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ELEMENTOS BORGEANOS
http://cvc.cervantes.es/actcult/borges/conceptos/10b.htm

El libro

El libro, como el laberinto, la biblioteca o el jardín, es un ovillo que se va


deshaciendo, un camino en el que encontramos senderos que se
bifurcan, destinos posibles por los que transitamos mediante la imaginación y
es justo en esa posibilidad de vivir otras vidas donde Borges encuentra una de
las mayores fuentes de felicidad que les fue dado disfrutar a los seres
humanos, concepto lúdico de la lectura que retoma de Montaigne. El libro es
un objeto de culto que vino a reemplazar a la palabra oral, alada fluida y
liviana, como lo fue para Platón. Para los antiguos, la palabra escrita era
duradera, pero muerta. No para Borges, que siente que el libro es una obra
divina, algo que se lee para la memoria y nos ofrece un universo vivo cada vez
que abrimos sus páginas. Su cercanía, su textura, su olor a tiempo ejerce sobre
él un poderoso influjo. Los libros que él escribe, y los que lee, son una
extensión de su ser, no saben que existe, pero lo expresan en sus páginas.

El libro

Yo sigo jugando a no ser ciego, yo sigo comprando libros, yo sigo


llenando mi casa de libros. Los otros días me regalaron una edición del
año 1966 de la Enciclopedia de Brokhause. Yo sentí la presencia de ese
libro en mi casa, la sentí como una suerte de felicidad. Ahí estaban los
veintitantos volúmenes con una letra gótica que no puedo leer, con lo
mapas y grabados que no puedo ver; y sin embargo, el libro estaba ahí.
Yo sentía como una gravitación amistosa del libro. Pienso que el libro es
una de las posibilidades de felicidad que tenemos los hombres.
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Se habla de la desaparición del libro; yo creo que es imposible. Se dirá qué


diferencia puede haber entre un libro y un periódico o un disco. La diferencia es
que un periódico se lee para el olvido, un disco se oye asimismo para el olvido,
es algo mecánico y por lo tanto frívolo. Un libro se lee para la memoria.

«El libro», Borges oral,


Barcelona, Bruguera, 1983, págs. 24-25.

Elementos borgeanos

La biblioteca

Como el solitario habitante de Babel, Borges vivió rodeado de libros. Y es que


el universo para él es una biblioteca compuesta de un número indefinido e
infinito de libros, de galerías hexagonales. El universo no es más que libros que
remiten a otros libros, letra sobre letra, discursos que se tejen y constituyen la
materia del ser. Prisionero entre los anaqueles, el lector se pierde dentro de
ese laberinto, preguntándose si en verdad el mundo existe más allá de esos
muros o es apenas una extensión dudosa de la que sólo se tiene una cifra, el
número de libros de cada anaquel. Obra del azar o de demiurgos malévolos, el
hombre es un bibliotecario imperfecto. En cambio, ese universo de anaqueles
con sus enigmáticos tomos y sus infatigables escalones, sólo puede ser obra
de un Dios.

La biblioteca de Babel
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Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera


impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron
señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial
cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba
justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la
esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de
apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre
del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de
codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escalera arriba,
urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos
disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones se
estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo
de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas.

«La biblioteca de Babel», Obras Completas,


Buenos Aires, Emecé, 1989, vol. I, pág. 468

Elementos borgeanos

El Aleph

Ese Aleph que Borges encuentra en la calle Garay llega a enloquecer y a matar
a la persona que tiene el privilegio de verlo. Es un pequeño espejo, una esfera
a través de la cual percibimos ese infinito del que no podemos dar cuenta
mediante un elemento finito como el lenguaje. El descenso al sótano es
entonces algo tan siniestro y extraordinario como insoportable, pues el
incesante pasar de las imágenes y la percepción simultánea de diversas
dimensiones del universo sobrepasa la humana condición. No sabemos si El
Aleph sirvió para paliar su mal de amores. El cuento, dedicado a Estela Canto,
su novia de entonces, que había impuesto, al parecer unas condiciones difíciles
para él, conjura una de las obsesiones de Borges, la escisión entre el amor
carnal y el amor etéreo, que como en un juego de espejos fluye en una
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interminable secuencia de tiempos y espacios. Puede pensarse que el


descenso al sótano, como sugiere algún crítico, evoca escenas de la Divina
Comedia y el romántico Borges, como Dante, baja a rescatar a Beatriz que lo
espera en el infierno.

El Aleph

En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera


tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego
comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos
espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres
centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño.
Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo
claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi
el alba y la tarde, vi la muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en
el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi
interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos
los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler
las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en
Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi
convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en
Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo,
vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde
antes hubo un árbol [...]

«El Aleph», Obras Completas,


Buenos Aires, Emecé, 1989, vol. I, pág. 625

Elementos borgeanos

El tigre
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¿Envió Dios a los rebeldes un cordero o un tigre? Ésa es la pregunta que


Harold Bloom se hace ante El Tigre que en las Canciones de inocencia y de
experiencia incluye William Blake. Borges escoge al tigre de fuego de las
Canciones y no al pobre tigre andrajoso, desaliñado y triste del dibujo con el
que Blake acompaña su poema. El tigre del dibujo no interesa a Borges,
porque es un tigre que simboliza la realidad cotidiana. Le interesa el tigre de
oro, el tigre metáfora de un sol encarcelado, el tigre metáfora de Draupnir que
engendra la crueldad de lo eterno. A la ceguera del tiempo sólo le es permitido
un color: el del oro de los tigres, de los ponientes, de los mediodías gloriosos,
de los cabellos dorados que cantan los grandes poemas de amor, esos
grandes poemas de amor que también son este poema.

El oro de los tigres

Hasta la hora del ocaso amarillo


Cuántas veces habré mirado
Al poderoso tigre de Bengala
Ir y venir por el predestinado camino
Detrás de los barrotes de hierro,
Sin sospechar que eran su cárcel.
Después vendrían otros tigres,
E1 tigre de fuego de Blake;
Después vendrían otros oros,
E1 metal amoroso que era Zeus,
E1 anillo que cada nueve noches*
Engendra nueve anillos y estos, nueve,
Y no hay un fin.
Con los años fueron dejándome
Los otros hermosos colores
Y ahora sólo me quedan
La vaga luz, la inextricable sombra
Y el oro del principio.
Oh ponientes, oh tigres, oh fulgores
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Del mito y de la épica,


Oh un oro más precioso, tu cabello
Que ansían estas manos.

*Para el anillo de las nueve noches, el curioso lector puede interrogar el


capítulo 49 de la Edda Menor, el hombre del anillo era Draupnir.

«El oro de los tigres», Obras Completas,


Buenos Aires, Emecé,1989, vol. II, pág. 517.

Elementos borgeanos

La brújula

La brújula y la muerte, la brújula y el misterio del mundo, la orientación en los


entresijos del destino. Alguien o algo escribe cada día el guión de la existencia,
de la vida de los hombres, desde Roma o Cartago hasta hoy mismo. Y en el
centro el enigma, el azar, la discordia de Babel.

Una explicación literaria de los misterios del mundo necesita de la apoyatura


fenomenológica: la esencia permanece detrás de las apariencias, detrás del
nombre está su «más allá», lo que no se nombra, y la brújula nos ofrece el
instante en que puede entreverse esa dirección, ese sentido. En el papel, la
brújula marca los puntos cardinales del artificio, los confines del arte.

Una brújula

A Esther Zemboráin de Torres

Todas las cosas son palabras del


Idioma en que Alguien o Algo, noche y día.
Escribe esa infinita algarabía
Que es la historia del mundo. En su tropel
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Pasan Cartago y Roma, yo, tú, él,


Mi vida que no entiendo, esta agonía
De ser enigma, azar, criptografía
Y toda la discordia de Babel.

Detrás del nombre hay lo que no se nombra;


Hoy he sentido gravitar su sombra
En esta aguja azul, lúcida y leve,

Que hacia el confín de un mar tiende su empeño,


Con algo de reloj visto en un sueño
Y algo de ave dormida que se mueve.

«El otro, el mismo», Obras Completas,


Buenos Aires, Emecé, 1989, vol. II, pág. 253

Elementos borgeanos

Las monedas

«El libro de los libros» es también el libro, un libro en el que lo sagrado y lo


profano se confunden. Las monedas dictan el destino de los hombres: el
destino del amor divino, pero también humano; el destino de la traición
miserablemente recompensada, el peso de la culpabilidad. ¿Quién tensa el
arco y dispara sin recordar que lo ha tensado y disparado muchas veces
antes? ¿Un soldado de oro? ¿El arquero pintado en aquel vaso oriental? ¿El
guerrero que acompaña al libertador uruguayo, al «treinta y tres caballero
oriental»? ¡Quién sabe! Las monedas caen sobre la mesa y el destino de los
hombres queda irremediablemente escrito en su dibujo.

Unas monedas

Génesis, 9.13
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El arco del Señor surca la esfera


Y nos bendice. En el gran arco puro
Están las bendiciones del futuro,
Pero también está mi amor, que espera

Mateo, 27.9

La moneda cayó en mi hueca mano.


No pude soportarla, aunque era leve,
Y la dejé caer. Todo fue en vano.
El otro dijo: Aún faltan veintinueve.

Un soldado de Oribe

Bajo la vieja mano, el arco roza


De un modo transversal la firme cuerda.
Muere un sonido. El hombre no recuerda
Que ya otra vez hizo la misma cosa.

«La moneda de hierro», Obras Completas,


Buenos Aires, Emecé, 1989, vol. II, pág. 150.

Elementos borgeanos

El puñal

Otra vez la sincera intimidad con los objetos. La fascinación que produce en
Borges su ausencia de vida, que es por otra parte la medida de su grandeza, la
condición de su inmortalidad. Pero el puñal es algo más también: es el
mensajero de la muerte, el ariete incansable de la historia humana, tanto en
sus grandezas como en sus traiciones. Un puñal son todos los puñales, desde
aquellos que abatieron a César hasta estos otros que empuñan, temerosos, los
rufianes en los arrabales de las grandes ciudades. Mas !qué inutilidad, qué
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sinsentido el del puñal abandonado en el cajón del escritorio sin una mano que
le transfunda su sangre criminal!

El puñal

En un cajón hay un puñal.


Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado;
Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que
lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo
tuvo alguna vez en la mano.
Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se
advierte que hace mucho que lo buscaban;
la mano se apresura a apretar la empuñadura
que la espera; la hoja obediente y poderosa
juega con precisión en la vaina.
Otra cosa quiere el puñal.
Es más que una estructura hecha de metales; los
hombres lo pensaron y lo formaron para un
fin muy preciso; es de algún modo eterno,
el puñal que anochece mató a un hombre en
Tacuarembó y los puñales que mataron a
César. Quiere matar, quiere derramar brusca
sangre.
En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas,
interminablemente sueña el puñal su sencillo
sueño del tigre, y la mano se anima cuando
lo rige porque el metal se anima, el metal
que presiente en cada contacto al homicida
para quien lo crearon los hombres.
A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan
impasible o inocente soberbia, y los años pasan inútiles

Obra Poética, 1923-1970,


Madrid, Alianza Tres Emecé, 1977, págs. 81-82
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Elementos borgeanos

El laberinto

Todo ser vive en un oscuro laberinto y todo ser espera la embestida de un


temible Acteón. Todo ser espera y busca su Ariadna para alimentar la
esperanza del regreso y la felicidad en el caso de una victoria sobre la fiera del
destino. Ésa es la idea rara que nos provoca el espejo, la perplejidad, y que
nos construye la literatura. Y el juego de esa idea. Porque la literatura es
también un «maze viviente» , un laberinto de juguete, un laberinto artificial. El
resultado de un libro que se mira en el espejo de otro libro y éste en el
siguiente y así incesantemente hasta el final de los tiempos, o ¿hasta el
comienzo? Porque nada existe, nada debe esperarse, ni siquiera la embestida
de la fiera del arte o la inmortalidad. Tampoco vendrá nunca ningún Teseo,
nadie nos liberará de esta condena.

Laberinto

No habrá nunca una puerta. Estás adentro


Y el alcázar abarca el universo
Y no tiene ni anverso ni reverso
Ni externo muro ni secreto centro.
No esperes que el rigor de tu camino
Que tercamente se bifurca en otro,
Que tercamente se bifurca en otro,
Tendrá fin. Es de hierro tu destino
Como tu juez. No aguardes la embestida
Del toro que es un hombre y cuya extraña
Forma plural da horror a la maraña
De interminable piedra entretejida.
No existe. Nada esperes. Ni siquiera
En el negro crepúsculo la fiera.
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«Elogio de la sombra», Obras Completas,


Buenos Aires, Emecé, 1989, vol. II, pág. 364

LOS DOS REYES Y LOS DOS


LABERINTOS
[Minicuento - Texto completo.]

Jorge Luis Borges

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros
días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y
magos y les mandó a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones
más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa
obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones
propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte
un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad
de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y
confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y
dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de
Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo
daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus
alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo
sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima
de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: “Oh,
rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en
un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el
Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que
subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que
veden el paso.” Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del
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desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con aquel que no
muere.

La casa de Asterión, Jorge Luis Borges

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura.


Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es
verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo
número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los
animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el
bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo
hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que
declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que
no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión,
soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que hoy
hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes
de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe,
caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el
sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron
que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se
encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras.
Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no
puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a


otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de
la escritura. Loas enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu,
que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una
letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a
leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.
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Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir,


corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la
sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay
azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora
puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa.
(A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando
he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión.
Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes
reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora
desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o
Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se
bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado eso juegos, también he meditado sobre la casa. Todas


las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay
un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los
pesebres, abrevaderos, patios, aljibes, la casa es del tamaño del mundo; mejor
dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y
polvorientas galerías de piedra gris, he alcanzado la calle y he visto el templo
de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me
reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo
está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que
parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo
he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de
todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro
alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen
sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los
cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son,
pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez
llegaría mi redentor, Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que
vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara los
rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con
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menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto.


¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O
será como yo?

El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un

vestigio de sangre.

-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.

Elementos borgeanos

El espejo

El espejo es la mejor metáfora de la poesía, que es siempre otra y la misma,


incesantemente. Por eso es también la imagen que produce vértigo que
conduce al horror, al pánico. Forman parte de nuestra vida cotidiana, nos
hemos acostumbrado a ellos, pero, como señalaba el propio Borges, «hay algo
de temible en esa duplicación visual de la realidad». Pero el espejo incesante
genera un frenesí de espejos, un «laberinto», «el símbolo más evidente de la
perplejidad» y el modelo estructural de la literatura moderna. Una idea rara:
efectivamente «la idea de construir un edificio de una arquitectura cuyo fin sea
que se pierda la gente y que se pierda el lector...es una idea rara», sin embargo
es la idea sobre la que Jorge Luis Borges ha edificado su literatura.

Al espejo

¿Por qué persistes, incesante espejo?


¿Por qué duplicas, misterioso hermano,
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El menor movimiento de mi mano?


¿Por qué en la sombra el súbito reflejo?
Eres el otro yo de que habla el griego
Y acechas desde siempre. En la tersura
Del agua incierta o del cristal que dura
Me buscas y es inútil estar ciego.
El hecho de no verte y de saberte
Te agrega horror, cosa de magia que cosas
Multiplicar la cifra de las cosas
Que somos y que abarcan nuestra suerte.
Cuando esté muerto, copiarás a otro
y luego a otro, a otro, a otro, a otro...

«La rosa profunda», Obras Completas,


Buenos Aires, Emecé, 1989, vol. II, pág. 110.

Elementos borgeanos

El ajedrez

El juego de los juegos, el juego de la inteligencia que es la metáfora del mundo


y su creador. Un juego que quizá nació en la legendaria Atlántida y que ha
permanecido hasta nuestros días como el más excelso de los juegos, como un
combate capaz de abolir el azar, como el juego infinito. Los antiguos caballeros
a los que la crueldad del tiempo y las batallas redujo a sus monturas, negros o
blancos, agresivos, marcan el nervio del combate entre los contendientes; los
antaño marfiles de los elefantes, hoy sólo alfiles, pálidas sombras de los
caballeros desmontados, no saben qué manos son las que gobiernan sus
destinos. ¿Y si fuesen dos dioses despóticos y crueles los que diariamente
juegan la partida de nuestras vidas? ¿Y si otros dos dioses se mirasen en el
espejo de estos dos primeros?¿Y si...?
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Ajedrez

En su grave rincón, los jugadores


Rigen las lentas piezas. E1 tablero
Los demora hasta el alba en su severo
Ámbito en que se odian dos colores.

Adentro irradian mágicos rigores


Las formas: torre homérica, ligero
Caballo, armada reina, rey postrero,
Oblicuo alfil y peones agresores.

Cuando los jugadores se hayan ido,


Cuando el tiempo los haya consumido,
Ciertamente no habrá cesado el rito.

En el Oriente se encendió esta guerra


Cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito.

«El hacedor», Obras Completas,


Buenos Aires, Emecé, 1989, vol. II, pág. 191

Elementos borgeanos

El reloj de arena

El tiempo, materia deleznable. Pero sobre todo imperfecto en la percepción que


los seres humanos podemos tener de él. Sólo existe para nosotros en una
delgada línea, en una sucesiva cascada de pequeños granos de arena. «El
tiempo transcurriendo en medio de la noche», como diría Tenysson, y como dijo
Borges, «el enigma esencial». Porque si supiésemos qué es el tiempo
entonces sabríamos qué somos y quiénes somos. Así que, antes que relojeros,
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constructores de un tiempo más completo, circular, simultáneo, paralelo,


mágico, un tiempo literario, creativo. ¿Quién soy? ¿qué soy? ¿qué estoy
haciendo?

El reloj de arena

Esta bien que se mida con la dura


Sombra que una columna en el estío
Arroja o con el agua de aquel río
En que Heráclito vio nuestra locura

El tiempo, ya que al tiempo y al destino


Se parecen los dos: la imponderable
Sombra diurna y el curso irrevocable
Del agua que prosigue su camino.

Está bien, pero el tiempo en los desiertos


Otra substancia halló, suave y pesada,
Que parece haber sido imaginada
Para medir el tiempo de los muertos.

Surge así el alegórico instrumento


De los grabados de los diccionarios,
La pieza que los grises anticuarios
Relegarán al mundo ceniciento

Del alfil desparejo, de la espada


Inerme, del borroso telescopio,
Del sándalo mordido por el opio,
Del polvo, del azar y de la nada.

¿Quién no se ha demorado ante el severo


Y tétrico instrumento que acompaña
En la diestra del dios a la guadaña
Y cuyas líneas repitió Durero?
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Por el ápice abierto el cono inverso


Deja caer la cautelosa arena,
Oro gradual que se desprende y llena
El cóncavo cristal de su universo.

Hay un agrado en observar la arcana


Arena que resbala y que declina
Y, a punto de caer, se arremolina
Con una prisa que es del todo humana

«El hacedor», Obras Completas,


Buenos Aires, Emecé, 1989, vol. II, pág. 189.
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Conceptos borgeanos

La eternidad

Desde que Ireneo la inauguró, la eternidad cristiana empezó a diferir de la


Alejandrina. De ser un mundo aparte se acomodó a ser uno de los diecinueve
atributos de la mente de Dios. Librados a la veneración popular, los arquetipos
ofrecían el peligro de convertirse en divinidades o en ángeles; no se negó por
consiguiente su realidad —siempre mayor que la de las meras criaturas— pero
se los redujo a ideas eternas en el Verbo hacedor. A ese concepto de los
universalia ante res viene a parar Alberto Magno: los considera eternos y
anteriores a las cosas de la Creación, pero sólo a manera de inspiraciones o
formas. Cuida muy bien de separarlos de los universalia in rebus, que son las
mismas concepciones divinas ya concretadas variamente en el tiempo, y —
sobre todo— de los universalia post res, que son las concepciones
redescubiertas por el pensamiento inductivo. Las temporales se distinguen de
las divinas en que carecen de eficacia creadora, pero no en otra cosa; la
sospecha de que las categorías de Dios pueden no ser precisamente las del
latín, no cabe en la escolástica... Pero advierto que me adelanto.

Tomado de Historia de la eternidad. Obras Completas,


Buenos Aires, Emecé, 1989, vol. I, págs. 360-361

Conceptos borgeanos

El tiempo

Se ha dicho que si el tiempo es infinito, el número infinito de vidas hacia el


pasado es una contradicción. Si el número es infinito ¿cómo una cosa infinita
puede llegar hasta ahora? Pensamos que si un tiempo es infinito, creo yo, ese
tiempo infinito tiene que abarcar todos los presentes y, en todos los presentes,
¿por qué no este presente, en Belgrano, en la Universidad de Belgrano,
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ustedes conmigo, juntos? ¿Por qué no ese tiempo también? Si el tiempo es


infinito, en cualquier instante estamos en el centro del tiempo.

Tomado de Borges oral, Barcelona, Bruguera, 1983, pág. 38.

Conceptos borgeanos

La escritura

[...] Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi Dios confiando el


mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin
fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo
recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando
horror a los prados y a los rebaños para conservar un dibujo. En la otra celda
había un jaguar; en su vecindad percibí una confirmación de mi conjetura y un
secreto favor.

Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas.


Cada ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente
la negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos;
otras formaban rayas transversales en la cara interior de las piernas; otras,
anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra.
Muchas tenían bordes rojos.

Tomado de «La escritura de Dios», en El Aleph, Obras Completas,


Buenos Aires, Emecé, 1989, Vol. I, pág. 597.

Conceptos borgeanos

La memoria

En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte,
sino cada una de las veces que la había percibido e imaginado. Resolvió
reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que
definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de
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que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la
hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la
niñez.

Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural
de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo)
son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar
o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz
de ideas generales, platónicas.

Tomado de «Funes el memorioso», en Ficciones, Obras Completas,


Buenos Aires, Emecé, 1989, vol. I, pág. 489-490.

Conceptos borgeanos

La muerte

A.—Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera


sin encender la lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una
dulzura más convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernández
repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del
todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede
sucederle a un hombre. Yo jugaba con la navaja de Macedonio; la abría y la
cerraba. Un acordeón vecino despachaba infinitamente la Cumparsita, esa
pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron
que es vieja... Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos para discutir
sin estorbo. Z (burlón). —Pero sospecho que al final no se resolvieron. A (ya en
plena mística). —Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos.

Tomado de «Diálogo sobre un diálogo», en El hacedor, Obras Completas,


Buenos Aires, Emecé, 1989, vol. II, pág. 162

Conceptos borgeanos
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El sueño

[...] sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo


despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos
higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado
con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío
del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con
hojas desconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería


soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la
realidad.

Tomado de «Las ruinas circulares», en Ficciones, Obras Completas,


Buenos Aires, Emecé, 1989, vol. I, pág. 451

Conceptos borgeanos

Dios

Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre


es, a la larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más
que un sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansable laberinto de
sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad,
bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente,
bendije la tiniebla y la piedra.

Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar, ocurrió la unión de la


divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite
sus símbolos; hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha
percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una rueda
altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en
todas partes, a un tiempo. Esa rueda estaba hecha de agua, pero también de
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fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas


las cosas que serían, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa
trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra.

Tomado de «La escritura de Dios», en El Aleph, Obras Completas,


Buenos Aires, Emecé, 1989, vol. I, págs. 598-599.

Conceptos borgeanos

La violencia

Una tarde en la vida pareja de ese hombre ocurre un hecho insólito: en la


pulpería le notician que ha llegado una carta para él. Don Wenceslao no sabe
leer; el pulpero descifra con lentitud una ceremoniosa misiva, que tampoco ha
de ser de puño y letra de quien la manda. En representación de unos amigos
que saben estimar la destreza y la verdadera serenidad, un desconocido
saluda a don Wenceslao, mentas de cuya fama han atravesado el Arroyo del
Medio y le ofrece la hospitalidad de su humilde casa, en un pueblo de Santa
Fe. Wenceslao Suárez dicta una contestación al pulpero; agradece la fineza,
explica que no se anima a dejar sola a su madre, ya muy entrada en años, e
invita al otro al Chivilcoy, a su rancho, donde no faltan un asado y unas copas
de vino. Pasan los meses y un hombre en un caballo aperado de un modo algo
distinto al de la región pregunta en la pulpería las señas de la casa de Suárez.
Éste, que ha venido a comprar carne, oye la pregunta y le dice quién es; el
forastero le recuerda las cartas que se escribieron hace un tiempo. Suárez
celebra que el otro se haya decidido a venir, luego se van los dos a un campito
y Suárez prepara el asado. Comen y beben y conversan. ¿De qué? Sospecho
que de temas de sangre, de temas bárbaros, pero con atención y prudencia.
Han almorzado y el grave calor de la siesta carga sobre la tierra cuando el
forastero convida a don Wenceslao a que se hagan unos tiritos. Rehusar sería
una deshonra. Vistean los dos y juegan a pelear al principio, pero Wenceslao
no tarda en sentir que el forastero se propone matarlo.

Tomado de Evaristo Carriego, Obras Completas,


Buenos Aires, Emecé, 1989, vol. I, págs. 166-167
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Conceptos borgeanos

La realidad

He acumulado transcripciones de los apologistas del idealismo, he prodigado


sus pasajes canónicos, he sido iterativo y explícito, he censurado a
Schopenhauer (no sin ingratitud), para que mi lector vaya penetrando en ese
inestable mundo mental. Un mundo de impresiones evanescentes; un mundo
sin materia ni espíritu, ni objetivo ni subjetivo; un mundo sin la arquitectura ideal
del espacio; un mundo hecho de tiempo, del absoluto tiempo uniforme de los
Principia; un laberinto infatigable, un caso, un sueño. A esa casi perfecta
disgregación llegó David Hume.

Admitido el argumento idealista, entiendo que es posible —tal vez inevitable—


ir más lejos. Para Hume no es lícito hablar de la forma de la luna o de su color;
la forma y el color son la luna; tampoco puede hablarse de las percepciones de
la mente, ya que la mente no es otra cosa que una serie de percepciones. El
pienso, luego soy cartesiano queda invalidado; decir pienso es postular el yo,
es una petición de principio; Lichtenberg, en el siglo XVIII, propuso que en lugar
de pienso, dijéramos impersonalmente piensa, como quien dice truena o
relampaguea . Lo repito: no hay detrás de las caras un yo secreto, que
gobierna los actos y que recibe las impresiones; somos únicamente la serie de
esos actos imaginarios y de esas impresiones errantes.

Tomado de Otras Inquisiciones, Obras Completas,


Buenos Aires, Emecé, 1989, vol. II, pág. 139.

Conceptos borgeanos

La metafísica

En los libros herméticos está escrito que lo que hay abajo es igual que lo que
hay arriba, y lo que hay arriba, igual que lo que hay abajo. En el Zohar, que el
mundo inferior es reflejo del superior. Los histriones fundaron su doctrina sobre
una perversión de esa idea. Invocaron a Mateo 6:12 («perdónanos nuestras
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deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores») y 11:12 («el reino


de los cielos padece fuerza») para demostrar que la tierra influye sobre el cielo,
y a I Corintios 13:12 («vemos ahora por espejo, en oscuridad») para demostrar
que todo lo que vemos es falso. Quizá contaminados por los monótonos,
imaginaron que todo hombre es dos hombres y que el verdadero es el otro, el
que está en el cielo. También imaginaron que nuestros actos proyectan un
reflejo invertido, de suerte que si velamos, el otro duerme, si fornicamos, el otro
es casto, si robamos, el otro es generoso. Muertos, nos uniremos a él y
seremos él.

Tomado de «Los teólogos», en El Aleph, Obras Completas,


Buenos Aires, Emecé, 1989, vol. I, pág. 553

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