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UNIVERSIDAD NACIONAL AGRARIA LA MOLINA

CURSO: Sociedad y Cultura del Perú

PROFESOR: José Vilcapoma

NOMBRE: Christian

APELLIDOS: Neciosup Huillca

CÓDIGO: 20180056

TEMA: Los 5 Virreyes del Perú y ¿Qué son las cofradías en el siglo XVI?

2019-1
LOS 5 VIRREYES DEL PERÚ

1. BLASCO NÚÑEZ DE VELA (1544 - 1546)

(Ávila, 1495 - Añaquito, 1546) Administrador colonial español. Primer virrey de Perú
(1544), aplicó las Nuevas Leyes (1542), lo que le atrajo la enemistad de los conquistadores
españoles y los oidores de la Audiencia. Ignorando su autoridad, la Audiencia de Lima le
depuso y desterró, nombrando a Gonzalo Pizarro gobernador de Perú. Con un grupo de
seguidores se enfrentó a Pizarro en Añaquito, pero fue vencido y pereció en el combate.

Después de hacer la carrera militar en España e intervenir en algunas campañas europeas,


en 1543 fue nombrado por Carlos V primer virrey del virreinato del Perú, con el expreso
cometido de aplicar las Leyes Nuevas. Con esta nueva legislación, que había sido
promulgada el 20 de noviembre de 1542, la monarquía española quiso poner coto al poder y
los abusos de los encomenderos y afianzar más sólidamente su autoridad, y también velar
por la población nativa, influida en esto último por la prédica de Bartolomé de las Casas,
tenaz defensor de los derechos de los indígenas en América y crítico virulento de los
encomenderos.

Blasco Núñez Vela llegó el 15 de mayo de 1544 a la ciudad de Lima, a la sazón atenazada
por las disensiones y disputas habidas entre los conquistadores Francisco de Carvajal,
Gonzalo Pizarro y Vaca de Castro, antiguo gobernador del territorio. El enfrentamiento más
encarnizado lo protagonizaban estos dos últimos, Gonzalo Pizarro como pretendiente del
gobierno del Perú, y Cristóbal Vaca de Castro como defensor de sus privilegios. Pero la
actuación de Núñez Vela no hizo más que agravar la situación. A pesar de la buena acogida
y disposición de Vaca de Castro, Núñez Vela le encarceló primero en el propio palacio,
para más tarde ordenar su confinamiento en un barco atracado en El Callao.

Su misión de imponer las Leyes Nuevas, que suponían una reforma completa del gobierno
en las posesiones americanas, topó con el descontento de los privilegiados conquistadores y
oidores de la audiencia, que aprobaron, sin consideración de la autoridad que le asistía, el
destierro del virrey y el nombramiento de Gonzalo Pizarro, convertido en líder de los
conquistadores descontentos, como nuevo gobernador. Tras reunir un pequeño ejército,
Núñez Vela encontró la muerte en Añaquito, frente a las muy superiores tropas de Pizarro.

2. FRANCISCO DE TOLEDO (1569 - 1581)

Don Francisco de Toledo nació en la villa de Oropesa, señorío de su familia, en julio de


1515 y murió en la villa de Escalona, sumido en el desengaño, el 21 de abril de 1582. Era
hijo segundón de Francisco Álvarez de Toledo y Pacheco y de doña María de Figueroa y
Toledo. Fue el V virrey del Perú y una de las figuras más polémicas de nuestra historia
colonial. Los enjuiciamientos de quienes han estudiado su labor gubernativa son bastante
diversos: unos lo elogian como el “supremo organizador” del virreinato (Roberto Levillier),
otros lo presentan como el “gran tirano” de los indios (Luis E. Varcárcel).
A los 18 años de edad entró al servicio de Carlos V, a quien acompañó hasta el final de su
reinado en las más variadas circunstancias, tanto de paz como de guerra: en Alemania,
Flandes, Italia y norte de África; en dietas, juntas y concilios. Se dice que este contacto
personal con el monarca, de quien adoptó la prudencia política, el “maquiavelismo” y la
tendencia a buscar contrapesos entre sus colaboradores, le serviría de provechosa
experiencia para su labor gubernativa posterior. En esos años de formación fue investido
con el hábito de caballero de la orden de Alcántara (1535) y se le dio en esta corporación la
encomienda de Acebuchar.
Tras la muerte de Carlos V fungió como mayordomo en la casa de su hijo, Felipe II, y
asistió en calidad de delegado regio al concilio provincial de Toledo de 1565.
Según León Gómez Rivas, que ha dedicado un libro (1994) a estudiar la peripecia vital de
don Francisco antes de su venida al Perú, pone de relieve el decisivo apoyo que le otorgó el
cardenal Diego de Espinosa, presidente del Consejo Real, durante las deliberaciones de la
Junta Magna de 1568. Entre los resultados de la junta, donde se tomaron acuerdos
importantes sobre la organización administrativa de las Indias, surgió el nombramiento de
Toledo como virrey, gobernador y capitán general del Perú (30 de noviembre de 1568). Se
puso de inmediato en marcha a su nuevo destino y tomó posesión del mando el 30 de
noviembre de 1569. Emprendió una vasta tarea de organización y, basado en un duro
ejercicio de la autoridad, consiguió darle adecuada estructura legal al virreinato. Su labor
supuso el afianzamiento de importantes instituciones, en torno a las cuales giraría la
administración del país hasta las reformas del siglo XVIII. Aseguró, en definitiva, la
sujeción del Perú a la “monarquía universal” de Felipe II.
De 1570 a 1575 llevó a cabo una visita general a las provincias “de arriba”, en las
jurisdicciones de Huamanga, Cuzco, La Paz, Chuquisaca y Arequipa. Apoyado en los
cronistas oficiales Polo de Ondegardo y Sarmiento de Gamboa, dirigió la recolección de
informaciones sobre el antiguo Perú, a fin de mostrar la ilegitimidad del señorío de los
incas. Reglamentó la mita y los servicios personales de los indios y dispuso su
congregación en reducciones o pueblos de planta cuadricular. Dictó ordenanzas para el
buen gobierno de las ciudades, para la recaudación de los tributos y para el cultivo de la
coca. Envió fuerzas al reducto de Vilcabamba con el objeto de imponer a Tupac Amaru,
legitimo descendiente de los incas, el abandono de esa remota comarca, y lo condujo al
Cuzco para someterlo a juicio y darle pública ejecución en la plaza mayor (14 de
noviembre de 1572). No contento con este ensañamiento, persiguió a los miembros de la
familia imperial cuzqueña para evitar cualquier asomo de reivindicación incásica. Auspició
el establecimiento del Santo Oficio de la Inquisición en Lima (1570), así como la elección
del tribunal de la Santa Cruzada (1574). Proporcionó a la fortificación de las costas y al
incremento de la armada virreinal, ante la sorpresiva incursión en 1579 del pirata inglés
Francis Drake. Además ordenó la secularización de la Universidad de Lima, la puso bajo el
patronazgo de San Marcos y aprobó la redacción de nuevas constituciones para dicho
plantel. En este contexto, es digna de mención la obra del historiador alemán Yacin
Hehrlein (1992), que ha examinado la confrontación político-religiosa que opuso a Toledo
y los frailes dominicos de pensamiento lascasiano; uno de los puntos de la contienda fue
precisamente la secularización de la universidad, que se hallaba al principio alojada en el
convento de Santo Domingo.
La dilatada y eficaz administración de don Francisco de Toledo, el “Solón peruano”, llegó a
su fin el 23 de setiembre de 1581, fecha de su viaje de regreso a España. Es fama que al
presentarse en la corte asentada en Lisboa, el rey Felipe II no le brindó el reconocimiento
que esperaba, en parte porque le reprochaba la crueldad con que había perseguido a la
familia de los incas. Despechado y viejo, se retiró a vivir sus últimos meses en el poblado
de Escalona.

3. PEDRO FERNÁNDEZ DE CASTRO (1667-1672)

(Madrid, 1632 -Lima, 1672) Don Pedro Antonio Fernández de Castro, décimo Conde de
Lemos y séptimo Marqués de Sarriá, octavo Conde de Castro y Duque de Taurisano, nació
en Monforte de Lemos y fue bautizado en la iglesia de San Vicente de aquella villa el 20 de
Octubre de 1632. Contrajo matrimonio con su prima, doña Ana Francisca de Borja y
Centellas, viuda del quinto Marqués de Távara e hija de los duques de Gandía.

Su elección como Virrey del Perú fue muy disputada. Un extenso pliego de instrucciones
acompañó la Real Cédula de su nombramiento, dada el 21 de Octubre de 1666. Se le dieron
las facultades que ordinariamente se otorgaban a los virreyes y se le autorizó para llevar
consigo a cien personas. Sin embargo, este número fue sumamente superado. El 3 de Marzo
abandonó el Conde la bahía de Cádiz a bordo de uno de los galeones que mandaba el Príncipe
de Monte Sarcho y, después de una travesía cómoda, llegó a Cartagena el 27 de Abril.
Continuó su viaje y llegó a Portobelo el 28 de Mayo. El 27 de Junio salió para Panamá, donde
permaneció un tiempo,

Desde la muerte de Conde de Santisteban hasta el recibimiento del Conde de Lemos, quedó
gobernando la Audiencia don Bernardo de Iturrizara. Un año y meses duró su gobierno y de
todo lo realizado dio cuenta al Conde de Lemos. En este tiempo, llegó la noticia de la muerte
del Rey Felipe IV y se ordenaron los lutos acostumbrados. El 19 de Octubre, se levantaron
pendones por el nuevo Monarca, Carlos II.

Desde la toma de Jamaica por los ingleses, esta isla se convirtió en la guardia de todos los
que pirateaban por el Caribe. Uno de ellos, de apellido Mansfield, alcanzó a poner pie en las
tierras del istmo de Panamá. Herny Morgan, al parecer, formó parte de la expedición de
Mansfield. En Junio de 1668, hizo su aparición en la bahía de Portobelo, al frente de 9 barcos
y cerca de 500 hombres armados. Cuando estas noticias llegaron a Panamá, don Agustín de
Bracamonte reunió los hombres que pudo y se encaminó a Portobelo para desalojar a los
piratas. Ya se habían firmado las paces con Inglaterra y hasta Jamaica habían llegado los
rumores, pero Morgan se hizo el desentendido y puso las proas de sus buques hacia Chagres
en Diciembre de 1670. Las noticias de este nuevo movimiento llegaron al Perú. Así, el Conde
de Lemos remitió a Panamá dos compañías de 200 hombres y municiones para el
abastecimiento de la ciudad.

El Conde de Lemos, desde un inicio, prestó especial interés a los indios. Sabía de la
importancia de éstos para el Reino y consideraba que no se les hacía la justicia necesaria.
Tan reconocidos quedaron los indios por las solicitudes enviadas por el Virrey al Monarca,
que en Septiembre de 1669 dirigieron una carta a la Reina agradeciendo la administración
del Conde de Lemos.
Durante el gobierno del Conde de Lemos, no se vieron únicamente horcas en Puno, aprestos
de guerra en el callao y devotas procesiones. También se sucedieron fiestas y regocijos, como
nunca los viera la ciudad de Lima, siempre pronta al bullicio. Joven durante su gobierno,
pues contaba con cuarenta años, la salud del Virrey no era robusta.

4. MANUEL DE AMAT Y JUNIET (1761-1776)


(Barcelona 1702 – Barcelona 1782), fue XXXI virrey del Perú. Nació en Barcelona en
1702. Hijo de José de Amat y Planella y de María Ana Junient Vargas. Desde los once años
abrazó la carrera militar y, en su condición de miembro de la orden de Caballeros de San
Juan, uno de sus destinos fue la defensa de la isla de Malta; fue también gentilhombre de
cámara del rey Felipe V y, por su sobresaliente desempeño en las campañas militares de
África e Italia, fue ascendido a mariscal de campo. Al igual que varios otros gobernantes
peruanos del siglo XVIII, empezó su carrera en América con el nombramiento de
presidente y capitán general de Chile. Tomó posesión de estas funciones el 28 de diciembre
de 1755 haciendo gala de autoritarismo e intransigencia, aunque administrativamente su
gestión fue brillante.
Una vez designado para el gobierno virreinal del Perú, se embarcó en el puerto de
Valparaíso y realizó su entrada solemne en Lima el 12 de diciembre de 1761, sustituyendo
en el mando al conde de Superunda. Manuel de Amat entabló relación con la cantante y
actriz limeña Micaela Villegas, “la Perricholi” (con quien se dice tuvo un hijo que se
habría llamado Manuel), dando lugar a murmuraciones y habladuría entre la aristocracia
criolla y generando una leyenda que sigue atrayendo a escritores y dramaturgos.
A poco de su entrada en Lima se recibió noticia de la guerra de España con Inglaterra,
motivo por el cual debió tomar medidas urgentes para la defensa, llegando a organizar dos
ejércitos con un contingente de casi 20 mil hombres bien apertrechados. En la misma línea
de acción, concluyó las obras del fuerte Real Felipe en el Callao, dotándolo de torreones,
casamatas y cuarteles. Así quedó bien organizada la protección de las costas, aunque la
firma de la paz hispano-británica hizo desvanecer felizmente la alerta bélica.
En Lima realizó Manuel de Amat algunas obras importantes de ornato urbano: completó el
empedrado de las calles, inauguró la plaza de toros de Acho (1768) y erigió la alameda de
los Descalzos y el paseo de Aguas, en la otra banda del Rímac (1772). Dio cumplimiento a
la real orden de expulsión de los jesuítas, hecho que se efectuó con todo sigilo en la noche
del 9 de setiembre de 1767, dando prisión a los padres y hermanos de la Compañía y
apropiándose para la corona de sus cuantiosos bienes y edificios. Organizó una expedición
militar a Charcas, encabezada por Juan de Pestaña, contra los portugueses de Matto Grosso
que se habían apoderado del pueblo de Santa Rosa. Mediante la unión de los colegios San
Martín y San Felipe, estableció el convictorio de San Carlos, semillero permeable a las
nuevas ideas de la Ilustración, en el amplio local que fuera noviciado de los jesuítas (1770).
Mandó construir la iglesia de las Nazarenas y refaccionó las torres de la iglesia de Santo
Domingo, en Lima. Puso en funcionamiento las reales aduanas e incorporó al Estado el
servicio de correos; fundó la villa de Pasco, junto al asiento minero del mismo nombre; y
levantó un nuevo edificio para la casa de moneda de Pasco, junto al asiento minero del
mismo nombre; y levantó un nuevo edificio para la casa de moneda de Potosí. Hizo
construir para sí mismo una residencia en la huerta llamada El Rincón.
Partidario de la supresión de repartimientos y de obrajes, combatió con tenacidad a los
corregidores, adoptando medidas severas para frenar sus abusos.
Después de casi quince años de gestión, cuyos hechos se sintetizan en una voluminosa
Memoria de gobierno (editada por Vicente Rodríguez Casado en 1947), dejó las insignias
de virrey el 17 de julio de 1776 en manos de don Miguel de Guirior. Pocos meses más tarde
se embarcaba de regreso a España, sin esperar los resultados de su juicio de residencia.
Lejos de la leyenda y del boato cortesano, falleció en su ciudad natal de Barcelona en 1782.
5. JOSÉ DE LA SERNA (1821-1824)

(Jerez de la Frontera, España, 1770 - Cádiz, 1832) José de La Serna y Martínez de


Hinojosa, fue el cuadragésimo y último virrey del Perú. Realizó estudios en el real colegio
de artillería de segovia, de donde egresó en 1789 con el grado de subteniente. Participó
enseguida en la defensa de Ceuta plaza codiciada por los marroquíes (1790-1791) luego en
la campaña de Cataluña contra la infiltración revolucionaria de la primera República
Francesa (1794-1795). Bajo las órdenes del general José Mazarredo, se unió a las fuerzas
marítimas en la guerra con Inglaterra (1802). Tras la invasión napoleónica de la península
ibérica, tuvo parte destacada en el segundo sitio de Zaragoza; pero fue hecho prisionero y
conducido a Francia. Logró eventualmente huir con destino a Suiza, en 1812, y marchando
de ahí al puerto de Salónica, se reincorporó a la lucha contra las huestes francesas de
ocupación. En tales intervenciones bélicas consiguió ser ascendido hasta brigadier del
tercer regimiento de artillería. En 1815 ya poseía el rango de mariscal de campo, había sido
declarado benemérito a la patria en grado heroico y había recibido la cruz de la orden
militar de San Hermenegildo.
Fue entonces que el general Joaquín de la Pezuela, jefe responsable del ejército realista en
el Alto Perú, obtuvo la promoción al cargo de virrey y presidente de la audiencia de Lima,
y para reemplazarlo en el mando de las tropas altoperuanas se designó a La Serna.
Acompañado de varios oficiales veteranos, este personaje se embarcó en Cádiz y llegó en
setiembre de 1816 al puerto de Arica. De aquí siguió por tierra hasta el cuartel general de
Cotagata (hoy Bolivia), donde asumió la conducción del ejército realista el 2 de noviembre
de dicho año. Subestimó de hecho la eficacia de los soldados patriotas americanos y entró
en desacuerdos con Pezuela acerca del rumbo de la guerra llamada de independencia o de
pacificación, según la terminología de uno u otro bando, debido a lo cual solicitó
prontamente su renuncia a la comandancia que ejercía en las provincias altas. En setiembre
de 1819 entregó el mando del ejército acantonado en Cochabamba, al brigadier José
Canterac y se puso de inmediato en camino a Lima, pensando abordar un navío para viajar
de regreso a su patria. Sin embargo, se halló con su ascenso a teniente general y su
nombramiento a la presidencia de una flamante junta consultiva de guerra, hecho que le
obligó a permanecer en el país. A la sazón era ya evidente la amenaza de la expedición
libertadora del general San Martín, que eventualmente tocó las costas de Pisco e instaló el
grueso de sus tropas en Huaura. En vista del fracaso de las operaciones del ejército realista
a fin de contrarrestar la incursión sanmartiniana, los principales jefes intimaron al virrey
Pezuela, en el campo de Aznapuquio, el 29 de enero de 1821, a que se apartara del gobierno
y del supremo mando de las huestes. El cargo de virrey, gobernador y capitán general pasó
con ello al preferido de la opinión pública y de la clase militar, que era La Serna.
En marzo de 1821 el nuevo vicesoberano envió al coronel marqués de Valleumbroso y al
comandante Seoane para que explicasen a la corte los anómalos incidentes que habían
tenido lugar en el Perú. La Serna se vio obligado, con todo, a evacuar la ciudad de Lima
ante la presión ejercida por San Martín (6 de julio de 1821). Se dirigió a la sierra y
estableció su gobierno virreinal en el Cuzco, antigua capital de los incas y sede de una real
audiencia. Desde aquí continuó despachando y dictando órdenes sobre las jurisdicciones
que se mantenían leales a la bandera del rey; la documentación generada por el gobierno
virreinal del Cuzco ha sido estudiada y publicada por Horacio Villanueva Urteaga
(Colección documental de la independencia del Perú, tomo XXII, 1973). Finalmente, en la
batalla de Ayacucho (9 de diciembre de 1824), La Serna cayó herido y fue tomado
prisionero por los jefes bolivarianos. Le tocó suscribir allí mismo la capitulación que
reconocía definitivamente la independencia política del Perú. Se embarcó de manera
discreta hacia España el 2 de enero de 1825, y pasó algunos años en oscuro retiro en la
metrópoli. Pero a la postre se le confió la capitanía general de Granada, en 1831. Falleció el
último virrey peruano en la ciudad de Sevilla el 6 de julio de 1832, cuando tenía 62 años de
edad.
¿QUE SON LAS COFRADÍAS EN EL SIGLO 16?

Los sevillanos, que son tan forofos de la Semana Santa, creen que un año antes de nacer
Cristo ya estaban fundadas las cofradías o que, como hay una Casa de Pilatos, en el primer
año inmediatamente después de la muerte de Jesús nacieron las cofradías», ironiza el
catedrático emérito de Historia de la Universidad de Sevilla José Sánchez Herrero. Este
historiador zamorano, que comenzó a estudiar el origen de las hermandades de Semana
Santa cuando fijó su residencia en Sevilla hace 40 años, explica que «existen cofradías
documentadas desde el siglo XII-XIII, ahora bien, las de Semana Santa no nacen hasta
1520-1525».

Las cofradías de Semana Santa «son todas del siglo XVI, en Sevilla y en cualquier lugar de
España» porque «es entonces cuando esa devoción por la Pasión y Muerte de Cristo se
transforma en procesión».

La primera cofradía de Semana Santa, relata Sánchez Herrero, fue la de la Santa Vera Cruz,
que está extendida por toda España (en Cataluña con el nombre de la Sangre de Cristo, que
también llevan algunas de la Vera Cruz, matiza). La Vera Cruz había sido hallada, al
parecer, por Santa Elena, la madre del emperador Constantino, durante su viaje a Jerusalén
en el año 328. A partir de ahí comenzó esta devoción que dio lugar a la creación de
cofradías de la Vera Cruz ya en la Edad Media. Hasta el siglo XVI éstas «eran de la cruz
victoriosa», aclara el historiador. La devoción a la Cruz pasionaria, del Cristo muerto en
dolor, fue posterior. Concretamente, fue a partir de 1520 cuando aparecieron las primeras
reglas de cofradías penitenciales de la Vera Cruz, que procesionaban en la noche del Jueves
al Viernes Santo. «En la calle no hay nada anterior», asegura.

En sus orígenes, eran procesiones muy sencillas. Los cofrades salían con las espaldas
desnudas y se iban flagelando durante la estación de penitencia. Portaban una imagen de un
crucificado pequeña, que se podía llevar a mano. Normalmente un hermano llevaba el asta
de la cruz y otros dos le apoyaban en las alas. Sin música alguna, solo estaba permitido
«una trompeta o un tambor que sonara a dolor», según cuenta Sánchez Herrero.

A la cruz se le añadirá durante el siglo XVI una imagen de la Dolorosa y en este mismo
siglo irán apareciendo otras cofradías con procesiones en las que participaban mujeres
como penitentes. Hasta el Concilio de Trento no era extraño. Ya en el siglo XV San
Vicente Ferrer entró en Segovia con «una compañía de 300 hombres y 200 mujeres», relata
Sánchez Herrero. La repercusión que tuvo el santo dominico, que recomendaba la
autoflagelación, se encuentra en los orígenes de las primeras cofradías.

«El traje de penitencia (túnica blanca, con la espalda al aire para flagelarse, ceñidor y la
caperuza ocultado el rostro debe de ser, al menos, del s. XV», apunta Antonio Cea,
antropólogo del CSIC.

Para que cristalizaran estas manifestaciones de piedad popular, hizo falta que la Iglesia
recorriera un largo camino hasta la veneración de Cristo no solo como Dios, sino también
como hombre que sufrió en la cruz. San Francisco de Asís fue clave en este cambio en la
historia de la devoción.

Julio Mayo, experto sevillano en religiosidad popular, señala que fue a partir de la segunda
mitad del siglo XVI, tras el Concilio de Trento, cuando se impulsaron las procesiones
pasionistas. «Las imágenes salen a la calle para catequizar al pueblo y ganar a mucha gente
a la conversión», explica.

La Semana Santa, era «el momento para que el devoto expiara sus pecados realizando una
penitencia pública de su carga de conciencia», continúa el historiador y archivero de Los
Palacios y Villafranca. Por aquel entonces, añade, «se tenía una conciencia extremada del
pecado y la Iglesia estaba presente en todos los rincones del país».

La edad dorada de las cofradías

En el último tercio del siglo XVI y sobre todo en el XVII, al calor del dinero que llega de
América, las cofradías vivieron una «efervescencia», relata Mayo. Fue el Siglo de Oro,
también para las hermandades. Aparecieron los palios, las flores y las bandas de música en
las procesiones. El siglo del Barroco será también el del auge de las cofradías de Jesús
Nazareno, según refiere Sánchez Herrero.

Esta gran época para las hermandades de Pasión durará hasta el reinado de Carlos III. El
rey ilustrado -«muy devoto y muy cristiano», según el historiador- quiso poner fin a su
proliferación desmedida. España contaba por aquel entonces con más de 25.000 cofradías ,
según el estudio « Cofradías y ciudad en la España del siglo XVIII» de Inmaculada Arias
de Saavedra y Miguel Luis López. Carlos III, con apoyo eclesiástico, procedió a una
drástica reducción de hermandades de penitencia, prohibió las flagelaciones y ordenó que
no salieran de noche, a excepción de la Vera Cruz que tenía un privilegio papal.

Para Sánchez Herrero, el «siglo de las crisis de las cofradías», se extendió desde el reinado
de Carlos III hasta la llegada de Alfonso XII en 1874. También en el XX habría momentos
de crisis, con la República y la Guerra Civil, y sufrirían turbulencias por el Concilio
Vaticano II.

Un prometedor futuro

«Desde finales del s.XX, sobre todo a partir de 1980, hasta hoy han tenido un auge
grandísimo», subraya el catedrático emérito de la Universidad de Sevilla. A su juicio, este
gran impulso «se está dulcificando, pero aún continúa».

Algunos elementos se mantienen inalterables al paso de los siglos. Es el caso de «las


procesiones de penitencia el Jueves y Viernes Santo, el ritual del lavatorio de los pies
durante la misa del Jueves, el ritual y teatralización del Descendimiento de la cruz (donde
se conserve y a pesar de las prohibiciones eclesiásticas del siglo XVIII) y la procesión del
Encuentro en la mañana de Pascua de Resurrección», enumera Antonio Cea. Para el
investigador del CSIC, en España se sigue celebrando la Semana Santa con tanta pasión
gracias en parte a la categoría artística de las piezas escultóricas. «Su exhibición y la
llamada a la devoción que despiertan en los creyentes, y hoy en los turistas, hace que se
hayan mantenido tan vigentes hasta hoy», afirma. En su opinión, el «auge de cofrades,
desde hace unas décadas, es un fenómeno más social que religioso».

Ser cofrade es «un compromiso con las tradiciones», a juicio de Luis Mayo, que ve en este
rebrote «un deseo de recobrar una seña de identidad religiosa y cultural del país». Sánchez
Herrero cree, sin embargo, que «si desapareciera la razón religiosa, las cofradías
desaparecerían».

En lo que todos coinciden es en vislumbrar un futuro halagüeño para estas manifestaciones


de piedad popular. «Será de auge y continuidad por diversas razones, entre otras las
comerciales y turísticas», según Antonio Cea.

En Sevilla «si hay algo popular es la Semana Santa», asegura el secretario del Consejo
General de Hermandades y Cofradías de Sevilla, Carlos López Bravo, que recuerda el
tropiezo de Podemos. «Para nada» se podrían suprimir las procesiones, «ya se dieron
cuenta de que no» , asegura López Bravo. Pablo de Olavide ya lo intentó en el siglo XVIII
y fracasó, recuerda Luis Mayo, porque «no calculó el sentir del pueblo y su fuerza».

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