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“AÑO DE LA CONSOLIDACIÓN DE MAR DE GRAU”

ANATOMÍA POLÍTICA DE LA COYUNTURA SUDAMERICANA.


IMÁGENES DEL DESARROLLO, CICLO POLÍTICO Y NUEVO
CONFLICTO SOCIAL.

1. CÓMO LEER EL TRIUNFO DEL MAS EN BOLIVIA, DEL FA EN URUGUAY


Y DEL PT EN BRASIL.

El reciente periodo electoral en Brasil, Bolivia y Uruguay nos permite intentar


una primera evaluación sobre la salud del ciclo político de los gobiernos
llamados progresistas de la región sudamericana, así como sobre su patrón de
desarrollo habitualmente denominado como neo-desarrollista/neo-extractivita.
Sobre todo ofrece una oportunidad para preguntarnos cómo cambió la región
sudamericana durante la última década. En efecto, un análisis materialista y no
solo politicista, centrado en los “logros” de los gobiernos progresistas–requiere
una mirada sobre la anatomía política de la sociedad en términos de cambios y
continuidades del tejido emergente, de sus sujetos y del nuevo conjunto de
problemas que se plantean en el marco de una fase más agresiva de la crisis
económica global que afecta también a la región.

Para comenzar, el triunfo de las fuerzas en el gobierno en Brasil, en Bolivia y


en Uruguay, permite afirmar la persistencia del ciclo político “progresista”. en el
caso de Bolivia donde la consolidación política del gobierno de Evo Morales
tuvo una contundencia extraordinaria y de un modo más ajustado en el caso de
Uruguay y de Brasil, donde se hace evidente tanto la estructuración política de
una oposición conservadora como -más allá de las elecciones mismas- la
persistente presión de los mercados restringiendo las orientaciones políticas
futuras.

1.1Qué significa esta ratificación.

En principio se prolonga el carácter más bien “poroso” que adquirieron las


instituciones públicas con respecto al ciclo de luchas que durante la década
pasada lograron destituir la legitimidad del consenso neoliberal de los años ‘80
y ‘90. Esta ratificación prolonga en el tiempo y afirma a escala territorial-
regional la derrota de las tentativas neoliberales puras, de las elites, por
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retomar el control político directo y en esa medida mantiene aún abiertas


expectativas sobre la maduración de dinamismos políticos regionales no
directamente subordinados a la hegemonía del occidente neoliberal.

En el caso de Brasil, cuya influencia sobre la región es obvia, lo que se ha


puesto en cuestión es la capacidad del nuevo gobierno para reinventar esa
misma “porosidad” institucional que en su momento tuvo el “lulismo”, luego del
cierre conservador de muchas políticas públicas de la época de Dilma y del
repliegue de la militancia más estructurada del PT.

Recordamos que los movimientos que irrumpieron en muchas ciudades de


Brasil durante junio de 2013 protagonizaron con mucha contundencia una serie
de conflictos vinculados al transporte público, a la represión en las favelas, a la
gentrificación de las ciudades (sobre todo a propósito del mundial de fútbol y de
los juegos olímpicos) y a los rasgos más duros del modelo desarrollista. Estos
movimientos han expresado una modificación estructural en la sociedad
brasileña y han planteado un desafío que bien pudiera haber sido una
oportunidad para reinventar esos mecanismos. sin embargo, no ha sido tomada
en cuenta. Y si bien es cierto que aquellos movimientos no lograron imponerse,
prácticamente no jugaron un papel relevante en las elecciones, lo cierto es que
iluminaron un nuevo paisaje social violentamente ignorado por el estado y por
el Partido de los Trabajadores.

La intensificación de la violencia, tanto la estructural que surge del modo de


acumulación, como la más difusa en los barrios pobres de las ciudades,
aunque no del mismo modo, la geopolítica regional, afectando a los países con
gobiernos “progresistas” como a los que tienen gobiernos abiertamente
conservadores. El recurso a la masacre, que en el caso de México alimenta
una pedagogía perversa extrema, advierte hasta qué punto el recurso al terror
como vía para la gestión del conflicto social vuelve a recorrer el continente
apelando al miedo y a la obstaculización del procesamiento colectivo de los
rasgos centrales de la nueva arquitectura de poderes.
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2. QUÉ PODEMOS ESPERAR DE UNA CONSOLIDACIÓN DEL PATRÓN DE


DESARROLLO.

El patrón de desarrollo que se estabilizó en América Latina, con sus claras


diferencias, se configuró en torno a una exitosa renegociación de su inserción
en el mercado mundial como abastecedora de materias primas (granos e
industrias extractivas). Son estas actividades las que proveen las divisas
necesarias para sustentar las políticas de “inclusión social”, al tiempo que
permiten al estado jugar un rol más activo.

La administración de estos procesos es compleja e involucra niveles diferentes.


Por un lado, el ciclo mismo depende para su funcionamiento de factores
externos que no pueden ser garantizados en el largo plazo. Dada la
conformación de una dinámica global multilateral representada sobre todo por
la formación de los BRIC, su gestión requiere de una especial sensibilidad
geopolítica, teniendo en cuenta que la integración regional se convierte, en una
cuestión clave para los asuntos internos de cada país. Las economías de
matriz neo-extractivas suponen un alto nivel de violencia estructural (tanto en
territorios rurales como urbanos) y no queda claro, al menos en el debate
político público, cómo es que los gobiernos evalúan aprovechar la captura de la
renta en función de plantear hacia el futuros proyectos de desarrollo de una
mayor calidad democrática.

Ellas nos hablan de una línea evolutiva simple, con una promesa de continuas
mejoras en todos los órdenes. Sabemos bien que las cosas no funciona de
este modo: el patrón llamado “neo desarrollista” ha producido ya efectos
contundentes (entrelazando consumo y violencia) sobre la región y ha
modificado substancialmente los comportamientos sociales y la estructura de
clases. La imagen del desarrollo prometida está ya presente entre nosotros,
con todas sus contradicciones.

la emergencia de nuevas “clases medias” que apuntan a problematizar el


empleo de esta categoría simplista cuyo uso político quiere dar la idea de una
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inclusión, desplazando una realidad mucho más plural así como la masificación
de estilos de consumo, y la transformación de la pobreza, persistente, bajo los
efectos de esta masificación. Y junto con ello, en el orden subjetivo, la
emergencia de unos de los temas ligados a la inseguridad, desde la cual se
recrea.

De hecho “clase media” y “seguridad” son dos significantes que se redefinen en


una misma dinámica: la del intento de producción de un nuevo sujeto social
disciplinado por los dispositivos políticos de la mediatización, de la deuda y de
la representación.

3. QUÉ SE JUEGA EN ESTA COYUNTURA.

Como ya argumentamos, el patrón de desarrollo parece seguir vigente al


menos a corto plazo y las conquistas sociales surgidas del ciclo de luchas
contra el neoliberalismo de los años ’90 no parecen haber perdido legitimidad ni
resulta fácil ignorarlas.

Nos referimos la disputa por interpretar y articular políticamente las mutaciones


sociales ocurridas en la región. En ella se inscriben los discursos racistas y
clasistas que apuntan a endurecer las fronteras internas, presionando sobre el
imaginario colectivo y las políticas públicas hacia un enfoque punitivo centrado
en la seguridad; reafirmando el espacio nacional como espacio internamente
jerarquizado.

Lamentablemente los gobiernos “progresistas” no son para nada inmunes a


estas ofensivas, ni cumplen siempre de manera eficaz con la tarea de
contenerlas. Resulta fácil de verificar el modo en que se desplaza una y otra
vez de la agenda neo desarrollista del Brasil la persistente violencia en las
favelas; o el tratamiento racista y clasista que el estado argentino aplica a
jóvenes de barrios y asentamientos (la actual criminalización de ciudadanos
inmigrantes pobres no es sino un nuevo capítulo de una larga secuencia).
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4. LA COYUNTURA EN ARGENTINA.

Las elecciones presidenciales previstas para el 2015 dibujan un difícil proceso


de transición, signado entre otras cosas por el peso de la pulseada que el
gobierno nacional mantiene en el plano de las finanzas internacionales. La
actual posición del gobierno argentino ante los llamados fondos buitres abre la
oportunidad de llevar hasta el final la comprensión del mundo de las finanzas
como espacio de disputa, pero esa posibilidad, para ser efectiva, requiere en el
plano interno de una intensa movilización política; y, en el plano regional y
mundial, del planteamiento de estrategias concretas de cuestionamiento de la
articulación de los flujos financieros y hasta de la centralidad del dólar como
moneda soberana global.

La complejidad de la situación se hace evidente cuando miramos a Europa,


cada vez más firme en su función de bloqueo de toda posibilidad de revisar la
arquitectura y el poder de las finanzas y de conformar un marco y un equilibrio
global diferente: la recesión y la crisis, que siguen siendo particularmente
fuertes en el sur europeo, constituyen, en sí mismas, la causa de un círculo
vicioso que impide al continente jugar un papel diferente en la constitución de
un esquema dinámico en relación con el manejo de la moneda y las finanzas.

Diferente en el caso de Asia. A la importancia del Swap de Argentina con China


y de la diversificación de las reservas nacionales en medio del conflicto con
los vulturefunds, se suma el significado que estos hechos puedan adquirir en
vista a escenarios multilaterales futuros, no del todo previsibles. Subsiste, sin
embargo, una inercia respecto del patrón de desarrollo, una falta de iniciativa
política capaz de revisar la vinculación tendencial entre préstamos chinos y la
consolidación de actividades mega extractivas. Y hace falta agregar que esta
vinculación convierte las variaciones futuras del modelo económico chino en un
problema de importancia de primer orden para la Argentina y para la región.

Resulta preocupante, en este sentido, el panorama electoral dominado por


candidaturas presidenciales conservadoras, sin que se deslumbre por el
momento alguna alternativa capaz de expandir los elementos innovadores que
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anunciaron en un círculo virtuoso entre gobierno y dinámicas colectivas


(organismos de derechos humanos y los movimientos sociales).

En efecto el kirchnerismo gobernó combinando, durante años, una innovación


de un reconocimiento de pacto con poderes conservadores, tanto a nivel de
gobiernos locales y provinciales, como a nivel sindical. Beneficiados en general
por la reactivación económica de la última década y por la apertura
generalizada de los grandes sindicatos que son una pieza sensible de la
gubernamentalizad, y tienden a reagruparse en un panorama de mayor
conflictividad laboral producto de la inflación y recesión con despidos.

Para completar la complejidad del proceso político cabe sumar a lo dicho la


presión devaluatoria del sector exportador, la negociación con inversores
(incluso de China y Rusia) interesados en zonas estratégicas como Vaca
muerta e infraestructura y la habitual amenaza de desestabilización de las
bandas derechistas cada vez más mezcladas con el narcotráfico y las fuerzas
policiales autonomizadas durante el caliente mes de diciembre. Todas estas
tensiones repercuten dentro del kirchnerismo, desafiando a los numerosos
colectivos militantes que lo integran.

Por un lado el gobierno crea escenarios de confrontación política y movilización


militante e intenta compensar los efectos de la inflación sobre los ingresos de
los trabajadores informales, insuflando recursos vía programas de políticas
sociales. Pero por otro se encuentra cada vez más comprometido con los
rasgos centrales de una gubernamentalizad precaria que lo lleva a un callejón
de difícil salida durante el periodo electoral.

5. EL POPULISMO Y LA NUEVA COYUNTURA POLÍTICA EN AMÉRICA


LATINA.

Populismo y nueva coyuntura política en América Latina. De izquierda a


derecha: Dilma Rousseff, Evo Morales, Nicolás Maduro y Mauricio Macri.

Es indudable que América Latina ha comenzado una nueva coyuntura política


de la mano del nuevo ciclo económico impulsado por el descenso del precio de
las materias primas. De momento la nueva coyuntura presenta bastantes
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imprecisiones aunque todo indica que el declive y la pérdida de prestigio de


algunos de los gobiernos “largos” comenzados en la década anterior es una de
sus principales características.

En efecto, entre los últimos meses de 2015 y febrero de 2016 tres elecciones
sudamericanas han dejado en evidencia esta situación. Las parlamentarias
venezolanas han otorgado a la opositora Mesa de Unidad Democrática (MUD)
una mayoría sumamente amplia que en condiciones normales le permitiría
controlar al Ejecutivo. Sin embargo, en el contexto político de Venezuela han
desatado un conflicto entre poderes, saldado con el predominio presidencial
gracias a la subordinación del Tribunal Supremo de Justicia al gobierno.

En Argentina, la derrota del oficialismo y el triunfo de Mauricio Macri han


permitido acabar con 12 años de gobiernos kirchneristas y comenzar una
nueva etapa en la historia política del país. Finalmente, el referéndum
boliviano ha enterrado las aspiraciones reeleccionistas de Evo Morales, aunque
no sería descartable en el futuro la convocatoria de otro nuevo tras un “clamor
insistente” de algunos movimientos sociales afines al gobierno.

A la vista de estos cambios y de la nueva coyuntura que se vive en la región se


imponen dos preguntas que surgen de las diferentes interpretaciones y
especulaciones alrededor de todo lo que está ocurriendo en la región. La
primera es si habrá un golpe de péndulo hacia la derecha después del llamado
giro a la izquierda ocurrido en la primera década del siglo XXI. Y la segunda,
consecuencia de la anterior, es si estamos frente al fin del populismo

Respecto al giro a la derecha se imponen varias puntualizaciones, comenzando


por el hecho de que hasta ahora sólo en Argentina se ha producido un cambio
de gobierno, lo que supone que todavía es pronto para hablar de un cambio de
tendencia. Tampoco sabemos si habrá o no un efecto dominó en los próximos
comicios latinoamericanos a raíz de la victoria macrista. Otro hecho importante
a tener en cuenta es que la candidatura de Cambiemos englobaba a distintas
fuerzas políticas, comenzando por la Unión Cívica Radical (UCR), lo que
dificulta la adscripción política del nuevo gobierno.
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Esto es algo similar a lo ocurrido en la década anterior cuando se adscribía a la


“izquierda” a un gobierno en función de la posición política o ideológica del
presidente, aunque fuera sostenido por una coalición muy amplia. Esto ocurrió,
por ejemplo, en Chile y Brasil, donde los presidentes Lula, Rousseff, Lagos y
Bachelet fueron apoyados por partidos de centro o centro izquierda. También
porque se otorgaba el sello de izquierdista a cualquiera que simpatizara con el
proyecto bolivariano de Hugo Chávez, caso del matrimonio Kirchner.

Sobre el fin del populismo hay que reconocer que se trata de una pregunta
recurrente en la región, dada la fuerte y temprana implantación del fenómeno.
Tras una primera oleada fundacional, la de los Vargas o Perón, en torno a la
década de 1940, encontramos medio siglo después un nuevo brote populista
más ligado a la derecha o a lo que se dio en llamar neoliberalismo, aunque sus
principales exponentes, como Menem o Fujimori de liberales tuvieran muy poco
o prácticamente nada. Finalmente llegó el populismo del siglo XXI, vinculado de
forma aplastante con la izquierda regional.

En realidad, el populismo latinoamericano ha demostrado no ser patrimonio ni


de la izquierda ni de la derecha. De esta forma nada garantiza que en el futuro
algunos de los nuevos gobiernos que surjan como respuesta al populismo
bolivariano no puedan ser identificados como de derecha. A esto hay que
sumar la capacidad de resistencia de algunos de los populismos todavía
gobernantes, que pensaron en su día que habían llegado al poder para
quedarse (eternamente).

Si el ascenso de Donald Trump es un hecho en Estados Unidos o si las


preferencias electorales de las opciones populistas son una realidad en
nutridos sectores sociales de algunos países europeos como Austria,
Alemania, Francia, Holanda o el Reino Unido, no nos debe sorprender lo que
ocurre en América Latina. En este caso, la posibilidad que surjan nuevos
gobiernos populistas escorados a la derecha o que algunos de los gobiernos
existentes logren mantenerse en el poder supone reconocer que el fin del
populismo en la región está bastante lejano.
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CUANDO DECIMOS COYUNTURA POLÍTICA

Empecemos con la pregunta por aquello a lo qué nos referimos cuando


decimos “coyuntura política”. La noción de coyuntura es algo que hasta ahora
no nos habíamos dado como objeto, pero cuya concepción en común fuimos
configurando en la elaboración de cada uno de los temas/problemas que
abordamos en nuestras reuniones. ¿Qué noción de coyuntura entrañan
nuestros análisis? ¿Qué sería profundizar nuestro tratamiento de los asuntos
de coyuntura?

Podemos decir que la coyuntura es conjunción de procesos que se afectan


entre sí. De modo que cada vez contamos al menos con dos niveles para el
pensar político. El de los procesos en que estamos inscriptos y el de la
coyuntura como espacio de cruce de tales procesos. En tanto resultante
dinámica de los procesos y fuerzas de las que surge la coyuntura experimenta
mutaciones notables. Por momentos se debilita, y por momentos se torna
poderosa, subsumiendo en metabolismo a los mismos procesos que le dieron
origen. Pero más que darnos una definición abstracta, lo que buscamos es ver
cómo opera el término en la práctica, en las prácticas de pensar/actuar de las
que participamos. Por eso, para acercarnos a una definición, vamos a
proponernos dos planos en los que reflexionar sobre la coyuntura: uno nacional
y otro internacional. Dentro del primero, elegimos tres escenarios, tres grandes
coyunturas: 1945, como momento de nacimiento del peronismo; la situación
política de 1973, con el regreso de Juan Domingo Perón a la Argentina luego
del exilio, y el escenario político actual en el país. Luego, nos trasladaremos a
la actualidad, tomando la situación de Medio Oriente, zona con la cual
guardamos una distancia espacial y cultural, y al mismo tiempo signo de
complejos procesos que dinamizan y afectan la coyuntura global, ayudándonos
a volver más claramente sobre los criterios que operan en nuestra mirada.

1945, 1973, 2011 se nos presentan como instancias que en su emergencia


excedieron los conceptos y categorías para pensar los fenómenos sociales
existentes hasta ese entonces. Esta constante puede dar lugar a la sospecha
de insuficiencia de toda categoría para expresar lo que es en un cierto
momento de lo social. ¿Qué época histórica no excedió el lenguaje de sus
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contemporáneos? Puede que lo propio de la historia sea efectuar esos excesos


que ponen a los cuerpos y a las ideas a andar.

¿Cuál es la novedad en 1945? ¿Qué es lo que desconcierta a las mentes de la


época? Las movilizaciones masivas a Plaza de Mayo alteraron el ordenamiento
simbólico y espacial de aquellos años, dando a luz a un nuevo actor político.
Los “cabecitas negras” habían llegado a la ciudad tras grandes olas de
migración interna, principalmente desde zonas rurales de las provincias del
norte, para trabajar en las fábricas abiertas en el proceso de industrialización.
De la periferia del país, a la periferia de la ciudad, el 17 de octubre de 1945
desembocaron en el centro de la escena política.

Podemos decir que no se trató simplemente de la visibilización de la clase


obrera, como si algo antes permanecido en la oscuridad en ese punto hubiese
sido iluminado. La presencia colectiva en las calles, en el seno de una
manifestación política signada por la figura de Perón, más que una
visibilización era una institución de nuevos sujetos políticos. Una presencia que
no se adecuaba a las categorías de la política hegemónica de la época, pero
tampoco al sujeto-trabajador considerado por el socialismo, el comunismo, el
anarquismo. No son exactamente “los trabajadores”, son los “cabecitas
negras”, término que, nacido en la coyuntura, tiene la virtud de ser la expresión
que mejor cabe a ese fenómeno particular.

Lo que de coyuntural hay en el término nos reclama una mirada hacia las
restantes líneas y espacios políticos de ese momento. “Cabecita negra” era una
acepción despectiva, acuñada por los sectores dominantes, pero no por toda la
clase alta como actor unificado. Con el surgimiento del peronismo, se produjo
una polarización de las clases dominantes: una parte se embarcó en un
proyecto reformista bajo el discurso del desarrollo de la burguesía nacional y
otra parte se opuso a los procesos que tenían su antecedente en la labor de
Perón desde 1943 en la Secretaría de Trabajo y Previsión.

Afín a estas franjas de la clase dominante en oposición, la iglesia adoptó un


discurso explícitamente antiperonista y, con ello, se instituyó como un actor
claro dentro del escenario político. En una misma tonalidad frente al gobierno
se inscribieron, a su vez, las incipientes clases medias, como los trabajadores
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de cuello blanco, a pesar de haber sido un sector surgido al calor de las


reformas sociales posibilitadas por el peronismo.

Es el conjunto de estos procesos lo que conforma la coyuntura. Observarla


implica desentrañar las líneas de acción que se van desplegando y las líneas
identitarias que se van trazando en un cierto espacio. Una coyuntura es una
unión de líneas que se ven afectadas por su conjunción y que, asimismo,
afectan la conjunción que componen. Son líneas que están co-yuntas, que aran
juntas el campo de la historia. Esos modos de componerse –de arar juntas- es
lo que se intenta identificar en una descripción.

El segundo momento que nos propusimos observar es el año 1973 en


Argentina. El 12 de octubre de 1973 tuvo lugar ante los ojos de Perón una
plaza muy diferente de la que había exigido su liberación en 1945. El actor
central esta vez era la juventud, hija de la generación del ´45, tanto de las
clases bajas peronistas como de las clases medias antiperonistas, que había
vivido el devenir posterior al golpe de 1955. Junto con ella, celebraban la
tercera presidencia de Perón sectores del sindicalismo, del empresariado, del
partido.

Si los trabajadores urbanos provenientes de las provincias se constituyeron


como actores políticos en su afluencia a la Plaza de Mayo, en las
manifestaciones de 1973 el espacio frente a la Casa Rosada ya no tuvo esa
función performativa. Los grupos que confluyeron en la plaza tenían una
identidad política ya constituida, unas trayectorias de militancia y de
participación que definía en ellos una cierta orientación, unas ciertas
expectativas, que redundaban en divergencias.

En una coyuntura las líneas convergen y divergen de modo permanente: una


coyuntura es un todo vivo, donde se suceden y se replican continuidades y
rupturas. Al son de ese movimiento complejo se van definiendo los actores en
juego. Por eso, cada vez que nos concentramos en las particularidades de un
acontecimiento histórico, los sujetos involucrados, que parecían ser los mismos
de antes, toman otro color, notamos que ya son otros.
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La juventud que actualmente se organiza en torno a la figura de Cristina


Fernández y del proyecto kirchnerista ¿es la misma juventud que había tomado
protagonismo en los ´70? ¿Hay una reaparición de la juventud en la política?
¿Se puede hablar de “la juventud”, salvando las distancias generacionales?
Será necesario observar el resto de los actores que conforma el escenario
político, revisar los modos de articulación y los puntos de conflicto. ¿Sería esta
juventud capaz de vaciar una plaza?

Nos preguntamos si existe alguna tensión entre la figura de la presidenta y el


proyecto que encabeza y las militancias que se agrupan en torno suyo. Podría
pensarse que hoy la tensión es más bien con los movimientos sociales que con
los jóvenes militantes. En el armado de gobierno que permitió a Néstor Kirchner
remontar un proyecto estatal en 2003 es central la articulación con los
movimientos sociales protagonistas en los procesos del 2001. Hoy muchos de
esos movimientos están imbricados en el aparato del Estado, con posiciones
más o menos conflictivas.

Frente al gobierno -y no ya dentro de él- aparecen movimientos sociales


nuevos, que son apenas visibles pero que tienen un rol importante en la política
local, dentro de la que intervienen. Las manifestaciones contra la minería a
cielo abierto o contra la explotación sojera son ejemplos de ello. Pero, también,
conflictos urbanos que no son pensados como políticos, como las
movilizaciones por casos de gatillo fácil, por acciones de desalojo o por causas
de discriminación.

Es como si en la Argentina actual nos encontráramos frente a dos tiempos de


la política: por un lado, la articulación del estado con los movimientos sociales,
que es un factor fundamental de gobernabilidad, y, por el otro, la desposesión
por explotación de los recursos naturales, que guarda una continuidad con las
formas urbanas de explotación de la renta y la especulación inmobiliaria. A lo
largo de esa línea se puede entrever el surgimiento de nuevas expresiones
políticas y sociales, tanto los vecinos que se convocan para evitar la instalación
de una mina como las familias que se organizan para resistir un desalojo.

Por último, situamos la mirada en Medio Oriente y a través suyo vemos la


pérdida de hegemonía simbólica del unilateralismo de los Estados Unidos. Dos
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grandes consignas parecen sintetizar el pensamiento que llega desde el norte


de áfrica (para ponerlo en paralelo con la coyuntura de la última década
sudamericana): el fin de la arrogancia occidental, y la confirmación de la
emergencia de nuevos sujetos populares inteligentes. Así como un momento
histórico desbordan las categorías existentes para pensarlo, los
acontecimientos recientes en Oriente refutan las definiciones que le asignaba
Occidente. El hecho de que el propio pueblo musulmán (o cristiano-musulman)
se deshaga de un gobierno dictatorial rompe la equivalencia entre islamismo y
tiranía sostenida por las potencias occidentales. Pero, es todo el pensamiento
moderno del estado lo que allí hace crisis, ya que la revuelta contra un
gobierno tiránico se da en oriente en nombre de la tradición islámica. Es decir,
cambios políticos considerados “modernos” son impulsados por fuerzas
“premodernas”, como la religión.

La decadencia del discurso unilateralista está ligada íntimamente al despliegue


de tecnologías no centralizadas de comunicación e información. En la época
digital la información tiende a la multiplicación y a la dispersión. En otro
momento, podría haberse dado procesos de cualquier signo en otro lugar del
mundo sin que nunca nos enteráramos o a los que hubiéramos leído a través
del gran discurso mediador del país que concentrara la enunciación. Es decir,
ante una lectura unidimensional, hubiésemos tenido vedada la reflexión sobre
la coyuntura, vedada la posibilidad de ver la complejidad de las líneas que se
entraman.

LA POLÍTICA SUDAMERICANA DE BRASIL (2005)

Tradicionalmente, la política exterior de Brasil en América Latina ha oscilado


entre tres ejes fundamentales: distancia y desinterés hacia los países vecinos;
sentimiento de rivalidad y aspiración al liderazgo; y ejercicio de un papel
estabilizador en el ámbito regional.

En los últimos veinte años, la política exterior brasileña ha otorgado un espacio


considerable a la agenda latinoamericana, lo cual ha implicado la necesidad de
replantear los ejes fundamentales para poder ejercer su liderazgo en América
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Latina y en el ámbito mundial. En este sentido, el principal desafío para la


diplomacia brasileña está representado por las asimetrías y polarizaciones
políticas presentes en la región.

Desde la transición a la democracia, la política exterior de Brasil reconoció una


importancia estratégica a las relaciones intra-regionales, impulsando el proceso
de integración económica con los países vecinos.

Durante el gobierno de Fernando Henrique Cardoso, la política exterior


brasileña se articuló en torno a la creación de una agenda regional y el
desarrollo de la función de mediador y estabilizador en situaciones de crisis o
pre-crisis. Sin embargo, a partir del primer mandato del Presidente Lula, la
diplomacia brasileña empezó a desempeñar actividades de mayor proyección
internacional, expresando la ambición de liderazgo regional del país.

La política exterior brasileña se centró entonces en la búsqueda de


entendimientos con potencias mundiales, como Rusia y China, o intermedias,
como India y Sudáfrica, y en la intensificación de los vínculos con los países
vecinos, con los cuales se profundizaron los programas de cooperación en
todos los ámbitos de las políticas públicas.

Sin embargo, los propósitos de la diplomacia brasileña se enfrentaron con una


situación menos favorable de lo esperado, debido a las dificultades en las
relaciones con la Argentina, a la crisis de gobernabilidad de la región andina y
al inconstante apoyo de otros países latinoamericanos en los foros
internacionales.

Las relaciones con Argentina y Bolivia están siendo reestructuradas a raíz de la


coyuntura política y económica de ambos países. No obstante, la mayor
resistencia al intervencionismo de la Presidencia en la política exterior proviene
de ciertos sectores internos, que no consideran favorablemente la
permeabilidad la política exterior a las nuevas realidades de los países
limítrofes.

La capacidad de Brasil para asumir el papel de líder regional depende en


buena medida de su habilidad para llevar a cabo una política exterior capaz de
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generar consensos en la coyuntura política latinoamericana, articulada en torno


a posiciones ideológicas y realidades políticas muy diferentes.

En este contexto, el segundo mandato electoral del Presidente Lula abre un


escenario de continuidad en la política exterior de Brasil, que podría generar
nuevas polarizaciones políticas dentro del país.

Los desafíos de la política sudamericana de Brasil

En los 90, el énfasis de la política exterior de Brasil estuvo puesto en los


aspectos económicos de la integración, en particular el Mercosur. Esto
respondió a una estrategia de inserción sudamericana que en buena medida
funcionó como reacción al ALCA, y que se ha reforzado durante el gobierno de
Lula. En los últimos años, Brasil se ha mostrado dispuesto a asumir nuevas
responsabilidades en situaciones de riesgo institucional en la región, como
ocurrió en Venezuela, Bolivia y Ecuador, al tiempo que profundizaba la
interacción económica con sus vecinos a través de inversiones de bancos y
empresas públicas.

En los años 80, con la democratización, Brasil comenzó a otorgarles un lugar


destacado a las relaciones intrarregionales. En la década del 90, el principal
énfasis de la política exterior brasileña en relación con sus vecinos fue la
promoción de la integración económica, primero a través de la profundización
del vínculo con Argentina y después con la construcción del Mercosur. Al
mismo tiempo, y en gran parte como reacción a la conformación del Tratado de
Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), comenzó a tomar fuerza en
Itamaraty la idea de que América del Sur debía sustituir la referencia más
amplia a América Latina, lo que, simultáneamente, implicó reforzar la identidad
«sudamericana» de Brasil en el plano internacional. En el ínterin, las relaciones
con los países andinos se ampliaron, ya sea como consecuencia de los
vínculos entre el Mercosur y la Comunidad Andina de Naciones, como efecto
de la reactivación del Pacto Amazónico o de la dinamización de las agendas
fronterizas. Vale la pena destacar que en esta época, aunque de manera
efímera, surgió la idea de constituir un Área de Libre Comercio Sudamericana
como opción frente al proyecto de regionalización hemisférica impulsado por
Estados Unidos. Entre 1994 y 2002, durante el gobierno de Fernando Henrique
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Cardoso, la política sudamericana de Brasil se reflejó en dos tipos de


iniciativas: la primera fue la propuesta de elaborar una agenda regional luego
de la primera reunión de jefes de Estado de Sudamérica, realizada en agosto y
septiembre de 2000; la segunda consistió en consolidar el papel de Brasil como
país mediador en situaciones de crisis intraestatales en la región. En 2002, con
la llegada al gobierno de Lula, Brasil dio pasos más audaces que abrieron un
nuevo horizonte en América del Sur. En ese sentido, hay que mencionar que el
mayor interés depositado en esta región por parte del nuevo gobierno coincidió
con otros nuevos énfasis de la política internacional, entre los cuales se
destacan los entendimientos con otras potencias intermedias, como Sudáfrica y
la India, y con potencias mundiales, como China y Rusia. La idea de cambio en
la política exterior también trajo como consecuencia el inicio de una etapa
afirmativa de diálogo con EEUU. Así, Brasil se mostró dispuesto a ampliar sus
responsabilidades internacionales, estimuló nuevas coaliciones con potencias
regionales, asumió un fuerte protagonismo en las negociaciones comerciales
globales –comandó la creación del Grupo de los 20 (G-20), reafirmó sus
ambiciones para obtener altos cargos en la burocracia internacional y otorgó
una máxima prioridad a su candidatura para un lugar permanente en una
eventual ampliación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Los nuevos tiempos

Los cambios de la política regional de Brasil se apoyaron en un proceso


interburocrático de decisión y acción que va más allá del campo de la
diplomacia tradicional. Para ello fueron instaurados una agenda y un curso de
acción paralelos al Ministerio de Relaciones Exteriores, con la participación
directa de la Presidencia.

El gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva, además de mostrarse dispuesto a


asumir nuevas responsabilidades en situaciones de riesgo institucional –como
ocurrió en Venezuela en diciembre de 2002 y agosto de 2004, en Bolivia en
octubre de 2003, y en Ecuador en abril y mayo de 2005–, profundizó los lazos
interpartidarios con gobiernos estables de orientación centroizquierdista, entre
los que se destacan los de Chile y Uruguay. En 2003, Brasil asumió el
liderazgo en la conducción del «Grupo de Amigos de Venezuela», conformado
“AÑO DE LA CONSOLIDACIÓN DE MAR DE GRAU”

también por la Secretaría General de la Organización de Estados Americanos


(OEA), México, Chile, Colombia, España y Portugal. El principal objetivo fue
facilitar el diálogo entre el gobierno de Hugo Chávez y los grupos de oposición
en la búsqueda de una solución política que no violase los principios
democráticos. Aunque los resultados fueron más bien modestos, esta iniciativa
contribuyó a impedir el deterioro de la situación política venezolana, que en
aquel momento podría haber culminado en una guerra civil. Del mismo modo,
Brasil envió una señal a Colombia cuando manifestó su interés en contribuir,
junto con las Naciones Unidas, a generar un diálogo entre las partes
involucradas en el conflicto guerrillero. Y fue en ese contexto que el futuro de la
democracia en Bolivia se convirtió en materia de política exterior para Brasil: en
2003, los esfuerzos de mediación, coordinados con Argentina y Venezuela,
buscaron contener los riesgos de una eclosión social que condujera a la guerra
civil, la ruptura institucional y la fragmentación territorial. Además de cuidar sus
intereses, la actuación de Brasil pretendió trasmitir alguna tranquilidad al
gobierno de EEUU, que comenzó a observar con preocupación la realidad de
aquel país y, en especial, las articulaciones entre los movimientos indígenas
bolivianos y el gobierno de Chávez.

El interés brasileño por ampliar y profundizar su proyección en América del Sur


estuvo acompañado por la expectativa de preservar la capacidad de iniciativa y
por la aspiración a que el resto de los países de la región reaccionaran
positivamente a su actuación en las situaciones de crisis local. Por eso,
además de promover la Comunidad Sudamericana de Naciones, el gobierno de
Lula buscó fortalecer los lazos económicos, privados y públicos, con los países
vecinos. Esto, desde luego, otorgó un nuevo protagonismo a segmentos
empresariales y a la dirigencia de las empresas del Estado. Entre 2003 y 2005,
esta política obedeció a tres premisas: la mayor presencia en la región debía
privilegiar el fortalecimiento de los vínculos con Argentina; el gobierno de Lula
tendría un impacto positivo para la estabilidad democrática sudamericana; y,
finalmente, un mayor protagonismo sudamericano fortalecería las aspiraciones
globales de Brasil.

Esta política, a su vez, estuvo movilizada por tres líneas de acción combinadas
a partir de 2003: insistir en la vía democrática para la resolución de las crisis
“AÑO DE LA CONSOLIDACIÓN DE MAR DE GRAU”

institucionales; estimular una lectura crítica y alternativa a las políticas


neoliberales implementadas en los años anteriores; y evitar una visión
“securitizada” de la política sudamericana, como la que pretende EEUU luego
del 11 de septiembre de 2001. En este contexto, además de las relaciones
políticas cotidianas con los gobiernos sudamericanos, se intensificaron los
contactos y programas de cooperación del Estado brasileño con sus vecinos en
otros campos de políticas públicas, en especial los de intercambio científico y
tecnológico, en capacidad diplomática y militar, y en educación, cultura y salud.

VISIÓN SOBRE LA COYUNTURA SUDAMERICANA

Estados reguladores del modelo extractivista y garantes de la gobernabilidad


de un continente pobre.

A fines del siglo XX pudimos vivenciar el estrepitoso fracaso de los proyectos


estatistas de implantación del «socialismo» -de arriba hacia abajo- en Rusia,
China, Vietnam, Cuba, Corea del Norte y la Europa del Este entre otros,
deviniendo éstos en el establecimiento de nuevas clases dominantes, nuevas
burocracias, reconociendo al capitalismo como único sistema viable y
aportando al fracaso de diversos procesos revolucionarios que se intentaban
dar en los años ´60 y ´70 en nuestra región. La izquierda estatista en una crisis
sin precedentes se llamó a silencio durante una década. Es ahí cuando las
clases dominantes arremetieron con políticas de corte neoliberal, anulando
muchas de las conquistas populares conseguidas con la lucha a lo largo del
siglo XX y revocando derechos sociales que habían sido arrancados desde
abajo. Latinoamérica no sólo no fue la excepción a la áspera aplicación de
estas políticas sino que de alguna forma fue modelo para el resto del mundo.

Privatizaciones en las telecomunicaciones, la energía y el transporte, ajustes y


recortes en los sistemas de salud y educación pública, desempleo y
subocupación, y un predominio del capital financiero fueron el común
denominador en la nueva realidad latinoamericana. Sin embargo, el
descontento de las clases oprimidas no se hizo esperar. Hechos como el
levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en México
marcaron los albores de la respuesta organizada de la resistencia continental a
lo que era una nueva sangría a los pueblos latinoamericanos. Levantamientos
“AÑO DE LA CONSOLIDACIÓN DE MAR DE GRAU”

populares como los del Caracazo (1989), las guerras del agua y el gas en
Bolivia (2000, 2003, 2005), los levantamientos de los pueblos originarios en
Ecuador y Chile, las puebladas y piquetes que tuvieron como corolario al
argentinazo (1996-2001), la lucha campesina de los Sin Tierras brasileños,
entre otras fueron algunas de las expresiones organizadas de los sectores
populares excluidos y expulsados por este sistema de dominación capitalista,
que a esta altura, prescindía perfectamente de gran parte de la población del
continente. No obstante, y a diferencia de la vieja práctica de la izquierda, estos
eventos y procesos organizativos contendrían un mayor desarrollo de
autonomía popular y una convocatoria de sectores de abajo no enmarcados en
el tradicional planteo economicista de la izquierda clásica. Pueblos originarios,
campesinos/as sin tierra, piqueteros/as desocupados/as, entre otros, a través
de la práctica de la acción directa protagonizaron la re-composición de las
organizaciones de las clases oprimidas. Algunas características novedosas
para el momento, como el rechazo a la representatividad institucional y la
búsqueda de mayor democracia directa en manos de las propias
organizaciones populares, iban resaltando la nueva estrategia clasista.

Es así, como en gran parte del continente comenzó a impactar un proceso de


deslegitimación de las instituciones estatales, una profundización de la crisis de
gobernabilidad (recordemos las numerosas renuncias de presidentes en los
casos de Argentina, Bolivia, Ecuador y Perú), una descomposición de la
democracia representativa y del bipartidismo y un agotamiento de la aplicación
de las recetas económicas de ajuste y privatizaciones.

A excepción de Chile y Colombia, como los más representativos en el cono sur


en donde prevaleció sin titubeos la posición de mantener esas políticas de
ajustes y sostener el control social principalmente a través de la represión y la
militarización, algunos sectores de la clase dominante latinoamericana iniciaron
una búsqueda de renovar estrategias de control y regulación social acorde a
los tiempos que estaban viniendo. En tal sentido, los Estados Sudamericanos
no podían seguir implementando recetas de ajuste y aplicar al mismo tiempo la
política del garrote. Es ahí donde el Estado debió convertirse en un actor
político de relevancia para tales intereses, instalando una nueva representación
“AÑO DE LA CONSOLIDACIÓN DE MAR DE GRAU”

política para neutralizar el antagonismo de clases visibilizado a fines del siglo


XX y primeros años del XXI.

Por un lado, se buscaba poner tope a la seguidilla de alzamientos populares


que estimulaban la capacidad de participación real de la mayoría de la
población. En este sentido, debía asegurarse la dominación a través de la
recuperación de la legitimidad institucional perdida, y evitar así retornar a la
utilización de la fuerza como en tiempos de las dictaduras del cono sur. Una
forma de hacerlo era la de canalizar superficialmente las demandas populares
que dieron origen a las resistencias –disminuir un poco los ajustes y la
privatización- combinada con una retórica nacionalista e izquierdista al mismo
tiempo.

Por otro lado, existía la necesidad de consolidar a la región en su lugar dentro


de la división del trabajo global como proveedor de materias primas, recursos
minerales y energéticos sin demasiados sobresaltos. Dichos recursos
requerían ser destinados a su transformación en los centros industriales de los
países desarrollados, para dar respuesta a la creciente demanda de consumo
desenfrenado e irracional de los países más ricos.

A través de una batería de políticas públicas y un rotundo cambio de imagen y


discurso de lo que antecedía, los Estados latinoamericanos representados en
el Socialismo del Siglo XXI –eufemismo con el que se intenta enmarcar un
modelo de «capitalismo humano» contrapuesto al «capitalismo salvaje»-
asumieron esta nueva etapa de gobernabilidad en el continente. Se comenzó a
utilizar una retórica nacionalista, izquierdista y antiimperialista, evocando viejos
próceres de la independencia latinoamericana como Bolívar, San Martín, Eloy
Alfaro y el mismo Artigas, para lograr resignificar y reinsertar la figura del
caudillo como referencia de gobernabilidad. En tal sentido, se enarbolaron
procesos declamativos como la “Revolución Ciudadana”, “Revolución
Bolivariana”, "Estado Plurinacional” o “Proyecto Nacional y Popular”, entre
otros. En consonancia, se continuó desde arriba con una ínfima redistribución
de ingresos a través de políticas focalizadas –muchas veces disfrazadas de
políticas sociales universales– que respondían nada menos que a viejas
recetas del Banco Mundial para frenar el descontento de sectores excluidos en
“AÑO DE LA CONSOLIDACIÓN DE MAR DE GRAU”

América Latina y que operaban a su vez como herramientas de control social.


De esta forma el Estado en cada país comenzó a promover la desarticulación y
fragmentación de muchas de las organizaciones populares que estaban en
resistencia desde hacía años y de las cuales algunos dirigentes estaban
esperando nuevamente una posibilidad de colarse en un proyecto estatista,
relegando, de esa manera, el interés real de las bases organizadas.

En esta nueva secuencia de modelos de gobernabilidad estatal todos los


estados del cono sur adhirieron a un nucleamiento de los mismos denominado
Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), constituyendo el correlato
político-jurídico del sistema de dominio regional. En esta instancia se logró la
convivencia plena y armoniosa de los llamados gobiernos de izquierda –
quienes sólo en el discurso estaban cuestionando al neoliberalismo–, y los
otros modelos conservadores como los países adherentes al TLC (Tratado de
Libre Comercio) que siguieron aplicando abiertamente dichas políticas. La
finalidad última de este conglomerado de Estados fue siempre el
mantenimiento del status y una eventual neutralización de enfrentamiento de
clases en la región.

De más está decir que los resultados expresados, luego de una década, no
reflejan progreso en dirección a una transformación social en la región: en la
mayoría de los países no se ha tocado siquiera la matriz de la estructura
económica y productiva (la concentración del latifundio es cada vez mayor; los
monopolios económicos se han mantenido o renovado), de manera
insoslayable importantes sectores de la clase dominante favorecidos han
financiado las políticas públicas; en ningún caso se ha otorgado a los pueblos
originarios derecho definitivo al territorio ni ha cesado la represión y
discriminación a los mismos de parte de las élites gobernantes (a pesar de que
numerosos gobiernos del cono sur han hecho bandera de la «concesión» de
derechos e inclusión a dichas comunidades); los altos índices de pobreza,
indigencia y desempleo no se han modificado a pesar del maquillaje brindado
por la continuidad de las políticas focalizadas y manipulación de la información
estadística; salvo Brasil –una potencia económica emergente con una
burguesía industrial férrea– en ningún otro país se ha dado un proceso de
reindustrialización; el número de bases militares norteamericanas ha
“AÑO DE LA CONSOLIDACIÓN DE MAR DE GRAU”

aumentado exponencialmente, así como también la militarización de las


barriadas periféricas y una creciente criminalización de la pobreza; aumentó el
nivel de permisividad a las concesiones a las trasnacionales, el aumento en el
endeudamiento con los organismos de crédito internacional han generado
mayor dependencia hacia los mismos, el cumplimiento de los mandatos de
potencias como China y Estados Unidos siguen incólumes. Pero entre los
aspectos más delicados de la situación política, social y económica se
encuentra el nivel de sujeción y dependencia de la región.

En este caso los llamados Gobiernos del Socialismo del Siglo XXI, o los
Gobiernos “Populares” o de izquierda representan un proyecto político en sí
mismo de un sector de la clase dominante que poco o nada intenta confrontar
con el proceso extractivista que vienen llevando grupos económicos poderosos
en la región y del mundo. Contrariamente, parece existir un intercambio de
favores que quizás, por un lado, les habilita a los gobiernos denominados
populares un modo de financiación de la política pública y, por el otro, les
permite a los capitales transnacionales la estabilidad necesaria en la región y
bajos costos para la explotación y exportación de los recursos locales.

Función de la economía regional: Plan IRSA y extractivismo

Todas estas señales de continuidad de un capitalismo depredador –el único


que existe- son síntoma de un proceso que se viene llevando a cabo en
Latinoamérica desde hace ya más de una década. La función del Estado
latinoamericano (sea conservador o «progresista») ya no es meramente la de
ajustar y privatizar sino que su rol fundamental en esta nueva etapa del
neoliberalismo es la de flexibilizar las condiciones de explotación desmedida de
los suelos y la extracción y expoliación lasciva de cuanto recurso energético y
mineral exista en Latinoamérica, obviamente garantizando los bajos costos y la
eficiencia en el traslado.

Sin embargo, la regulación estatal para tales fines no podía esta vez dar
movimientos bruscos y retornar un clima de conflictividad social a priori. Como
hemos indicado en documentos anteriores, podemos caracterizar al Estado en
estos tiempos como generador de un consenso necesario en la sociedad y
“AÑO DE LA CONSOLIDACIÓN DE MAR DE GRAU”

creador de condiciones tales para que sus intereses (y los de su clase)


aparezcan como los intereses de todos.

En este sentido, levantando las banderas de la Soberanía Nacional, la –


incomprobable- Reindustrialización y el Desarrollismo, y la «Soberanía
Energética», los Estados del llamado Socialismo del Siglo XXI se propusieron
meterse de lleno a este juego mundial determinado y dirigido por proyectos
imperialistas. Ese rol requirió la intervención estatal para garantizar -cueste lo
que cueste- la explotación y exportación de bienes primarios a gran escala
solicitados por el mercado internacional. Hidrocarburos como el gas y el
petróleo, metales y minerales como el cobre, el oro y la plata y productos
alimenticios como el maíz, la soja y el trigo, además de biocombustibles, son
algunos de los recursos y productos que evidencian una reorientación de las
economías de la región hacia las actividades primarias. En Sudamérica estos
impulsos de reordenamiento de las actividades de la región, en función de
cubrir las demandas de la economía global, responden en gran parte al
proyecto denominado IRSA presentado por primera vez en una cumbre de
presidentes en el año 2000. Este megaproyecto continental de implementación
silenciosa -con su símil Plan Puebla Panamá en Caribe y América Central-, es
dirigido por el gobierno estadounidense y cuenta entre sus socios a Paul
Wolfowitz (Banco Mundial), Donald Rumsfeld (secretario de Defensa de
EE.UU), David Rockefeller, Henry A. Kissinger, Alan Greenspan (Banco de la
Reserva Federal de EE.UU), Rodrigo Rato (director del FMI), George Soros, el
clan Rothschild y el magnate de la Microsoft Bill Gates, entre otros.

El IRSA, promovido desde sus orígenes por el Banco Interamericano de


Desarrollo (BID) y coordinado por la Corporación Andina de Fomento (CAF) y
el Fondo Financiero para el Desarrollo del Cuenca de Plata (FONPLATA),
fomenta y organiza la inversión en infraestructura y logística para interconectar
la región al comercio internacional que llevan adelante las grandes
transnacionales. La implementación principal del proyecto requiere el desarrollo
de una infraestructura tal para transporte terrestre, aéreo y fluvial; oleoductos,
gasoductos, puertos marítimos y fluviales, tendidos eléctricos y de fibra óptica,
centrales hidroeléctricas, megaminería, soja y transgénicos. No obstante, el
proyecto tiene diferentes etapas de implementación para las diferentes
“AÑO DE LA CONSOLIDACIÓN DE MAR DE GRAU”

regiones y sobre todo teniendo en cuenta el recurso a explotar.


Como ya señalábamos más arriba los Estados latinoamericanos vendieron este
proceso en marcha como una ventana hacia el desarrollo del continente, es
decir una oportunidad única aprovechada por los distintos gobiernos con el
único fin de la integración de la región y el desarrollo industrial y productivo de
la misma. En la etapa actual la promesa de mayor mano de obra a raíz de la
demanda de la construcción de infraestructura ha funcionado como golpe de
efecto. La socióloga Maristela Svampa señala, por el contrario, que “por cada
millón de dólares invertido, se crean apenas entre 0,5 y 2 empleos directos”. En
este sentido, otros estudios indican que a medida que vaya finalizando el IIRSA
en toda la región habrá una disminución significativa del empleo con
derivaciones negativas en la economía regional y las sociedades locales.

En consonancia con lo que venimos resaltando acerca de los alcances del


impacto del extractivismo llevado a cabo en la región, están empezando a
aflorar un sinfín de consecuencias sociales-medioambientales negativas del
proceso: desmonte y destrucción de zonas ricas en biodiversidad para
promover monocultivos de soja o plantaciones de pinos para celulosa,
agotamiento acelerado de los recursos no renovables como son el gas, el
petróleo y los minerales -aumentando a la larga el coste de vida de la población
local-, migración forzosa de la población rural hacia centros urbanos, entre
otras.

La fracturación hidráulica o fracking, utilizada para hacer salir el petróleo a


grandes profundidades no sólo utiliza miles de litros de agua mezclados con
químicos y arena sino que deja el lastre de altas cantidades de plomo y metano
en la poca agua que queda por utilizar en la zona afectada.

Numerosos grupos científicos y ambientalistas advierten además sobre la


explotación minera a cielo abierto. La misma afecta a grandes proporciones de
superficie terrestre abriendo un cráter -para extraer una pequeña cantidad de
mineral- utilizando importantes proporciones de cianuro dejando el agua del
lugar envenenada, generando inevitablemente el colapso de la agricultura local
(pérdida de cosecha y animales muertos).
“AÑO DE LA CONSOLIDACIÓN DE MAR DE GRAU”

Cabe aquí mencionar también el impacto de la instalación de las represas


hidroeléctricas (destrucción del ecosistema y -nuevamente- desplazamiento
forzoso de la población) o el modelo agrícola de producción (semillas
transgénicas, fumigaciones aéreas masivas, siembra directa, cáncer y
enfermedades respiratorias).

Desafortunadamente, dentro de la gravedad del saqueo transnacional


contamos con la sistemática violación de los derechos humanos en la región:
desde la irrupción en territorios de pueblos originarios y campesinos hasta la
persecución, criminalización y muerte de la resistencia al avasallamiento sobre
la tierra, los recursos y la sociedad en su conjunto.

Resistencia Latinoamericana frente al saqueo y farsa de socialismo de los


de arriba

Podemos observar hasta aquí cómo el sistema capitalista ha operado en esta


región durante la última década mediante el despliegue de relaciones de
dominación económico-productivas y político-jurídico-ideológicas en torno a la
continuidad del modelo neoliberal y su instancia extractivista. El trabajo
cumplido hasta el momento por los Estados de la UNASUR durante la actual
aplicación del IRSA ha permitido resguardar con creces los intereses de la
clase dominante. Sin embargo, este despliegue ha generado nuevas
resistencias y –por ende- conflictividad social por parte de las clases oprimidas
de América Latina y una lucha abierta por el territorio, expresada en la
movilización organizada de la población directamente afectada por el saqueo y
las consecuencias del mismo. Aquí brevemente vamos a mencionar algunos
actores en este proceso de resistencia como lo son asambleas ambientalistas
de Argentina (Esquel, Gualeguaychú, Famatina, Tinogasta, entre otras), los
campesinos/as sin tierra paraguayos y brasileros que enfrentan el latifundio
sojero, los pueblos originarios del TIPNIS (Territorio Indígena Parque Nacional
Isiboro Sécure) boliviano, los del Parque Yasuní-ITT ecuatoriano, los de la
reserva Vaca Muerta argentina, los de la Patagonia o los de la Amazonía
sudamericana, y podríamos mencionar muchos más. Párrafo aparte merecen
algunos procesos de resistencia antisistémica que se vinieron dando en
algunos lugares en paralelo y que, particularmente, no han tenido quizás
“AÑO DE LA CONSOLIDACIÓN DE MAR DE GRAU”

relación directa con el proceso extractivista, pero sí con el avance de los


Estados latinoamericanos frente a las clases populares, como lo son las luchas
de los estudiantes y pueblos originarios chilenos, así como también las
movilizaciones populares por la gratuidad del transporte público y contra la
carestía de la vida en Brasil, todas con gran trascendencia mundial.

Con respecto al modelo extractivista, numerosas puebladas han llegado a


frenar parcialmente algunos tramos del Plan IRSA y boicotear el avance de las
obras. Pero esta resistencia al desguace generó inmediatamente una
respuesta represiva por parte de los Estados latinoamericanos, aquellos
denominados de izquierda y también de los conservadores. En este sentido, el
aspecto militar-policial en las relaciones de dominación y el control social
requería estar resuelto en los albores de un nuevo siglo. En Chile, Colombia y
Paraguay –hoy Estados de corte conservador- el asunto se va resolviendo
como de costumbre, con represión explícita y miles de presos políticos,
procesados y asesinados. En los Estados «progresistas» a los efectos tales de
solapar un conflicto de clases e intereses, la persecución a los nuevos
agitadores contra el modelo extractivista y la ficción de la Patria Grande, debió
traer aparejada acusaciones políticas e ideológicas a los mismos. Durante la
última Cumbre de Jefes de Estado del ALBA –a fines del pasado Julio-, los
mandatarios acusan a la resistencia antiextractivista de «extremistas»,
«conspiradores», «desestabilizadores», «golpistas», «pro-imperialistas» y
«asalariados de la CIA». El relato de los gobiernos acerca de este tipo de
resistencias concluye habitualmente en que la posición de las organizaciones
rebeldes le hacen el «juego a la derecha». Bajo esas acusaciones los Estados
del cono sur vienen perpetrando persecuciones, procesamientos y asesinatos a
miembros de organizaciones populares. Los pueblos originarios en Bolivia que
defienden el TIPNIS periódicamente son reprimidos por la policía del Gobierno
de Evo Morales y tienen centenares de procesados y detenidos por dicha
causa.

En Venezuela durante el gobierno de Chávez, además de la detención y


extradición a Colombia de una decena de luchadores de ese país cuando
Maduro era Ministro de Relaciones Exteriores, se produjo el asesinato del
cacique yukpa Sabino Romero, uno de los tantos referentes indígenas
“AÑO DE LA CONSOLIDACIÓN DE MAR DE GRAU”

enfrentados a los terratenientes ganaderos. La responsabilidad del gobierno en


el asesinato quedó al descubierto en investigaciones posteriores. En Ecuador,
donde Correa es presidente, desde hace ya tiempo se arman causas bajo la
figura de “sabotaje y terrorismo”, estando ya procesadas más de 200 personas,
en su mayoría militantes contra la megaminería. En Brasil en el marco de los
desalojos y la represión contra los campesinos sin tierra, el Gobierno asesina a
Eltom Brum da Silva, militante del MST. Recientemente se llevó a cabo, no sólo
la represión de las últimas movilizaciones masivas antigubernamentales, sino
que además se le sumó la persecución política y hostigamiento a
organizaciones anarquistas y antisistémicas (sospechosas de haber impulsado
las protestas). En Perú hubieron más de una treintena de originarios
asesinados en la región de Bagua (Amazonía peruana) durante el gobierno de
Alan García, y desde el 2011 -cuando asume Ollanta Humala- se produjeron al
menos 25 asesinatos durante la resistencia al proyecto Conga en Cajamarca.
En Argentina –donde el Kirchnerismo maneja mayoritariamente un modelo de
represión tercerizada - podemos mencionar la violencia contra los
ambientalistas de Famatina, Tinogasta y recientemente a los originarios
mapuches que rechazan el fracking en Vaca Muerta (Neuquén), los asesinatos
selectivos de dos campesinos sin tierra en Santiago del Estero y de más de 10
originarios Qom de Formosa y Chaco –comunidades que resisten hace años al
avance del latifundio y el modelo sojero-. Vale agregar la situación en Uruguay
de un gobierno que no sólo garantizó la impunidad de la dictadura, sino que
recientemente avanzó en la infiltración policial de las manifestaciones por
derechos humanos y la detención ilegal de 12 manifestantes.

BALANCE Y PERSPECTIVA LIBERTARIA

En función de poder pasar a limpio el proceso que se dio en la última década


en nuestro continente solo podemos agregar breves conclusiones del mismo.
Por un lado, sectores de la clase dominante resolvieron temporalmente el
problema de la inestabilidad institucional de la región provocado por las recetas
de ajuste neoliberales de la década de los 90´. La clase dominante logró
reconstruir la representación -mítica en nuestro continente- del Estado
interventor y regulador y de un proyecto de izquierda nacional que evadiera
cualquier antagonismo de clase heredado de la década anterior. A su vez,
“AÑO DE LA CONSOLIDACIÓN DE MAR DE GRAU”

comenzó a delinear y facilitar un proceso de mejoramiento infraestructural para


que las transnacionales y los Estados más poderosos terminaran de llevarse
los recursos que quedan en un continente plagado de biodiversidad.

En otro orden, quedó al descubierto la política de derechos humanos de los


gobiernos de izquierda (los de derecha ya habían tomado posición hace rato),
donde el negocio y la razón de Estado valen más que la salud y el bienestar de
toda la sociedad. Un sin número de organizaciones sociales sucumbieron o
fueron divididas ante la propuesta de construcción desde arriba y por dentro del
Estado. La clase dominante de la región apostó como era de prever por la
inclusión de la región dentro del capitalismo mundial en un proyecto de
ganancia y especulación a corto plazo. Los grandes perjudicados fueron los
pueblos de la región, que no vacilaron en salir a dar las primeras batallas
contra el modelo de saqueo y dominación. La defensa de los recursos y de la
vida frente a los proyectos imperialistas, no sólo no es impulsada por los
autodenominados «antiimperialistas» sino que han sido los pueblos originarios,
campesinos, vecinos, asambleistas, piqueteros y estudiantes quienes han
puesto el cuerpo frente a tanta impunidad en tan poco tiempo. Si algo está
quedando nuevamente claro (a pesar del olvido del fracaso de los proyectos
estatistas de la izquierda) es que los proyectos emancipatorios de la sociedad
no pueden ni deben depender del Estado si realmente quieren ser
emancipatorios. En Latinoamérica nuevamente la coyuntura nos está invitando
a pensar la importancia de la autonomía en las organizaciones populares y la
independencia de clase a la hora de llevar a cabo la lucha revolucionaria. Está
claro que no es lo mismo organizarse en tiempos de un gobierno abiertamente
represor como el chileno o el colombiano -o una dictadura- que un gobierno
que se adjudica la defensa de los derechos humanos y la representación de un
proyecto socialista. Esos períodos determinados por la institucionalidad
progresista son especiales para potenciar y desarrollar organizaciones de base.
En tiempos de ajuste y represión seguro se hace siempre más difícil y
peligroso. Sin embargo, la posibilidad de ocupar lugares, grietas o trincheras en
las instituciones es siempre una trampa que ofrece el mismo sistema de
dominación. En un continente donde la figura del caudillo viene para intervenir
en la historia en momentos excepcionales cuando la institución del sistema de
“AÑO DE LA CONSOLIDACIÓN DE MAR DE GRAU”

dominio está en peligro, la administración de la sociedad por parte del pueblo y


el protagonismo colectivo de los de abajo en esa búsqueda aparecen siempre
como una alternativa seria de transformación social. La construcción paulatina
de un pueblo fuerte y un poder autogestivo es el camino que elegimos los y las
de abajo en esta ambigua coyuntura latinoamericana.

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