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Sé que ser santo no es hacerlo todo bien, ni ser perfecto. Lo comprendo con la
cabeza, lo tengo claro como idea. Estoy de acuerdo y lo compruebo cada vez
que anhelo una perfección que nunca logro.
Dice san Juan de la Cruz: “En el ocaso de nuestras vidas, seremos juzgados en
el amor”. Eso es lo más importante. No hacerlo todo bien, sino hacerlo
con amor. Mi santidad tiene que ver con el amor. No con una vida sin tacha.
Quiero ser santo, pero no como si al serlo recibiera un premio merecido por
mis esfuerzos, un pago equivalente en justicia al esfuerzo realizado. No es esa
la santidad que sueño. No, deseo una santidad que me haga amar más, una
santidad que sea una obra de arte de Dios en mí.
Amar y ser amado. Es lo que de verdad me hará feliz y lograré que otros sean
felices. Porque esa es la pregunta. ¿Qué necesita el que está cerca de mí para
ser más feliz? ¿Qué tengo que cambiar yo para que los que me rodean
sean más felices?
En el fondo de mi ser lucho como un esclavo por hacerlo todo bien, por cumplir
expectativas, por responder a lo que la vida parece pedirme. Me doy cuenta de
que ese no es el camino. Una perfección que no logro. Un cumplimiento que no
siempre me resulta.