas. Mi prometido se llama
Jeremy Podwell y llevamos ya un tiempo de salir juntos. Él tiene dos
empresas que fabrican implementos para equipos electrónicos. Nos he-
mos entendido de maravilla. Es sincero, muy atento, me ama profun-
damente y no pierde ningún detalle conmigo. Siempre me dice que lo

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mejor que le ha sucedido en la vida es haberme conocido. No hay tema
que no hayamos platicado sobre nosotros. Bueno…, tú entiendes, casi
todo… Y van dos ocasiones en que me ha propuesto matrimonio, pero
me he negado; sin embargo, ahora creo que ya pudiera ser casi un he-
cho. En esta ocasión antes de viajar hacia acá, me dijo que por favor
lo comentara con mis padres y que si yo lo quisiera nos casaríamos
aquí, en México. Su hijita, con un llanto simulado, también me insistió
en lo mismo, me dijo: “please marry my daddy, Teresa…”. La noche
de ayer estuve tentada a platicarlo con mis padres, pero el cansancio
me venció. Espero hacerlo antes de que me vaya y así casarnos pronto
¿qué te parece?
Me quedé ensimismada por unos instantes, pero me alegró, por-
que era un hecho que encauzaría por segunda ocasión la vida de Teresa.
Aunque ahora sabía la razón del por qué había dejado de escribirme.
–Y…,¡qué te puedo decir…!, yo también me siento feliz…, Te-
resa –le respondí.
–¿Y seguirás trabajando? –le pregunté de inmediato.
–¡Por supuesto!
Por dentro de mí pensé que esa relación matrimonial no duraría
mucho por los constantes viajes de trabajo de Teresa y a veces sus pro-
longadas ausencias de casa.
Pero esa fue la primera noticia, porque Teresa tenía una segunda
y muy guardada. Continuó:
–…y otra cosa que te quiero también platicar, amiga de toda la
vida, y que nadie lo sabe, porque aún no me he atrevido a mencionarlo
más que a ti en este momento, es queeee…, –titubeó un poco otra vez
antes de soltar la oración completa–, mira…, pues…, cómo te diré…,
es queeee…, tengo un poco más de dos meses ¡de embarazada!, y ya sé
que en mi vientre hay una mujercita a la que pondré tu nombre, Anna,
por todo ese gran cariño que nos une.
Me quedé desconcertada. Sin embargo, le respondí que sí eran dos
acontecimientos de primer orden y que le agradecía el haber pensado en
mí para ponerle mi nombre a su aún no nacida hija, que era un honor.
Le reiteré que de verdad eran muy buenas noticias para ella, pero
lo único que no me gustaba y se lo comenté con sinceridad, era que este

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nuevo rumbo de su vida tal vez nos alejaría más o para siempre. Que al
parecer ésta sería quizás la penúltima ocasión en que nos veríamos an-
tes de su boda, porque estaba segura que ella jamás se quedaría a vivir
en México o tal vez no regresaría, y que yo podría ir o no a Canadá a
visitarla. Pero me siguió insistiendo en que podría ir a su casa cuando
lo deseara y que con gusto me estaría esperando. Y que su matrimonio
nunca sería motivo de alejamiento ni rompimiento del cariño que nos
teníamos. Porque la historia de las personas que en verdad se quieren
(como nosotras, dijo) nunca se podría borrar por ninguna circunstancia.
Y me juró que sería sólo la muerte el extremo que nos separaría.
Era claro que desde ahorita vivía su luna de miel anticipada y una
felicidad por su maternidad. Yo, por mi parte, pensaba que el destino de
cada quien se seguiría cumpliendo.
Después, Teresa me preguntó sobre este mismo tema, pero mi
respuesta fue clara y tajante:
–Si te refieres a que si me casaré o me juntaré con alguien para
tener hijos, eso ya lo tengo decidido desde hace tiempo, Teresa: sólo se-
guiré con mi profesión. Sanar a las personas, me llena de satisfacción.
Tengo amigos con quienes de vez en cuando llego a convivir. Pero la
vida familiar, en definitiva, no va conmigo. No me veo amamantando
o cuidando escuincles y atendiendo a un marido que generalmente se
deslinda de las responsabilidades de los hijos y del hogar, y deja todo
ese trabajo a la mujer. ¡No, qué horror! No creo tener espíritu mater-
no… ¡Para nada…!
Ante mi comentario, las dos reímos…
Rompimos la charla cuando ambas estuvimos de acuerdo en pedir
un par de digestivos. Y ahora, la plática versó en recordar a nuestros an-
tiguos amigos cuando éramos jóvenes. De aquel pasado sólo le dije que
de ellos a nadie volví a ver jamás desde que me cambié de domicilio.
Pedimos otro par de digestivos junto con dos cafés exprés más y
le dije:
–Espero que la niña de tu vientre no proteste por las copitas de
más, ¿eehh? Pero no te preocupes, Teresa, yo como médica te puedo de-
cir que no hay problema mientras el alcohol se combine con alimentos,
sin exceso y que no sea frecuente…¿Ok? ¡Ahh!, una cosa más, Teresa,

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¿te gustaría que mañana fuéramos al lago de Chapultepec a remar, des-
pués a comer a un restaurante con terraza y vista hacia toda la plaza del
Zócalo, posteriormente a caminar por las calles del centro de la ciudad
donde están las librerías de viejo y por último te llevaré a que conozcas
mi departamento? ¿Y pasado mañana te lo dejo libre para que estés todo
el día con tus padres?
–¡Claro que sí, Anna, encantada!
Terminamos nuestras bebidas y coincidimos en solicitar la cuen-
ta, porque ya éramos de los pocos comensales en el restaurante en don-
de ya comenzaban a preparar las mesas para la hora de la cena; eran
minutos después de las seis de la tarde y se veía que la puesta de sol
pronto daría inicio…
De improviso y antes de que nos levantáramos se acercó hasta nues-
tra mesa un joven atractivo como de unos treinta y tantos años de edad
que despedía un rico aroma a loción. Era delgado, de cabello relamido,
con copete peinado hacia arriba y vestido muy propio de manera casual.
Con una sonrisa coqueta y en un tono de voz modulado y amable,
nos dijo:
–Buenas tardes, apreciables damas. Disculpen, pero, ¿será de al-
guna de ustedes una camioneta de color negro, placas 19 30-GCS, que
se encuentra frente al restaurante?
Y Teresa le respondió:
–Sí, es mía, ¿por qué?
–Es que se encuentra obstruyendo el acceso a minusválidos. ¿Se-
ría tan amable de moverla más adelante?
–¡Aaahhh, sí, claro, con mucho gusto! Y disculpe, no me fijé el
lugar donde la dejé; incluso ya nos retiramos.
Teresa se levantó y sólo le pidió al hombre que la esperara unos
minutos, porque iba al baño.
Al regresar, el joven apuesto la esperaba en la puerta de salida y
como buen caballero, le cedió el paso y la acompañó a mover su camio-
neta.
Mi amiga me indicó desde la puerta con una seña que nos veía-
mos abajo. Le respondí de igual manera que estaba bien.
Yo sólo esperaba mi tarjeta de crédito con la que había pagado.

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Por un momento pensé también pasar al baño, pero en realidad
no tenía tantas ganas, así que mejor me aguanté. Pronto el mesero me
entregó mi plástico y me dirigí hacia la salida.
Por unos segundos me detuve en la puerta y alcancé a ver a Tere-
sa y al hombre cuando los dos casi llegaban a los últimos escalones de
abajo. Yo, mientras tanto, aproveché para guardar en mi bolso el com-
probante de consumo junto con mi tarjeta y buscar las llaves de mi auto.
Cuando descendía quizás los primeros seis u ocho escalones, cer-
ca de uno de los primeros descansos, miré de nuevo hacia abajo para
localizar a mi amiga y la vi que se detenía para sacar las llaves de su
bolso y abrir la camioneta, mientras que el joven también se paraba un
par de escalones detrás de ella.
Yo seguí bajando despacio tomada del barandal para no zigza-
guear, porque me sentía un poco mareada. Volví a ubicar a mi amiga
al final de la escalinata…, pero entonces, mientras observaba lo que
Teresa hacía, de manera inesperada me di cuenta de una escena ¡esca-
lofriante…!
El tipo ése (que yo creí que iba a subir por esa parte a algún fa-
miliar minusválido) sacó de entre su chamarra un objeto corto como un
garrote, y al momento en que Teresa iba a abrir su camioneta con la lla-
ve de control remoto, el hombre le asestó un fuerte golpe en la cabeza.
¡Era un robo; era un delincuente…!
Teresa quedó aturdida, pero no cayó, y entonces el delincuente le
propinó un golpe más, pero no le dio en la cabeza porque mi amiga lo
evadió, sino le pegó en el hombro izquierdo; ella se doblegó y él le quitó
las llaves… Al ver esto, me quedé inmóvil por unos segundos y volteé
hacia la puerta del restaurante para buscar a alguien, pero no había nadie.
El agresor, al ver que Teresa caía del dolor, abrió la puerta de la
camioneta y cuando trató de subir, mi amiga se levantó tambaleante y
por detrás de la espalda logró tomarlo del cuello con ambos brazos. El
delincuente, al sentirse imposibilitado, volteó con coraje hacia ella y
con una navaja que ahora tenía en su mano derecha le asestó dos pu-
ñaladas en el vientre. Extrajo el arma y otra vez con fuerza la apuñaló
por tercera ocasión en la misma zona, dejando el cuchillo alojado en el
cuerpo de mi amiga.

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El agresor, después de forcejear un poco, se quitó los brazos de
ella, ya casi sin fuerzas, que todavía lo agarraban de la chaqueta a la
altura de los hombros y mi mejor amiga perdió el equilibrio y cayó de
espalda en el piso con la navaja profundamente clavada. El asesino, al
percatarse de que había perdido tiempo y que todavía tenía que manio-
brar para sacar la camioneta que se encontraba en medio de dos autos,
sólo miró a su víctima, sonrió, le arrojó un escupitajo en la cara y mejor
empezó a caminar; ya no le interesó la camioneta. Teresa quedó tendida
en el piso…
Yo me quité de inmediato las zapatillas, dejé mi bolso en el piso
y corrí escaleras abajo. Cuando llegué, vi a Teresa apretándose con una
mano las heridas de las que salía sangre a borbotones y, con la otra, sos-
tenía el arma que había extraído de su vientre, tal vez pensando que así
ésta no dañaría a su bebé. Respiraba agitadamente. Su semblante se ha-
bía tornado pálido y su cuerpo flácido. También sangraba de la parte de
atrás de la cabeza. Me hinqué para revisar las heridas y porque quiso de-
cirme algo que no entendí por el estado alterado en que me encontraba.
Con nerviosismo, grité para pedir ayuda, pero al parecer nadie me
oyó. Entonces, de inmediato volteé hacia el sentido que había tomado el
asesino y observé cómo caminaba tranquilo sin tratar de llamar la aten-
ción y se alejaba sobre el jardín apenas unos cuantos metros del lugar
de su crimen.
Un instinto perturbador me hizo tomar la navaja de la mano de
Teresa y con ésta corrí lo más rápido que pude hacia el criminal. Él vol-
teó y al verme y en su desesperación, trató de apretar el paso, pero res-
baló porque el pasto estaba húmedo. Alcancé al agresor todavía cuando
se estaba levantando del césped. Me le monté por encima de la espalda
y lo derribé totalmente boca abajo; lo tomé de los cabellos y con todas
mis fuerzas azoté varias veces su cabeza contra el pasto; le di media
vuelta y aún aturdido sólo dio unos cuantos manotazos que eludí. Me
incliné, lo miré de frente a los ojos, lo tomé del mechón de cabellos
del copete y le dije con furia: “¡Mira pedazo de porquería, desgraciado
malparido, así se hace para que experimentes el dolor!”. Y con una ira
incontrolable y mi habilidad de cirujano, le sumí el afilado instrumento
punzocortante desde la parte del hígado hasta lo más profundo del vien-

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tre cerca del ombligo. Y con un movimiento rápido desgarré otra parte
de sus vísceras. El agresor sólo emitió un opacado grito de sufrimien-
to…Y en segundos, como sabía que sucedería, con dolor, murió. En ese
instante me levanté sobresaltada y rápido me dirigí hacia donde estaba
mi amiga para prestarle ayuda, pero apenas pude dar un par de pasos,
porque me zumbaron muy fuerte los oídos, me vino un agudo dolor de
cabeza, se me nubló la vista y no recuerdo más…
Al poco rato volví en sí por unos segundos y al tratar de incorpo-
rarme, otra vez perdí el conocimiento por no sé cuánto tiempo. Cuando
nuevamente desperté toda aturdida, un par de meseros del restaurante
me sostenían en alto la cabeza y me daban a inhalar un algodón con al-
cohol ante la mirada atenta de dos policías que ya se encontraban frente
a mí y no me perdían de vista. En eso, vi cómo llegaba una ambulancia
y bajaban un par de paramédicos. Uno corrió hacia mí y otro se quedó
con mi amiga que yacía a la orilla del césped junto a la portezuela abier-
ta de su camioneta.
En cuestión de minutos, todo aquel lugar había sido invadido por
mucha gente. Llegaban más ambulancias con su desgarrador llanto del
ulular de sus sirenas, así como más patrullas de policía con las torretas
abiertas.
El paramédico, una vez que me revisó, hizo una seña con la ca-
beza a los dos policías. Ellos se acercaron a mis extremos, cada uno
me tomó del brazo, me ayudaron a levantar y me condujeron hacia una
patrulla. Uno de ellos sólo me susurró: “tranquila, todo estará bien”. El
paramédico que me atendió se dirigió a revisar al malhechor que tam-
bién ya era custodiado por un oficial de policía.
En el trayecto hacia el vehículo policiaco observé que todo el
perímetro de los hechos ya estaba siendo acordonado con esa cinta
amarilla con la leyenda: “ESCENA DEL CRIMEN PROHIBIDO EL
PASO”, y vi también que el cuerpo de Teresa, en un gran charco de
sangre, era cubierto con una sábana blanca; lo mismo se procedió a
hacer con el desequilibrado agresor. En ese instante supe que mi ami-
ga estaba muerta y de inmediato vinieron a mi mente las palabras que
horas antes Teresa me había dicho: “sería sólo la muerte el extremo
que nos separaría”. Y lamentablemente se cumplieron…

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Mis manos y mi vestido estaban manchados de sangre. Me sentía
fuera de la realidad, en shock nervioso, abatida por todo este suceso tan
horrendo que había terminado con la tarde de nuestro feliz reencuentro.
Cuando la patrulla se puso en movimiento y me alejaba del lugar,
intenté llorar, pero no pude; los nervios y el colapso mental que tenía
me lo impedían. Todavía volteé y por el medallón seguí viendo a lo le-
jos el cuerpo cubierto de mi amiga querida tirado en el piso, inerte, ro-
deado de policías, paramédicos y curiosos. ¡Era un cuadro aterrador…!
Ese mismo día por la noche rendí mi declaración en una agencia
del Ministerio Público, que inició la carpeta de investigación y conté
toda la historia de los hechos. Fueron interrogatorios tras interrogato-
rios. Necesitaba un abogado y conseguí uno de oficio, porque yo no
conocía a ninguno. Apelé mi detención, argumentando que era inocente
y que todo había sido un acto en defensa propia.
Esperé a que algunos de mis pocos conocidos vinieran ayudarme,
porque había proporcionado sus teléfonos a la policía, pero ninguno de
ellos se presentó. Tal vez por miedo. Nunca tuve apoyo de nadie, más
que del defensor de oficio que se me había designado.
Más tarde me trasladaron a unas oficinas anexas al MP y regresa-
ron más interrogatorios, hasta que me sacaron fotografías, tomaron mis
huellas dactilares y me ficharon. La noche la pasé en una galera preven-
tiva de ese lugar. Al día siguiente, a las 07:00 de la mañana, me llevaron
al reclusorio femenil en una camioneta cerrada de las que se conocen
como ”perreras” (este término se lo escuché decir a uno de los policías
cuando dijo: ”ya, súbela a la perrera”) y una hora y media más tarde in-
gresé en calidad de presunta responsable de homicidio; se me informó
que ahí se definiría mi situación, iniciaría mi proceso penal y se dictaría
la sentencia, misma que buscaría la manera de apelarla.
Me recluyeron en una celda que compartí con tres mujeres más:
Salomé, Virginia y doña Toya. Todas con diferentes historias negras
y purgando condenas por homicidio. Y aunque parezca inverosímil y
un tanto homogéneo, pero ellas estaban allí porque Salomé mató a la
amante de su esposo; Virginia mató al esposo por engañarla con su pri-
ma, y la Toya mató a dos: a la esposa de su hijo y al amante de ésta.

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Antes de que yo ingresara –según me informaron mis compañe-
ras– había cinco presas en esa celda, de las cuales una murió por una
infección mal atendida de los riñones que se le complicó, y otra fue
brutalmente golpeada, tasajeada en sus partes íntimas y ahorcada en el
baño de regaderas de mujeres por tener rencillas con internas de otra
sección a quienes ya no les permitió que de manera tumultuaria siguie-
ran abusando sexualmente de su cuerpo.
Desde el momento en que llegué, mis compañeras fueron un tan-
to “amables” conmigo, ya que sabían que yo era médica y podría cu-
rarles las enfermedades del cuerpo, aunque jamás las de su conciencia.
No obstante a esto, mi estado de ánimo era decrépito, porque yo no
creía, ni entendía “nada” de lo que me sucedía, ya que insistía en mi
inocencia. Esto era para mí un tormento, una angustiosa y atroz pesa-
dilla. Sabía que existía una equivocación en mi contra, porque actué en
defensa propia. No se estaba haciendo justicia, nadie me creía.
Mi cerebro estaba perturbado del encerramiento y del nerviosis-
mo de lo que vendría después. Lo único que tenía en mente era el terror
de que pudiera terminar confinada en una celda de esta horrible prisión
para toda la vida. ¡Yo no me merecía esto…!
Tanto me había afectado la tragedia, que sentía una desesperación
incontrolable junto con temblores de cuerpo, insomnios constantes, ina-
petencias, diarreas y algunas incontinencias esporádicas, además de to-
das las sensaciones y emociones encontradas. Seguía sin concebir por
qué tenía que estar presa por un acto de justicia contra un verdadero
asesino que sin ningún escrúpulo había matado a la única gran compa-
ñera y confidente que siempre estuvo apegada a mí. Esa gran amiga que
ahora también ya no estaría jamás a mi lado. Sólo llevaría su pérdida
con un intenso dolor, por siempre, en mi memoria.
Pero como si el mundo estuviera en mi contra, semanas después
me enteré por mi abogado de varios sucesos. Uno de estos fue que los
padres de Teresa habían declarado que yo siempre había buscado a su
hija de manera insistente; que no se explicaban muchos de los actos de
mi proceder, pues aseguraron que para ellos iban más allá de una limpia
amistad. No entendí por qué dijeron eso de mí. Pero ya no quise conocer
más detalles porque, como me dijo el abogado, ninguno era favorable.

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Y por si eso fuera poco, el defensor me informó además que una
anciana enferma, que era tía con quien vivía el asesino, testificó que él
la mantenía y le compraba sus medicinas; y que su sobrino trabajaba
de manera honesta por su cuenta haciendo reparaciones mecánicas de
autos a domicilio, que era una persona de bien, sin vicios ni malas an-
danzas, lo cual la policía corroboró. ¡No era posible! ¡Toda una mentira,
una farsa! En realidad ese ladronzuelo tenía doble personalidad: la de
falso inmaculado y de asesino despiadado.
Y una cosa más. Yo le había pedido al abogado que buscara al
prometido de Teresa para que declarara, en caso necesario, la relación
que tenía con ella por si esto pudiera ayudar en algo. Tiempo después
me informó que lo había localizado y que habló por teléfono con Jere-
my (el abogado consiguió su número telefónico, porque mi amiga lo
tenía en una agenda; estaba entre las pertenencias personales de Teresa
que traía en su bolso y que la policía incautó, pero a las que se le per-
mitió a mi abogado tener acceso; posteriormente les fueron entregadas
por la policía a sus padres), pero me dijo que el tal Jeremy le preguntó
al abogado para qué asunto y que al darle la noticia de los hechos y de
la muerte de Teresa, negó en todo momento conocerla. Le señaló que no
sabía de lo que le hablaba y que de esa mujer no tenía ni idea de quién se
trataba. Y aseguró que tal vez esa mujer debía conocerlo, porque “cual-
quier” persona podía tener una tarjeta personal con sus datos, porque él
las proporcionaba a sus posibles clientes por la actividad empresarial
que desarrollaba. Pero el abogado no conforme con esa explicación, lo
presionó al decirle que ella esperaba un hijo de él, pero ni así lo doble-
gó, porque tal vez del miedo de verse involucrado en un asunto judicial
en que se cometió un asesinato y que en este caso se trataba de la muerte
de su supuesta amada, habló cosas íntimas de más y reiteró primero que
no conocía a Teresa Barrera Jiménez y, segundo, aseguró que él no po-
día ser padre biológico de nadie, porque podía comprobar, con análisis
clínicos certificados, que estaba imposibilitado para ello, ya que había
quedado estéril desde su adolescencia al padecer Parotiditis. Y reco-
noció que sí tenía una hija, pero era adoptada y contaba con todos los
documentos que así lo acreditaban.

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No pude creer todo esto. ¿Acaso fue una historia imaginaria de
Teresa? ¿O quizás ella tuvo una relación con otro hombre, quien al sa-
ber lo de su embarazo la abandonó y ella pensó hacer creer en su mo-
mento a Jeremy que era el padre de la hija que cargaba en el vientre sin
saber que él era estéril? ¿Realmente existió Jeremy en la historia de su
vida? ¿Qué obligó a Teresa a hacer todo esto? ¿Su soledad? ¿Su deseo
de volver a ser madre y formar una familia…? ¿Su indefinición de con-
ciencia? Quedé verdaderamente sorprendida de todo este embrollo. Era
claro que habían más interrogantes, pero una sola verdad: la que Teresa
se llevó a la tumba…
Finalmente, ya no me importó nada esa parte del enredo de Te-
resa. Yo no tenía bases para juzgarla. Sólo guardé en mi mente todo el
cariño que nos habíamos profesado desde siempre.
Pero mi realidad era que yo no había actuado de manera equivo-
cada en ese crimen despiadado del que se me acusaba. Entendí que mi
proceder tuvo un motivo muy fuerte para hacerlo: que atacaran y priva-
ran de la vida a alguien a quien yo quería con todo mi corazón y que se
lo había ganado con creces.
Cuando fui llamada a la rejilla de prácticas del juzgado, mis com-
pañeras reclusas, con una sonrisa cargada de ironía, como conociendo
lo que sucedería, me desearon suerte.
Mi frente sudaba frío; los latidos de mi corazón, del incontrolable
miedo, eran apresurados; tenía un fuerte dolor de cabeza y un gran va-
cío en el estómago; un escalofrío me recorría todo el cuerpo. Mi ánimo
parecía vencido y mis pensamientos eran discordantes ante el terror de
lo que se avecinaba.
Fui acompañada por una custodia de vista hasta el edificio conti-
guo del área administrativa de los juzgados donde se llevan a cabo las
diligencias. Dicho edificio se intercomunica con el área de reclusión a
través de un túnel de unos ciento cincuenta metros de largo, aproxima-
damente, “vigilado” en las puertas de acceso de ambos extremos. El
tránsito de reclusas por ese lugar es muy restringido; debe existir de
por medio un oficio para que una interna, en proceso, lo atraviese, pero
siempre acompañada de personal del penal. Es sombrío y maloliente.

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Supe que la pestilencia en ese túnel se debía a que con frecuencia las
compañeras reclusas se orinaban incluso en sus propias ropas, por el
miedo cuando iban a conocer el dictamen o por el impacto después de
dictarles sentencia. Pero lo cierto era que quien realizaba alguna mic-
ción, bien le valdría tener las suficientes energías para lavar un buen
trecho del túnel como castigo.
Al llegar y sin contratiempos, fue una mujer, titular de la sala,
quien en presencia de mi abogado dio inicio a la lectura del documento.
Asimismo, me pidió que no la fuera a interrumpir durante la lectura del
acta y que cualquier comentario, duda o aclaración al respecto, lo hiciera
saber después a través de mi abogado, que él sabía el procedimiento…
De manera somera relato lo leído, obviando, en lo posible, caer
en formalismos burocráticos y, hasta cierto punto, en la opacidad de la
redacción por los galimatías.
De entrada fui notificada oficialmente del delito que se me im-
putaba. Se me acusó de homicidio doloso (por el asesinato de mi ami-
ga, su hija nonata y del atacante), y se me hizo saber el impedimento
legal para obtener mi libertad provisional bajo fianza. Se me dijo que
el hombre (atacante) era una persona a quien no se le conocía hasta el
momento de su muerte, que perteneciera a algún grupo de delincuencia
organizada en robo de autos o de actos violentos o de otra índole; en sí,
no tenía ningún antecedente penal. Por otro lado, se me comentó que
después de que el juez Penal con sede en el reclusorio femenil analizó
mis declaraciones y las pruebas periciales, y que además con base en las
investigaciones de campo anexas realizadas por la policía el día de los
hechos en las que constaban las declaraciones de algunos comensales,
el mesero que nos atendió y la edecán del restaurante, quienes coinci-
dieron en señalar que habían observado ciertas conductas “anómalas”
o “en exceso cariñosas” mientras comíamos la occisa y yo, como por
ejemplo, el que Teresa y yo estuvimos tomadas de las manos y que nos
besamos varias veces, así como que ingerimos alcohol sin mesura (se-
gún ellos), determinó (el juez) que estos indicios fueron el primero de
los detonantes de lo que posteriormente desencadenaría la tragedia.
Más adelante de la lectura, se me hicieron saber las “causales”
de los hechos:

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…que los influjos del alcohol originaron que las pasiones se des-
bordaran a tal grado que la hoy occisa, en una acción de exceso afec-
tiva, me acariciaba y besaba la cara en repetidas ocasiones, y que el
“pretendiente” (segundo detonante) de Teresa (¿cuál pretendiente?, en
realidad ¡era el asesino!; el supuesto pretendiente estaba en Canadá,
pero a última hora se desligó de cualquier compromiso), la llamó para
que saliera, y ella al saber que él se había dado cuenta de la “realidad”
entre nosotras, accedió a su llamado para darle una explicación. Y que
afuera, él le reclamó con irritación (su proceder) el que ella estuviera
conmigo y se comportara de esa manera tan inmoral que él desconocía,
pues nos había estado observando desde el recibidor hacía un buen rato
(este último hecho de que el tipo ése nos observaba fue confirmado
por el cantinero y la edecán que estaban cerca del lugar [del recibidor],
pero lo que ignoraron estos dos testigos fueron las intenciones reales
de este hombre; incluso, a la edecán nunca se le ocurrió preguntarle
si buscaba o esperaba a alguien), y que por eso yo, al ver esa escena y
sentirme despechada (tercer detonante), tuve un incontrolable arranque
de celos y cegada por la cólera, fui tras ellos y con saña los maté a cu-
chilladas incluyendo a la nonata. A su vez, se me hizo constar que mi
culpabilidad quedaba probada, porque en el arma utilizada para consu-
mar el triple homicidio, los peritos en Dactiloscopía sólo hallaron mis
huellas, además de que en los resultados comparativos de los estudios
de hematología forense, se había encontrado sangre de ambas víctimas
en mi ropa (vestido) y manos (esto fue obvio al momento en que me
hinqué junto a Teresa y me cerqué a ella cuando quiso decirme algo, ahí
me manché el vestido; luego, cuando tome el arma ensangrentada que
tenía Teresa; y después, al instante de partir en dos a ese desgraciado y
su sangre “infecta de maldad”, me salpicó). ¿Sólo se encontraron mis
huellas?, ¿dónde quedaron las del criminal y el garrote con que golpeó
a mi amiga? Fue una investigación plagada de irregularidades. Deses-
timaron mis pruebas. Sus “evidencias contundentes”, sólo fueron apre-
ciaciones subjetivas para culparme y cerrar el expediente.
Así, de manera general y tan rebuscada casi como lo he narrado,
me fue leído el dictamen, se me explicaron los hechos y mi culpabilidad.

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Con estas causales, el juez consideró toda mi declaración como
un supuesto, pues según su análisis del caso, no había pruebas conclu-
yentes que corroboraran lo contrario al dictamen. Y se me mencionó
que dicho dictamen final se sustentaba también en que no hubo ningún
testigo ni nadie que declarara a mi favor o confirmara los hechos de mi
testimonio tal como los expresé. Y en ese sentido, se hizo de mi cono-
cimiento que el acto que había cometido, sin más, quedaba como caso
juzgado:
“C. Anna Maginedo Nieto, se le declara culpable de homicidio
doloso sin beneficio de su libertad provisional bajo caución. Y al no
existir más circunstancias que hacer constar, se da por finalizado el pre-
sente acto…”. Estas fueron las últimas palabras de la titular antes de ce-
rrar el expediente y retirarse rápidamente. Y fue en ese preciso instante
cuando sentí cómo caía a un abismo de oscuridad y soledad, se me que-
braba el cerebro, perdí el aliento, apreté con fuerza los dedos al alam-
brado que cubría los barrotes de la rejilla por el coraje que me invadía,
y con un llanto instantáneo, miré al abogado quien sólo bajó la vista en
señal de derrota. Todo había sido una historia falseada, una verdad de
apreciación judicial mal llevada y una defensa poco experimentada.
Abatida y de regreso a mi celda, zigzagueando por el impacto,
atravesé junto con la custodia de vista de nueva vez ese túnel lúgubre,
que de manera análoga era como el camino oscuro que seguiría mi vida.
Todo en mí era un estado mental alterado. Sabía que mi vida es-
taba acabada y mi inocencia nunca sería probada. Se habían acabado
mis deseos de vivir. Mi mente estaba intrincada en una serie de con-
tradicciones que me llevaban a un estado de angustia, desesperación,
desilusión, dolor, soledad y sufrimiento; y a una impotencia total por
la impartición de una justicia sucia y torcida que me había juzgado sin
investigar bien mi caso. Ahora, era más claro que el epílogo de mi vida
estaría marcado por tres paredes, una reja y un ambiente de escoria al
que nunca pensé pertenecer. Y a la vez, vivir con todo el recuerdo de
aquella escena trágica e imborrable de esa tarde que, aunque fue un acto
de verdadera justicia y que nunca me cansaré de decirlo, para el sistema
legaloide que imparte dizque justicia, se transformó en un hecho repro-

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bable, cuando en realidad todo indicaba que fui juzgada de prisa para
cerrar un expediente burocrático más. Recuerdo que en alguna ocasión
escuché decir a mi padre que “la ley hace justicia, los que la aplican son
los que cometen injusticias”.
A partir de aquí, el tiempo que permanecería en prisión comen-
zó a tener tan sólo un sentido ordinario, un trascurrir del día a día sin
ninguna ambición, porque no sabía si lograría purgar toda mi senten-
cia y salir de este infierno siendo ya una anciana o moriría antes de
alcanzar esa ilusión que la mayoría de las reclusas anhela: la libertad.
Pero hoy, ya en estas circunstancias, no me asusta tanto morir, sino lo
que realmente sí me aterra es no saber la forma de cómo podría morir,
porque aquí nadie tiene seguridad de nada… Sin embargo, lamentarme
sólo me lleva a caminos escabrosos, porque mi cruel realidad es estar
recluida…
Por cierto, aunado a esto, debo mencionar un acontecimiento de
extrema preocupación para mí y que ignoro por qué me persigue. Y es
que en mis insomnios recurrentes (que no he podido vencer del todo), vi
con claridad y gran pavor aparecer nuevamente en la pared de mi celda,
por encima del retrete, aquellas sombras de aterradores espectros o de
atormentados espíritus inmundos que había visto el día de la tormenta
en el hospital cuando cuidaba a mi madre. Recuerdo que esas sombras,
junto con ese maldito monje (quien no ha aparecido) se manifestaron
vaticinando el gran sufrimiento y muerte de mi madre. ¿Será que ahora
auguran la muerte de alguna de nosotras? ¿Quién de las cuatro mujeres
que somos podría ser la señalada para morir? ¿La muerte de quién llora-
remos? ¿Cuándo y de qué forma? Ese es el misterio que día y noche da
vuelta en mi cabeza. No he hecho ningún comentario a mis compañeras
de este acontecimiento, por el impacto que esto pueda representar para
ellas. Además, no sé cómo podrían reaccionar. Yo al menos conozco
el significado de esas apariciones y me aterra; ellas, no. Ahora, por las
noches, sin importarme que no tenga sueño, no abro los ojos…Pero la
realidad es que “nadie puede romper las ataduras de la muerte”. No sé
qué nos pueda esperar…

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Quiero señalar que la historia que he relatado con toda esa serie
de vicisitudes, misterios y realidades, formó parte de mi verdadera vida
hasta el día de mi infortunio. La continuidad o lo que ha sucedido des-
pués de esto que he contado, de poco importa, porque no hay palabras
para describir la miseria espiritual y física que uno termina aceptando
en este lugar para seguir con vida; es un entorno donde el pan nues-
tro de cada día es la deshumanización, las constantes prácticas lésbicas
acordadas o forzadas; la droga y el pago de la cuota de protección a las
regentes del reclusorio para continuar viviendo; aquí todo cuesta, nada
es gratis, y no pagar es tener una sentencia anunciada…
Como mi cuenta bancaria fue incautada por la policía, con suerte
el médico de la prisión al saber que yo era galena, solicitó a la direc-
ción del reclusorio mis servicios como su asistente y así comencé a
recibir un pago simbólico para poder solventar mi cuota de protección.
También me gané la confianza y simpatía de muchas reclusas que a
veces me dejan unos cuantos centavos por la atención médica que les
presto.
Sólo resta mencionar un acontecimiento más que también me su-
mergió en la sima del dolor e impotencia, ya que me enteré, por unos
periódicos que me entregaron las custodias del piso (quienes también,
entre otras cosas, se encargan de hacer despreciable tu vida y estan-
cia en prisión), lo que habían escrito en sus periódicos unos reporteros
amarillistas de nota roja sobre los hechos de los asesinatos en el restau-
rante, y después cuando se dio a conocer mi dictamen final de la supues-
ta (in)justicia que me había juzgado. Las informaciones estaban, como
suele suceder, tergiversadas.
Estos fueron los encabezados perniciosos y falaces con que se
publicaron las noticias (sobra mencionar su contenido), junto con un
montaje fotográfico en el que aparezco yo con manos y vestido man-
chados de sangre (entre tanta confusión, no recuerdo el momento en
que me fue tomada dicha foto), el arma homicida y flanqueada por los
dos cadáveres ensangrentados de las víctimas:

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**************************

DOCTORA, ACUCHILLA A SU AMANTE BISEXUAL


EMBARAZADA Y AL PRETENDIENTE

**********

POR CELOS DESMEDIDOS, GALENA APUÑALA


Y MATA A SU PAREJA SENTIMENTAL CON DOS MESES
DE EMBARAZO Y AL AMANTE DE ÉSTA

**********

DICTAN AUTO DE FORMAL PRISIÓN A MUJER


HOMICIDA DE TRES PERSONAS: CRIMEN PASIONAL

**********

SENTENCIAN A MÉDICA A 38 AÑOS DE PRISIÓN


Y AL PAGO DE 8 MILLONES DE PESOS A DEUDOS
POR ULTIMAR A TRES
**************************

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Nota de la Autora:
Todo este capítulo de una parte de mi vida, lo escribí en prisión a
cinco años de estar confinada. Le pedí al abogado de oficio que me
había representado legalmente sin éxito, que lo diera a conocer. Pero
tal vez a pocos les interese este hecho, pero creo que me sirvió para
“liberarme” y dejar testimonio real, no judicial, de mi inocencia.

Por otra parte, debo mencionar que los episodios sobrenaturales


que sucedieron la noche de la muerte de mi madre, siguen persi-
guiéndome hasta este lugar y ahora, durante la madrugada, se ma-
nifiestan de varias formas amenazantes y aterradoras, por lo que
mejor he preferido dejarlos un tanto de lado y no detallarlos en
este escrito; ignoro la razón del por qué me acosan, son como una
maldición.

Debo decir para terminar, que hoy día no llevo ningún estigma de
conciencia ni me siento marcada por el delito del que se me acusó
injustamente, porque ahora la única marca que puedo llevar en mi
vida es la del tiempo. Ese es mi destino predeterminado, como decía
mamá antes de morir…

Nota del Abogado de Oficio:


La doctora Anna Maginedo Nieto, tiempo después de haber con-
cluido de escribir esta historia llena de misterio y antes de que se
diera a conocer su escrito al público, de manera inexplicable fue
hallada ahorcada en la enfermería de la cárcel con un cíngulo al-
rededor del cuello. El médico titular de ese lugar con quien traba-
jaba Anna Maginedo, fue el que la encontró colgando del barrote
de una ventana y dijo que tenía en su rostro grabado una expresión
de terror como si hubiera sabido quien era su verdugo. Asimismo
aseguró que el nudo del cordón o cíngulo estaba tan bien hecho y
ajustado al cuello, que dudaba que ella lo hubiera realizado, y que
el cíngulo era de color blanco y es el que usan los monjes para ajus-
tar su hábito alrededor de la cintura.

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MI NOMBRE ES NANCY
El relato que a continuación se presenta está basado en un he-
cho de la vida real y los personajes lo confirman. Es un acon-
tecimiento escalofriante que, aunque ninguna mujer quisiera
vivirlo, es una parte de la oscura realidad escondida en esta
ciudad que, muchas veces, termina en el peor de los escena-
rios…

N
ancy (de apellidos conocidos), chica de 17 años de edad, hija
única, tiene su domicilio en una zona habitacional de estrato
social medio alto al norponiente de la Ciudad de México, en
un departamento propio de buena plusvalía, en la colonia, calle y nú-
mero (conocidos).
Su familia fue una de las tantas disfuncionales, de padres psico-
lógicamente inmaduros que no respondieron ni respetaron un compro-
miso real; su unión sólo fue eventual y producto de un apasionamiento
pasajero.
Nancy comparte el mismo espacio con su padre, Antonio (de ape-
llidos conocidos), un pianista alcohólico de 49 años de edad, quien sol-
venta su vicio con los ingresos que todavía recibe de las regalías como
compositor de música romántica. Algunos de sus temas, en su momen-
to, fueron grabados con gran éxito por destacados intérpretes nacio-
nales, pero desde hacía varios años ya no le pedían ni compraban sus
composiciones porque eran de mala calidad, debido a los daños en su
creatividad que le había ocasionado su adicción al alcohol.
Nancy sobrelleva la situación cotidiana al lado de su padre, pues
su madre los abandonó doce años atrás al huir con otro hombre. Pero
el infortunio alcanzó años después a la madre, quien murió por atro-
pellamiento cuando un tráiler le pasó por encima y la desmembró. Al

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conocer esta noticia, a través de una carta de un familiar de la occisa,
ni a Nancy ni a su padre les creó sobresalto; ninguno de los dos la echó
de menos.
Ya desde tiempo atrás, antes de que huyera la progenitora, el pa-
dre bebía sin mesura. Antonio lo hacía en reuniones con artistas y gente
del medio discográfico a quienes vendía sus canciones.
Pero aun con el paso irrefrenable del tiempo, ese tipo de actividad
de hacer negocios parecía no tener fin para el padre; todavía cuando
Nancy entraba a la adolescencia, esto se repetía con mucha frecuencia.
En esas reuniones comenzaban bebiendo en la comida, después
en la cena y finalizaban entrada la madrugada sofocados en alcohol.
Por lo regular, el padre llegaba en taxi que con antelación pagaba
desde el mismo restaurante en el que siempre se reunía con esas perso-
nas, para que no le negaran el servicio (muy pocas veces lo llevaban a
casa amigos de parranda). No obstante a esta previsión, había ocasiones
en que el chofer, por el exceso de alcohol ingerido por el padre, sólo lo
llevaba a su domicilio, lo bajaba arrastrando del vehículo, lo recarga-
ba en algún pilar fuera del edificio y ahí lo dejaba dormido hasta que
después de varias horas despertaba y él mismo, tambaleando, subía a
su departamento. Otros días, cuando no estaba tan perdido de borracho,
sólo le pedía al chofer que lo acompañara hasta el segundo piso donde
estaba su departamento. Pero otros taxistas, que no querían inmiscuirse
en este asunto de ser cuidadores de borrachos, cuando Antonio estaba
muy pasado de copas, lo dejaban tirado en la banqueta frente al edificio
y sólo tocaban varios números del interfón para que se asomaran los
vecinos y alguno de ellos lo reconociera y le avisara a Nancy; ella tenía
que bajar y, con esfuerzo, lo levantaba y lo subía por el elevador.
El tiempo transcurrió y los asistentes a estas reuniones, ahora es-
porádicas, poco a poco disminuyeron, pero no la enfermedad del padre.
Por otro lado, ella con esfuerzo trataba de terminar el segundo
año de la preparatoria, porque no le dedicaba el tiempo suficiente al es-
tudio, ya que se había convertido en el ama de casa de su padre desde la
edad de 11 años, aproximadamente.
Existía un hecho un tanto incomprensible en que el padre, den-
tro de su paranoia, le tenía estrictamente prohibido a Nancy cualquier

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relación sentimental con algún muchacho, quizás por temor a perderla.
Incluso, estaba amenazada por su progenitor de las consecuencias que
esto le traería; sin embargo, éstas no se las dio a conocer nunca. Ella,
por supuesto, a todo esto le decía “sí” a su padre, porque estaba segura
que no se tomaría la molestia de espiarla en la escuela para cerciorarse
si mantenía algún amorío con alguien.
Contrariamente a las amenazas del padre, Nancy tenía una rela-
ción sentimental con un joven de nombre Gabriel (de apellidos cono-
cidos), que era una persona educada, principio que le inculcaban sus
padres, quienes le dedicaban tiempo para la convivencia familiar, lo
apoyaban y motivaban en sus estudios y le mostraban todo su cariño
por ser hijo único.
Él sabía que no era conveniente visitar a Nancy en su casa, por-
que ella le había suplicado que no lo hiciera, ya que su padre, le dijo,
era violento.
Ella soportaba, entre otras humillaciones, que su padre le recri-
minara el parecido que tenía con su madre, a quien siempre odió desde
el día que lo abandonó. Pero Nancy simplemente había aprendido a no
seguirle el juego ni el chantaje cuando estaba beodo y sólo dejaba pasar
ese tipo de comentario como si fuera un viento fugaz.
En las mañanas, la joven, antes de dirigirse a la escuela, le dejaba
en la mesa una botella de brandy de un cuarto (que él siempre le exigía)
o en algunas otras ocasiones las sobras del alcohol de un día anterior,
así como algún platillo que le apeteciera comer. Todo esto lo compraba
la chica con parte del dinero de las regalías de las composiciones musi-
cales que el padre recibía y que éste le proporcionaba para gastos de la
casa y que ella administraba.
Cuando Nancy regresaba del colegio, no era inusual que él estu-
viera bebiendo o totalmente alcoholizado durmiendo recargado sobre el
viejo piano vertical que otrora fuera el instrumento donde compusiera
grandes melodías que le dieron fama y dinero…
Ésta, de manera resumida, era parte de la vida que llevaba la jo-
ven que muchas veces pensó en huir de casa, pero que, a la vez, le re-
mordía la conciencia abandonar a aquél que le dio el ser y el abrigo.
Aunque de alguna manera imaginaba y hasta cierto punto le reconforta-

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ba saber que, con esa vida y la enfermedad, su padre no tendría mucho
tiempo de existencia.
Por otra parte, los vecinos del edificio siempre apoyaron a Nancy
para que no tuviera dificultades con su padre, a tal grado que había ve-
ces que no tenía dinero para comprar “vino” (se le agotaba el dinero en
el pago de servicios, útiles y colegiatura, comida, alcohol, etc.) y acudía
a sus vecinos y ellos, subrepticiamente, le regalaban botellas de licor y
comida con tal de que el energúmeno “no pretendiera dañarla”, sobre
todo por falta de bebida.
Varias veces ella habló con su padre en momentos en que él tenía
cierta sobriedad, para tratar de convencerlo de que acudiera a una clíni-
ca a curarse, pero siempre respondía: “¡curarme de qué…!”
Nancy, para romper aquel tormento que representaba tener un al-
cohólico en casa, a veces se iba de “pinta” con su novio Gabriel a visitar
distintos lugares de la ciudad o simplemente a sentarse en un parque a
charlar. Ella estaba ciegamente enamorada de Gabriel y viceversa. Eso
la mantenía con ánimo de vivir…

EL PREÁMBULO

Pero dentro de este panorama de lo cotidiano había otra parte en la vida


de Nancy, un trasfondo oscuro que siempre guardó pero que, dadas las
circunstancias, finalmente se atrevió a externar.
Lo que la gente más cercana (vecinos) no sabía ni tampoco el no-
vio, era que el padre de Nancy, desde que la chica pasó de los 12 años,
había comenzado a abusar de ella. La joven nunca mencionó ni denun-
ció nada que se relacionara con este tema, porque prefirió guardarlo
siempre muy adentro de sus pensamientos. Sin embargo, la realidad era
que cada vez que al hombre, durante su embriaguez, le daban ganas de
cometer ese acto de incesto con su hija, lo hacía. Ella, por el miedo que
le infundía su padre y por el temor a ser lanzada a la calle y no saber a
dónde ir, pues no tenía más familiares que él, cedía a sus más bajos pro-
pósitos. Y recordaba con tristeza y asco, que cada vez que esto sucedía,

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apretaba fuerte los puños y lloraba en silencio mientras era penetrada
una y otra vez por su padre… Por fortuna nunca la embarazó, porque
fue hasta un año después de estos ataques, cuando Nancy comenzó a
utilizar pastillas anticonceptivas que una amiga mayor, en ese entonces
del tercer año de secundaria, le regalaba, ya que ella nunca fue capaz
de acudir con un médico por miedo a las preguntas que éste le fuera a
formular, con relación a su actividad sexual a su corta edad. Ya con el
transcurso de los años, ella fue capaz de adquirir las píldoras.
Pero a este escenario de lo “inconcebible”, pero real, no tardó en
agregarse otro elemento: el trágico…
Una noche, el padre que había estado ingiriendo brandy duran-
te el día, llegó a un nivel de embriaguez que le despertó el deseo y lo
impulsó a consumar esa perversión que para él ya resultaba ordinaria.
Nancy en ese momento realizaba ciertas labores en la cocina, cuando de
repente sintió por la espalda cómo los brazos de su padre la apretaban
y las manos del pianista se posaban en sus senos. Ella, como siempre,
no dijo nada. Pero en esta ocasión eso no fue todo… El hombre, des-
pués estrujar los senos de su hija y manosearla repetidamente en la zona
genital, la tomó por los hombros, la volteó quedando frente a frente, la
hizo que se pusiera de rodillas y la obligó a tener sexo oral; nunca antes
lo había hecho. Ella se resistió, pero él la tomó del cabello y con furia la
abofeteó varias veces. Después de esto, la aventó al piso y la pateó en el
estómago en repetidas ocasiones hasta que finalmente, entre lamentos,
dolor y terror, Nancy no pudo más y cedió. Al terminar de saciar sus
más bajas perturbaciones, el padre retiró a Nancy de una patada en el
pecho y ella cayó de espalda en el piso contrayéndose del dolor. El des-
quiciado padre regresó sin ninguna sensación de culpa zigzagueando a
la sala frente al televisor y siguió bebiendo, mientras ella rápidamente
se retiró a su habitación y se escondió en el clóset a llorar en silencio
su dolor físico y moral, y a cuestionarse muchas cosas de sí misma
como por ejemplo: hasta cuándo terminaría la perversión que había vi-
vido durante tantos años y que ella lo permitía; la falta de dignidad y
respeto como mujer; su felicidad; el temor al abandono y a la soledad;
el engaño con el que ella siempre maquillaba la relación con su padre;
la autocompasión; el chantaje; el miedo a la agresión física y a que se

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conociera la verdad; su apego enfermizo a una persona que era su padre
y a la vez verdugo sexual a quien le permitía consumar sus más bajos
propósitos; el engaño a su amado Gabriel, etcétera. Todos estos pensa-
mientos y más la estuvieron recriminando sin piedad toda la noche.
Al día siguiente de este incidente, sin ningún cargo de conciencia,
el padre se despertó cerca de medio día, se bañó y arregló con ropa lim-
pia y creyendo que la hija se había ido a la escuela, le dejó un mensaje
escueto en la mesa diciéndole que iría a comer con unos amigos.
Al escuchar que el padre cerraba la puerta del departamento, Nan-
cy salió del armario y de inmediato fue al retrete a vomitar por aquel
asqueroso sabor que aún tenía en la boca. Después, frente al espejo del
baño se revisó la cara y notó que tenía algunas excoriaciones; todo el
cuerpo le dolía. Se puso a llorar; estaba confundida y temerosa de que
esta situación se repitiera; había llegado al límite. Su destino no podía
ser ése.
No dejó de llorar en el transcurso de la tarde. Sus ojos ya estaban
irritados y abultados de tantas lágrimas derramadas. Su pensamiento
era de odio y dolor.
En su desesperación, decidió hablarle por teléfono a Gabriel para
pedirle que viniera a verla, porque ella no se atrevería a salir, ya que si
algún vecino le veía las lesiones que tenía en la cara, seguro haría algo
en contra de su padre. Mejor prefirió ponerse maquillaje para disimular
un poco los golpes y esperar a su enamorado. El novio se sorprendió de
que ella le pidiera que fuera a su casa, pero no dudó en ir.
Nancy estaba decidida a contarle a su novio la verdadera historia
de su vida a sabiendas de que la abandonara y, a la vez, fuera doloroso
para él. Sin embargo, era preciso que descargara su conciencia de aque-
llos pensamientos que la atormentaban.
Nancy estaba segura de que el padre llegaría, como sucedía en
estos casos, en la madrugada todo ebrio y tal vez con ganas de quererla
violar nuevamente.
Sigiloso, Gabriel llegó al departamento en poco tiempo y pregun-
tó por el padre, a lo que Nancy le contestó que no se preocupara, que
llegaría de madrugada. Pero al fijar la mirada en el rostro de la joven
amada y observar el llanto y las marcas de los golpes en la cara, de in-

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mediato lo embargó una incontrolable ira que después ella se encargó
de suavizar.
Se sentaron en el sofá de la sala y poco a poco Nancy, sin dejar de
tapar con las manos su rostro lleno de lágrimas, le contó a su novio has-
ta el último detalle de esa triste, cruel y pervertida historia de su vida,
incluyendo el suceso de la noche anterior. Cuando ella concluyó, Ga-
briel, afligido, pero mentalmente encolerizado, la abrazó fuerte y le dijo
que por el gran amor que le tenía, no la culpaba de nada. Y le propuso
que saliera de ahí de inmediato y que se fuera con él a vivir a la casa de
sus padres; que no le veía ningún problema y que el degenerado de su
padre nunca sabría en dónde encontrarla. Nancy aceptó sin dilación y
se volvieron a abrazar en un acto de mutua aceptación, perdón, amor y
felicidad.
Ambos se levantaron del sillón para ir a recoger algunas cosas a
la habitación de Nancy, cuando sorpresivamente el padre abrió la puerta
y vio con una mirada de furia a los dos enamorados. Ellos enmudecie-
ron, porque nunca creyeron que el padre llegaría a esa hora temprana.
El rostro de los jóvenes palideció ante la figura monstruosa de aquel
ser tan despreciable. Gabriel, haciendo de lado el temor, hizo el intento
de enfrentarlo, pero Nancy lo detuvo. El padre, que en esta ocasión no
estaba tan ebrio, echó los seguros de la puerta, se dirigió medio tamba-
leante a su recámara y regresó a la sala en pocos segundos. Los miró
de nuevo, y sin mediar palabras sacó de entre sus ropas una pistola ita-
liana escuadra calibre 25 automática y disparó a Gabriel cuatro veces
en el pecho; el joven se desplomó y en ese instante perdió la vida. Por
instinto y entre gritos, Nancy forcejeó y quiso arrebatarle el arma, pero
no pudo, y en un acto de desesperación ella lo empujó con todas sus
fuerzas. El padre trastabilló, perdió totalmente el equilibrio y cayó ha-
cia atrás estrellando la nuca en el filo de madera del teclado del piano,
muriendo también de manera repentina.
Nancy tenía frente a sus ojos un escenario desolador, aterrador,
escalofriante y de muerte; estaba perturbada y fuera de sí.
En el piso, junto al sofá, con una gran mancha de sangre en la
camisa, yacía el cuerpo sin vida de su amado Gabriel. Ella, con un llan-
to incontrolable, se puso de rodillas, alzó la cabeza de su novio, besó

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los labios aún tibios de su enamorado que se había alejado de la vida
terrenal para siempre, y mirando la cara del cadáver, que parecía estar
dormido, le dijo: “Siempre prometimos estar juntos y que nunca nos
alejaríamos, y yo no me alejaré de ti…”.
Del otro lado estaba el cuerpo inerte del pervertido padre tirado
en el piso.
Quedó con los ojos muy abiertos y con los brazos extendidos. Su
mano derecha aún sostenía el arma homicida.
Tenía la boca abierta como si hubiera intentado gritar del dolor,
pero no lo pudo hacer, ya no hubo tiempo. Su rostro mostraba un gesto
de sufrimiento, y del oído derecho brotaba un hilo de sangre que en-
suciaba el piso. La escena que Nancy describiera con todo detalle fue
horrenda.
Confundida y con un dolor muy profundo, no soportó más per-
manecer en ese lugar; tomó sus llaves, abrió la puerta y salió del depar-
tamento.
Al salir del edificio, caminó hasta el final de la calle y dio vuelta
al lado derecho por la acera de la ancha y conocida avenida Ejército
Nacional que es de cuatro carriles: dos laterales y dos centrales; en don-
de los carriles laterales están separados de los centrales por camellones
angostos.
Recorrió casi dos calles con paso firme, un llanto reprimido y con
un propósito muy claro en su mente...
Llegó hasta un puente de peatones de unos ocho metros de altura
que atravesaba de lado a lado esa amplia avenida y comenzó a subir las
dos secciones de anchas escaleras.
Al cruzar por el andador, Nancy retrasó el paso y se detuvo casi
en medio del puente. Subió al barandal de protección peatonal y sin du-
darlo, tras un horripilante grito, se lanzó al vacío…
Tres días después de este lamentable suceso, por la mañana, Nan-
cy pudo recuperar el conocimiento en medio de un gran malestar, pues
estaba enyesada de la pierna y brazo izquierdos, también de la cadera
y tenía toda la cabeza vendada.

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De su rostro había desaparecido esa belleza juvenil y, en su lugar,
apareció una cara deforme y amoratada; tenía una sutura que iniciaba
debajo de la punta del mentón hasta el labio inferior y había perdido
los cuatro dientes centrales superiores e inferiores; en el perímetro de
la ceja izquierda también había una sutura como de ocho centímetros;
la nariz la tenía desecha, y cuatro costillas rotas.
Pero gracias a los medicamentos que se le suministraban para
bajar la inflamación, controlar el dolor y prevenir una infección, así
como a la atención esmerada de los médicos, pudo declarar todo lo
anteriormente narrado ante mí y el que esto escribe, Miguel Ángel Z.,
Agente del Ministerio Público adscrito al nosocomio de la benemérita
institución de la demarcación en que fue atendida, y que hago constar
en esta acta.
Finalmente, doy fe de que la joven de nombre Nancy (de apelli-
dos conocidos), en la madrugada siguiente del día de esta declaración
con que se fecha el documento, falleció a causa de las fracturas sufridas
en el cráneo, aunadas a las múltiples lesiones que presentaba en diver-
sas partes del cuerpo.
No hubo familiar alguno, porque en hecho no existía, que recla-
mara el cuerpo y, por tanto, el cadáver se envió a fosa común.

TESTIGOS

Según datos recogidos por los agentes de policía que acudieron al lu-
gar en que se suscitaron los hechos, el cuerpo de la suicida quedó boca
abajo en uno de los carriles de alta velocidad, con tal suerte que ningún
auto le causó alguna otra lesión, porque de inmediato, tras el grito de
horror de la joven, varias personas voltearon y alcanzaron a ver la trá-
gica escena cuando caía, y se acercaron para tratar de prestarle auxilio
y desviaron el tránsito.
Y fue hasta que llegaron los oficiales de policía cuando con sus
patrullas abanderaron el perímetro para evitar otro percance.

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Por otra parte, una de las testigos que con todo derecho se negó
a proporcionar su nombre a los oficiales y que también estuvo en el lu-
gar de los hechos junto a la víctima, pues ayudaba a desviar el tránsito,
mencionó que mientras llegaban patrullas y la ambulancia, la joven se
quejaba, respiraba con dificultad, sangraba mucho de la cabeza, boca
y nariz, pero seguía viva. Y agregó que en un par de ocasiones escu-
chó decir a la víctima de manera delirante: “Mi nombre es Nancy..., mi
nombre es Nancy...”. Hizo hincapié en que el rescate no tardó mucho
tiempo en llegar.
Otro testigo que prestó declaración de nombre Manuel (de apelli-
dos conocidos), explicó que él se cruzó de frente con la víctima metros
antes cuando ella venía caminando sobre la acera de la avenida y se di-
rigía hacia el puente peatonal.
Aseguró que la miró por un “extraño presentimiento” que tuvo,
y ella, como por “un magnetismo”, respondió de inmediato por varios
segundos a la mirada del testigo.
Él, incluso, dijo que todavía volteó a verla de espalda y vio que
ella no aligeraba el paso.
Indicó que la joven sollozaba y se veía fuera de sí como en un
descontrol emocional total.
Este declarante añadió que tan sólo unos minutos después cuando
regresaba a su oficina, pues sólo había salido a comprar una cajetilla de
cigarros cerca del lugar, atravesó el puente y, desde arriba, vio el mo-
vimiento de gente y observó a la víctima en un gran charco de sangre.
Informó que la infortunada joven mujer que estaba tendida en el arroyo
se trataba de la misma chica con quien se había cruzado poco antes; la
reconoció por la vestimenta.
Sin embargo, aclaró desconocer el paradero de la femenina; y
sólo dijo que jamás había visto una mirada tan cargada de tristeza como
la de ella, que denotaba un gran pesar; no dio más detalles.
Por último, cabe mencionar que con base en el testimonio presta-
do por la joven antes de morir, fue como se conoció de la existencia de
dos víctimas más: el padre y el novio.
En mi presencia, el forense procedió al levantamiento de los cuer-
pos en el departamento de la declarante y hoy occisa.

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El padre de ésta fue también a fosa común, y el cadáver del novio
de nombre Gabriel (de apellidos conocidos), después de los trámites
correspondientes, se entregó a sus padres. Se anexó acta correspondien-
te del caso de estos dos últimos infortunados.

—…SE CIERRA ACTA Y DECLARACIONES… ABRIL 14, 2014—


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BAJO TIERRA
Si ustedes tuvieran que experimentar un escenario tan aterra-
dor como el que vivió el personaje de este relato y que hasta
el último minuto tuvo aliento para contarlo, tal vez dirían que
mejor hubiera valido la pena morir antes de saber a lo que se
enfrentarían. Los invito a conocer este extraño caso que va
más allá de lo inimaginable…

–U
no, dos, tres, probando, probando... –expresó Martín–.
Pasados unos segundos, lo reprodujo y se escu-
chó: Uno, dos, tres, probando, probando...
–Correcto…, mi grabadora funciona bien y las baterías están en
buen estado, todo listo para que mañana miércoles desde temprano
cuando vaya a reportear y visite a los ocho clientes que tengo programa-
dos, grabe las especificaciones de sus productos y más tarde redacte sus
anuncios –aseveró Martín con voz tenue al tiempo que giraba la llave
para correr el cerrojo y asegurar la puerta de la oficina de “Publicidad
Soto”, donde trabajaba.
Generalmente, como él era el último empleado en salir de la ofi-
cina por lo peculiar del trabajo que realizaba, el joven Hernández intro-
ducía su tarjeta de empleado en el reloj checador a las diez de la noche,
hora en que por lo regular terminaba de hacer su trabajo, ya que desde
la mañana hasta en la tarde visitaba clientes y casi entrada la noche co-
menzaba a escribir los anuncios, porque además de su exiguo salario,
le pagaban ocho horas extras a la semana a partir de las seis de la tarde
y un modesto porcentaje por cada anuncio contratado. “Ya el dinero,
hoy día, sino trabajas como burro, no alcanza para satisfacer tus ne-

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cesidades –reflexionaba Martín–. Los precios de los productos y las
rentas no paran de subir. Y a los gobiernos de cleptómanos neoliberales
que hemos tenido en los últimos tiempos de partidos de derecha y otro
dizque emanado de la Revolución, sólo les interesa cuidar y llenar sus
bolsillos con el dinero del ciudadano, vender las riquezas del país y
hacer negocios turbios, pero no les importa el mísero salario del traba-
jador, el hambre de la gente o la calidad de vida de las personas; es una
cofradía política negra de ladrones, rufianes, mantenidos, corruptos, su-
cios y cínicos, por eso tendré que trabajar hasta tarde mientras se pueda
para sufragar todos mis gastos y ahorrar lo poco que se pueda. Pero en
realidad me agrada lo que hago. Hoy redacté once anuncios. Eso es ex-
celente, ya que habrá buena paga”.
“Bueno… ahora sí, ¡a descansar...!” –pensó para sí Martín con
una sonrisa de satisfacción y se dirigió hacia el ascensor.
Martín González Calvo era el nombre completo de este joven de
24 años de edad, quien comenzaba a incursionar en el ámbito de la co-
municación en una revista de anuncios publicitarios impresos que se
distribuía por gran parte de la ciudad. No hacía mucho tiempo que había
egresado de la licenciatura de Periodismo y Comunicación Colectiva y
esta opción de trabajo, por el momento, no le parecía mal para adquirir
experiencia laboral y sobrellevar su vida.
Martín presionó el botón para llamar el ascensor y, en lo que lle-
gaba, de una cajetilla de cigarrillos casi finalizada sustrajo uno que pren-
dió con un encendedor elegante, dorado y muy reluciente. Y mientras
fumaba, recapacitaba: “No me quejo de este empleo ni por lo noche que
salgo, pero lo que lamento es trabajar en este vetusto edificio que desde
hace tiempo perdió la fortaleza y belleza que en algún tiempo lo hicie-
ron relucir”.
En efecto, el Edificio Godolías, donde trabajaba Martín, fue cons-
truido en la segunda mitad de la década de los años cuarenta y formó
parte de las construcciones emblemáticas de la ciudad de México por su
arquitectura, la cual daba muestra del progreso de su tiempo.
El edificio estaba conformado de una estructura rectangular cuyo
cuerpo central era de 12 pisos y en cada uno de estos había alrededor de
entre seis y ocho locales. En su interior se podía observar un ascensor

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en uno de sus extremos y las escaleras en el otro. Tenía un amplio patio
central que desde cualquier ángulo de los pasillos, que todavía guarda-
ban las barandillas originales de protección de piedra tallada color gris
y que rodeaban el interior del inmueble en cada uno de sus pisos, se
podía mirar hacia abajo hasta la planta baja. El techo tenía una estruc-
tura de concreto en forma de cúpula, con seis ventanales verticales a su
alrededor, de vidrios opacos por la mugre acumulada de varios años y
amarillentos por el deterioro causado por el sol.
Se conoció que en sus años de esplendor, el edificio era arrenda-
do sólo para el uso exclusivo de flamantes oficinas públicas y privadas.
Pero de manera gradual todo eso cambió cuando los dueños vendieron
fraccionado el edificio y de lo que fueron aquellas selectas oficinas,
ahora sólo existían en ese lugar negocios de diferentes giros: bodegas
y talleres de ropa; encuadernadoras; pequeñas imprentas para imprimir
invitaciones, reconocimientos, esquelas, calendarios, tesis universita-
rias e incluso de manera subrepticia, impresión de títulos y cédulas pro-
fesionales apócrifas; también había locales de venta de materiales para
talleres de mecánica dental; depósitos de tintas y papel para uso edito-
rial; comercializadoras de productos de belleza personal y del hogar, así
como del tipo de empresa donde trabajaba Martín. En fin: un edificio
que hoy albergaba actividades comerciales diversas y que todavía so-
brevivía al paso inexorable del tiempo.
Al cabo de un rato se escuchó el sonido que indicaba la llegada
del ascensor. Y antes de entrar, Martín apagó su cigarrillo restregándo-
lo con la suela de su zapato en el piso. Con su mano derecha abrió la
puerta que sola se fue cerrando muy despacio por el brazo hidráulico
que tenía acondicionado en la parte superior; después, desplazó una reja
plegable hacia el extremo derecho, entró y la volvió a jalar hasta cerrar-
la perfectamente, porque de lo contrario, por seguridad, el ascensor no
funcionaba (al abrirse o mal cerrarse esta reja interrumpía el funciona-
miento del ascensor).
Este tipo particular de ascensor era de estructura metálica com-
pleta, cuyo modelo se fabricaba en la época en que se construyó el
edificio. Algunos de estos modelos, incluso hoy día, aún suelen encon-
trarse funcionando en muy contados inmuebles viejos del centro de la

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ciudad de México. Sus características son muy peculiares: su estilo es
panorámico, porque la cabina fue diseñada con un enrejado reforzado
con barrotes, lo que permite a los pasajeros observar el panorama del
interior del edificio por los costados y la parte posterior del ascensor
mientras éste asciende o desciende; se encuentra montado en dos sóli-
das barras guías de acero para desplazarse, las cuales están fijadas en el
piso del foso y el techo del edificio; cuenta con una alargada estructura
semicilíndrica de barras metálicas entrelazadas que está sujeta desde la
planta baja hasta el techo, la cual sirve para asegurar y delimitar el espa-
cio destinado al cubo por donde corre el ascensor; el techo del ascensor
es de una media plancha de acero delgado, soldado al enrejado en esa
parte y en donde, a su vez, están empotradas las poleas que hacen que
suba o baje y los cables que lo sostienen; las puertas de acceso en cada
uno de los pisos son huecas de doble hoja de lámina, con una venta-
nilla de vidrio al centro para mirar hacia dentro o fuera, según donde
se encuentren las personas cuando el ascensor se detiene en los pisos
respectivos; tiene una reja plegable manual tipo tijera hecha de acero
delgado, cuyo propósito es proteger la parte de la entrada del ascensor
al momento de estar en funcionamiento; el piso es sólido del doble de
grosor y de idéntico material que las puertas de entrada; y para su con-
trol, en el interior, adherida en la parte lateral, tiene una llamativa placa
garigoleada de hierro forjado que enmarca los botones con el número
de los pisos. Y lo más característico de este modelo de ascensor es el so-
nido de un tiiinnn… prolongado que se escucha para indicar la llegada
al piso seleccionado. Así, de estas particularidades, era el ascensor del
edificio y en el que Martín se trasportaba.
Martín presionó el botón de PB y guardó su grabadora digital
compacta en la bolsa lateral izquierda de su saco, mientras el obsoleto
ascensor bajaba lentamente del piso 10, en donde se ubicaba su oficina,
hacia el noveno piso. Pero cabe mencionar que tal vez por lo desgastado
del sistema, cuando el ascensor se ponía en marcha se frenaba unos 15
segundos a la mitad entre piso y piso y después continuaba su descenso
hasta llegar al piso correspondiente, además de que paraba en todos los
pisos con o sin llamado. Esta situación se repetía con mayor tardanza en
el ascenso. Y aunque el edificio tenía las escaleras, Martín no se aven-

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turaba a usarlas a esa hora, prefería siempre el ascensor sin importarle
su lentitud, ya que existían pisos seguidos que quedaban en penumbras
debido a que los sockets de los focos habían dejado de funcionar desde
hacía años atrás, aparte de que a esa hora de la noche los negocios ya
estaban cerrados, con las luces apagadas y los pasillos se convertían
en una especie de catacumbas. Martín tenía temor a la oscuridad, una
especie de nictofobia, porque siempre decía que “nunca se sabe lo que
ésta pueda ocultar”.
Eran las 22:17 horas del segundo día de la semana y Martín Her-
nández se veía cansado, pero optimista. “Al menos a esta hora será
rápido llegar a mi depto, pues el tránsito debió disminuir y tendré un
poco más de tiempo para estar con mi cariñosa y siempre bien ama-
da compañera que a diario me espera, mi gatita Akashita, y servirle la
cena” –pensó.
El ascensor, que ahora se encontraba en el piso 9, continuaba
bajando medio piso y se detenía; después seguía su pausado descenso.
Solo en el ascensor, Martín sabía que a esa hora de la noche única-
mente encontraría deambulando por la planta baja a don Julio, un viejo
gruñón y siempre malhumorado que trabajaba como portero y recepcio-
nista del edificio. Él esperaría hasta que Martín saliera, que siempre era
el último que se retiraba, para cumplir con su diaria y monótona tarea de
cerrar la antigua y oxidada puerta del edificio. Pero si algo sabía hacer
bien ese viejo colérico por los muchos años de realizar esa función (aun-
que a sus 75 años de edad de todo se alteraba, porque como no escuchaba
bien, ya que le fallaba un oído y el otro no le funcionaba, cuando la gente
le hablaba siempre contestaba: “¿quééééé?” y entonces las personas al
darse cuenta de su sordera le alzaban la voz y el viejo rezongón les res-
pondía: “¡no me grite, no estoy tan sordo!” y entre dientes los empezaba
a maldecir; odiaba el mundo y era un neurasténico permanente) era lle-
var, entre otras cosas, el control de la entrada y salida de todos los que
trabajaban en ese lugar y de los visitantes. Éste era el único trabajo de
casi toda su vida, porque aunque llegó siendo un adolescente, a escasas
semanas de haber cumplido la mayoría de edad lo contrataron como
ayudante del conserje y después ya se hizo cargo de ese puesto cuando
murió su jefe y también se responsabilizó de la recepción y cuidado del

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edificio. Vivía en un inmundo cuarto para la conserjería (que por años
compartió con su difunto jefe) en la planta baja del edificio. Nunca se le
conoció familiar alguno, pues había emigrado del campo a la ciudad y
no solía hablar de su vida pasada, porque también la odiaba. Tampoco se
casó ni tuvo hijos, porque decía que el matrimonio era una manera es-
túpida de perder el tiempo y joderse la vida; y que los hijos no eran otra
cosa sino producto de la mala suerte de actos desvergonzados…
El ascensor seguía bajando despacio, era desesperante el tiempo
que tardaba de un piso a otro, pero como creía Martín: “más vale un
descenso iluminado, que un camino envuelto en las tinieblas”.
Martín volteó por detrás de su espalda y a través del enrejado del
ascensor miró hacia abajo y se dijo para sí: “ya no falta mucho, en unos
minutos más estaré en la planta baja”.
Después del tiiinnn…, el ascensor paró en el piso 8 y al cabo de
unos segundos continuó su lento descenso de medio piso para luego
llegar al otro.
Cuando se escuchó el tiiinnn… y el ascensor arribó al piso 7, de ma-
nera sorpresiva se apagó la luz de la cabina y el ascensor dejó de funcionar,
quedó inmóvil. Martín esperó unos minutos a que continuara su marcha y
presionó un par de veces el botón de PB. Sin embargo, el ascensor no res-
pondió, parecía que existían problemas con la energía por el titilar de las
pocas luces del edificio que estaban encendidas en ese momento.
Un tanto desesperado, Martín se dispuso a tratar de abrir la reja,
pero antes de que lograra hacer algo, de manera repentina el ascensor
dio un jaloneo brusco, bajó medio piso y se detuvo en la parte interme-
dia entre el piso 7 y 6, quedando la puerta frente a la pared del cubo que
divide un piso del otro, lo cual le impedía salir. Por un instante, Martín
creyó que el ascensor no tardaría en reanudar su trayecto y que sólo se
podía tratar de una falla momentánea menor, pero no fue así, el ascen-
sor quedó estático.
De manera extraña, Martín comenzó a sentirse un poco mareado
y le gritó al conserje varias veces pidiendo ayuda pero, obvio, no lo es-
cuchó. Buscó con la mirada alguna puerta de escape en el techo, pero
nada, en este modelo de ascensor no se usaba, todo el enrejado era de
una sola pieza. Entonces, el reportero sintió más mareos, se recargó en

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uno de los extremo y se quedó impávido ante algo de lo que todavía no
tenía una certeza, pero que era la respuesta a todo aquello.
Los sentidos de Martín se pusieron en alerta. Las luces del edi-
ficio continuaban vacilando de manera intermitente, por lo que mejor
Martín optó por estirar su brazo derecho y afianzarse de una parte de la
cabina.
Atento, sin moverse, con los ojos bien abiertos y concentrado en
esa caja metálica en la que se hallaba atrapado, sintió otro jalón, pero el
ascensor no bajó, quedó en el mismo lugar. Ahora llegó a pensar que era
probable que la falla se debiera a las poleas o cables que lo sostenían.
Pero en realidad, tampoco fue una respuesta acertada.
Las luces del edificio continuaban parpadeando hasta que final-
mente algunos focos se fundieron. Entonces, atemorizado, Martín se
preguntó:
–¿Qué demonios sucede...?
No tardó mucho en encontrar la respuesta, porque sólo bastaron
unos segundos para que el ascensor empezara a balancearse y en ese
momento Martín, sobresaltado y lleno de miedo, expresó:
–¡Mierda…! ¡No es el ascensor el que está mal…! ¡Se detuvo
porque la energía…, porque el edificio se está moviendooooo…! ¡Es un
sismoooo...! ¡Un sismoooo...!
Martín, de manera desesperada, trató de volver a salir y presionó
en repetidas ocasiones cada uno de los botones cuando pensó que esto
iba para más, pero no hubo respuesta. En ese instante, al estar conven-
cido de la imposibilidad de escapar, tembloroso se dirigió a una de las
esquinas, recargó su espalda en la parte posterior del ascensor y con
ambas manos se sujetó de unos barrotes. El ascensor se balanceaba más
y más... Los movimientos y los golpes del ascensor contra la pared y
con la estructura de metal del cubo comenzaron a ser bruscos. La cabina
rechinaba en sus puntos de ensamble, lo que ocasionó que por el bam-
boleo, los fierros de la reja tipo tijera se fueran retorciendo hasta que
finalmente varios remaches botaron y la simetría de la reja se rompió.
El movimiento telúrico no cesaba, seguía aumentando acompañado de
fuertes sacudidas.

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La cabina se estrellaba cada vez más fuerte contra los extremos
del armazón metálico y en ese momento se empezaron a escuchar cru-
jidos por algunos lados del antiguo inmueble.
El sismo subió a su punto máximo de intensidad; se sucedían mo-
vimientos oscilatorios y trepidatorios; el edificio se cimbraba hasta el
grado en que comenzó a colapsar. Partes de estuco del techo y recu-
brimientos de las paredes empezaron a desprenderse. Los crujidos no
dejaban de escucharse por todos lados. Parecían lamentos del dolor que
sufría el edificio al removerse sus viejos cimientos entumidos. Caían
pedazos de yeso y concreto por todas partes que reventaban en el piso
del patio formando un cúmulo de polvo. El sismo no paraba…
Repentinamente, en algunas paredes aparecieron largas grietas es-
tructurales que asemejaban la forma de los rayos que se observan en el
cielo durante una tormenta eléctrica. Asimismo, las uniones de los muros
se separaban, dejando entrever las entrañas de los empalmes, pero Mar-
tín permanecía ahí, absorto y muerto de miedo, atrapado en esa jaula
de muerte sin posibilidad alguna de ponerse a salvo… ¡No había forma!
Los zarandeos no cesaban y todo lo que se encontraba alrededor
se estaba desplomando creando una nube de polvo y ruido extremoso al
caer al vacío y estrellarse con la base del patio. Ante esta situación de
impotencia, lo único que le quedó a Martín fue rezar: “Santo, santísimo
todopoderoso, ayúdame con tu fuerza y luz divin…”, pero no llegó ni
a la mitad de la plegaria, cuando pegó un grito, ya que en ese instante
observó cómo una parte de la bóveda del techo se venía abajo y pasaba
casi rozando el ascensor .
–¡Aaaaaaayyyyyyyyúúúdddeeennnmmeee…!
El grito de desesperación de Martín de ¡Ayúdenme…! fue opaca-
do por el estrepitoso entorno de desastre que existía en el edificio. Sin
embargo, aun así, no dejaba de pedir ayuda con toda la fuerza de sus
pulmones aunque sólo fuera un mecanismo de externar sus emociones
de miedo, porque en realidad, la única persona que supuestamente toda-
vía estaba en el edificio en ese instante (si es que no había emprendido
ya la huida), y que sólo existiendo una posibilidad muy remota lo po-
dría ayudar y eso en el caso de que escuchara sus llamados de auxilio,
era el conserje. Pero dadas las circunstancias catastróficas y el carácter

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huraño de don Julio, seguro que no se atrevería a prestar ninguna ayuda
en esos momentos ni siquiera a su madre.
El pánico, la desesperación y el terror habían hecho presa a Mar-
tín, pues cada segundo que pasaba los movimientos y las sacudidas
seguían igual de violentas, no terminaban. Se oía cómo reventaban los
vidrios de las ventanas; se veían chispas que brotaban de las conexio-
nes eléctricas y se escuchaba cómo explotaban los transformadores del
edificio que se venían abajo; las barandillas de protección de piedra ta-
llada de los pasillos que rodeaban el interior del edificio se desprendían
y caían en el piso del patio partiéndose en mil pedazos; de la cúpula del
edificio se desgajaban más y más trozos de materiales que comenzaron
a caer encima del ascensor. Algunos de esos fragmentos de menor tama-
ño traspasaban por las partes laterales el enrejado del techo del ascensor
hasta golpear la cabeza de Martín; otros, de mayor volumen, quedaban
atrapados en el enrejado, mientras que otros más seguían su camino ha-
cia el vacío por el hueco del cubo de estructura metálica que rechinaba
y se retorcía.
Algunas secciones de las escaleras se balanceaban como una
hamaca hasta finalmente trozarse en una de sus partes ocasionando el
efecto dominó y retumbando en su caída.
Parecía como si el edifico estuviera siendo bombardeado: estaba
llenó de una lluvia de polvo, crujidos, hoyos en el techo y desprendi-
miento de muros. Aunado a esto, los desgarradores y desamparados gri-
tos de Martín que no cesaban ante el horror de lo que sentía y veía: un
verdadero poder destructivo de la naturaleza.
–¡Aayyyyy…! ¡Aayyyyy…! ¡Ayúdenme, por favor...!, –seguía
implorando en vano Martín por el estado indescriptible de espanto que
experimentaba en esa situación tan terrible–. Ahora, toda la fuerza del
joven redactor de anuncios se concentró en sus manos que, sudorosas,
no soltaban los barrotes de la caja del ascensor que seguía sacudiéndose
sin control.
Los efectos del fenómeno y las escenas de terror parecían inter-
minables, y el pensamiento de Martín era sólo uno: sobrevivir ante un
destino incierto. Pero bastaron unos cuantos segundos para que toda la
realidad cambiara radicalmente.

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De manera inesperada se escuchó un gran estruendo y otro pesa-
do bloque de concreto del techo del edificio se desprendió y éste cayó
directamente encima del ascensor, el cual no soportó ni el impacto ni el
peso de esa mole, lo que ocasionó que se reventaran los cables que lo
sostenían y el ascensor se fuera en picada.
–¡Por todos los saaaannnnttttooooooossss! ¡Nooooooooooo...!
¡Nooooooooooo...!, ––gritó de manera angustiosa Martín quien cerró
los ojos, apretó las mandíbulas y con todas sus fuerzas se sujetó de los
barrotes esperando el impacto con el piso o tal vez…, lo peor.
El ascensor caía con rapidez por el peso del bloque de cemento
que cargaba encima del techo, golpeando a su paso todos los lados del
cubo ya maltrecho.
Martín, como una reacción al terror que experimentaba mientras
caía y era zangoloteado, no dejaba de mostrar su desesperación y se
sujetaba de los tubos hasta con la última diminuta partícula de energía
que guardaba su cuerpo.
Los gritos de Martín se perdían ante los estruendos de aquel lugar
que se caía y se partía en pedazos, pero él no dejaba de hacerlo. Sus gri-
tos eran una reacción al terror que lo invadía.
De manera repentina, los gritos de desesperación de Martín deja-
ron de escucharse cuando el ascensor se estrelló con la base del piso del
foso y lo reventó, pero aun así, el ascensor no detuvo su loca trayecto-
ria, sino hasta varios metros más abajo al topar con un saliente… Ahí
quedó detenido el armatoste en una especie de caverna, envuelto en una
atmósfera de polvo, mucho polvo, silencio y oscuridad…
Los segundos transcurrieron y la mayor fuerza destructiva del fe-
nómeno natural había pasado, pese a que aún se percibían réplicas mo-
deradas. Pero ese megasismo, que ya era esperado en algún momento
indefinido por los científicos, porque el reloj geológico no se detiene,
aunque la memoria humana sea muy proclive a olvidar que estos fenó-
menos naturales no dejarán de suceder, tomó por sorpresa a los habitan-
tes, entre ellos a Martín, y había ocasionado grandes daños.
Tras golpear con el piso, en algún momento las piezas del me-
canismo y la plancha delgada de acero que se encontraban en el techo
del ascensor se desprendieron, y el bloque de concreto que cayera so-

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bre éste y lo reventara, terminó su camino atorado metros antes de que
aplastara a Martín, obstruyendo el boquete que se abrió después del
foso, el cual, además, quedó sellado por una gran cantidad de cascajo
del edificio que se desmoronó sobre ese agujero. Sin duda, toda esa can-
tidad de desperdicios no serían fácilmente removidos de ese hueco, sino
sólo con la ayuda de maquinaria y de una labor de varios días.
En ese extraño lugar hasta donde se detuvo el ascensor, todavía en
algunas partes se deslizaban cascadas de desechos de aquel viejo edifi-
cio, los cuales creaban más polvo en el entorno.
Conforme avanzaron los minutos, esporádicamente el silencio
se rompía cuando se escuchaba en algunas zonas de aquel tétrico lu-
gar cómo se acomodaban bloques de concreto del edificio que cedían
ante todo el peso de lo que se había y seguía acumulando encima de
estos. Sin embargo, de manera paulatina esos ruidos cesaron y volvió
la aparente tranquilidad en aquel clima de desgracia. Ahora, la incer-
tidumbre, el polvo, el silencio y la oscuridad, constituían el escenario
fatídico que envolvía a esa aparatosa tragedia del Edificio Godolías, de la
que Martín había sido víctima en aquel momento desafortunado que le
había tocado vivir.
Transcurrió el tiempo y en esa oscuridad que se escudaba toda-
vía en la tupida nube de polvo que regía en ese lugar hasta donde había
terminado su destino final el ascensor, de manera inesperada el silencio
se rompió de nueva vez, pero ahora no fue ocasionado por el acomoda-
miento de restos del edificio o de desechos, sino por el sonido de una
tos asfixiante que revivió de su inconciencia a Martín. En efecto, ¡él
estaba vivo…!
Martín, quien quedó en posición fetal tras la caída, contraía su
cuerpo en repetidas ocasiones cada vez que tosía por el ambiente carga-
do de polvo. Repentinamente abrió los ojos y no vio nada, y esa primera
sensación fue terrible. Espantado, pensó que había quedado ciego por
algún golpe. Y ante esta impresión, el cerebro de Martín divagó en una
serie de pensamientos de terror tratando de entender aquella situación
de zozobra, aunque la realidad era que no había un solo rayo de luz que
pudiera penetrar por aquel lugar siniestro; todo parecía hermético.

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Pasaron los minutos y Martín permanecía en el piso del ascensor.
No se desprendía de su mente la idea de haber perdido la vista. Por fin, con
un poco más de serenidad en sus ideas, alzó la cabeza y la sacudió para
quitarse el polvo. Todavía aturdido, se sentó y sólo percibió polvo y silen-
cio; era una realidad aterradora. Sin embargo, no pasó por alto su asombro
de estar vivo. No entendía cómo y por qué seguía con vida. Creyó que, sin
duda, esto había sido un milagro.
Tras “hacer saliva”, escupió hacia un lado el polvo que se había
introducido en su boca, arrojando robustos gargajos que liberaron su
garganta de toda la porquería acumulada. Después, con ambas manos
comenzó a auscultar su cuerpo y en apariencia todo estaba bien y en su
lugar.
Volvió a tocarse para estar seguro de que no tenía nada, y al pasar
su mano por el costado izquierdo a la altura de la cintura, sintió en la
bolsa del saco su grabadora; ahí estaba, al igual que él, había sobrevi-
vido al impacto. La tomó y a tientas presionó el botón de play, y se dio
cuenta que sí funcionaba, pues escuchó las palabras que había grabado
minutos antes del sismo: Uno, dos, tres, probando, probando... Des-
pués, la apagó.
Con cierta resignación de su estado actual, se le ocurrió la idea
de que sería interesante grabar lo que sentía y sucedía en ese ambiente
desconocido, porque quizás más adelante podría vender esa historia a
algún periódico o revista una vez que lo rescataran. Y así lo empezó a
hacer. Volvió a presionar play y colocó su grabadora en el bolsillo del
frente de su saco…

PLAY: LA REVELACIÓN…
–…Cof, cof, cof… No sé cuánto tiempo haya transcurrido después de
este percance tan horrendo, porque estuve desmayado. Tampoco tengo
manera de corroborarlo, ya que no uso reloj; y aunque así fuera, menos
lo sabría en estos momentos en que no puedo ver absolutamente nada.

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–...Estoy grabando estas palabras como una revelación de que en-
frento las consecuencias de este desastre cuya magnitud desconozco y
ante el cual sobreviví. No obstante, atravieso por momentos desespe-
rantes al quedar sepultado vivo bajo escombros y en un lugar extraño.
Pero tengo ánimo de seguir viviendo, por eso, aunque con gran temor,
trataré de sobreponerme a lo desconocido en tanto no me rescaten.
–…En verdad tengo mucho miedo, porque no sé en dónde me
encuentro. Pero sobre todo, me aterra el entorno, porque mi visibilidad
es nula desde que abrí los ojos. No puedo ver nada. No quisiera pensar
que he quedado ciego a consecuencia de algún golpe que haya sufrido
en la cabeza. Y no sé si esta maligna oscuridad que me rodea exista o
en realidad he quedado impedido para determinar si es o no verdadera.
Esta sensación me trastorna y casi me hace llorar de espanto.
–…Estoy aturdido, me zumban los oídos y me duele la cabeza.
Sin embargo, ¡estoy vivo!, ¡estoy vivo!, ¡estoy vivo…!
–…Por todo este lugar huelo polvo de todo el material que cayó y
que aún se desplaza. Me pica dentro de la nariz y la garganta.
–…El impacto tras la caída del ascensor debió ser fuerte. Sólo re-
cuerdo que me aferraba del armazón del ascensor que raspaba y pegaba
por todas partes y al final escuché el golpe ensordecedor con el piso y
ya no supe más de mí. Quiero pensar que el firme del foso no soportó el
golpe por la velocidad de caída que llevaba el ascensor y cedió. De lo
contrario, si la colisión hubiera sido en seco, habría muerto en el instan-
te. Pero cualquiera que haya sido el caso, pienso que hasta cierto punto
gracias a la acción divina y a lo resistente que fue la caja del ascensor,
salvé mi vida.
–…No tengo idea qué sucedió con el gran bloque de concreto que
cayó sobre el ascensor y lo reventó, pero la buena noticia es que no que-
dó encima de mí como si fuera la lápida de mi tumba.
–…Muevo mi cuerpo y siento algunas molestias..., pero en mi
opinión, creo estar bien. Detecto otro movimiento de tierra, pero es
leve, aunque me alarma y comienza a caer más polvo y pedazos pe-
queños de escombros sobre mi cabeza, que con sorpresa escucho cómo
golpean en el alambrado del techo del ascensor que de suerte todavía
está como protector, pero no sé en qué condición haya quedado. Por

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si acaso, como estoy sentado, cubriré mi cabeza con ambas manos y
encogeré mis piernas hacia mi pecho por si algún material volumino-
so pudiera penetrar y golpearme. No quisiera especular, pero tal vez el
edificio en gran parte se desplomó, no soportó lo fuerte del movimiento.
Ya lo decía, este antiguo edificio había perdido su fortaleza y se vendría
abajo. Y pienso que así sucedió.
–…Al parecer el movimiento leve ya pasó.
–…Siento que me estoy recuperando del impacto; lo aturdido y
los zumbidos han desaparecido, aunque me punza un poco la cabeza; ya
no escucho caída de materiales, pero todavía hay polvo en el ambiente
que me impide respirar bien, por lo que mejor me pondré en posición
fetal y así minimizar su inhalación.
–…Estoy cubriendo con mi saco la nariz y boca. Cierro mis ojos
para que no se irriten con lo contaminado del ambiente. No logro hacer
de lado la duda y perturbación de la existencia real de mi ceguera.
–…Después de que el polvo me lo permita, trataré de buscar una
ruta de escape. Lo que sí, es que noto en este sitio un olor penetrante
como a humedad apestosa que podría provenir de algún desagüe sub-
terráneo y ser éste el causante de esa insoportable fetidez. ¡Es un lugar
con un ambiente bastante asqueroso!
–…Ha pasado un largo rato, ignoro cuánto; me estoy descubrien-
do el rostro y abro los ojos, pero sigo sin ver y con mucho miedo. Creo
que el polvo está bajando poco a poco, porque ya puedo respirar mejor,
aunque ese hedor a humedad que he mencionado no desaparece; sien-
to cómo lacera mi mucosa nasal. Hace calor y tengo una sensación de
encerramiento.
–…Me he incorporado hasta quedar otra vez sentado.
–…Ahora puedo tocar con mis manos el techo del ascensor; está
sumido y sólo un pedazo del enrejado resistió, que es el que se encuentra
por encima de mi cabeza; también siento partes de las rejillas laterales y
los barrotes retorcidos. Creo que la caja quedó reducida casi a la mitad,
pero aun así, no tengo problema para estar sentado. De igual manera, me
doy cuenta que la reja tipo tijera que protegía la puerta desapareció, y
que el piso del ascensor parece estar completo, aunque no parejo. Espero
que esta parte del ascensor que aguantó el impacto, me siga protegien-

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do de cualquier escombro que todavía pudiera caerme antes de que me
rescaten.
–…Creo que el polvo se ha asentado por completo. Alrededor no
hay alguna señal de vida. Todo es silencio y oscuridad. No sé cómo po-
drá ser este sitio. No se escucha ni un ruido que provenga de la superfi-
cie, sólo percibo esa peste que no soporto.
–…Recordé que en alguna de las bolsas de mi saco traía mi en-
cendedor junto con mis cigarros. Las reviso y no lo encuentro; tampoco
mi cajetilla de cigarrillos, debí perderlos al momento de estrellarme.
–…Estoy atemorizado por no saber si esta oscuridad es o no real.
–…Trato de pensar cómo puedo salir de aquí, pero nada se me
ocurre, esta situación es escalofriante. Ojalá no demoren más en venir
por mí.
–…Con todos mis deseos, aunque no me prestó ayuda, espero que
don Julio al sentir lo que para mí fue un terremoto, haya corrido despa-
vorido y en estos momentos se encuentre a salvo y él dirá a los cuerpos
de salvamento que yo estaba dentro del edificio antes y durante el sismo
y se darán a la tarea inmediata de buscarme.
–…No quisiera esperar sin hacer nada. Estoy desesperado. Me he
puesto de rodillas y me inclino hacia adelante, y aunque sigo sin ver, el
tacto de mis manos me guía.
–…Comienzo a avanzar de manera cautelosa, y con las palmas
de las manos hago de lado pedazos de piedras y tierra que puedo tocar,
porque pretendo salir de este lugar. Muevo las manos como si estuviera
barriendo y “limpio” de un lado a otro el frente. ¡Oh!, por un momento
me pareció escuchar el sonido de un metal parecido al de mi encende-
dor que lo he movido entre todos estos escombros, aunque no estoy se-
guro de que éste sea, porque también podría haber sido un trozo de fie-
rro del ascensor. Pero no me quedaré con la duda y a tientas me doy a la
tarea de buscar alrededor el tipo de metal que meneé. Estoy removiendo
las piedras con cuidado por el lugar donde escuché el sonido del metal,
pero no encuentro nada. Espero que no haya sido una falsa apreciación
mía. Pero…,¡por Dios!, ¡lo he encontrado! ¡Aquí está! ¡Lo tengo en la
mano! ¡Era cierto! ¡Esto es fabuloso!

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–…Con la gran satisfacción de tener mi encendedor, continúo mi
marcha hacia adelante de rodillas; me muevo despacio como los gatos
cuando van tras una presa; trato de avanzar de forma segura, porque no
sé si el piso esté estable después de los estragos del movimiento de tierra.
–…Quizá me habré desplazado poco más de dos metros; todo el
recorrido sigue lleno de piedras de diferentes dimensiones y algunas
pequeñas me ocasionan dolor, porque las presiono con las rodillas. Sin
embargo, a cada centímetro que recorro aumenta mi terror por la impo-
sibilidad de ver; llego a creer que mi invidencia sea una realidad por el
dolor de cabeza que no disminuye. No se escucha ningún ruido. Tengo
que tratar de buscar una forma de moverme de aquí y ayudar a que me
salven.
–…Me he detenido y acciono mi encendedor, pero…, ¿qué pasa?,
¡no funciona! ¡No puede ser!, ¡no puede ser!, ¡no funciona…!, ¡no encien-
de! Lo vuelvo a intentar y tampoco, ¡tan sólo unas cuantas chispas son
las que arroja la mecha…! Pero…, ¡un momento!, ¡un momento! ¡Este
lugar, la oscuridad y el miedo me han jugado muy rudo! ¡Sí veo!, ¡sí vi
las chispas! ¡No he quedado ciego! ¡Mis ojos están bien! Lo que sucede
es que hay una oscuridad cerrada que impide cualquier filtro de luz. Lo
acciono otra vez y…, ¡ahí están las chispas! ¡Sí las veo…! ¡Mi vista está
bien…! ¡Qué alegría haberme liberado de ese gran temor de estar cie-
go! ¡Sí veo…! ¡Sí veo…! Pero, ¡no entiendo por qué falla mi encendedor
ahora...!
–…Retrocedo nuevamente por el mismo camino trazado; ya no
seguiré adelante, no tengo mucho valor para hacerlo; la oscuridad atroz
no me permite ver nada… Me siento feliz de saber que no perdí la vista,
pero infeliz de no poder ver en esta oscuridad cerrada, maligna, impe-
netrable, de sepulcro.
–…Regresé a mi lugar de partida y al volverme a sentar noté que
ha aparecido un dolor en mi espalda que me hace sudar frío, pero lue-
go aminora. En un principio creí estar bien, pero al parecer, no. En el
ambiente continúa ese nauseabundo olor que cada vez se acentúa y es
más pestilente.
–…Los únicos sonidos que he logrado escuchar son el remover
de las piedras que yo mismo he hecho, el accionar de mi encendedor y

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mi voz al estar grabando. Fuera de eso, todo es silencio…Un silencio
que jamás en mi vida había experimentado. Quizás así será el silencio
posapocalíptico después de una guerra nuclear o que un asteroide im-
pacte con la Tierra; espero no ser testigo ni de una ni de otra…
–…No sé cuánto tiempo haya pasado después del desastre. Es po-
sible que mi reloj biológico también haya perdido la noción del tiempo,
porque no tengo sueño; o tal vez el sueño se ausentó de mí a consecuen-
cia del pavor que me invade; creo que esta última es la razón principal.
–…La ausencia de ruido al que estoy acostumbrado altera más
mis nervios; este aislamiento me angustia.
–…Tengo la impresión de que estoy en algo así como una galería,
un sótano, un túnel con bifurcaciones o al borde de un precipicio. En
verdad, no lo sé. Gritaré para pedir auxilio, ya no puedo seguir en esta
situación tan desesperante.
–…¡Ayúdenme, por favor! ¡Auxilioooo! ¡Vengan a rescatarme!
–…Es raro, pero me doy cuenta que mis súplicas se pierden, no
hay eco. ¿Qué tipo de sitio será éste? Tomaré un pedazo de cascajo y
lo lanzaré hacia el frente. ¡Oh! No escucho que toque fondo. Volveré a
hacer otro intento, pero ahora con un trozo más grande y lo arrojaré ha-
cia un lado. ¡Va…! Tampoco escucho cuando golpea en el fondo ¿Será
un hoyo profundo y yo estoy detenido en una parte? ¿Existirá fondo o
será una parte plana? ¡Por Dios, dónde me encuentro! No debo espe-
cular si no tengo la certeza de nada, guardaré mejor la calma, porque
igual lo que arrojé sólo llegó a unos cuantos metros delante de mí donde
la tierra está plana, por eso no se escuchó caer a ningún fondo. Sí, eso
debió ser… Bueno…, quiero pensar que así fue, no me queda de otra…
Esperaré un rato más y veré si es posible que mi encendedor funcione.
–…Sigue pasando el tiempo y nada… Aquí estoy postrado en esta
oscuridad y soledad atroces esperando ver una señal de algún equipo de
salvamento que ha tardado en venir. Es posible que ya venga…
–…Debo decir que hace un instante un hecho ha llamado mi aten-
ción con gran asombro. Sucede que algo también rompió este silencio.
Me pareció haber escuchado un ruido como de pisadas apresuradas que
pasaron sobre los escombros no muy lejos de donde yo estoy, luego se
detuvieron, avanzaron y desaparecieron. ¿Podrían ser ratas que habitan

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estas profundidades misteriosas? No lo sé. Trataré de estar muy atento.
¡Maldita oscuridad, no me permite ver nada! ¡Me aterra!
–…¡Eeyyy…!, otra vez he vuelto a escuchar esos ruidos, pero no
parecen ser ratas; estos sonidos son diferentes, más fuertes y como que
no corresponden a pisadas de roedores, ¿qué o quién las podrá hacer?
–…Golpearé los barrotes de mi jaula con un pedazo de cascajo
para ahuyentar cualquier bicho que pudiera estar ahí.
–…¡Pac! ¡Pac! ¡Pac! ¡Pac! ¡Pac! ¡Pac…!
–…Ya pasaron unos minutos y parece que funcionó. Tal vez sólo
era algún animalejo. Todo se ha calmado y el silencio vuelve a ser el
dueño de este macabro escenario junto con su inquilina, la oscuridad.
Pero el olor a aguas cloacales persiste y es asqueroso.
–…Estoy convencido de que no sabré el tiempo transcurrido,
aunque ya me es indiferente. ¡Sólo quiero que alguien llegue y me sa-
que de aquí, de este maldito agujero…!
–…Los ruidos como de pisadas no han regresado, pero con esta
oscuridad, como dije, nunca sabré qué las ocasionó. ¿O será que “algo”
fuera de la jaula ya permanece ahí, quieto, callado y me observa deteni-
damente? No lo sé…Ojalá todos estos negros pensamientos que llegan
a mi mente sean tan sólo elucubraciones absurdas producto del encerra-
miento, la desesperación y el terror.
–…Intento prender mi encendedor nuevamente y lo único que
consigo es ver chispas; vuelvo a intentarlo y tampoco tengo suerte; con-
tinúo una y otra vez de manera desesperada y nada, sólo aparecen ¡chis-
pas!, ¡chispas...! ¡Maldición, maldición, lo intentaré más tarde…!
–…Me surge la duda de si a ese “algo”, animal o lo que sea que
habita estos lugares lo puso nervioso mi presencia. ¿Habré profanado
un terreno prohibido que es custodiado por criaturas o guardianes que
se encuentran camuflados en estas malditas y macabras tinieblas? ¿O
será que tengo esos pensamientos porque estoy entrando en un estado
psicótico por el encerramiento, la falta de visión o el pánico de llegar a
pensar que nadie vendrá por mí? Tal vez... Aunque lo cierto es que me
embarga un terrible temor ante la presencia de algún peligro desconoci-
do. Por si acaso, me voy a replegar en la única esquina hasta la parte de
atrás de la jaula, creo que ahí podré estar un tanto seguro.

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–…Me aterroriza no saber lo que se esconde detrás de ese manto
de oscuridad y quién habrá hecho esos ruidos de pisadas; es como si
un asesino me acechara oculto en la noche sin saber en qué momento
saltará e intentará cortarme el cuello. Mejor estaré muy atento; estoy
verdaderamente espantado.
–…Ante el desamparo, el miedo y la impotencia de lo que estoy
viviendo, por momentos escucho que la velocidad de bombeo de mi co-
razón se acelera a tal punto que siento que saldrá de mi pecho.
–…Muevo mi cabeza para todos lados y agudizo mis oídos inten-
tando escuchar algún sonido. Mis ojos están muy abiertos por si logro
ver un destello de luz… Pero no hay nada, sólo el silencio y la oscuri-
dad que se han convertido en mis acompañantes perversos.
–…¡Un momento…! Estoy percibiendo a escasos metros fuera de
la jaula varios ruidos como los que ya había señalado de pisadas sobre
las piedras; caminan con cuidado tratando de no hacer ruido y se detie-
nen; estoy seguro que no es ninguna locura o sensación falsa. ¡Las he
escuchado con claridad!
–…¡Sí, sí hay algo ahí, afuera…!
–…Estoy intentando activar mi encendedor para tratar de ver lo
que se encuentre ahí, afuera, pero sólo arroja chispas. Sin embargo, ante
la presencia de las chispas escucho sonidos de movimientos entre los
escombros. Es como si a ese “algo” le intimidaran las chispas y cada
vez que aparecen, creo que retrocede.
–…¡Ahí están otra vez los ruidos de las pisadas tras otro nuevo
intento con mi encendedor, las escucho perfectamente, pero no sé si re-
troceden o avanzan! ¡¡Santo Dios!!
–…Nuevamente pego en los tubos para hacer ruido y acciono mi
encendedor como únicas armas para tratar de amedrentar lo que esté
cerca de este lugar y que me deje en paz. Pero creo, ante esta nueva ac-
ción, que no he corrido con la misma suerte de antes, porque no escuché
que se movieran las piedras de los escombros. Esto puede significar dos
cosas: que ese “algo” huyó o que en esta ocasión ya no se movió porque
perdió el miedo y me sigue asediando.
–…No sé por qué, pero intuyo que ha permanecido en el mismo
lugar, no lejos de mí y se escuda en la penumbra.

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–…Presiento que se acerca muy despacio y con cautela hacia don-
de yo estoy y de repente permanece estático como una estatua. ¡Tengo
miedo de que me ataque! ¡Tengo mucho miedo..! ¡No sé qué sea! ¡Es-
toy temblando! ¡No me moveré de mi jaula! Tengo un par de piedras a
mi lado para defenderme. ¡No permitiré que me haga daño!¡El ambien-
te no deja de apestar!
–…Volveré a gritar y pegar en los tubos de la jaula, quizás en esta
ocasión alguien me escuche y con suerte logre espantar lo que se oculta
detrás de esa impenetrable cortina de tinieblas y que hace que mi piel
se erice.
–…¡Auxilio! ¡Auxiliooooo! ¡Pac! ¡Pac! ¡Pac…!
–…¡Ayúdenmeeee! ¡Ayúdenme, por favor! ¡Por aquíííí…! ¡Aquí
estooyyy…! ¡Pac! ¡Pac! ¡Pac…!
–Después del ruido que acabo de hacer todo permaneció en cal-
ma; ojalá esa calma no oculte algo siniestro.
–…Esta oscuridad y la presencia de algún ente desconocido prác-
ticamente han terminado con mi valentía ancestral. Y lo sorprendente es
que todo el tiempo que llevo bajo este escenario de purgatorio, no se es-
cucha ningún ruido conocido del exterior, porque ahora comprendo que...,
¡estoy atrapado mucho más abajo de la planta baja! Todo parece indicar
que el piso del foso debió estar quebradizo por el desgaste de tantos años
y con el movimiento de tierra por el sismo se debilitó aún más a tal grado
que se partió al momento en que el ascensor lo impactó. Además, posible-
mente después del foso, la tierra estaba un tanto inestable y con el sismo
se abrió y por esa abertura, como si fuera un túnel, siguió el ascensor su
camino hasta que se detuvo; esa es la razón por la que esta parte donde me
encuentro está aislada bajo toneladas de desperdicios y no hay ruidos que
provengan de la calle como voces de personas, luces, ulular de ambulan-
cias, grúas, bomberos o algún taladro demoledor de concreto que trate de
abrir un conducto hasta aquí para salvarme. ¡Estoy alejado de la superficie!
No sé cuántos metros más abajo quedé sepultado, ¡por eso no se escucha
nada…, nada, nada...! ¡Estoy perdido, abandonado…! ¡No quiero que me
den por muerto! ¡Nooooo, Dios mío!, ¡nooooo, por favor! ¡Ayúdame para
que me salven, así como salvaste mi vida, ahora te pido que me rescaten!
¡No quiero morir en esta terrible oscuridad! ¡Nooooo…!

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–…Trataré de tranquilizarme y haré de lado, hasta donde mi con-
ciencia me lo permita, caer en estos estados alterados.
–…Me reacomodo lo más que puedo en el rincón del que ya no
me he movido. Pero comienzo a sentir calambres y dolor en la parte
superior de la espalda; creo que los verdaderos efectos de los golpes
empiezan a emanar.
–…Siento llegar una especie de aire hediondo que se suma a la
pestilencia de este lugar que me obliga a cubrirme la nariz con mi saco,
porque de lo contrario podría vomitar. Ignoro de dónde provenga toda
esa repugnancia.
–…Mis nervios hacen que no cesen mis deseos de que mi encen-
dedor me dé una hermosa flama; lo he probado de nuevo, pero nada…,
sólo produce chispas; todos los intentos son fallidos. ¡Malditos produc-
tos gringos! ¡Tal vez sería mejor una caja de cerillos mexicanos que no
son tan caros y siempre encienden!
–…¡Esperen un momento!, otra vez, tras este último intento frus-
trado de mi encendedor, ¡se escucharon movimientos en los escom-
bros...!
–…Mi temor crece, porque ese “algo” desconocido escucho cómo
pisa suavemente sobre los pedazos de desperdicios; lo hace despacio y
se detiene, como aguardando cautelosamente.
–…Sigo con los intentos fallidos de mi encendedor y las chis-
pas apenas iluminan por segundos el dedo pulgar de mi mano derecha;
de nuevo escucho movimientos afuera, ese “algo” ronda muy cerca
y creo que no ha perdido su interés por mí. La verdad, nunca había
apreciado tanto un encendedor como ahora. Pero ya lo estoy odian-
do, ¡por qué no enciende! ¡Esta basura gringa resultó ser peor que la
china! Lo dejaré por unos minutos para que ojalá baje la gasolina y
posiblemente ahora sí pueda apreciar una esplendorosa flama, ¡la ne-
cesito, urgente!
–…El dolor en mi dorso permanece, pero ahora se expande des-
de la nuca hasta el coxis. Espero no haber sufrido alguna lesión. Es un
dolor que tolero.
–…De nuevo se repiten los sonidos de pisadas sobre las piedras;
se escucha el caminar varias veces. Siento que ese “algo” no ha huido

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de este lugar, tan sólo permaneció quieto, pero avanza con pasos sigi-
losos.
–…¡Maldita oscuridad!
–…¡Maldito encendedor!
–…¡Malditos aquellos que de manera cobarde se ocultan tras la
oscuridad!
–…Estoy llorando. Soy un cobarde… Pero, ¿quién no en mi si-
tuación de abandono?
–…Lloro por el miedo que estoy sintiendo en estos momentos
y por no saber qué me acecha, dónde estoy y qué me espera… Mejor
hubiera valido la muerte… Pero con los más de siete mil millones de
seres humanos que somos en este planeta, ¿a quién le puede importar
que alguien como yo muera?, ¿esto cambiará en algo la historia? ¡¡No!!
–…¡Aayyyyyy, el dolor ha aumentado y no me permite estar sen-
tado! ¡Siento que se me quiebra la espalda! No puedo, no puedo…, ¡no
lo soporto!
–…Con mucha molestia, poco a poco deslicé mi cuerpo hasta
quedar acostado boca arriba, estirando todo mi cuerpo y con los brazos
abiertos, porque el dolor me está acabando, me está despedazando los
huesos. Siento un poco de alivio en esta posición.
–…He permanecido acostado por varios minutos, pero al tratar
de mover un poco mi cuerpo hacia un lado, no logré hacerlo, porque el
dolor me sometió, ¡ya es intenso!
–…¡Santo Dios! ¡Me ha surgido mucho hormigueo en todo el
cuerpo y me estoy percatando de que ya no puedo moverme de la cin-
tura hacia abajo! ¡Me he quedado paralizado, sin fuerzas! ¡He quedado
inválido! ¡Mis piernas no se mueven, no responden al llamado de mi
cerebro! ¡Qué me está sucediendo…! ¡Necesito ayuda y pronto! ¡Por
favor, me siento muy mal! ¡Rescátenme!
–…Respiro con dificultad, quizás por el olor pestilente que ahora
es mucho más penetrante, es como estar en un baño de oficina de go-
bierno, ¡hiede!
–…Comienzo a sudar profusamente por el malestar y el calor.
Mis sobacos transpiran tanto que siento muy húmeda la camisa y el
saco en esa parte de las concavidades.

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–…¡Estoy desesperado y casi desfallezco del dolor y el miedo…!
–…A tientas, busco con una de mis manos algo que esté cerca de
mí y que sea más grande que las piedras que tengo a mi lado. Quiero
golpear otra vez el interior del caparazón con la finalidad de que ojalá el
sonido pueda subir hacia la superficie y alguien escuche que estoy vivo
entre los escombros, bajo tierra…
–…Encontré un pedazo de concreto. Lo he tomado con mi mano
izquierda y golpearé el extremo de uno de los tubos. ¡Por Dios!, ¡se ha
caído de mi mano junto con mi brazo, porque del esfuerzo que hice al
tratar de levantarlo a unos cuantos centímetros del suelo, sentí cómo el
dolor de la espalda atravesó como una daga hirviente de un lado a otro
mi cuerpo; mis brazos ya no responden del todo bien; no dejan de hor-
miguear…, estoy exhausto…!
–…Me pareció escuchar un sonido lejano, pero no estoy com-
pletamente seguro. Quizá son los nervios, la desesperación, el deseo
de que me salven o el intenso dolor los que me están ocasionando que
imagine cosas. Pero, ¿si en verdad ya vienen por mí? ¡Me infartaré de
felicidad…! ¡Auxilio! ¡Aquí estoyyyy…! ¡Aquíííí!
–…El tiempo transcurre de manera lacerante y mi cuerpo no deja
de sufrir. Y creo que fue falso el que alguien viniera por mí; no veo
ninguna luz, ni oigo voces ni ruidos o alguna otra señal de vida. Lo
único que me queda es seguir atrincherado, sufrir y esperar hasta que
me rescaten. ¡No me explico por qué todavía no me han buscado! No
se necesita ser tan inteligente para saber que en el edificio había un as-
censor que no aparece, que posiblemente alguien estuviera dentro y que
aún esté con vida. Este es un razonamiento práctico en el caso de que el
viejo muriera en el percance y que no haya podido declarar nada, ¿no
es así?, ¿hay alguna lógica diferente a ésta? ¡Por supuesto que no! En-
tonces, ¡por qué no me buscan! ¡Por Dios, rescátenme, ya...! ¿Será que
cuando uno está desesperado o quizás al borde de la muerte y quiere
que lo salven hace este tipo de razonamientos que cree que todos pien-
san por igual?
–…Mejor debo guardar otra vez la cordura, en lo que cabe, por-
que me altero y el dolor aumenta. Sin embargo, con toda mi alma deseo
que el conserje esté vivo… Él puede ser también mi salvación.

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–…Abuelo, desde este tétrico lugar donde me encuentro abando-
nado y sufro de dolor de espíritu y cuerpo, espero que estés bien y con
vida, que no hayas muerto. Por favor, viejo, por lo que más quieras en
esta vida, que ya sé que no quieres a nadie, pero diles a los rescatistas
que yo soy quien no había salido del edificio antes del terremoto. ¡Qué
me busquen, pronto! ¡Qué encuentren el ascensor! ¡Hay “algo” que existe
aquí, en esta parte de la Tierra, muy extraño, que no sé qué sea, pero me
acecha en la oscuridad y tengo mucho miedo! ¡Ignoro sus pretensiones!
¡Que no pierdan tiempo! ¡Ojalá puedas leer mis pensamientos, porque
estoy sufriendo mucho! ¡Me siento muy mal…! ¡No quiero morir!
–…¡Uuyyy…!, hay más movimientos de pisadas sobre las pie-
dras. Alzo la cabeza unos centímetros con mucho esfuerzo, pero no
logro ver qué los ocasiona, porque el dolor y la oscuridad me impiden
cualquier observación y aseveración reales.
–…Estoy viviendo verdaderos momentos de angustia y terror por
lo que sea que esté ahí, afuera. No sé qué y cómo sea, pero es innegable
que ya no está muy lejos de mí; esta maldita oscuridad del averno es
inhumana… ¡Cuánto pesar!
–…¡Dios santo! ¡Ahora se me ha paralizado ya todo el cuerpo…!
¡Se me paralizó la otra mitad…! ¡No puede ser…!¡Aayyyyyy! ¡Todo
mi cuerpo está inutilizado…!
–…Siento “chorros” de sudor que resbalan por mi frente y ten-
go problemas para respirar. Mi pecho está empapado de sudor. Tengo
mucha sed. Es un ambiente tremebundo el que estoy viviendo en este
fatídico escenario.
–…El silencio se rompió otra vez, pero ahora no solamente son
las pisadas y movimientos en los escombros, sino ¡escucho un sonido
parecido al que pudiera hacer una persona sin modales refinados que
mastica la comida con la boca abierta, lo percibo cerca; no está lejos de
mí...! ¡Es posible que ese “algo” lo ocasione! ¡No logro ver absoluta-
mente nada!
–…Casi todas las emociones de miedo se apoderan de mí: ansiedad,
temor, desasosiego, nerviosismo, excitabilidad, pánico, tensión… ¿Alguien
habrá sufrido lo que hoy vivo en carne propia? ¡Es una tortura…!
–…¡El hormigueo persiste, sigo transpirando demasiado!

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–...Intento nuevamente prender mi encendedor que no lo he sol-
tado de mi mano derecha, pero, ¡no puedo!, ¡no puedo…!, ¡ya no tengo
fuerzas para hacerlo!
–…¡Desgraciadas tinieblas!
–…¡Nefasto calor!
–…¡Tengo sed, mucha sed!
–…¡Me estoy debilitando!
–…¡El dolor y la inmovilidad me mataaaannnn…!
–…¡Es terrible tener miedo a lo desconocido, a la oscuridad y
sentirse sepultado sin poder escapar! ¡Es una sensación de asfixia cata-
léptica!
–…¡Estoy abandonado a mi suerte y rodeado de una atmósfera
extraña y espeluznante que podría presagiar algo terrible!
–…¡Me sigo debilitando rápidamente! ¡El dolor de los golpes
está terminando conmigo! ¡Siento que todo mi esqueleto está partido!
–…¡El sudor no se detiene y ahora se combina con un escalofrío
y un aumento de dolor de cabeza!
–…¡Tengo sed, necesito agua, me estoy deshidratando…!
–…¡Mis músculos se contraen del dolor!
–…Hay una sensación tibia en mi pierna izquierda, es una mic-
ción involuntaria; pierdo más líquidos.
–…¡Si pudiera, sería capaz de ingerir mis orines y así calmar esta
desesperante sed!
–…Experimento cómo mi boca y garganta están resecas y me im-
pide pasar saliva y respirar bien.
–…Mi estómago no deja de hacer sonidos burbujeantes por las
cantidades extraordinarias de los jugos gástricos que me corroen por
dentro. ¡Es del miedo!
–…Me invade una desolación y un vacío espiritual. ¡Qué será de
mí…!
–…Se desvanece toda mi autoestima, porque sé que aquí no soy
nada.
–…Mis sueños personales están vencidos; mis ideales están caí-
dos; mis pensamientos se reducen, quizás, a una sola frase: a un adiós
para siempre…

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–…No sé por qué, pero en este cúmulo de pensamientos desespe-
rantes que invaden mi mente, recuerdo aquel enunciado del evangelio
de San Mateo Apóstol que dice: “Nada temáis a los que matan el cuer-
po y no pueden matar el alma: temed antes al que puede arrojar alma y
cuerpo en el infierno…”. ¿No estaré acaso ya en el infierno?
–…Advierto, aun en mi estado actual de sufrimiento, el perma-
nente olor putrefacto, pero ahora parecido a heces fecales estancadas
que se evaporan por el calor que hace aquí.
–…Comienzo a temblar más por el escalofrío, quizás por una reac-
ción de mi cuerpo al profundo dolor, a la deshidratación, al calor y al
terror.
–…Intento juntar todas mis energías y activar mi encendedor que
es lo único que me permitiría saber qué es lo que me acecha y posible-
mente ahuyentarlo, pero es inútil, ¡no pude hacerlo!, ¡ha caído de mi
mano sin fuerza…!
–…El sonido que narré como de masticar con la boca abierta se
repite más cerca de mí. Sin embargo, no puedo ver nada con esta terri-
ble oscuridad; el sufrimiento de mi cuerpo es intenso. De lo que sí estoy
seguro es que ese “algo” afuera de mi jaula me observa y quizás espera
prudente el momento exacto para llevar a cabo sus intenciones...
–…Me siento como en un acto imaginario de crucifixión: tirado
en el piso, con las piernas estiradas y los brazos abiertos, aunque nunca
ha sido mi intención sacrificarme por ninguna causa.
–…El dolor en mi espalda maltrecha es insoportable, sumado al
hormigueo que sigue de pies a cabeza y la inutilidad total. Son como
descargas eléctricas por todo mi cuerpo… Y también por si fuera poco,
me ha surgido una punzada repetitiva que se manifiesta en la nuca. Ésta
me ocasiona de manera constante más dolor y un tic en el ojo izquierdo.
¡Es horrible! ¡Soy incapaz de moverme! ¡No puedo soportar más este
calvario! ¡Estoy sufriendo demasiado!
–…¡Rescátenme, quiero viviiiirrrr...!
–…Tiemblo sin control y mi sufrimiento aumenta. Pero me con-
suela, hasta cierto punto, recordar que personas en situaciones similares
de desastre fueron rescatadas. ¿Servirá de algo pensar en estos momen-
tos en que la esperanza es lo último que se pierde? ¿No será acaso este

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pensamiento otro de los absurdos y ociosos mitos de este mundo?
–…¡Tengo demasiada sed…!
–…¡Tengo mucho dolor…!
–…¡Oooohhhh! ¡El sonido de masticación y los movimientos en
los desperdicios son más cercanos…!
–…¡Ese “algo” se está aproximado mucho!
–...¡Ha hecho de lado el temor!
–…¡Ha perdido el miedo, pero yo lo he absorbido…!
–…¡No lo puedo ver, pero siento su presencia por todos lados!
–…¡Está muy cerca de mííí!
–…¡No sé qué hacer!
–…¡Las masticaciones se han multiplicado al unísono, son como
un cántico que enloquece y las emite ese “algo”, lo que quiere decir
que no es uno, sino varios los que producen ese sonido! ¡Y ahora sé
que ese “algo” es el que ocasiona también la pestilencia asquerosa,
putrefacta e insoportable que enrarece el aire, porque ha empeorado
de manera crítica por lo cerca que está! ¡Siento que me sofoca! ¡Qué
es...! ¡Qué son…!
–…La escalofriante oscuridad no me permite ninguna observa-
ción…
–…¡Aayyyy Dios…! ¡Qué está sucediendoooo! ¡No puedeee se-
rrr! ¡No puedeee serrrr…! ¡Qué es todo esto!
–…¡Están apareciendo ojos! ¡Sí, son unos ojos grandes, vidrio-
sos, rasgados, de un color rojo sangre fulgurante…! ¡Son seres con ojos
de demonio! ¡Se abren más y más por todas partes!
–…¡Son ojos como carbones incandescentes que aparecen en esta
escalofriante penumbra infernal! ¡Es un cúmulo de engendros…!
–…¡Son ellos!
–…¡Son ellos!
–…¡Están junto a mí!
–…¡Ellos son los infectos…!
–…¡Oooohhhh! ¡Qué clase de seres o animales horripilantes son
estos! ¡Qué cosas son…!
–…¡No logro distinguir sus cuerpos por la oscuridad, sólo esos
horripilantes ojos de fuego! ¡Estos monstruos deben ser de estatura alta,

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porque los ojos aparecen muy por arriba de mí! ¡Todos tienen clavada la
mirada en mí, no parpadean! ¡Y cada vez se están abriendo más de esos
ojos amenazantes y demoniacos!
–…¡Es un hervidero de estos demoniacos seres!
–…¡Son como luces malignas en la oscuridad!
–…¡Están por todos lados de la jaula y no dejan de hacer ese es-
peluznate sonido!
–…¡Estoy rodeado de estas aberraciones!
–…¡Son muchooss! ¡Son muchoooosss! ¡Estoy cercadoooo! ¡Al-
guien que me ayudeee!
–…¡Oooohhhh…! ¡Auxiliiioooo! ¡Auxiliiioooo!
–…¡Aayyyyy...! ¡Nooooo…!
–…¡Hago un intento sobrehumano por arrastrarme y resguardar-
me más hacia atrás para protegerme, arrojarles piedras, pero desgra-
ciadamente no puedo!, ¡no puedo!, ¡no puedo! ¡No tengo fuerzas para
hacerlo! ¡No puedo moverme ni un ápice! ¡Sigo paralizado y con el
intenso dolor…!
–…¡ Oooohhhh…!, ¡por todos los santos!
–…¡Aaaayyyyyyy…! ¡Estoy sintiendo cómo una especie de ma-
nos huesudas me han agarrado de manera firme cada uno de los tobi-
llos…!
–…¡Me están jalando de los pies fuera del ascensor!
–…¡Estas cosas me están sacandooooo!
–…¡No tengo fuerzas para impedirlo o defenderme…!
–…¡Aayyyyyyy...! ¡Aayyyyyyy...! ¡Nooooo…! ¡Nooooo…!
¡Nooooo, por favor…! ¡Auxilio, auxilio…!
–…¡Mi grabadora cayó de la bolsa de mi saco cuando estos seres
maléficos me jalaban…!
–…¡Ya estoy fuera del armazón del ascensor; estoy fuera…!
–…¡Soy su presaaa!
–…¡Me han sacado estos seres infernales casi en vilo!
–...¡Tienen una fuerza sorprendente!
–…¡Siguen con esos extraños sonidos producidos tal vez con la
boca; ya no soporto todo ese ruido…!
–…¡Qué me van haceeeerrr!

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–…¡Nooooo, no me hagan dañoooo, por favooor, se los supli-
co…!
–…¡Aaaaayyyyyyyyy…! ¡Han apretado mis tobillos con tal
fuerza que sentí cómo quebraron mis huesos! ¡Fue como el sonido
que se escucha al partir una rama de árbol en dos…! ¡Los han quebra-
do…!¡Aaaaayyyyyyyyy…!
–…¡Es un intenso dolooooorrr…!
–...¡No tengo forma de protegerme!
–…¡Estoy perdidoooo…!
–…¡Aayyyyy…! ¡Auxilio! ¡Todavía es tiempo de que me sal-
ven! ¡Sálvenmeeee! ¡Sálvenme, por favoooorrr! ¡Piedad! ¡Piedad!
¡Noooo…! ¡Alguien que me escucheee! ¡Sálvenmeeee!
–…¡Aayyyyy..! ¡Lárguense...! ¡Ayúdenmeeee…! ¡Tengan mise-
ricordia de mí…!
–…¡Nooooooooooo…!
–…¡Déjenme malditos demonios!
–…¡Déjenmeee malvados hijos de la oscuridad…!
–…¡Ya me pescaron de los brazos y de varias partes del cuerpo y
me siguen lastimandooo!
–…¡Van a acabar conmigo!
–…¡Son seres malévolos que habitan estas profundidades desco-
nocidas!
–…¡Ojalá mi grabadora alcance a grabar todo esto que sigo di-
ciendo…, es verdad, existen seres perversos en este mundo subterrá-
neo, aquí viven, créaannloooo…! ¡Tengan cuidadoooo! ¡Me están ma-
tandooo…!
–…¡Son monstruos asesinos del inframundo…!
–…¡Aayyyyyyyyy...!
–…¡Voy camino a la muerte! ¡Aayyyyyyyyy...!
–…¡Desgarran mi ropa y siento cómo rasguñan mi piel…!, ¡mi
sangre brota…!
–…¡Escuchennn, escucheeenn! ¡Ayyyyy! ¡Ayyyyy! ¡Estoy sin-
tiendo cómo arrancan pedazos de mi carne con una especie de uñas
filosas de esas manos huesudas! ¡Me van a matar…!!!¡Aayyyyyyyyy!
–…¡Están comiendo uno de mis brazos como si fueran ratas!

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–… ¡Aaaaaaaaayyyyyyyyyyyyyy!
–…¡Traspasan mi cuerpo sin dificultad una y otra vez abriendo
mi piel con sus uñas…!
–…¡Se están alimentando de mis entrañas…!
–…¡Ya nooo, por favor!
–…¡Piedad, piedad…! ¡Nooo! ¡Ayyy…! ¡Noo…!
–…¡Sientooo muchooo dolooor…!
–…¡Me están devorandoooo vivooo…!
–…¡Huumm…, no esperé una muerte así…!
–…¡Me arrancannn la vidaaaaaaaa…!
–… aaahhhh… aaahhh… aahh… , aaaahhhgggss…
–…¡no pued…!
–…estoy debilitad… no pued… cof, cof, cof…
–…la oscuridaad… es maldad…
–…¡aaaaaaaahhhhh…!
–…sssss tán trag do …
–…noo pu ee duu…
–…entraa… aaaaggghh… mm bo oo…
–…aaagghh… sssoy… muuur… ssssnnn…
–…aaaaaagggggghhhhhh…
–…

“EL RESCATE”, 216 HORAS DESPUÉS DEL TERREMOTO

–Comandante…, pues ésta que le acabo de leer es la transcripción que


hizo la secretaria de lo que contenía una grabadora que se encontró hace
dos días bajo los escombros del Edificio Godolías. Estaba dentro de lo
que fue el ascensor de esa vieja construcción que, como usted sabe,
prácticamente se vino abajo. El caparazón del ascensor se localizó a
más de seis metros de profundidad después de la planta baja del edifi-
cio. Y sólo se pudo llegar a ese lugar a través de un túnel que hicieron
las palas mecánicas después de remover una gran cantidad de escom-
bros; la grabadora estaba junto con este encendedor…

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–Investigamos y sabemos que ambos objetos pertenecieron a un
reportero de apellido González; Martín González Calvo, el de la voz,
que era el nombre completo de esta persona según se desprende del
testimonio del conserje de ese lugar, quien después de cinco días de
permanecer en el hospital en un estado delicado por un golpe que sufrió
en la cabeza el día del sismo y que casi lo lleva a la muerte, finalmente
declaró que el desaparecido trabajaba en el piso 10 de ese edificio, en
una revista de anuncios comerciales y que nunca lo vio salir la noche
de la tragedia. Mencionó que de noche, el reportero siempre bajaba por
el ascensor, “porque era un maldito cobarde que temía a la oscuridad”,
en ese tono de lenguaje malhumorado lo dijo, comandante. Por eso, a
partir de que se conoció la versión del conserje, fue cuando los resca-
tistas se dieron a la tarea inmediata de buscarlo. Llegaron hasta el lugar
en donde se hallaba el ascensor, que estaba todo maltrecho, pero sólo
encontraron estas pertenencias. Los datos de esta persona desapareci-
da también los corroboró después el dueño del despacho “Publicidad
Soto”, el señor Aquiles A. Soto, en donde trabajaba el reportero, una
vez que se percató de su ausencia. El señor Soto se comprometió a bus-
car a los familiares del joven e informarles sobre su desaparición. Pero
dijo que no sería cosa fácil, porque nunca supo que el reportero viviera
con alguna persona, sino sólo con una gata, que siempre adoraba, ésa
era supuestamente toda su familia…
–Sin embargo, comandante, por más búsqueda que se hizo en el
lugar no se logró hallar ningún indicio del reportero. Sólo dijeron los
dos rescatistas “topos” que llegaron hasta ese sitio, que lo que quedó del
ascensor estaba atorado en un borde, porque era un hoyo todavía más
profundo; incluso, señalaron que llevaban una linterna de alta poten-
cia, pero que aun así, al dirigir la luz hacia abajo, no alcanzaron a ver el
fondo y que sólo a casi más de diez metros de profundidad, hasta donde
pudo alumbrar la lámpara, vieron con sorpresa una parte del vestigio
de una gran pirámide incrustada en una de las paredes que sobresalía
en aquella oquedad, hecho que los llenó de emoción por haberla descu-
bierto y que volverían a bajar para ver qué más cosas antiguas podrían
encontrar. Dijeron que era una zona muy grande, disforme, con ramales,
cuevas y muy pestilente a caca. Pero lo que más les intrigó a los “topos”,

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señor, fueron los charcos de sangre coagulada y batida que se encontra-
ban en el perímetro del ascensor junto con desperdicios de trapo. Y por
lo que dice el reportero al último de la grabación creemos que…
–¡Creemos, quiénes! –interrumpió el comandante.
–Bueno…Creo que… –respondió titubeante el subalterno.
–¡Qué es lo que cree, Benavides!
–Pues la verdad…, todo es tan extraño, que no la sé con exactitud,
señor. No la sé…
–Entonces…, si no sabe la verdad, no especule, ¿si?
–Mire, Benavides, este caso es muy simple de esclarecer, no se
necesita ser un genio de la investigación para resolverlo. Hay que uti-
lizar nada más el sentido común que llevamos los policías en las venas
desde que nacemos; se lo voy a explicar: lo que realmente sucedió es
que cuando el ascensor se estrelló con el piso, el reportero se lesionó, de
ahí la sangre esparcida en el sitio y los pedazos de trapo con los que qui-
so curarse las heridas. Después, al tratar de salir de donde estaba hizo
ese lodazal con su propia sangre, y lo más probable es que haya caído
hasta el fondo de ese socavón y hasta ahí llegó, porque no pudo ver por
dónde caminaba, ya que como él menciona, su encendedor no sirvió...
Lo demás sobre las sandeces que él dice en su grabación acerca de esos
supuestos seres malignos del infierno que se lo tragaron es mentira. Yo
pienso que mientras estuvo vivo y después de tanto tiempo allá, abajo,
sin comer ni beber agua y del golpazo que se metió, pues cualquier
persona enloquece y tiene ese tipo de alucinaciones. Además, por si no
lo sabe Benavides, déjeme comentarle que los reporteros, como el hoy
finado, al igual que los escritores de terror son muy fantasiosos, tienen
una mente muy enferma, viven del delirio puro y siempre inventan co-
sas que ni ellos mismos se las creen. ¿O no?
–¡Posssss, sí!
–Benavides, déjeme la bolsa que contiene las evidencias por si
alguien las reclama y además la historia escrita ésa de la transcripción
de la grabación; yo haré también el reporte oficial de este caso sobre la
desaparición del reportero. ¡Qué importa escribir un reporte más de los
tantos que he hecho después de este terremoto, ya hasta me los sé de
memoria…!

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–Aaahhh…, y una cosa más: por favor, Benavides…, dé la orden
que de inmediato sellen por completo todo ese hoyo y que no dejen ni
un centímetro abierto; que quede muy bien tapado. ¡Y ya no deje que
los señores “topos” sigan rascando ni busquen más pirámides, no son
arqueólogooosss! ¡Y que esta información no trascienda, es reservada!
–Es claro que ya no hay nada qué buscar ahí, Benavides… Por-
que si no hay reportero, no hay víctima; y si no hay cadáver, no hay ni
reportero ni víctima, ¿entiende la lógica?
–Huumm…sí, algo…
–¡¡Usshh..!! Puede retirarse y cierre la puerta al salir… ¡No la
azote…!
–¡Sí, señor, a la orden…!
El comandante de policía encargado de esa zona de desgracia
tomó las decenas de hojas del escrito de la trascripción y sin miramien-
tos las arrojó al bote de basura. Sin embargo, pensativo, sostuvo entre
sus manos la bolsa de plástico transparente que le había entregado mi-
nutos antes su subalterno con los dos objetos de la única evidencia de la
existencia del comunicador y los observó detenidamente por unos mi-
nutos. Acto seguido, se recargó en el ancho respaldo del sillón viejo de
su escritorio sin perder de vista la bolsa, pero sobre todo, dirigiendo su
mirada hacia el llamativo encendedor de carcasa de latón dorado, que
al frente tenía grabada, en alto relieve, la letra Z de la marca, y que sin
duda había despertado su atención. Lo sustrajo de la bolsa de plástico,
abrió la tapa abisagrada del encendedor y se escuchó el clásico “click”.
Posteriormente rotó la rueda dentada con el dedo pulgar de su mano
derecha y con decepción vio cómo emanaban varias chispas dispersas
de la mecha. Repitió la operación y entonces apareció una firme llama
homogénea en el encendedor del reportero desaparecido. Sin demora,
sacó un puro robusto de la chaqueta de su uniforme, le arrancó la punta
con los dientes, la escupió, y con aquella flama que no dejaba de ser es-
table y resplandeciente encendió su gran habano, disfrutando su sabor y
exhalando una densa nube de humo… Después, volvió a cerrar la tapa
del encendedor y sólo se escuchó nuevamente el sonido de “click”, an-
tes de guardarlo en la bolsa derecha de su pantalón.

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MONÓLOGO
CON MI MADRE
Muchas veces, el arrepentimiento llega cuando ya es demasia-
do tarde. Y luego, con el tiempo, éste tiende a convertirse en
sufrimiento irresoluto que persigue la conciencia del hombre
por haber perdido aquellos momentos de la vida en que no fue
capaz de dar cuanto podía dar; por el anhelo de lo que quiso
hacer y no hizo, y por aquello que pretendió decir y no dijo.
Esta historia nos sumergirá en una atormentada locura de
sentimientos que quedaron atrapados en el interior del labe-
rinto de la conciencia de un hombre como episodios de deseos
no consumados…


…No te preocupes, mamá, siempre estaré contigo.
“Recuerda, mamá, que la última vez, no sé hace cuánto
tiempo, me dijiste Evangelino, me llamo Evaristo…
“Pero hoy ya no te esfuerces en recordar y hablar, mamá, porque
el médico dijo que tu garganta debía sanar de todas esas úlceras que no
dejan de reproducirse.
“Déjame ponerte un par de gotas en tus ojos, mamá, y acercarte
a la ventana para que veas más claros los rayos del sol matutino y tam-
bién sientas su calor. Te darás cuenta cómo en pocos minutos el calor
circulará por todo tu cuerpo y el dolor por el frío que atormenta todas
las noches tus rodillas y articulaciones, disminuirá al menos por unas
horas; ya verás que te sentirás mejor…
“Hoy, precisamente, mamá, recordaba los momentos hermosos
cuando tomado de tu mano, caminábamos y caminábamos por ese gran
mercado de La Villa, donde comprabas todo el mandado para la comi-
da; era enorme... ¿Lo recuerdas, mamá? Apenas eran siete años los que

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yo tenía, tú veintitantos. ¡Ah, pero cómo lo disfrutaba! Y ahora, a mis
cincuenta y tantos, viene todo esto a mi memoria.
“Aunque tampoco he olvidado, mamá, los piropos que te lanza-
ban los carniceros del mercado cuando pasabas por su área: silbidos por
aquí y suspiros por allá… Yo me daba perfecta cuenta, mamá, pero no
me enojaba, porque veía que tú eras una mujer atractiva que llamabas
la atención. Al contrario, sabía que tenía una madre que todos admira-
ban. No sé por qué te abandonó mi padre, mamá, aunque eso dejó de
importarme hace muchos años… Lo que no comprendo, mamá, es por
qué con tantos pretendientes que tenías por todas partes y hasta en tu
trabajo en la fábrica de botellas de cerveza, nunca te volviste a casar y
terminaste sola. Dicen que cada mujer es un mundo aparte. Ahora, más
que nunca, estoy convencido de eso, mamá.
“Ya sé, mamá, por la expresión de tu mirada, que ahora debes
estar pensando en tus demás hijos que te tienen abandonada ¿verdad?
“Teresa, lo sabes muy bien mamá, aunque no trabaja ni tiene hi-
jos, siempre dice tener muchas cosas qué hacer y por eso no viene a
verte. A veces, me dice que después vendrá a visitarte, pero tú sabes
que hace varios años que no lo hace. Sin embargo, la realidad es que
ella todo el tiempo no deja de cuidar a su esposo como si él no pudiera
hacerlo por sí mismo; lo cuida como si fuera un niño desvalido. Por
eso está tan seboso y panzón. No lo deja ni un minuto libre. En todo lo
complace. Él es todo para ella, nadie es más importante. Y te seguro que
ni siquiera tú, mamá.
“Alberto, mamá, tú lo sabes mejor que yo, es lo contrario que Te-
resa: él se pasa cuidándole el trasero a su esposa como el más preciado
tesoro de este mundo, como si tuviera alguna peculiaridad, fuera dife-
rente a otros o estuviera hecho a mano. Recuerdo que una vez le dijiste
a tu hermana Alicia, mamá, mientras yo estaba detrás de la puerta de la
cocina, que la mujer de Alberto usaba los pantalones tan entallados que
parecía que traía un signo de pesos en el culo, como diciendo, “se ven-
de”. Pero te soy sincero, mamá, ahora entiendo esa apreciación tuya. Lo
que no sabe mi hermano, mamá, y perdona que te lo diga, es que aun
con esa vigilancia, ella a escondidas se da sus escapaditas y se ve con
un vecino, también con el encargado de una ferretería de la colonia y,

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por si fuera poco, con el hijo del dueño del edificio donde viven. Pero
mi hermano la ama, el vecino también, el ferretero ni se diga y el hijo
del dueño la quiere tanto que hasta desea regalarle el departamento que
rentan, pero ella dice que no lo aceptaría, porque “podría” despertar
“ciertas” sospechas. ¿Tú crees eso, mamá? Y ella, pues sólo se deja
amar por cada uno de ellos, en toda la extensión de la palabra, mamá.
Por eso, tampoco tu hijo te viene a ver.
“Tu hija Soledad, mamá, hace honor a su nombre. Vive en una
depresión y amargura permanentes, sin poder explicarse, todavía, por
qué su ex y padre de sus dos hijos, después de dieciocho años de matri-
monio se divorció de ella para irse a vivir con un gay, con quien ahora
que han cambiado las leyes ya se ha casado. Y por ese martirio, mamá,
Soledad no quiere saber nada de nadie, y eso te incluye a ti, mamá.
“La verdad, mamá, es que todos tus hijos piensan más en su diario
vivir, que en aquella persona que les dio la razón de su existir, que fuis-
te tú, mamá, obvio. Yo siempre te he querido, mamá, no tengo ningún
arrepentimiento de ello. Para mí has sido el mayor tesoro de mi vida,
mamá. Porque todo lo encontré en ti: tu delicadeza, tu afecto, tu ternura,
tu infinita belleza y, sobre todo, me enseñaste a ver esos maravillosos
horizontes sinfín de la vida, mamá. Mi mayor anhelo lo encontré en ti,
mamá. Y siempre estaré orgulloso y junto a ti, mamá.
“Y aunque me duele decirlo, mamá, pero la realidad es que casi
nadie quiere a los viejos, como es tu caso, mamá, porque dicen que son
un estorbo principalmente para los hijos. ¡Y no se diga para los yernos
o nueras! Ellos siempre los aborrecen como te odian a ti, mamá.
“Y todos nos damos cuenta, mamá, porque vas por la calle y ves
que no respetan a los viejos, no los quieren. Por ejemplo, los viejos que
todavía pueden caminar lentamente debido a sus desgastadas articula-
ciones y atraviesan las calles cargando en sus espaldas el peso de su his-
toria, no falta algún automovilista, chofer materialista, taxista, camión
de pasajeros, motociclista y ciclista neuróticos (que abundan en esta
ciudad) que les grite: “apúrate tortuga que no tengo tu tiempo”… Y eso,
en el mejor de los caso, mamá, porque en otros, les gritan groserías y les
echan el vehículo para asustarlos o quererlos atropellar. Creo, mamá,
que tú no pasaste por algún acontecimiento de esos, ¿cierto?

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“Así es mamá. Y aunque en México se instauró el Día del Abuelo
el 28 de agosto de cada año, la discriminación hacia los viejos es por
todas partes evidente. ¿Tú sabes que en los restaurantes la mayoría de
la comida es para gente con dientes, mamá? Los viejos que ya no los
tienen, como tú, mamá, que son muchos por lo carísimo que cuestan los
postizos, y que por cierto ¿recuerdas que yo te insistí en que te los pa-
gaba, mamá, pero nunca me diste una respuesta? entonces, mamá, esos
viejos sin dientes sólo deben conformarse en esos lugares con comer
verduras al vapor, pan remojado en sopa o caldo, jugo o gelatina. Pero
además, casi nadie de los familiares los invita a comer, porque luego ni
la comida se terminan, mamá, y esas invitaciones las ven como un gasto
innecesario. Yo nunca lo haría contigo, mamá.
“Te digo que nadie quiere a los viejos, mamá, porque dicen que
son una carga. A los familiares les harta cuidarlos, cambiarles el pañal,
bañarlos, darles sus medicinas y de comer en la boca o gritarles para
que escuchen bien…Dicen que los viejos son molestos y dan más lata
en la noche que un niño recién nacido, porque no dejan dormir a gusto a
los demás del ruido que hacen de tantas veces que se levantan al baño y
siempre se quejan al orinar o defecar. Dicen que todo eso resulta cansa-
do, mamá. Por eso nadie los quiere. Nadie se compromete con ellos…
No es mi caso, mamá.
“Y acerca de esto, también recuerdo lo despótico que eran con los
viejos los encargados de pagar las pensiones, mamá.
“Varias veces, mamá, cuando te llevaba a cobrar tu pensión, pude
ver a los viejos cuando llegaban a la ventanilla, después de dos o más
horas de hacer fila ante un sol candente que casi los llevaba al borde del
colapso, que les decían:
–¡Su credencial! –le solicitaba la encargada al viejo.
–Aquí está –respondía el viejo.
–Firme aquí de recibido –le indicaba al viejo.
–¿En dónde, señorita? No traigo mis lentes y no alcanzo a ver
bien. –contestaba el viejo.
–Si usted está ciego y es un desmemoriado porque no sabe dónde
deja sus cosas, no es mi problema. Venga el próximo mes a cobrar con
lentes o con un perro lazarillo que vea, lea y que sepa firmar. Hágase a

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un lado. ¡El que sigue…!
“Menos mal, mamá, que ahora ya les depositan a los viejos su
dinero en el banco y se alejan de los tratos vejatorios.
“Pero así es, mamá. Es que las pieles arrugadas significan des-
precio y molestia para la sociedad, mamá, para la familia…No para mí,
mamá, te lo juro. Pero sí es el caso de tus hijos, mamá. Por eso nadie
quiere llegar a la vejez y ante eso la gente hace uso de todas las “be-
nevolencias” químicas y estéticas para tratar de aparentar una efímera
juventud sin retorno. Por todos lados, mamá, observas un sinfín de su-
puestas soluciones químicas “milagro” para preservar, ilusoriamente,
la fortaleza de la piel del cuerpo y “detener” la vejez. Tampoco nadie
quiere tener canas, mamá, porque son signo inequívoco de la vejez. Los
viejos representan el pasado, mamá, y por eso la gente que aún no llega
a esa etapa de la vida, los desprecia, porque todos quieren vivir el pre-
sente. Pero la vida es una rueda de la fortuna, mamá, al rato a ellos les
tocará… No se puede detener el reloj de la vida, mamá, ahora lo sabes
muy bien… Por eso, mamá, nadie quiere hacerse viejo, para que no lo
desprecien, como a ti, mamá. Yo no soy así contigo, mamá.
“La otra vez, mamá, vinieron a mi memoria tantas cosa que te
quise decir, que no pude contener que mis lágrimas se desbordaran. La
tristeza me embargaba, mamá. Si yo…
“Ojalá pudieras hablar conmigo, mamá, pero sé que tus úlceras
no te lo permiten.
“Y no te sientas mal de que yo ahora te cuide, mamá. Estoy segu-
ro que tú hubieras preferido que alguna de tus hijas lo hiciera ¿verdad?,
pero las circunstancias no fueron como deberían ser, ni como tú las
hubieras pensado. Y hoy, yo estoy aquí contigo, mamá. Y no soy Evan-
gelino, mamá, soy tu hijo Evaristo, como alguna vez, hace años, antes
de que aquellas enfermedades seniles te atacaran la memoria, todavía
lo recordabas.
“Creo que ya te dije muchas cosas que quizás no debí contarte,
pero tenía que hacerlo y decirlas, mamá.
“El sol ha retornado a su morada, mamá, y pronto llegará la oscu-
ridad. No dudo que te asuste la noche, igual que a mí, mamá.

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“Cuánto lamento, mamá, que sea tarde y no pueda decirte muchas
cosas más que quieren desprenderse de mi alma. Me encantaría seguir
sentado a tu lado, abrazándote con mucho cariño a la luz del día, mamá,
porque como te dije, a mí me espantan las sombras de la noche, como
sé que a ti también la oscuridad perpetua, mamá. Y discúlpame, mamá,
pero ahora ya debo irme; son las 6 de la tarde y el cementerio está por
cerrar…”


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Este libro se terminó de imprimir en el mes de diciembre
en los talleres de Calco Comunicación,
Av. Caporal 110-A, 102,
Ciudad de México.

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