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Dijo Louis Armstrong: nunca oí cantar a un caballo.

Yo tampoco, qué
tontería. Los caballos no cantan; piensan. Pero los he oído sonar. ¿Qué cómo
suena un caballo? Explicaré esto mediante el estatuto de la última borrachera
metafísica.
Llamo borrachera metafísica a la sincronización de dos o más seres
humanos que se afinan entre sí para producir en armonía un pensamiento
absoluta y emocionalmente orquestado bajo los efectos del alcohol. Estas
borracheras se dan a veces en el patio de Mamushka, entre el romero y una
mata de guayaba con escabiosis. Una conversación en la que cada uno, en la
trama de su ritmo y textura, aporta a la banda improvisada su instrumento: el
delirio. Viene a cuento porque, de cada una, van surgiendo fantásticos
estatutos. Como por ejemplo aquel estatuto memorable en el que dimos por
sentado, muy borrachos, que el color sí existe, que cómo es esa falta de
respeto a los colores, cómo que nada más son un fenómeno en que los objetos
absorben la luz y la reflejan. Respeten a los colores.
—Los objetos azules son azules y saben a azul, y mancharían todo de
azul si pudieran —concluimos.
Aquella noche los colores aplaudieron el argumento de los oradores y la
vida continuó llena de anarquía sentimental y dignos significados. Hasta hace
poco. La última borrachera metafísica se dedicó al sonido y decidimos, por
unanimidad, que el mundo suena.
Todo borracho que se respete se pone cósmico en algún momento de su
trance, así que argüimos que cuando el universo fue creado, cuando el átomo
se postuló como el máximo organizador de la materia, también incubaba en él
todas las notas musicales. ¿No es bello esto? Alguien, cualquier físico que no
esté borracho pudiera decir: el sonido es la propagación de ondas mecánicas
percibidas por un receptor. Coño, respeten a los sonidos, por lo que más
quieran.
—Nosotros, los anarquistas sentimentales del romero decimos: un
átomo suena.
Dentro de la composición del átomo se halla una disposición a sonar.
Luego los átomos se organizan de formas tan infinitas (una estrella, una silla,
un vaso, una lombriz) que producen eso que llamamos la armonía del universo.
Cada cosa en el mundo, desde la más pequeña hasta la más grande, suena. Si
usted se detiene en mitad del bosque todo su cuerpo percibirá la vibración de
cada ser, desde el corazón de los pájaros, las hormigas que devoran una
serpiente hasta las ramas que toca el viento, en un sonido aplastante. Un
huevo eclosionando, del que sale medio atontada la cabeza de una tortuga,
dentro de la cual también se están generando sonidos (los pulmones, el
estómago, etc), produce un sonido muy especial que se suma inmediatamente
al gran sonido del mundo.
Pudiéramos decir, poéticamente hablando (la poesía es la comprobación
espiritual del átomo), que es en la naturaleza de la composición de la materia
en la que reside la calidad de cada sonido. Rasgar un pétalo de una rosa suena
muy diferente a rasgar el pétalo de un libro, ¿no es cierto? Cada cosa suena de
forma muy particular, de manera que cada cosa produce su propia partitura.
¿Conocen las partituras del corazón? ¿Han leído en el pentagrama sentimental
los acordes del batir de alas de una libélula? ¿Cuáles son las notas que hay en
un beso? ¿Qué acordes produce la ira? ¿Cómo suena el suicidio? ¿A qué
suena la sociedad? ¿Qué notas hay en la guerra? ¿Qué notas hay en el llanto
de un niño? ¿En el aullido de un lobo? ¿Cuáles son las notas del alfabeto?
¿Qué notas tienen las voces de la gente que amamos?
Es que las personas también tienen su sonar.
Esta idea nos zafó la cabeza por un buen rato. Tanto, tanto, que Tilo no
pudo tocar la guitarra y eso es bastante decir. ¿Se ha preguntado usted cómo
suena? Hay personas estridentes, graves, agudas, chillonas, serenas,
percutivas. O lo que es lo mismo: hay personas-timbales, personas-guitarra,
personas-flauta, personas-xilófono, personas-tuba, personas-trompeta. Esa
marca rítmica que cada uno de nosotros posee en el fluir con la vida refleja, de
cierta manera, nuestra única y especial partitura: nuestro timbre de voz, la
forma de arrastrar una silla, cerrar una puerta, perseguir una cucaracha, gemir
en el sexo, decir te amo, sonar las pulseras, cruzar una pierna, reír, llorar,
rascarse la garganta. ¿Han conocido a personas-jazz? ¿Han conocido
personas-calipso? ¿Personas-reggae? Incluso, ¿sabía usted que suena distinto
en cada situación? ¿Sabía usted que cuando tiene pareja, se juntan dos
instrumentos musicales? Correcto, también hay parejas jazz, parejas vallenato,
parejas reggaeton. Pero, es que hasta la amistad es un asunto de saber sonar
con otro.
Tanto es sonar el mundo, que nuestra intolerancia a los seres humanos
en gran medida se debe a una intolerancia auditiva.
—A veces no estoy de humor para la gente —dijo Dano perplejo por su
descubrimiento en el que dejó ver que su misantropía radica en un problema de
oído—. Todo depende del oído con el que amanezca.
Así se nos fue la noche, cambiando leyes físicas por leyes
sentimentales. Por ahí Mamushka tropezó la guitarra de Tilo y Dano,
llevándose las manos a la cabeza, con esa gravedad de un monje borracho,
sonó:
—Una guitarra es como una persona narizona. Hay que tratarlas con
cuidado.
En fin. Nada es mudo. Ni siquiera el ojo que parpadea.

Es que yo no sé hacer otra cosa que sentir" Susana Quintini

Yo digo que la emoción es un asunto de tamaño. Soy


pequeña. Pequeñita, pequeñita. Tan pequeñita, que
con esfuerzo podría caber en el estuche de un violín,
en una lapicera, o en las manos de un hombre
amado. La gente grande tiene más espacio en el
cuerpo para que las emociones fluyan en grandes
órganos. Hay en los pulmones de la gente grande una
plaza, y es probable que las personas más altas que
yo tengan huesos más largos para soportar la belleza
y el horror de este mundo. A los gordos-gordos puede
que les quepa más miedo en el estómago, y en los
altos-altos puede que, de ser tan altos, a una emoción
le tome tiempo empezar o esfumarse. Pero a los
chiquitos como yo, que tenemos el cerebro, los ojos,
los pulmones, el corazón, los pies y todo tan cerca, las
emociones nos achicharran las partes. Vivimos al filo
de la muerte por cada cosa viva. Como estoy de
alquiladiza en una casa prestada de la cual lo único
mío es la montaña, empiezo el día amaneciendo con
el amanecer que es lo mismo que decir no puedo, no
puedo con esa elegancia que tiene la luz para sacar al
planeta de la oscuridad. Ahí mismo aparecen los
pájaros, y como el oído y el corazón son una sola
cosa, va mi pobre cuerpecito de la humildad de la luz
a una alegría que me pone a responderle a los pájaros
con otras canciones. Si el agua de la ducha está fría
me da un susto de muerte, y si está caliente me quedo
como naciendo otra vez de la totona de Mamushka.
Después viene el café a tender sábanas en uno, y a
prometer que el día será bueno, y como uno cree en
todo lo que dicen estas cosas, salgo a trabajar llena de
risa y sueños. Pero como no hay transporte y toca
subir a camiones y pedir cola y caminar a ratos, se
me va pegando la pelusa de una tristeza por el país
que, en pocas horas, hará salir de mi boca como un
diente de león, de esas flores para soplar, que uno se
queda mirando rendido de esperanza. Caminando y
bordeando la basura de la ciudad ni saludo a los
zamuros porque me da una rabia que esos tipos sólo
se ven cuando las cosas ya están bastante podridas, y
el país está tan lleno de zamuros, y yo tan pequeña
que la rabia me hace pagarla con esos pobres
animales que jamás, jamás, podrán probar un pie de
limón, o un tomate recién madurado en el brote. Ah,
pero porque uno es un ser tan, tan pequeño y tiene el
corazón cerca del bolsillo, también va dejando uno la
mitad del pan en la mano de un anciano o un billete
en la mano de un niño yukpa. Por eso también creo
que la muerte es un asunto de tamaño, porque es que
nos van matando por ejemplo las flores rosadas de
los apamates, que si tienes suerte y la vida te quiere
un poco, vienen los árboles y te estornudan encima y
las flores caen sobre ti, y tú, tan pequeño, te mueres
de amor por la vida. Y es que hasta depende de una
emoción que uno mate a zapatazos rabiosos a una
cucaracha o le perdone la vida. Y si estás frente al
mar, ¡no! Eso tan grande te aplasta y no puedes sino
rezar por dentro. Uno es tan pequeño que ver al
mismo amigo todos los días saca del pecho como un
aplauso, y el amigo te mira boquiabierto desde
arriba, sin saber por qué celebras y abrazas. Pero
regresa siempre, y siempre pone cara de teatro que
abre las cortinas. Ah, gente pequeña, no sé, nos
muelen la entrañas el piedrero que se queda dormido
a los pies de un cajero. Así somos. Si te hieren por
una tonta cosa (como todas las grandes heridas
hechas finalmente por tontas cosas), uno es tan
pequeño y tiene tan cerca la cabeza de los pies, que el
dolor agangrena en cuestión de minutos las piernas y
la garganta, y uno se vuelve un cante jondo, y llora
aflamencadamente sobre los bordes de cualquier
retrato. Si por pura mala suerte te traicionan, eres
tan pequeño y el pecho está tan cerca de los ojos, que
aun llorando necesitas perdonar en seguida, porque
hay tantas cosas felices esperándote y tú eres tan
pequeño, tan pequeño, que otra emoción saca
rápidamente a la otra. De amar ni hablemos. La
gente pequeña como uno tiene tan cerca la cabeza del
cielo que deja el resto del cuerpo donde lo hayan
besado. Tampoco hablemos de si un caballo relincha,
o si un relámpago ilumina el rostro de los amigos
alrededor de la fogata, si muere tu perra llamada
Tequila, gana tu equipo de fútbol, una mariposa se
para en tu libro, llueve y escuchas a Chopin, si hay
huelga, si te declaman un poema al oído, si tienes
una cita, si te comes un helado, si un hermano te
ignora, si tu hija te dice mami, si lees la biografía de
Tchaicovsky, si alguien toca la guitarra, si ves la
estrellas, si te dicen puerca, si la gente cruza la calle
cuando el semáforo está en verde y tú vas
manejando, si te dan un chocolate, si tienes un
orgasmo escuchando wish you were here de Pink
Floyd, si ves una película, si hay un caminito de
hormigas a la entrada de tu casa, si te mienten, si hay
muy poca salsa para la pasta, es decir. ¿Todo tiene
piel, acaso? ¿No hay más lugares para que las cosas
se estrellen sino en gente así de pequeña, no sé? ¡El
río! El río sabe de lo que hablo. Llego a la cama tan
agotada como el río cuando por fin deja en el mar
toda su fuerza. Me tiendo, muerta de cansancio, con
los órganos espichaditos. No. Ya no sé cómo seguir
viviendo así, lo juro por dios. Merengada de fresa con
tres pastillas de ansiolíticos para mí, por favor. Si
digo que la vida mata y suena a bolero no es culpa
mía. Uno es tan pequeño que todo lo siente. Y yo,
como dice Susana, lo único que sé hacer es sentir.
Pobres seres pequeñitos como nosotros. Un
centímetro de insensibilidad nos habría bastado

Homenaje viene del provenzal homenatge —dijo Roberta Flack muy


borracha cuando terminó de cantar killing me softly.
Y qué. El origen de la palabra homenaje es una total porquería, un
desastre babilónico. Yo, yo no siento hostilidad directa hacia las
manifestaciones públicas de respeto. Es solo que me emputan los homenajes a
personas que se vuelven notables solo después de que estiran la pata. No
tolero ese tipo de blabladas post mortem. A Galileo Galilei lo mató la inquisición
por hereje; casi cuatro siglos después el papa Juan Pablo II pide perdón
oficialmente y publican un libro sobre Galileo y Copérnico para poner fin a la
controversia. ¿Qué, qué es un perdón oficial? ¿Cuántos libros de Tolomeo
compraría Galileo con un perdón?
—Eppur, se muove —Dijo Galileo antes de que lo condenaran.
¿Cuántas salchichas se compró Van Gogh con el dinero de las
exposiciones en el Museo de Orsay? ¿Cuántos abrigos para el frío de Praga se
compró Kafka con la venta de Metamorfosis? ¿Cuánta tinta para sus cartas
Emily Dickinson? ¿Cuánta picadura de tabaco Nerval, antes de irse? ¿Cuántos
antidepresivos logró comprar Kennedy Toole con la venta de La conjura de los
necios antes de asfixiarse?
—Fumo para homenajearme cada día —dije después de que un
borracho me encendiera el cigarrillo.
—Sol —carraspeó Roberta—, me parece que te estás poniendo
intensa.
—Tú te pusiste intensa medio siglo con killing me softly y hasta ahora
nadie se ha quejado —y partí una botella contra la barra para aprovechar de
cortarme una vena.
Nada se cortó. El filo del vidrio ni siquiera rozó mis tendones. La música
se detuvo. Los borrachos guardaron silencio. El bartender interrumpió su
conversación sobre la uretra. Todos me miraron.
—Chica —balbució Roberta—, estás perdiendo el glamour.
Yo, como nunca había intentado partir una botella y suicidarme al
mismo tiempo, me acomodé la tira negra del sostén que combinaba con el
rímel regado de mis ojos y grité:
—¡A mí me hacéis homenaje estando viva o no me hagáis un coño!
—¿Y esta mamarracha por qué habla así? —le preguntó un borracho a
otro.
—¡Porque se me pega la gana hablar en el español de castilla cuando
me pongo solemne! —grité colérica.
El dueño del bar se levantó de la mesa en señal de precaución. El
vigilante salió de las sombras y dijo cruzándose de brazos:
—¿Qué te traes, Galilea Galilei?
—Hambre, lo que traigo es hambre —Dije.
Igual me subí a la barra, desde donde les miré bastante borracha, como
si tuviera en la cabezala noche estrellada de Van Gogh. Fue bello. Parecía una
Zaratustra rellena metanfetaminas, limón y bicarbonato de sodio. Apagaron la
música. Los borrachos hicieron silencio, algunos me rodearon. Luego proferí,
apuntándoles con el pico de la botella:
«No vengáis vosotros a brindar por mí después de muerta, en recitales
de poesía o en congresos de narradores. Dadme ahora el vino, los canapés,
que tengo hambre y sed, y estoy joven, y estoy viva.»
Como era todo un caballero el guitarrista de la banda de Roberta Flack,
comenzó a acompañarme con arpegios.
«No corráis a concederme premios por novelista equivocada cuando
muera. Dadme todo ahora para pagar pasaje, comprar bistec, filetitos de
merluza, comer con Manu helados de turrón, llevar a mi madre a Santorini,
navegar con Dano en un velero, fundar una casa para viajeros con Josué…
Ahora que estoy viva, y puedo, y mi silla de ruedas no ha venido a buscarme.»
Roberta se empinó un trago, le escuché decir shit.
«No me dejéis envejecer o morir para otorgarme el Premio Nacional de
Literatura. Dadme esa pensión para comprar cigarrillos, pagarme un diplomado
de cine, comprar cremas humectantes, condones, cervezas, un Volkswagen
amarillo en buen estado, ahora que estoy joven y estoy viva.
¡Ah, por favor, no celebréis el día de mi muerte en carteleras de
escuelitas! ¡Invitadme ahora que no tengo alzheimer y aún puedo decir algo
verdadero de mí misma!
¡No vengáis, exitosos ensayistas, a escribir suculentas críticas sobre mi
obra después de muerta! ¡Salgamos de esto de una vez y envíen sus insultos
a sol.linares.r@gmail.com ahora que estoy viva y no quiero defenderme!
¡Y vosotros, los hombres de corbata, sin huellas dactilares de tanto
pasar páginas, no corráis a darme doctorados honoris causa cuando haya
muerto! ¡Vamos, hacedlo hoy, que puedo conseguir un mejor empleo y comprar
desparasitantes, píldoras con dihidroergotamina para la migraña, ahora que
estoy viva, y sufro de jaqueca y lombrices!».
—Hay mujeres que salen como de las novelas de Henry Miller, ¿no es
cierto? —Preguntó el vigilante a alguien que lloraba.
«¡No esperéis que me suicide! ¡Me niego a calcinar mi cabeza en un
horno hirviente! ¡No esperéis tal cosa para homenajear a Sol Linares en ferias
de libros después de muerta! Hacedlo ya, que puedo comprar libros de Bolaño,
poner cara de “como agua para chocolate” y caminar del brazo de mi amante y
convencerlo, oh, convencerlo de que pasea con una gran mujer, ahora que
estoy viva y puedo ser amada.»
—¿Cómo se llama la señora? —Preguntó el dueño del bar al vigilante.
«¡Alcaldes del mundo, no me déis las llaves de la ciudad después de
muerta! ¿Qué puertas abre uno con eso? ¿Y dónde? ¡Mejor prestadme una
casa en la montaña, con la nevera llena de vinos y morcillas, para escribir una
novela que se titule Kamala Gotama, ahora que estoy viva, y soy útil!
¡Y vosotros, lectores, no leáis en moteles baratos párrafos de mis libros
después de muerta! Más bien llamad a este número (0272-3485397) y leed en
voz alta aquellas cosas que ya no recuerdo que escribí, ahora que estoy viva y
no estoy sorda!
Cuando muera, ¡ah, cuando muera!, no saltéis a escribir mi biografía.
Escribidla ahora para reírme a carcajadas de mis crueldades, de mis ternuras,
de mis errores, ahora que estoy de buen humor, y estoy viva.»
El guitarrista, un hombre hermoso de cabello largo con quien me hubiera
gustado pasar la noche si no estuviera casada, le sacaba a las cuerdas mi
indignación.
«Y por favor, por favor, os suplico, no vayáis a malgastar el dinero
público en lindos epitafios para la Sol de Skuke. Mejor ayudadle a pagar los
gastos de mi muerte a mi pobre madre, que se angustia por todo, por el féretro,
la cremación, por la sopa de hueso para los invitados, las velas, el café, las
pocas camas, que si reza o no reza a alguien que no fue cristiana. Ayudadla,
ayudadnos, que somos muy pobres, que morir es tan caro».
Los borrachos aplaudieron. Aplaudieron mucho, como si tuvieran en las
manos cascos de caballo. Roberta Flack bebía tequila con lágrimas. Yo bajé de
la barra toda Eva Perón, diciendo ya por último:
—Y por lo que más queráis, no dejéis entrar a Christian Valles a mis
pompas fúnebres, no dejéis que la presidenta del Cenal lance sobre mi cadáver
las rosas negras de sus ojos fríos.
Agotada, me desvanecí en una silla. La luz de un bombillo de 120 watios
me arropó, dándome un aspecto trágico y alquiladizo; parecía la mismísima
mujer de Sófocles. Una vieja borracha salió de las sombras.
—¿Dónde dijo que puedo comprar su libro Kamala Gotama?
Cuando salimos, Roberta y yo, cantando killing me softly with his
son, eran las seis de la mañana. La ciudad estaba iluminada por una luz como
de huevo por dentro.

l 69 es un número extraordinario, ¿no es cierto? Sé que los lectores habrán


sonreído al leer el título y estarán de acuerdo con esta apreciación, pero mis
argumentos tomarán un camino un poco insólito. Pensemos en esto: de todos
los números, no hay otro en la infinitud de números que exista como cifra y al
mismo tiempo se comporte como una categoría verbal. Este número, señoras y
señores, es un verbo. ¿Qué? ¿Estoy acusando a un número de infiltrado? Lo
es. La belleza de esta anomalía reside en que, de todos los números y sus
posibles combinaciones, el 69 es el único que nos remite a una acción
específica. Para argumentar esta idea, tendremos que responder a una
pregunta fundamental: ¿qué es un verbo? La gramática básica nos revela que
un verbo es una unidad léxica que denota la acción de uno o más sujetos, en
un tiempo determinado. Acción, persona, tiempo. Tenemos entonces al 69
como un verbo, en el que actúan dos sujetos, uno abajo y otro arriba, en
oposición, realizando la misma acción simultáneamente.
Un vendedor de billetes de lotería puede refutar diciendo que el 2
también es especial, puesto que en dicho contexto el 2 significa pato. Pero un
pato no es un verbo; es un sustantivo. Por regla general los números poseen
una naturaleza cuantificable, aunque también sabemos que el significado de
todo signo es susceptible de ser modificado según la intención comunicativa.
Daré un ejemplo de ello. Supongamos que se encuentra usted en un bar y
observa a un hombre sentado en la barra. En una servilleta, dibuja el número 2
y se lo entrega. El hombre lo mirará confundido, exigiendo una explicación. Se
entiende, porque el 2 es una cifra que amerita un contexto. ¿2 qué? ¿2 hijos?
¿2 de la madrugada? ¿El número de una habitación? Puede que incluso piense
que usted le esté diciendo pato, de manera que su vida dependerá de cuán
rápido corra y de lo poco o nada ofendido que se muestre su interlocutor. La
reacción sería muy distinta si usted escribe el 69 en una servilleta y se la
entrega al mismo hombre sentado en la barra. Las consecuencias son más o
menos previsibles; una sonrisa, una cerveza gratis, un beso, un botellazo, todo
depende de si usted es hombre o mujer. Podríamos complicar la cadena de
reacciones si esa misma servilleta se la entrega a su cuñada, por ejemplo. El
día de su boda, por ejemplo. Debajo de la mesa, por ejemplo.
Nuestras reacciones aparecen como el síntoma de que estamos ante
una acción sexual compleja, de mayor nivel de intimidad y menos trabas
morales. Un niño podrá escribir los números del 1 al 100 sin detenerse. Un
adulto escribirá los números del 1 al 100 y es probable que cuando dibuje el 69
ensalive, más o menos como si dibujara un limón. También es probable que se
detenga, lo remarque distraídamente con el bolígrafo, y olvide que falta escribir
31 números para llegar a 100 porque traerá a la memoria cierto tipo de asfixia,
sabor, y olor (el 69 es un verbo que huele y sabe). Así, el 69 escrito en una
cárcel detonará chistes y sonoras carcajadas, pero si lo escribimos en las
paredes de un ascensor donde se encuentran atrapadas 7 monjas, cada una
hará lo posible por mirar su reloj y alguna gritará desesperadamente pidiendo
auxilio. Si de casualidad usted cumple 69 años y por fortuna tiene amigos
irreparables, sabe que traerán a su casa un pastel con dos velitas, una en
forma de 6 y otra en forma de 9, y le mamarán gallo toda la noche hasta que
canten cumpleaños feliz y las velitas caigan dormidas en el cofre de sus
recuerdos.
Siguiendo este orden de ideas, nos hallamos ante un verbo muy
particular que hace perfectamente dable su conjugación en tiempo presente,
así:
Verbo 69
Yo 69
Tú 69
Él, ella 69
Nosotros 69
Ustedes 69
Vosotros 69
Ellos/ellas 69
También admite de buena gana los verbos auxiliares que resuelven el
problema de cuándo usted 69 con alguien. Por ejemplo:
Yo he 69 contigo y ha sido fantástico
A Pedro lo encontraron 69 con la mujer de su mejor amigo
Definitivamente no es una situación envidiable, nadie quiere estar en el
lugar de Pedro, sin embargo hay que aceptar que, aunque su construcción
gramatical articula un signo ajeno a la palabra, satisface su propia semántica.
¡Un número que se conjuga! Un número que es un verbo. Un verbo que
es viceversa. Un viceversa que es yin-yang. No se trata de un verbo público,
nadie quiere que un profesor ponga a nuestros hijos a conjugar el verbo 69 en
una clase de castellano. Es un verbo de lo oscuro, un verbo callado, un verbo
secreto. Un maravilloso verbo uruburo, en el que yo termino justo donde tú
empiezas, y el cuerpo se vuelve el trayecto de un espasmo corriendo de
puntillas por un círculo

Cada mes trae a mi cuerpo una semana santa, en que


el mundo parece abrirse como una flor y soltar su
perfume. Corrijo la mentira de esta frase antes de que
alguien se acostumbre a ella: Yo soy la flor, y el
mundo zumba con generosa lascivia. Nada brota en
el espacio sin que yo sufra un palpitar de útero, que
va formando, con la carne que sobra de los festines
de los dioses, un nuevo corazón. Lo digo hoy,
arrodillada en la hoguera donde quemaron a mis
abuelas: mi útero palpita, sí, como un corazón
saludable. Lo siento todo, y con los años he
aprendido a no pedir disculpas por esto. Es que nadie
lo merece. Me mintieron. Los profes, los padres, las
abuelas, todos se guardaron para ellos la mejor parte
y la más difícil. Cuántas veces me hicieron dibujar el
interior de una vulva sin explicarme su espíritu.
Cuántas veces recité de memoria frente a una clase
abochornada términos como próstata, uretra,
escroto, vagina, sin que aquella geografía significara
algo. Cuántas veces dibujé el mapa interior de mi
cuerpo sin lubricar. Cuántas veces diagramé en la
secu los tipos de anticonceptivos que no usé porque
ya había castigo en la mirada de mis maestros.
Educación sexual —¡jajajaja! —, una clase barata de
anatomía. Un mapa, eso nos dieron. Y llegamos a
ciegas a nuestro cuerpo y al cuerpo del otro. Ahora,
este cuerpo que he aprendido a entender sin ayuda
de nadie —acaso una madrastra, la que me enseñó a
fumar y a comprender que el orgasmo es un estallido
que aprendemos a buscar—, no puede siquiera
balbucir una explicación. Es que, ¿cómo decirlo?, una
vez al mes la hipófisis me manda un demonio. No sé,
tal vez es cierto lo que dice una amiga: hay hombres
que hacen retroceder óvulos (esos hombrecitos bobos
que envejecen con los bolsillos llenos de canicas y les
aterra la vida o cualquier cosa heroica), pero yo,
contra mi voluntad, hay un día al mes en que
perdono este mundo atroz. Todo me acaricia.
Pertenezco a todo y todo es mío en una forma
deliciosamente imposible. Un hombre grita de pánico
en alta mar y mi cuerpo lo siente. Una mujer gime
con su amante sobre una cama en Bangladesh, y mi
cuerpo absorbe ese gemido. Un anciano llora sobre el
cadáver de su pene y aquella tristeza atraviesa mi
cuerpo. Un joven toca la flauta bajo el balcón de su
futura esposa y yo abro la ventana. Un niño besa a
escondidas a otro niño y me vuelve inocente. Un
muchacho recita en la oreja de su amada ese verso de
Benedetti: “si te quiero es porque sos mi amor mi
cómplice y todo”, y mi piel se hace ola. Un hijo se
engendra en Chipre y mi vientre tiembla. Una
camarera ordena la cama de un hotel donde se han
amado una mujer casada y su amante, y mi cuerpo se
arrodilla. Si un hombre bello me ignora, este cuerpo
mío lo odia dulcemente. Nace un caballo en los
recovecos de Petra y mi cuerpo relincha. Alguien
roba una rosa para ganarse una sonrisa y me tomo
por dada. Un oso despierta el primer día del verano,
y bostezo todo el día como si estuviese naciendo. Mi
madre recuerda su juventud y sonríe, y mi cuerpo
aletea. Una mujer se ahorca porque la han desamado,
y mi cuerpo se asfixia. Un pintor dibuja a una mujer
en cueros y yo me desnudo en ella. Una abeja
sobrevuela un café olvidado en una mesa del Ritz, y
mi cuerpo languidece. Dos novios se tocan detrás de
los arbustos de un parque, y mi cuerpo vigila. En el
Tíbet un monje budista por fin despierta, y mi cuerpo
lo venera. Un pájaro se posa en el alambre de un
tendero, y mi cuerpo trepida. Una chica se masturba
en la bañera, y mi cuerpo agradece. Y así, hasta
escribir una larga novela del deseo del mundo.
¿Usted lo entiende? ¿No? Sólo nosotras
comprendemos lo que es vivir bajo el gobierno de un
óvulo. Durante una semana, de cada mes, de cada
año, las fronteras del mundo desaparecen de mi
cuerpo. Los opuestos fraternizan. Nada está lejos, ni
cerca. Nada es blanco o negro. Feo o bello. Ajeno o
propio. Todo se vuelve repentinamente sagrado, me
posee un arquetipo, alguna diosa de mis ancestros. Y
si de casualidad me observo en el espejo y veo que he
sido tallada por esa mano harta que esculpiera la
Venus de Willendorf, no puedo sino rendirme
inmediatamente. Atravieso la alcoba con orgullo. Soy
la madre de todos los seres; por mi deseo han sido
creados. Camino altiva, nada puede hacer que una
mujer desee lo que no desea, tampoco nadie puede
detener el paso de una mujer que ha fijado su deseo
en una cosa viva, inanimada o muerta. Si usted es
tuerto y una mujer lo desea, pondrá en su rostro mil
ojos. Si usted no es brillante y una mujer lo desea, le
hará resplandecer la boca. Si usted tiene miedo y una
mujer lo desea, lo hará valiente. Si usted fracasa por
costumbre y una mujer lo desea, le hará construir un
imperio. Todo esto lo hace un óvulo, por eso no me
disculpo. No me disculpo si una noche lo busco y lo
tiendo en la cama, no me disculpo si no sé su nombre
y me he marchado, si recito versos en el nacimiento
de su cuello, si prometo quedarme, si no lloro cuando
me abandona, si lo miro con hambre, si desnudo el
mundo en mi cabeza, si monto su cuerpo hasta que
las cosas por fin se callan. Ya ve, todo me incumbe.
Todo me toca. Incluso me toca la silla donde me
siento a planificar besos robados magistralmente. No
soy yo; es el espíritu de un óvulo liberado donde viaja
Afrodita. Ella llega cada mes, y cada mes me enseña a
amar las cosas como son. Calienta el pesebre donde
yo, violenta y expuesta, renazco. Pone sobre mí su
mano tersa, y enseguida me convierte en una mujer
compasiva y amable. La risa penetra la sangre y la
decencia. Si quisiera, pudiera poblar de hijos otro
mundo.
Pero el hechizo se acaba. El óvulo poco a poco se
seca. En pocos días es una casa quemada. Entonces
retorna a mi cuerpo el viejo sarcasmo, mi
concubinato con Cioran. Y vuelvo a ser yo, la misma
mujer hosca, fea, indiferente y cobarde. Y usted,
usted vuelve a quedar lejos y sombrío y etc. Y el
mundo vuelve a ser el mismo mundo mísero, gris,
condenado.
l río arrastra hacia el mar tantos secretos. Se lleva
lejos lo que nadie quiere ver y lo que a veces
arranca del borde de las ciudades. Sillas, latas,
pañales, casas, mierda, cadáveres, maderos,
zapatos. También se lleva lo que sale de los
vientres, fetos de humanos interrumpidos. Caen en
la poceta bolsitas como té de manzanilla y hacen
plop. Dan vueltas en el remolino del váter y luego
entran al río perdidos para siempre en el anonimato.
La corriente, como no sabe lo que lleva, cree que
son peces y también los arrastra consigo hasta que
su fuerza los disuelve. Y es todo, un plop. Un plop
como un disparo. Un plop como una libertad maldita.
Arriba, una mujer abrazada al retrete, tiembla. Llora.
Maldice el amor, el método de ritmo, el semen. Ahí,
arrodillada, también odia al hombre que ama. Odia la
saliva del hombre, la sonrisa del hombre, el pene del
hombre. Se levanta, va al espejo, su primer tribunal.
No está sola. En el espejo está su madre, su padre,
Dios, el hombre que ama y odia, el feto que
seguramente pudo haber sido varón y pudo llamarse
Ignacio. Vuelve a llorar, esta vez con furia, contra sí
misma. Se arranca algunos jirones de pelo. Entiende
que no podrá sola, que ya nada será igual, porque
debajo de todo lo que haga en adelante estará un
plop como un disparo. Sale del baño y entra a la
recámara, hedionda a pólvora. Sentado en el
colchón, un hombre cabizbajo la espera. Sobre su
hombría se funda una nueva vergüenza. En la mesa
de noche un vaso de malta con canela y el estuche
de pildoritas de misoprostol. La mujer se sienta al
lado del hombre, odiándolo, necesitándolo. Se
miran, como pueden. Saben que el amor ha sido
herido, que nada heroico queda en ellos. Él sabe
además que ella lo odia y ella sabe que su
vergüenza lo destruirá por dentro, por eso se
abrazan. Cuando por fin las horas vencen el dolor,
duermen abrazados, como dos criminales. Sueñan
cosas atroces. La vida continúa, emplea las maneras
de un luto subrepticio. Con el tiempo el odio cesa y
un buen día se convierte en un profundo terror. La
mujer teme al hombre, teme al semen, teme a su
placer, teme al amor. Es perseguida por la idea de
que nada de esto merece. Se separan. A veces
buscará matarse, pero algo detrás de ella la protege.
A veces también conocerá a otra mujer que ha
perdido un hijo deseándolo, y la envidiará, y querrá
morirse. Menstrúa con asco, niños cantan en la
sangre, y se pregunta si un hijo podrá redimirla.
Antes que nada, va al río, mira en el río la figura de
una lápida. Enciende una vela, pide perdón, los
árboles responden burbujeando sus hojas. Años
después nace su hijo, como un Cristo. La mujer
estrena el amor, un insospechado heroísmo. El hijo
se llama Cornelio. Cornelio cumple su primer año,
cumple dos, cumple tres. Así crece. Cuando Cornelio
apaga las velitas de su torta, siempre apaga una
más. Sin saberlo, apaga su velita y la velita de su
hermano fallido. La mujer envejece, ha vivido, ha
luchado, ha amado, ha sido feliz. Una noche suspira,
es tiempo de irse. Lentamente camina hacia la
habitación, enciende la lámpara. Una imagen la
desvanece. Sentado en la cama está un ángel, tiene
el rostro de su primer amor. Ella avanza, se acuesta
a su lado, sonríe. Dice: hijo. Con la cabeza en la
almohada pregunta: ¿Me odias? El ángel responde
no. ¿Has estado cuidándome? El ángel tiende sobre
ella una sábana, como siempre, como todas las
noches. Y allí se queda, esperándola.

El autobús fue un vehículo largo usualmente destinado al transporte


público. Lo juro. De ruta fija, cuatro ruedas o más, ventanas laterales, asientos
pareados, distribuidos a lo largo de la nave y separados por un angosto pasillo.
Lo juro por mi madre. Eran conducidos generalmente por hombres amargados,
de tez cetrina, y uñas en la que se acumulaba una masita negra de aceite,
polvo y monóxido de carbono. Lo juro por mi padre. Se hacían acompañar de
muchachitos llamados colectores cuya función era recoger el dinero de los
pasajeros. Los colectores también cacareaban la ruta a toda garganta. La voz
de los colectores, un injerto de cabra y trompeta, debía salir obligatoriamente
como de la nariz. Ah vaina, es cierto. Al dinero por cobrar se le llamaba pasaje.
Había un pasaje estipulado que aumentaba cada tres meses. A la tripulación se
le llamaba pasajeros. Los pasajeros formaban parte del performance. Al
autobús subía gente a vender cocosettes, bolígrafos, sudokus. También a pedir
dinero mediante historias sorprendentes que iban de niños con hidrocefalia a
exconvictos arrepentidos. También subían chamos a rapear contra el sistema;
lo juro por mi hermano Josué. En un autobús se veía de todo y se oía de todo;
como un vecindario rodante. Nunca hubo demasiado problema para llegar; el
problema era caber. Las ventanas servían a modo de marcos cromados de
nalgas. En horas pico parecíamos verdaderos espermatozoides confinados en
testículos. Entre avergonzados y risueños, nos fregábamos entre sí. Era normal
recibir el palazo del pene de un caballero a quien se le miraba con asco y
curiosidad. Pero uno llegaba a tiempo. Llegábamos medio frescos, olorosos a
jabónPalmolive. Eso era un autobús: una criatura urbana, parecida a un
ciempiés gigante atacado por pinceles histéricos. Lo juro. Y puedo jurar hasta
que se acaben mis familiares.
¿Ahora? Ahora no hay autobuses, los abdujo la inflación. De veeeeez en
cuando pasa uno, lentamente, con el garbo de una pieza de museo. Es que el
país es un museo sentimental, todo nos recuerda lo que fuimos, lo que tuvimos,
y de tanto en tanto hasta los autobuses le sacan a uno sendos suspiros. ¿Esta
era la alharaca por el siglo XXI? Es tan raro ir hacia adelante en un país
retrocediendo… Es tan raro caminar hacia el siglo pasado, tan raro avanzar
hacia el futuro atado de manos y pies, impulsado apenas por los brinquitos de
tu corazón. Porque es el corazón y no otra cosa lo que mueve a cada
venezolano diariamente. ¿Lo duda? ¿Han notado todo lo que hacemos para
desplazarnos hacia la escuela, el trabajo, la universidad? La respuesta es muy
divertida, nos montamos en todo lo que circule a más de diez kilómetros por
hora.
Como todo servicio público, al transporte lo moviliza el azar. En principio,
nos transportan los camiones para hortalizas y bestias. Uno sube a camiones
con cara de vaca y dice mú. Nos cae la lluvia, nos seca el sol. Podría decirse
que antes de llegar al trabajo, los venezolanos hacemos fotosíntesis en las
bateas de las camionetas, volteos, camiones 350. Puede que tengas suerte y
un chico muy guapo y muy loco te mate de risa parándose detrás de ti,
haciéndote tararear la canción de Celine Dion, abriéndote los brazos, y
repitiendo contigo, agarradita a las barandas de un volteo, la escena clásica
de Titanic (donde Kate Winslet y Leonardo Di Caprio suben a la proa del barco
y fanfarronean con sus perfiles en el Atlántico). Y tú abres los brazos con él
detrás y cantas. Y ríes. En días así de maravillosos, igual hay que tener
cuidado con las ramas de los árboles para que no te vuelen la cabeza.
Cuando no subes a estas “perreras”, te desnarigas para irte en los
vehículos pequeños de las buenas personas que recogen pasajeros y
aprovechan captar billetes en efectivo. Pagas el doble, el triple. Pagas mucho.
Pagas de múltiples formas, en modo muy interesante, con los objetos más
insólitos: huevos, tacitas de café, bananas, píldoras de acetaminofén, lentejas.
Tengo un amigo que pone cara de niño ausente y pregunta en la puerta: señor,
¿será que puedo pagar el pasaje con este huevito? El chofer lo mira y lo
empuja hacia dentro con la quijada. Lo juro.
Como los transportistas regulares no cumplen la ruta completa toca
caminar kilómetros, bordear huelgas por gas, agua, luz. Llegas tarde al trabajo,
hediondo, aún los días en que nadie cierra las vías por falta de luz, agua, gas.
A veces aprovechas que andas arrecho y te detienes en una huelga a protestar
por agua, gas, luz, comida, desidia social, mal sueldo y por toda tu perra vida.
Digamos, catarsis. Hoy más que nunca, que en la diáspora venezolana también
se fueron los psicólogos y ahora atienden los males de nuestros compatriotas
en otras latitudes; males como desubicación, falta de arraigo, xenofobia,
síndrome del exilio, etc. Ah, pero hay que decir que al país también lo empuja
el dedo pulgar. Sí, sí. El dedo pulgar se levanta en mitad de la carretera y
cuando estamos de suerte y el conductor de buen ánimo, nos vamos de cola.
Si no, puede que pase un bus yutong. El yutong es un medio de transporte más
aclamado que Maluma. Los vemos pasar con ojos esperanzados. Son esos
autobuses chinos muy distinguidos, vinotintos, que siempre tienen un cristal
roto, y que escasean desde que los funcionarios públicos se roban los
repuestos para equipar sus propios vehículos o vender sus partes en el
mercado negro. Bonitos, los yutong. Uno sube muy a lo ciudadano del siglo
XXI, pasa la tarjetita por el lector óptico, entra con un sentido de sofisticación,
luego es aplastado por la turba. Ensardinados, asfixiados, preñados, bajamos
del yutong con cara de siglo XX.
—Si te sientes solo y quieres recibir caricias, sube a un yutong —dice
José Miguel.
¡Oh, llegar, qué verbo tan jodido! Y llegamos. Lo juro que llegamos.
Pero esto no es todo. ¡Falta regresar a casa! Igual, aventones, yutong,
jeeps, volteos, camiones350. Nos subimos a patadas, a dentelladas. Mientras
vamos agarraditos al techo de los carros, nos preguntamos cómo no se ha
detenido la nación. Resistimos un infarto sistemático de todos sus órganos.
Seguimos el paso indetenible de la humanada, contra todo obstáculo. El día
salvaje nos devuelve al hogar. Llegamos espelucados, sudados, paranoicos.
Así todos los días. Nos acostamos pensando en lo que viene. Tener miedo al
día siguiente. Tener miedo de nosotros, cuando cada noche, sobre nuestras
camas, se tiende a dormir el salvaje.
¿Flojos, nos dicen a los venezolanos? No me jodan. Para información
global: El coraje dice ahora: made in Venezuela.
Nunca ha sido cómodo para mí leer en el retrete. Pujar y leer no son verbos que
pueda conjugar; la angustia, la premura y el placer del momento no me lo permiten.
Absolutamente impensable leer a Joyce, por ejemplo, con el culo embarrado, y las
pantys en los tobillos, y el incienso, y la terrible ansiedad que me produce pensar que
algo descompuesto esté flotando debajo de mí, mirándome, esperando despedirse para
siempre. Siento que lo que sale de uno tiene tanta prisa por desaparecer como uno por
continuar la vida justo donde la dejó. De niña ir al baño me alejaba de la diversión y a
veces podía orinarme. A los 17 años me oriné en un autobús, por el puro placer de
atormentar a mi vejiga y hacerle entender quién es la que manda (no ocurre así con mi
intestino grueso. Él manda y yo no lo discuto). Sé que mucha gente puede leer en el
baño, incluso filosofía. Yo no. No puedo ni leer mensajes de texto, me da la impresión
que meto a la gente en el baño conmigo, obligándolos a una siniestra vecindad, cuando
en realidad quiero estar sola. La poceta es para cagar, mear, vomitar, fumar y llorar. Lo
demás se me antoja incómodo. Incluso tener sexo ahí es tan rebuscado: la tapa del
retrete sonando y descalabrándose como la quijada de un esqueleto (con lo caras que
están), y ni hablar si el tanque tiene un botecito de agua; uno piensa en el botecito, en el
planeta, en lo mal ciudadana que eres, en que coño, la candidiasis. Mi ex marido, el
lector más encarnizado y disciplinado que conozco, podía pasar largos ratos sentado en
el retrete. Sabía que iba a librar el intestino porque buscaba en la biblioteca un libro y
caminaba ágilmente hacia el baño como quien asiste a una entrevista de trabajo. Yo le
miraba los pies por la rendija de la puerta, y cuando tardaba demasiado tiempo
comenzaba a pasarle notitas por debajo, dibujos con caritas, oraciones desesperadas o
caricaturas. Lo escuchaba reír de mis payasadas, después aquellas notas pasaban a
convertirse en marca libros. A veces, por molestar, abría la puerta, y podía hacer popó
delante de mí y conversar sobre un tema interesante. Yo de ingenua, que tomaba a ésta
una costumbre de varones, quedé sin aliento cuando noté que mi hija había heredado de
su padre tal arte; con pasos cortos iba al baño a leer y cagar, haciéndome sentir la peor
lectora del mundo y la más rara de la familia.

Fernando Aramburu llama a gente como ésta el lector evacuador. De él supe que
Hemingway tenía una biblioteca en su baño, que serían necesarias al menos 40.000
deposiciones para leer Orgullo y prejuicio, y que Lutero recibió una revelación divina
sentado al excusado. ¿Cómo, digo yo, podía Lutero leer y deponer en la época humana
de las letrinas? Si de niña sentía que la letrina de la casa de mi abuela me jalaba el
espíritu y que, en algún fatídico momento, aquel agujero negro hawkingniano terminaría
absorbiéndome y yo, pobre niña mestiza, caería sobre la mierda de todos mis
antepasados. Definitivamente la verdadera civilización se debe a dos grandes inventos:
en 1597 con John Harinton cuando inventó la taza del váter para la reina Isabel I de
Inglaterra, a quien debía parecer bastante enfadoso decomer con aquellos vestidos, y la
bombilla, que patentó Tomas Edison. Una combinación célebre que sepultó para
siempre la maldición de defecar a oscuras. Cabe imaginar, entonces, que a partir de ese
momento se multiplican los lectores evacuadores.
Sobre el arte de defecar y deponer, dice Fernando Aramburu lo siguiente:

En pocas palabras, se retira uno a devolverle al planeta (al noble humus de la corteza
terrestre) lo que le tomó prestado por vía oral y, quieras que no, leído cierto número de
páginas, sale uno de su provechosa soledad algo más culto e instruido.

Henry Miller —aunque ustedes no lo crean—, no conocía mejor lugar para leer un buen
libro que el corazón de un bosque. Mucho mejor al lado de un arroyo. En su momento
llegó a escribir “Consideraciones sobre el acto de leer en el retrete”, en el que admite
verlo como un hábito de su juventud al que más nunca visitó. Hace una crítica muy
hilarante del hombre modernista, a quien nunca le alcanza el tiempo para nada y cuando
va al baño aprovecha de descomer, pensar e informarse. Por qué no ofrecer —dice
Miller— una oración en silencio al Creador, una oración para agradecer el buen
funcionamiento de las tripas? Ofrecer una oración de este tipo —continúa— cuesta bien
poco tiempo, y además tiene la ventaja de sacar a Dante al aire libre, donde podemos
relacionarnos con él en términos de mayor igualdad. Estoy convencido de que a ningún
autor, ni siquiera a los muertos, le halaga la asimilación de su obra con el sistema de
alcantarillado.

Comulgo con el insensato de Miller en, tal vez, su único arrebato de sensatez. Me
niego leer en la poceta. Prefiero leer como Chaplin, con ropa, en una bañera semi
hundida en el agua.

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