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La danza de los nadie.

Pasos hacia una La Biblioteca del Ciudadano

Jofre Padullés, Joan Uribe (dirs.) La danza de los nadie


antropología de las manifestaciones, es una
obra colectiva del Observatori d’Antropologia
del Conflicte Urbà (OACU) que pretende
abordar este hecho social que llamamos
La danza de los nadie
manifestación desde una perspectiva
etnográfica. Trata, pues, de movilizaciones Pasos hacia una antropología
o movimientos sociales en un sentido literal, de las manifestaciones
en tanto que encuentros de individuos que
hacen sociedad entre ellos moviéndose, Jofre Padullés, Joan Uribe (dirs.)
acumulándose de manera significativa y
significadora, en un espacio y un tiempo
que se transgreden. Así, este tipo de sucesos
demuestran que los espacios de
ISBN: 978-84-7290-862-8
confluencia de una ciudad lo son
en su sentido más taxativo y que
son usados mucho más que como
www.ed-bellaterra.com
marco para las rutinas por parte de
l@s nadie, protagonistas de esta publicación,
conocedoras de la fuerza de la calle, donde
todo empieza y todo acaba.

Investigadores/as:
Edicions Bellaterra

Jofre Padullés, Joan Uribe, Julia Fernández, José A.


Mansilla, Giuseppe Aricó, Marco Luca Stanchieri,
Manuel Delgado, Dolors Garcia, Muna Makhlouf.
Bellaterra

LOMO de 00 mm
La danza de los nadie
Pasos hacia una antropología
de las manifestaciones

Observatori d’Antropologia del Conflicte Urbà

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La Biblioteca del Ciudadano

La danza de los nadie


Pasos hacia una antropología
de las manifestaciones

Jofre Padullés
y Joan Uribe (dirs.)

Investigadores/as:
Julia Fernández
José A. Mansilla
Giuseppe Aricó
Marco Luca Stanchieri
Manuel Delgado
Dolors Garcia
Muna Makhlouf

edicions bellaterra

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Índice

Prólogo 9

Tomar las calles. La manifestación como ritual


político, Manuel Delgado 13

Hacia una metodología etnográfica en las mani-


festaciones, Colectivo 37

Efecto Can Vies, Jofre Padullés 77

La Diada del 2014, Júlia Fernández 135

Masas moleculares, Joan Uribe 171

Gamonal, Giuseppe Aricó y José Mansilla 219

Ni violentos ni rateros, somos manteros, José


Mansilla 229

Bibliografía 237

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Hacia una metodología etnográfica
en las manifestaciones
Consideraciones metodológicas a propósito de la
investigación en contextos de efervescencia colectiva

1. Un estado –positivista– de la cuestión…

El objeto de las investigaciones etnográficas recogidas


en este trabajo no es otro que el de estudiar determina-
dos momentos críticos de la vida social tal y como apa-
recen, literalmente emergiendo de manera repentina en
la vida cotidiana en forma de manifestaciones. Se en-
tiende por manifestación una coalición viandante de
viandantes, igual que una procesión o pasacalle, una co-
horte compacta constituida por desconocidos totales o
relativos que se desplazan y permanecen juntos, hacien-
do lo mismo, en el mismo lugar o desplazándose a la vez
y en la misma dirección (cf. Delgado, 2015).
Este tipo de congregación, debido a su propia idiosin-
crasia –multitudinaria, lábil, heterogénea, móvil, impre-
decible en forma, ritmos, tiempos y acciones, esporádica,
magmática, sorprendente– radicaliza las ya habituales
dificultades inherentes a la observación etnográfica de las
contingencias de la vida ordinaria, un campo cuya obser-
vación y grabación presentan notables dificultades meto-
dológicas, mucho más agudas que las que generalmente
conoce el estudio de otras formas más estabilizadas de
vida social.
Por ello, el trabajo de búsqueda de referencias con
propuestas metodológicas que se acerquen a un abordaje
material de este delicado material social, ha sido arduo y
fundamentado, en parte, en investigaciones previas rea-
lizadas en el ámbito no ya del espacio urbano, sino de

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las relaciones sociales de la sociedad urbana, precedente
directo de las dinámicas y funcionamiento de las mani-
festaciones exploradas. A pesar de ello, o precisamente a
partir de la intensa búsqueda de herramientas metodoló-
gicas útiles para la exploración etnográfica, se identifica
esta necesidad como uno de los aspectos de debate alre-
dedor de la etnografía de las manifestaciones.
En cualquier caso, se ha intentado paliar la dificultad
inherente a la poca tangibilidad del objeto de estudio, de
una fugacidad y volatilidad pasmosa, con referentes, al-
gunos de ellos tomados del campo de la etnografía de las
emergencias sociales. Así, para abordar un ámbito como
el propuesto, es posible apoyarse metodológicamente en
trabajos como la compilación de Webb (2000) con pro-
puestas basadas en la observación no intrusiva, así como
los capítulos sobre metodología del libro donde Her-
bert Blumer establecía las bases para una nueva discipli-
na que da título al libro: El interaccionismo simbólico
(1982).
Unobstrusive Measures es una recopilación de ar-
tículos de 1966 en la que Webb apuesta por una metodo-
logía en ciencias sociales alejada de la exploración y a
partir de la noción no de un único experimento crítico,
sino de varios, a través de los cuales explorar los diver-
sos aspectos de las hipótesis. Sin embargo, y ante todo,
la obra advierte del riesgo de centrar la búsqueda en una
especie de camino hacia la justificación de las hipótesis
previas, en lo que los autores llaman un «blindaje» del
observador hacia la hipótesis. Introducen la idea de ha-
cer la búsqueda de una manera no intrusiva, es decir, sin
convertirla en central de tal manera que altere el hecho
a estudiar, haciendo que éste acabe modificado total o
sustantivamente a causa de la propia investigación.
En la segunda obra mencionada Herbet Blumer re-
huye la estipulación de hipótesis las cuales, generalmen-
te, se confía verificar a toda costa a partir de la premisa
–aunque sea tácita– según la cual los hechos a estudiar

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estarían sometidos a pautas previsibles, preestipulables,
constantes, únicas y siempre adecuadas a la formulación
metodológica previa, lo que implica el planteamiento de
unos supuestos indefectiblemente corroborados a poste-
riori, excluyendo cualquier dato que desvíe o desmienta
los objetivos planteados a verificar al principio de la in-
vestigación. Blumer huye de la tarea cuantitativa, cerra-
da y rígida, y se centra en la cualitativa, que da opción a
trabajar con margen de maniobra respecto al aspecto
inesperado de lo social. Su propuesta pasa por la cons-
trucción de los problemas a estudiar a partir de una des-
cripción previa del mundo empírico que se quiere some-
ter a observación. Así, esta observación y descripción
del mundo empírico lleva a la formulación de preguntas
que se transforman en problemas. De ahí a la investiga-
ción solo queda la elección de los caminos para llevarla
a cabo, la recogida de datos y la utilización de concep-
tos. Esta propuesta se presenta como una reacción a la
investigación pre-configurada y consiste en la práctica
de un naturalismo minucioso y riguroso, a partir de la
exploración y de la inspección.
La exploración se va definiendo, según este enfoque,
en función a la adaptación que acompaña a los cambios
y fluctuaciones del objeto de estudio. De esta manera se
acota cada vez más hasta llegar a poder centrar su mira-
da en aspectos microscópicos. Atendiendo a la flexibili-
dad del objeto de estudio, se adapta a las necesidades
que el objeto marca y por lo tanto no implica una u otra
técnica en concreto, sino todas y cualquiera que sean
pertinentes y lícitas. La inspección consistiría en el aná-
lisis de la recopilación obtenido mediante la explora-
ción. La inspección, como la exploración, no nacería,
pues, de ningún enfoque predeterminado sino que ocu-
rriría en relación directa a lo recogido mediante la ob-
servación, como un naturalismo sincero que se limita a
mostrar lo que tiene delante y debe concluir en relación
a ello.

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Otra fuente importante para el abordaje metodológi-
co es Erving Goffman (1979; 1970; 1987; 2006) y su
criterio de aplicar al estudio de la interacción una pers-
pectiva «etológica», lo que implica reconocer el orden de
las interacciones y de las situaciones de conflicto como
cuestiones en cierta medida –y solo en cierta medida,
conviene subrayar– de territorialidad, es decir, de la re-
clamación de los actores actuantes mediante una serie
de reservas, señales, infracciones, alarmas, limitaciones
territoriales, conceptos que conforman una suerte de lis-
tado de motivaciones e indicios que permiten recoger y
comprender en términos objetivos la lógica de las inte-
racciones y transportarlas más allá en relación a su pro-
yección respecto al orden social.
También E. T. Hall (1973; 1999), en su obra igual-
mente inspirada en la etología, aporta perspectivas de
interés en relación al significado social que tienen las
distancias entre los individuos que interactúan y que se
traducen en una serie de datos objetivos de interés. Nos
habla de distancias íntimas, personales, sociales, define
cada una de ellas y les da un significado social de tipo
general, pero no por ello menos rico en contenido cuali-
tativo respecto a qué se puede entender que ocurre, táci-
ta y explícitamente, en las interacciones. En relación a la
aportación de Hall en este aspecto, Goffman nos plantea
la existencia de dos tipos de interacciones en las que la
distancia física entre los actores también juega un papel
fundamental: las no focalizadas –aquellas en las que la
atención no se centra sobre nada ni nadie en concreto,
pero si en todo y todos en general–, y las interacciones
focalizadas –aquellas centradas sobre puntos o indivi-
duos concretos.
Otra fuente metodológica, la etnometodología, nos
introduce al concepto de reflexividad, relativo a aquellas
prácticas que describen y constituyen a la vez un cuadro
social. Es decir, la reflexividad designa la equivalencia
entre la comprensión y la expresión de esta comprensión

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(Coulon, 1998, p. 44). Este enfoque ha sido básico para
entender cómo los individuos que intervienen en una in-
teracción constituyen de forma cooperativa la racionali-
dad de las situaciones en las que se ven comprometidos.
Los etnometodólogos entienden por reflexividad el pro-
ceso que nos permite operar con asunciones, premisas y
axiomas incorregibles e infalibles, que pueden incluir
incluso explicaciones adecuadas para los casos en los
que se producen incongruencias manifiestas. Esto impli-
ca que los comentarios o glosas que hacen las personas
en relación a los acontecimientos que están protagoni-
zando u observando forman parte del mismo contexto
que intentan explicar. Los enunciados transmitidos en el
acto comunicativo no solo transmiten una cierta infor-
mación, sino que son parte de esta información. Plan-
teándose como lo hace el propio Harold Garfinkel, el
exponente más destacado de la escuela etnometodológi-
ca: «Los procedimientos de descripción, sus resultados y
los usos de los resultados son elementos integrantes del
mismo orden social que estos procedimientos ayudan a
describir» (Garfinkel, 2005, p. 203). O, también: «El co-
nocimiento de sentido común de los hechos de la vida
social es, para el miembro de la sociedad, un conoci-
miento institucionalizado del mundo real. No solo des-
cribe este conocimiento una sociedad que es real para
los sujetos, sino que, como si fuera una profecía que se
autorrealiza, las características de la sociedad real son
producidas por la adhesión motivada de las personas a
estas expectativas de fondo» (Garfinkel, 2005, p. 76). Di-
cho de otro modo: toda definición de la realidad forma
parte de la realidad que define.
Otra línea implicada a nivel metodológico es la que
se inspira en la obra de John Lofland (1971), una guía
que hace referencia central en la observación no intrusi-
va. Esta obra perfila en qué consiste el análisis cualitati-
vo a diferencia del cuantitativo y se centra en dar pautas
y recursos respecto al desarrollo metodológico en rela-

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ción a dos técnicas del análisis: la entrevista y la obser-
vación participante, con la consiguiente recogida de no-
tas de campo. Esta obra, un auténtico manual, da pautas
sobre cómo organizar y secuenciar el conjunto de tareas
a desarrollar para llevar a cabo estas técnicas. Fiel al
principio interaccionista de flexibilidad de las técnicas
cualitativas, el autor se ocupa de recordarnos que «nada
en esta guía es inmutable» (Lofland 1971, p. viii). En re-
lación al tema que nos ocupa, interesan especialmente
de esta obra dos de sus capítulos, referentes a la obser-
vación participante y a los materiales mecánicos a em-
plear así como su análisis posterior. También, aunque en
menor medida, ha sido de utilidad el tercer capítulo so-
bre causas y consecuencias, centrado en la forma de do-
tar a la investigación de capacidad descriptiva con co-
rrecta estructura interna. Hay que añadir que con el
mismo título, John Lofland y Lyn H. Lofland (1984) pre-
sentaron años después otro manual de metodología dife-
rente pero igualmente útil del que puede tomarse en
atenta consideración capítulos elocuentemente titulados
«Introduciendo a», «Pasando de largo», «Pesando las uni-
dades» o «Haciendo preguntas».
Otro trabajo de referencia es el de Ryave y Schenkein
(1974) sobre las prácticas peatonales en un determinado
espacio público, un clásico de la observación no intru-
siva donde se defiende la pertinencia del uso de graba-
ciones con cámaras de vídeo, destacando los aspectos
positivos de este recurso, sobre todo en cuanto a la posi-
bilidad de reproducir una y otra vez la grabación con el
fin de facilitar el análisis de los datos recogidos. Los au-
tores hacen consideraciones muy útiles a tener en cuenta
en el momento de realizar observaciones en relación a
personas en movimiento a pie, diferenciando si, por
ejemplo, transitan solas o en grupo y analizando sus re-
acciones en relación a la posibilidad de interactuar con
otros individuos solitarios o agrupados, así como una
descripción de cómo se llevan a cabo las operaciones

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que permiten evitar la colisión con el resto de personas
que también caminan. Detectan variables empíricas que
facilitan la recogida objetiva de datos, como el ritmo del
paseo, la dirección, la proximidad espacial entre unos y
otros, el contacto físico, si hay o no conversación entre
los caminantes, la orientación de la cabeza, entre otras.
En otro orden de cosas, se haría difícil contextuali-
zar la forma de entender la observación para ejecutar las
metodologías y técnicas descritas de recogida de datos,
sin citar algunos, más que ejemplos, elementos clave
para ayudar al investigador a acceder a la lógica del tra-
bajo de campo en materiales con la labilidad e imprevi-
sibilidad que conlleva el estudio de las manifestaciones
y sus contingencias imprevisibles en espacios públicos.
Uno de ellos, el de Colette Pétonnet y su propuesta de
una observación flotante (Pétonnet, 1982). Se trata de una
investigación empírica realizada en el cementerio parisi-
no de Père-Lachaise. La propuesta de Pétonnet pasa por
dejar libre la atención, dejándola así dispuesta y atenta
para centrarse sobre algún hecho en el momento que
ocurra, al alcance de la capacidad perceptiva del obser-
vador. La metodología que propone se basaría en la dis-
ponibilidad de la atención del observador sobre nada en
concreto hasta que se van captando elementos signifi-
cativos, constitutivos de significado. De esta manera, la
autora, mediante la recogida de hechos aislados, inde-
pendientes y recogidos en el transcurso de varios días,
elabora un análisis antropológico.
Su propuesta y la actitud que implica en el investi-
gador son de utilidad en la observación de manifestacio-
nes, en relación a la fluctuación de la atención hacia los
elementos que constantemente surgen y desaparecen en
diferentes puntos físicos del transcurso de las mismas.
Además de Pétonnet, otros elementos clave se en-
cuentran en dos lecturas literarias: el cuento El hombre
de la multitud, de Edgar Allan Poe (1999), y. El pintor de
la vida moderna, de Charles Baudelaire (2000).

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Más allá de la fascinante descripción que Poe hace de
los personajes que describe a través de un «alter ego» y
protagonista del texto, de la minuciosidad con la que los
observa y disecciona, lo que puede resultar especialmente
interesante en «El hombre de la multitud» es la instintiva
y pertinaz acción de seguimiento que el protagonista
hace del otro protagonista del cuento, el propio hombre
de la multitud, que bien podría ser una metáfora de la
sociedad en su conjunto, de nadie en particular y de to-
dos en general. El texto describe la manera de dar con lo
que se busca: siguiéndolo por las calles, buscando con
tenacidad, sin descanso, de manera a la vez obsesiva y
discreta, disimulando si es necesario, no perdiendo de
vista nada que se intuye que pudiera desencadenar un
incidente. Esta imagen invoca una pauta metodológica a
seguir en relación a la necesidad por parte del investiga-
dor de constituirse en una especie de cazador de instantes
críticos, de eventos, abandonándose a una deambulación
constante y en alerta. No hay manifestación a la que se
asista en la que, en algún momento, no sea posible evo-
car la descripción de ansiosa deambulación del protago-
nista del cuento, a la espera, receptivo, de lo que sea que
tenga que acontecer, ávido de necesidad de entender.
Por su parte, Baudelaire, en su fundamental El pin-
tor de la vida moderna, invita a recoger la pertinencia
del naturalismo pictórico de Constantin Guys, que nos
ofrece la posibilidad de explorar los momentos que com-
ponen la vida cotidiana de las calles de una gran ciudad,
la captura también de lo que tan elocuentemente deno-
minó iluminaciones, inesperados estallidos gláuquicos
que atrapaban de manera irresistible la atención del
deambulador crónico, el flânneur, abandonado a la pura
diletancia de recorrer las calles por el simple placer de
recorrerlas, permanentemente atento a lo que pasa o está
a punto de pasar.
Sin duda, estas son útiles herramientas metodológi-
cas que, desde sus diferentes aproximaciones y propues-

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tas, aportan elementos para poder llevar a cabo el tra-
bajo de campo en un objeto de estudio como el de las
manifestaciones. A pesar de ello, existen aún limitacio-
nes a su abordaje, dificultades para alcanzar su globali-
dad así como límites de diversa índole –metodológicos,
sí, pero también éticos, incluso personales–, que nos
llevan a explorar otras vías metodológicas y realizar
otros análisis sobre las posibilidades y límites de su
abordaje.

2. …y un estado negativo de la cuestión

El modelo de las dos realidades del mundo, legado a oc-


cidente por Platón y la cristiandad, ha devenido el prin-
cipio epistemológico que fundamenta las ciencias socia-
les. Frente a la hegemonía de éste, encontramos la
propuesta de una epistemología negativa, cuya defini-
ción en términos metodológicos obliga a una reconside-
ración general de los conceptos y categorías que tradi-
cionalmente han conformado las ciencias sociales, y en
concreto, la antropología.
La hegemonía del paradigma funcionalista nos hace
ver la vida social como una estructura morfológica, es
decir, como un conjunto integrado de órganos cuyas
funciones satisfacen las necesidades planteadas por una
colectividad entendida como un sistema vivo. Esta pre-
misa, que encontramos en la primera sociología y que la
antropología asumirá después, tiende a contemplar cual-
quier turbulencia como una anomalía o accidente que al
fin y al cabo sirve para reajustar los mecanismos de un
orden social en proceso de reorganización.
Este paradigma, que entiende el orden como el esta-
do natural de las sociedades y la reversibilidad como el
destino final de todo cambio, donde las turbulencias que
se puedan producir son consideradas anomalías y como
tales tradicionalmente ignoradas, ha sido cuestionado

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frontalmente por ciertos autores que, como Gabriel Tar-
de en 1898 en Études de Psicología social, sugieren un
fondo crónicamente alterado de la vida cotidiana. Una
corriente crítica de la que también encontraríamos
muestras en el padre mismo del primer funcionalismo,
Émile Durkheim.
En Las formas elementales de la vida religiosa,
Durkheim (1912) intuye la existencia de dispositivos en-
cargados de advertir de la presencia de una especie de
energía disponible –y activada cíclicamente–, cuya fun-
ción es la de mostrar la fragilidad de todo organigrama
social y su permanente disposición a remover sus com-
ponentes moleculares para hacer cualquier otro precipi-
tado. Se trata de tecnologías y oportunidades la tarea de
las cuales consiste en llevar las relaciones sociales a un
nivel máximo de ebullición, colocando sus actores ante
el espectáculo de una especie de reconsideración de
todo, una puesta entre paréntesis de cualquier estado so-
cial que abre las puertas a un dominio absoluto de las
potencias societarias.
Desde estas perspectivas, más heterodoxas, lejos de
atenderse a tales situaciones «anómalas» como simples
mecanismos de compensación, se comprende que se tra-
ta de situaciones rituales de una vehemencia absoluta
donde un grupo humano escenifica excitaciones corales
o centradas en la acción de un individuo a través de las
cuales la colectividad toma conciencia de que todo lo
que es, podría no ser o ser de otra manera. En estas
oportunidades, lo que se desarrolla son formas automá-
ticas de vida social extremadamente enérgicas, donde
los reunidos desarrollan lo que Mauss (1979, p. 142), si-
guiendo a Frazer, llama telepatía salvaje, comunicación
instantánea de ideas y de sentimientos la conjunción de
las cuales puede mover el cuerpo social sin ningún obje-
to ni objetivo –por el solo placer de agitarse–, pero tam-
bién empujarlo en cualquier dirección, convirtiendo así
su ansiedad en nuevas realidades.

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Las visiones más heterodoxas del propio funciona-
lismo nos vienen a decir que cada sociedad se provee de
una u otra forma de este volver a empezar todo y del
todo, o al menos, de poner a punto su posibilidad de
transformar y de transformarse. Durkheim (1912) descri-
be estos recursos culturales como efervescencias colecti-
vas, ocasiones en las que un grupo humano se pone lite-
ralmente a hervir, en actos de irritación colectiva que
dramatizan esta disponibilidad para que todo lo que es,
deje de ser, para convertirse de repente en una aparición
sin forma, susceptible de acaecer. Magníficos ejemplos
de ello, los encontraríamos en Maffesoli (2013).
No obstante, si bien debemos a Durkheim y Tarde
entre otros, el mérito de haber reconocido y dado prota-
gonismo a este espacio intermediario dentro del sistema
articulado de órganos propio del modelo funcionalista,
también es cierto que en ningún momento se rechaza la
fantasía intelectual de que el mundo social debe encajar
en un todo funcional. Dicho de otra manera, pese a reco-
nocer un fondo profundamente inestable de la vida so-
cial, no se deja de considerar más que como tal, como un
fondo, que no está aquí ni allá sino en otro lado. Esto es
importante porque nos hace ver que entre la modalidad
dominante del funcionalismo y su versión más hetero-
doxa, la diferencia es única y exclusivamente de grado.
Mientras para unos los estados de alteración social son
puntos nodales del sistema que permiten que este se
mantenga en su devenir sin merecer más atención, en
tanto que lo importante son los órganos y sus funciones;
para los demás se tratará de emergencias de lo que se
encuentra oculto y que ponen de relieve un fondo pro-
fundamente inestable, capaz incluso de transformar los
términos mismos en que la realidad es producida y habi-
tada, pero no por ello desvinculado de la premisa princi-
pal de un todo funcional.
Esta visión del mundo social, compartida tanto por
las epistemologías positivistas, como por las antipositivis-

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tas o hermenéuticas, presenta la singularidad de dividir el
mundo en exterior visible y profundidad invisible que de-
termina el exterior, o dicho de otra manera: profundidad
inestable que determina la organicidad exterior. Concep-
ción que se fundamenta en la idea de un doble nivel de la
realidad, donde el mundo de la apariencia es una superfi-
cie tensa que esconde un mundo oculto y profundo que
ofrece un tesoro perdido. Y en este sentido, ya sea que
estemos hablando de una colectividad como de un indivi-
duo, todo lo que sucede en la superficie se convierte en
un «símbolo» que destila misterio, una emergencia de ese
tesoro que se anhela como el secreto mejor guardado.
Son numerosas las aportaciones que pretenden ale-
jarnos de la ilusión de un todo funcional donde las inte-
racciones entre individuos y/o colectividades en conflic-
to, responden a patrones predeterminados cuya lectura
se limita a una traducción en términos simbólicos de
una supuesta estructuración más o menos implícita. Sin
duda, Clement Rosset y su El principio de crueldad nos
ofrece pistas interesantes en esta dirección, pero no po-
demos negar el ascendente mayor de George Bataille al
que seguiría Michel Foucault, especialmente por su rei-
vindicación de la necesidad de un nuevo lenguaje, el
lenguaje de la transgresión:

¿Cuál es el espacio propio de ese pensamiento y que len-


guaje puede dar? Sin duda no tiene su modelo, su fundamento,
el tesoro mismo de su vocabulario en ninguna forma de re-
flexión definida hasta el presente, en ningún discurso ya pro-
nunciado. ¿Sería un gran recurso decir, por analogía, que ha-
bría que encontrar un lenguaje para lo transgresivo que fuera
lo que la dialéctica fue para la contradicción? Sin duda, más
vale tratar de hablar de esa experiencia y hacerla hablar en el
hueco mismo de la extinción de su lenguaje, precisamente ahí
donde las palabras faltan, donde el sujeto que habla viene a
desvanecerse, donde el espectador oscila en el ojo arrancado.
Allí donde la muerte de Bataille viene a colocar su lenguaje
(Foucault, 1999, p. 171).

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En la misma dirección que sugiere Nietzsche en Twi-
light of the Idols, donde el mundo aparente es el único y
el mundo «verdadero» no es más que un agregado «men-
tiroso». Conviene prestar atención en esta diferente arti-
culación entre las categorías de verdad y mentira. En
ella encontramos el punto de inflexión que nos sitúa en
diferentes vías epistemológicas, positiva y negativa, en-
tendiendo aquí por vía epistemológica el conjunto de
premisas que llevan a una determinada concepción so-
bre la producción del conocimiento. La epistemología
positiva, que englobaría tanto a positivistas como anti-
positivista o hermenéuticos, entre los que se encontra-
rían ramificaciones como los neopositivistas o los cons-
tructivistas, la caracteriza una misma concepción de la
verdad que se opone tanto al secreto como la mentira.
Correlación que se encuentra directamente relacionada
con una tercera categoría, la del conocimiento. De modo
que, como veremos, podemos hablar de un conocimiento
positivo y de otro negativo, con las consecuentes deri-
vas: verdad positiva / negativa y secreto positivo / nega-
tivo.1
El conocimiento positivo es aquel del que se dice
qué es verdad, se corresponde con un fin alcanzable y
estable, lo que es conocido o lo que se sabe. Contrario al
secreto y preocupado por descubrir mentiras y engaños,
la imagen del conocimiento positivo por excelencia es la
del árbol del conocimiento, el que determina lo que es y
lo que no es, y por tanto lo que puede ser y lo que no. En
síntesis, el conocimiento positivo se corresponde con lo

1. El trabajo Iconoclàstia i anticlericalisme. Violència religiosa a la Ca-


talunya contemporània (Padullés, et al., 2013), publicado en catalán por
Pol·len edicions, constituye una primera aplicación concreta de esta pro-
puesta epistemológica. Asimismo, la tesis doctoral Un objeto jubiloso con
gusanos en el centro. Secreto público y labor de lo negativo en la lucha anti-
franquista en Catalunya (1939-1977) del mismo autor Jofre Padullés, cuya
lectura está prevista para marzo de 2017, constituye un desarrollo mayor en
la misma dirección.

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que sabemos, lo que se nos enseña y que podemos expli-
car después, pasando a formar parte de un bagaje común
explícito recogido en libros, cuentos, canciones, enciclo-
pedias, etc. Lo que sabemos que hay que saber.
Por otra parte, sin embargo, encontraríamos un co-
nocimiento negativo: lo que sabemos que no se debe
saber. A este tipo de conocimiento Michael Taussig
(1999) le llama secreto público, y lo hace estableciendo
una correlación entre las categorías de verdad y secre-
to tal y como propone Walter Benjamin (1977 [1928],
p. 31) en su elogio a Eros en el Simposio de Platón, para
quien la verdad no es una cuestión de exposición con el
objetivo de destruir el secreto, sino una revelación que
le otorga justicia. Esta revelación que permite equiparar
verdad y secreto es lo que denominamos negación, y
que se equipara con aquella tarea que Hegel (1807), de-
nominó «labor de lo negativo» para referirse a lo que
convierte el negativo en un positivo trascendental y que
se podría resumir con la siguiente fórmula: el secreto
revelado se convierte en un testimonio de la verdad, en
lugar de la «no verdad» que la revelación procuraba
enaltecer.
El referente es el mismo que servirá a Bataille (2007
[1949]) para articular la categoría de transgresión, según
la cual el incumplimiento de una prohibición no es el
rechazo de las reglas que ofrecen a la cultura humana
gran parte de su estructura y densidad. Al contrario, la
regla que se transgrede queda liberada con un poder aún
mayor, de la violación de esta regla surge la negación
insoluble de la negación cuyo único fin no es la resolu-
ción de la contradicción sino su exacerbación. No muy
lejos de la hipótesis represiva de Michel Foucault (1976),
formulación a la que llegaba persiguiendo en círculos la
sexualidad de la Europa Occidental como el secreto que
se destinaba a su exposición de tal manera que perma-
neciera oculto. El secreto del que estamos condenados a
hablar para siempre porque, justamente, es un secreto.

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En otras palabras, el secreto que está siempre en la su-
perficie como un secreto público.
Negación –o transgresión– y conocimiento negativo,
son las dos categorías fundamentales que nos abren las
puertas a la articulación de una propuesta epistemológi-
ca que identificamos como epistemología negativa y de la
que se podría derivar una antropología negativa. Como
punto de partida se aceptará el secreto público como una
forma de conocimiento social, cuya producción viene
determinada por el que se ha caracterizado como nega-
ción o transgresión.
Entendemos por conocimiento negativo lo que gene-
ralmente se conoce pero no puede ser articulado, o dicho
de otro modo, el hecho de saber lo que no se debe saber.
Frente al conocimiento positivo que fácilmente identifi-
caremos con la imagen bien estructurada del árbol del
conocimiento, o cualquier otra que cumpla los mínimos
de organicidad necesarios: círculos concéntricos, pirámi-
des –o árbol invertido–, etc., se nos presenta una imagen
considerablemente diferente. El conocimiento negativo
se correspondería con una realidad tipo queso gruyere,
un conocimiento muy heterogéneo que se alimenta de la
intensa ambivalencia de la ceguera activa. Un conoci-
miento para el que las lagunas, los olvidos u omisiones
serían parte fundamental. En otras palabras, se trata de
un conocimiento fundado en un activo no-saber que
puede llegar a ser, nos dirá Taussig, la forma más decisi-
va, poderosa y omnipresente del conocimiento social.
Nótese sin embargo, que en ningún caso se está di-
ciendo que haya un tipo concreto de conocimiento ne-
gativo. Si tuviéramos que definirlo de alguna manera,
sin duda estaríamos hablando de una tarea, una forma
de conocimiento social, que no quiere decir un tipo con-
creto de conocimiento, sino más bien una forma que éste
se produzca, la característica fundamental del cual se
encuentra en su capacidad para transformar la profundi-
dad en superficie para permanecer en la profundidad.

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Si bien las epistemologías positivas fundamentan su
argumentación a partir del establecimiento de un doble
nivel de la realidad: apariencia / esencia, superficie /
profundidad, teoría / práctica, o para tomar un referente
más cercano a nuestra disciplina: mitos / operaciones,
desgloses diádicos que permitirían superar el poder de la
contradicción y mantener a salvo la fantasía implacable
de un todo funcional, desde la epistemología negativa se
dirá que todos ellos tienen en común el efecto de impe-
dir el análisis en nombre del mismo análisis, y se dirigirá
la mirada hacia el engaño y el fraude, hacia el juego
eterno de la labor de lo negativo, fijando la atención en
todo lo que habría sido rechazado, marginado o atribui-
do a una disfunción o conflicto entre la norma y su ma-
terialización.
Característica común a las epistemologías positivas
es la ubicación de un punto externo al sistema construi-
do/imaginado que se convierte en su piedra angular.
Para el caso del secreto, nos encontramos con Simmel y
su visión acerca de este: «el secreto ofrece la posibilidad
de que surja un segundo mundo junto al mundo aparen-
te que sufriría con fuerza la influencia de aquel» (Sim-
mel, 1986 [1908]: 378). También con Lévi-Strauss (1995
[1949]), para quien el significado flotante se presenta
como un punto exterior al sistema semiótico que garan-
tiza la estabilidad del sistema. En esta misma dirección
podemos recuperar la discusión clásica sobre la fuerza
de un objeto sagrado. Mientras para Kenneth Little
(1951) el objeto sagrado está impregnado de una fuerza
sobrenatural externa al propio objeto, esta lectura no se-
ría compartida por Evans-Pritchard en su clásico estudio
de las medicinas mágicas de los Zande, donde destaca la
importancia de que el misticismo o el supernaturalismo
en cuestión no se puede entender en términos de un
dualismo metafísico: «la eficacia de la magia reside en
las medicinas y en el rito y no en algún poder que esté
fuera de ellas (…). Al hacer magia, un hombre recurre a

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las medicinas y no a los fantasmas, ya que el poder está
en la medicina» (Evans-Pritchard, 1937, p. 441).
La alternativa que se nos plantea ante esta tendencia
crónicamente instaurada conlleva un replanteamiento
global tanto en el uso de conceptos y categorías como
los fundamentos mismos de buena parte de las teorías
generales que han dado cuerpo a nuestra disciplina. La
vía positiva, acreedora del modelo de las dos realidades,
se corresponde con una clara supremacía del legado en
occidente por Platón y la cristiandad. Las categorías de
estructura y función, pero también las de símbolo y re-
presentación han sido esenciales para la construcción de
paradigmas «positivos» desde las ciencias sociales. Son
numerosos los ejemplos etnográficos que podrían servir-
nos para ejemplificar la diferente articulación de ambas
propuestas epistemológicas. El cura y antropólogo aus-
tro-alemán Martin Gusinde (1961), nos describe el ritual
de iniciación masculina entre los yámanas de Tierra del
Fuego en el que el joven novicio descubre el secreto que
guardan los hombres: los espíritus que habitan la Caba-
ña Grande son los hombres, y los sonidos que supuesta-
mente emiten los mismos espíritus son producidos tam-
bién por los hombres. Este es el secreto que se revela y
que convierte no iniciado en iniciado, una revelación
que contribuye al sentido de realidad de los seres invisi-
bles. En otras palabras, la creencia se mantiene no a pe-
sar de la revelación sino a través de ella, lo que se co-
rrespondería precisamente con lo que Hegel denominaba
la labor de lo negativo: el engaño es más efectivo cuan-
do se expone.
El antropólogo Kenneth Read (1965; 1986) a partir
de su estudio sobre las flautas secretas en Melanesia,
«ocultadas» a las mujeres y niños, y utilizadas entre
otros momentos en los rituales de iniciación cuando se
mostraban los iniciados, expone su preocupación princi-
pal debido a que lo que se dice que es un secreto no es
un secreto, sino lo que él denomina un «engaño delibe-

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rado» y una «farsa» (Read, 1986, p. 115). Y aquí se pro-
duce la pregunta clave, ¿cómo puede ser que la creencia
esencial se fundamente en una farsa? Se decía que la
melodía que podía escucharse por todo el valle se co-
rrespondía al canto de los espíritus, cuando en realidad
eran los hombres que tocaban una simple flauta. Ade-
más, se sabía que las mujeres conocían tal secreto, de
hecho el mismo Read explica cómo lo hacían los hom-
bres para poder ser vistos, sin que se notara, por las mu-
jeres que trabajaban en el fondo de los valles.
Aún así, el ritual de iniciación se mantenía intacto,
periódicamente las flautas eran reveladas a los nuevos
iniciados mientras se ocultaban a las mujeres y los ni-
ños. El desenmascaramiento en los rituales de iniciación
como el mencionado por Gusinde, en el sentido literal de
quitar la máscara, o revelar el objeto sagrado con el que
se producen sonidos y otras presencias fantasmales, tal
como se relata en numerosas monografías, es un claro
ejemplo de esta voluntad de producir auténticas falsifi-
caciones (cf.: Cristopher Crocker (1983); Thomas Gregor
(1985); Weh Stannis (1960); RH Codrington (1972
[1891]); Beryl Bellman (1984); William Welmers (1949);
John Picton (1992); Andrew Lattas (1989); Frederik
Barth (1971); Kenneth Read (1965; 1986). Todas ellas,
muestras descaradas de la labor del negativo de Hegel.
Se comprenderá mejor ahora la premisa de que se toma
de Walter Benjamin y que equipara verdad y secreto: la
verdad no es una cuestión de exposición que tiene por
objeto destruir el secreto, sino una revelación que le
otorga justicia.
La alineación en una u otra dirección de las catego-
rías de verdad y secreto se corresponde con otra de no
menor importancia: la articulación de la fe con el cono-
cimiento. Con Simmel, la fe toma el lugar de la presencia
invisible generada por el secreto, de modo que aquí la fe
sustituye el saber: «Así como nadie cree en Dios para las
pruebas de su existencia, sino que estas pruebas son la

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justificación posterior o el reflejo intelectual de una ac-
titud inmediata del alma, así se cree en un hombre sin que
esta fe esté justificada por pruebas que demuestren que es
digno de ella, sino, a menudo, a pesar de las pruebas de
su indignidad» (op. cit., p. 367). Para Simmel esta con-
fianza, este entregarse sin reparos a una persona, no se
basa en experiencias ni en hipótesis, sino que es una
actitud primaria del alma ante otro, «una categoría fun-
damental de la conducta humana, que se refiere al senti-
do metafísico de nuestras relaciones» (loc. cit.).
Por el contrario, desde la vía negativa, y evitando el
doble nivel de la realidad en el que nos sitúa Simmel, el:
«a pesar de las pruebas de su indignidad», se convertiría
en un: «debido a las pruebas de la su indignidad». Dicho
de otra manera, la confianza solo puede producirse
cuando ésta ha sido traicionada. Desconfiamos de los
desconocidos no porque nos hayan traicionado antes,
sino porque aún no lo han hecho. Del mismo modo que
con aquellas personas en las que más confiamos son las
que mejor sabemos cómo nos traicionarán. Lo que nos
llevaría a rechazar el desglose entre fe y conocimiento,
aceptando en todo caso una correlación de la fe con lo
que venimos caracterizando como conocimiento negati-
vo: el hecho de saber lo que no tenemos que saber, o
dicho de otra manera, y pensando ahora en el caso con-
creto de la confianza, el hecho de saber cómo te va a
engañar aquella persona en quien confías, aunque no
puedas saber que lo sabes.
Si nos fijamos en los clásicos de nuestra disciplina,
nos daremos cuenta de que la propuesta de una episte-
mología negativa puede no tener nada de novedoso. El
sentido de la negación, o de la transgresión, tal y como
se ha propuesto, y que encontraría una concreción en el
desenmascaramiento mencionado en los rituales de ini-
ciación, también lo podemos identificar en otras modali-
dades de acción como el sacrificio (cf. Padullés, et al.,
2013), o la profanación. Fijémonos en este último caso

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por la proximidad que presenta con nuestro objeto de
estudio, y por lo que nos pueden servir a la hora de po-
ner de manifiesto las consecuencias que implica adoptar
una u otra vía epistemológica.
En primer lugar, se debería aceptar provisionalmente
la hipótesis según la cual, exceptuando algunos casos
en particular, los actos de profanación crean el sagrado en
lugar de ofender lo que ya se considera sagrado, gracias
al drama de la revelación que, como el desenmascara-
miento, se convierte en un descubrimiento transgresor
del secreto público. Se trata de una hipótesis planteada
por Nietzsche (1889) a partir de una comparación entre la
metáfora y la moneda. La magia de la metáfora, como
la cara de la moneda que se desgasta al circular de mano
en mano, se desvanece en el hacer y rehacer continuo de
la realidad diaria. Como nos recuerda Taussig (2010,
pp. 73-75) lo que fue poesía se vuelve aburrido, y es
aquí, en el centro nervioso del olvido activo, que la pro-
fanación refuerza la aptitud curiosa de ensalzar, en lugar
de destruir el valor. La profanación rescata el sagrado de
lo habitual o mundano, e ilumina lo que Nietzsche lla-
maba la base metafórica de la existencia, lo que se des-
gastaba con su uso y se convertía en las ilusiones prác-
ticas de la verdad fáctica.
A su rescate aparece la profanación, revirtiendo esta
operación habitual de desgaste, liberando de nuevo la
calidad mágica de la metáfora que yacía paciente a la
espera de una nueva oportunidad. En palabras de Taus-
sig, el verdadero acto de profanación es aquel que pone
al descubierto la dependencia oculta de la realidad con
la ilusión, por lo que revela el secreto público sin des-
truirlo, al contrario, lo fortalece. De lo que estamos ha-
blando no es otra cosa que lo que Hegel (2006) denominó
el giro de la profanación, Aufhebung, lo que convierte el
negativo en un positivo trascendental.
Bien podríamos decir que la profanación tiene en los
objetos el mismo efecto que las bromas tienen en el len-

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guaje: hace que surja una magia inherente, en especial
cuando estos objetos se vuelven rutinarios y son sociali-
zados. En esta misma dirección, resulta especialmente
sugerente la observación de Robert Musil (2007) sobre
los monumentos, llevando al último extremo lo apunta-
do aquí. Para Musil, la profanación de un monumento
no solo le otorga vida, sino que el monumento por sí
mismo interpela que esta profanación se produzca. De
ahí que defienda que los monumentos tendrían la cali-
dad de incitar al vandalismo.
Esta conjugación entre la sacralización y la trans-
gresión se corresponde a lo que Taussig denomina la ley
de la base (2010, p. 73), jugando con el doble sentido de
la palabra base en inglés, como soporte fundamental y
como calidad de obsceno o abyecto. Una ley de la base
que podríamos traducir por la base de lo sagrado, y se-
gún la cual la base del tabú no es solo una prohibición,
sino una prohibición que, ilícita y secretamente, contie-
ne en su interior la necesidad de transgredir lo que pro-
híbe: este es su secreto. En varias lenguas occidentales lo
sagrado es definido por una orientación hacia la corrup-
ción, el peligro y la obscenidad. De hecho, la raíz latina
sacer significa tanto lo detestable como lo santo. La pro-
fanación conspira con esta ambigüedad fatídica. De ahí
que siguiendo a Derrida (1989) y Nietzsche (2007), pro-
ponemos para toda definición de lo sagrado la siguiente
consideración relativa al conocimiento negativo y la ne-
gación –o transgresión–: toda definición del sagrado
debe considerar el conocimiento negativo que da pre-
sencia en la presencia mientras se burla de ella (cf. Taus-
sig, 2010, p. 265).
Claros ejemplos los encontraríamos dentro del uni-
verso simbólico de la cultura popular española que apa-
rece plagada de referencias evocativas y miméticas del
protosacrificio de Cristo, el verdadero leitmotiv del re-
pertorio ritualista ibérico. Pero no solo el modelo sacrifi-
cial se reproducía en toda Europa durante la Edad Me-

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dia. El sacrilegio, como tal, se encontraba culturalmente
normalizado, consecuencia de la familiaridad con lo sa-
grado que caracterizó aquella época, al menos de acuer-
do con el paisaje que de ella nos presentó Huizinga, en
el otoño de la Edad Media (2001 [1,909]). También Mal-
donado (1979, p. 69) dejaba constancia del éxito que en
el siglo XIV tenían las narraciones populares en torno a
profanaciones de hostias, como una suerte de contrapar-
tida a la difusión de relatos de milagros eucarísticos pro-
tagonizados por la sangre de Cristo. Hasta tal punto, que
en determinados lugares cuesta distinguir entre la ima-
ginación iconodúlica y la iconoclasta, como en el caso
español, donde nos encontramos con una cultura en la
que la elevación mítica o ritual de un personaje en la ca-
lidad de sagrado implicaba su tormento y un final trági-
co-pasional, donde no podía resultar chocante que lo
santo, en general, no lo fuera también por su predisposi-
ción a ser maltratado (cf. Delgado, 2012). Dicho de otro
modo, la destrucción no era una consecuencia de la na-
turaleza bendita de las cosas agredidas, sino su requisito
santificador.

3. Sobre el uso de las nuevas tecnologías y las


redes sociales.

La relación de la tecnología con el trabajo etnográfico


aparece ya relatado en los comienzos mismos de la an-
tropología como disciplina. Margaret Mead, en su libro
Mis años jóvenes (1976), hace referencia a cómo, de for-
ma innovadora y aunque con bastante pena y esfuerzo,
comenzó a usar la fotografía y otros instrumentos en los
diversos estudios que emprendió a lo largo de su carrera.
Ahora bien, desde Mead hasta la actualidad, se ha pro-
ducido un enorme salto tecnológico y es posible contar
con grabadoras, cámaras de vídeo, ordenadores, progra-
mas informáticos, cámaras de fotografía, etc., de forma

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generalmente accesible y no excesivamente gravosa,
algo que posibilita y supone una amplia ventaja a la
hora de proceder a la recogida de la información duran-
te el trabajo de campo.
Sin embargo, es imposible negar el hecho de que, en
cierta medida, un exceso de descaro puede, durante el
trabajo de campo, ocasionar alejamiento o desconfianza
por parte de los observados. Aunque contemos con el
anonimato o, incluso, con la complicidad y complacen-
cia del grupo social a investigar, el uso de grabadoras y
cámaras fotográficas, así como el bloc de notas y bolí-
grafos y/o lápices, que no por más simples escapan a su
caracterización como instrumentos tecnológicos, debe de
ser, cuando menos, discreto.
Con frecuencia, se hace recomendable ocultar por
completo los recursos tecnológicos para la recogida de
información, bajo la percepción de que podría perderse
la oportunidad misma de la interacción. En estas ocasio-
nes, casi siempre en torno a participaciones grupales –en
movimiento o no– o charlas informales, puede ocultarse
complemente la presencia del instrumento, intentando,
en todo momento, la mayor exposición del instrumento
al medio, o bien optar por no usar dicho instrumento y
confiar en la memoria para trasladar al papel la máxima
cantidad de información. Así, tal y como señalara Ricar-
do Sanmartín:

(…) a veces, en las conversaciones mantenidas durante los


trayectos, los actores vierten frases que condensan ejemplar-
mente alguno de los elementos etnográficos que perseguimos.
Ni se trata de una entrevista, ni es posible grabarla, pero el
hecho ilustra el modo como irrumpe la etnografía que resulta
relevante y a cuya ocurrencia hemos de amoldarnos […] (2000,
p. 116).

Otro elemento importante es el uso de la fotografía:


ante acciones en espacios públicos, la recogida de los

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hechos para su posterior traslación al informe o, simple-
mente, para ampliar el análisis de los datos, se convierte
en una necesidad fundamental.
Así mismo, muchas de las interacciones que estudian
los antropólogos ya no se producen en el plano de la
realidad sino en el de la virtualidad, algo que permiten
aplicaciones y redes sociales como Facebook, Twitter,
Whatsapp, etc., y cuyo estudio exigiría una reinterpreta-
ción flexible de la máxima malinowskiana del «estar
allí» (Geertz, 1989, p. 26), pues es en esta virtualidad
–campo en el sentido de la Escuela de Manchester– don-
de se han desarrollado parte importante de recientes
procesos sociales de enorme relevancia, como las prima-
veras árabes o el movimiento 15M. John Posthill (2015,
2008), investigador y creador de lo que él mismo deno-
mina como digital ethnography, apuesta precisamente
por avanzar en el estudio de estos procesos, desmontan-
do la noción misma de ese «estar allí». Propone para ello
el concepto field of residential affairs, dominio conflic-
tual donde cooperarían y competirían los agentes socia-
les de un territorio, incluyendo en él internet. Esto per-
mitiría sortear las limitaciones del «estar allí», así como
de las dualidades establecidas entre el estudio sobre el
terreno y la red. Posthill propone, así, diferentes maneras
de estar en el campo en relación a la presencia, podría-
mos denominar clásica: la de la observación-participan-
te. Lo hace a través de la etnografía online, esto es,
usando medios de carácter telemático para la realización
de entrevistas, grupos de discusión, etc.; la presencia
virtual, donde existen interacciones no presenciales en-
tre los distintos actores, como las listas de correo elec-
trónico o la participación en foros de internet y, final-
mente, el uso de materiales provenientes de blogs, redes
sociales o plataformas de vídeo.
Hoy en día, cualquier manifestación o movilización
se ve acompañada de una fuerte presencia en muchas de
estas áreas de virtualidad: lista de correos electrónicos,

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grupos de Whatsapp, páginas web, Facebook, Twitter,
etc., herramientas no solo usadas como medios de comu-
nicación y expresión, sino como verdaderos espacios de
conflicto y participación sin cuyo estudio e interpreta-
ción tendríamos una imagen aun más incompleta del
objeto de estudio.
En definitiva, durante la presencia en el campo, el
uso de instrumentos y aparatos electrónicos se hace del
todo imprescindible en la actualidad, al igual que es ne-
cesario realizar un correcto seguimiento –pre y post– de
correos electrónicos, Whatsapps, comentarios en Face-
book y Twitter, vídeos de YouTube, etc., de forma que,
tras una correcta triangulación, se pueda obtener la pa-
norámica más amplia posible del objeto que se esté estu-
diando.

4. Con el trabajo de campo, los interrogantes


metodológicos. Los límites de la observación

Como se ha dicho con anterioridad, una de las opciones


metodológicas aplicadas en el trabajo de campo de esta
investigación, a pesar de sus límites, ha sido la de la
observación no intrusiva. En relación a ello, cabe decir
que hablar de observación no obstrusiva o no intrusiva
no es hacerlo de la posibilidad de observar sin intervenir
directamente en el curso de los acontecimientos que se
contemplan en la forma en que lo haría un elemento
más del entorno, como una pieza del mobiliario urbano,
como un terminal óptico, cámara realmente oculta, visor
de incógnito: la dinámica que conlleva, supone la impli-
cación directa en el espacio público, la búsqueda activa
y localización de hechos en los que el investigador figu-
ra como un espectador de tantos, tratando de no perder
precisamente este equilibrio que supone ser «uno más»
en la línea de acción de los acontecimientos. Como tal,
pues, el investigador no puede ser reconocido más que

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como participante, puesto que está presente. Y su pre-
sencia colabora en mayor o menor medida al desarrollo
del hecho acontecido, como colabora cualquier otro
miembro de la coreografía urbana que enmarque cada
hecho a recoger. Es más, en este contexto –un espacio
público entendido como espacio de y para la visibiliza-
ción mutua generalizada, un espacio ciertamente ópti-
co–, plantear la idea de observación participante es una
especie de pleonasmo, pues es porque se observa que se
participa.
No obstante, los límites de lo que es o no «intrusivo»
son no solo difusos: también son confusos. Y, segura-
mente, variables en función de cada situación y de cómo,
en cualquier caso, el posicionamiento y actuación como
investigadores pueda implicar repercusiones añadidas a
las que ya pudiesen acontecer. Así pues, los límites de la
observación no se circunscriben solo a la metodología y
su uso, sino que también, al abordaje de determinadas
situaciones de difícil manejo en las que puede que la
provisión de herramientas para el abordaje de las opcio-
nes metodológicas y sus límites técnicos y éticos, se lle-
guen a revelar insuficientes.
En este sentido, acogemos las palabras de Sobrero
cuando dice que:

No existe un método que brinde la naturaleza de un objeto


de estudio. Existen perspectivas de método que pueden ser
múltiples. Es decir se pueden adoptar diferentes puntos de vis-
ta para abordar y representar un fenómeno social que es objeto
de estudio. Lo que el etnógrafo no debe olvidar es tener des-
pierta la consciencia sobre el significado y los límites de la
perspectiva adoptada (Sobrero, 1992).

Inspirándonos en la interpretación que hace Agar en


Hacia un lenguaje etnográfico de la filosofía hermenéu-
tica, consideramos tres aspectos estructurales de la etno-
grafía: el etnógrafo, los grupos (en situación) y los lecto-
res o audiencia.

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Los tres viven en un mundo que es parte de los pen-
samientos que producen, es decir, los tres piensan sus
pensamientos dentro de lo que Gadamer en Verdad y
Método (1975) llamaba horizontes. Tales horizontes pue-
den ser alcanzables por dos o más de los tres elementos,
rindiendo la explicación y su comprensión más eviden-
tes. A veces ocurre que entre tales horizontes se halle
una diferencia –una quiebra en Agar– que opone un
obstáculo a la comprensión fluida.
Etnógrafo/a: El investigador puede encontrarse con
situaciones aparentemente incomprensibles que denotan
como el objeto no ha sido alcanzado y sobre el cual es
necesario producir información hasta que lo producido
por los estudiados sea claramente explicable dentro del
horizonte del investigador mismo, o mejor dicho, por
una fusión de horizontes. De otra manera, y ejemplifi-
cando mucho, el proceso de la quiebra a la comprensión
–resolución– en Agar pasa por alternar mapas a territo-
rios –strips–, un código digital a uno analógico, un có-
digo que hable del mundo a uno que no hable del mun-
do, sino de nuestras relaciones con el mundo. Este ir y
volver con la mente sobre los pasos dados y que obliga
al etnógrafo a reformular las preguntar es un trabajo
epistemológico duro pero siempre productivo de nuevas
posibilidades de elección. Es un proceso con el cual el
investigador aprende a preguntar, aprende a aprender.
Audiencia: También es posible que lo que explica el
etnógrafo provoque interpretaciones ambiguas o falta de
comprensión en unos lectores o una audiencia estructu-
rada según otros horizontes que le instrumentalizan o
no son capaces de otorgar un sentido a un fenómeno
explicado.
Lo que nos interesa es justamente esta ruptura o
disyunción, esta diferencia –o quiebra– que marca la di-
ferencia y que representa un momento de interés etno-
gráfico en cuanto que la etnografía buscará llenar esta
ruptura mediante piezas intermedias, explicaciones que

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matizarán las diferencias, la reconducirán dentro un ho-
rizonte que por este proceso se dará como más extenso y
las harán comprensibles. En el primer caso expuesto,
será el trabajo de campo y especialmente la observación
participante lo que permitirá el acceso a los grupos y sus
relaciones, internas y externas. De sus vidas se extraen
los fenómenos sociales para su estudio reflexivo. En el
caso de la audiencia se intentará colmar la distancia en-
tre horizontes diferentes para ampliar el conocimiento.
En los dos casos es posible reconocer tanto a la etnogra-
fía como a la antropología social el papel de productoras
de cultura, siendo el etnógrafo con sus prácticas y el an-
tropólogo con sus retóricas quienes, implicados en el
mundo que estudian, producen conocimiento.
Personas, grupos, relaciones: En cualquier caso, no
debemos olvidar que las personas, los grupos y sus rela-
ciones son actores determinantes en esta producción
cultural en el momento en que establecen una relación
de observador/observado que se retro-alimenta mediante
la reciproca observación e interrogación. En otras pala-
bras, cuanto más el etnógrafo se adentra en una situa-
ción de estudio, tanto más los estudiados le asignaran
un sitio dentro de los grupos y sus relaciones. Es así que
el mismo observador etnógrafo se encuentra en la situa-
ción de observar la relación que se crea con sus infor-
mantes para explicar fenómenos sociales. Tanto el etnó-
grafo como sus informantes o grupos cambian sus
propios horizontes en el encuentro etnográfico. Es inte-
resante preguntarse qué influencia puede tener en un
informante las preguntas del etnógrafo o qué efecto
pueda suscitarle el hecho de que el mismo investigador
está siendo observado. Son frecuentes los casos en que
los grupos cambian su actitud en el momento en que el
etnógrafo se aleja de ellos, como se dan casos en que el
desarrollo de la relación entre el investigador y sus in-
formantes en la observación participante da la posibili-
dad de que las expresiones y los fenómenos sociales de

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los grupos se manifiesten sin ser modificados por esa
presencia temporánea de un extranjero que pretende es-
tudiarlos; presencia que condicionaba las prácticas so-
ciales anteriormente.

5. ¿Es posible una etnografía de las


manifestaciones?

Desde su confirmación como disciplina presuntamente


científica, la antropología académica ha favorecido indi-
rectamente la producción paralela de una etnografía que
podríamos definir como «extra académica», es decir, éti-
camente controvertida, científicamente inoportuna y
empíricamente inadecuada. Sin embargo, este tipo de
etnografía –cuyo objeto de análisis resulta ser a menudo
«la calle» y sus transeúntes imprevisibles– parece no lo-
grar ejercer un papel significativo en la elaboración de
un pensamiento antropológico consolidado. Excepción
hecha por los esporádicos y, en ocasiones, temerarios
trabajos realizados, la etnografía extra académica ha ido
acumulando largas décadas de retraso respecto a aquel
pensamiento antropológico que solemos reconocer como
académico, y que presumimos, por ende, oficial.
En esta dirección, Nicole Sindzingre (1986) afirma
que la antropología académica se habría configurado
como «una donadora de conceptos y métodos» hacia las
practicas etnográficas extra académicas pero, entre la
una y las otras, nunca ha existido una relación de inclu-
sión sino más bien de mera marginación. Asimismo, a
pesar de los excelentes trabajos realizados durante el si-
glo pasado por la Escuela de Chicago y, en general, por
la sociología urbana, han sido relativamente pocas las
ocasiones en las que los resultados obtenidos estudiando
«la calle» y sus apropiaciones colectivas, se utilicen para
la construcción de un conocimiento etnográfico más
amplio y propio de la antropología. De hecho, hubo que

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esperar a los años 1980 y 1990 para que se produjeran
los primeros cambios de tendencia significativos con el
paso de una producción simplemente etnográfica a una
antropológica, a saber, mediante la práctica de lo que
Marcus y Fischer (2000) definen como etnografía experi-
mental.
Sin embargo, en el caso del estudio de «la calle» y lo
que en ella acontece –en casos como el objeto de estudio
que nos ocupa: las reivindicaciones grupales en forma
de manifestaciones en espacios públicos–, esta defini-
ción o, mejor dicho, reelaboración de la etnografía, de-
bería entenderse en una acepción más amplia que la que
sugieren esos autores y, quizá, acercarse mucho más a lo
que Carla Bianco (1988) conceptualiza en términos de
etnografía tout court, es decir, como documentación pro-
ducida en el campo. Esta manera de entender la etnogra-
fía de «la calle» implicaría, una rearticulación teórico-
conceptual, y sobre todo empírica, de la relación clásica
entre observador y observado. La impostación antropo-
lógica tradicional considera que el «dato etnográfico» es
tal en tanto que suficientemente relevante respecto a un
«problema científico», así que una «información» se con-
vertiría en «dato» etnográfico-experimental solo cuando
quien la recibe esté desarrollando una operación cogni-
tiva de relevancia antropológica más general.
Frente a ello, se hace pertinente la siguiente pregun-
ta: ¿Es este enfoque siempre aplicable? ¿Cuál es el límite
–si realmente lo hubiera– entre la información etnográ-
fica y el dato antropológico? Es más, ¿Hasta qué punto
la relación observador/observado se mantiene como
conceptualmente valida? ¿Qué pasa cuando el etnógrafo,
en tanto que observador, acaba siendo él mismo obser-
vado por aquellos a quienes pretendía observar?
En la historia de la antropología, la práctica de la
observación participante prolongada ha ido de la mano
con el desarrollo de un análisis cualitativo cada vez más
refinado, basado en la interpretación de la cosmología

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de la «comunidad» estudiada y su propia estructura so-
cial (Geertz, 1992). Sin embargo, a pesar de nuestra pre-
sunción en considerarnos como etnógrafos que utilizan
y respetan un enfoque emic, no debemos pasar por alto
que, en realidad, nuestro proceso interpretativo se desa-
rrolla sobre la base de conceptos y exégesis de carácter
inevitablemente etic, es decir, subjetivo. Paralelamente a
estas cuestiones, como antropólogo uno se plantea tam-
bién hasta qué punto se pueden estudiar los propios «su-
jetos urbanos» a la manera de una comunidad social,
política y culturalmente uniforme o, lo que sería aún
peor, como una identidad de valor etnográfico exclusivo.
¿Realmente podemos analizar «la calle» y los sujetos que
se apropian de ella en términos de comunidad (de veci-
nos, residentes, comerciantes, manifestantes, etc.)? ¿O tal
vez sería preferible replantear los significados que el
propio concepto de comunidad recoge?
Como sabemos, el trabajo del antropólogo se en-
cuentra en las prácticas cotidianas de los sujetos sobre
los cuales se está llevando a cabo su investigación. Si
insistimos en la importancia de la familiaridad, como se
comenta más arriba, es muy probable que el propio et-
nógrafo acabe convirtiéndose en un sujeto más del gru-
po observado, y su tarea de observación acabe siendo
parte integrante de las prácticas cotidianas de dicho gru-
po. Es más, todo ello daría lugar, en ocasiones, a un ver-
dadero vuelco conceptual de la relación observador/ob-
servado, ya que el etnógrafo podría convertirse en objeto
de estudio de los que él mismo presumía estar estudian-
do. ¿Quién es el observador, y quién el observado? Pero
la paradoja no termina aquí. Si el etnógrafo consiguiera
mantener su papel de observador, es decir, como único
observador totalmente distanciado de los hechos que
ocurren a su alrededor, su producción antropológica po-
dría correr el riesgo de ser inoportuna, inconveniente y
hasta contraproducente de cara a las prácticas cotidianas
de los observados. Pensemos en un grupo de sujetos cu-

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yas prácticas sociales consisten en procurarse el sustento
mediante actividades consideradas «ilícitas»; o de un co-
lectivo de activistas empeñado en reivindicar una causa
cualquiera mediante acciones que lo convierten gratui-
tamente en un «grupo antisistema»; o de unos manifes-
tantes que se apropien de la calle mediante estrategias
etiquetadas de «kaleborroka».
Pues bien, mientras cualquiera de dichos grupos in-
tenta de diferentes formas y maneras hacerse «invisible»,
el antropólogo, a través de su investigación, los convier-
te en algo irremediablemente visible. A pesar del grado
de familiaridad alcanzado, o de la confianza obtenida
por el antropólogo día tras día, el dominio de la relación
observador/observado –que el grupo creía controlar– se
disipa o se ve traicionado a causa de la publicación del
trabajo etnográfico –he aquí otra paradoja–. Si los ob-
servados consideran que el observador no supo estable-
cer una familiaridad suficiente, éstos dirán que el etnó-
grafo ha difundido una imagen de ellos que no les
representa, y hasta podrán decir que se trata de una ima-
gen tan falsa e inventada como las que difunde el apara-
to mediático. En cambio, si los observados consideran
que el observador supo establecer una buena familiari-
dad, éstos dirán que el etnógrafo se ha «chivado» del dis-
curso y las practicas reservadas a los miembros del gru-
po. Parece ser, por lo tanto, que a lo largo del trabajo de
campo, la interpretación y la propia redacción, no pue-
de abstraerse del contexto en el cual se encuentra su-
mergido.
También, y en otro orden de apreciaciones, se hace
relevante destacar que en la gran mayoría de los casos
esa pertenencia al contexto se materializará de forma
ineludible, ya que el observador será en todo caso clasi-
ficado por parte del grupo observado como una forma de
alteridad, un «extraño», como un inoportuno fisgón o,
en el peor de los casos, como un policía, un periodista,
un funcionario, un trabajador social, etc. En definitiva, y

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ante la etnografía de «la calle», no debemos olvidar que
el propio campo etnográfico –por el que nos movemos y
actuamos– se configura como un enorme teatro de la
vida cotidiana (Goffman, 1989), donde la frontera entre
actor y espectador se desvanece y reformula constante-
mente hasta desaparecer. No basta con tener en cuenta
el hecho objetivo de que el observador siempre será un
observado, y que, a su vez, el observado siempre será
un observador. Ni se puede nunca prescindir de la cir-
cunstancia de que el mismo campo genera de por sí una
situación de enfrentamiento, en la cual el «grupo» de
pertenencia del observador –sea ello representado por la
academia, el colegio de periodistas, el cuerpo policial o
la administración, etc.– es, o era ya, objeto de una aten-
ta observación por parte del sujeto observado mucho an-
tes de la llegada del observador.
Llegamos así a otro aspecto de la paradoja etnográ-
fica: a medida que las dinámicas de familiaridad entre
observador y observado van desarrollándose, nos encon-
traríamos frente a una nueva relación de encuentro o
choque entre dos sistemas de estudio. Por un lado, una
aproximación epistemológica de corte académico, que
con toda probabilidad se revelará totalmente abstraída
de la cotidianeidad; por el otro, unas enseñanzas calleje-
ras que el grupo estudiado habrá ido practicando coti-
dianamente. Es fruto de esta relación de encuentro/cho-
que que emerge esa sensación de inadecuación que
advierte el etnógrafo en el campo. Sin embargo, dicha
sensación será también lo que permitirá que todos los
sujetos presentes en el teatro social adopten una fusión
de miradas para manejarse en la situación de enfrenta-
miento generada.
Si quisiéramos concretar a nivel metodológico lo
acabado de argumentar, podríamos hacerlo mediante las
mismas metáforas conceptuales utilizadas por tres de las
principales corrientes de la antropología académica: el
estructuralismo, la etnociencia y la hermenéutica. Mien-

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tras el estructuralismo mira al otro desde lo alto, y la et-
nociencia ve el mundo a través de los ojos del otro, la
hermenéutica, que tiene en cuenta su propia perspectiva
y la del otro, intenta en cambio alcanzar lo que autores
como Anne Salmond (1982) denominan fusión de hori-
zontes. Sin embargo, a pesar de que dicha fusión impli-
que una forma de coparticipación en el proceso cogniti-
vo que involucra tanto al observador como al observado,
ésta seguiría en todo caso dejando parcialmente irreso-
luta la cuestión de la inadecuación antropológica del in-
vestigador.
La relación que viene articulándose entre observador
y observado quedaría objetivamente decantada desde un
punto de vista meramente cuantitativo, puesto que el
número de observados siempre será mayor respecto al
observador. Ésta sufriría, además, una carencia cualitati-
va, ya que todos los observados de la calle mantienen
–invariablemente– una relación cotidiana con los obser-
vadores (antropólogos, trabajadores sociales, periodistas,
policías, etc.), pero no todos los observadores tienen o
mantienen una relación con los observados. En este sen-
tido, cada grupo de observados haría interaccionar sus
propias enseñanzas callejeras con los diferentes tipos de
epistemologías de los observadores. Así como observa-
dor y observado fusionan sus miradas dando forma al
enfoque hermenéutico, de la misma manera se hace prác-
ticamente imposible, dentro de la fuerte dimensión local
que posee «la calle», trazar un límite definido y absoluto
entre sujeto y objeto. El mismo Claude Lévy-Strauss
(1965) fue quien, hace ya casi 50 años, alertó al investi-
gador de esta imposibilidad afirmando que «en una cien-
cia en la que el observador posee la misma naturaleza de
su objeto, el mismo observador se constituye como parte
de su propia observación».
De ese modo, lo que se constituye como una debili-
dad intrínseca a la etnografía de «la calle» se convertiría
en la fuerza de esa sabiduría callejera que los grupos

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observados adquieren y practican cotidianamente. Sería,
de hecho, justamente esta carencia lo que haría que la
etnografía experimental de, en y por «la calle» asumiera
un carácter exclusivo, hasta caber dentro de la acepción
que la antropología interpretativa entiende en términos
de «escritura etnográfica experimental» (Clifford y Mar-
cus, 1986; Geertz, 1992). Esta peculiar forma de etno-
grafía, que en el caso particular de «la calle» se alimenta
de contextos altamente localizados, intrínsecamente efí-
meros y siempre cambiantes, pondría serios interrogan-
tes a la antropología de corte académico. Pero ello no
tiene que representar un límite, sino un recurso. Los an-
tropólogos dedicados a etnografiar «la calle» debemos
comunicar el carácter más flexible y más experimental
del trabajo de campo que nuestro trabajo de campo im-
plica, así como reivindicar cierta libertad de praxis etno-
gráfica, reflejándola en nuestros textos. Proponer nuevas
formas de escritura y aportar, desde cada rincón de lo
urbano, renovadas cuestiones teóricas y relaciones etno-
gráficas originales. De lo contrario, correríamos el riesgo
de sentirnos irremediablemente inoportunos, y justa-
mente a causa de una etnografía que alguien considerase
como «inadecuada».
Ahora bien, partiendo de estas premisas, que consti-
tuyen un contexto para el desarrollo de una metodología
etnográfica, nos preguntamos:
¿Se puede realmente adoptar una metodología etno-
gráfica para analizar fenómenos sociales como las mani-
festaciones de masa? ¿O lo que efectivamente pueda
producirse tenderá a circunscribirse en el ámbito de las
descripciones superficiales de lo que ocurre aparente-
mente ahí donde el investigador se encuentra?
Si la manifestación llega a producirse como puesta
en escena de los roles sociales en los momentos de rup-
tura o choque, con el objeto de restablecer un determi-
nado orden social en supuesto peligro, marcando una
diferencia entre grupos afines u opuestos: ¿Cómo pode-

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mos interrogar esta diferencia que se produce, para al-
canzar más profundidad en el significado de una tal
puesta en escena? ¿Podemos, por ejemplo, describir los
detalles de la construcción de una barricada o la organi-
zación y ejecución de una carga policial, fenómenos que
tienen influencia sobre la dinámica del fenómeno social
en examen sin caer –en nuestras explicaciones– en enga-
ñosas evaluaciones basadas en la dicotomía orden/de-
sorden? ¿Podemos prescindir de preguntar a los actores
qué piensan que están haciendo?

6. Sobre el terreno: superando los límites

Surgen preguntas en relación a la tríada etnógrafo, gru-


pos y relaciones preexistentes. Ciertamente, las manifes-
taciones están compuestas de personas que actúan indi-
vidualmente, otras en grupo, y muchas en combinación
de ambas. Los grupos son reconocibles y a veces conoci-
dos. Incluso el etnógrafo urbano puede tener alguna re-
lación con ellos, tanto por ser habitante de la ciudad y
por lo tanto interesado por su vida social, como por ser
algunos de estos grupos parte de sus estudios urbanos.
¿Qué tiene que hacer el etnógrafo en el caso en que
se encuentre con grupos de una forma u otra organiza-
dos, y que conoce o de los que participa? En primer lu-
gar, es determinante que esta posición o punto de partida
quede bien explicitada por el etnógrafo. En situaciones
de este tipo el etnógrafo observador no se puede alienar
o desaparecer en medio de la masa sin reconocer que,
por ejemplo, prefiere la observación de quienes sean
desconocidos, ya que de estos las descripciones serán
menos influenciables por un tipo de relación social pre-
existente, ha sido un acto voluntario.
Ello nos lleva a un problema ético general en rela-
ción a asumir el riesgo de exponer a personas al peligro
que sobre ellas pueda ejercerse por el hecho de ser reco-

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nocidas merced al informe etnográfico que podamos
producir: ¿Cómo relatar situaciones de ilegalidad o resis-
tencia a la policía? ¿Cómo relatar las prácticas y estrate-
gias de defensa y ataque? ¿Acaso no se expone a las
personas y grupos observados a graves implicaciones
que pueden trascender al interés científico de nuestra
investigación a merced de aquello que podamos recoger
y analizar? ¿Qué decimos y qué omitimos? ¿Dónde están
los límites? Y más: si lo miramos desde la perspectiva de
las personas observadas en sus actos en una manifesta-
ción: ¿Cómo podemos estar seguros que el producto de
nuestro análisis satisface a los actores en relación a no
traicionar los significados de sus acciones, y al mismo
tiempo no las expone al peligro de ser potencialmente
incriminadas por las mismas? ¿Cómo podemos evitar
que nuestro informe de investigación acabe siendo muy
parecido a un informe delatorio.
Como en cada experiencia de antropología urbana o
del conflicto urbano, se identifica en tanto que antropó-
logos una doble responsabilidad política: respecto a
aquello y aquellos a quienes estudiamos y respecto a los
que nos leerán. Es por esto que tenemos que reconocer
las implicaciones éticas y políticas de la antropología sin
por ello decantarnos por un bando o por el otro median-
te un activismo antropológico radical.
Estos interrogantes, nos llevan a abordar el papel del
antropólogo en cuanto a activista, es decir, bajo la con-
sideración de que su intervención no solo se limita al rol
de observador/participante, sino que, en determinadas
ocasiones, comparte los objetivos y las acciones que se
están investigando.
Ni que decir tiene que, existiendo un replanteamien-
to de la antropología como ciencia, ir un poco más allá
y considerar el papel del antropólogo en tanto que acti-
vista, podría suponer, para algunos, un límite insupera-
ble. Difícilmente, en determinados ámbitos académicos,
sería aceptable un posicionamiento tal.

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Existen algunos autores, como Michael Herzfeld
(2010), que no solo no rehúyen el trabajo de campo, sino
que además consideran a la implicación y el compromi-
so activista como elementos altamente válidos a la hora
de llevar a cabo una etnografía. Herzfeld responde a to-
dos aquellos que critican el compromiso con el objeto de
estudio con argumentos en positivo, señalando que tal
implicación, de hecho, le ha permitido acceder a un tipo,
calidad y cantidad de información que, de otra manera,
no habría podido obtener. Tal y como señala en uno de
sus trabajos, en relación a un conflicto desarrollado en
Bangkok con ocasión del intento gubernamental de des-
plazar a una comunidad de un paraje considerado mo-
numento nacional,

este compromiso me permitió acceder a la información (el uso


de la palabra mucho mejor que la provisión de datos). De otra
manera nunca se me ha permitido adquirirlos, sobre todo des-
pués de haberme unido a su atrincherada comunidad el día en
que pensaban que las autoridades estaban a punto de «invadir-
les» con repercusiones posiblemente violentas e incluso fatales
(Herzfeld, 2010, p. 261).2

Otros autores, como Layton (1996),3 nos recuerdan


que la antropología y el activismo, o el advocacy, se en-
contrarían indisolublemente relacionados ya que si la an-
tropología es capaz de presentar formas de vida, así como
los puntos de vista, de colectivos o grupos sociales dife-
rentes al del antropólogo, por sí mismo ya da pie a pro-
ducir transformaciones en la vida social de estos últimos.4
Abundando en esta orientación, George Condominas
confesaba, en las primeras páginas de Lo exótico es coti-

2. La traducción es nuestra.
3. Citado por Peter Kellet (2009).
4. A destacar, en este sentido, la reciente monografía escrita por S.
Portelli (2015) La ciudad horizontal. Urbanismo y resistencia en un barrio de
casas baratas de Barcelona, Edicions Bellaterra, Barcelona.

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diano (1991 [1973]), su intento por espantar la sombra
de cualquier duda sobre el carácter científico de su obra
mediante la exposición de las condiciones personales en
las que ésta había sido llevada a cabo.5 Pretendía así, en
cierta medida y en la senda de la gran tradición de la et-
nografía clásica francesa –Griaule, Leiris, Lévi-Strauss–,
alertar al lector de la refracción que inevitablemente
conlleva toda aproximación etnográfica.
La idea, por tanto, sería que la objetividad, el carác-
ter válido de toda investigación antropológica, no se ha-
lla tanto en la simplificación o en la negación de los
procesos –sean estos desarrollados durante el trabajo de
campo o a lo largo de la posterior tarea de construcción
del relato–, sino precisamente en reconocer todo lo con-
trario (Marrero, 2008).
Llegados a este punto, y bajo el interés de la propia
investigación, no se trata ya tanto de cuestionar la vali-
dez del trabajo de campo, de perdernos en debates esté-
riles sobre el propio concepto de cultura o de poner en
duda la posibilidad de realizar una antropología desde
el compromiso y la implicación, sino, más bien, de la
disyuntiva entre trasladar o soslayar dicho compromiso
desarrollado durante la investigación en su resultado fi-
nal, esto es, la monografía, de forma que ésta pueda se-
guir amparándose bajo el paraguas de la antropología
como disciplina científica y sin olvidar que, tal y como
señala Donna Haraway (1995, p. 328), solamente la
perspectiva parcial promete una visión objetiva.
Así pues: ¿qué estrategias, planteamientos, discur-
sos, argumentos o presentaciones se pueden articular
para aprovechar al máximo dichas consideraciones? Por

5. «[…] He creído provechoso desmontar mis propios mecanismos y


describir las etapas que me fueron conduciendo a la experiencia que debo
escribir, con el fin de poder aportar así a aquellos que utilizarán los resulta-
dos de mis investigaciones los medios para determinar exactamente la parte
de elementos subjetivos que se han deslizado […]» (Condominas, 1991
[1965], p. 40).

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un lado, y como no podría ser de otra forma, la propues-
ta pasa por la más absoluta de las sinceridades, abriendo
el relato de la investigación bajo la premisa de la parti-
cipación activa en el hecho estudiado. No tratar de ocul-
tar en ningún momento que tal aspecto se está llevando
a cabo, sino enfrentarlo directamente a la consideración
del lector, aunque aclarando, también desde el principio,
que se han considerado y adoptado las premisas necesa-
rias para mantener el debido rigor científico. De esta
manera, se dejaría al examen y consideración del lector
evaluar el valor del texto, hasta qué punto la interpreta-
ción y el análisis de los hechos presentados se ajustan
directamente a la realidad desde la certeza de que el
autor en ningún momento ha «engañado» u «ocultado»
al mismo su participación activa en los aconteceres. Por
otra, y como no podría ser de otra manera, a través de
las aportaciones etnográficas rigurosas que, desde el tra-
bajo y el rigor, sigan aportando conocimiento sobre lo
urbano a la antropología.

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