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EL FRUTO Y LA FLOR

HISTORIA DE UNA MAGA


NEGRA
Mabel Collins
EDITORIAL
HIPERBÓREA
LA FLOR YEL FRUTO
(HISTORIA DE UNA
MAGA NEGRA)

Mabel Collins
Hiperbórea
© 2011 Bubok Publishing
S.L.
© 2011
Editorial
Hiperbórea
1ª Edición
2011
ISBN: 978-84- 615-0544-9
ÍNDICE
ÍNDICE ............................ 3
PREFACIO ..................... 6
INTRODUCCIÓN .......... 8
CAPITULO I ................. 25
CAPITULO II ............... 37
CAPITULO III.............. 48
CAPITULO IV .............. 63
CAPITULO V ............... 74
CAPITULO VI .............. 88
3
CAPITULO VII .......... 118
CAPITULO VIII ......... 128
CAPITULO IX ............ 139
CAPITULO X ............. 150
CAPITULO XI ............ 160
CAPITULO XII .......... 178
CAPITULO XIII ......... 190
CAPITULO XIV ......... 198
CAPITULO XV .......... 214
CAPITULO XVI ......... 224
CAPITULO XVII ....... 241
CAPITULO XVIII ...... 253
4
CAPITULO XIX ......... 265
CAPITULO XX .......... 277
CAPITULO XXI ........ 291
CAPITULO XXII ....... 304
CAPITULO XXIII ...... 315
CAPITULO XXIV ...... 322
CAPITULO XXV ....... 334
CAPITULO XXVI ...... 341
CAPITULO XXVII .... 348
CAPITULO XXVIII ... 354
CAPITULO XXIX ...... 356
CAPITULO XXX ....... 364
5
CAPITULO XXXI ...... 377
CAPITULO XXXII .... 385
CAPITULO XXXIII ... 394
CAPITULO XXXIV ... 403
CAPITULO XXXV ..... 407
EPILOGO .................... 420
NOTAS EDICIÓN ...... 421

6
Esta extraña
historia ha
llegado a
nosotros de una
remota comarca y
de una manera
misteriosa; no
pretendemos ser
otra cosa que
meros
narradores. Y
sólo en este
sentido
responderemos
ante el público y
la crítica. Si
bien, de
antemano, nos
atrevemos a
solicitar un favor
de nuestros
lectores, y es que
acepten como un
hecho, mientras
lean esta
historia, la teoría
de la
reencarnación
de las almas.

Mabel Collins
PREFACIO
Este libro ha sido titulado
«Historia de una maga
negra», porque en él se
narran las luchas y los
errores de una extraña
mujer que, habiendo sido
maga negra, se esforzó, sin
embargo, grande pero
ciegamente, en pertenecer
a la Hermandad de la
6
Magia Blanca, estudiando
y practicando el bien en
lugar del mal. Fleta, la
heroína de esa lucha,
quien en su inmediata
encarnación anterior
adquirió por sí misma
poderes egoístas, se
convirtió en una maga
negra, empleando practicas
ocultas en provecho propio, para
7
fines egoístas. La veremos
en el primer capítulo
esforzándose en atraer
hacia ella, por medio de
sus artes, al compañero de
muchas de sus pasadas
vidas… Y lo hace porque
así le atrae a la vez bajo
la influencia de Iván
quien, perteneciendo a la
Blanca Hermandad, había
8
tendido hacia ella su mano
llena de profunda
compasión. Su objetivo al
comenzar su gran obra
ocultista es salvar a los
demás, especialmente a
aquellos a quienes ella
injuriara en otros
tiempos. ¡Pero por qué
terribles experiencias
atraviesa ella y los que la
9
rodean en sus tentativas!
La veremos caer en sus
antiguas prácticas negras y
en el uso de sus antiguos
poderes, como veremos a
Horacio arrastrado por
sus sentidos y sus
pasiones. Fleta olvida que
la flor del Loto no puede
florecer sino en el propio
espíritu; pero, lector, no
10
juzgues a Fleta; no

11
juzgues sus relaciones con
la Blanca Hermandad,
mientras no hayas
presenciado el término de
su agitada vida, en tanto
no hayas oído el eco de la
voz de Iván, cuando dice:
«Entra»

12
INTRODUCCIÓN

Conteni
endo dos
tristes
UNA vidas
«VIDA sobre la
» tierra y
los
dulces
ensueños
en el
cielo…

Por encima, las ramas


13
de los árboles
entremezcladas ocultan el
azul profundo de los cielos
y los abrasadores rayos del
sol. Y las ramas salpicadas
de blancas flores asemejan
una bóveda de la que
pendiesen a manera de
nevados copos teñidos
suavemente de un
delicado rosa. Es una
floresta natural, un
14
privilegiado lugar de la
naturaleza, en el que
crecen espontáneos
frutales. Entre los
árboles, desde la claridad
a la sombra, vaga una
forma solitaria… Una
figura juvenil, una salvaje
de la terrible e indómita
tribu que habita en lo más
apartado del espeso
bosque… Es morena y
15
hermosa. Sus cabellos, de
un negro azulado, se
deslizan abundantemente
sobre sus hombros,
protegiendo con sus
trenzas ondulantes a la
nerviosa y morena piel de
los rayos del sol. Aparece
desnuda y sin adorno
alguno, mas ¡ah!, ¡cuán
oscuros son y cuán
avasalladores y dulces
16
sus ojos! ¡Cómo recuerda
su boca pequeña y correcta,
los entreabiertos pétalos de
una flor! Es absolutamente
perfecta en su salvaje y
sencilla

17
belleza y en la natural
majestad de sus formas,
virginales en sí mismas por
la raza a que pertenecen,
inculta, indómita, no
degradada. En el
semblante sublimemente
natural de esta criatura se
vislumbran los latidos de
una inmensa tragedia. Su
espíritu, su pensamiento,
18
luchan por despertar.
Acaba de cometer una
acción que antes le
pareciera completamente
sencilla y natural, y que
ahora hace surgir la
perplejidad y la confusión
en su oscuro espíritu.
Vagando de una a otra
parte bajo las espléndidas
masas de florecidos árboles,
19
se esfuerza en vano por
explicarse la misma
pregunta. Mas, nada
comprende, sin embargo, y
vuelve de nuevo a
contemplar su obra.
Una inmóvil forma yace
en el suelo junto a la más
espesa sombra de los
espléndidos frutales. Un
joven yace tendido, un
20
hombre de su propia tribu,
hermoso como ella y con el
vigor y la fuerza escritos en
cada una de las líneas de
su cuerpo. Era su amante,
a quien ella había
considerado siempre como
su amoroso y dulce amigo,
y al que sin embargo, con
traidor y brutal
movimiento de su flexible
21
brazo, ella misma matara.
La sangre mana de su
frente, en donde la aguda
piedra ocasionara la herida
mortal, y la vitalidad se va
extinguiendo de su cuerpo
juvenil. Un momento antes
aún se agitaban sus labios,
ahora permanecen
marchitos. ¿Por qué había
ella arrebatado en un
22
momento de terrible
pasión, tan hermosa
existencia? Le

23
amaba con toda la fuerza
de su tosco corazón, pero
el joven, confiando en su
gran fuerza, intentó sin
duda arrebatar su amor
antes de que estuviese
maduro. No era entonces
sino una flor, como las
blancas florecillas de la
enramada. Quiso
apoderarse de ella como si
24
fuese un fruto maduro y
fácil… Entonces un
repentino y extraño
destello, una nueva
emoción hizo conocer a
aquella mujer que el
joven era su enemigo y
que tal vez deseaba ser su
tirano. Hasta aquel
momento le había
considerado como a ella
25
misma, algo a lo cual
amaba como a sí misma
con una ciega e irreflexiva
confianza. Ella había
obrado apasionadamente
guiada por aquel a modo
de sentimiento que hasta
ahora no había conocido.
Él, no acostumbrado a la
traición ni a la cólera, no
sospechó tan inesperada
26
acción por parte de su
hermosa compañera y
estuvo a su merced,
confiado e inadvertido. Y
ahora yacía ante ella. Los
ardientes rayos del sol
seguían iluminando a través
de las verdes hojas y de las
plateadas flores la oscura
cabellera y la suave y
morena piel de la violenta
27
joven. Estaba hermosa
como la aurora cuando
despunta por encima de los
elevados árboles
seculares. Una insólita
extrañeza brillaba en sus
oscuros ojos; una
interrogación, un anhelo,
una pregunta que hasta
entonces no se había
hecho, brotaba en su
28
mente.
¿Cuánto tiempo habría de
pasar hasta que su tosco
espíritu

29
pudiera contestarla?
¿Cuánto tiempo
transcurriría antes de poder
ser oída la respuesta?
La pobre salvaje,
innominada, desconocida
completamente, excepto
por su tribu, que no veía
en ella sino una hija de los
bosques, no tiene quien la
ayude o quien la detenga
30
en su corriente, en la
impetuosa ola de sus
actos. Ciegamente
sobrevive a sus emociones.
Está descontenta,
intranquila, consciente de
algún error. Cuando
abandona el huerto lleno de
silvestres frutales, cuando
vuelve hacia la parte del
bosque donde bajo los
31
grandes árboles habita su
tribu, sus labios están
mudos. Nadie en su tribu
oyó de ella que aquel joven
a quien amaba había
muerto en sus manos; ella
misma no hubiera sabido
cómo relatar esta historia;
lo sucedido había sido un
misterio para ella. Se
sentía, sin embargo,
32
triste, y en sus grandes
ojos latía una mirada de
deseo. Pero ella era
hermosa, muy hermosa, y
pronto otro joven atrevido
adorador, comenzó a
cortejarla. No le
agradaba; no había en
sus ojos el brillo aquel que
la regocijaba en los ojos del
muerto, a quien había
33
amado. No le rechazó, ni
levantó airada su brazo,
temerosa de que su pasión
se desencadenase a pesar
de ella; sentía que había
atraído sobre sí una
necesidad, una
desesperación, obrando
violentamente, y ahora
intentaba actuar de
distinta manera.
34
Ciegamente trataba de
aprender la lección que
había

35
recibido. Ciegamente se
dejó conducir por su propia
voluntad. Ahora se
convertía en voluntaria
sierva de uno a quien no
amaba y cuya pasión hacia
ella estaba llena de tiranía.
Pero esta vez no resistió,
no se atrevió a resistir tal
tiranía; no porque le
temiera, sino porque se
36
temía a sí misma. Su
estado de ánimo era el de
cualquiera que se pusiera
en contacto con una nueva
y hasta entonces
desconocida fuerza natural.
Temía que su resistencia o
su deseo de libertarse
hiciera caer sobre ella un
mayor asombro, una
mayor tristeza y una
37
mayor pérdida que las
que ya había
experimentado.
Y así se sometió a lo que
en su primera juventud
hubiera sido para ella
peor que la mordedura de
un potro salvaje.
***
Las florecillas del
albaricoque han caído y en
38
su lugar ha nacido el fruto;
cayeron las hojas también,
los árboles están desnudos.
En lo alto el cielo está gris
y turbulento, la tierra
húmeda, blanda,
alfombrada con las hojas
caídas… Ha cambiado el
aspecto de aquel sitio, pero
el sitio es el mismo; ha
cambiado el rostro y la
39
forma de la mujer, pero
también es la misma. De
nuevo está sola en el
huerto silvestre, vagando
instintivamente por el sitio
donde muriera su primer
adorador. Lo ha
encontrado. ¿Qué hay ya
de él allí? Unos cuantos
huesos aún reunidos; un
esqueleto. Los ojos de la
40
joven, fijos,

41
dilatados, terribles, devoran
aquel espectáculo. El horror
aflige por último su alma.
¡Esto es todo lo que queda
de aquel joven amante que
murió por su mano: unos
blancos huesos que yacen
en orden espantoso! Y sus
largos y ardorosos días y
las ardientes noches de su
vida, han sido dados a un
42
tirano que no ha recogido
satisfacción y alegría de su
sumisión; a un tirano que
aún no ha aprendido ni
siquiera la diferencia entre
mujer y mujer; un tirano
para quien todas eran
indistintamente meros
seres salvajes, criaturas
dignas de ser perseguidas
y conquistadas. En su
43
tétrico corazón un extraño
y confuso problema surge.
Ella volvía de este
cementerio de otros
tiempos y volvía a
someterse a su esclavitud.
A través de los años de su
vida espera y se asombra
mirando confusamente la
vida que la rodea. ¿No
vendrá alguna respuesta a
44
su espíritu?

45
DESPUÉS DEL SUEÑO,
DESPERTANDO

Espléndido era el velo


que la escudaba de aquel
otro espíritu, de aquel
espíritu que ella conocía y
hacia el cual demostraba
su reconocimiento por
medio de súbito y
repentino amor. Pero el
velo les separaba con toda
46
la pesadez del oro de que
estaba salpicado, con todo
el brillo de sus estrellas
de plata. Y según miraba
aquellas estrellas con
admiración deleitosa de su
brillantez, se hacían
mayores y mayores hasta
que al fin se fundían y el
velo se transformaba en un
resplandeciente lienzo
47
suntuoso y adornado de
áureos brocateles.
Entonces era mas fácil ver
a través del velo o tal vez
les parecía más fácil mirar.
Antes, el velo había hecho
que la forma apareciese
confusa; ahora la hacia
aparecer espléndida e
idealmente bella y
vigorosa. Entonces la joven
48
extendía su mano
esperando obtener la
presión de otra mano a
través de la transparente
nubecilla. En aquel mismo
instante él también
extendió la suya. ¡Sus
almas se comunicaban y
sé comprendían! Sus
manos se tocaron; el velo
se rompió; se acabó el
49
momento de gozo y la
lucha comenzó de nuevo.

50
UNA VIDA

Cantando, sentada sobre


las gradas de un viejo
palacio, chapoteando con
sus pies en el agua de un
ancho canal, una delicada
criatura permanece. Es
una muchachita que
apenas está en el umbral
de la vida, despertando a
51
las sensaciones. Una
muchacha de áspera
cabellera dorada e
inocentes ojos azules, en
cuyas resplandecientes
profundidades aparece la
extraña y viva mirada de
una criatura salvaje. Es tan
sencilla y aislada en su
felicidad como cualquiera
otra creación animada de
52
los bosques. La luz del sol
la suave brisa
tenuemente impregnada
con el sabor de la sal, su
pura voz clara y juvenil y
alguna alegre canción
popular son placeres
suficientes para ella.
El tiempo de
inconsciente felicidad o
desdicha que anunciaban
53
los sucesos reales de la
vida, acababa ya. La gran
ola que ella promoviera
crecía incesantemente:
¿Cuánto tardaría en
llegar a la orilla y romper
sobre la lejana costa?
Nadie podría saberlo
excepto aquellos cuya
vista es más penetrante
que la humana. Nadie
54
podría decirlo; y ella es
inculta, desconocedora.
Más aunque nada sabe,
está dentro del curso de la
ola y hasta que su alma
despierte será impotente
para obtenerla.

55
En este momento una voz
dice a su lado:
–¡Florecilla, florecilla mía
silvestre y hermosa!
Es un batelero, un joven
batelero que acaba de
conducir su barquilla hacia
las gradas en las que ella
juega, más tan lentamente
que no se nota su llegada.
El batelero se inclina en su

56
barca hacia ella y toma con
su mano los desnudos y
lindos pies.
–Ven, ven conmigo
silvestre flor, dice.
Abandona esa miserable
casa a la cual te sujetas,
¿Qué hay en ella que te
haga permanecer en su
seno ahora que tu madre
ha muerto? Tu padre vive
57
una vida salvaje y te obliga
a compartirla con él.
¡Ven conmigo! Viviremos
entre gente que te amará
y que te encontrará tan
hermosa como yo te
encuentro. ¿Querrás
venir? Cuán a menudo te
he preguntado esto mismo
sin tener contestación.
¿Contestarás ahora?
58
–Sí, dice la muchacha
mirando hacia el cielo con
grave mirada, con seria
mirada de bella expresión
melancólica e
interrogadora.
El batelero ve esta
extraña mirada y la
interpreta tan claramente
como puede.

59
–Créeme, dice; no soy
como tu padre, no soy un
salvaje. Cuando seas mi
pequeña mujer te querré
mucho más que a mí
mismo. Serás mi alma, mi
norte, mi estrella, te
escudaré como escudo mi
alma dentro de mi cuerpo;
te seguiré como a mi guía;
te contemplaré como a una
60
estrella en el firmamento.
Seguramente podrás
confiarte a mi amor.
A pesar de estas
palabras, el batelero no
contestaba a la duda que
había en el alma de la
muchacha. Ni él había
adivinado en qué consistía,
ni ella hubiera podido
decírselo. Aún no haba
61
aprendido a conocerse,
aún no sabía lo que la
apenaba. Sólo sabía que se
hallaba afligida por la
tristeza. Mas disimuló y
guardó silencio, Aún no
había llegado el momento
de hacer otra cosa. No
hubiera sabido expresar
plenamente el estado de
su corazón, ni aún a su
62
misma alma lo hubiera
revelado. La pregunta
había de ser ocultada aún
mucho tiempo.
–Si; dijo, iré.
Y tendió su mano como
para sellar el contrato.
Él, interpretó aquel
ademán según sus propios
deseos, y tomando sus
manos entre la suyas
63
atrajo la joven hacia el
barco. Ella cedió. Después
se alejaron rápidamente de
las gradas haciendo sonar
los remos y desapareciendo
por el canal abajo.
Florecilla

64
miraba ardientemente
atrás observando cómo
desaparecía el antiguo
Palacio, aquel Palacio en
cuyas gradas bañadas por
la luz del sol había pasado
su vida de niña. Ahora
comprendía que todo
aquello había concluido,
que en adelante todo
cambiaría aunque no le
65
importaba cómo ni en qué
forma dada la extraña
confianza con que había
aceptado a su joven
compañero. No dejaba éste
de intrigarla
confusamente. Y, sin
embargo, ¿cómo podía dejar
de tener confianza en aquel
joven a quien había
conocido mucho tiempo
66
atrás, cuyo amor y vida
había arrojado bajo los
silvestres frutales y cuya
firmeza amorosa había
visto después cuando su
alma estaba al lado de la
suya?
Marchaban ahora en la
barquilla; ya habían
dejado los canales y
caminaban en mar
67
abierto. El batelero
remaba incansablemente
con sus ojos clavados en la
bella Florecilla de la que se
había apoderado y que
llevaba con él convertida
en algo suyo. A lo lejos se
veía un pueblo en la costa,
una pequeña aldea de
pescadores. A ella se
dirigía el joven con su
68
barca. Aquella era la
aldea en que vivía.
Había divisado a la
puerta de su cabaña a su
anciana madre, una
viejecilla de rostro
sonrosado y rugoso, vestida
con traje de pescadora y
cubierta con un tosco chal.
Con la morena mano hacía
sombra a sus ojos mirando
69
acercarse la barca de su

70
hijo. Pronto acudió una
sonrisa a sus labios. Trae la
Florecilla de que suele
hablar en sus sueños! ¡Oh
cuán feliz será ahora el
buen muchacho!
Se trataba en verdad de
un buen muchacho; su
madre le conocía bien y
cuanto más le conocía
más profundamente
71
aumentaba su amor.
Hubiera hecho lo
imposible por su felicidad.
Ahora abría sus brazos a la
niña, a la pequeña Flor y se
disponía a adorarla por
pertenecer a su hijo.
Algunos días después, la
aldea de pescadores
celebraba una fiesta con
motivo del casamiento de
72
su más vigoroso pescador.
Y los ojos de las mujeres se
llenaron de lágrimas
cuando vieron el rostro
tierno, triste e interrogador
de la hermosa Florecilla. Se
había ésta entregado sin
vacilaciones, con completa
confianza. Había cedido su
vida, su alma misma. Su
rendición era ahora
73
completa.
Cuando todo parecía
haberse consumado, su
pregunta comenzó
nuevamente a agitarse
dentro de ella. Comprendía
de un modo confuso, que a
pesar del esposo a cuyos
pies se inclinaba; que a
pesar de las criaturas que
llevaba en sus brazos (en
74
tanto que sus diminutos
pies no eran lo bastante
fuertes para pisar sobre la
costa al margen de las
azules olas); que a pesar de
su casa (cabaña que ella
adornaba, cuidaba y
quería tiernamente); que a
pesar de todo, su corazón
estaba

75
hambriento y vacío. ¿Qué
significaba aquel estado en
el cual, teniéndolo todo, le
parecía no tener nada?
Florecilla era ya una
mujer. Había en su frente
algunas señales de cuidado
y de pena, Sin embargo, aún
era hermosa, aún ostentaba
su infantil nombre de
Florecilla. La belleza de
76
su rostro se había hecho
más triste y más extraña a
medida que pasaban los
años. Los años traen
bienestar y satisfacción al
alma inactiva, pero el
alma de Florecilla era
impaciente y ansiosa, y
no podía aquietar las
misteriosas voces de su
corazón. Aquellas voces
77
(aunque no siempre
comprendía su lenguaje) le
decían que su esposo no
podía ser en realidad su
soberano; que jamás él
había oído eco alguno de
aquella misteriosa región
interna en la cual ella
principalmente existía.
Para él, el placer radicaba
en la vida externa, en el
78
mero placer físico, en la
excitación del penoso
trabajo, en los peligros de
la mar, en la hermosura de
su esposa, en la alegría de
sus felices hijos. Y su alma
no pedía otra cosa. Pero
en los ojos de Florecilla
resplandecían los
destellos de la luz
profética. Ella veía que
79
toda aquella paz había de
pasar; que todo aquello
había de desvanecerse.
Reconocía que todas estas
cosas no satisfacían ni
podían satisfacer en
absoluto al espíritu. Su
alma parecía temblar
dentro de ella cuando
comenzaba a sentir el
primer destello de
80
la terrible respuesta que
había de tener su penosa,
íntima, secreta
interrogación.
***
Un
profundí
simo
sueño de
reposo,
un más
vigoroso
desperta
81
r.

Largos años después, una


solitaria mujer habitaba en
aquel pueblo de
pescadores sobre las
orillas del mar azul. Vieja
y encorvada por la edad y
las penalidades, aún eran
brillantes sus ojos como
los de cualquier
82
muchacha. Aún se
transparentaba en ellos la
misteriosa belleza de su
alma. Los cabellos antaño
dorados, ondulaban ahora
grises sobre su frente de
anciana. Era amada de
todos, bondadosa y llena de
generosos pensamientos.
Nunca fue comprendida
por los habitantes de la
83
aldea que estaban a
muchos siglos detrás de
ella en su evolución. Se
encontraba entonces al
borde de la gran prueba,
decisiva de su existencia;
la experiencia de la vida
en el seno de la civilización.
Cuando la anciana
pescadora yacía muerta
dentro de su noble cabaña
84
y la gente venía a llorar
junto a su cuerpo, pocos se
figuraban que ella
marchaba hacia un
grande y glorioso futuro
lleno de audacia y de
peligro. Cuando sus ojos
se cerraron por la muerte,
sus ojos internos se
abrieron a un espectáculo de
esplendidez absoluta.
85
Estaba en un jardín de
frutales, y los florecidos
árboles

86
estaban en todo su
esplendor. Cuando sus
ojos se fijaron en aquella
blanca masa de flores,
cuando se sumergieron en
aquella belleza, se acordó
del nombre que había
llevado sobre la tierra y
confusamente
comprendió su
significado. Las florecillas
87
ocultaban de su vista el
cielo hasta que una blanda
presión sobre su mano de
alguien que permanecía
junto a ella, atrajo su
mirada hacia la tierra.
Entonces vio a su lado al
hombre aquel a quien
amaba a través de las
edades, que permanecía a
su lado experimentando el
88
profundo misterio y
atravesando por la
experiencia extraña de la
encarnación en el mundo
en donde el sexo es el
primer maestro. Y en cada
fase de la existencia por la
cual atravesaban ya
juntos, forjaban eslabones
que los unían cada vez
más fuertemente y les
89
obligaban de nuevo una y
otra vez a encontrarse
como si estuvieran
destinados a pasar juntos a
través de la hora vital, la
hora en la que la vida se
modela para grandes
fines, o para vanas
acciones.
En aquel recogido lugar
donde las florecillas
90
impregnaban el aire de
dulzura y belleza, les
parecía que habían llegado
a la plenitud del placer.
Descansaban con perfecta
satisfacción bebiendo en
las profundas aguas
sorbos del goce de la vida.
Para ellos la existencia era
un hecho aceptable y
último en sí; la existencia
91
tal como entonces la
disfrutaban. La vida que

92
ellos vivían les parecía
completa; no deseaban
otra, ni otro lugar, ni otra
belleza que los que
gozaban. Nadie podría
decir qué tiempos, qué
edades hubieron de pasar
en tan hondo
acontecimiento y en tan
completo cumplimiento del
placer. Por fin el alma de
93
Florecilla despertó de su
sueño y despertó saciada, y
volvió el hambre a roer en
su anhelante corazón. El
ansia de saber reaparecía.
Asida fuertemente a la
mano que tenía en la suya
saltó del blando lecho en
que yacía. Entonces por
vez primera notó que el
suelo estaba blando y
94
agradable porque en
aquel sitio se habían
amontonado grandes
cantidades de las caídas
flores. El suelo estaba
completamente blanco,
aunque algunas habían
empezado a perder su
delicada belleza, a rizarse,
a arrugarse y adquirir un
color oscuro. Florecilla
95
miró entonces sobre su
cabeza y vio que los
árboles, habiendo perdido
los delicados pétalos de las
flores, también habían
perdido su hermosura
primera, su primaveral
esplendor. Aparecían
ahora cubiertos de
pequeños y verdes frutos
apenas formados, apenas
96
bellos a la vista, ásperos al
tacto, ácidos al sabor. Con
un estremecimiento de
pena por la dulce
primavera que había
pasado, Florecilla se
apresuró a abandonar los
árboles con su mano asida
aún fuertemente a las
manos de su compañero.
De nuevo iba a
97
encontrarse ante extrañas
experiencias, ante terribles
peligros acaso: su obra

98
parecía ser más fácil
ayudada de aquel probado
compañero; con la
proximidad de aquel que
estaba escalando el
mismo escarpado sendero
de la vida.

99
CAPITULO I
Hay en los bailes de
máscaras una atmósfera de
aventuras que atrae a los
osados de ambos sexos, a
los brillantes e ingeniosos
espiritas, Horacio Estanol
reunía las condiciones
precisas para ser el héroe de
una de estas brillantes
fiestas. Era un hermoso
100
joven de rostro bellísimo y
ojos profundamente
tristes. Su rostro en
reposo, no dejaba de
resultar en cierto modo
afeminado por su blancura,
más la fría brillantez de su
sonrisa y el especial
ligero escepticismo que
latía en su conversación, le
daban un aspecto
101
completamente distinto. No
había, sin embargo, razón
que explicara el
escepticismo de Horacio,
harto natural por otra
parte para que pudiera
suponérselo adoptado por
afectación o por moda. El
origen de aquella
innecesaria frialdad e
indiferencia estaba dentro
102
de él mismo.
Aquella noche recaía
sobre él toda la atracción
de los salones de Madame
Estanol. El baile de
mascaras se daba para
celebrar su mayoría de
edad. Nunca Horacio había
resultado tan joven como
cuando estuvo entre sus
amigos recibiendo sus
103
parabienes y admirando
sus regalos. Vestía un
traje de trovador, que le
sentaba admirablemente,
no tan sólo por lo
pintoresco de su forma,
sino por lo bien
caracterizado. Reunía

104
Horacio a la facultad de la
improvisación una voz
llena y suave y unas dotes
musicales y poéticas
sorprendentes. Horacio era
admirado por sus amigos,
aunque poco querido y, a
decir verdad, casi odiado
por su única allegada
próxima: su madre. Se
hallaba en aquel momento
105
ésta a su lado, dirigiéndose
a un grupo que se había
formado a su alrededor.
Era Madame Estanol una
de las mujeres de más
talento de aquella época, y
como aún era hermosa y de
encantadora arrogancia,
había reunido a su
alrededor una verdadera
corte. Su aversión hacia
106
Horacio se fundaba en la
idea que tenía de su
carácter. A una de sus
amigas íntimas haba
dicho: «Horacio deshonrará
su nombre y su familia
antes de que un hilo gris se
haya mezclado a sus
oscuros cabellos. Reúne
las cualidades que atraen
la desesperación y
107
aseguran el
remordimiento. Dios me
perdonará, seguramente,
esto que digo de mi hijo;
pero lo veo ante mí. Veo un
abismo al cual me
arrastrará con él; y espero
la caída todos los días.»
Un convidado, una señora
que acaba de llegar, se
acercó a Madame Estanol
108
sonriendo, y después de
saludarla cariñosamente
dijo cuchicheando: «He
traído una amiga
conmigo; supongo le
daréis la bienvenida y
celebraréis su disfraz de
adivinadora. Es muy
ingeniosa y nos distraerá si
queréis.»

109
Apartándose un poco
dejó ver a Madame
Estanol una figura que
había permanecido detrás
encorvada a manera de
una sexagenaria de
temblorosa cabeza y manos
débiles. Se apoyaba en un
báculo.
–¡Ah, Condesa!, no es
posible conocer a vuestra
110
amiga bajo ese disfraz; dijo
Madame Estanol. ¿No me
diréis quién es?
–Estoy comprometida a
no decir nada sino que es
una adivinadora, contestó
la Condesa Baironn. Su
nombre lo revelará ella, sin
embargo, a una sola
persona; más esa persona
deberá haber nacido bajo
111
la misma estrella que
presidió su propio
natalicio.
La adivinadora volvió su
inclinada cabeza hacia
Madame Estanol y fijó en
los ojos de ésta su
brillante y fascinadora
mirada. Madame Estanol
no pudo menos de sentir
que un encanto irresistible
112
la atraía hacia aquella
misteriosa mujer y le tendió
su mano para ayudarla a
atravesar la estancia.
–Venid conmigo, exclamó,
quisiera presentaros a mi
hijo. Es el héroe de la
escena esta noche; el baile
se da en honor de su
mayoría de edad.

113
Atravesaron entre las
máscaras que en aquel
momento comenzaban a
llenar los amplios salones,
las que no podían menos
de volverse a mirar la
extraña figura de la
vacilante

114
anciana. Horacio Estanol
estaba apoyado en el
marco de la chimenea del
salón interior rodeado de
un alegre grupo de
amigos íntimos. Tenía su
antifaz en la mano, y al
verle allí sonriendo con
sus oscuros rizos,
cayendo sobre la frente,
pensó su madre mientras
115
se dirigía a él: «Mi hijo es
más hermoso a cada hora
de su joven y alegre
vida.» Cuando Horacio vio
la extraña compañera de su
madre avanzó un paso
como para darle la
bienvenida, más su madre
le detuvo con una sonrisa:
«No te puedo presentar a
este nuestro convidado,
116
dijo, pues no sé su
nombre. Él sólo lo dirá a
una persona que ha de
haber nacido bajo su
misma estrella. En el
entretanto la saludaremos
en su papel de adivina.»
Tal anuncio fue recibido
con un murmullo de
curiosidad y de alegría.

117
–Entonces, acaso
ejercite nuestro amable
huésped su habilidad en
nuestro beneficio, dijo
Horacio contemplando la
temblorosa cabeza y los
grises cabellos de la
anciana.
Ésta le miró con sus
extraños y penetrantes
ojos. Horacio, lo mismo que
118
su madre, experimento el
encanto que de ellos
emanaba. Pero sintió más,
sintió que se despertaba en
él una repentina oleada de
inexplicables emociones; no
pudo menos de llevar su
mano a la frente; estaba
trastornado, anonadado.

119
Había entre aquellos
salones uno pequeño, cuya
puerta se abría en aquella
misma estancia en que
estaban. Era tan
pequeño, que sólo
contenía una mesa
cubierta de flores, un
pequeño diván y una
butaca. El alegre grupo
que rodeaba a Horacio
120
convirtió inmediatamente
aquel salón en el santuario
de la profetisa. Bajaron y
suavizaron la luz,
corrieron las persianas y
cerraron con llave todas las
puertas excepto una, en la
que fue colocado un
guardián que admitiría de
mal modo y uno por uno a
los que fueran
121
suficientemente
afortunados para hablar a
solas con la sibila. Esta sólo
quería ver a algunos de los
convidados que ella misma
elegía de entre la multitud,
describiendo su aspecto y
vestido al guardián del
santuario. Eran casi
siempre distinguidas
señoras. Entraban riendo,
122
casi provocadoras. Mas,
después, salían pálidas
unas, sonrojadas otras,
algunas temblorosas,
algunas con lágrimas en los
ojos.
«¿Quién podrá ser?», se
preguntaban aterradas las
unas a las otras. Y
demostraban así que la
adivina penetrara en sus
123
corazones, y descubriera
sus más secretos
pensamientos.
Por fin, el guardián de la
puerta dijo que Horacio
podía entrar.
Cuando Horacio entró, el
joven guardián después de
cerrar la puerta regresó
al alegre grupo que había

124
detrás de él diciendo:

125
–Ya le ha alarmado. Le
he oído lanzar un grito.
–¿Podríais ver dentro? –
preguntó alguno; acaso se
haya quitado el antifaz
ante su huésped.
–No se ve nada –
contestó–. Tal vez alguno
de los que han entrado
haya podido adivinar
quién es.
126
–Nada es posible
adivinar, contestó una
muchacha que saliera de
la prueba pálida y
temblorosa.
Y sin embargo sucedió lo
que habían supuesto.
Había quitado su antifaz
ante el dueño de la casa.
El báculo, el amplio
manto, la peluca y el
127
gorro estaban por el suelo.
Un cosmético especial
había borrado de su rosada
piel la oscura apariencia de
la antigua sibila. En el
momento en que entró el
joven, completaba ella su
rápida toilette, y se
sentaba en el pequeño
diván. Estaba vestida con
un rico traje de noche y
128
sostenía el antifaz en su
diestra. Ahora su rostro
estaba descubierto; sus
extraordinarios ojos se
fijaban en Horacio y en su
hermosa boca se dibujaba
una especie de sonrisa. Fue
algo más que sorpresa lo
que experimentó Horacio.
De nuevo aquella
inexplicable oleada de
129
emoción se apoderó por
completo de él. Se sentía
como embriagado. No
pudo menos de mirar
ardientemente a tan
extraña mujer durante
algunos momentos.

130
–Seguramente, señora –
dijo él–, nosotros nos
hemos encontrado antes.
–Nacimos bajo la misma
estrella, fue contestado con
una voz electrizante. Hasta
este momento no había oído
hablar a la original mujer;
más a la vibración de
aquella corta frase, una
extraña idea –como la de
131
que algún vinculo o
recuerdo confuso podía
haberlos unido–, se
despertó en su espíritu.
Esta impresión se fortificó
ante el sonido de aquella
voz intensa, sonora,
dulce… De repente
reconoció el significado de
su emoción; ya no lucharía
más contra ella, ya no más
132
sería por ella trastornado.
Se acercó al diván y se
sentó al lado de la joven.
La contemplaba con
admiración, con asombro,
pero no ya con miedo ni
sorpresa; comprendía que
el acontecimiento que él
imaginaba no habría
nunca de suceder,
acababa de verificarse.
133
Estaba enamorado.
–Dijisteis que
descubrirías vuestro
nombre al afortunado
nacido bajo la misma
estrella vuestra.
–¿Y qué, no me conocéis?
–preguntó ella con una
ligera mirada de sorpresa–
. Creía que era

134
universalmente conocida,
por lo menos de vista.

135
–No os conozco –
contestó él–, aunque en
verdad me extraña cómo
haya podido vivir hasta
ahora sin conoceros.
Pero la adulación no
producía sobre aquella
mujer efecto alguno, vivía
en su atmósfera; por lo
cual respondió
sencillamente:
136
–Soy la Princesa Fleta.
Horacio se estremeció y
aún sonrojó levemente al
escuchar estas palabras, y
apenas pudo contener su
emoción. La Princesa
Fleta ocupaba un elevado
puesto en la sociedad de
aquel país; puesto que no
podía pertenecer sino a
quien estuviese próximo a
137
ocupar algún excelso trono.
La Princesa era un
personaje aún entre
cabezas coronadas, a quien
sólo un emperador hubiera
podido solicitar sin
rebajarse. Y Horacio era el
hijo de un oficial del
ejército austríaco y de una
noble señora perteneciente
a una antigua familia
138
aristocrática que se
arruinara. Horacio, en un
rápido impulso de su
corazón, ¡Se había dicho a
sí mismo que estaba de
ella enamorado! y
ciertamente comprendía
que no podía desdecirse.
Había murmurado dentro
de sí mismo aquellas
palabras y el murmullo
139
había encontrado
multitud de ecos. Siempre
la amaría…

140
La Princesa, sonriendo,
volvió sobre él sus
maravillosos ojos.
–He hecho mi trabajo de
esta noche –dijo–; he
divertido a algunos.
¿Quisierais ahora bailar?
Horacio era lo
suficientemente cortés
para no dejar de escuchar

141
este mandato, aunque su
alma entera estaba en sus
ojos y todo su
pensamiento pendiente
de tanta belleza. Se
levantó pues y,
ofreciéndole su brazo,
salieron de la estancia no
sin antes haberse
cubierto ella el rostro.
Cuando aparecieron ante
142
la multitud que se
agolpaba a la puerta del
improvisado santuario, un
irreprimible murmullo de
excitación y asombro se
escuchó por todas partes.
«¿Quién podrá ser?», fue
nuevamente la
exclamación de todos los
salones. Pero nadie podía
adivinarlo. Nadie podía
143
suponer que fuera la
Princesa Fleta en
persona; eran pocas las
casas que ésta visitaba y
nadie hubiera podido
imaginar que aliciente
alguno la llevara a casa de
Madame Estanol.
El misterio de su
presencia en aquel baile
lo explicó ella misma a
144
Horacio mientras
bailaban.
–Soy –le dijo– una
cultivadora de la magia, y
he aprendido algunos
secretos útiles. Puedo leer
en los corazones de los
cortesanos que me
rodean y sé dónde he de
buscar a los

145
amigos verdaderos. Anoche
he soñado que había de
encontrar aquí un
verdadero amigo. ¿Os
interesan estas
espirituales
investigaciones?
–Las desconozco por
completo –contestó
Horacio.
–Dejadme entonces que os
146
enseñe –dijo la Princesa
con una ligera sonrisa–.
Seríais un buen discípulo;
puede que hiciera de vos un
buen adepto y no son
muchos los que se
encontrarían en este caso.
–¿Y por qué? –preguntó
Horacio–. Seguramente
es un estudio fascinador
para los que pueden creer
147
en sus secretos.
–No es, sin embargo, el
escepticismo la gran
dificultad – contestó la
Princesa–, si no el temor.
El terror hace retroceder a
la multitud ante sus
umbrales. Muy pocos son
los que se atreven a
penetrar en ellos.

148
–¿Y sois de esos pocos? –
exclamó Horacio
contemplando a la extraña
mujer con admiración
ardiente.
–Nunca he sentido el
miedo –contestó ella.
–¿Y sería imposible
hacéroslo sentir? –
preguntó Horacio.
–¿Deseáis probarlo? –
replicó ella sonriendo ante
149
la audaz pregunta. No
había estado ésta tan llena
de impertinencia como
parecía; el rostro y los
ojos de Horacio estaban

150
encendidos en amor y
admiración cuando la
formulara y su voz había
temblado
apasionadamente al
expresarla.
–Podéis, si queréis,
intentarlo –continuó
diciendo la Princesa
mientras le miraba con
aquellos sus extraños ojos–.
151
Atemorizadme si podéis.
–Aquí en mi propia casa
no sería cortés ni
hospitalario.
–Venid, entonces, a la
mía cualquier día que
intentéis distraeros.
Probaréis entonces de
asustarme. Os enseñaré mi
laboratorio donde
confecciono esencias e
152
inciensos para agradar a
los gnomos y a los
duendes.
Horacio aceptó tal
invitación con un
transporte de alegría.
–Conducidme a donde la
Condesa –dijo por último–,
quiero retirarme, pero antes
quiero que me presente a
vuestra madre.
153
La Condesa se encantó
ante esta decisión de la
bella y original pareja de
Horacio.
No pudo menos de
pensar que a Madame
Estanol le hubiera
desagradado descubrir que
aquella gran señora había
estado disfrazada en sus
salones, y no había querido
154
darse a conocer ni aún a
la dueña de ellos. La
Condesa daba gran valor
a la amistad de Madame
Estanol, por lo cual se
alegro que la caprichosa
Princesa se decidiera a
tratar a dicha señora,

155
su amiga, con cortesía.
Madame Estanol apenas
pudo disimular su sorpresa
al conocer la excelsa
jerarquía que había estado
oculta, durante aquella
noche, bajo el disfraz de
adivinadora.
La Princesa, sin separar
de su rostro el antifaz,
dio a entender, sonriendo a
156
Madame Estanol, que tal
vez no hubiera sido
oportuno descubrir a
ciertos convidados, quién
era la sibila que tan
diestramente había leído
en sus corazones. Cuando
se retiró la Princesa, la
alegría y el alma de
Horacio la siguieron.
Parecía como si hubiera
157
perdido los deseos de
hablar; su risa había
desaparecido por
completo, sus
pensamientos, su ser
mismo habían seguido a la
fascinadora personalidad
que le había hechizado.
Madame Estanol
observó su abstracción, su
trastorno y ansioso mirar,
158
y la nueva dulzura de sus
ojos. Pero no dijo nada.
Temía a la Princesa cuyos
caprichos y originalidades
conocía. Temía que Horacio
fuera lo suficientemente
loco para rendirse a los
encantos de la belleza o
para ilusionarse ante la
actitud familiar de
aquella joven; encantos
159
peculiares
exclusivamente de quien,
como ella, habitaba en un
regio palacio. Permaneció
silenciosa; conocía a
Horacio y sabía
perfectamente que
cualquier intento de
influir en sentido
contrario no haría sino
intensificar la reciente
160
pasión.

161
CAPITULO II
Dos días después, Horacio
se decidió a visitar a la
Princesa. Pensó que no
podía parecerle prematura
dicha visita. A él le parecía
que habían transcurrido
dos meses desde que la
viera.
Vivía la Princesa en una
posesión a dos o tres
162
millas de la ciudad, allá en
el campo. Nunca le había
agradado su palacio
paterno de la corte, al que
solamente acudía cuando
fiestas o ceremonias
hacían necesaria en él su
presencia. Allá, en el
campo, sola, con su
acompañanta y sus
doncellas, era libre para
163
hacer lo que quería. Sus
criadas la temían y
miraban su
«laboratorio» con el mayor
respeto. Ninguna de ellas,
a no, ser por evitar algún
terrible desastre, hubiera
entrado en tal estancia.
Horacio fue conducido al
jardín a presencia de la
Princesa. Ésta se paseaba
164
en una avenida de árboles
cubiertos de flores
suavemente olorosas. Dio
la bienvenida a Horacio con
ademán encantador, y la
hora que éste pasó allí bajo
el ardiente sol, fue de una
inexplicable influencia.
Entregados al delicioso
paseo y apartados de
ajenas miradas, la
165
Princesa le permitió que
olvidara que pertenecía a
un distinto rango. Cuando
se cansó de pasear:

166
–Venid –dijo–, y os
enseñaré mi laboratorio.
Jamás nadie de esta casa
penetró en él; si dijerais en
la ciudad que habíais
atravesado sus umbrales,
seríais asediado a preguntas.
Cuidad, pues, de no decir
nada.
–Antes moriría –exclamó
Horacio, a quien la simple
167
idea de hablar de la
Princesa y sus secretos le
parecían como un
sacrilegio.
Se acercó. El cuarto
carecía de ventanas y
estaba completamente
oscuro a no ser por la
mortecina luz que
despedía una lámpara
suspendida del techo. En
168
las paredes, pintadas de
negro, resaltaban extrañas
figuras y raras formas de
color rojo. Estas no habían
sido pintadas,
indudablemente, por mano
de artífice alguno. Aunque
de toques atrevidos, eran
de una irregular y extraña
construcción. Sobre el
suelo, y al lado de una
169
vasija, había una silla y en
ella una figura ante la que
no podía uno menos de
quedar perplejo y
extrañado.
Desde luego, se veía que
no era humana aunque
no era tampoco un
maniquí, ni una estatua.
Recordaba en cierto modo
un maniquí, pero había
170
algo en ella que no podía
existir en un mero
artefacto destinado a
sostener ropas. Aparecían,
desde el primer momento,
sus detalles
perfectamente acabados:
la piel coloreada, los ojos
correctamente

171
sombreados, el pelo de
apariencia humana.
Horacio permanecía en el
umbral sin resolución para
avanzar, a causa de la
fascinación que aquella
forma ejercía sobre él.
La Princesa volvió la
cabeza desde donde
estaba; en el centro del
cuarto vio la dirección de
172
la mirada de Horacio y
sonrió.
–No temáis a eso –dijo.
–¿Es un maniquí? –
preguntó Horacio tratando
de hablar
desembarazadamente
porque recordaba el
desprecio de la Princesa
hacia aquellos que
conocían el miedo.
173
–Sí –contestó–, es mi
maniquí.
Había algo en el tono de
su voz que extrañó a
Horacio.
–¿Sois una artista?
–Sí –contestó–. En vida,
en la naturaleza humana.
No trabajo con el lápiz ni
con el pincel. Me valgo de
un agente que no puede
ser visto y que, sin
174
embargo, puede ser
sentido.
–¿Qué queréis decir? –
preguntó Horacio.
La Princesa lanzó sobre él
una mirada extraña,
desconfiada en un principio
y tierna después.
–Aún no os lo digo –
contestó por último.

175
Horacio se dispuso
entonces a objetar
superficialmente.
–¿Tengo que sufrir
alguna prueba, antes de
que me lo digáis? –
preguntó.
–Sí –contestó jovialmente
la Princesa–, y ya estáis
pasando por ella.
–¿Os atrevéis a penetrar
176
en el cuarto? –preguntó
después.
Horacio hizo un
verdadero esfuerzo para
deshacer el encanto que
pesaba sobre él y atravesó
rápidamente la estancia
hasta donde ella estaba.
Entonces vio que había
sufrido una prueba, que
había resistido alguna
177
fuerza cuya naturaleza
desconocía y que había
salido vencedor. Esto hizo
nacer en él otra
convicción.
–Princesa –dijo–, en esta
habitación hay alguien,
además de nosotros. ¡No
estamos solos!
Habló tan

178
espontáneamente y como a
consecuencia de una tan
gran sorpresa y
sobresalto, que no le dio
tiempo para pensar si su
pregunta era o no cuerda.
La Princesa se reía
conforme le miraba.
–Sois muy sensible –dijo
ella–. No podría negarse
que hemos nacido bajo la
179
misma estrella; somos
susceptibles a las mismas
influencias. No, no estamos
solos. Tengo aquí criados

180
que no han sido vistos por
más ojos que los míos.
¿Quisierais verlos, verdad?
No lo afirméis, sin embargo,
precipitadamente. Obtener
el dominio de tales
criados representa un
largo y penoso
aprendizaje. Si no les
domináis, no podréis
verme a menudo. Os
181
odiarán si permanecéis
mucho tiempo junto a mí y
su odio sobrepujará a
vuestro poder de
resistencia.
La Princesa hablaba
ahora seriamente y
Horacio experimentó una
sensación extraña al
mirar a semejante
hermosa mujer erguida bajo
182
la lámpara. Un repentino
terror le dominó, como si
estuviera ante algo
superior a él. Un deseo
apasionado de ser su
esclavo, de cederle su
vida incondicionalmente le
dominó. Acaso leía ella tal
expresión en sus ojos,
porque se volvió
dirigiéndose hacia la
183
inmóvil figura de la silla.
–Comprendo que esto os
inquieta, por lo cual no lo
veréis más –dijo–, y
descorriendo una larga
cortina formada de un
especial tejido de color de
oro, salpicado de figuras
contorneadas de negro,
ocultó completamente
aquella original forma y
184
asimismo la vasija que
estaba a su lado.
–Ahora –añadió–
respiraréis con más
libertad. Y voy a la vez a
enseñaros algo. No en
balde hemos salido de la
luz del sol. Nos daremos
prisa, pues mi buena tía se
asustará cuando

185
sepa que lo he traído
aquí. Me figuro que se
extrañará de veros aún
vivo.
Entonces abrió un
pequeño bote que estaba
sobre un antiguo mueble y
un fuerte y dulce perfume
se extendió por la estancia.
Horacio se llevó la mano a
la frente. ¿Era posible una
186
tan repentina ilusión o
real y positivamente se
agitaban, ordenaban y
distribuían entre sí
aquellas figuras rojas de la
negra pared? No cabía
duda que así era. Las
figuras se mezclaban, se
aislaban y se volvían a
confundir. Formaban una
palabra y después otra, y
187
se imprimían todas ellas
en la imaginación de
Horacio antes de
desaparecer. Éste se fijaba
en la misteriosa escena
que tenía lugar ante su
vista. Repentinamente se
dio cuenta de que una
frase, una extraña frase,
había sido completada y
escrita. Su sentido era tal,
188
que jamás se hubiera
atrevido de modo alguno a
pronunciarla. Esculpido
en la pared con letras de
fuego había aparecido el
secreto de su corazón. No
pudo menos de retroceder
espantado, apartando
difícilmente sus ojos del
muro y buscando con ansia
la mirada de la Princesa,
189
aquella mirada exaltada,
tierna y brillante.
–¿Habéis visto? –
preguntó Horacio con voz
agitada.
–Lo vi –la Princesa
titubeo por un momento.

190
Siguió un breve silencio.
Horacio miró de nuevo a la
pared esperando, sin duda,
encontrar grabado allí su
pensamiento. Mas las
figuras en aquel momento
recuperaban su primitiva
disposición. El perfume se
extinguía en el ambiente.
–Venid –dijo
repentinamente la
191
Princesa–, hemos estado
aquí demasiado tiempo.
Mi tía estará inquieta y
debemos reunirnos con
ella. Y abandonó la
estancia seguida de
Horacio.
Poco después estaban en
un espacioso salón
inundado por la luz del sol
y perfumado por el fresco
192
aroma de las flores. Allí
estaba la tía de la Princesa
ordenando unos hilos de
seda que se le enredaran y
a su lado la misma
Princesa con un lindo
escabel de seda amarilla
entre las manos. Horacio
quedó desconcertado.
¿Soñaba? ¿Eran la negra
estancia y su terrible
193
atmósfera alucinaciones
suyas?
Pero ya había
permanecido en aquella
casa mucho tiempo y era
preciso retirarse. Horacio
comprendía esto a su
pesar. La Princesa, a quien
no agradaban los
cumplidos en el jardín, se
levantó y le dijo que ella
194
misma le acompañaría hasta
la puerta. Horacio se
sonrojó de placer al
escuchar esta muestra de
deferencia.

195
La estrecha puerta estaba
entre un espeso y florecido
seto de arbustos. Cuando
salió volvió la cabeza. La
Princesa se apoyaba en el
umbral, cuyas flores
formaban en torno suyo un
marco magnífico. Desde allí
le tendió su mano. La
majestuosa presencia de
aquella mujer le
196
trastornaba. Por un
momento perdió la noción
del abismo que le
separaba de ella.
–¿Habéis leído aquellas
palabras? –le preguntó–.
¿Os confirmáis en ellas? –
añadió aún.
–Leí las palabras –
contestó la Princesa con

197
suave y conmovedora
voz– y me confirmo.
Adiós –añadió luego
retirando su mano que
tendiera apenas un
instante.
Horacio, después de esto,
regresó a la ciudad por
entre los florecientes setos.
Pero su corazón, su
pensamiento y su alma
198
quedaban atrás. La
Princesa había leído las
palabras. ¡Sabia que era
amada por él y lo
permitía! ¡Había leído en
lo más íntimo de su
corazón y no se había
ofendido! ¿Qué no podría
esperar, pues?
Pero un nuevo
pensamiento acudió a su
199
mente. Si la Princesa había
leído sus palabras, la
existencia de la tenebrosa
estancia no era producto de
su fantasía, sino un hecho
tan real como la luz del
sol. ¿Qué poderes, por
tanto, eran los de

200
aquella criatura que
amaba? No acertaba a
comprenderlo. Sólo sabía
que estaba locamente
enamorado.
***
Un deseo irresistible le
arrastraba todos los días
por aquel camino bordeado
de setos florecientes hacia
la casa del jardín. Pero tan
201
sólo algunas veces tenía el
valor suficiente para entrar
en ella. Las más de las
veces sólo se atrevía a
detenerse ante la estrecha
puerta rodeada de flores, a
través de la cual miraba
ardientemente. La primera
vez, después de aquella
visita en la que encontrara
su secreto escrito ante su
202
vista, descubrió a la
Princesa al otro lado de la
puerta. Le tendió la mano
diciéndole:
–Sabía que vendríais y
os he preparado algo. He
persuadido a mi tía de que
nada terrible os sucederá
aunque permanezcáis
algún tiempo en mi
laboratorio. Venid, pues.
203
Lo que la Princesa
denominaba su
laboratorio, estaba
brillantemente iluminado.
La extraña vasija estaba en
el centro de la habitación,
debajo de la luz, exhalando
humo y llamaradas.
Llenaba el ambiente un
fuerte y penetrante
perfume. Y aquel humo gris
204
azulado que brillaba a la
luz como si fuera de plata
se detenía en lo alto de la
estancia en forma de nube.

205
Inmediata a la
perfumadora vasija y en un
pequeño asiento había una
figura: la de una hermosa
mujer. Una extraña
mezcla de emociones se
apoderó de Horacio. ¿No
era, acaso, aquella figura
la de la mujer que vio en
aquel mismo sitio la
primera vez que penetró
206
en él? Sin embargo, a poco
que fijó su atención
reconoció a… ¡su propia
madre! Se lanzó hacia ella
y vio que estaba sin vida.
Entonces, horrorizado y
con la cólera en la mirada,
volviese hacia la Princesa
exclamando:
–¿Qué habéis hecho?
¿Qué es lo que habéis
207
hecho?
–Nada –contestó la
Princesa con una
sonrisa–. No hice ningún
mal. ¿No veis que estáis
ante una imagen? Es mi
maniquí, ya lo sabéis.
Lanzó entonces Horacio
una larga mirada a la
inanimada figura, fiel y
perfecta representación
208
de su madre, y
volviéndose hacia la
Princesa, clavó en ella su
vista, en la que brillaba el
más intenso horror.
–¿Qué hacéis? –le
preguntó con voz
apagada.
–No hago daño –volvió a
contestar la Princesa
tranquilamente. Vuestra
209
madre me odia y me teme.
No puedo soportarlo y
estoy haciendo que me
ame y que desee estéis
aquí, en mi presencia.

210
Durante unos momentos
permanecieron al lado de
la llameante vasija de los
perfumes. Horacio, de
pronto exclamó:
–¡No puedo sufrirlo!
¡Acabad ya con este
horrible encanto!
–Sí –dijo la Princesa–; lo
haré, acabaré con él, pero
no con sus resultados.
211
Y corriendo la cortina
sobre la extraña figura,
arrojó sobre la vasija una
substancia que
inmediatamente apagó su
luz.
Después salió con Horacio
de la estancia y pasearon
debajo de los árboles
hablando como los
enamorados, de esas cosas
212
que sólo a ellos interesan.
Cuando Horacio regresó a
su casa, su madre,
levantándose de su chaise
longue, le tendió la mano
haciéndole sentar a su
lado.
–¡Horacio! –exclamó–,
algo me dice que has
estado con la Princesa
Fleta. Está bien y me
213
alegro. Es una buena
amiga tuya. Habrás de
decirle que si me permite
visitarla, lo haré con placer
sumo.
Horacio se levantó sin
responder. Un sudor frío
inundaba su frente. Por
primera vez en su vida
sintió miedo. ¡Y sentía
miedo hacia la mujer que
214
amaba!

215
CAPITULO III
En la ciudad, en la capilla
de la gran Catedral,
diariamente un monje
acostumbraba a dar
consejos a quien se los
pedía. Horacio acudió a él
poco tiempo después. Hacía
algunos días que no veía a
la Princesa. Su espíritu
desorientado vagaba de
216
una idea en otra. En su
pasión, la mujer hermosa
le atraía, pero el horror por
la maga le hacía
retroceder. Acudió, pues, a
la Catedral dispuesto a
revelar al monje todas sus
penas.
El Padre Amyot se
encontraba en la sacristía,
pero alguien debía estar
217
con él porque la puerta
estaba cerrada. En tanto
salían, Horacio se arrodilló
en un pequeño altar. Un
momento hacía que estaba
en aquella posición
cuando oyó un suave
ruido y volviendo la
cabeza por ver si ya el
superior se encontraba
libre, se encontró con que la
218
Princesa Fleta estaba a su
lado con sus ojos fijos
sobre él. Era ella, pues, la
que un momento antes
consultaba con el superior.
Horacio, mudo de asombro,
apenas pudo hacer otra
cosa que contemplarla. La
Princesa le observó aún
algunos momentos,
después tomó otra
219
dirección y con suaves y
rápidos paso abandonó la
Iglesia. Horacio quedó
clavado en el suelo,
absorto en un especial
estado de asombro y de
ensimismamiento. Aquella
mujer no era, por lo visto,
lo que él había pensado.
No se concebía que

220
un corazón sensible a los
sentimientos religiosos
animase a aquella maga
que él recordaba haber
visto en el laboratorio. Tal
vez aquella mujer
extraña usaba sus
poderes generosamente y
para hacer el bien. Desde
aquel momento comenzó,
pues, a verla de otro modo
221
y a rendirla culto, tanto
por su bondad como por
sus atractivos. Su corazón
latía de gozo al imaginar
que todo en ella, cuerpo y
alma eran hermosos.
Entonces se incorporó, e
iba a seguirla cuando se
cruzó con el Padre Amyot
que, atravesando
lentamente la amplia
222
nave y sin fijarse en nada,
se arrojó en el suelo cuan
largo era. Horacio observó
entonces que el monje
vestía una larga túnica de
burdo paño negro, atada a
la cintura con una cuerda y
que una capucha del mismo
paño cubría sus cabellos.
Parecía un esqueleto, tal
era su aspecto demacrado.
223
Su rostro descansaba de
lado sobre la piedra. En su
abstracción, parecía
inconsciente y sus ojos, sus
abiertos ojos azules, Llenos
de una, profunda y mística
nostalgia, parecían que
dejaban asomar las
lágrimas. El corazón de
Horacio latió ante tal
melancolía, Una cuerda
224
sensible de su naturaleza
vibró intensamente, y
contemplando por algunos
momentos aquella figura
postrada, después de
inclinarse profundamente,
abandonó la iglesia.
***

225
Fuera ya, el alazán de la
Princesa le aguardaba. Era
ésta una infatigable y
valiente amazona que pocas
veces entraba en la ciudad
sin ir a caballo, con gran
asombro de la generalidad
de las damas de la corte,
muy amigas de pasear en
coche para lucir sus
trajes; Fleta carecía de
226
estas vanidades. Pocas
mujeres de su edad
hubieran adoptado el
antiestético traje de
adivinadora con que se
presentó en la recepción de
la señora de Estanol. Para
ella la belleza y
apariencia eran cosas de
escasa importancia. Se
presentaba no pocas veces
227
en el paseo público donde
lucia hermosas vestiduras,
con su sencillo traje de
amazona, mientras un
criado paseaba su caballo.
Así la vio Horacio, así la
observó desde cierta
distancia, incapaz de
acercarse a ella, e
intimidado por la
presencia de tanto
228
personaje. Fleta lo
descubrió, sin embargo, y
se le acercó
desembarazadamente.
–¿Queréis pasear
conmigo? –le preguntó–;
nadie podría ser por aquí
mi compañero sino vos.
–¿Qué queréis decir con
eso? –exclamó Horacio

229
transportado mientras la
acompañaba.
–Pues muy sencillo; que
nadie aquí simpatiza
conmigo.
Nadie sino vos ha
penetrado en mi
laboratorio.

230
–¿Creéis que no
agradaría a cualquiera de
estos que os contemplan
penetrar en él?
–Muy pocos tendrían
valor para ello, excepto
quizás algunos espíritus
brutales, que arrostrarían
todo peligro por la atractiva
emoción del mismo. Y
éstos me repugnan.
231
Horacio permanecía
silencioso. Aquellas
palabras de la Princesa le
dejaban entender
claramente que le era
agradable. Más había cierta
frialdad en su naturaleza,
de la cual en aquel
momento se daba más
perfecta cuenta. En
medio de toda aquella
232
gente, observaba que la
influencia de la Princesa
sobre él era menor, y
mayores sus dudas. ¿Era
acaso un juguete de
aquella mujer? Su alta
posición podía permitirle
este poder del que él no
podía resentirse sin
embargo. Ser su favorito,
siquiera un solo día,
233
hubiera sido para
cualquier otro mortal
motivo de justa
vanagloria. A él se le
concedía tal honor del que
se daba aún más clara
cuenta por las envidiosas
miradas que por todas
partes observaba, pero no
deseaba tal envidia. Era
para él el amor cosa
234
sagrada. Su desprecio por
la vida y su escepticismo
sobre la naturaleza humana
se despertaban ante su
triunfo. A todos estos
pensamientos hubo de
contestar la Princesa.

235
–Será preciso que nos
alejemos de aquí –dijo–. En
el campo sois un
verdadero apasionado,
aquí sois un escéptico.
–¿Cómo conocéis mi
corazón? –preguntó
Horacio.
–Nacimos bajo la misma
estrella –respondió la
Princesa sencillamente.
236
–Eso no es, sin embargo,
una razón suficiente –
añadió él–; no tiene valor
alguno para mí que no soy
conocedor de esas ciencias
misteriosas que estudiáis.
–Venid, entonces,
conmigo –replicó ella–; yo
os iré instruyendo.
La Princesa hizo una

237
señal a su criado, que
acudió con el caballo;
después montó en él y se
alejó sonriendo. Conocía
que, a pesar de la aparente
frialdad de Horacio, éste
deliraba por ella y la
seguiría; y así fue. Para el
joven las calles habían
quedado desiertas a pesar
de sus innumerables
238
transeúntes y la ciudad se
le aparecía sin vida y llena
de tristeza a pesar de ser
una de las más alegres
del mundo. Se apartó
pues inconscientemente
de allí y se encaminó
hacia el campo; pronto se
encontró ante la posición
de la Princesa.
Paseaba a la sombra de
239
los árboles. Su traje blanco,
amplio y tenue, caía en
grandes pliegues desde
sus hombros. La

240
espléndida y alegre luz del
sol, iluminando sus
majestuosos movimientos,
le hacían aparecer ante
los ojos de Horacio
semejante a una antigua
sacerdotisa. La reciente
visita a la Catedral acudió
a la mente de éste y
nuevamente hubo de
preguntarse: ¿aquella
241
figura que le pareciera de
aspecto casi religioso,
podía ser una cultivadora
de las ciencias mágicas?
Nuevamente, pensando
en estas cosas, cayó en su
antiguo estado de ánimo.
Estaba dispuesto a
prestarle su antigua
adoración.
La Princesa le recibió con
242
su electrizante sonrisa.
Había leído en su alma a
través de sus ojos y aquella
sonrisa no pudo menos da
llenar de profundo gozo el
corazón de Horacio.
Ambos se internaron en
la casa primero, y
después en el laboratorio.
Dentro de éste, el aroma
de un perfume
243
intensísimo impresionó a
Horacio. Aún vagaba por el
ambiente el oscuro humo
que lo produjera no hacía
mucho. Debía haber
brillado la llama de la
vasija, a cuyo lado estaba
ahora postrada aquella
extraordinaria figura que
tanta sensación le
producía. Pero esta vez
244
Horacio no pudo reprimir
un grito de horror y de
asombro al reconocer en
ella al severo Padre Amyot.
Tal fue el desaliento que
había en su mirada
cuando volvió sus
interrogantes ojos hacia la
Princesa, que ésta. por
primera vez,

245
dirigiéndose al joven,
hubo de contestar a su
mirada con un frío y
altivo gesto.
–No ha llegado aún el
momento de interrogarme
sobre lo que aquí veáis.
Acaso algún día, cuando
sepáis más, tengáis
derecho para ello, pero no
ahora. En tanto, ved cómo
246
puedo cambiar el aspecto
de esta figura que os
apena.
Levantando a la postrada
figura separó de ella la
túnica que la hacía
recordar al Padre Amyot,
con lo que reapareció en su
primitiva y extraña
vestidura rojiza, tal como
la recordaba Horacio de
247
otras veces. Después,
unos rápidos toques de la
Princesa, cambiaron
completamente la forma de
la cara. El Padre Amyot
había desaparecido.
Horacio tenía ante él, ya
definitivamente, aquella
impersonal forma que en su
primera visita al
laboratorio le causara tal
248
horror. La Princesa vio aún
alguna repugnancia en el
rostro de Horacio, por lo
que cubrió aquella forma,
como otras veces, con la
cortina.
–Ahora –dijo ella–, venid y
sentaos junto a mí en este
sofá.
A la vez que decía esto
arrojó incienso en la vasija
249
y le hizo arder.
Horacio observó que
pesaban sobre su mente
los vapores del incienso
quemado antes de su
llegada. Las formas rojas se
movían sobre la oscura
pared y se veía obligado a
seguirlas

250
con ojos fascinados. Se
entrelazaban en aquella
ocasión formando no ya
palabras, sino figuras.
Luego la pared iba
tornándose brillante y
luminosa. Le parecía
asistir con Fleta a una
extraña representación
ante un inmenso escenario,
pero como si fuesen ambos
251
actores y espectadores a la
vez. Oían las palabras y
veían los movimientos de
estos actores fantásticos,
tan perfecta y
distintamente como si
fueran seres de carne y
hueso. Se trataba de un
drama en el que luchaban
las pasiones. Horacio casi
olvidó que la real Fleta
252
continuaba a su lado, tan
absorto permanecía
contemplando las acciones
de la Fleta fantástica.
Estaba trastornado, no
podía comprender el
significado de lo que veía,
aunque todo el drama se
desarrollaba ante su
vista.

253
Veía cierto bosque de
árboles florecidos y una
espléndida y salvaje
criatura. Luego creía
entrever que tanto él
como la singular mujer
que tenía a su lado
tomaban alguna
inexplicable parte en
aquella rara
representación. Pero
254
¿cómo? ¿de qué modo? No
podía comprenderlo. Fleta
sonreía mirándole.

255
–No sabéis quien sois –le
decía–, y es de sentir,
porque así la vida es más
triste. Pero poco a poco lo
llegaréis a saber si lo
deseáis. Y ahora veamos
otra muy diferente página
de la vida.
El escenario entonces se
hacía más oscuro, y
sombras animadas,
256
grandes sombras que
llenaban de congoja el alma
de Horacio, pasaban y
repasaban. Aquellas
sombras retrocedían por
último dejando aparecer un
luminoso espacio en el que
se destacaba Fleta, aquella
misma forma humana de
Fleta si bien extrañamente
alterada. Una Fleta de
257
mucha más edad, y mucha
mayor hermosura a la vez,
en cuya brillante mirada
lucía un fuego maravilloso
y sobre cuya cabeza lucía
asimismo una brillante
corona. Horacio
comprendía que aquella
mujer poseía grandes
poderes para el bien y
para el mal, estaba
258
escrito en su semblante.
Después, algo le obligó a
bajar los ojos y vio una
nueva figura a sus pies,
una figura desamparada,
sin auxilio alguno. ¿Por qué
permanecía en tal quietud
en su desamparo? ¡Estaba
viva, sí, pero encadenada
de pies y manos!
–¿Tenéis miedo? –oyó
259
decir burlonamente a
Fleta–. Seguramente no.
Pues qué ¿no podría yo
llegar a reinar? ¿Y no
podríais sufrir? Sois
escéptico. ¿O es que
esperabais algo mejor?

260
–Tal vez no –contestó
Horacio–. Puede ser que
seáis falsa de corazón. Y,
sin embargo, tal y como
me hallo, comprendo que
aunque me traicionarais
dentro de poco, aunque
me arrancarías mi libertad
y mi vida, amaría hasta
vuestra propia traición.
Fleta no pudo menos de
261
reírse y Horacio
permaneció silencioso y
confuso ante aquellas
palabras que había dejado
escapar tan
precipitadamente y tal vez
inoportunas. De todos
modos las palabras habían
sido pronunciadas, su amor
había hablado. Podía
negarse a que la volviera
262
a ver y entonces la
oscuridad pesaría sobre
él.
–No, dijo ella. No os
obligaré a marcharos.
¿No sabéis, Horacio
Estanol, que sois mi
compañero escogido?
¿Estaríais de otro modo
conmigo en este sitio? La
palabra amor no me
263
halaga; la he oído
demasiadas veces y creo
que no encierra grandes
significados. Dejémosla
aparte por ahora. Si os
permitís amarme,
sufriréis, y no quiero que
sufráis aún. Cuando
sufrís, la juventud se aleja
de vuestro semblante sin
que podáis evitarlo, y
264
vuestra juventud me
agrada.
Horacio no contestó.
¿Cómo contestar a aquellas
palabras? Además no
estaba en aquellos
momentos para hacer
nada difícil. Su cerebro no
dejaba de estar alterado
por el humo del

265
incienso y por las extrañas
escenas que habían tenido
lugar ante sus ojos.
Apenas se daba cuenta de
cuál de las personalidades
de Fleta era la que
contemplaba. Lo que sin
embargo no dudaba era
de que la amaba a pesar
de todas. Cada momento
que pasaba a su lado la
266
adoraba más ciegamente
y su desconfianza
impedía cada vez menos
el apasionado goce de su
intimidad.
–Ahora –dijo Fleta–, os
necesito para una cosa
nueva. Quiero que
ejercitéis vuestra voluntad
y que obliguéis a mis
criados, que nos han estado
267
distrayendo con sus
fantasías, a mostrarnos
alguna de vuestra propia
creación. Si queréis, lo
haréis fácilmente. Sólo es
necesario que no dudéis
de que podéis hacerlo.
¡Cuán rápido sigue el acto
al pensamiento!
Estas últimas palabras
fueron pronunciadas con
268
una ligera exclamación de
placer, porque las oscuras
sombras habían llenado de
nuevo el escenario, aunque
retirándose después,
dejando visible en el
centro la figura de Fleta,
bella y apasionada, con el
rostro encendido de amor,
sostenida estrechamente
entre los brazos de
269
Horacio y con sus labios
oprimidos por los suyos.
Fleta, la verdadera Fleta,
que estaba a su lado se
levantó, con una risa que
no era de satisfacción y a la
que acompañaba

270
una ligera sacudida
nerviosa. Las sombras se
esparcieron
inmediatamente por el
escenario y un momento
después la ilusión se
había desvanecido y el
sólido muro aparecía
nuevamente ante Horacio.
Tanto se había
acostumbrado a
271
contemplar el maravilloso
interior de este cuarto, que
no se detuvo ante esta
nueva circunstancia.
Siguió a Fleta, según ella
se dirigía hacia la puerta,
e intentó atraer su
atención.
–Perdonadme, ¡oh,
Princesa! –murmuro una
y otra vez.
272
–Estáis perdonado –dijo
ella–. No me habéis
ofendido, por lo cual me es
fácil perdonaros. Ningún
hombre puede ocultar lo
que hay en su corazón.
Por otra parte, ningún
hombre de los de la
generalidad podría
hacerlo, y vos, Horacio, en
esta ocasión habéis
273
consentido ser como el
resto. ¿Estáis contento?
–No –contestó él
inmediatamente y, según
hablaba, comprendió por
primera voz el valor de las
emociones que le habían
agitado a través de su corta
vida–. ¿Contento? ¿Cómo
he de estarlo? Por otra
parte, ¿no es nuestra
274
estrella, la estrella de la
inquietud y de la
emoción?
Ante aquellas palabras,
Flea fijó en el joven una
mirada de ternura y de
verdadera emoción.
Cuando pronunció las
palabras «nuestra
estrella» le pareció como
si la hubieran tocado en
275
el corazón.

276
–¡Ah! –dijo entonces ella–.
¡Cuán dolorosamente busco
un compañero!
Después se volvió
repentinamente y, antes
casi de que ella misma se
diese cuenta, había
abandonado la estancia.
–Venid –dijo entonces con
impaciencia.
–Horacio la siguió, no
277
quedándole ya otro
remedio. Estaba
contrariado. Y su
contrariedad creció aun
más cuando observó que la
Princesa se dirigía con
rápidos pasos hacia las
habitaciones de su
anciana tía.
Una vez en ellas se dejó
caer en un asiento y
278
comenzó a darse aire con
un dorado abanico,
mientras hablaba de los
rumores de la corte. El
cambio fue tan repentino
que durante algunos
momentos Horacio no
pudo seguir sus palabras.
Estaba trastornado. En
aquel momento la anciana
tía de la Princesa le acercó
279
un pequeño asiento. Se dio
entonces cuenta de que su
aspecto no producía
sorpresa en la anciana
señora, sino lástima. El
escepticismo renació en
su corazón y un
pensamiento que
abrasaba como el fuego se
apoderó de su espíritu.
¿La trastornadora emoción
280
que él comprendía debía
reflejar su rostro, se habría
reflejado asimismo en el de
otros?
¿Estaría siendo un juguete
de la Princesa como otros
podían haberlo sido antes?
Tal pensamiento fue el más
angustioso que

281
sufrió jamás; hería su
vanidad, que era más
delicada aun que su
corazón.
Fleta parecía no
concederle oportunidad
para sus conversaciones.
Parecía que éstas se
agotaban ante su
majestuosa presencia. Así
que Horacio tuvo que
282
levantarse al poco tiempo
para retirarse. Esta vez no
fue acompañado hasta la
puerta. Fuese solo,
presintiendo que tal vez le
había sido retirado para
siempre todo el favor de
aquella mujer
extraordinaria, aunque
pensando asimismo que tal
vez su pensamiento fuese
283
ligero. ¿No se habían dicho
ambos, aquel día, tantas
cosas?
Mas, sin embargo, Fleta
estaba prometida. Había
sido prometida desde su
nacimiento. En breve se
realizaría su matrimonio.
Aquella corona que viera
en las fantásticas escenas
de la estancia sería
284
colocada sobre su cabeza.
¿Habría sido necesaria
aquella extraña visión para
hacer presente tal hecho a
su espíritu? –se
preguntaba Horacio a sí
mismo–. Si era así, aún
estaba a tiempo –añadía
amargamente– porque
Fleta no era capaz de
renunciar a una corona por
285
el amor. Al pensar en esto,
su corazón se revolvió
dentro de su pecho.
¿Por qué, si era así, le
había ella tentado con
palabras de amor? Nunca
se hubiera atrevido, por su
parte, a dirigirse a

286
ella. Tales eran sus
pensamientos en tanto se
alejaba. ¡Ah, si hubiera
podido ver a Fleta!
Tan pronto como él
saliera del cuarto, se
dirigió a su laboratorio.
Allí descorrió los paños
que ocultaban un gran
espejo empotrado en el
muro. Inmediatamente clavó
287
su mirada en el cristal. Allí
se veía la figura de Horacio
marchando hacia la ciudad.
La Princesa hubo de leer
en sus pensamientos y en
su corazón. Después corrió
aquellos lienzos con un
profundo suspiro y dejó
caer sus brazos con un
gesto que parecía indicar
desesperación. Ciertamente
288
había en su ademán
abatimiento, porque
momentos más tarde,
gruesas y ardientes
lágrimas caían a sus pies.
Nadie, desde que Fleta
naciera, la había visto
llorar.

289
CAPITULO IV
El Padre Amyot envió, a
la mañana siguiente, un
recado rogando a Horacio
que viniera. Éste acudió
inmediatamente perplejo
ante lo inexplicable de
aquel aviso. Se dirigió sin
titubear a la Catedral,
donde esperaba encontrar
al asceta.
290
Estaba allí, en efecto,
postrado en la misma
actitud que no podía
menos de hacerle recordar
la de la mágica figura que
viera en el laboratorio de
Fleta. Transcurrieron
algunos instantes y Horacio
tocó suavemente al solitario
para despertar su atención.
Éste se incorporó y,
291
silenciosamente, con la
cabeza inclinada, se dirigió
hacia fuera de la Catedral a
través de los claustros
que la unían con el
próximo monasterio.
Horacio le siguió.
No tardaron en llegar a
una desnuda celda en la
que no había sino un
crucifijo, una lámpara –
292
perennemente encendida–
y un banco apoyado contra
el muro. Se sentó en él el
Padre e indicó a Horacio
que hiciera lo mismo.
Después cayó en un estado
de profundo
ensimismamiento. Horacio
se sentía preocupado ante
aquella abstracción
¿Operaban aún en aquel
293
momento los encantos de
Fleta sobre la mente de
aquel hombre? ¿Modelaba
aún ésta los pensamientos
del religioso, según su
voluntad?

294
Así lo parecía. El nombre
de la Princesa fue el
primero que salió de sus
silenciosos labios.
–La Princesa –dijo–, la
Princesa Fleta está a
punto de comenzar un
largo y peligroso viaje.
Horacio se sobresaltó y
volvió su rostro

295
rápidamente,
comprendiendo que se
había puesto pálido. ¿Era
cierto que aquella mujer
abandonaba la ciudad?
¡Qué inesperada noticia y
qué terrible!
–Dentro de muy poco –
continuó el Padre Amyot–
, la Princesa se casara, y
antes de su matrimonio
296
tiene que realizar cierta
misión, en la que sólo vos,
según ella, podéis
ayudarla. Su viaje está
relacionado con esta
misión. Es necesario que la
acompañéis, en el caso de
que estéis presto a ello.
Horacio no contestó. No se
le ocurría contestación
alguna. Permaneció
297
sobrecogido, sin aliento, y
no pudo reponerse en un
instante. Todo aquello
resultaba increíble. Se le
aparecía como cosa
imposible, a la vez que
una secreta convicción le
indicaba que, sin
embargo, había de
realizarse.
El Padre Amyot tomó la
298
palabra al observar que
Horacio nada resolvía.

299
–Querréis saber el motivo
de vuestro viaje –dijo–, más
debo advertiros que esto es
imposible. La Princesa ha
decidido no informar a
nadie respecto a este
punto.
–¿Ni aún a quien dice
puede ayudarla? –
preguntó Horacio.
–A nadie.
300
–¡Bien! –exclamó Horacio,
levantándose con un
ademán de indignación–.
¡Que la siga quien quiera ir
ciegamente en pos de ella!
No seré yo quien lo haga.
Y diciendo esto atravesó
la celda, dirigiéndose a la
puerta sin saludar casi al
solitario Padre. La voz de
éste le detuvo.
301
–Viajaríais solos, a no
ser por un acompañante
que irá a vuestro lado –
dijo.
Horacio se volvió lleno
de asombro y contempló
durante algunos
momentos al sacerdote.
–¡Eso es imposible!

¡Eso no puede ser! –


302
exclamó. Pero luego

añadió para sí mismo:

¡Cierto es sin duda!

Para el escéptico Horacio,


todo aquello adquiría de
pronto una forma
completamente
comprensible. Sin duda,
Fleta, se decía, emprende
un viaje en el que necesita
303
un compañero a causa tal
vez de los peligros y no
puede depositar en nadie
su confianza. ¡Se había
propuesto tal vez
aprovecharse de su

304
amor y le brindaba su
compañía en pago de sus
cuidados y para retribuir
su silencio! Esta idea no le
era desagradable.
«He oído hablar de
princesas que arriesgan
hasta lo imposible
confiadas en el poder de su
posición. He oído hablar de
que el capricho real no
305
siempre aparecía
comprensible a la
inteligencia general
humana. Acaso sea así.
¡Pero, Fleta! ¡Ah, yo que la
había creído distinta!»
Estos fueron sus primeros
pensamientos. Su
conclusión fue imaginar
que la Princesa exigía de él
que fuera su adorador a la
306
vez que su siervo. Pero
repentinamente acudió el
recuerdo de la inmaculada
figura de Fleta con sus
blancas vestiduras, con su
adorable aspecto de
sacerdotisa. Su propósito
era tan inescrutable como
ella. Horacio se daba
cuenta de esto a través de
sus dudas. Y mientras
307
pensaba esto, una
repentina fragancia
embriagaba sus sentidos,
un fuerte perfume
semejante al de las ropas
de Fleta, un sagrado
perfume de incienso llenó
de confusión su cerebro.
Se vió precisado a
retroceder vacilando hasta
la pared y, perdida la
308
noción de que estaba en la
celda del Padre Amyot,
llegó a sentirse cerca de su
rostro… a sentir próximo
su perfumado aliento.
¡Oh, que delirio, que
infinito placer estar a su
lado, viajar con ella, ser su
asociado y compañero,
permanecer a su lado todas
las horas del día!
309
Pero de pronto cesó
aquel éxtasis y la realidad
apareció nuevamente ante
sus ojos. De nuevo observó
al Padre Amyot y,
comprendiendo que era
preciso resolverse, le
contestó de una manera
resulta:
–Acompañaré a la
Princesa.
310
El sacerdote le miró
fijamente; después
advirtió:
–Os costará caro.
Pensadlo bien antes.
–Es inútil pensar –replicó
Horacio–. ¿Con qué objeto?
¿No siento? Y sentir, ¿no
es vivir?
Pero el Padre Amyot
parecía no escuchar ya sus
palabras. En apariencia se
311
hallaba sumido en la
oración. Evidentemente
había dicho todo lo que se
propusiera decir.
Horacio le observó un
instante y después
abandonó la celda.
Conocía demasiado bien
al sacerdote para intentar
seguir conversando,
cuando tan honda nube de
312
profundo y melancólico
ensimismamiento se
reflejaba en su semblante.
Se alejó, pues, atravesando
de nuevo la Catedral. Pero
antes de salir se detuvo al
pasar frente al altar mayor
y, arrodillándose,
murmuró una plegaria,
una de aquellas plegarias
que aprendiera de niño y
313
a cuyos familiares
términos apenas concedía
significación. Le consolaba
pensar que había orado,

314
aún siendo tan poco
sentida su oración.
Horacio había sido
educado desde su infancia
en todos los usos y
costumbres del devoto
católico griego.
Salió, pues, de la Catedral
y se encaminó
apresuradamente hacia la
posesión de la Princesa.
315
Estaba resuelto a saber la
verdad inmediatamente.
¿Entre tanto distinguido
personaje como constituía
la brillante corte de la
Princesa, podía ser
posible aquella preferencia
por él? Una hora antes se
hubiera reído de quien se lo
asegurase y, ahora, sin
embrago, lo creía.
316
¡Ah, cómo le embriagaba
esta creencia! Por vez
primera comenzaba a
sentir la ceguera del
amor. Miraba hacia el
pasado y le parecía que una
hora antes no quería a
Fleta, que no la había
amado hasta aquel
momento.
Mientras pensaba llegó al
317
jardín. La Princesa estaba
en la puerta rodeada de
flores. Su traje blanco, su
rostro lleno de alegría
como el de un niño y su
cuello adornado de rosas
hicieron latir de gozo el
corazón de Horacio. Entró
éste y juntos se dirigieron
hacia la casa.
–Vengo de ver al Padre
318
Amyot –dijo Horacio
cuando llegaron–. Esta
mañana me mandó
buscar.

319
–Sí –contestó Fleta
sencillamente–. Tenía un
recado mío para vos.
¿Queréis encargaros de
un trabajo fatigoso para
quien tan poco
acostumbrado esta a
pasarlos?
–¡Oh, Princesa mía! –
balbuceó Horacio, mientras
inclinaba su cabeza.
320
–Pero no vuestra
Soberana –replicó Fleta,
con una sonrisa en la que
se adivinaba la
espléndida insolencia de
quien se reconoce digna de
una corona o de quien lleva
en sus venas la sangre de
los reyes.
–Sí, Soberana mía –volvió
a decir Horacio.
321
–Si me llamáis así –dijo
entonces
apresuradamente la
Princesa, cambiando la
dulce inflexión de su voz–,
tendréis que admitir una
clase de majestad no
reconocida por los
cortesanos.
–La admito –replicó
sencillamente Horacio.
322
–La majestad y la
soberanía del verdadero
poder –añadió la Princesa
significativamente,
dirigiendo a Horacio su
penetrante mirada,
–Llamadla como queráis
–repuso el joven–. Sois mi
Soberana y os juro
fidelidad desde este
momento.
323
–Así sea –dijo la Princesa
acompañando sus palabras
de una sonrisa llena de
frescura–. Estad presto
mañana a medio día. Por la
mañana recibiréis la
indicación del punto en que
me habréis de encontrar.
–¿Y mi madre? –
preguntó.
–¡Oh! –exclamó Fleta–.
324
¿Creéis que no la he
visitado ya? Mi padre se
va hoy al campo y ella
cree que le acompañáis.
Por otra parte no la
disgusta os unáis a la
corte.
–Es extraño –dijo
Horacio–, pues siempre le
volvió la cara. Pero la
sonrisa de Fleta le hizo
325
conocer lo ligero de sus
palabras, y añadió:
–Se hará como mi
Soberana ordena. Al
parecer, hombres y mujeres
la obedecen aún en lo más
profundo de sus corazones.
–No –exclamó Fleta
suspirando–; precisamente
eso es lo que no hacen. Ese

326
poder es el que aún no he
conquistado. Es verdad
que me obedecen, pero en
contra de los dictados
íntimos de sus corazones. Si
realmente me amarais,
podríamos obtener ese
poder; pero sois como los
otros. No me amáis en el
fondo de vuestro corazón,

327
–¡Qué no os amo! –
exclamó Horacio lleno de
asombro, como si
aquellas palabras le
hubieran privado de
conocimiento.
–No –respondió
tristemente la Princesa–,
no me amáis. Si
verdaderamente me
amarais, no calcularíais si
328
era virtuosa o no, o si
descendía de un rey o de
las estrellas. Os repito,
Horacio, que si fuerais
capaz de amarme de
verdad, podríais encontrar
conmigo la senda que
conduce a la esfera de los
dioses y hasta sentaros
entre ellos. Pero no,
Horacio, vaciláis y vuestro
329
amor vacila. No os
abandonáis por completo
y esto significa para vos
dolor, pues no podéis
encontrar placer perfecto
en una cosa que aceptáis
con desconfianza y
devolvéis a medias.
Viajaréis sin embargo
conmigo, y seréis mi amigo
y mi compañero. A nadie
330
más que a vos se le
presentó tal circunstancia.
¿Cómo me recompensaréis?
¡Oh, demasiado lo sé!
Ahora idos, pero estad
preparado para cuando os
avise.
Y diciendo esto se volvió
y entró en la casa,
dejándole en el jardín.
Durante unos momentos
331
permaneció allí, turbado e
indeciso… Pero no estaba
humillado y molesto en su
vanidad, como lo hubiera
estado en cualquier otra
ocasión al escuchar tan
altivas palabras. Estaba
más bien consternado y
lleno de horror. ¿Era
aquella la mujer que
amaba? ¿Era a tal espíritu
332
tirano y soberbio a quien
amaba? ¿Aquella extraña
mujer que

333
antes de que le hubiera
confesado su amor ya le
reprochaba el no amarle lo
bastante? ¡Ah, cómo le
ofendía la conducta de
Fleta! ¡Ah, cómo aquel
comportamiento le llenaba
de angustia y sublevaba su
corazón! Sin embargo, no
podía detenerse; a tal
punto de amorosa
334
exaltación había llegado.
Sufriría en tanto le
dominase tal pasión, pero
no era lo suficientemente
fuerte para sofocarla.
Sumido en estos amargos
pensamientos, volvió
lentamente a la ciudad.
Estaba realmente
avergonzado y
descorazonado; su amor
335
parecía mancharle. En otro
tiempo había concebido
altos ideales que ahora
desechaba para siempre. ¡Y
como no, cuando al día
siguiente salía para un
largo viaje cuyo fin
desconocía y en unión de
una mujer con quien nunca
podría casarse y de la
cual era, sin embargo, un
336
adorador juramentado!
Horacio comenzó a
considerar todo aquello
desde un punto de mira
fatalista. Su debilidad le
obligaba a encogerse de
hombros, considerándose
menos fuerte que su
destino.
Así pues, tristemente y
con el corazón agitado, se
337
acercó a su casa y una vez
en ella comenzó a
preparar rápidamente
todo lo necesario para un
viaje por tiempo
indefinido. Su madre,
como Fleta le había dicho,
estaba preparada para ello,

338
y es más, parecía ver en
la Princesa algo a modo
de bienhechora diosa que la
buena fortuna colocara en
su camino.
–Siempre me he opuesto –
decía– a la idea de que
fueras un parásito de la
corte. Pero es distinto que
la corte desee tu
presencia. Tal vez esto
339
pueda proporcionarte
algún alto puesto. Lo que
únicamente temí es que
llegaras a ser un ocioso
cortesano. Me alegra
mucho que partas para el
campo. No quiero ver a
mi querido hijo con un
aspecto tan pálido y
marchito…
Horacio asintió
340
tácitamente y sin replicar
a todo aquel engaño con
que Fleta le había
preparado el camino.

341
CAPITULO V
Se dice que las
aventuras son dulces para
los jóvenes. De ser así
Horacio debió encontrar el
colmo del placer ante
tantas y tan
extraordinarias como se
le presentaron. Durante
los varios días que
siguieron a su partida
342
apenas transcurrió una
hora sin que algún
acontecimiento grande
ocurriera. No se ha de
decir que estuvo pronto a
la hora indicada por Fleta
y preparado para cualquier
contingencia posible.
Pensando que tendrían que
subir a montañas durante
el viaje y conociendo la anti
343
aristocrática repugnancia
de la Princesa por las cosas
superfluas, redujo lo más
que pudo su equipaje.
No le hubiera extrañado
ver que la Princesa partía
con su traje de amazona
por todo equipo. Lo único
que temía era la sorpresa
de su madre cuando le
viera partir sin tanta cosa
344
necesaria. Pero la buena
suerte –¿fue otra cosa?–
hizo que saliera aquel día.
Un amigo de fuera de la
ciudad, gravemente
enfermo, la llamaba y se vio
precisada a despedirse de
Horacio antes de su
marcha. De modo que éste
hizo sus preparativos sin
ser molestado por
345
inquisitorias y preguntas.
Hacia el medio día, un
muchacho se presentó en
casa de los Estanol con una
nota que dijo habría de
entregar a Horacio en
propia mano. Éste,
adivinando que era de
Fleta, salió a

346
recibirla inmediatamente y
una vez en su poder la
abrió. «¡Un renglón tan
sólo! ¡Y sin firma!»
«Os espero fuera de la
puerta del norte».
No decía más el
plieguecillo. Horacio tomó
con su propia mano la
maleta, temeroso de
alquilar un coche por si
347
desagradaba a la Princesa
que ajenas miradas
presenciaran su cita. Salió
pues de la ciudad,
atravesando por entre las
calles menos frecuentadas
que pudo escoger y
huyendo de tropezarse con
alguno de sus amigos. No
encontró, empero, a
ninguno, y con un suspiro
348
de satisfacción atravesó la
puerta de la cita y se
dirigió por el campo que
fuera de ella se extendía.
Pronto divisó un hermoso
coche parado bajo unos
árboles, tirado por cuatro
caballos con sus
correspondientes
postillones. Horacio se
sorprendió. No esperaba
349
tanto lujo. Pero cuando
llegó a la puerta del coche
creció aún más su
sorpresa. El aspecto de
Fleta no era el más a
propósito para un largo
viaje: su toilette era más
cuidadosa que de
costumbre y su cabeza y
sus hombros estaban
cubiertos con negros y
350
hermosísimos encajes. Se
reclinaba voluptuosamente
en una esquina del amplio
coche con una soñadora
expresión en su semblante,
completamente nueva para
Horacio. Enfrente de ella
estaba el Padre Amyot.
Horacio no pudo menos de
mirar al fraile con
asombro. ¿Iba a quedarse
351
la ciudad sin su

352
predicador favorito? ¿Cómo
iban a dejar de conocer los
entrometidos de la corte el
viaje de la Princesa?
Pero Horacio había
resuelto no atormentarse
con más conjeturas. Entró,
pues, en el coche y Fleta le
indicó se sentara a su lado.
¡A su lado, sí! Aquel era

353
su sitio. Y el Padre
Amyot, el predicador
popular, amado y aún
adorado por toda la ciudad,
cuyas inspiradas palabras
penetraban los secretos y
las penas todas de los
ciudadanos, se sentaba en
el lado opuesto del coche.
¿Espiaba a los amantes?
Aparentemente, no. Sus
354
ojos estaban bajos y, al
parecer, miraba
fijamente sus manos
entrelazadas. Estaba allí
sentado cual si fuera una
estatua. Una vez o dos que
Horacio le mirara, hubo de
creer que estaba allí contra
su voluntad. ¿Era esto así?
¿Era un instrumento servil
de Fleta, obligado por este
355
temperamento imperioso a
hacer su voluntad?
Seguramente, no.
Demasiado conocido el
Padre Amyot como hombre
de voluntad, no podía
suponerse de él tal cosa.
Horacio se contuvo por
centésima vez en medio
de sus especulaciones sin
esperanza, contentándose
356
con gozar de aquel
presente sin preocuparse
del futuro y sin tratar de
leer en el corazón de los
demás. ¡Así fue este joven
filósofo, con los ojos
abiertos según él creía, a
su propia destrucción!

357
El coche rodaba con
gran velocidad. Estaba
tirado por cuatro
hermosos caballos rusos y
conducido por los propios
postillones de la Princesa,
acostumbrados a las
maneras de ésta, y a las
grandes velocidades que
encantaban su intrépido
espíritu de amazona.
358
Inteligente y aficionada a
los animales, eran siempre
los suyos los mejores de la
ciudad.
Le extrañaba
grandemente a Horacio
aquella independencia y
libertad de acción, máxime
cuando aún él no había
abandonado cierta parte de
su sujeción doméstica. Él,
359
que no se creara aún
ninguna posición, dependía
en absoluto de la fortuna de
su madre, por lo cual en
algunas ocasiones tan sólo
podía hacer lo que ella
aprobaba. Siendo aún tan
joven, todo esto parecía
natural. Fleta, sin
embargo, era aún más
joven que él, aunque le era
360
difícil recordarlo ¡Tan
dominante era su
temperamento! Una simple
ojeada a su lozano rostro de
líneas tan suaves que
resultaban infantiles o a
su flexible y majestuoso
cuerpo, dejaban adivinar
que la Princesa era aún
una muchacha. ¿Habría
creído acaso el afortunado
361
personaje que iba a
contraer matrimonio con
ella, que era una criatura
apenas formada, en la
que aún permanecían
frescas las impresiones de
la escuela y
completamente a propósito
para modelar en ella un
nuevo carácter?

362
Durante toda la tarde
caminó el coche sin hacer
apenas un alto. El tiempo
transcurría sin que se
pronunciasen sino
insignificantes palabras.
Para Horacio, sin
embargo, transcurría
rápidamente. La mera idea
de su nueva posición era
suficiente para abstraerlo.
363
¡Permanecer junto a Fleta,
contemplando durante
tanto tiempo seguido su
misterioso rostro! ¡Oh,
aquello era suficiente para
llenar su anhelante
espíritu! Fleta misma
parecía abismada en
profundos pensamientos.
Permanecía silenciosa
dejando caer su mirada
364
sobre el variable paisaje,
mientras su espíritu
vagaba quién sabe por qué
remota región. En cuanto
al Padre Arnyot, su
mirada permanecía
clavada sobre un pequeño
crucifijo que parecía
escondido entre sus
entrelazadas manos y en sus
labios parecía vagar de
365
vez en cuando alguna
plegaria. Toda su austera
expresión no parecía
indicar sino la secreta
contemplación de un
interior mundo divino.
A la puesta del sol se
detuvieron en una
pequeña posada
inmediata al camino.
Suponía Horacio que no
366
habían de quedarse en
aquel pequeño mesón,
donde apenas parecía
pudieran detenerse los
viajeros a beber o dejar
descansar sus caballos.
Pero no fue así, sin
embargo. El carruaje fue
conducido detrás de la
pequeña casita y los
caballos
367
desenganchados. Fleta se
internó por una de las
puertas laterales seguida
de sus dos compañeros.
Dentro encontraron una
sencilla y cariñosa mujer
que, evidentemente,
conocía a Fleta. Horacio
supo en breve que aquella
mujer había pertenecido a
la servidumbre de la cocina
368
real. Pero después supo
cosas verdaderamente
raras. Aquella casa no era,
en realidad, sino un sitio
en donde se detenían a
beber los que pasaban por
el camino y no tenía ni
sala, ni comodidades de
ninguna especie para
viajeros de otra clase, todo
lo cual lo sabía
369
indudablemente Fleta.
Ésta aproximó hacia el
centro de la habitación una
tosca silla y se sentó cerca
del fuego que llameaba
hacia lo alto de la abierta
chimenea, como si
estuviera en su propia
casa.
–Tenemos que cenar
aquí –dijo después a la
370
posadera–. Traednos lo
que podáis. ¿Se podrá
disponer habitación para
nosotros esta noche?
La hostelera se acercó a
Fleta y murmuró junto a
ella algunas palabras; la
Princesa sonrió. Después,
dirigiéndose a sus
acompañantes, dijo:

371
–Según parece, aquí no
hay habitaciones; esto,
como se ve, no es un hotel.
¿Continuamos nuestro
camino o nos quedamos
aquí durante esta noche?

372
–Los caballos están
fatigados –respondió el
Padre Amyot, hablando
por primera vez desde que
saliera de la ciudad.
–Es verdad –dijo Fleta
distraídamente, como si no
pensara ya en aquella
cosa–. Me parece, pues,
que tendremos que
permanecer aquí.
373
Horacio no había pasado
nunca, ni hubiera creído
que pudiera pasar una
noche tan ruda como
aquella. Gustaba del
confort, casi del lujo; más
¿cómo protestar cuando su
Princesa, la más grande
señora del país, le daba el
ejemplo? Cualquier
objeción hubiera resaltado
374
afeminada, y su orgullo le
obligó a guardar silencio.
Más, cuando después de
una insignificante comida
tornaron cada uno de ellos
a sus respectivos asientos,
Horacio no pudo menos
de echar de menos, muy
sinceramente, su casa con
sus confortables
habitaciones.
375
Mientras pensaba esto,
se dio cuenta de que los
oscuros ojos de Fleta
estaban fijos en él y no se
encontró con fuerzas para
levantar su mirada
temeroso de que ésta
hubiera leído en su
pensamiento. No hubiera
querido que Fleta le
hubiese observado, no
376
quería aparecer en la
mente de ésta como más
afeminado que ella
misma.
Había inmediata a
aquella estancia una
segunda cocina en la que
los postillones y otros
hombres, ordinarios

377
frecuentadores de la casa,
se reunían aglomerados,
bebiendo, charlando y
cantando. Su presencia
resultaba horrible para
Horacio, acostumbrado a
susceptibilidades. Fleta, en
cambio, parecía tan
indiferente a toda aquella
algazara como al olor del
pésimo tabaco; más bien
378
parecía que no se daba
cuenta de ninguna de
aquellas cosas, abstraída
en sus propios
pensamientos. Permanecía
sentada con la cabeza
apoyada en su mano,
contemplando el fuego y
en una tan graciosa y
perfecta actitud que
parecía un extraordinario
379
objeto de exquisito arte,
colocado entre los más
groseros objetos de la vida
vulgar. Resultaba más
hermosa que nunca por el
contraste y, sin embargo,
aquella incongruencia
resultaba dolorosa para
Horacio.
El silencio de la estancia
en que estaban resaltaba
380
aún más por el creciente
ruido de la inmediata
habitación, ahora en su
apogeo. La hora de ir
cerrando la casa llegó por
fin y la amable hostelera
fue conduciendo a la
puerta a sus
parroquianos, hasta que
ya no quedaban en toda la
casa sino los que habían de
381
pernoctar para continuar
después su camino. Estos,
incluso los postillones, se
encontraron en uno de los
costados de la chimenea y
en aquella misma posición
no tardaron en caer en un
sueño profundo. A
Horacio le parecía estar
pasando a través de un
doloroso sueño y deseaba
382
ardientemente

383
despertar de él, despertar
aunque fuese para
encontrarse en su casa y
lejos de Fleta.
Por último, fue el sueño
apoderándose de él y su
cabeza inclinándose, hasta
que allí mismo, rígido en
aquella tosca silla de
madera, se quedó
completamente dormido.
384
Cuando despertó, una
verdadera sensación
dolorosa había entumecido
sus miembros a causa de la
violenta postura. Apenas
podía contener sus
dolorosas exclamaciones.
Pero en seguida recordó
que si los demás estaban
durmiendo, no debía
despertarles. Entonces
385
miró rápidamente a su
alrededor. El Padre Amyot
estaba cerca de él con el
mismo aspecto exacto que
tenía cuando entraron en la
casa; se le hubiera tomado
por una estatua. El
asiento de Fleta
permanecía vacío.
Se rehízo e, incorporado
ya, miró el asiento vacío y
386
después la habitación
toda. Tal vez, pensó, la
posadera habría
encontrado algún lugar para
que descansara la joven
Princesa. Luego una
sensación opresora se
apoderó de él; aquel aire de
la cocina le asfixiaba. Se
levantó con dificultad y,
desperezándose, fue hacia
387
la puerta en busca de aire
puro.
Hacia una espléndida
mañana. El sol que acaba
de aparecer iluminaba la
tierra que parecía una
hermosa mujer acabada de
despertar. ¡Qué
penetrante aire el de la
mañana! Horacio

388
respiraba con ansia
mientras extendía su
mirada por el horizonte.
La comarca en la que se
habían detenido era en
extremo pintoresca y en
aquellos momentos aparecía
revestida de su más
fascinadora apariencia.
Una sensación de grato
deleite llenó su alma, la
389
inquietud de la pasada
noche se había disipado y
ahora se encontraba alegre
y lleno de juventud y de
fuerza. Salió, pues, y paseó
fuera de la casa
abandonando el camino e
internándose por entre
las hierbas salpicadas de
fresco roco. Había un
arroyo en el valle en el
390
que determinó bañarse.
Se había aproximado a él
en un instante y en otro se
había desnudado; luego se
sumergió en el agua fría
como el hielo. Una
impresionante sensación
de vigor se esparció por
todo su organismo.
¡Jamás se había sentido

391
tan lleno de vida como
entonces! No era posible
permanecer mucho tiempo
en el baño por estar
demasiado frío: así pues,
saltó de nuevo a la orilla
y allí permaneció durante
un momento a la brillante y
matutina luz del sol. Su
carne brillaba de tal modo
que se hubiera dicho al
392
verle que era una estatua
tallada por el dios del día.
Lentamente comenzó a
colocarse sus ropas en
paulatino y parcial retorno
y sumisión a la civilización.
Algo del salvaje, oculto en
él, había resucitado. Un
abrasador fuego que hasta

393
entonces no había sentido,
le hacía ansiar la libertad y
la vida sin trabas. ¡Este
era Horacio Estanol!
Parecía increíble que unas
ráfagas del aire fresco de la
mañana y una inmersión
en las heladas aguas bajo
el descubierto cielo,
hubieran bastado para
despertar al salvaje
394
oculto en él bajo
convencional apariencia,
como está oculto en los
demás seres que
encontramos en la vida
ordinaria. Se apresuró y
partió a grandes pasos
como si le precisara
llegar a algún lugar
determinado, aunque en
realidad su agitación no
395
obedecía sino a un nuevo
placer que experimentaba
en el movimiento. Había
allí un espeso grupo de
viejos tejos cerca del arroyo
al que los supersticiosos
consideraban como
sagrado. Y no era de
extrañar, tan majestuosa
era su elevación y tan
oscura su sombra. Horacio
396
se aproximó hacia aquella
avenida atraído por su
espléndido aspecto, y
conforme se acercaba a su
margen una oscura y
remota sensación de
familiaridad surgía en él.
Jamás había salido de la
ciudad por aquel sitio y,
sin embargo, le parecía
que había entrado en
397
aquel grupo de árboles
otras muchas veces. Todos
estamos acostumbrados a
esta sensación. Horacio se
rió de sí mismo y abandonó
aquella idea. ¿Y si había
visitado aquel sitio en
sueño? Ahora era día claro
y ante la luz se sentía
joven y poderoso. Se
sumergió,
398
pues, en la umbría
espesura, agradándole el
contraste que con ella
ofrecía la luz del sol de
aquella mañana.
Repentinamente su
corazón saltó dentro del
pecho y su cabeza se
tambaleó. Allí, ante él,
estaba Fleta como un
espíritu de la noche, ¡tan
399
pálida, grave y arrogante
estaba su cara y tanta
parte parecía tener en
aquella espesa sombra del
bosque!
–¿Sois vos? –exclamó ella
con una misteriosa sonrisa,
con una sonrisa profunda,
de insondable
conocimiento.

400
–Sí, yo mismo! –
respondió; y sintió que
conforme hablaba decía
algo tal vez trascendental
que él mismo no
comprendía. Durante
algunos momentos
permanecieron juntos en
silencio: entonces se dio
cuenta Horacio de que
estaba con aquella mujer
401
solo, en medio del mundo.
En aquellos momentos
estaban separados del resto
de la tierra, estaban
separados por la profunda
sombra del bosque de todo
movimiento de vida
dependiente dcl sol.
Estaban solos,
completamente solos. Y
bajo el peso de aquella
402
repentina sensación de
soledad el espíritu de
Horacio habló:
–Princesa –dijo–, estoy
dispuesto a ser vuestro
ciego siervo, vuestro
silencioso esclavo, estoy
dispuesto a no preguntaros
más que lo que me digáis. Y
bien sabéis por qué anhelo
ser un mero instrumento
403
en vuestras manos. Sabed
que os adoro.

404
Pero nada más justo que
paguéis en alguna forma
este instrumento. No
puedo adoraros
únicamente a vuestros
pies. Fleta, habéis de
entregaros a mí,
completamente,
absolutamente. Casaos
con el hombre a quien
habéis sido prometida si
405
deseáis ser reina, más
concededme vuestro amor,
vuestro amor único. ¡Oh
Fleta, Princesa
encantadora, no podéis
rechazarme!
Fleta permaneció inmóvil
durante un momento con
los ojos fijos sobre el
joven.

406
–No –dijo ella–. No puedo
rechazaros.
Y a Horacio, le pareció
durante un instante de
horror, que en los ojos de
aquella mujer brillaba un
destello de indescriptible
desprecio. ¡Había hielo en
su sonrisa y en sus labios y
en aquella mano que se
había posado sobre la
407
suya!
–El trato está hecho –dijo
finalmente ella–. Todo
aquello que podáis tomar
de mí, es vuestro. Yo
pagaré vuestro amor con el
mío, sólo que no debéis
olvidar que después de
todo somos dos personas
distintas que no podemos
amar del mismo modo. ¡No
408
olvidéis esto!
Horacio no acertaba a
contestar. Conforme
aquella extraña mujer
hablaba, fue reconociendo a
su Princesa, fue viendo a su
Reina ante él. ¿Qué
significaban sus palabras?
¿Por qué era

409
tan desgraciado que su
amor había ido a recaer en
una mujer de casta real?
Tal ligereza no podía, sin
embargo, ser deshecha.
Debía contentarse con
tomar para si aquella parte
que un súbdito puede
tomar en la vida de su
reina, aún siendo su
adorador.
410
Aquella idea golpeó
súbitamente su corazón y
sus labios exhalaron un
suspiro. Fleta dejó caer su
mano sobre el hombro de
Horacio.
–No os pongáis aún triste
–dijo entonces–, esperemos
los venideros tormentos.
Venid, caminemos hacia la
luz del sol.
411
Y marcharon con las
manos cogidas, y
pasearon junto al arroyo
contemplando sus
límpidas aguas.

412
CAPITULO VI
Aquel día la jornada
comenzó muy temprano y
se prolongó bastante. Tan
sólo dos veces se
detuvieron brevemente con
objeto de proporcionar
alimento a los caballos.
Por la tarde entraron en la
parte más desierta de
aquel bosque de que se
413
vanagloriaba el país. El
Palacio de caza del Rey
estaba allí, pero mucho
más lejos de aquella
salvaje región que
atravesaban. Horacio no
había estado jamás en
aquellos lugares a los que
muy pocas gentes de la
ciudad se aproximaban
excepto las que formaban
414
parte de la comitiva del
Rey. De esta región
salvaje apenas se conocía
nada positivamente y el
espíritu aventurero de
Horacio se llenaba de
regocijo al observar que
aquella jornada les
obligaba a cruzar tan
despoblada comarca. Su
curiosidad por conocer el
415
objeto del viaje se había
aminorado, ante las
distintas sensaciones por
que estaba atravesando,
suficientes por sí solas
para procurar su atención.
Por otra parte, se daba
cuenta del gran abismo
que se había abierto entre
la Princesa y él y conocía
que ésta le era superior por
416
todos conceptos. Conocía
también que estaba
separado de ella no sólo
por su distinta posición
ante la sociedad, sino por
algo más, por la distancia
de sus pensamientos, más
determinada aún en aquella
ocasión. Se sintió feliz, sin
embargo, cuando una
mirada de la Princesa
417
penetró profundamente en
sus ojos, y casi electrizado
cuando la delicada mano
de la Princesa se posó
suavemente sobre la suya
con una dulce languidez
que él sólo comprendía.
¡Ah, cuán dulce esa secreta
comprensión que separa a
los amantes del resto del
mundo! ¡Qué extraña,
418
asimismo, esa avasalladora
sensación de simpatía
que parece rayar con la
suprema inteligencia, y
que permite a cada uno leer
en el corazón de su amante!
¡Caros momentos esos en
los que toda la vida fuera
del círculo del amor es
tenebrosa y oscura, y
dentro de él, grande,
419
fuerte y suave! Horacio se
reconocía supremamente
feliz ante la simple idea
de encontrarse al lado de
la mujer amada. En la
actualidad, habiendo
solicitado amar y no
habiendo sido rechazada su
súplica, nada podía haber
para él de una felicidad
semejante. Permanecía
420
indiferente ante las
asperezas y ante los
peligros probables de la
jornada, porque iba
atravesando peligros que
hubieran tal vez
preocupado a otro espíritu
más intrépido; se hubiera
considerado dichoso
sufriendo y aún muriendo
con tal de compartir todas
421
aquellas sensaciones con
Fleta. No podía compartir
toda la vida de ella, pero
Fleta podía compartir y
disponer de toda la suya.
Cuando un hombre llega a
esta situación, cuando le
complace un tal estado de
cosas entre él y la mujer
que adora, puede decirse
que está verdaderamente
422
enamorado.

423
***
Era muy entrada la noche
cuando terminó aquella
jornada y los caballos se
hallaban fatigados. Mas
era preciso llegar hasta
cierto lugar, y los
postillones les hicieron aún
avanzar. Fleta pareció
manifestar alguna
ansiedad, levantándose
424
frecuentemente para
observar por las ventanas
del carruaje, y una o dos
veces preguntó a los
postillones si estaban
seguros de no haberse
extraviado en el camino.
Estos respondieron
afirmativamente, con
sorpresa de Horacio, para
quien resultaba esto
425
incomprensible después de
haber estado durante largo
tiempo atravesando
confusos e intrincados
senderos llenos de hierba,
imposibles de distinguir
entre sí. Pero los que
guiaban tenían sin duda
señales que sólo ellos
podían distinguir, o
conocían perfectamente su
426
camino; al fin se
detuvieron. Entonces vio
que estaban ante una
puerta inmediata al camino,
una puerta lo
suficientemente ancha para
poder entrar en coche por
ella, pero de muy sencilla
construcción. Parecía, por
su aspecto, colocada para
defender alguna
427
plantación de árboles o
cosa semejante y cerraba
un rústico vallado casi
enteramente oculto por
espesas matas de arbustos
salvajes. La Princesa Fleta
sacó un pequeño silbato
que hizo sonar con agudas
notas. Después
aguardaron. A Horacio le
pareció que esperaban
428
mucho tiempo, aunque lo

429
que experimentaba era
más bien extrañeza a
causa de los misterioso de
la noche, de aquel silencio
profundo y de toda la
originalidad de la escena.
Estaba interesado, por vez
primera desde que
salieran, sobre lo que iba a
suceder; y lo que sucedió
fue que se oyeron algunos
430
pasos y los ecos de una
risa, y que inmediatamente
dos figuras aparecieron en la
puerta: una la de un
hombre alto y otra la de
una joven y esbelta
muchacha. Cuando la
puerta se abrió por
completo, la joven se
dirigió rápidamente hacia
el carruaje y abrazó a Fleta
431
con el mayor entusiasmo y
deleite. Horacio no
comprendía nada de lo que
sucedía, si bien en breve
había traspasado los
umbrales de la puerta con
todos los que formaban
aquel extraño grupo. Una
vez en la casa, el hombre
alto se dirigió hacia el
interior seguido de la
432
muchacha, mientras Horacio
caminaba al lado de la
Princesa. La luna
iluminaba entonces
plenamente el hermoso
rostro de ésta y Horacio
pudo contemplar en él una
alegría y una inusitada
expresión de felicidad;
sus labios reflejaban la
sonrisa de sus propios
433
pensamientos. Tal súbita
alegría de Fleta hizo
saltar de gozo el corazón
de Horacio. Tanta
satisfacción no podía ser
ocasionada por la presencia
de sus amigos, porque
éstos se habían adelantado
dejándoles solos.

434
–¡Fleta, Princesa mía!
No, Fleta mía –dijo–.
¿Estáis contenta por
estar a mi lado?
–Sí, estoy contenta por
estar con vos, pero yo no
soy Fleta.
–¡Qué no sois Fleta! –
repitió Horacio, con
expresión de la mayor
incredulidad. Y se detuvo
435
,apoderándose de una de
las manos de su compañera
y mirando sus ojos. Ésta
levantó su rostro en el que
latía una infantil
coquetería y espontánea
satisfacción.
–Pudiera ser su hermana
gemela ¿verdad?, ya que no
Fleta misma. ¡Ah, no, el
destino de Fleta es vivir
436
en una corte y el mío es el
de vivir en un bosque!
¡Vivir! No, ¡esto no es
vida!
¿Qué había en aquella voz
que ensanchaba
abiertamente su corazón?
Horacio no pulo menos de
pensar para sí que era,
que debía ser la voz de
Fleta. Ninguna otra
437
mujer podría hablar en
aquellos tonos, ninguna
otra mujer podría con sus
palabras producirle una
tan enloquecedora
sensación de alegría.
–¡Oh, si! –dijo él–. Esto
es vida; cuando uno ama
puede vivir en cualquier
parte.

438
–Sí, quizás cuando uno
ama –replicó la Princesa.

439
–Pero ¿no decíais esta
mañana que me amabais? –
exclamó
desesperadamente
Horacio.
–Cierto. Más yo no soy
Fleta –repuso la joven
burlonamente. Pero
mientras en sus palabras
latía la burla, su acento era
el de Fleta.
440
Indudablemente Horacio
lo comprendía, lo
escuchaba, lo espiaba. La
voz, el rostro, los
espléndidos ojos eran de
Fleta. Ella y nadie más que
ella era quien estaba a su
lado. Habían caminado
siguiendo a los otros
durante algún tiempo,
hasta que llegaron a un
441
claro de la plantación en el
que había un jardín lleno
de delicadas flores, cuyo
aroma embalsamaba el
aire de la noche.
Repentinamente,
divisando aquel lugar,
Fleta dijo:
–Me alegra que
hayamos llegado a la
casa, pues estoy rendida y
442
deseo comer. ¿No os pasa lo
mismo? Estoy intrigada
por saber lo que se nos
dará de cena, porque
sabréis que estamos en un
encantador lugar que
nosotros denominamos el
palacio de las sorpresas.
Jamás se sabe aquí lo que
va a suceder. Por esto se
puede pasar aquí un día
443
de fiesta mejor que en
cualquier otra parte. En
nuestras casas suele haber
una terrible monotonía
respecto de las
necesidades de la vida.
Todo es perfecto,
ciertamente, pero
monótono. En este lugar,
come uno a la manera de
Rusia un día y como en
444
Hungría al

445
siguiente. Reina la perfecta
novedad en los menús y
todos son siempre buenos.
¿No os parece
extraordinario?¿Y los
vinos?
¡Cielo santo, qué bodegas
las de nuestro santo
padre! No podría bendecir
de corazón a nadie más
que a los padres ha largo
446
tiempo fallecidos, que
fundaron esta orden e
instituyeron semejantes
comodidades.
Horacio había estado
mirando a su compañera
mientras hablaba, y
observándola con creciente
asombro. Ciertamente no
parecía Fleta. ¿Obraba ella
de aquel modo en beneficio
447
de él? Las palabras «santo
padre», sin embargo, le
obligaron a pensar en otra
cosa. ¿Qué había sido del
Padre Amyot? No le había
visto abandonar el coche
cuando se aproximaron a
la casa.
–¡Oh!, vuestro santo
compañero se ha ido con
sus hermanos –dijo la
448
joven sonriendo–. Tienen
ellos un lugar que les
pertenece, en el cual
torturan y mortifican sus
carnes. Pero nos tratan
bien y por eso me gustan.
Tendremos un baile esta
noche. ¡Oh, la música en
este lugar, Horacio! ¡Es
más hermosa que en
ninguna otra parte del
449
mundo!
Horacio, al oír estas
últimas palabras, no pudo
menos que hacer una
pregunta.
–Si no sois Fleta, ¿cómo
es que conocéis mi
nombre?

450
–¡Vaya una pregunta
cándida! Pues porque
Fleta me ha dicho todo lo
que os relaciona. ¿No
habíais oído decir que la
Princesa tenia una
hermana de leche tan igual
a ella que nadie podría
distinguirlas? ¿No habéis
oído decir que la madre de
Fleta era rubia, poco
451
despejada y fea, y que la
Princesa no se parecía a
nadie de su familia? ¡Ah,
Horacio; vos que acabáis
de llegar de la ciudad no
sabéis estas cosas!
Una repentina idea cruzó
por la mente de Horacio.
–He oído, en efecto, que
nadie podría explicar de
dónde había nacido la
452
belleza de Fleta. Pero creo
que tiene su origen en la
belleza misma de vuestro
espíritu.
–¡Bien! ¿De modo que aún
seguís creyendo que soy
Fleta?
–dijo la joven–. ¡No sabéis
qué felices días he pasado,
cuando Fleta me dejaba
en otros tiempos jugar a la

453
princesa en la ciudad! ¡Cuán
extraño, encantador y
delicioso encontraban los
hombres entonces su
carácter! Más, cuando
aquel humor se disipaba,
de nuevo se sentían
dominados y les imponía
respeto dirigirse a ella.
Pero… ¡Entrad! ¡Estoy sin
comer hace tiempo y me
454
hallo desfallecida!
Atravesando una ancha
puerta se encontraron en
una gran sala. ¡Y qué
extraña sala! El suelo
estaba cubierto con pieles
de animales, algunas de
ellas magníficas, y grandes
jarrones

455
llenos de plantas
esparcían por la
atmósfera penetrantes
aromas. Unos leños ardían
en el ancho hogar, ante el
cual, con su traje de
amazona, con aquel mismo
traje usado durante el
viaje, permanecía Fleta.
Sí, Fleta.
La muchacha que estaba
456
con Horacio lanzó una
carcajada a la vez que
hacía palmotear sus
manos, mientras éste no
pudo menos que reprimir
un grito de sorpresa y casi
de horror.
–¡Esto es alguno de
vuestros hechizos, Fleta! –
exclamó casi
involuntariamente.
457
La Princesa volvió la
cabeza al oír estas palabras
y le miró de una manera
singularmente grave, casi
dura, que produjo en
Horacio una sensación de
temor.
–No –respondió con una
voz baja y tranquila en la
que Horacio creyó
descubrir algo de pena–, no
458
hay aquí ninguna escena
de magia. Todo esto es muy
natural. Esta es Edina, mi
pequeña hermana; tan
igual a mí, como veis, que
aún a mí me es difícil
distinguirla.
Diciendo esto, atrajo a
Edina hacia ella con un
gesto de protectora
ternura. Hablaba
459
entonces la Princesa con
un acento de bondad
semejante al de una
reina.

460
Horacio permanecía
incapaz de hablar e incapaz
de pensar y de comprender.
Ante él se encontraban dos
muchachas y las dos
eran… ¡Fleta! Tan sólo
por la diferencia en la
expresión podía
encontrarse entre una y
otra cierta discrepancia.
Una de ellas le dirigió la
461
más coqueta y encantadora
de las miradas, mientras
se dirigía hacia su grave
hermana. Entonces pudo
sentir cuán esencialmente
distintas eran las dos. Pero
estando juntas una al lado
de otra, cuando Fleta
decía «mi pequeña
hermana» no había
exteriormente diferencia
462
alguna. Edina era tan alta
y tan hermosa. ¡Eran
iguales en todo!
–No os alarméis –dijo
Fleta tranquilamente–;
pronto os acostumbrareis
a estas semejanzas.
–Aunque dudo –añadió
Edina con una sonrisa
picaresca de sus brillante

463
ojos–, que logréis
distinguimos jamás a menos
que estemos juntas.
–Venid –dijo Fleta–,
vamos a hacer desaparecer
el polvo del camino; vamos
a asearnos. Justamente es
la hora de comer.
Fleta hablaba de
manchas de viaje, más

464
Horacio la encontraba de
una tan soberana
hermosura que le parecía
acababa de salir de las
manos de su doncella. A
pesar de todo se retiraron
cogidas de los brazos y
Edina aún tuvo ocasión de
dirigir una última mirada
hacia el perplejo rostro de
Horacio.
465
Este se quedó solo, en
aquel mismo sitio, sin
acción y sin pensamiento.
Aún permanecía en aquel
estado, cuando sintió que
alguien le tocaba
ligeramente en el hombro;
a no ser de este modo no
hubiera salido de su
abstracción. Era el hombre
alto que en la puerta le
466
saliera al encuentro para
recibirle; un hermoso joven
de expresión bondadosa y
llena de alegría y de
mirada resplandeciente.
–Venid –dijo–, venid y
conoceréis vuestra
habitación. Yo aquí soy el
maestro de ceremonias,
dirigíos a mí para todo
cuanto necesitéis, ¡aún
467
para aquello que sea de
información! Yo podré o no
satisfacer vuestros deseos
según los poderes que
tengo. Me llamo Marco…
Tengo un nombre
larguísimo – media docena
de nombres más largos que
este y sobre todos ellos un
título aún–, pero ninguno
de ellos os interesarían;
468
aparte de que en medio de
un bosque donde no hay
ninguna jerarquía son
casi preferibles los
nombres de una sílaba.
Mientras decía esto, en
apariencia indiferente a la
atención que pudiera
prestarle Horacio, fue
saliendo delante de él e
internándose a lo largo de
469
un alfombrado corredor.
Abrió después la última
puerta de este corredor e
hizo pasar por ella a
Horacio.
Se encontró éste en una
habitación en la que ya no
hubiera podido echar de
menos las de su casa, pues
era aún más lujosa.

470
Un gran baño estaba
preparado con agua
perfumada. Horacio
resolvió bañarse. Le
parecía como si le hablara
en medio de una multitud
de alucinaciones que
hubiera de alejar de sí con
el agua. Su reducido
equipaje había sido
conducido a la habitación
471
y así, cuando hubo
terminado el baño, sacó de
el un traje de terciopelo
que creyó el más
adecuado para aquel
palacio de sorpresas.
Acababa justamente de
finalizar su aseo cuando
oyó un pequeño golpe en la
puerta. Después, sin más
ceremonia, abrió y entró.
472
–Venid –dijo–; aquí no
esperamos por nadie. El
cocinero no lo tolera. Es un
santísimo padre
verdaderamente, pero
nadie puede contradecirle
excepto la Princesa. Ella
hace siempre lo que
quiere. Pero… ¿Estáis ya
pronto?
–Completamente –
473
replicó Horacio
abandonando la estancia.
En el recibidor había
una gran puerta doble, de
encina ricamente labrada.
Esta puerta, que Horacio
viera cerrada cuando pasó
a su cuarto, permanecía
ahora abierta, y por ella
entró Marco indicándole el
camino. Entonces se
474
encontró en una vasta
habitación, cuyo suelo
estaba abrillantado como
un espejo. Dos figuras
permanecían en medio de
la sala, adornadas de
iguales encajes blancos;
eran las dos Fletas que

475
Horacio conocía. Su
corazón permaneció
despedazado,
contemplándolas e
interrogando en sus ojos,
en busca de una mirada de
amor, de un destello que
le indicara que era su
Fleta, su Princesa, la Fleta
a la que servía. No había
ninguna. Aquellas
476
criaturas habían estado
hablando calurosamente y
ambas parecían tristes y
abatidas.
Al vagar la mirada de
Horacio de uno a otro
rostro creció su confusión.
Un repentino destello de
hechizadora y bella
sonrisa acudió sobre uno de
aquellos semblantes en el
477
que él creyó reconocer a
Edina, pero ¿no había visto
también aquel encantador
destello cruzar el rostro
de Fleta? Pero todo fue
cosa de un momento y no
hubo de detenerse más a
pensarlo. En el final de la
sala se descubría una
mesa servida como
pudieran estarlo las mesas
478
de los reyes. Resultaba
fastuosa, cubierta con los
más finos manteles
bordeados de espesos
encajes, con múltiples
bandejas de oro rebosantes
de frutos y decorados
espléndidamente con
hermosísimas flores.
Horacio despertó de sus
otras muchas grandes
479
perplejidades ante aquel
lujo que encontraba en
medio de un bosque.
¿Estaba preparado
aquello en honor de
Fleta, a quien había visto
comer alegre, o mejor,
indiferente, una seca
corteza de pan en una
posada? Mientras él
pensaba en todo esto,
480
Fleta, o por lo menos una
de las hermanas, se coloco
en el final de la mesa. La

481
otra ocupó un asiento
inmediato al de Horacio,
mas éste no podría decir
cuál de ellas era; su
espíritu entero se absorbía
en la resolución de este
problema. Marco se sentó
en el otro frente de la
mesa, preparándose
evidentemente para
realizar todos los trabajos
482
necesarios a la regularidad
y marcha de los manjares.
Dos asientos más había
dispuestos en aquella mesa,
aunque nadie había
venido a ocuparlos. Se
servía una aparatosa y
abundante comida.
Horacio hubo de pensar
que sin duda era Edina
quien se había sentado
483
próxima a él al observar
sus indiscutibles dotes de
pequeño gourmand. Llegaba a
esta conclusión, cuando
su atención fue distraída
por la apertura de las
grandes puertas y por la
entrada de dos personas
en la habitación. Todos los
que ocupaban la mesa se
levantaron, excepto Fleta,
484
que avanzó, sonriendo, a
recibir a los recién llegados.
Eran éstos dos hombres,
uno de ellos de un poco
más edad que el mismo
Horacio y de un aspecto
extremadamente
distinguido. Poco menos
que un muchacho, había en
sus ademanes una
dignidad tal que le hacía
485
aparecer de más edad.
Repentinamente Horacio
experimento una
indescriptible sensación de
celos, vaga, pero de celos
sin duda. Fleta había
puesto sus dos manos sobre
las de este joven y le había
saludado con gran fervor.
A su lado permanecía un
pequeño y estropeado
486
viejo con el mismo traje
del Padre

487
Amyot. Esta circunstancia
extrañó a Horacio, aunque
por ella llegó a la
conclusión de que era
cierto cuanto Edina le
había referido.
Algo de familiar en el
semblante del joven
recién llegado atraía la
atención de Horacio.
Cuando Fleta se le acercó
488
hizo una mutua
presentación.
¡Era el joven Rey a quien
estaba prometida!
Al llegar a este punto es
necesario advertir que esta
es una de esas historias
que no suelen ser
frecuentes, no una historia
de las que conoce todo el
mundo, por lo cual se nos
489
permitirá que demos a
este joven Rey el nombre
de Otto dejando, empero,
a los que lo deseen, la
determinación del reino
sobre que dominaba y la
averiguación de su
verdadero nombre.
Dicho esto añadiremos
que el joven Rey se sentó
frente a Horacio y al lado
490
del anciano sacerdote.
Horacio sintió que le
abandonaban todas sus
fuerzas; que toda su
esperanza y su vida se
disipaban; y por una
terrible resolución de
toda su naturaleza volvió
a su escéptica estimación
de las cosas humanas y aún
más todavía de las que se
491
relacionaban con Fleta.
Hubo entonces de creer que
ésta le llevara allí para
burlarse, para atormentarle,
para mostrarle su propia
locura e insensatez al
pretender su amor frente a
tal

492
rival… Sentía destrozado
su corazón al encontrar que
el joven Rey Otto era un ser
tan privilegiado. ¿Y cómo
Fleta había ido hasta allí?
¿Y por qué le había
obligado a acompañarla?
Estas dudas, y estas
conjeturas y temores
despedazaban su alma y le
obligaban a permanecer
493
silencioso, abstraído y sin
fijarse en los platos que
ante él desfilaban intactos.
Entretanto, en la mesa se
hablaba alegremente y se
reía; el joven Otto parecía
tener una conversación
inagotable. Horacio, que lo
observaba, sentíase aún
más molesto oyendo
siempre aquella voz
494
timbrada y armoniosa que
ponía más de relieve su
mutismo y la amarga pena
que silenciosamente le
oprimía…
–¿Estáis triste? –dijo a su
lado una voz suavísima–.
Es duro si amáis a Fleta
verla monopolizada por
otra persona… Mas
¡oh!, ¿cuantas veces he
495
sufrido de este modo? Pero
bien está. Así ha de ser y
si lo siento es tan sólo por
vos. Acasos si Otto no
hubiera estado aquí
dedicando toda su atención
a Fleta, lo hubierais hecho
vos y no hubierais tenido
una simple mirada para
nadie más… ¡Ay de mi!
Edina, que era quien
496
hablaba, dejó escapar un
suspiro mientras
pronunciaba sus últimas
palabras con una voz tenue
y suave.

497
¡Aquella voz era la de
Fleta, como eran de ella
aquellos hermosos ojos
que se volvían para
Horacio! Éste no pudo
menos de creerlo así. ¿No
conocía bien a Fleta?
–¡Ah, cómo estáis
jugando conmigo! –
exclamó ansiosamente–
¡Sois Fleta ahora y no
498
Edina! ¿No es así? ¡Oh,
amor mío, sed sincera,
sed sincera y confesadlo!
Hablaba en medio de las
voces de los demás, pero
Fleta miró a su alrededor
alarmada. En seguida hizo
un rápido gesto
imponiéndole silencio.
–¡Callad, por Dios! –dijo
después–, y tened
499
cuidado;
¡vuestra vida sería perdida
si revelarais aquí vuestro
secreto! Cuando la comida
acabe venid conmigo.
Aquella cita trajo la
alegría al corazón de
Horacio; su alma se
conmovió, su espíritu
vibró, la escena toda
revistió nuevo aspecto.
500
Entonces vio por primera
vez las hermosas frutas que
tenía ante sus ojos y
tomando algunas, comió,
y bebió el vino que había
en su vaso. Fleta le
observaba.
–¡Ahora comenzáis a
comer! –dijo–, mas no
importa; sois joven y sois
fuerte. ¿Creéis –añadió
501
aún sonriendo– que
viviríais a través de
muchos azares?

502
La respuesta de Horacio
era tan indicada que no
es necesario escribirla. No
supo cómo la pronunciara,
mas en su espíritu estaba
que por Fleta soportaría
todos los azares del mundo.
La joven sonrió de nuevo y
exclamó pensativamente.
–¡Puede ser! –Mas esta
frase fue acompañada de
503
una sonrisa tan
encantadora por una parte y
de una mirada tan fría por
otra, que todos los tristes
pensamientos del joven
renacieron aún con más
fuerza que antes. Horacio
vació su vaso y no volvió a
comer más, así, que vio
con agrado que pocos
momentos después
504
abandonaban todos la
mesa. Él siguió a la joven
que se sentara a su lado
desde la entrada de Otto y,
después de atravesar con
ella la espaciosa
habitación, vio que
entraban en un
invernadero cuya puerta se
abría en aquella misma
estancia. Era una
505
magnífica estufa llena de
plantas rarísimas y
excesivamente hermosas
que, sin embargo, le
inspiraron una
inexplicable repugnancia.
Sus colores variadísimos y
sus numerosos capullos no
impedían observar que
todas ellas pertenecían a
una misma extraña
506
especie.
–Como veis son
preciosísimas –dijo Fleta
contemplando las flores
que estaban a su lado–.
Obtengo de ellas una rara
y preciosa substancia que
tal vez me hayáis visto
emplear – añadió después
de una pausa.

507
Horacio hubiera deseado
abandonar el invernadero,
pero era tan evidente que
no era este el deseo de
Fleta, que no se atrevió a
proponérselo. Se veían
junto a los flores algunos
asientos, en uno de los
cuales se sentó Fleta
invitando, a Horacio a
que se colocara a su lado.
508
–Hoy, comenzó a decir la
Princesa, voy a haceros
saber cosas que ya tenéis
derecho a conocer.
Empezaré por deciros que
estamos en un monasterio,
perteneciente a la más
rígida de todas las órdenes
religiosas del mundo.
–¿Sois católica? –
preguntó Horacio
509
repentinamente. Pero
aquella fue una pregunta
risible para él mismo.
¿Cómo era posible
clasificar las ideas de
aquella mujer cuyo
pensamiento no podía ser
limitado?
Fleta se contento con
responder:
–No, no soy católica, pero
510
pertenezco a esta orden. Y
como viera extrañeza en
los ojos de Horacio,
añadió:
–Creo que esta
contestación no es muy
inteligible, tanto que os
parecerá impertinente y
sin sentido. Perdonadme,
pues, Horacio.

511
¡Ah, con qué tono
hablaba, con qué inflexión
dulce y gentil tono hablaba
aquella adorable mujer!
Horacio perdió todo su

512
dominio sobre sí mismo e
incorporándose, de un
salto, se plantó ante ella.
–No quiero saber cuál es
vuestra religión –exclamó
apasionadamente–. No
quiero saber dónde
estamos, ni por qué hemos
llegado a este sitio. Sólo
os pregunto una cosa.
¿Me amáis ciertamente,
513
como me dijisteis antes de
ahora, o amáis al Rey y os
estáis burlando de mi?
Tengo derecho a pensar
en todo esto cuando me
habéis traído a este sitio y a
su presencia.
¡Oh, cómo me habéis
insultado, cómo os
burláis de mi cruelmente!
¿Por qué habéis hecho que
514
os ame con toda mi alma?
Hoy, que os pertenece mi
vida entera, decidme
sinceramente la verdad.
¡Decídmela aunque sea
triste!
–Pues bien; tenéis un
rival poderoso –dijo Fleta
deliberadamente–. ¿No es
el hermoso cortesano que
conocéis todo lo que puede
515
ser un Rey? Además, estoy
comprometida con él. Sí,
Horacio, estoy
comprometida. ¿Os
agradaría que la mujer
que amáis viviera una
vida de falsedad por
amaros traicionando a
cada hora el cariño del
hombre con quien tiene
que casarse?
516
–Yo quisiera que me
amase –dijo Horacio
desesperadamente–, y que
me amase a toda costa y por
encima de todo peligro.
¡Oh, cuan grande es mi
agonía, Fleta! ¿No

517
habéis dicho hoy mismo
que me amabais, que os
entregaríais a mí? ¿Os
volveréis ahora atrás?
–No –respondió Fleta–;
no lo haré. Porque os
amo, Horacio. ¿No fue en
sueños donde os vi por
primera vez? ¿No he
soñado con vos? ¿No fui a
vuestra casa a buscaros?
518
¿No era indigno de una
mujer el hacer esto y lo
hice sin embargo?
¿Quién sino Fleta hubiera
arriesgado algunos
peligros? ¡Ah, si supierais
lo que arriesgaba y lo que
arriesgo ahora mismo por
vos! No, no podéis
adivinarlo; no puede
adivinarse; !no puede
519
saberlo nadie excepto yo
misma!
Dijo la Princesa estas
palabras con un acento de
tal convicción, que
Horacio no pudo menos
de exclamar:
–¡Huid, escapad de tales
peligros! –a la vez que un
apasionado deseo de

520
ayudarla nacía en él
arrastrando todos sus
pensamientos. Luego
añadió, más tranquilo:
–Sois tan poderosa y tan
libre que no tenéis
necesidad de encontrar
peligros. Si el peligro está
entre esta gente y en este
extraño lugar, ¿por qué no
volver a la ciudad y a
521
vuestra casa?
¿Qué os mueve a correr
peligro a vos que tenéis
cuanto puede ofreceros el
mundo? ¿Qué es lo que
necesitáis? ¿Hay algo que
no podáis obtener?

522
–Sí –dijo Fleta–, lo hay.
Necesito algo que ningún
poder real podría
proporcionarme. Necesito
algo que me costará tal vez
la vida el obtenerlo. Más
estoy, sin embargo,
pronta a sacrificarla.
¡Qué es para mí la vida!
¡Nada!
Se había levantado y
523
marchaba impacientemente
de un lado a otro, agitada
por una extraña expresión
de ansiedad y con los ojos
abrillantados.
¡Aquella era la mujer
que amaba! ¡Un ser a
quien no importaba la
vida propia!
Pero Horacio, olvidando

524
todo lo que había de
extraño en aquellas
palabras y ademanes, no
pensaba sino en que no era
posible a Fleta retroceder
en el camino de su amor
después de las extrañas y
terribles palabras que
acababa de oírla
pronunciar.
–¡Ah! ¡Esto, esto es lo que
525
me detiene! –continuó
diciendo antes de que
Horacio tuviera tiempo
de hablar. Esta vez
estaba alterada
profundamente y pálida,
tan pálida que Horacio se
olvidó de todo al mirarla.
–Esto es lo que me detiene
–repitió– y lo que me
impide ser fuerte; esta
526
ansia por ello. Suspirando
profundamente se dejó caer
en su asiento con un
abatimiento
incomprensible. Con la
cabeza inclinada se
ensimismó en una
profunda meditación.

527
Pocos momentos después
comenzó a hablar de
nuevo incoherentemente
y de un modo casi
ininteligible.
–Siempre he sido demasiado
impaciente, demasiado
ansiosa
–decía con profunda
tristeza–. Siempre he
tratado de obtener lo que
110
he deseado sin esperar a
merecerlo. Ha pasado
mucho tiempo desde que
vos y yo vivíamos bajo
aquellos florecientes
árboles. ¡Han pasado
edades! Rompí la paz que
nos mantenía sencillos y
fuertes e hice surgir
tormentas de pena y de
peligro en nuestras vidas.
110
Tenemos que vivir así.
¡Ay, Horacio!, tenemos
que vivir de este modo
persiguiendo nuestro fin.
¡Cuánto tiempo
emplearemos en ello!
¡Cuánto tiempo!
Mientras hablaba dejaba
traslucir tal desesperación,
tal angustia en su voz y en
sus ademanes; y todo

110
aquello era tan inusitado
en ella, que Horacio, que
no poseía la clave de todo
aquel dolor, permanecía,
sin embargo, sobrecogido.
No pudiendo seguir tan
extrañas ideas,
permanecía mudo
siguiendo con la mirada
aquella extraordinaria
mujer.
110
–¡Oh amor! ¡Oh ilusión
mía! –murmuró al fin, sin
darse apenas cuenta de lo
que decía y dominado por
el más vehemente
anhelo–. ¡Cuánto daría
por poder ayudaros!
¡Cuánto daría por
entenderos!

110
–¿Lo deseáis
verdaderamente? –
preguntó Fleta con una
inflexión de voz
dulcísima.
–¿No lo sabéis? ¿No
sabéis que mi alma se
abrasa por encontrar la
vuestra, por reconocerla y
por ayudaros? ¿Por qué
estáis tan lejos? ¿Por qué
111
estáis como las apretadas
e incomprensibles
estrellas para quien tanto
os ama? ¡Oh, ayudadme,
ayudadme a comprender
esto, haced que me sea
permitido acercarme más
a vos!
Fleta se levantó
lentamente, con los ojos
fijos sobre Horacio.
112
–Venid –dijo, y tendió su
mano hacia él.
Se apoderó Horacio de
ella y juntos
abandonaron el
invernadero. Después
atravesaron el comedor en
el que antes estuvieran y
en el que ahora reinaba
la animación y la
agitación de la música y del
113
baile… Lo atravesaron y
salieron de todas aquellas
habitaciones por una
puerta especial que abriera
Fleta y que daba a un
larguísimo corredor por el
que se internaron. Horacio
no hizo pregunta alguna.
No se atrevía a interrumpir
la meditación que se
reflejaba en su semblante.
114
Finalmente, al terminar el
corredor, se detuvieron ante
una pequeña y estrecha
puerta en la que llamó
Fleta y sin esperar
respuesta abrió
bruscamente.

115
–Me he atrevido a
entrar, ¿os he molestado,
Maestro? – dijo.
–No, venid, niña, fue la
respuesta.
–Traigo alguien
conmigo…
–Venid, se oyó por
segunda vez.
Entraron. Horacio pudo
ver una pequeña estancia
iluminada por una débil
116
lámpara. En aquella
habitación, un hombre,
apoyados los brazos en una
mesa, leía a los rayos de
aquella mortecina luz. Al
ver un extraño cerró el
libro que permanecía entre
sus manos y se volvió hacia
sus visitantes. Horacio se
encontró ante el hombre
más hermoso que viera en
117
su vida. Era joven aún,
aunque Horacio se sentía
un niño a su lado. A
saludarles pudo observar
su alta estatura y su
esbeltez a través de la cual
podía entreverse una
fuerte complexión. Horacio
observó que aquel hombre
le miraba y que después,
dirigiéndose a Fleta,
118
decía:
–Déjale aquí.
También observó que
Fleta, inclinándose, salió
de la estancia
inmediatamente sin
pronunciar una palabra.
Horacio vio todo esto con
secreto asombro. ¿Era la
arrogante e imperiosa
Princesa quien ahora se
119
prestaba a una tan

120
inmediata obediencia?
Parecía increíble. Más no
tardó en olvidar semejante
escena ante las palabras
que el desconocido
personaje comenzó a
dirigirle.
–La Princesa –empezó a
decir éste–, me ha hablado
de vos con frecuencia, y sé
que ha deseado mucho
121
que llegase este momento.
Estará satisfecha si ve que
apreciáis con vuestros
sentidos internos y
elevados el paso que vais a
dar si accedéis a sus
deseos. Porque es preciso
que lo sepáis para
siempre; si
verdaderamente deseáis
profundizar en el espíritu
122
de Fleta, habréis de
renunciar a todo lo que
los hombres conceden
importancia
generalmente en el
mundo.
–De poco tengo entonces
que renunciar –exclamó
tristemente Horacio–, mi
vida no es nada
espléndida.
123
–No lo es, pero estáis al
comienzo de ella. Vuestro
porvenir está lleno de
promesas. Más de ser
cierto que deseáis ser el
compañero de Fleta,
vuestra vida no es vuestra
ya.
–No, es suya, ¡pero más
que lo es ahora!
–No es esto. Ni es suya
124
ahora, ni lo será
entonces. La Princesa no
reclama vuestro amor
como suyo. Ella no tiene
nada.

125
–No entiendo –dijo
Horacio–. Es la Princesa
de esta comarca; no
tardará en ser la Reina de
otra. Tiene todo cuanto el
mundo puede dar a una
mujer.
–¿No conocéis a la mujer
que amáis, para que se os
ocurra pensar que ella se
preocupa de su posición
126
en el mundo? – preguntó
este hombre a quien Fleta
denominó su maestro–. A
una palabra mía, a
cualquier hora y en
cualquier ocasión,
abandonaría su trono para
siempre, cosa que hará
cualquier día seguramente;
y entonces su hermana
ocupará su lugar y todo
127
continuará igual. Fleta
espera ardientemente esta
ocasión.
–¡Sí, tal vez! –aseguró
Horacio.
–Ella, además, no
considera como suyo
vuestro amor y vuestra
vida. Amándola, amáis a
la Gran Orden a que
pertenece y ella dará
128
gustosa vuestro amor a su
verdadero dueño.
Horacio se levantó ya sin
poder contenerse.
–Eso es una mera
insensatez, un mero
insulto –exclamó
ásperamente–. Fleta ha
aceptado mi amor con sus
propios labios.
–Ciertamente, fue la
129
contestación, mas está
prometida al Rey Otto.

130
–Lo sé –dijo Horacio con
voz apagada.
–¿Y qué creéis que es
Fleta? ¿Creéis que es una
mera buscadora de
placeres, dispuesta a
divertirse con la vida de los
demás y desprovista de
honor y de principios? ¿Es
este el modo de estimar a
la mujer que amáis? ¿No
131
iba todo esto envuelto en
vuestra frase «dejad que
ella dé su mano al Rey
Otto» cuando yo sé que su
amor os pertenece? ¿Y vos
podríais amar a tal
mujer? ¡Horacio Estanol!,
vos que habéis sido
educado en una escuela
muy diferente de ésta,
¿no sentís vergüenza en el
132
fondo de vuestra
conciencia?
Horacio permaneció
silencioso. Cada palabra lo
traspasaba. Comprendía
que no tenía que
contestar. Había estado
cegándose
voluntariamente a sí
mismo, y las vendas
habían sido
133
repentinamente
arrancadas. Después de
una pausa respondió,
vacilando:
–La Princesa no podía ser
juzgada como las demás
mujeres, siendo como es
distinta de ellas.
–No así, según lo que
pensáis de ella; para vos

134
era como las restantes, una
del montón ¿Cómo habéis
podido hablar de ella en
este sentido? ¿Cómo
habéis podido pensar en
ella deshonrándola con
vuestros pensamientos?

135
Estaban uno enfrente de
otro y en este momento
sus miradas se
encontraron. Un extraño
rayo pareció atravesar el
alma de Horacio a medida
que aquellas amargas
palabras se deslizaban en
sus oídos «deshonrándola».
¿Era esto posible? Horacio
retrocedió ante aquellas
136
palabras y no pudo menos
de contemplar el hermoso
rostro que tenía ante sí.
–¿Quién sois? ¿Quién sois,
pues? –dijo por último.
–Soy el Padre Iván, el
Superior de la Orden a la
que la Princesa Fleta
pertenece –fue la
respuesta–. Pero otra voz
continuó cuando la del
137
Padre Iván había cesado y
Horacio vio que la
Princesa Fleta se
encontraba ante su
presencia.
–Es el maestro de sabiduría, el
maestro de vida y de
pensamiento del que la
Princesa Fleta no es sino
una humilde e impaciente
discípula. Cambiando de
138
tono dijo, inclinándose
ante el sabio: ¡Oh
maestro, perdonadme! No
puedo oíros hablar como
un monje, como el mero
instrumento de una
religión, o el mero
maestro de una miserable
creencia.
Todo esto dijo la
Princesa, cayendo
139
arrodillada ante el Padre
Iván en extraña actitud
llena de humildad. El
religioso inclinó su cabeza
y levantó a la Princesa de
sus pies. Entonces
permanecieron un
momento frente a frente.
Los ojos de Fleta le
devoraban con una
adorable y apasionada
140
expresión de

141
ansiedad. ¡Qué espléndida
estaba! Horacio observó
aquella mirada, y
repentinamente una salvaje
y devoradora sensación de
celos despertó en su
corazón. ¡Una sensación
de celos tal que ni el Rey
Otto ni cien Reyes Otto
hubieran despertado!
Porque vio que aquel
142
Iván que ostentaba un
traje de sacerdote, no era
religioso; que hablaba del
mundo como si no tuviera
ningún significado para
él; que su majestuosa
presencia y sus poderes le
presentaban como un igual
de Fleta. Aún más; vio que
el rostro entero de Fleta
se dulcificaba y suavizaba
143
en su contemplación.
Jamás Horacio la viera de
un modo semejante.
Vacilando como quien
anduviese a ciegas, fue
retrocediendo hasta la
puerta y de allí se precipitó
fuera de la estancia.
¿Cómo? No se dio cuenta.
Rápido recorrió obscuras
habitaciones que no
144
conocía hasta que de
repente se encontró al aire
libre. Entonces, a grandes
pasos atravesó por entre
helechos y matorrales hasta
llegar a un lugar tan
tranquilo que parecía el
corazón del bosque. Allí,
arrojándose sobre el suelo,
dio rienda suelta a la
agonía de su
145
desesperación, aquella
agonía bajo la cual
desaparecieron los cielos y
la tierra, aquella honda
pena que cayó sobre él
como si una grande nube
se extendiera sobre su
espíritu.

146
CAPITULO VII
Pasó la nube y pasó
dejando aparecer el rostro
de Fleta. Esta
permanecía inclinada
sobre Horacio y con su
rostro inmediato al suyo.
–¡Oh amado, amado
mío! –decía con
suavísima y murmuradora
voz–. ¿Ha sido un golpe
147
muy fuerte? ¡Dímelo,
Horacio, háblame!
¿Conservas aún tus
sentidos?
Pero Horacio no
contestó. Con una mirada
de extrañeza contemplaba
su rostro. Cuando salió de
aquel estado interrogó
ansiosamente:

148
–¿Y amáis a ese hombre?
–¡Ah, pobre Horacio;
habláis de lo que
desconocéis! Le amo, sí, le
amo con un amor tan
profundo que no podéis
imaginaros.
–¿Y me decís a mí esto?
¿Decís esto al hombre que
os ha consagrado su vida
entera? ¿Necesitáis
149
volverme loco?
–¡Una vida! –exclamó
Fleta con extraño acento
lleno de tristeza a la vez
que de desprecio–. ¿Qué es
una vida?, nada en suma.
Nuestros grandes
propósitos van siempre
más allá de estas
consideraciones.

150
Horacio se incorporo al
oír estas frases y,
mirándola con sorpresa,
no pudo menos de
exclamar:
¡Estáis loca! Comprendo
ahora que necesitáis un
loco a vuestro servicio. Más
no olvidéis con qué
circunstancias tenéis que
luchar. No soy otra cosa
151
que un hombre; y habéis
aceptado mi amor. Habéis
logrado convertirme en un
asesino mental, en un
asesino con el deseo.
¿Tardaré en serlo en
realidad? Vos decidiréis,
Fleta. La primera vez que
yo vea vuestra mirada
posarse sobre el rostro de
ese hombre como no ha
152
mucho sucedió, le mato.
Fleta se incorporó al oír
estas palabras y levantó
sus ojos al cielo… En
aquella actitud, un
estremecimiento sacudió
su cuerpo, un
estremecimiento
doloroso… Aquella visible
alteración cambió el
especial estado de Horacio,
153
que no pudo menos de
preguntar:
–¡Estáis enferma?
Fleta volvió hacia él su
mirada.
–¡Oh, tened bien
entendido, que si algún día
os dominase esa loca idea
de asesinato, no sería al
Padre Iván, sino a mí a
quien matarías!
154
Horacio dejó escapar un
ahogado grito. Le parecía
que su corazón estallaba
bajo el peso de aquella
tortura.
–¡Tanto le amáis,
Princesa! –dijo–. ¡Me he de
contentar yo con desear y
servir, entretanto vos
amáis a otro! ¿No he de
tener el derecho de
120
protestar? Decidme, ¿es
que queréis usar del
corazón de un hombre
como de un simple medio
para vuestras coqueterías
de gran señora? ¿Un rey,
prometido vuestro, y un
extraño sacerdote a quien
amáis, no os bastan para
vuestros juegos, que aún
necesitáis otro hombre
120
oscuro como yo para quien
todas estas desdichas
resultan inexplicables y
cuyo corazón pisoteáis?
Esto no se parece a la
nobleza que he visto en vos.
¡Oh, Princesa, yo no puedo
ser ya vuestro adorador!
No podré nunca más creer
en vuestro puro y dulce
corazón, ¡vuestro corazón
120
que hubiera creído esta
mañana como una perla,
como una gota de agua
límpida!
¡Adiós, pues! ¡Adiós para
siempre, ídolo mío! Ya seré
vuestro siervo siempre
sumiso. Os he cedido mi
vida para que hicierais de
ella lo que quisierais.
Llamadme y acudiré a
120
vuestros pies como un
perro, ¡más no me
obliguéis a que haga lo
que ya no me causa sino
pena!
Profiriendo estos
exaltados reproches, que
parecían conmover el
tranquilo ambiente de la
tierra y de los bosques, que
hacían a la vez arder su
120
pecho con los suplicios de
una

120
pasión desesperada, se
separó de Flete. Ésta
permaneció inmóvil, con
los ojos inclinados
sombríamente y no pudo
murmurar sino estas
palabras:
–¡Nacimos bajo la misma
estrella!
Aunque fueron
pronunciadas con muy
121
apagada voz, llegaron
hasta Horacio, azotándole
en el corazón y en la cara.
–Bajo la misma estrella –
repitió entonces el joven–,
sí, pero vos, Fleta, sois la
reina y yo el súbdito. Y no
sólo es así, sino que vos lo
sabéis y usáis vuestro
poder. Y si no, ¿cómo
hubierais prometido que
122
seríais completamente
mía?
–Os prometí
corresponder a vuestro
amor con el mío. ¡Os
prometí concederos todo
cuanto pudierais tomar! Mi
amor es más grande aún de
lo que podéis imaginaros,
de otro modo no hubiera
prestado oídos a uno solo
123
de vuestros reproches. ¡Oh,
cuánto me han humillado
y los he sufrido sin
embargo!
–Vuestras palabras me
parecen enigmas –exclamó
Horacio volviendo a su
lado–. ¡Sois lo bastante
para volver loco a un
hombre, y no puedo
menos, a pesar de todo,
124
de seguiros amando!
¿Cuál será la causa de
vuestra existencia! ¿Quién
sois? ¿Qué sitio misterioso
es éste en el que nos
encontramos?
¿Quién es ese sacerdote
cuyas órdenes obedecéis?
¿Podré saberlo alguna
vez?

125
Fleta dejó caer sobre él
una repentina y dulce
sonrisa que parecía
iluminar su ser interior,
sin poder contenerse:
–¡Sí! –contestó–,
sabedlo. No os lo puedo
decir y deseo hacerlo; sin
embargo, sí, deseo
verdaderamente que lo
sepáis.
126
¡Obligad al secreto,
hacedme fuerza! ¡Sí, sí,
Horacio!
Hablaba ansiosamente,
con un timbre brillante en
su voz que electrizó a
Horacio. Éste perdió la
noción de la Princesa, de la
conspiradora, de la
religiosa, dominado tan
sólo por la idea de que

127
estaba ante la mujer que
amaba, ante la mujer
joven, llena de encanto y
fresca como una flor.
Sintió, además, que su
dulce y hermoso rostro
estaba cerca del suyo, e
inconscientemente tendió
hacia ella sus brazos.
–¡Oh mi amada, mi
adorada ilusión, venid! –
128
dijo convulsivamente con
un acento en el que
vibraba la pasión. Pero
Fleta se retiró de él sin
pronunciar palabra y se
alejó por entre los
gigantescos árboles. ¡No
una mirada más para él!
¡Ni un movimiento de su
cabeza, ni una de sus
blancas y escultóricas
129
manos! De una de éstas
pendía un largo tallo que
antes arrancara, y hasta
aquella tenue hierba que a
veces el aire agitaba
parecía haber adquirido
un rígido y extraño
aspecto. ¡Parecía que
formaba parte de aquella
estatua que un momento
antes fuera mujer!
130
Horacio permaneció
durante algún tiempo
mirando aquella figura que
se alejaba; contemplándola
sin fuerza para moverse de
aquel sitio, sin fuerza para
poder pensar en nada, con
una idea, sin embargo,
fija en él: la de que no le
era permitido seguir a
Fleta, ni le era permitido
131
dirigirse a ella como la
generalidad de los
hombres se dirigen a las
mujeres que aman… Que
no le era permitido
manifestarle toda la fiebre
de amor que ardía en sus
venas. ¿Por qué? ¿Tal vez a
causa de su nacimiento
real? ¿Tal vez a causa de su
belleza o de su poder?
132
¡Oh, todo aquello era un
profundo misterio que le
obligaba a encerrarse en el
silencio y en la
inmovilidad!
Más cuando por último
Fleta desapareció de su
vista, una repentina
reacción se operó en su
ánimo. Toda la fuerza de su
vigorosa naturaleza de
133
joven se despertó
impetuosamente en él. No
era capaz de pensar, pero
sentía afluir la sangre a
su cerebro, sentíase
vacilar como si hubiera
bebido. Se sintió asimismo
envejecer y convertirse en
un ser distinto. Momentos
antes se reconocía como
un hombre, ahora un
134
abismo de sentimientos le
hacían considerarse como
algo distinto. Su pasión
ardía como fuego ante el
altar de la vida y a cada
momento crecientes
llamaradas se agolpaban en
su inflamado cerebro. El
salvaje había despertado
con él, el hombre no
domado que late por
135
dentro y que se oculta
tras los rostros

136
cultivados de una edad
gentil. No más que una
fuerte sacudida de la
cuerda de la pasión y
Horacio Estanol, el
caballeroso Horacio nacido
en tiempos cultos y
refinados, comprendía que
dentro de sí latían deseos
salvajes y personales, que
nada respetarían frente a
137
la satisfacción de sus
necesidades. Para Horacio
aquel repentino aparecer
de su doble naturaleza fue
una revelación.
Permaneció rígido, fuerte,
resuelto. Su mente agitada
examinó su posición y la
de Fleta, y descubrió que
todo revestía un nuevo y
agitado aspecto.
138
–Estoy –se dijo– en un
antro de conspiradores.
¿Por qué sino por esto se
esconden? Este Iván es,
sin duda, un ser peligroso.
¿Qué cabeza coronada
amenazará? Es sin duda
un criminal. ¡Más yo
descubriré su secreto y
libertare a Fleta! La
conquistaré, la rescataré de
139
su poder por la fuerza de mi
amor. Más ahora debo
calmarme, debo estar
tranquilo para averiguar
el secreto de estos
misteriosos lugares.
Diciendo esto se fue
lentamente a través del
bosque, tratando de
contener los latidos de su
corazón y la efervescencia
140
de todo su organismo. Se
figuraba necesitar de todos
sus instintos, de toda su
natural inteligencia y de
todo su poder. Le parecía
que le iba a ser preciso
luchar con multitud de
enemigos, como si tuviera
frente de sí la humanidad
entera. El joven Rey Otto
tenía un derecho sobre
141
Fleta, anterior al suyo;
era pues su enemigo.

142
Iván era el verdadero
dueño de aquella adorable
mujer; ¿cómo no odiar
amargamente a aquel
sacerdote? Edina –la falsa
Fleta– ¿qué era sino un
mero instrumento del
sacerdote, empleado por
éste para cegarle y
derrotarle? Tal vez era esta
la persona con quien más
143
habría de luchar dada la
influencia que sobre él
ejercía, por su semejanza
con Fleta.
Estaba en aquellos
momentos lleno de energía
y de actividad y su sangre
hervía dentro de las venas.
Necesitaba el desahogo de
la acción. Así pues,
resolvió hacer algo
144
inmediatamente.
Inspeccionó toda la
fachada exterior de la casa
para observar su aspecto y
poder hacer algunas
conjeturas sobre su
disposición interior; y
exploró el circulo exterior
de la finca para tener en
cuenta las dificultades que
podía haber al
145
abandonarla. Como este
último trabajo
representaba más fatiga, lo
realizó el primero,
abriéndose paso por aquella
parte del bosque en
dirección al sitio donde
debían estar los límites. No
empleó mucho tiempo en
aquella tarea a pesar de
que hubo de atravesar una
146
distancia considerable; se
sentía más fuerte que
nunca. El muchacho
delicado hasta aquellos
momentos, se reconocía
ahora un hombre fuerte,
como si nueva sangre
corriera por su venas. A la
luz de la luna, alta, casi
llena y de intenso brillo
aquella noche, pudo
147
descubrir que el extraño
sitio en que se encontraba
aparecía

148
fortificado de un modo
más positivo por altos
muros o barreras. Una
muralla natural de lianas
selváticas espesamente
entrecruzadas y nunca
pisadas, al parecer, por la
planta humana, crecían a
su alrededor. No se podía
suponer tan
extraordinaria vivienda a
149
unas simples jornadas de la
ciudad. Más era cierto, sin
embargo, y ante su vista
estaba. Su inexpugnable
cerca no hubiera podido ser
atravesada sino a hachazos
y abriendo palmo a palmo
el camino… Pero aún este
mismo trabajo resultaría
inútil, por no ser conocida
la dirección que habría de
150
tomarse.
Retrocedió por tanto
después de innumerables
esfuerzos inútiles; por allí
no había senda alguna.
Había descubierto la
puerta por la cual
entraron; más aquella
puerta estaba guardada.
Alguien iba y venía
lentamente por entre la
151
sombra de los árboles y no
con el aspecto de quien
pasea por placer, sino con
el aire y los movimientos
regulares de un centinela.
Era una figura poco
familiar, vestida con el
traje de la misteriosa
Orden.
Horacio se deslizó
suavemente a orillas de la
152
senda que conducía a la
casa. Era inútil
desperdiciar más tiempo
en aquellas
investigaciones; no podía
dudar que se encontraba
prisionero. Entonces
comprendió que si no le
era posible escapar, para
nada valdrían sus
pesquisas e informaciones.
153
Así, en tanto caminaba
suavemente, se fue dando
cuenta de todas las
dificultades de la misión
que se había impuesto…
Aquellos monjes
pertenecían sin duda a
una Orden
extraordinariamente
poderosa y eran hombres de
grandísima habilidad.
154
Estaba en el corazón
mismo de uno de sus
centros secretos, cuyos
trabajos eran seguramente
políticos. Fleta y el Rey
Otto estaban bajo su poder.
Eran conocedores de la
magia y de los secretos de
la naturaleza en cuyos
conocimientos habían
iniciado a la Princesa.
155
De tal lugar oculto, y de
tal lugar cuidadosamente
vigilado, era de donde
estaba decidido a
escaparse, llevando con él
su secreto y a la vez a
Fleta. A Fleta, a su amor,
suyo propio, al cual, sin
embargo, tenía que ganar
por medio de la fuerza.

156
CAPITULO VIII
En el largo corredor, a
través del cual Fleta
condujera a Horacio al
cuarto del Padre Iván,
había otra puerta cerrada
de una muy extraña
manera. Estaba encajada en
su sitio mediante unos
travesaños de hierro que
extrañarían al
157
contemplador, pues
sujetaban por la parte de
afuera, dando casi idea de
asegurar la puerta de una
prisión más que de
defender a quien pudiera
estar detrás de ellos. En
aquella habitación era
donde Fleta pasaba la
noche. ¡Oh, si Horacio
hubiera sabido esto,
158
cuánta no hubiera sido su
angustia! ¡Qué deseos no
hubiera sentido de
arrancar aquellas barras y
de libertar a su hermosa
prisionera!
No se vio, empero, bajo la
influencia de tan aguda
pena ni era probable que se
viera. Un extraño centinela
paseaba a lo largo del
159
corredor con andar
monótono –el mismo
Padre Iván–. Aquel
original centinela iba y
venía constantemente ante
la puerta.
Sería muy cerca de la
media noche cuando el
Padre Iván penetró en su
cuarto.

160
Horacio, por su parte,
hallábase echado sobre la
cama, aunque despierto y
dando vueltas sobre sus
lujosas ropas en espera tal
vez de un sueño que no
llegaba. Había andado

161
vagando alrededor de la
casa una docena de veces,
sin haber conseguido otra
cosa que trastornarse ante
su extraña forma y la de
las plantaciones que
crecían junto a las que se
había podido aproximar.
Comenzaba a
desanimarse cuando
descubrió una ventana
162
completamente abierta,
por la que se divisaba una
habitación espléndidamente
iluminada. Se veía en ésta
una lámpara sobre una
mesa y un lujoso lecho
adornado de suaves
encajes. Estaba ya
Horacio algunos
momentos contemplando
aquella estancia, cuando de
163
pronto reconoció en ella su
propio cuarto. Tal rara
circunstancia le produjo
una molesta y especial
sensación… Parecía como
si hubiera sido vigilado y
estuviese prevista su
llegada… Decididamente
era un prisionero. Era
inútil evadir este hecho.
Sintiéndose derrotado por
164
el momento, determinó
aceptar su situación del
mejor modo posible, no sin
cierta calma. Entró pues,
cerró la ventana por donde
entrara y se tumbó
rápidamente con ánimo de
dormir. Pero el sueño no
acudía. Todo su
pensamiento y toda su
atención se había
165
repentinamente
concentrado en el Padre
Iván. Trató varias veces
de alejar de sí el recuerdo
de éste, más no pudo.
Llamó en su auxilio a la
imagen de Fleta, ¡y apenas
pudo acordarse de su bello
rostro! Torturó su espíritu
procurando atraer hacia él
el recuerdo del semblante
166
que tan entrañablemente
amaba… ¡Y siempre la
figura del Padre Iván

167
surgía delante de sus ojos!
Repentinamente se
sobresaltó ante la idea de
que aquella visión era casi
real, pues vio al Padre
Iván levantar su mano con
un gesto autoritario que
parecía dirigido a él. Un
momento después caía
profundamente dormido.
En este momento el Padre
130
Iván estaba en su propio
cuarto. Se había detenido
quizás algo más tiempo
que el necesario para ver
la hora. Un fruncimiento
de su amplia y hermosa
frente hacía juntar sus
cejas. Abandonó su cuarto
cerrando tras de sí la
puerta y se dirigió a la
habitación asegurada con
130
las barras de hierro. Una
ves allí, abrió sus
cerraduras y la puerta
giró pesadamente,
aunque con suavidad.
Después entró.
En una especie de hueco
tapizado que se abría en el
muro, había un bajo diván
que lo llenaba casi por
completo, cubierto con
130
grandes tapices de piel de
lobo y de oso. Fleta
estaba tendida sobre ellos
envuelta en un largo
manto blanco de espeso
tejido y bordeado y
forrado de piel. A pesar
de tal abrigo, cuando el
Padre Iván se inclinó
sobre ella y tocó con
suavidad su mano, estaba
130
tan fría como el hielo.
–Venid –dijo, e hizo
ademán de alejarse. Fleta
se levantó y le siguió.
Caminaba con los ojos
medio cerrados y con
cierto

130
aire de sonámbula, aunque
no podía negarse que en sus
ojos se traslucía
conocimiento, propósito y
resolución. Nadie, sin
embargo, que hubiera
visto a Fleta en tal
estado, hubiera podido
después reconocerla. Tan
extraña era aquella
mirada. Iván se acercó a
131
una gran puerta en forma
de arco y, descorriendo las
cortinas que la ocultaban,
hizo una señal a Fleta de
que pasara. Al hacer esta
indicación, tocó
ligeramente una de las
manos de Fleta que caían
a lo largo de su cuerpo. La
mano se levantó y arrojó a
un lado el manto, y
132
apareció el airoso cuerpo
de la Princesa cubierto
con un blanco traje de
seda. En la otra mano
traía un antifaz. Iba a
levantar lentamente éste
para cubrir su rostro
cuando un violento y
repentino cambio de
ánimo se operó en ella.
Abrió sus
133
resplandecientes ojos
tanto como pudo y en
ellos brilló centelleante
luz. Entonces, arrojando
su antifaz al suelo y
entrelazando
convulsivamente sus manos,
exclamó agitada por la más
intensa emoción:
–¿Por qué, decídmelo, os
lo ruego, por qué he de
134
enmascararme?
–Os lo he dicho –contestó
Iván con gran
tranquilidad–.
Ninguna mujer ha entrado
aquí hasta hoy.

135
–¿Y qué? –gritó Fleta
enardecida– ¿ha de ser
una vergüenza el ser
mujer? ¿No he intentado
traspasar esa puerta en
vano bajo una
personalidad distinta?
Hoy pido entrada como
mujer. ¡Oh, maestro, no
quiero fingir más!
–Sea –contestó Iván–,
136
pero no abandonéis vuestro
antifaz por si vuestro
humor cambiase de
nuevo. Acordaos que lo
deseabais hace un
momento.
Fleta quedó inmóvil un
momento contemplando el
arrojado antifaz. Después
levantó su cabeza y mirando
firmemente a los ojos de
137
Iván, dijo:
–Si es preciso arrojaré de
mí mi sexo y disfrazaré mi
ser de mujer sin necesidad
de esos auxilios.
En aquel momento Iván
comenzó a marchar
adelante. Caminaban por
un largo corredor
iluminado, cuyas paredes

138
aparecían débilmente
coloreadas de rojo pálido
salpicado de estrellas de
plata. La brillantez de
aquel corredor, a pesar de
sus tonos vívidos, le
prestaban cierto carácter
extrañamente solemne.
¿Cuál era la causa? Fleta
miraba a una y otra parte
sin descubrirla. Había en
139
todo aquello algo tan nuevo
para ella que no lo
comprendía. Ella, instruida
en tantos misterios y en
tanta sabiduría de aquella
misma Orden, no había
penetrado

140
jamás en aquel corredor ni
había conocido hasta
entonces su existencia.
En tanto, se acercaron a
su final, donde había una
alta puerta de roble al
parecer herméticamente
cerrada, si bien fue abierta
con gran facilidad por el
Padre Iván.

141
–¡Oh Dios! –exclamó
Fleta instantáneamente
dominada por el asombro–
. ¿Dónde estoy, a dónde
me habéis conducido? ¿Es
éste mi propio país? ¿A
qué distancia me habéis
conducido en tan corto
espacio de tiempo?
–Un inmenso camino
recorréis, venid, hija mía,
142
no tardéis.
Una vasta llanura se
extendía, en efecto, ante
ellos; una a modo de
pradera limitada hacia su
fin por un gran brazo de
montañas que
desaparecían en el lejano
horizonte. Sobre la llanura
se podía ver un punto
lejano, un sitio donde una
143
lívida luz ardía. Aquella luz
resplandecía por encima de
los brillantes rayos de la
luna. Iván comenzó a
caminar por una senda que
estaba ante ellos y
entonces vio Fleta que se
encontraban a una gran
altura. Marchó, pues,
descendiendo, con todos
sus pensamientos
144
concentrados en aquella
vívida luz que ahora
comenzaba a observar que
irradiaba de las ventanas
de un gran edificio.
Asimismo descubrió
repentinamente que gran
número de personas
pululaban por la llanura;
que casi una

145
multitud se extendía por
ella agolpándose en
dirección al edificio.
–Decidme, Padre,
¿entrarán allí? –dijo
dirigiéndose a Iván que
caminaba rápidamente.
–¿Qué si entrarán en el
templo? ¿Los de la
llanura? Ciertamente, no.

146
Son fieles que rinden
culto fuera. Esa
muchedumbre pertenece al
mundo, y sin embargo tiene
valor para acercarse aquí
con frecuencia, cuando
falta la luz y los vientos
helados soplan a través
de la llanura…
–Nunca entran –añadió
Fleta–, porque no tienen
147
fuerza bastante para ello.
Iván volvió su mirada
hacia atrás con
curiosidad.
–No siempre es fuerza lo
que se necesita –dijo–, y
continuó su camino. Pero
Fleta parecía no oírle: sus
ojos estaban fijos en las
ventanas del templo.
Repentinamente se
148
detuvo, exclamando:
–¿Acaso todo esto es un
sueño?
–No, no lo es, no estáis
dormida –replicó Iván
sonriendo.
Continuaron caminando.
Muy pronto estuvieron
sobre la llanura y
avanzaron con gran
rapidez hacia el templo.
Fleta era naturalmente
149
atrevida; pero ahora le
parecía que hasta la

150
misma idea de fatiga era
absurda. Hubiera escalado
montañas para llegar
hasta aquella luz. ¿Qué
había en ella que así la
atraía? Nadie hubiera
podido decirlo. Su corazón
palpitaba
apasionadamente. Volvió
la faz Iván y dirigió hacia
ella una mirada de
151
profunda compasión.
–Permaneced tranquila,
le dijo.
La Princesa le miró
fervorosamente. Después
dijo:
–Sí, si está dentro de
poder humano hacerlo.
La gran muchedumbre iba
lentamente reuniéndose
junto al templo, formando
masas de silenciosas y
152
casi inmóviles figuras.
Fleta caminaba ahora entre
ellas y, aunque absorta en
sus propias ideas, no podía
menos de contemplar el
extraño aspecto de
aquellas gentes. Estas
eran de todas edades y
naciones, hombres en su
mayoría. Caminaban a
modo de sonámbulos,
153
pareciendo inconscientes
de la escena en la que se
movían y del objeto que
allí les llevaba. Parecía
como si vivieran una vida
subjetiva. Mas, ¿cómo
entonces habían llegado a
tan extraño y casi
inaccesible lugar?
Conforme Fleta pensaba en
estas cosas hubiera de
154
nuevo preguntado sobre su
sentido a no haberse
adelantado mucho en su
camino el Padre Iván.
Cuando llegó a las puertas
del templo su guía las
había ya transpuesto.
Fleta no vaciló, puso su
mano sobre la barra

155
que cerraba la puerta y la
levantó. La tarea no fue
difícil; casi parecía obedecer
a su impulso. Después
empujó ligeramente la gran
puerta que fue abriendo,
aunque no completamente,
sino en tanto ella
empujaba. ¡Ah! ¡La luz
estaba allí! ¡Allí, ante su
vista! Era como la vida y la
156
alegría para Fleta que alzó
sus ojos y quedó un
instante ante sus
resplandores con las
manos enlazadas, y como
en éxtasis…
Alguien pasó junto a
ella y entró rozando sus
ropas ligeramente. Esto la
hizo recordar que ella
también deseaba penetrar.
157
Se dio valor para el
supremo esfuerzo. Conocía
que tan sólo los iniciados
en su fe podían atravesar
aquellos umbrales y ella no
había pasado por ninguna
forma externa de
iniciación, aunque tal vez
ésta había tenido lugar en
el fondo de su alma. ¡Oh,
cuántas emociones
158
recordaba! El mundo era
nada para ella… había
arrojado su antifaz
creyendo que su forma y
rostro de mujer, simples
apariencias externas, no
serían vistos en el supremo
momento, y ahora parecía
más bien algo sobrenatural,
transfigurada como estaba
por la nobleza de sus
159
aspiraciones. Alguien que
la contemplaba a la puerta
del templo quedó allí
mismo, en su umbral,
herido por el terror, ante
tan majestuosa belleza.
Ella, mediante un
esfuerzo supremo, resolvió
hacer frente a todo,
vencerlo todo. Osadamente
transpuso la puerta, subió
160
los blancos escalones de
mármol y penetró en el
templo. Un gran salón
apareció ante su vista, un
gran salón inundado de luz
clara y suave que hacia
brillar infinidad de objetos
que ella no se detuvo a
mirar. Adivinaba por su
centelleo que las paredes
estaban cubiertas de joyas;
161
adivinaba que había flores
por el brillo y color del
resplandeciente jarro que
en el suelo las contenía.
¿Más quienes eran
aquellas figuras adornadas
con trajes de plata, que
ostentaban en su cuello
una tan extraña joya que
parecía un ojo que veía?
Algunas se le
162
aproximaban. ¡Oh, qué
placer! Más no se
permitiría tal vez
mostrarse demasiado
gozosa… Trató, pues, de
calmarse, aunque la
alegría penetraba
tumultuosamente en su
corazón, al sentirse
confundida en el número
de aquella augusta
163
compañía. Pero los
rostros de aquellos seres,
según se le aproximaban,
le parecían extraños y poco
familiares. Miraba de uno
a otro de ellos y no pudo
menos de murmurar:
–¿Dónde está Iván?
Pero en aquel momento
todo se cambió. Las figuras
blancas crecieron y
164
crecieron hasta que
parecía que había miles
de ellas… Todas con sus
manos extendidas
empujaban a Fleta por los
escalones de mármol,
abajo… abajo… muy
abajo… De nada valía
resistirse. De nada valía
pelear y luchar, gritar,
clamar primero por
165
justicia y luego por
piedad. ¡No había

166
conmiseración! ¡No se
ablandaron aquellos
rostros sobrehumanos!
Fleta tenía que huir ante el
número infinito de ellos.
Entonces llegó a sus oídos
el clamor de sus voces que
decían las mismas
palabras:
«¡Le amáis! ¡Idos!»
Fleta no pudo más y cayó
167
al pie del umbral
anonadada y deshecha…
La gran puerta se cerró
tras ella. No estuvo sin
conocimiento más que
algunos minutos. Abrió los
ojos y miró al cielo
estrellado. Sintió
entonces que no podía
soportar ni aun aquella
luz, que las estrellas leían
168
su alma. Levantándose se
alejó precipitadamente
siguiendo a ciegas la
primera senda que sus
pies tropezaron. La siguió
sin llegar a ningún sitio
conocido hasta que por fin
se encontró en un oscuro
bosque. El musgo allí era
fragante y suavemente
perfumado por las violetas.
169
Se tendió sobre él y,
envolviéndose toda ella con
su manto, escondió sus
ojos de la luz.

170
CAPITULO IX
Le parecía que durante
largas edades había estado
sola. Su mente trabajaba
como nunca. Había
comprendido su ligereza,
su falta. Un día antes, tal
vez no hubiera creído todo
aquello ni hubiera tenido
significación, pero ahora lo
comprendía todo.
171
Comprendía además cuán
terrible era su castigo.
Estaba postrada, sin
ayuda, con los ojos
cerrados, agotada… Había
perdido toda fe, toda
esperanza. Estaba
castigada.
Una leve presión sobre su
mano la despertó a la
realidad, aunque en su
172
indiferencia no abrió los
ojos. ¡Qué le podía
importar lo que sucediera
a su lado! Lo único que
había real para ella era la
lucha de su propio
espíritu…
Mas una voz que le
parecía extrañamente
familiar acarició sus oídos.
Aquella voz que oyera en
173
otra ocasión, airada y
rebelde, se deslizaba
ahora suave, dulce y
llena de un abrumador
asombro y piedad.
–¿Vos aquí? ¿Vos,
Princesa Fleta, en este
sitio? ¡Oh Dios!
¿Qué puede haber
sucedido? Mas,
seguramente no estáis

174
muerta. ¡No! ¿Qué es esto,
entonces?
Fleta abrió sus ojos
lentamente. Quien estaba
allí era Horacio,
arrodillado, con el sol de la
mañana sobre su cabeza,

175
Iluminando su hermoso
semblante juvenil. Fleta,
tendida como estaba, le
miró vagamente. Sentíase
a su lado mucho más
avanzada en edad, en
conocimientos y en
experiencia y, sin
embargo, yacía allí
enervada y sin esperanza.
–¿Qué ha sido? ¿Qué es
140
lo que os pasa? –preguntó
nuevamente Horacio,
cada vez más apenado.
–¿Queréis saberlo? –dijo
ella con un acento de
piedad en el que, sin
embargo, había algo de
desprecio–. Más, ¿para
qué?
¡No lo entenderíais!
–¡Oh! ¡Decídmelo,
140
decídmelo! ¡No sabéis
cuanto os amo y cuán
grande es mi deseo por
serviros!
Fleta apenas parecía
escuchar sus palabras,
pero aquella voz
suplicante la hizo seguir
hablando en contestación:
–He intentado… –dijo–, y
he perdido.
140
–¿Intentado qué? –
interrogó Horacio–.
¿Cómo habéis perdido?
¡Oh Princesa!, creo que
estos malhadados
sacerdotes os han
trastornado; creo que
tenéis fiebre… No sabéis
lo que estáis diciendo.
–¡Oh, sí lo sé! –replicó
Fleta–. No tengo fiebre.
140
Pero estoy casi muerta,
estoy abatida… –Horacio,
que la observaba
atentamente, no pudo
menos de notar la amarga
verdad de

140
aquellas palabras. ¡Qué
extraña actitud la suya,
inmóvil sobre la hierba
cubierta de rocío! ¡Qué
aspecto el suyo, con aquel
traje blanco y aquél rostro
pálido con terrible palidez!
¡Cómo aquellos grandes
ojos miraban con fija y
tristísima mirada!
¿Volverían a sonreírle
141
aquellos pálidos y apretados
labios?
¿Quedaría la brillante
Fleta convertida para
siempre en aquel ser
paralizado y blanco?
Horacio sentía que
aunque esto sucediera la
amaría más apasionada y
religiosamente que antes.
Su alma sentía por ella el
142
más profundo sentimiento
amoroso.
–Decidme, explicadme,
¿qué es lo que ha producido
esto? – exclamó Horacio
con creciente y
apasionado dolor–.
¡Decídmelo en nombre de
mi amor hacia vos! ¿Qué
es lo que habéis tratado
de hacer en esta horrible
143
noche pasada?
Fleta abrió sus ojos, cuyos
párpados cayeran
pesadamente; mirando a
Horacio respondió:
–He tratado de
conseguir la entrada en
la Blanca Hermandad…
He tratado de pasar por la
primera iniciación de la
Gran Orden… No pude
144
imaginarme que
fracasaría, pues había
pasado por otras muchas
anteriores que hubieran
hecho retroceder a no
pocos hombres. Más he
fracasado.

145
–No puedo creeros –dijo
Horacio–, no me es posible
creer que vos fracaséis
nunca. Estáis soñando,
estáis febril… Dejadme,
pues, levantaros y
conduciros a la casa.
–¡Sí, sí me he equivocado!
–replicó Fleta tristemente–
. No había medido mis
fuerzas. No había medido
146
la fuerza de mis afectos.
¡De estos afectos que llevo
arraigados dentro de mí!
Soy lo mismo que
cualquiera otra mujer. Me
creía suprema, me creía
capaz de grandes acciones
y ¡ah, Horacio, aún estaba
al comienzo de mis
primeros pasos! He
fracasado porque amaba,
147
porque amo como cualquier
otra vulgar y pueril mujer.
Sin embargo, ni un rayo de
luz amorosa en pugna con
el más puro fervor anida en
mi alma. ¡Cuánta elevación
se necesita!
¿Será posible depurar el
espíritu hasta este
punto? Sí, seguramente
los de la Blanca
148
Hermandad lo han
conseguido. Y yo ¡oh Dios!,
yo asimismo lo conseguiré
aunque tarde en ello mil
años, aunque emplee una
docena de vidas para llegar
a ello.
Mientras hablaba, se
había medio incorporado.
Una nueva y terrible
pasión había venido a
149
ocupar el lugar de la
anterior desesperanza.
Quiso levantarse
completamente, más sus
pies vacilaron y cayó sobre
sus rodillas. Horacio
apenas la había entendido
mientras hablaba. Tan sólo
algunas de sus palabras
cayeron precipitadamente
en su espíritu. Ahora que
150
viera en

151
tan triste situación a la
Princesa, inclinado sobre
ella hasta que su rostro
rozaba con el blanco
manto, mientras besaba
una y otra vez a éste, dijo:
–¿Habéis fracasado por
causa del amor? ¡Oh
Princesa mía, entonces no
habéis fracasado! Los
hombres viven por el amor
152
y por él mueren. ¡Oh
Princesa, dejadme que os
arranque de este horrible
lugar! Venid, venid
conmigo al mundo, donde
los hombres y las mujeres
saben que el amor es el
único gran goce por el cual
todo lo demás puede
arriesgarse. ¡Oh Fleta, de
verdad os digo, que
153
mientras dudaba de
vuestro amor he vacilado;
más ahora, ahora que me
amáis y con un amor tan
grande que tiene poder
para detener la carrera de
vuestra alma, me siento
fuerte, me siento capaz de
hacer todo cuanto un
hombre fuerte pueda!
¡Venid, dejad que os
154
conduzca fuera de este sitio
a un lugar de paz y de
deleite!
Horacio, apasionado y
erguido, estaba ante ella
magnífico, iluminado por la
luz matinal del sol. Su
esbeltez en otro tiempo
afeminada no indicaba
ahora sino fuerza.
Resultaba majestuoso en
155
aquellos momentos. Con
las manos extendidas hacia
Fleta aparecía elevado,
transformado por la fuerza
del amor. Fleta, sin
embargo, descubrió que en
sus ojos brillaba el fuego
del salvaje conquistador.
Entonces se levantó y le
miró frente a frente.

156
–Estáis equivocado –dijo
con aspereza–. No es a
vos a quien amo.
Aquellas palabras de
Fleta hicieron desaparecer
al hombre noble y
exaltado…
–¿Qué habéis dicho? ¡Oh
Dios! –fue la entrecortada
exclamación de Horacio, y

157
sin poder respirar apenas,
gritó–:
¿Luego es que amáis a ese
maldito sacerdote?
–Ciertamente –contestó
Fleta, mirándole
fijamente e inmóvil como
una estatua–, «a ese
maldito sacerdote».
Sin decir más palabras, se
separó de él.
158
Miró entonces a su
alrededor. Conocía aquel
sitio que era una de las
tierras de bosque del
monasterio. En breve
encontraría el camino de
la casa. Más, ¡qué difícil
era moverse! No había
dado un paso cuando quedó
inmóvil y tuvo que
reconcentrar toda su
159
voluntad para poder
continuar. Entonces
intentó usar su poderosa
voluntad.
–¿Dónde están mis
criados? –dijo en voz
baja–. ¿Dónde están los
que ejecutan mis
mandatos?
Mientras esto decía, con

160
los ojos cerrados e inmóvil
a la luz del sol, usó de
todos sus poderes para
atraer las fuerzas que
había aprendido a manejar.
Más en aquellos momentos
parecía

161
que estaba desamparada…
¡sus antiguos y
sobrenaturales poderes
habían desaparecido!
Un amargo grito de
angustia se escapó de sus
labios al notar aquella
prueba cruel. Horacio,
espantado ante tan
extraña lamentación, se
acercó rápidamente a ella y
162
miró su cara.
Aquellos oscuros ojos, tan
llenas de poder en otro
tiempo, estaban ahora
entristecidos por la
angustia. La expresión de su
rostro era la de un ser
perseguido y moribundo.
Más no desmayó por esto
ni buscó refugio en el
hombre que permanecía a
163
su lado. Después de
algunos instantes habló con
desmayada y a la vez
tranquila voz, diciendo:
–¿Conocéis el camino que
conduce a la puerta?
–Sí –contestó Horacio,
que casualmente había
recorrido aquella noche
todo el bosque.
–Tomad entonces mi
164
mano –dijo ella– y
conducidme hasta allí.
Usaba ahora de su natural
poder de regio mandato.
Aunque abatida, siempre
era la Princesa. Horacio
no soñó desobedecerla.
Tomó la mano fría y sin
vida que ella le tendía y la
condujo tan rápidamente
como era posible a través
165
de

166
aquellas malezas. Cuando
estuvieron ante la puerta
dijo la Princesa:
–Volveréis a la ciudad.
Es preciso, y os ruego no
me preguntéis el motivo.
Sólo sí, os advierto que es
por vuestra salvación. He
perdido mis poderes
antiguos y no puedo
protegeros durante más
167
tiempo y en este sitio hay
ángeles y demonios. Lo he
perdido todo. No tengo
derecho a arriesgar
vuestra seguridad como lo
tengo para arriesgar la
mía. Es preciso, pues, que
os marchéis.
–¿Qué es preciso que os
abandone aquí? –exclamó
Horacio trastornado.
168
–Estoy a salvo –repuso
arrogantemente la
Princesa–. Ningún poder
de la tierra o del cielo
podría hacerme daño
ahora. He jugado el todo
por el todo. Sabed Horacio,
antes de que nos
separemos, que nunca me
doblegaré ni rendiré. He de
arrojar de mi corazón este
169
amor que me mata y he de
entrar en la Blanca
Hermandad. Sabed
Horacio que vos también
entraréis en ella. Mas,
¡oh, no en mucho tiempo!
Aún tenéis que aprender
amargas lecciones. Adiós,
hermano mío.
El centinela que
guardaba la puerta se
170
acercaba a ellos en aquel
momento. Fleta se dirigió
rápidamente hacia él.
Después de unas breves
frases que ambos
cambiaron, sonó un agudo

171
silbido del centinela. En
aquel momento se acercaba
también Horacio.
–Venid –le dijo–, os
enseñaré el camino
durante algún trecho;
después os proporcionaré
un caballo y un guía que os
llevará a la ciudad.
Horacio no vaciló en

172
obedecer las órdenes de
Fleta; comprendía que no
tenía más remedio que
marcharse. No pudo, sin
embargo, ponerse en
camino sin mirar una vez
más aquella casa en la que
quedaba la extraordinaria
mujer. Esta no estaba ya
allí. Horacio inclinó su
cabeza y siguió
173
silenciosamente al monje.
Fleta, en tanto, se
internaba en la casa bajo la
sombra de los protectores
árboles. Su figura parecía en
aquellos momentos la de
una mujer de edad, tan
encorvada estaba y tanto
temblaba según se movía.
No fue hacia la puerta
central de la casa sino
174
hacia una puerta-ventana
abierta completamente en
aquella ocasión. Era la
ventana de su cuarto en
el que penetró con débiles
y vacilantes pasos.
«¡Descansar! ¡Descansar!
¡Necesito descansar!», se
decía a sí misma una y otra
vez. Mas en el mismo
umbral tropezó y cayó.
175
Alguien se acercó
inmediatamente a ella e
intentó levantarla. Era el
Padre Iván.

176
Fleta se libró de él
temblorosa aunque
resueltamente. Después se
incorporó con dificultad y
miró sinceramente su
rostro.
–¿Y vos sabíais por qué
había de fracasar?
–Sí –contestó–, lo sabia.
No sois lo suficientemente
fuerte para sosteneros sola
177
en medio del espíritu de la
humanidad. Sé que os
aferrasteis a mí. Bien
habéis sufrido por ello. Mas
bien pronto os
mantendréis sola.
–¿Qué empleo hubiera
podido tener aquel
antifaz que deseché? –
preguntó Fleta siguiendo la
corriente de sus ideas.
178
–Ninguno. Pues
habiéndome obedecido en
esto, no hubierais tenido
el espíritu suficiente
firme para llegar al
templo. No podíais haber
conocido la Blanca
Hermandad. Pero habéis
hecho, sin embargo, más de
lo que cualquiera otra
mujer hubiera podido
179
hacer.
–Aún he de llegar a más –
dijo Fleta–, y entonces seré
uno de aquellos seres.
–Así sea: mas para
lograrlo –contestó Iván–
sufriréis como ninguna
otra mujer. Lo humano
habrá de ser aplastado en
vos… aplastado como si

180
fuera una víbora.
–Lo será. Moriré si es
preciso, mas no me
detendré. Adiós, Maestro.
Lo mismo que yo soy una
reina en el mundo de los

181
hombres y de las mujeres,
vos lo sois en el de las
almas. Os he rendido culto
y a este culto le llaman
amor. Puede que lo sea y
que yo esté aún ciega, más
no lo sé. Pero ya no podéis
ser mi rey por más
tiempo. Sola estoy; más
toda la ciencia que
obtenga en lo sucesivo
182
habrá sido obtenida por
mi propio esfuerzo.
Iván inclinó su cabeza
como en acatamiento a su
incontestable decreto y
un momento después
había desaparecido entre
los árboles. Fleta le
contempló, petrificada,
hasta perderle de vista y
luego, arrastrándose y
183
apoyándose en la ventana,
dio algunos pasos. Después
cayó pesadamente sobre el
suelo, desamparada,
agitada por hondos
sollozos y conmovida por
estremecimientos de
desesperación.

184
CAPITULO X
Mucho avanzó el día
antes de que Fleta saliera
de su habitación. Parecía
haber recobrado su natural
modo de ser y aspecto y, sin
embargo, cualquiera
hubiera podido observar
que un profundo cambio
se había operado en ella.
No había salido a las
150
demás habitaciones, ni
había saludado al resto de
los huéspedes. Su rostro
estaba lleno de resolución y
parecía sosegada, por lo
menos exteriormente.
Sin pasar por las
habitaciones del resto de
sus compañeros, ni por el
salón de entrada, marchó
por detrás de la casa hacia
150
donde había una
pequeñísima puerta, casi
oculta en el ángulo de la
pared. Aquella puerta
excepcionalmente sólida y
firme parecía conducir a los
subterráneos de la casa.
Fleta dio en ella un golpe
especial con su abanico y
la puerta se abrió
inmediatamente,
150
apareciendo tras de ella el
Padre Amyot.
–¿Me necesitáis? –
preguntó.
–Sí, podríais prestarme
un gran servicio llevando
un recado mío.
–¿A dónde?
–No lo sé; pero vos lo
sabréis tal vez. Tengo
necesidad de hablar a uno
150
de la Blanca Hermandad.

150
El rostro del Padre
Amyot se nubló. No pudo
menos de mirarla con
cierta duda.
–¿Qué podéis preguntar
que no pueda contestar
Iván?
–¿Os importa? –dijo
imperiosamente Fleta–.
Sois mi mensajero
meramente.
151
–No podéis mandarme
como antes –dijo
tranquilamente el Padre
Amyot.
–Qué, ¿ya sabéis que he
fracasado? ¡Lo sabe ya el
mundo entero!
–¿El mundo? –repitió el
anciano
despreciativamente–. No, a

152
este no le importa. Pero lo
sabe toda la Hermandad y
sus servidores. Nadie me
lo ha dicho, pero lo sé.
–Por supuesto –se dijo
Fleta–. ¡Qué candidez!
Se alejó de allí. Después
paseó de un lado a otro
durante algún tiempo,
ensimismada
aparentemente en hondos
153
pensamientos. De pronto
irguió su cabeza y se
dirigió rápidamente hacia
el Padre Amyot, que
permanecía inmóvil en la
tenebrosa sombra de la
puerta. Fijó en él sus ojos
animados de brillo
intenso. Todo su aspecto
era de mandato.
–¡Id! –le dijo.
154
El Padre Amyot continuo
inmóvil durante un
momento; después
marchó lentamente.
–¡Oh, habéis recobrado
un tesoro perdido –dijo–,
habéis recuperado de
nuevo vuestra voluntad!
Os obedezco. ¿Me habéis
dicho lo que mandáis?

155
–Sí. Deseo hablar con uno
de los Hermanos de la
Orden.
¿Qué más deciros? ¡No los
distingo a unos de otros!
Pero os ruego que os
apresuréis.
Inmediatamente Amyot
se lanzó a través del
campo y desapareció. Fleta
se dispuso a retirarse de

156
allí igualmente. Tan
abstraída estaba que no
reparo que alguien estaba
a su lado. Más una mano
que se posó suavemente
sobre su brazo la hizo
levantar la cabeza.
Era el joven Rey Otto.
–¿Habéis estado enferma?
–preguntó éste clavando en
ella su mirada.
157
–No –contestó–. ¡Pero he
vivido mucho, he pasado en
una sola noche a través
de las experiencias de un
siglo! ¿Os hablaré de ello,
amigo mío?
–Creo que no –contestó
Otto, que ahora
caminaba lentamente a su
lado–. Tal vez no os
entendiera. Yo sólo ansío
158
avanzar paso a paso,
poseyendo cada verdad
según llega a mí. He estado
hablando largo rato con el
Padre Iván y comprendo
que no puedo aún
entender las doctrinas de
la Orden sin su ropaje
religioso.
–¡Pero si eso no es sino lo
meramente exterior!
159
–Cierto es, y así lo veo.
Mas no soy lo suficiente
fuerte para permanecer en
pie sin forma alguna
externa en que apoyarme.
Los preceptos de la
religión, el deber de cada
cual hacia la humanidad,
el principio del sacrificio
mutuo, todas estas cosas
puedo entenderlas. Pero
160
no puedo rr más allá.
¿Estáis desengañada de
mí? ¿He perdido en
vuestro concepto?
–¿Por qué? –repuso Fleta.
Otto dejó escapar un
suspiro de satisfacción; en
seguida repuso:
–Temía que pudierais
estarlo. Más soy sincero.
Estoy presto a ser uno más
161
en la Orden, Fleta; uno de
sus servidores más
humildes. !Cuánto me
aleja esto de vos, que
pretendéis ser uno de sus
más esotéricos miembros!
Fleta le miró muy seria y
gravemente.
–Lo pretendo –dijo–,
pero ¿está en mi poder?
Sólo sé que he de
162
obtenerlo, Otto; ¡aún al
más caro precio!

163
–¿A cuál? –preguntó
Otto–. ¿Cuál será ese caro
precio?
–Entreveo –dijo ella con
lentitud–, siento ya en lo
que consiste. Tengo que
aprender a vivir en la
llanura tan complacida
como en la montaña. He
ansiado abandonar mi
puesto en el mundo
164
buscando en esos centros
donde sólo habitan los
verdaderamente grandes,
el secreto de escapar de la
vida terrestre. Ese ha
sido para decirlo de una
vez, mi sueño, Otto; el
viejo sueño ya perseguido
por los Rosa-Cruces y todos
los ansiosos investigadores
del Ocultismo que en todas
165
épocas vagaron por el
mundo como fantasmas, sin
satisfacción y sin morada.
Por ser una criatura de
voluntad fuerte, por
haber aprendido a usar
de mi voluntad, por haber
sido instruida en algunas
prácticas de magia, me creí
apta para pertenecer a la
Blanca Hermandad. Mas,
166
¡esto no bastaba! He
fracasado, Otto. Seré
vuestra reina.
El joven rey volvió hacia
ella una repentina mirada
llena de mezcladas
emociones.
–¿Será eso verdad, Fleta?
Si así fuera, ¡qué sea yo
digno de ser vuestro

167
compañero!
Fleta había hablado
amargamente aunque no
con aspereza. La respuesta
de Otto fue dada en un
tono en el que había
exaltación, alegría y
reverencia, mas nada de
lo que

168
vulgarmente se dice amor.
Una mujer que no fuera
Fleta se hubiera creído
provocada por aquel modo
de ser tan parecido a la
amistad. Ésta tan sólo
dijo, después de guardar
breve silencio:
–Otto, voy a poner a
prueba vuestra
generosidad. ¿Queréis
169
dejarme ahora sola?
–¿Mi generosidad? –
exclamó Otto–. ¿Cómo es
posible que os dirijáis a mi
de este modo?
Sin otra palabra volvió
sobre sus talones y se
alejó rápidamente. Fleta
comprendió cuánto aquello
representaba; por lo cual se

170
sonrió suavemente según
le miraba alejarse.
Después su rostro cambió,
así como su actitud entera.
Durante un momento
permaneció inmóvil,
ensimismándose al parecer
en sus propios
pensamientos. Entonces
con paso igual y ligero
comenzó a caminar a través
171
de la hierba y por entre los
árboles sin titubear en la
dirección en que iba. En
verdad que si se la hubiera
preguntado cómo sabía la
senda que había de tomar
hubiera respondido que
nada tan fácil como hacerlo
estando guiada por un
llamamiento del Padre
Amyot, llamamiento tan
172
perceptible para ella como
el de cualquiera voz
humana. La doble
conciencia de Fleta –
espiritual y natural– no
necesitaba de la oscuridad
de la noche para hacerse
impresionable a esas

173
voces que generalmente se
denominan «del mundo
invisible». Para Fleta este
mundo no era ni invisible
ni mudo. Vio de una vez,
ganando tiempo y espacio,
el sitio en que se
encontraba el Padre Amyot
y, más aún, el estado de
ánimo en que se hallaba.
Lucia espléndidamente el
174
sol, iluminando la extraña
figura del monje, que
estaba arrodillado y
rígido sobre la hierba.
Fleta, de pie ante él, miró
su rostro vuelto fijamente
hacia el cielo. Durante un
corto espacio de tiempo
continuó contemplándole
con los ojos fijos y la
frente fruncida,
175
denotando en su cerebro
extraños pensamientos. El
Padre Amyot estaba en
uno de sus profundo
éxtasis, en los cuales
adquiría todas las
apariencias de la muerte.
–Ya comienzan las
dificultades a
amontonarse a mi
alrededor –exclamó Fleta
176
en alta voz– ¿Qué ligereza
cometeré próximamente
sin saberlo? ¡Pobre servidor
mío! ¿Me atreveré a
intentar volverle en sí o
será la naturaleza más
segura ayuda?
Llena de dudas y de
vacilaciones comenzó a
pasearse lentamente sin
apartarse del anciano.
177
Más, al poco rato vio que
no estaba sola.
Sobrecogida por la
sorpresa se volvió
rápidamente y se
encontró al Padre Iván a
su lado, con sus ojos
clavados sobre ella. No
vestía el traje sacerdotal
de

178
costumbre, sino que llevaba
una especie de traje de caza
digno de un rey, bajo el
cual se adivinaba su
sagrado ropaje. Su rostro
expresaba una profunda y
casi patética seriedad, a
pesar de lo cual resultaba
tan hermoso, de aspecto
tan noble, y tan
brillantemente iluminado
179
por el fulgor de sus azules
ojos –más azules entonces
que nunca– que cualquier
corazón de mujer, reina o
no reina, hubiera latido de
admiración contemplándole.
Nunca le viera Fleta de
aquel modo; siempre
fuera aquel hombre el
Maestro, el iniciado en
misteriosos conocimientos,
180
el recluso que ocultaba su
amor a la soledad bajo el
velo del monje. ¡Tal era
para ella Iván!
Joven, soberbio y digno
de ser amado. Fleta
permanecía inmóvil y
silenciosa respondiendo a
la mirada de aquellos
interrogadores, serenos y
azules ojos, con otra suya
181
llena de rebeldía y de
firmeza. Estaban los dos de
pie, frente a frente, sin
hablar y, según lo que
parecía, sin desearlo.
Mas, en aquellos
momentos de silencio,
una lucha de fuerzas se
entabló. Fleta fue la
primera que rompió aquel
silencio preguntando:
182
–¿Por qué habéis venido?
No deseaba vuestra
presencia.
–Tenéis que hacer
preguntas que sólo yo
puedo contestar.

183
–Sois la única persona
que no las puede contestar,
porque no las preguntaré.
–Pues será a mí
ciertamente a quien las
preguntaréis –fue la
contestación de Iván. Y
aún añadió–: De mí será
de quien conozcáis esas
respuestas. Podréis
conocerlas por experiencia o
184
a ciegas si lo deseáis, más
hablad y yo os contestaré.
Mis palabras pueden
ahorraros tiempo, años
enteros de trabajo inútil.
¿O es que sois demasiado
arrogante para acceder?
Siguió una pausa.
Después Fleta contestó
resueltamente:
–Sí, soy demasiado
arrogante.
185
Iván inclinó su cabeza y
se volvió para marcharse.
Pero antes se acercó al
Padre Amyot y, sacando
un frasco de su bolsillo,
frotó con un líquido los
blancos y rígidos labios
del monje. Después,
dirigiéndose a Fleta, dijo:
–Os prohíbo usar de
nuevo vuestro poder sobre
186
Amyot.
–¿Me lo prohibís? –
repitió Fleta en un tono
de profundo asombro.
Evidentemente aquello era
nuevo por completo para
ella.
–Sí, y no osaréis
desobedecerme. Si lo
hicierais sufrirías
instantáneamente.
187
Fleta había llegado a un
grado de asombro que
evidentemente estaba
más allá de todo lo que
pudiera imaginarse.
Aquellas órdenes de Iván
eran frías, casi groseras.
Jamás había sido tratada
por él de aquel modo. Se
tranquilizó, sin embargo,
apresuradamente, y sin
188
detenerse a dirigir a Iván
palabra alguna se internó
con ligereza por entre los
árboles en dirección a la
casa. Otto estaba
asomado en una de las
ventanas. Fleta fue a
buscarle directamente.
–Deseo volver a la
ciudad en seguida –le
dijo–, ¿queréis ordenar
189
que preparen los
caballos?
–¿Puedo ir con vos?
–No; pero si queréis
podréis seguirme
mañana.

190
CAPITULO XI
Era el día de la boda de la
Princesa Fleta y la ciudad
entera estaba de gala.
Horacio Estanol vagaba
sobreexcitado por las calles
en un estado de trastorno
indescriptible. No había
visto a Fleta desde el día
que saliera del oculto
monasterio. No confiaba en
160
sí mismo lo bastante para
atreverse a verla, porque
sabia que el ser salvaje de
dentro se sobrepondría a
todas las consideraciones
ante tan crueles ocasiones
de provocación.
Se contenía cuanto le era
posible. No quería
aventurarse a estar bajo el
mismo techo con la mujer
160
a quien amaba tan
extraordinariamente y en
la cual había depositado
todo su cariño, mientras
ella se entregaba a otro
hombre. ¡Ella! Horacio no
se había dado cuenta de
todo lo que representaba
aquel hecho hasta
entonces… ¡Hasta aquellos
momentos en los que oía
160
repicar las campanas de
boda! ¡Hasta ahora, que
Fleta iba a ser entregada
de una manera absoluta!
¡Fleta entregada a otro
hombre! ¿Sería posible?
Horacio se detenía de
cuando en cuando en
medio de las concurridas
calles tratando de
recordar las palabras que
160
Fleta le dijera en el
bosque, aquel amanecer
en que aceptó su amor…
¿Qué le arrebato Fleta
aquel día, a partir del cual
había dejado de ser

160
él mismo? ¡Oh, como su
corazón yacía frío, muerto,
cansado, mientras alguna
sonrisa de la diosa o su
recuerdo no venían a
despertarle a la vida!
¿Habría desaparecido de él
la alegría para siempre?
Imposible. Era aún joven;
un simple muchacho. Tenía
además derecho a ella;
161
tenía el primer derecho, y
ahora y siempre sería su
adorador, fuera el que
quiera el nombre que ella
le diera a su pasión. Este
era el tema perpetuo de
su pensamientos. Aquella
mujer era suya sin duda
y la reclamaría. Mas aún,
cegado y sobreexcitado
como estaba, comprendía
162
que su derecho era
secreto. Que no podría ir
a reclamarla ante el altar
porque no se le había
concedido derecho para
ello. Lo único que Fleta le
había dicho era.
«Tomad de mí lo que
podáis» y él no había
podido hacerla su esposa.
No podía casarse con una
163
Princesa de raza Real. No
pertenecía a su categoría.
¿Qué esperar, pues?
Nada. Sin embargo,
contaba con su amor, con
aquel último amable
estremecimiento de su
mano, con aquella última
dulce sonrisa de sus labios.
¡Ah, cómo corría su
impetuosa sangre al través
164
de las venas!
Pero una conmovedora
escena había de tener lugar
aquel día, ¡aquel día de
bodas!

165
Horacio, en uno de los
momentos en que recorría
la ciudad descubrió,
marchando hacia donde
él estaba, el cortejo
nupcial.
La procesión se acerca.
Los soldados han abierto
camino conteniendo a la
muchedumbre con sus
caballos. Horacio
166
permanece petrificado,
buscando un semblante,
un solo semblante… De
repente lo ve. ¡Ah! ¡qué
bello, qué supremamente
bello y lleno de misterio!
La ve y todo en la tierra y
en los cielos queda
invisible ante sus ojos…
Todo queda sin vida,
excepto aquel rostro
167
adorado… Un grito
resuena… una voz clara y
penetrante, una voz que
retumba por el aire sobre
todas las de la
muchedumbre.
–¡Fleta! ¡Fleta! ¡Mi amor!
¡Mi vida!
¡Qué grito aquel! Penetró
en los oídos de Fleta; llegó
a los de su novio el Rey
168
Otto…
Entonces en la iglesia,
en medio de la pompa de
la ceremonia y de la
multitud de personajes
elevados, Otto hizo una
cosa que llenó de asombro
a los que le rodeaban. Se
adelantó para recibir a su
prometida y tocó su mano.

169
–Fleta –dijo–, esa es la
voz de alguien que os
ama. ¿Qué respuesta le
dais?

170
Fleta puso su mano en la
del Rey y dijo:
–Ésta.
En aquella forma
ascendieron por las anchas
gradas del altar.
Nadie sino el Rey oyó lo
que se había dicho.
Era el padre de Fleta un
hombre sombrío, ceñudo y
mal dispuesto hacia la
171
humanidad, según
parecía a los que no
poseían la clave de su
carácter. Era un ser
extrañamente distinto de
su hija. Esta era, según se
decía, la única que había
logrado conocer aquel
carácter; no faltaba quien
asegurase que Fleta no era
su hija y que un secreto
172
de Estado estaba
mezclado al misterio de
su nacimiento.
El hecho es que pocas
veces se entrometía el
Rey en los actos de la
Princesa. Mas en esta
ocasión lo hizo. Cuando
todos los ojos de la corte
estaban sobre ellos,
inclinándose sobre la
173
joven, murmuró sobre sus
oídos estas palabras:
–Fleta, hija mía, ¿es justo
que se verifique este
matrimonio?
Fleta volvió hacia él un
rostro tan lleno de tortura
y de mortal angustia que el
Rey no pudo reprimir una
exclamación de horror.

174
–¡Oh, padre mío!, no
pronunciéis una sola
palabra – contestó–, justo
es este matrimonio.
Volvió en seguida su
cabeza y fijó sus
espléndidos ojos sobre
Otto.
¡Qué novia taxi
extrañamente hermosa!

175
Su traje sencillísimo, que
ella misma ideara, caía
en suaves y prolongadas
líneas a lo largo de todo su
cuerpo y su larga cola
arrastraba por el suelo.
Sin flores en el pelo y sin
joyas en su cuello, ¿oh
cuán admirablemente
sencilla iba vestida aquella
Princesa que en breve iba
176
a ser Reina! Las damas de
la corte la miraban
asombradas,
comprendiendo que
aquella gracia suprema y
aquella tan admirable
majestad hacían
innecesarias otras galas y
que bastaban por sí solas
para eclipsar a
cualquiera que se hubiera
177
colocado a su lado.
Nadie había oído las
palabras que cruzaron los
tres personajes que
intervinieron en la
anterior escena y sin
embargo todos
comprendieron que algo
extraordinario había
sucedido. Una nube de
misterio de excitación y de
178
extrañeza vagaba en la
atmósfera. Más ¿qué otra
cosa podía suceder donde
la Princesa estuviera? En
la corte de su padre se la
tenía por un ser lleno de
impetuosidades y de
caprichos cuya voluntad
no podría ser resistida de
nadie. Nadie se hubiera

179
asombrado al oír
asegurar que su coche
acababa de pasar sobre el
cuerpo de un adorador
aceptado en un tiempo y
abandonado y rechazado
después. ¡No de otra
manera interpretaban su
carácter y sus actos
aquellas gentes!
Otto comprendía esto y
180
lo sentía; sabía que no
pocos superficiales
intrigantes hubiesen
pensado aún menos
favorablemente de ella, si
la hubieran podido tratar
tan íntimamente como él.
Sin embargo Fleta era pura,
inmaculada, virgen en
pensamiento y en alma.
Todo esto fue diciéndola
181
cuando después de salir de
la Catedral entraron solos
en el real carruaje. Habían
atravesado por entre la
multitud de felicitaciones
de los nobles, de los
personajes, de los
diplomáticos; habían
saludado, sonreído y
contestado cortésmente y,
sin embargo, ¡cuán lejos de
182
la escena estaban sus
pensamientos! No hubieran
podido decir a quiénes
habían visto, a quiénes
habían hablado. Todo se
desvanecía ante una sola
idea, ante un solo
pensamiento dominante.
¡Y aquel pensamiento
tenía a sus mentes tan
separadas una de otra
183
como los polos de la
tierra!
Fleta tenía embargada
toda su atención y
meditaba vastos
propósitos. Aquel
matrimonio no era sino el
primer paso de un
programa gigante y sus
pensamientos volaban
ahora desde aquellos
184
primeros pasos hasta los
últimos como cuando un

185
artista dibuja las primeras
líneas de un cuadro viendo
ya en su mente la obra
completa.
Otto, por su parte, no
tenía más que una sola
idea, que bien claramente
expresó en sus primeras
palabras:
–Fleta, ¿no os figurasteis

186
que dudaba de vos?
Nunca, sin embargo,
pensé en ello. Creí que
había reproche en vuestros
ojos; más estad tranquila.
¡Nunca, nunca he dudado!
No fue sino que aquel
grito tan terrible hirió mi
corazón. Más, ¿es cierto
que no te figuraste que
dudaba de ti?
187
¡Asegúramelo Fleta!
–No, no creí tal cosa –
replicó Fleta con
tranquilidad–.
¿Sabéis de quien era
aquella voz?
–No. No se podría
reconocer, ¡sólo podía
percibirse que era un grito
de martirio!
–¡Pues yo sí! –exclamó
Fleta–. ¡Ah, yo sí conocí
188
aquella voz! ¡Quien gritó
mi nombre fue Horacio
Estanol!
–¿Cómo entonces dijo
«Fleta, amor mío»? –
preguntó Otto–
. ¿Es vuestro amor?
–Sí –dijo Fleta sin
alterarse y con una calma
extraña–. Aún más,
querido Otto; me ha amado

189
hace largos siglos, cuando
este mundo tenía un
aspecto distinto. Cuando la
superficie de

190
la tierra permanecía inculta
y salvaje. Entonces
representamos esta misma
escena. Sí, Alan, nosotros
tres. Sin la pompa de hoy,
pero con el esplendor
natural de la belleza
salvaje y de los cielos
espléndidos. Pequé
entonces y expío mi falta;
una y otra vez me castigó
191
la naturaleza por mi
ofensa. Hoy, por fin, veo
más, comprendo más. Sé
que el pecado permanece.
Deseaba adquirir, poseer
para mi misma,
conquistar. Pues bien: he
conquistado. ¡Estoy
conquistando desde
entonces! ¡Oh, cuán
frecuentemente! Esa ha
192
sido mi expiación: la
saciedad. Ya no volveré a
gozar más. Desde mi
error, desde la esfera de
mi ligereza tomaré
fuerzas para elevarme de
este pequeño y miserable
escenario donde
representamos
continuamente los mismos
dramas a través del hastío
193
y del cansancio amoroso de
continuadas y
consecutivas vidas.
Otto permanecía
apartado de Fleta,
contemplándola
intensamente mientras
hablaba con aquella su voz
suave, pausada, vehemente
y apasionada. Cuando la
Princesa acabó, exclamó a
194
su vez después de pasar
su mano por la frente:
–¡Oh Fleta! ¿Es alguno
de vuestros encantos que
pesa sobre mí o he visto
cambiar realmente vuestro
rostro mientras hablabais?
¡Vuestro rostro se ha
convertido en el de alguien
no desconocido para mí!
¡Oh, cuán remotos, cuán
195
confusos recuerdos! He
creído percibir el perfume
de infinitas

196
florecillas. Decidme, Fleta,
decidme: ¿estáis soñando,
lo estoy yo? ¿He vivido
ciertamente antes de
ahora? ¿Os he amado?
¿Os he servido en otras
edades cuando el mundo
era joven?
–Nada más cierto que
todo eso, Otto –dijo Fleta.
–¡Ah! –exclamó él
repentinamente–. ¡Sí! ¡Lo
197
veo, lo siento, hay sangre
sobre vos, sangre en
vuestras manos!
Fleta alzó su bellísima
mano y la miró con infinita
tristeza.
–Así es –exclamó–. Hay
sobre ella sangre y la habrá
hasta que estemos más allá
del reino de la muerte y de
la sangre. En aquella
198
época me subyugasteis,
Otto; triunfasteis por la
violencia y por la fuerza,
sin saber que en mí había
una fuerza oculta de cuya
existencia no
sospechabais, una
voluntad agitadora y
vital. Podía haberos
aplastado. Pero ya había
usado una vez de la
199
fuerza de mi voluntad y
había visto el amargo e
incomprensible sufrimiento
que me produjo. Intenté
entonces investigar y
comprender la
Naturaleza antes de
volver a usar de mis
poderes. En tanto me
sometí a vuestra tiranía.
Vos os aficionasteis a ella
200
primero y la amasteis
después. A través de
vidas consecutivas habéis
llegado a amarla más
aún. Vuestros
dominadores deseos os
han proporcionado por fin
una Corona con un puñado
de soldados para
defenderla y media docena
de diplomáticos astutos
201
que

202
quieren la conservéis y
que creen que os pueden
obligar a hacer todo cuanto
quieran sus monarcas
respectivos. ¡Mas no!
Moved vuestros muñecos,
Otto. No me satisface tal
reino. Pienso ganarme mi
propia corona. He de ser
reina de almas, no de
cuerpos; reina en la
203
realidad, no en el nombre.
Fleta, pareció
envolverse en un velo
impenetrable de
desprecio cuando
pronunció sus últimas
palabras.
Otto en tanto se sentía
agitado por inexplicable
emoción. Por fin después

204
de una gran pausa habló.
Estaba cambiado. De su
gentil modo de ser, de su
dócil aspecto de
condescendencia, había
surgido repentinamente un
fiero y batallador espíritu
de oposición.
–¿De modo que
despreciáis la corona por
la cual os casasteis
205
conmigo? ¿No es así?
Bueno: yo os enseñaré a
respetarla.
Una rápida sonrisa cruzó
el rostro de Fleta.
No otra cosa que una
sonrisa fue la contestación
concedida a la regia
amenaza. Otto añadió,
mirando fijamente a la
Princesa:
206
–Sois una criatura
admirable y espléndida,
mas con un cerebro de
acero y un corazón según se
ve parecido al cerebro.

207
Habéis conseguido de mí
lo que habéis querido. Me
he sometido a la farsa o
mascarada de vuestra
Orden misteriosa. Me he
confiado a esos
traicioneros monjes que
me han vendado los ojos y
conducido a través de
secretos caminos.
¿Todo para qué? Iván me
170
ha hablado de
aspiraciones, de ideas, de
pensamientos que no han
hecho sino enfermar mi
alma y llenarla de
desesperación y de
vergüenza, pues yo creo en
el orden, en la regla
moral, en el gobierno! del
mundo de acuerdo con los
principios de la religión. Si
170
os dije que quería
pertenecer a la Orden fue
porque mi naturaleza
simpatizaba con sus
teorías confesadas. Pero
sus doctrinas secretas, tal
como las que he escuchado
de vos misma me son
odiosas. ¿Es para poner en
práctica esa vuestra no
sagrada doctrina o dogma
170
para lo que me habéis
propuesto que os entregue
mi vida? No, Fleta, no.
Ahora sois mi reina.
–Sí –dijo Fleta–. Soy
vuestra reina. Lo sé.
¡Cómo que he escogido
voluntariamente ese
destino! No necesitáis
decirme que poseo la
corona que me había
170
propuesto obtener.
En este momento
llegaron al Palacio. Allí
era preciso atravesar aún
una pesada serie de
ceremonias y de conversar
sobre infinidad de cosas
sin importancia, antes de
poder quedar de nuevo a
solas. Otto volvió a su
agradable y bondadoso
170
modo de ser habitual. Fleta
se sumergió en una de

170
sus abstracciones
y la corte adoptó
una política de
circunstancias.
Nadie se hubiera
atrevido a recibir una de
aquellas respuestas
satíricas que tan
prontamente acudían a sus
labios cuando era sacada
de uno de aquellos
171
estados.
Pero una persona, sin
embargo, se aventuró a
turbar su abstracción.
Contra lo esperado, fue
recibida con una sonrisa
deliciosa que partió
brillante de los labios de
Fleta como un haz de
rayos de luz.

172
Era Horacio Estanol.
Era Horacio, gastado,
pálido, convertido en una
sombra de sí mismo.
¡Cómo la miraron aquellos
ojos que ahora aparecían
extrañamente grandes!
¡Cómo se clavaron en ella
como si no existiera nada
más en el mundo!
Fleta le tendió su mano.
173
Su acompañante –un
oficial que le introdujera
hasta la regia estancia de
mala gana–, retrocedió
asombrado. Ahora
comprendía la insistencia
de aquel joven desconocido.
Horacio se inclinó sobre la
mano regia y puso sus
labios, por un instante,
junto a ella, mas no la
174
tocó y de su pecho salió un
gemido que llegó a los
oídos de Fleta.
–¿Me habéis
abandonado? –preguntó
ella con una voz
suavísima.

175
–Vos sois la que me ha
arrojado de su lado –
contestó él.
–Sea como decís, mas
habéis sobrevivido y nada
reclamáis ya. ¿No es así?
Lo leo en el mudo dolor de
vuestros ojos.
–Sí –dijo Horacio,
irguiéndose y
permaneciendo derecho
176
ante ella, dominándola
con su mirada–. No
lloraré ya por poseer las
estrellas, no cansaré más a
ninguna mujer con mis
penas ni mis súplicas; ni
os cansaré a vos siquiera.
No es deshonra
humillarse a las plantas
de personas como vos;
además, yo soportaré mi
177
dolor como hombre. He
venido aquí a deciros adiós.
Aún hoy conserváis algún
parecido con la Fleta a
quien amé. Más no le
conservaréis mañana.
–¿Cómo podéis saberlo?
–exclamó ella con
escrutadora mirada–.
Después añadió: Tal vez
tengáis razón. Mas… ahora
178
que no somos ya novios,
¿querríais comprometeros
a una cosa conmigo?
¿Seríais mi compañero
para emprender la gran
obra? Sé que no conocéis
el miedo.
–¿La gran obra? –exclamó
Horacio, llevándose una
mano a la frente.

179
–La gran obra, sí, de
esta mezquina vida.
Aprender una lección e ir
más allá de ella.

180
–Seré vuestro
compañero –dijo Horacio
con una voz normal y sin
entusiasmo.
–Entonces, encontraros a
las dos de esta misma
mañana en la puerta del
jardín por donde
acostumbrabais a entrar.
Eran en aquel momento

181
las doce de la noche.
Horacio lo notó al
marcharse y se volvió
para observar a Fleta.
¿Había pensado ella lo
que decía? Mas la Fleta
que él conocía había ya
desaparecido. Una reina
joven, fría, altiva e
impasible devolvía en
aquel momento el poco
182
interesante homenaje que
acababa de ofrecerle un
ministro extranjero. Los
convidados comenzaban a
retirarse. Fleta y Otto no
se habían propuesto
emprender viaje alguno
en honor de su boda. El
rey había mandado
habilitar la mejor ala del
regio palacio y en ella
183
permanecieron hasta que
se hubieron marchado los
convidados. Al día
siguiente Otto había
dispuesto conducir a su
esposa a su palacio; mas
hubo de ceder a los deseos
de Fleta y de su padre que
deseaban atrasar la
jornada.
Cuando el último
184
huésped hubo salido, la
Princesa se deslizó
rápidamente como una
sombra a lo largo de los
pasillos. Entró en su
cuarto y una vez en él
comenzó a despojarse
apresuradamente de su
traje de boda sin llamar en
su ayuda a sirvienta
alguna. Sobre un diván
185
estaban el traje y

186
el manto blanco que
llevara cuando intentó
penetrar en el recinto de
los místicos. Envolviéndose
en el manto se disponía a
salir de la estancia
cuando se encontró de
cara a cara con Otto que
había entrado sin hacer
ruido y estaba silencioso
ante ella. Fleta, al darse
187
cuenta de su presencia,
vario ligeramente de
dirección encaminándose
a otra puerta. Pero Otto
se interpuso de nuevo en
el camino.
–No –dijo–. No
abandonaréis esta noche
este cuarto.
–¿Por qué? –preguntó
Fleta mirándole
fríamente.
188
–Porque ahora sois mi
mujer y os lo prohíbo.
Permaneceréis aquí
conmigo. Venid, dejad que
os despoje de ese manto
sin molestia alguna: la
bata que lleváis bajo él os
sienta mejor aún que
vuestro traje de boda.
Diciendo esto comenzó a
desatar los broches que
189
cerraban el manto. Fleta
no hizo resistencia alguna,
pero continuó con los ojos
clavados en su rostro. El
no quería encontrar su
mirada, pálido como estaba
por la intensidad de la
pasión y del propósito…
Entonces Fleta le habló.
–¿Os acordáis –dijo– de
lo último que hicisteis
190
cuando estuvisteis con el
Padre Iván? ¿Os acordáis
de que,

191
arrodillado ante él,
pronunciasteis aquellas
palabras: «Juro obedecer al
maestro de la verdad, al
preceptor de vida»
–¿Aquel maestro y aquel
preceptor? –interrumpió
acaloradamente Otto–.
Reservé mi razón aún en
aquel cuarto impregnado
de incienso. Tal maestro y
192
tal preceptor no eran sino
mi propia inteligencia: así
formé la frase en mi mente.
No reconozco otro
maestro.
–¡Vuestra propia
inteligencia! ¡Cuándo aún
no habéis aprendido a
usarla! No, no fue ideado
así vuestro juramento. Lo
que hay es que después
193
reformasteis su sentido.
Cuando salisteis de allí y os
quedasteis solo,
comenzasteis a luchar por
vuestra egoísta libertad.
No, Otto. Aún no habéis
comenzado a usar vuestra
inteligencia. Sois un
esclavo de vuestros deseos
carcomido por el ansia del
poder y de las pasiones.
194
No me amáis; la que
deseáis es poseerme. Pues
bien, si creéis que vuestro
poder es tan grande,
ponedle a prueba.
¡Intentad arrancar este
manto de mis espaldas!
Otto se acercó y cogió
con sus manos el manto…
Mas de pronto, una
avasalladora pasión inundó
195
su ser y, apoderándose de
Fleta, la estrechó entre sus
brazos y apretó sus labios
sobre los suyos… Pero no
llegó, sin embargo, a
hacer ni lo uno ni lo

196
otro. Se rindió
instantáneamente en su
intento y retrocedió, pálido
y tembloroso.
Fleta estaba ante él
erguida y arrogante.
–Ya sabíais cuando
hicisteis aquel juramento –
dijo con voz reposada–, y
lo sabíais desde vuestra
alma, desde vuestro
197
verdadero y no cegado ser,
que os hacíais un mero
servidor de la gran Orden.
Vuestro juramento podrá
aún salvaros de vos mismo
si no lo violáis demasiado
brutalmente. Acordaos de
esto. Soy una novicia en
la Orden, vos un servidor;
estáis, pues, bajo mis
órdenes. Soy vuestra
198
reina, Otto, pero no
vuestra esposa.
Diciendo esto salió
pasando por su lado sin
que él pudiera hacer
esfuerzo alguno para
detenerla. Lo cierto era que
aún no le había
abandonado aquel
inexplicable temblor y
toda su fuerza estaba
199
empleada en contenerlo.
Sólo cuando Fleta hubo
traspasado la puerta
pudo gritar:
–¿Por qué, entonces, os
casasteis conmigo?
–Ya os lo dije –contestó
Fleta, deteniéndose un
momento–. Creo que os lo
dije. Yo tengo necesidad
de aprender a vivir lo
200
mismo en la llanura que
en la cima de las
montañas. Y no tengo
más camino para realizar
este propósito que el de
sacrificar mi vida como
reina vuestra en aras del
gran

201
propósito que perseguiría
si fuera la iniciada del
resplandeciente traje de
plata que deseo ser.
Ahora voy a comenzar mi
gran obra con la ayuda de
un amante que ha
aprendido a dominar su
amor.
Diciendo esto salió
majestuosamente. Parecía
202
mucho más alta que de
ordinario. Otto la dejó
marchar sin hacer ademán
algún, sin pronunciar una
palabra.

203
CAPITULO XII
Era una noche espléndida,
una noche de ambiente
saturado por el aroma de
las flores, una noche
llena de brisas
perfumadas.
Horacio estaba en el
umbral de la puerta,
apoyado en ella y
contemplando el cielo en el
204
que unos débiles matices
indicaban la futura salida
del sol. Era aquella una
noche clara, luminosa…
mas sin las claridades de
la luna… Una de esas
calurosas noches serenas
en las que se divisan los
caminos y nos se ven los
rostros de las personas
inmediatas… Una de esas
205
noches en las cuales se
pasea como en un
ensueño, por entre
sombras que vagan… En las
que el misterio del ambiente
y la oscuridad del
espíritu son iguales.
Horacio había caminado
hasta la puerta en donde
esperaba a la mujer que
amaba, a la mujer que
206
cualquier otro hombre que
la conociera no hubiera
podido menos de amar y
estaba allí tranquilo, sin
fiebre en sus venas, sin
alteración alguna en su
corazón o en su cerebro.
Allí permanecía
ensimismado, sumergido
en sus propios
sentimientos, aunque con
207
una tranquilidad tal que le
parecía como si hubiera
muerto el día anterior
cuando aquel inconsciente
grito se escapara de su
alma.

208
Un pequeño golpe sonó
de pronto en la puerta., y
en seguida se abrió.
Horacio pasó y se dirigió
con Fleta por la senda
bordeada de flores.
Marchaba ella
silenciosamente, con el
manto suelto sobre sus
espaldas, dejando ver sus
brazos desnudos cuando
209
dicho manto era agitado
por el aire.
–Vos que tanto sabéis,
decidme –preguntó
Horacio–.
¿Cómo conocéis tantas
cosas?
–Porque abrase mi alma
hace muchos siglos. Cuando
hayáis quemado vuestro
corazón seréis tan fuerte
como yo.
210
–Otra pregunta –dijo
Horacio–. ¿Por qué en
aquella iniciación
fracasasteis?
Fleta se detuvo de
repente y fijó sobre él una
dura y penetrante mirada.
¡Terrible fue su actitud en
aquel rápido acceso de
enojo! Mas Horacio la
miró sin inmutarse. Le
211
parecía que nada podría ya
conmoverle. ¿Estaba en
verdad muerto cuando así
podía soportar la
abrasadora luz de
aquellos ojos fascinantes?
–¿Qué es lo que os
impulsa a preguntarme
eso? –exclamó Fleta con
una voz tristísima–.
¿Deseáis, exigís saberlo?
212
–Sí, lo deseo.

213
Por un momento Fleta
ocultó su rostro,
dominada por secreta
angustia. Pero aquello no
duró sino un momento.
Después sus manos
cayeron a lo largo del
cuerpo y se incorporó con
su regia cabeza erguida.
–Es mi castigo –
murmuró–, es preciso. Se
180
dijo que yo descubrí cuan
absolutas son las ligaduras
de la Gran Orden.
Volviéndose
repentinamente hacia
Horacio le dijo con severo
acento:
–Pues bien: fracasé
porque había abrasado
mi alma y necesitaba

180
abrasar también mi
corazón. Porque, aún no
amando como ama la
generalidad hasta el punto
de que casi he olvidado lo
que significa pasión, rindo
culto a una naturaleza más
elevada que la mía, de tal
modo que tal culto puede
confundirse con el amor.
No he aprendido aún a
180
permanecer
completamente sola y a
considerarme tan grande
como cualquiera que luche
con sus mismas
posibilidades y con su
misma divinidad. Aún me
apoyo en otro ser, aún le
contemplo y aún ansío su
sonrisa sabiendo que no
he de encontrar descanso
180
alguno mientras continúe
en tal estado. ¡Oh, Iván, mi
preceptor, mi amigo, qué
tortura la de arrancar tu
imagen del fondo de mi
corazón! ¡Fuerzas,
poderes ocultos de la
indiferente naturaleza,
venid, venid en mi
auxilio!

180
Con los brazos dirigidos
al cielo terminó esta
evocación.
Horacio permaneció
silencioso ante la presencia
de aquella que más bien
que mujer parecía el
espíritu de la aurora… ¡Oh,
cuánto le impresionaron
aquellos acentos
inexplicables y pavorosos,
181
aquellos gritos de un
alma destrozada!
Sin observar al joven,
Fleta dejó caer
nuevamente sus brazos y
ciñendo el manto
alrededor de su cuerpo
marchó sobre la hierba
cubierta de rocío. Horacio,
silencioso y triste como
ella, aunque sin emoción
182
exterior alguna, siguió
sus pasos. Hacia algún
tiempo, el mismo día
anterior –parecía que había
transcurrido un siglo–
hubiera contemplado
aquellos oscuros y
ondulantes cabellos,
aquellos movimientos de
tan delicada figura; hoy ni
los veía. Repentinamente
183
Fleta se detuvo y,
volviéndose quedó frente a
él. Horacio, levantando sus
ojos lleno de sorpresa la
miró.
–Observo, Horacio, que
ha ya tiempo no os
devoran los celos. Me oís
hablar como ahora lo
habéis hecho, sin
convertiros en un salvaje.
184
¿Qué es lo que os ha
sucedido?
Mientras hablaba
parecía atravesar con su
mirada la impasible y
lánguida expresión del
rostro de Horacio. ¡Cómo
ansiaba que la respuesta
de éste fuese la que
esperaba!

185
–Estoy sin esperanza
ninguna –contestó.

186
–¿Sin esperanza de qué?
–De vuestro amor.
Comprendo ahora que
tenéis un gran propósito
en vuestra vida y que no
soy sino a manera del
grano de arena que cayó en
el torrente. Pensé que tenía
sobre vos algún derecho y
ahora veo que no lo tengo.
Hoy me rindo a vuestra
187
voluntad, ¿qué es lo que
me queda por hacer?
Fleta permaneció
pensativa durante un
momento; después miró su
rostro con amargura.
–Pues aún eso no es
bastante –dijo–. Vuestro
don ha de ser positivo.
Volviéndose de nuevo

188
marchó camino de la
casa. Todo estaba en ésta
en silencio; sus ventanas
permanecían cerradas;
debía estar evidentemente
desierta. Fleta abrió una
puerta lateral, por la cual
entró seguida de Horacio.
Después, siempre
precediéndole, atravesó por
oscuras y silenciosas
189
habitaciones hasta llegar al
laboratorio. Para Horacio
aquel cuarto tenía ahora
un nuevo aspecto. Miró,
asombrado, a su
alrededor: todo era
pálido… No ardía en la
lámpara incienso alguno;
no brillaba ya el color de
las paredes y tan sólo una
débil luz gris penetraba
190
por la claraboya del techo.
El resto del cuarto que no
estaba iluminado por la
claraboya permanecía en
la semioscuridad. Horacio
encontró, sin embargo,
suficiente luz

191
para ver que el objeto que
tanto odiaba no estaba allí
presente. Aquella
inexplicable y extraña
forma que antes le
horrorizaba había
desaparecido. Una
sensación de placidez había
ahora en aquella
atmósfera.
–¿Dónde está? –fue su
192
primera pregunta.
–¿Preguntáis por la
figura? ¡Oh! De nuevo
hacéis una pregunta a la
que estoy obligada a
contestar. Os diré, pues,
que no puedo usar de
aquel poder ahora; tengo
que ganar de nuevo el
derecho.
–¿Cómo lo ganasteis
193
antes de ahora? –preguntó
Horacio con interés
vivísimo.
Fleta se estremeció y
durante un momento la
arrogante majestad de
siempre volvió a surgir en
su rostro… Pero en breve
desapareció, y permaneció
de nuevo tranquila, gentil,
sublime.
194
–Os lo diré –repuso, y
con una clara y dulce voz
le susurró al oído:
–La gane tomando
vuestra vida.
Horacio la miró con una
perplejidad y asombro
indescriptibles.

195
–¿No os acordáis –añadió
entonces–, de aquella selva
y de aquellas vírgenes
tierras y límpido cielo tan
dulce y exuberante?…
¿No recordáis aquellas
florecillas de albaricoque
que se interponían entre
nosotros y los ardientes
rayos del sol? ¡Ah,
Horacio, cuán fresca y
196
vivida era la vida
entonces, mientras
vivíamos y amábamos, sin
entender el por qué de las
cosas! ¿No era dulce? ¡Oh,
yo os amaba; os amaba
mucho, mucho!
¡Cuán temblorosa era su
voz al decir esto! Tanto lo
era, que el aterido corazón
de Horacio volvió de nuevo
197
repentinamente a la vida.
Jamás hasta entonces
vibrara aquella voz con
tonos tan ardientes de
pasión y de ternura.
–¡Oh, Fleta mía!, ¿me
amáis aún? –dijo como si
despertara de un sueño.
Se dirigió a ella. Pero
parecía que Fleta lo

198
detenía violentamente con
un misterioso ademán de su
brazo desnudo.
–Con aquella pasión –
contestó ella–,
solemnemente no puedo
amar ya nunca. No he
olvidado completamente lo
que es el amor. Horacio,
no lo he olvidado. De no
ser así, ¿creéis, acaso, que
199
os hubiera encontrado de
nuevo en medio de las
muchedumbres de la
tierra?

200
Diciendo esto tendió hacia
él su mano, y cuando
Horacio la estrechó entre
las suyas sintió suave y
delicada presión
responder a su
estremecimiento.
–Os reconocí –siguió
diciendo la joven–, por
vuestros queridos ojos,
llenos en otro tiempo de
201
un amor tan puro por mí,
que eran como las
estrellas de mi vida.
–¿Qué fue, pues, lo que
se interpuso entre
nosotros? – preguntó
Horacio.
Fleta le miró de un
modo extraño, retiró su
mano y, envolviéndose

202
aún más en su manto,
murmuró esta sola
palabra:
–«¡Pasión!»
Una extraña emoción se
apoderó de Horacio.
Confusas reminiscencias
se despertaron en el fondo
de su espíritu.
–¡Ahora creo recordar! –
exclamó agitado por una
203
repentina exaltación–.
¡Dios mío! Ahora os
recuerdo, os veo ante mí
con vuestro hermoso y
descompuesto rostro y con
vuestros labios tan bellos
como las florecillas que
nos defendían del sol.
Ahora recuerdo, Fleta, que
os amaba como aman los
hombres, que anhelaba por
204
vos. ¿Qué mal había en
ello?

205
–Ninguno –contestó Fleta
que permanecía inmóvil
envuelta en su blanco
manto–. Ninguno, para
los hombres que sólo
aspiran a ser hombres y a
reproducir hombres, a no
ser, en suma, otra cosa ni
hacer otra cosa que esto.
Pero yo tenía dentro de mí
otro poder más fuerte que
206
yo misma y que era la
agitación de mi alma.
Nuestras dos almas,
Horacio, luchando juntas,
fueron víctimas de la
oscuridad de la vida y no
encontraron otra luz que
la del amor… Luz, sí, y
calor de ese que hace
posible a los hombres la
vida y que les infunde
207
esperanzas y alientos y les
permite esperar el
porvenir y les capacita
para crear otros seres que
llenen el tiempo futuro. En
aquellos antiguos días,
bajo las florecillas de la
frondosa bóveda, vos y yo,
Horacio, éramos niños en el
mundo, nos era nueva
toda la significación de
208
éste. ¿Cómo guiarnos?
Ignorábamos el gran poder
del sexo, estábamos en el
borde de su conocimiento.
¡Así sucederá siempre! ¡No
puede pasarse por una
experiencia adivinándola!
Nosotros no pasamos. Yo
no sabía lo que hoy sé,
Horacio. De saberlo, no
hubiera arrebatado
209
vuestra vida. No hubiera
sido una simple fiera. Más
no sabía entonces nada.
Hicisteis uso de vuestro
poder, hice uso del mío y
vencí. Necesitaba poder; y
dándoos muerte como lo
hice, dominada por
aquella única emoción,
logré lo que deseaba. Pero
no en seguida, necesité
210
sufrir

211
pacientemente, necesité
luchar por comprenderme a
mí misma y a la fuerza que
laboraba en mi interior.
Luché vida tras vida,
encarnación tras
encarnación. No sólo me
amabais, sino que erais
mío, os había conquistado
y usaba vuestro amor y
vuestra vida para mis fines
212
propios, para aumentar mi
poder, para crear la vida y
la fuerza que necesitaba.
Merced a ella me hice
conocedora de la magia,
leí con mi vista interna
los misterios de la
Alquimia, comprendí los
secretos de la fuerza. Sí,
Horacio, soy lo que soy
por vos. Por vos he
213
llegado a librarme de las
cargas comunes a la
Humanidad, de sus
pasiones, de sus deseos
personales, de sus
fatigosas experiencias. He
visto al egipcio y al romano
de las antiguas y soberbias
civilizaciones y he visto
los actuales tratando de
reproducir sus pasados
214
placeres y su pasada
magnificencia.
¡Ah, cuán inútil esfuerzo!
Vida tras vida, cuando
éstas son de placer y de
egoísmo, se llega al
cansancio del vivir que
mata las almas humanas
y oscurece el
pensamiento. Pero vos y
yo, Horacio, hemos
215
escapado de este destino
fatal. No quisiera vivir de
nuevo como he vivido
antes de ahora. No
quisiera usar del principio
de vida que hay en el amor
por mero placer o por traer
eidolones a la tierra… Resolví
elevarme, levantarme yo
misma y levantaros, y crear
para siempre con nuestro
216
amor algo más noble que
nosotros mismos. Lo he
logrado, Horacio,

217
lo he logrado. ¡Estamos a
la puerta de la primera
iniciación! Fracasó mi
primera tentativa por
falta de fuerza y por no
haber podido arrancar
completamente de mi alma
la imagen de mi maestro.
Le busqué como apoyo tal
vez, tal vez por encontrar
el consuelo de tener junto a
218
mí un rostro conocido.
¡Ah, Horacio, dadme
fuerza! ¡Sed mi compañero!
Ayudadme a entrar y
vuestra fuerza os será
devuelta centuplicada.
¡Vuestra recompensa será
así mismo la entrada!
Se había transformado por
instantes según hablaba.
Parecía en aquellos
219
momentos una sacerdotisa;
parecía haber en ella algo
divino. En aquellos
momentos se elevaba su
cuerpo y su ser entero; se
elevaba como una llama…
Los primeros rayos del sol
naciente atravesaron la
claraboya, iluminando su
rostro transfigurado y su
espléndida cabellera.
220
Horacio la contemplaba
como un idólatra a su
ídolo.
–Os pertenezco. Soy
vuestro –dijo arrebatado–.
¿Cómo os lo puedo probar?
Ella le tendió su mano y
su mirada se fundió con
la del joven.
–Juntos descubriremos el
gran secreto, Horacio –
221
dijo–. No podéis ya
confiaros más en mi sin
conocimiento de lo que
hacéis. Hasta aquí
nuestras vidas no han sido
sino las vidas de

222
la flor… Hoy necesitamos
entrar en el período en el
que nace el fruto…
Encontraremos el poder
que representa el sol;
descubriremos el puro
poder creador. ¡Pero aún
no tenemos fuerzas!
Siento a veces terror y a
veces tiemblo. A mayor
fuerza corresponde aún
223
mayor sacrificio.
En aquel momento la luz
desaparecía de su rostro.
Volvió su cuerpo y se
sentó en la sombra en un
amplio diván.
Horacio sintió que una
intensa sensación de
tristeza, de simpatía y de
nostalgia penetraba en su

224
espíritu. Sentado al lado
de la Princesa y con una
de sus pálidas manos
entre las suyas, cayó en
una meditación profunda.
Así estuvieron sentados,
silenciosos… Así
estuvieron durante largas
horas, hasta que el sol
brillaba alto en el cielo. La
habitación estaba aún
225
tranquila, oscura y llena
de sombras.

226
CAPITULO XIII
Aquel mismo día, Horacio
recibió asombrado la
noticia de que tenía un
puesto oficial en la corte,
un puesto que le
permitiría estar
continuamente al lado a
Fleta. Apenas fue
nombrado hubo de arreglar
su equipaje por tener que
190
seguir a Fleta a sus
dominios. Nadie pudo
decir cómo esto fue
realizado y Horacio menos
que nadie, y más cuando
observó que al ser
presentado al rey Otto, éste
le miraba con antipatía y
desconfianza. Antes de
pertenecer a la corte, el rey
Otto no se había fijado en
190
él, más ahora no sucedía
así. Horacio, sin embargo,
ya sabía que servir a Fleta
era una dura servidumbre y
la había aceptado con todas
sus consecuencias. Ningún
otro camino le quedaba
fuera de éste; la vida era
inconcebible sin ella y aún
sin el dolor producido por
su penoso servicio.
190
Prefería sufrir de aquella
manera a gozar cualquier
otro género de placer. ¿Qué
placer podía existir
apartado de Fleta?
Sin embargo, dudaba de
ella.
Fleta había escogido una
compañera de sangre real
para que viajase con ella;
una joven Duquesa que
190
llevaba su mismo apellido.
Esta joven, recién salida
del colegio, desde donde
directamente fue llevada
a la corte, había reunido
en torno suyo una corte
de admiradores. No era
muy hermosa y

190
ciertamente no tenía
talento alguno; acompañar
a Fleta le parecía
encantador; pues con ella
visitaría otra corte donde
encontraría nueva serie
de adoradores.
Muy extraño le pareció a
Horacio que la Princesa
escogiese a esta niña como
compañera, no porque la
191
Duquesa fuese más joven
que Fleta –pues casi
parecían de una misma
edad–, sino porque Fleta
parecía llevar en su
hermosa cabeza la
experiencia de muchos
siglos, mientras la Duquesa
no era sino una pueril
colegiala educada en la
etiqueta de la corte.
192
Decidió que este viaje lo
realizarían los tres en el
carruaje propio de la
Princesa. Ésta, con gran
naturalidad se negó a que
les acompañara su marido.
Cuando el Rey Otto se
dirigió a ella con tal
motivo, Fleta se limitó a
contestar:
–Me cansaríais y además
193
tengo que hacer.
Así partieron. Al ocupar
su asiento Horacio no pudo
menos de recordar aquel
extraordinario viaje,
también en coche, en que
los tres compañeros fueran
la Princesa, el Padre
Amyot y él.
Este recuerdo le hizo
pensar en el Padre
194
Amyot; ¿qué habría sido
del sacerdote a quien no
volviera a ver en la
ciudad? Preguntó por él a
Fleta.

195
–No me sirve para nada –
contestó ella fríamente.
La jornada era larga y
fatigosa para Horacio,
pues la Duquesa, no
encontrando con quien
coquetear se empeñó en
divertirse con él, mientras
Fleta permanecía reclinada
en un ángulo del coche
hora tras hora con los ojos
196
cerrados. ¿Cuál era el
objeto del viaje? Horacio,
que había oído la
contestación de Fleta al
Rey Otto, se perdía en
conjeturas. Sin embargo, al
observarla atentamente
vio que su rostro había
cambiado. Estaba ahora
más impenetrable, más
inmóvil, más llena de
197
energía.
Un extraordinario
incidente vino a
interrumpir el viaje,
cuando esperaban llegar
aquella misma noche a su
destino.
Durante todo el día Fleta
había permanecido
silenciosa, sumida al

198
parecer en una profunda
meditación, más cuando
algunas veces Horacio la
observaba, veía que sus
labios se movían como si
hablase. Siempre que podía
se sentaba frente a ella;
más no siempre era
posible, porque la joven
Duquesa se obstinaba en
hablar con él, y como el
199
coche era muy ancho y
espacioso, tenía que
mudar de posición para
poder oír sus palabras.
Pero fue anocheciendo y
la Duquesa, tal vez
cansada, se arrellanó
medio adormilada en uno
de los ángulos del
carruaje.

200
Horacio aprovechó la
ocasión para pasarse al
ángulo enfrente de Fleta.
Tan oscura era la noche
que apenas podía verla. En
el techo del carruaje
colgaba una lámpara que él
no encendió por temor de
molestarla, tal vez
porque no le
desagradaban la quietud
201
y la oscuridad. Sentíase
en esta oscuridad más a
solas con Fleta e
intentaba adivinar sus
pensamientos sin el
estorbo perpetuo de los
perspicaces ojos de la
pequeña Duquesa.
Se sentó y permaneció
frente a Fleta
contemplando su
202
espléndida belleza. Aquella
situación era insoportable;
sin embargo, el hombre se
despertó al fin en él y le
dominó. Hubo un momento
en que, inclinado sobre
Fleta, pasó ligeramente su
mano sobre ella… No
había terminado aquel
movimiento cuando la
Duquesa lanzó un agudo
203
grito.
–¡Dios mío! –exclamó con
voz aterrorizada–. ¿Quién
está con nosotros en el
coche?
Se arrodilló sobre el suelo,
entre Fleta y Horacio; su
terror era tan grande que
no sabía lo que hacia.
Horacio se acercó a ella e

204
instantáneamente
descubrió que tenía razón
la joven. Además de él,
había otro hombre en el
carruaje.

205
–¡Ah! ¡matadle! ¡matadle!
–gritó la joven con una
angustia y un terror
indecibles–; es un
salteador, un ladrón, un
asesino.
Horacio se precipitó sobre
aquella persona a quien no
podía divisar. Un instinto
de propia defensa, de
defensa de las mujeres
206
que con él iban, se
apodero de su espíritu.
Aquel hombre también se
había levantado. Ciega y
furiosamente le atacó con
fuerza extraordinaria.
Horacio era joven y
vigoroso y aunque su
estructura no era atlética,
ahora, no obstante, lo
parecía. Se encontró, sin
207
embargo, con que su
adversario era más fuerte
que él… Se entabló una
lucha terrible. El coche
continuaba corriendo
velozmente a través del
invisible paisaje; Fleta
podía haberlo detenido si
hubiera abierto la
ventanilla y avisado a los
postillones. Pero
208
permanecía inmóvil como
si estuviera desmayada, y
la pequeña Duquesa
temblaba en el suelo a su
lado. Esta mujer
aterrorizada no tenía la
suficiente presencia de
ánimo para pensar en
detener el coche o reclamar
socorro. En tanto los que
luchaban tan pronto
209
estaban sobre las das
mujeres como en el otro
lado del coche; era una
lucha horrible, mortal,
espantosa, y el silencio
mismo en que se
verificaba aumentaba su
horror. No se oían gritos
ni exclamaciones, sólo los
rugidos sordos, las
respiraciones ansiosas, los
210
sonidos terribles que salen
de la garganta de un
hombre cuando lucha por
su vida… Nadie podría
decir el

211
tiempo que duró este
horrible combate; Horacio
no tenía idea del
transcurso del tiempo. El
salvaje dormido en él
había despertado y le
dominaba. Había perdido
toda idea y toda
conciencia excepto la del
peligro… Su único
pensamiento, lo único que
212
le preocupaba, era matar,
matar, matar. Y esto hizo.
Hubo un momento en el
que su adversario estuvo
debajo de él. En este
instante usó de todas sus
fuerzas hasta que se oyó un
gemido, un horroroso
gemido… Después nada,
silencio absoluto durante
un corto espacio de tiempo.
213
Nadie se movía. La
Duquesa estaba petrificada
de horror. Horacio había
caído exhausto; más aún,
trastornado… Un tropel
de confusas emociones,
además de las de su furor
salvaje, comenzaron a
despertarse en él ¿Qué?
¿Quién era el ser cuya
vida había destruido?
214
En aquel momento los
caballos comenzaron a
galopar, pues entraban
por las puertas de la
ciudad. Horacio bajó con
estrépito la ventanilla
que tenia más cerca y
gritó: ¡Luces!
¡Traed luces!
El coche se detuvo e
inmediatamente una
215
multitud se acercó a las
ventanas; el resplandor de
las antorchas penetró por
ellas iluminando su
interior. La pequeña
Duquesa yacía en un
rincón, sumida en mortal
desmayo; Fleta, sentada,
erguida y pálida, pero con
gran calma. ¡Y nada más!
Nadie había allí
216
muerto o vivo a la vista de
Horacio, sino Horacio
mismo… Éste, ante
semejante descubrimiento,
sumergió su rostro en las
almohadas del carruaje, y
nunca supo lo que le pasó..,
si lloró.., rió.., o maldijo…
Tan sólo el extraño sonido
de su propia voz oyó en
sus oídos…
217
Detrás del coche de Fleta
venía otro lleno de
servidores; y cuando el
suyo se detuvo tan
repentinamente, todos se
apearon dirigiéndose con
presteza hacia las
portezuelas.
–La Duquesa se ha
desmayado –dijo Fleta
levantándose para ocultar
218
a Horacio–, la jornada ha
sido demasiado larga.
¿Hay alguna casa cerca en
donde pueda estar
tranquila un momento
hasta que se encuentre con
fuerzas para ir a Palacio?
Inmediatamente fueron
hechos diferentes
ofrecimiento de ayuda y la
pequeña Duquesa fue
219
conducido a un sitio de
descanso entre los
sirvientes y otras
personas.
–¡A palacio! –gritó
entonces Fleta cerrando la
portezuela y corriendo las
cortinas. El postillón hizo
partir los caballos al
galope.

220
Más en aquel momento
la sangre de Horacio
comenzó a arder en todo
su cuerpo… ¿No eran los
brazos de Fleta los que
rodeaban su cuello? ¿No
eran los labios de Fleta los
que

221
besaban ardientemente su
cara, su frente y sus
cabellos? Se volvió
asombrado.
Decidme la verdad –
exclamó–: ¿no sois un
demonio?
–No –contestó ella–. Yo
busco únicamente las leyes
de pura bondad que
gobiernan la vida. Pero
222
estoy rodeada de
demonios y vos acabáis de
matar uno de ellos esta
noche. Más,
¡callad, os lo ruego!
Acordaos de lo que
representáis ante el
mundo. Mi padre está en la
puerta del Palacio
aguardándonos para
recibirnos.
223
Diciendo esto se detuvo el
coche y la Princesa saltó al
suelo. Horacio la siguió
tambaleándose,
destrozado. Tuvo que decir
a los que le hablaron que
se encontraba enfermo.
Después se detuvo
contemplando el admirable
espectáculo que tenía ante
su vista.
224
CAPITULO XIV
El gran salón del Palacio
estaba espléndidamente
iluminado por grandes
dragones de oro, colocados
a cierta altura sobre las
paredes; dentro de las
extrañas figuras había
poderosas lámparas que
despedían luz, no sólo por
los ojos y las abiertas
225
bocas, sino también por las
agudas garras. Estaba el
amplio salón iluminado
por todo aquel resplandor
y los trajes de la
servidumbre reunida abajo
parecían asimismo de luz.
Era tarde y Otto se había
negado a autorizar otra
manifestación más de
fiesta durante aquella
226
noche. Pero cuando Fleta
se despojó de su manto y su
velo de viaje, pudiera haber
sido ella sola el centro de
cualquier apoteosis. No
mostraba huella alguna
de cansancio, ni aún de la
extraña emoción por la que
acababan de pasar.
Estaba pálida, pero su
rostro sereno ostentaba
227
su altiva y majestuosa
expresión. Su vestido de
encaje negro rodeaba sus
formas como una nube.
Otto se llenó de orgullo al
ver su belleza y dignidad
supremas, pero también se
llenó de odio al observar
que sus ojos nunca
buscaban a los suyos y que
le trataba con la misma
228
cortesía que pudiera
emplear con un extraño.
Nadie podía notar esto sino
él mismo y acaso Horacio,
si éste hubiera podido
fijarse en algo distinto de
Fleta.

229
Después de unos
momentos pasados en
medio de la pequeña
muchedumbre reunida en
el gran salón, Fleta
propuso retirarse a sus
habitaciones para pasar la
noche. Más antes de
retirarse llamó a Horacio.
–La Duquesa ha de venir
a verme esta noche –dijo
230
ella–. Deseo verla en mi
propio cuarto. Enviad un
coche y sirvientas para
que la traigan.
¡Cómo resplandecían
sus ojos! ¿Los había visto
brillar antes de ahora tan
vívidamente?
–Decid una cosa –
exclamó Horacio con voz

231
ronca–. Creo que habéis
tomado para vos la vida y
aún el cuerpo de aquel ser
que maté. ¿No es cierto?
–Sois astuto –dijo Fleta
riéndose–. Sí; es verdad:
mi ser entero es más fuerte
por su muerte; absorbí su
poder vital en el instante
en que se lo arrebatabais.

232
–¿Y él? –preguntó Horacio
con ojos extraviados.
–Era uno de esos seres ni
humanos ni bestias que
persiguen a los hombres
para su mal, que el vulgo
llama fantasmas o
demonios. Le he hecho un
favor al fundir su vida en
la mía.
Horacio se estremeció
233
violentamente.

234
–¿Dudáis de mí? –dijo
Fleta con gran calma–
¿Dudáis que no sea quien
soy? Sea así. Vuestra
opinión me es indiferente;
no podríais remedir el
amarme y servirme
Nacimos bajo la misma
estrella. Ahora id y dad
órdenes acerca de la
Duquesa.
235
¡Bajo la misma estrella!
Aquellas palabras no
habían llegado a sus oídos
hacía ya mucho tiempo y,
sin embargo,
¡cuán horriblemente
verdaderas eran! Porque él,
Horacio, era quien había
en verdad cometido aquel
hecho atroz, quien había
dado muerte a aquella
236
invisible e inimaginable
criatura. El horror le hacía
juntar fuertemente las
manos al pensar que había
tocado a aquel ser. ¿No
podía haber sido algún
ser bueno que trataba de
derrotar a Fleta? ¡Oh, cómo
dudaba de ella! Sin
embargo, al dudar tan
profundamente, hasta la
237
misma tierra parecía que se
hundía a sus pies. El
mismo, su vida, todo se lo
hubiera dado a ella,
buena o mala.
Tambaleándose y
oprimido por tan terribles
pensamientos, Horacio se
encontró al lado de una de
las mesas en que se servía
la cena. Allí se sentó
238
exhausto intentando
reparar sus fuerzas; creyó
le sería posible comer. No
pudo, sin embargo;
entonces bebió; pero de
pronto recordó que tenía el
encargo de velar por la
Duquesa y se levantó.
Ésta no hacía mucho
había sido conducida al
Palacio; no podía
239
sostenerse en pie, pues
acababa de salir de un
síncope y parecía estar
apunto de sufrir otro.
Entonces se

240
desarrolló una extraña y
violenta escena que por
fortuna muy pocos
presenciaron. Cuando
Horacio conducía a la
Duquesa por los pasillos,
Fleta, con su traje de
camino, les salió al
encuentro. Pero no había
acabado de verla la joven
Duquesa, cuando comenzó
241
a gritar como si estuviera a
la vista de algún terrible
objeto: no permitía que
Fleta la tocara y además
se negaba rotundamente
a entrar en la estancia.
–Pero si tenéis que estar
conmigo –decía Fleta en
voz baja.
–¡No, no estaré! –gritaba
la Duquesa. Su resolución
242
era tan firme que asombró
a todos los que la
conocían. Después de esta
escena se alejó sin ayuda de
nadie a lo largo del pasillo;
al hacer esto se encontró
con el joven Rey que
había oído los penetrantes
gritos y no había podido
resistirse a saber lo que
acontecía.
243
–¿Qué os sucede,
primita? –preguntó al ver
su rostro agitado y
surcado de lágrimas.
–¡Fleta quiere que
permanezca en su cuarto
toda la noche! Pero no lo
haré. ¡Oh! Es un demonio,
me mataría o haría que su
amante me matara y
nadie volvería a saber de
244
mí. ¡No!
¡No!
Hablando así se
precipitó sobre los anchos
escalones dejando a Otto
como herido por un rayo.
Pero como algunas

245
personas se habían
reunido en el descanso de
la escalera, disimuló y, con
duro y sereno rostro,
atravesó por el pequeño
grupo sin hacer
observación alguna. Pero
desde allí marchó
inmediatamente al cuarto
de Fleta. Allí estaba ella,
de pie, silenciosa, oscura
246
como una sombría
estatua. Allí estaba
también otra persona:
Horacio Estanol. Se
encontraba éste en la más
extraordinaria agitación,
lanzando ávidas palabras y
acusaciones. Algo horroroso
parecía dominarle y
cegarle, pues no observó la
entrada del Rey. Fleta sí la
247
notó, sin embargo, y
volviéndose hacia él le
sonrió de una manera
extraña, dulce, sutil…
Raras eran, en verdad, las
veces que Fleta le había
mirado de aquel modo. El
corazón de Otto saltó en
su interior y el joven Rey
se reconoció esclavo de
ella; la amaba más a cada
248
momento, bastaba que
Fleta le mirase con dulzura
para que su alma se
abrasara en ardor. Pero
aquel era, en verdad, un
ardor salvaje. Así pues, se
volvió a Horacio y contuvo
sus palabras con una
repentina y severa orden.
–Abandonad esta
estancia –dijo–. Lo mejor
249
que podíais hacer sería
ver al doctor Brándem
antes de acostaos, pues
tenéis fiebre, o estáis loco.
Idos en seguida.

250
Horacio estaba en un
estado en el que una
orden dada en tono tal,
reemplazaba la acción de
su propio cerebro;
maquinalmente obedeció.
Esto era lo mejor que podía
haber hecho, pues
realmente tenía fiebre.
Tal vez, si no hubiera
obedecido al Rey y no
251
hubiera visto al médico
de Palacio, hubiera vagado
delirando toda la noche. El
doctor, después de verle, le
obligó a tomar un calmante
y retirarse a su lecho, en el
que no tardó en rendirse a
un sueño tan profundo
como la muerte.
Una vez que Horacio
hubo salido, Fleta cerró
252
tras él la puerta y,
volviéndose hacia Otto, le
dijo dulcemente:
–No hagáis que haya esta
noche un combate de
voluntad entre nosotros.
Os prevengo que soy
mucho más fuerte que
antes; ahora soy mucho
más fuerte que vos. Ya
visteis antes de ahora que
253
ni siquiera podíais
acercaos lo suficiente
para tocarme. Dejadme
descansar tranquila; deseo
conservar mi belleza,
tanto por vuestro bien
como por el mío.
Otto reflexionó durante
unos instantes antes de
contestar al extraordinario
discurso. Después habló
254
con dificultad; su frente
estaba sudorosa.
–Sé que nada puedo esta
noche contra vos Fleta –
dijo–, no puedo ni siquiera
aproximarme a donde
estáis. Pero estad

255
prevenida; intento
profundizar el misterio de
vuestro ser. Intento
conquistar y lo haré,
aunque para ello tenga
que visitar el propio
infierno en busca de una
magia más fuerte que la
vuestra.
Fleta se despojo de su
traje de camino y se puso
256
un cobertor de seda blanca
que su doncella le había
traído; aflojo después sus
cabellos dejándoles caer
sobre sus hombros El
cobertor dejaba asomar a
través de sus amplias
mangas los desnudos
brazos de Fleta…
¡Oh, cuan hermosa
parecía! A su lado se veía
257
el ancho mullido lecho con
sus sábanas de seda
terminadas en encajes y su
colcha bordada de oro. Se
echó Fleta sobre él y sus
blancos párpados fueron
cayendo lentamente
hasta cerrarse Las
pestañas sombrearon
entonces oscuras líneas
sobre sus mejillas. En
258
breve quedó dormida en un
sueño más profundo que el
que pudieran producir las
mismas drogas; conocedora
de los misterios de la
naturaleza, sabía
sumergirse en sueños de
reposo absoluto de los
que se despertaba como
de un nuevo, nacimiento
Otto, inmóvil, había
259
contemplado aquella
escena encantadora
sintiendo ardorosa su
cabeza, aunque helado su
corazón ¡La amaba tan
ardientemente y al mismo
tiempo tan sin esperanza!
Ningún esfuerzo de su
voluntad le impedía
acercarse a ella. Estaba
en absoluto protegida y
260
perfectamente aislada de
él. Nada mas extraño que
aquel infantil descanso a
unos cuantos pasos de un
hombre y más siendo este
hombre esposo, dominado
por una pasión fiera llena
de deseo y de insaciables
ansiedades. En aquellos
momentos la aurora
penetraba a través de las
261
ventanas
Otto retrocedió y salió
de la estancia. Después
bajó lentamente la escalera,
atravesó los pasillos;
descendió nuevas escaleras
y llegó, por último, ante
una puerta que abrió.
Aquella era la entrada
lateral del gran jardín. El
aire de la mañana se
262
respiraba allí suavemente.
En la frescura espaciosa del
temprano cielo su
enloquecido espíritu
pareció encontrar alguna
esperanza. Atravesó
entonces el parque y se
dirigió hacia una colina
que estaba ante su vista.
Desde su cima podría
contemplar la ciudad
263
entera y aún la comarca
que la rodeaba…
Subió como pensaba.
Aquel espectáculo le
calmo, despertando sus
energías. Comprendía
que él no era un pequeño
Príncipe. Que si su reino
era pequeño y su capital
podía ser vista de uno a
otro extremo desde la
264
cima de aquel cerro, los
demás estados Europeos no
dejaban de mirarle con
interés.

265
Por su parte, Fleta salió
también a la luz de la
mañana no mucho
después que él. Con su
traje blanco vagó por los
jardines arrancando
algunas rosas con las que
engalanó su cintura. El
resplandor de juventud
de la suprema belleza
brillaban en su rostro
266
cuando volvió a estar entre
las flores. Había
humedecido el rocío sus
suaves mejillas y labios, y
unas cuantas gotas que
saltaron de un rosal, más
hermosos que diamantes,
brillaban en sus oscuros
cabellos. No tardó en
enviar mensajeros para
saber de Horacio y de la
267
Duquesa; después esperó
las respuestas apoyada
contra la puerta- ventana
por la cual había entrado.
¡Oh, qué brillante figura la
suya ante la fuerte luz
que la hacía resplandecer
como una joya! Por fin
llegaron las respuestas. La
Duquesa había estado muy
enferma durante la noche y
268
el doctor, que aún
continuaba a su lado, no
permitía que fuera
molestada. Horacio
permanecía en el lecho,
sumido en su profundo
sueño.
–Despertadle –dijo la
joven Reina–, y decidle
que le aguardo dentro de
una hora en el cenador de
269
las magnolias.
Nuevamente comenzó a
pasear por el jardín. Era
éste un jardín
completamente apartado,
al que rodeaban muros
altísimos y protegían
espesos árboles del ardor de
los rayos del sol. Era
además un verdadero
vergel de flores. En aquel
270
momento Fleta se sentía
completamente feliz ante
tales

271
bellezas. Su mente se
tornaba como si fuera niña,
cuando se encontraba en
reposo o impresionada
por las bellezas
naturales. Aún arrancó
alguna rosa más, de las
que especialmente le
agradaban. Cuando fue la
hora de acudir al cenador
de las magnolias parecía la
272
Reina de las rosas; con tan
exquisito gusto había ido
adornándose con ellas.
Era el cenador de las
magnolias la gran belleza
del jardín. Estaba enfrente
de las ventanas, aunque
separado de ellas por un
espeso alfombrado de
hierba. En un principio
habíase construido
273
únicamente el cenador, y
después la larga alameda
que seguía hasta la mitad
del muro del jardín.
El abuelo de Otto, cuando
lo mandó construir, había
hecho plantar, a su lado,
toda clase de árboles
raros y de plantas
trepadoras. Pero el sitio
había sido más favorable
274
a las magnolias que a las
otras especies de plantas, y
tanto se habían
desarrollado éstas que
habían hecho
completamente suyo aquel
lugar, embelleciéndolo en
invierno con sus grandes y
verdes hojas dispuestas
en trepadoras masas,
dándole un aspecto aún
275
más hermoso cuando
comenzaba a florecer. Fleta
había sido fascinada por la
belleza de aquel sitio desde
que le vio. En él se sentía
feliz.

276
Allí la encontró Horacio
paseando de uno a otro
lado. Le parecía la
plasmación de la belleza
suprema.
Fleta parecía más joven,
más hermosa, más
expresiva que nunca. La
riqueza pura de las flores
que sobre ella había
colocado, excedía a la de
277
todos los diamantes y
adornos posibles. Tan
extraña criatura era
especialmente natural. Lo
era lo mismo en su casa
que entre las flores o en la
cima de las montañas o en
presencia de los
cortesanos…
–Sentaos aquí –dijo a la
vez que se reclinaba en un
278
blando diván que había en
una de las sombreadas
esquinas. ¡Ah, cuán
tranquilo y dulce está el
ambiente!
Después de una pausa
continuó diciendo:
–Estáis mejor, lo veo.
Habéis dormido como un
muerto. Así lo esperaba,
aunque tal vez pudiera no
279
haber sucedido. Ahora
necesito hablaros. Sabréis
que nuestra obra se acerca
y que al mediodía he de
estar vestida y pronta
para ir a la gran Catedral
donde he de ser coronada.
Desde ese momento estaré
en público todo el día,
hasta bien entrada la
noche. He aprendido a
280
vivir aislada en medio de
la muchedumbre y a
hacer un papel
desconocido por todos. Vos
haréis lo mismo. Hoy
empieza nuestra obra,
hemos ganado la suficiente
fuerza para emprenderla.

281
Horacio se estremeció
comprendiendo que aludía
a aquella terrible escena
del día anterior, cuando
en la oscuridad del
carruaje destruyó aquel
extraño ser.
–Fleta –dijo con bastante
tranquilidad–: ¿recordáis
lo que estaba diciendo
anoche cuando se me
282
ordenó que os dejara?
¿Recordáis que os estaba
pidiendo una explicación
antes de trabajar más por
vuestra causa?
–Sí, la pedíais. Por eso fue
por lo que os mandé llamar
aquí, para dárosla hasta
donde podáis entender…
Hizo una pausa
momentánea y luego
283
continuo hablando de esta
manera:
–Hemos hablado de las
vidas que en remotos
tiempos vivimos juntos,
Horacio, cuando nos
amamos, nos perdimos y
nos separamos tan sólo
para volver a encontrarnos,
amarnos y perdernos de
nuevo. A manera de las
284
flores que anualmente
nacen y luego mueren,
hasta que otra nueva
estación les da nueva vida,
así una vez cada eón
hemos florecido sobre esta
tierra y hecho brillar la
flor suprema que la tierra
puede producir, la flor del
amor humano. Tal vez no
comprendáis esto,
285
Horacio, porque no
reclamáis vuestra
experiencia y
conocimiento; sois débil y
contentadizo, os falta la fe,
tenéis amor a la vida. Por
esto es por lo que sois mi
servidor. El poder que
adquirí cuando por vez
primera nuestras almas se

286
encontraron en esta
tierra, no me lo habéis
arrebatado. He
continuado siendo vuestra
dominadora. Ahora os
animo para que uséis de
toda voluntad y os
acerquéis a mi en
conocimiento y poder,
pues ya no os necesito
como servidor sino como
210
compañero. Sabéis que
hace poco traté de
iniciarme en la Blanca
Hermandad, esa Orden
majestuosa que dirige el
mundo y que tiene en sus
manos las riendas del
Universo estrellado.
Sabéis que mi intento no
obtuvo resultado. No me
pesa el haber tenido valor
210
para probarlo; hubiera sido
cobarde si hubiera
retrocedido cuando el
mismo Iván estaba pronto
a conducirme al lugar de
la prueba, más, ¡ay!,
concedía demasiado valor
a mis esfuerzos. Había
pasado por un aprendizaje
tan largo, había pasado a
través de tantas vidas, que
210
creí que todo amor
humano, todo aquel amor
que se adhiere a una sola
persona en el mundo,
había sido para siempre
arrancado de mi corazón en
sus mismas raíces. Creí
que había sido arrojado
de mí para siempre, que
aunque trabajara por el
género humano, aunque me
210
entregara a quien deseara
mi ayuda o mis
conocimientos, podría
permanecer aislada sin
apoyarme o dirigirme a
nadie. Creí asimismo que el
problema del amor
humano, el de la vida de los
sexos, el de la dualidad
mística de la existencia,
lo había resuelto para
210
siempre. ¡Oh, si así hubiera
sido! Entonces, Horacio,
hubiera

210
florecido sobre la tierra por
última vez y hubiera
encontrada en mí misma
el fruto divino que da
nueva vida, llena de
conocimientos espirituales
y de poder divino. Pero
fracasé. Penetré en su
mansión, permanecí entre
ellos Horacio. ¡Los vi!…
Ninguna otra mujer ha
211
visto estos extraños
austeros y gloriosos seres.
Más… Me visteis luego; me
encontrasteis. Ya
recordaréis cuán abatida y
abrumada estaba. Antes de
que me vierais había oído
palabras que parecían
pronunciadas por las
estrellas, que parecían
repercutir en los cielos… Y
212
aquellas palabras
predijeron mi destino, me
ordenaron ser fuerte y
elevarme aún más, para
llevar mi obra a cabo.
Después deseé ver a uno de
la Blanca Hermandad y
obtener la confirmación del
mandato, pero no pude.
Entonces comprendí que
sólo yo misma había de ser
213
el Juez y compilador de
mis obras.
Dijo esta última frase, se
levantó y comenzó a pasear
de un lado a otro; luego,
con más lentitud y con los
ojos fijos en el suelo,
continuo diciendo:
–Novia, esposa, madre;
esas cosas no puedo ya

214
volverlas a ser por el amor
de un hombre. Estoy sola
en el mundo; no puedo ya
apoyarme en nadie. No
podré jamás amar a ningún
hombre a través de las
edades durante las cuales
haya de pasar por esta
tierra. Esa vida ha sido
arrancada de mí para
siempre.
215
Estoy sobre ella. ¿Estáis,
pues, todavía pronto, a
pesar de esto, a
permanecer junto a mí y
ser mi compañero?
Un gran suspiro escapó
del pecho de Horacio.
Después murmuró un «sí»
apenas perceptible. Le
parecía que estaba
despidiéndose para
216
siempre de aquel
entrañable e intenso amor
suyo. De aquella única
esperanza de su vida. De
todo aquello que había de
hermoso en la mujer.
Ante él, pálida y
espléndida, estaba
aquella diosa. Ante él, con
su rostro de sacerdotisa,
con sus ojos animados por
217
una luz infinita…
Horacio comprendió
entonces que algo más
bello, algo más
espiritualmente deseable,
algo habría de ocupar el
lugar que dejara vacío en
su corazón la hermosa
flor del amor que acababa
de arrancar. Todo esto
pasó por su mente en un
218
instante; y cuando dejó
escapar aquel suspiro y
pronunció aquella
palabra que parecía
haber conmovido su ser,
súbitamente la blanca figura
de la sacerdotisa,
desapareciendo de su
mente, dejó de nuevo
aparecer en ésta el fresco,
juvenil y hermoso rostro de
219
la mujer amada… un
suspiro, un verdadero
gemido de dolor se escapó
de su pecho.
–¡Oh, Fleta! –dijo–. ¡No
puedo, no, hacerlo! ¡No
puedo renunciar a vos!

220
–¡Ya lo habéis hecho! –
contestó ella sonriendo–. ¡Y
aquella sonrisa que no era
de mujer, era sin embargo
de gozo!
–No podéis volveros
atrás de las promesas
hechas por vuestro
espíritu porque proteste
vuestro corazón! –dijo ella–
. Vuestro corazón
221
protestará mil veces;
parecerá que va a destruir
vuestro cuerpo con sus
sufrimientos. ¿Creéis que
no lo sé? He pasado a
través de esa prueba sin
que me haya consolado
otra cosa que la muerte.
Pero una vez que la
promesa ha sido hecha no
tenéis más remedio que
222
cumplirla. Estoy
satisfecha; ahora sé que
trabajaréis conmigo.
Volvió a sus silenciosos
paseos. Luego, sentada a
su lado, continuó hablando
como anteriormente lo
había hecho. Con
intensidad,
aceleradamente…

223
CAPITULO XV
–No puedo entrar sola.
No puedo entrar por mí
misma. Necesito conducir
conmigo un alma en cada
mano, necesito estar
purificada, preparada a
ofrecerlas en el altar, de
tal modo, que ellas
mismas puedan
pertenecer a la Gran
224
Hermandad. Mientras esto
no suceda me habré de
contentar con volver atrás
y sentarme en los escalones
del templo. Lo he pensado,
lo comprendo, pero que
viva después de ello, que lo
llegue a hacer, es otra cosa.
¡Ah, Horacio!, ¿dónde
encontraré esos dos
grandes corazones, esas dos
225
almas lo suficientemente
fuertes para pasar por la
primera iniciación?
–Decidme; cuando
lleguen a aquella puerta
–preguntó Horacio con un
confuso y extraño tono de
temor–, ¿habrán de estar
prestos a traspasar sus
umbrales dejándoos a vos
fuera?
226
–Sí –contestó Fleta–.
Seguramente.
–¡Ah!, en ese caso no
seré yo uno de ellos. Os
amo y no quiero perderos,
aun cuando sea por el
propio Paraíso. Os serviré
si queréis, pero será
estando con vos.
Sin más palabras se
levantó y se alejó a través
227
del prado, como si no
pudiera soportar la
conversación por más
tiempo. Unos momentos
después había desaparecido
entre los árboles.

228
Fleta se reclinó con aire
fatigado y triste, una
intensa palidez ocupó el
lugar del color brillante
que no hacia todavía un
momento prestaba a su
rostro tanta belleza. Sus
ojos desmesuradamente
abiertos, pero que al
parecer nada veían,
permanecieron fijos con
229
la mirada perdida en el
espacio. Apenas parecía
respirar. Una especie de
triste parálisis había caído
sobre su bella y graciosa
figura.
–¿Qué hacer, Dios mío,
qué hacer? –exclamó por
último haciendo un gran
esfuerzo por hablar. ¿Cómo
podré salir viva de esta
230
lucha y de este
sufrimiento? He invocado
a la ley del dolor. El
placer no será ya nunca
mío.
Durante un corto espacio
de tiempo permaneció
silenciosa e inmóvil.
Después se levantó y
comenzó a pasear,
perpleja, abstraída. Su
231
mente trabajaba con
rapidez.
–No puedo, no puedo
hacerlo sola –se decía–:
¿Quién me ayudará? No he
adivinado siquiera el
nombre de mi segundo
compañero. ¿Quién será la
otra alma que ha de
llevarme a las puertas del
templo? ¡Oh, poderosa
232
Hermandad, cuán difícil es
el deber que me has
impuesto!
Dijo esto mientras
inclinaba la cabeza.
Cuando levantó sus ojos
vio a Otto de pie sobre la
hierba iluminada por la
luz del sol. Vio su rostro
más tranquilo que nunca
mientras la miraba.
233
Tendió hacia él sus manos
con la misma dulce sonrisa
con que no hacía mucho le
había saludado;
inmediatamente se acercó a
ella.
–He estado pensando –
dijo–. He estado allá,
sobre la montaña, desde
que os dejé anoche. He
estado pensando
234
fervorosamente, Fleta. No
me considero juramentado
a esa Hermandad a la que
tan fielmente obedecéis.
La mirada de Fleta se
llenó de asombro y casi de
dureza.
–¿Cómo es posible que
os podáis engañar de ese
modo, cuando tan poco
tiempo hace que habéis
235
salido de la esclavitud que
se impone al novicio?
–¿En qué he podido
engañarme a no ser en
acercarme a vos? Sois una
maga, bien lo sé; es
completamente inútil que
tratéis de ocultármelo;
porque os he visto hacer
uso de vuestro poder. Esos
hermanos os han
236
enseñado algunos de sus
no sagrados secretos. Tal
vez podríais ahora mismo
formar un circulo a vuestro
alrededor, dentro del cual
no pudiera entrar. Os lo he
visto hacer. Pero ¿qué
importa eso? He leído y
he pensado mucho sobre
estas materias. Lo
sobrenatural no es más
237
extraordinario que lo
natural, una vez que se
acostumbra uno a su
existencia. Sólo un ciego y
loco materialista podría
sustentar que lo
sobrenatural no existe o
que la naturaleza

238
llegaba a un cierto punto
en el que se detenía. Yo
no lo soy. Pero no me
aterra lo sobrenatural.
Habiendo sido educado por
católicos, me he
acostumbrado a creer en su
existencia. Más vuestra
maldad es una cosa muy
distinta. Allí todo pretende
tener un carácter tan
239
positivo que llega a ser una
fuerza de la naturaleza; un
poder a favor o en contra
del cual han de estar todos
los hombres en alguno de
los períodos de su
desarrollo.
¿No es esto lo que vos
diríais imitando a vuestro
maestro, el Padre Iván?
–Sí –contestó Fleta.
240
–Bien, en eso es en lo
que yo no os sigo. No veo
que la Hermandad tenga
derecho alguno a sostener
esa pretensión.
–La Hermandad nada
sostiene –dijo Fleta–. No
hay necesidad de
presentar hechos; esperad
y os convenceréis. Mas
preferiría no discutir de
241
esto con vos. Esto es la
mismo que hablar sobre si
la tierra es plana o
redonda.
Una oleada de sonrojo y
de rencor inundó el rostro
de Otto. No cabía duda que
estas últimas palabras
habían sido pronunciadas
con una indiferencia
insolente y digna tan sólo
242
de ser empleada por una
Reina al dirigirse a sus
súbditos. Pero se repuso
instantáneamente.

243
–Después de todo –dijo en
seguida–, puedo
perfectamente imaginarme
que así os pueda parecer.
Es inútil tratar de este
punto. Para mi la
existencia de esa
Hermandad es puramente
arbitraria; reconozco que
Iván es
extraordinariamente
244
superior a la mayoría de los
sacerdotes. ¿Qué es lo que
le hace aparecer así? Yo
diría que era tan sólo su
inteligencia.
–No –dijo Fleta–, es la
Estrella Blanca de su
mente la que le distingue
de entre todos los hombres
y le hace superior. Vive
para el mundo, no para él
245
mismo. Como toda la
Hermandad, no tiene
pasiones ni desea placer
alguno. Otto, yo he de
ganar esa misma estrella.
¿Seríais vos capaz de
ayudarme?
–¿Cómo?
–Llevando a cabo un
trabajo importantísimo. Es
preciso instituir una
246
escuela de filosofía y volver
los pensamientos de los
hombres hacia las
verdades más útiles de la
vida. Es una obra que
puedo realizar, pero
necesito ayuda para ello y
ésta sólo puede serme
prestada por quien no
suspire por mi amor, por
quien no me mire como
247
una mujer sino como un
Instrumento de la Blanca
Hermandad; por quien esté
pronto a ser útil sin
remuneración ni
independencia alguna; por
quien decididamente desee
atravesar la puerta del
gran Templo.

248
Hablaba rápida,
entusiasmada y con los
ojos llenos de promesas.
Mientras se expresaba,
su rostro se hallaba
impregnado de extraña
dulzura.
–Yo me he acercado a vos
–contestó lentamente
Otto–, con una petición,
con una oferta; y la haré.
249
Estoy pronto a ser vuestro
adorador hasta la muerte; a
ser vuestro amigo y hasta
vuestro siervo en todo lo
que sea natural y
humano, si vos, Fleta,
arrojáis a un lado todas
estas aspiraciones
antihumanas y queréis ser
mi esposa y compañera.
Estas palabras fueron
250
pronunciadas tan viril y
convincentemente, que las
lágrimas se agolparon en
los ojos de Fleta al
escucharlas.
–Jamás os he amado Otto –
contestó ella, y después
añadió–
. Y nunca, nunca podré
amaros como vos queréis
que os ame, y, sin embargo,

251
podéis conmover hasta las
profundidades de mi ser y
agitar mi alma. Sois muy
leal. Pero tanto podríais
intentar mudar la forma y
dirección de mi vida, como
tratar el cambiar el curso
de las estrellas. Está
irrevocablemente escrito:
yo misma lo he inscrito en
el libro del destino por mi
252
constante deseo a través
de pasadas y lejanas
edades. Si no hubiera
valorado en poco las
dificultades, ahora estaría
ya aún más lejos de vuestro
conocimiento y habría
traspasado la Gran

253
Puerta. Pero no comprendí
el hondo desinterés que se
necesita para tan gran
esfuerzo. Ahora veo que no
puedo vivir por más tiempo
para mí misma, ni aún
siquiera en el alma interna
del amor. Tengo que
trabajar y no os pido sino
que me ayudéis.
Otto contempló a Fleta
220
gravemente.
–Yo pido un compañero y
vos hacéis lo mismo por
vuestra parte –dijo–. Esto
es lo que parece debiera
suceder entre dos esposos.
Alguien debe ceder ante
el otro.
Fleta le miró y sus ojos
brillaron, parecía como si
estuviera midiendo su
220
fuerza.
De repente se separó de él
con un suspiro.
En aquel momento el
gran reloj del Palacio dio la
hora. Se acercaba la de
prepararse para las
ceremonias del día. Se
detuvo y miró a Otto de
nuevo. Estaba muy pálida.
Las rosas parecían más
220
brillantes.
–¿Deseáis que sea
coronada como vuestra
reina –le preguntó–, o
preferiríais que tal
ceremonia no se verificase
ahora que me conocéis
mejor?
–No tengo alternativa –
respondió amargamente

220
Otto–. Sois ya de hecho mi
Reina. Pero tenéis vuestra
propia conciencia con quien
tratar de todo esto que
estáis haciendo conmigo…

220
«¡Su propia conciencia!»
¡Aquellas palabras
repercutían en la mente de
Fleta conforme se dirigía a
la ventana sin haber
contestado a Otto!
«¿Tengo yo, acaso –se
decía– lo que se llamaría
conciencia?
¿Me reprocho a mí misma
hechos perversos o

221
pasadas ligerezas? No; no
podía vivir si así fuera yo
que tengo la memoria
mística, la memoria
negada a la generalidad de
los hombres, yo que puedo
verme viajando a través de
mis vidas y ver cómo las he
vivido y cuáles fueron los
actos que en ellas
realizara. Otto sufrirá; no
222
es lo suficientemente
fuerte para reclamar su
memoria, ama al mundo de
la vulgar naturaleza
humana; el mundo en el
que no se reconoce lo
inevitable y el Destino es
una fuerza desdeñada. ¡Ah,
mi pobre Otto, esposo,
amigo, adorador, si
pudiera evitarte el
223
sufrimiento!»
En tanto, había llegado
a sus habitaciones en
donde la esperaban sus
doncellas y no pocas grandes
damas, que habían sido
elegidas para acompañarla
en aquel día. Se mostró
amable con todas ellas, pero
estaba tan profundamente
sumida en sus
224
meditaciones, que apenas
distinguía a las unas de las
otras, hablando con la
misma protectora
amabilidad a las doncellas
que a las encopetadas
bellezas de la Corte. Todo
aquello parecía muy
extraño. El rostro
entristecido de Fleta daba,
por
225
otra parte, lugar a no pocas
conjeturas. ¿Habría reñido
con su esposo? ¿Se habría
casado con él contra su
voluntad?
La ceremonia del tocado
fue aquella vez mucho
más complicada que de
ordinario. Fleta estaba
pálida y fatigada antes de
que se acabase. Pero estaba
226
espléndidamente bella. Al
fin se levantó con su
magnífico ropaje, con el
poder y la resolución
reflejados en sus
delicadas facciones.
Cuando, venciendo su
fatiga por un esfuerzo de su
poderosa voluntad, llegó a
la gran Catedral y se
convirtió en la primera
227
figura de las suntuosa
ceremonia, no era sino la
joven y brillante Reina de
siempre… la fascinadora
Reina de los atrevidos ojos
que la miraban… la
conocedora de su gran
belleza y de su regio
poder. Sin embargo,
dentro de ella su corazón
estaba acongojado.
228
Aquella Puerta en la que
constantemente pensaba,
permanecía fuertemente
cerrada ante su vista. Los
dos hombres que la amaban
sólo la querían con el amor
vulgar de la tierra. ¡Cómo
podría infundirles la idea
de que el gran amor no
debía ser remunerado!
Por otra parte, ¿dónde
229
buscaría otras almas? No
seguramente en aquella
Corte en la que los
hombres le parecían más
pobres de espíritu y más
egoístas que los que
había dejado atrás. No
podía ni aun comenzar su
más amplio trabajo. ¿Cómo
influir allí en pro de
ninguna filosofía? Por otra
230
parte, ¿estarían cerradas
para ella

231
todas las puertas? Así
parecía. Con esta
convicción, vino sobre ella
la más fuerte y profunda de
las resoluciones. Se
propuso vencer.

232
CAPITULO XVI
Todo se había cerrado
ante ella, atada en las
tinieblas; no podía tomar
ya ningún camino. Todos
nosotros hemos
experimentado esta
sensación; y aún los niños
sufren esta amargura
cuando la oscuridad se
posa sobre sus almas. En el
233
adulto, sin embargo, suele
ser tan fuerte la impresión
que le dura a veces años
enteros. Para quien
caminaba por un sendero
tan peligroso y tan
escarpado como el que
Fleta seguía, era
comparable a un horror, a
una desesperación, a una
vergüenza. Ella poseía
234
inteligencia y
conocimientos mayores
que la generalidad de los
seres humanos, que no han
levantado aún sus ojos o
sus esperanzas de los
simples goce de la tierra.
Sus conocimientos
pesaban sobre ella como
una terrible carga
aplastando su propio
235
espíritu, cuando como
ahora, no sabía cómo
había de emplearlos.
Sabía perfectamente lo
que había de hacer; ¿pero
cómo iba a hacerlo? Ella, la
suprema, la sin igual, la
inconquistable; la que se
levantaba sin ayuda
después de cada nuevo
desastre; la que no podía
236
ser detenida por especie
alguna de dificultad o de
peligro personal, estaba
ahora paralizada. Porque
tenía que guiar, que
conducir a otro ser
humano. Sola no podía ir
más lejos. Era necesario
que otra alma y aún otra
permaneciesen a su lado.
¡Y aún no estaba pronta
237
la primera! ¡Ninguna!

238
Apenas se daba cuenta de
lo que sucedía a su
alrededor. Ejecutaba de
una manera mecánica sus
actos. No pudo dar
importancia alguna a los
acontecimientos de aquel
día, hasta que por fin se
encontró de nuevo en su
cuarto, una vez más en paz
y sin más compañía que
239
sus servidoras. Pero aún
estas mismas hubieron de
retirarse obedeciendo sus
deseos. Una vez sola se dejó
caer en un asiento, llena
de ardientes y apasionadas
ideas que parecían vibrar en
el ambiente y llenarle de
vida.
Estaba sola. ¡Cuán
absolutamente sola! Nadie,
240
sino ella misma, podría
decirlo. Una de sus
doncellas, que al mirar
dentro de la estancia vio a
la hermosa y joven Reina
en tan completa
inmovilidad, supuso
habría caído dormida en
la cómoda butaca. El
rostro de Fleta, reclinado
en los almohadones de
241
seda, tan tranquilo y tan
falto de expresión, más
bien hubiera podido ser
tomado por una artística
talla de marfil, que por una
persona viviente. Tal era
su palidez y la débil y
pasajera sombra de su
expresión.
Fleta se encontraba a
solas con su terrible
242
realidad; un pavoroso
problema que bien sabía
tendría que resolver si no
quería morir de
desesperación Esto mismo
no era para ella un
desenlace, pues bien sabía
que su muerte no seria
sino para volver a vivir,
para volver a encontrarse
de nuevo frente a
243
frente con aquel problema.
No desconocía que la
naturaleza obedecía a
leyes; que el hombre, lo
mismo que los demás seres
de la naturaleza, se
desarrolla, que la vida
supone progreso y a éste
nadie puede oponerse.
Fleta había entrado en la
gran ráfaga de la
244
intelectual y lúcida
existencia que esta por
encima de la vida vulgar
en la que la mayoría de
los hombres se
desarrollan. Ningún
triunfo natural, ni el poder
de su belleza, ni la magia
de sus encantos
personales, ni el resultado
de su brillante
245
inteligencia podía en lo
sucesivo agradarla o
satisfacerla. Poseía el
conocimiento claro de las
cosas que no perecen; se
reconocía inmortal y
calculaba que había de
sufrir una y otra vez hasta
que hubiera pasado por
aquella terrible prueba de
su vida. Le parecía
246
imposible pasarla. No
podría jamás acercarse a
aquella Puerta cuyos
umbrales ansiaba
traspasar, sino era
llevando con ella otras dos
almas como la suya,
prontas y puras. Su
fuerza, su poder debía ser
usado para salvarlas, no
para salvarse a sí misma.
247
¡Pero nadie a su alrededor
quería ser salvado! Los dos
hombres que conocía y que
a través de muchas
existencias habían
permanecido a su lado, aún
hoy, después de tanto
tiempo, estaban cegados
por su amor. Al considerar
la certeza de todo esto, un
profundo suspiro la hizo
248
agitarse débilmente. Se
sentía llena de una
angustia infinita. Aquel
amor con el cual les había
tenido

249
sujetos; con el cual les
había guiado durante
pasadas edades, con el
cual les había, por fin,
aproximado a ella,
¿habría de hacerles ahora
retroceder? ¿Podría ser
aquello posible?
Fleta, conmovida y
agitada, se levantó y
comenzó a recorrer la
250
estancia en un estado de
dolorosa impaciencia.
–Usaré de mi poder –se
decía en alta voz–; me
haré a mí misma horrible
anciana, me convertiré en
una vieja marchita.
¿Pero mataría esto ese amor
apasionado que existe en
ambos?
¿Sería este el modo de

251
convertirme en su guía y no
en el objeto que cada uno
de los dos anhela? ¡He de
pensarlo! ¡Oh, mucho he
de pensarlo!
Meditó largo tiempo en
silencio. Pero ni un rayo de
alegría, de luz ni de fuerza
consciente, se reflejaba en
su mirada.

252
–He de intentar –exclamó
por fin en alta voz–, arrojar
de mi lado la Juventud y
la belleza, y ver si alguno
de lo dos puede descubrir
el alma que hay dentro de
mí. Pero en ello hay un
riesgo terrible…
Lo dijo con
intranquilidad, como si
aún meditara
253
profundamente. Mas de
pronto algo pareció
aguijonearla y agitarla
como si el acero hubiera
atravesado sus fibras.

254
–¿Qué es lo que veo en
mí? –preguntó
acongojadamente–. Riesgo,
pero, ¿riesgo de qué? ¿De
que sus almas se pierdan
por no ser yo capaz de
ayudarlas? ¡Ah, si han de
ser salvadas, alguna
ayuda, aunque poca, será
la mía! ¿Riesgo entonces,
de qué? ¿De perder su
255
amor? ¡Ah, no puedo
ocultarlo! Me he estado
neciamente engañando a
mí misma. ¡Horacio, Otto,
perdonadme que os haya
hablado como si fuera más
cuerda o más
desinteresada que
vosotros! La máscara está
arrancada. No me
engañaré ya más tiempo.
256
Nunca he soñado que
debiera servir o salvar a
otras dos personas que a
estas que han sido mis
amigos y compañeros a
través de los tiempos. ¡Soy
yo la que me creía libre y
capaz de traspasar el
vestíbulo de la verdad y
digna de presentarme ante
los grandes maestros para
257
recibir su sabiduría! ¿No se
purificará nunca mi alma?
¿No se abrasará jamás mi
corazón? ¡Oh, fuego
inmortal que no devoras
tanta debilidad!
Diciendo esto retrocedió
hasta su asiento, en el que
se dejó caer mirando
fijamente al espacio con
sus soberbios ojos…
258
Después continuo:
–¿Cómo he de quemar
estas últimas cenizas?
¿Cómo?
¡Tengo que pensarlo!
¡Hoy, cuando después de
una y otra vida en las que
me he creído salvadora de
los demás, libre de mí
misma y ayudada de los
que me rodeaban, descubro

259
que no

260
he hecho sino apoyarme en
el amor y asirme a los que
me han rodeado como
pudiera haberlo hecho
cualquier otro ser frágil!
¡Si Horacio y Otto no me
amaran, creería que el
amor no existe…! Si ellos
no me siguieran y
ayudaran, creería que el
mundo estaba vacío. ¡En
261
tanto el verdadero amor,
que entrega todo y nada
reclama, no ha nacido en
mí! Pero ya estoy
castigada. ¡Me he
castigado yo misma antes
de conocer mi falta! El
mundo no está vacío, mas
yo me encuentro en verdad
sola, completamente sola,
sin maestro porque me
262
abandonó, y sin amigos
porque me dejaron. He
hecho mal a todos ellos y se
han apartado de mí. ¿Por
qué asombrarme ahora?
¿No lo merecí? ¿No lo
merezco?
Fleta se cubrió con un
manto, que estaba en el
respaldo de la silla. Se
cubrió el rostro, la cabeza
263
y el cuerpo de modo que
parecía una egipcia entre
sus envoltorios Así estuvo
largas horas,
completamente inmóvil
Algunas veces entraron
personas en la estancia,
pero viéndola tan inmóvil,
creyéndola dormida, no se
atrevieron a molestarla.
Ya no había solemnidad
264
alguna en la que fuera
necesaria su presencia; el
Rey y la Reina debía
haber comido juntos
privadamente; pero como
Fleta no se presentó, el
Rey no la mandó llamar ni
preguntó por ella; así fue
pasando la tarde y así
llegó la noche.

265
Entonces Fleta se
levantó, poniéndose con
rapidez un oscuro vestido
y un manto, se alejó del
cuarto apresuradamente
en un momento en que
nadie la observaba, bajó
con rapidez la escalera a la
manera de una sombra y
pudo llegar al jardín sin
haber sido vista. La
230
fragancia exquisita de las
magnolias la atraía.
Durante un momento
quedó parada ante ellas
recordando allá, en su
imaginación, las escenas
que habían tenido lugar
aquella mañana Después
se alejó de allí
apresuradamente y camino
a través del sombrío prado
230
hasta que llegó a los
límites del parque.
Entonces se deslizó
silenciosamente a lo largo
del muro; su objeto era
encontrar alguna puerta o
salida fuera del circuito.
Era indudable que no
había ido a aquel sitio
para meditar bajo los
árboles o para aspirar la
230
dulzura de las flores. No
conocía otro camino para
llegar a la ciudad y no
había querido salir por la
gran entrada del Palacio,
donde hubiera sido
observada. Después de
buscar algún tiempo pudo
encontrar una puerta de
hierro, llena de puntas
metálicas en su parte
230
superior. La reconoció
durante un momento y
luego se lanzó a ella de
repente, subió pasando por
encima de una manera
rápida y ágil, debido más
bien a un esfuerzo de
voluntad que a la destreza
de su cuerpo. El mismo
momento en que descendía
observó al centinela de
230
aquella zona, que por lo
visto se acercaba a ella.
Pero se deslizó bajo la

230
sombra de algunos
árboles como una
serpiente. Había sido
vista a pesar de su
agilidad, pero el
centinela, entreviendo
aquella rápida sombra de
mujer pálida, agitada y de
alterada expresión, no se
atrevió a seguirla no
estando seguro de haber
231
visto un ser de carne y
hueso. Fleta, cuando
alcanzó la sombra de los
árboles, permaneció parada
durante un corto espacio de
tiempo, procurando calmar
los violentos latidos de su
corazón.
Pronto recobró su
energía y marchó
valientemente en
232
dirección de las luces de
la ciudad. El instinto o
algún conocimiento
misterioso parecía guiarla,
llevándola rectamente hacia
donde se dirigía. En breve
llegó a la ciudad, entrando
en ella por su peor barrio,
que no era sino una serie de
callejuelas en las que
durante la noche había
233
resplandores de luz,
extrañas y discordantes
voces. Era el barrio de los
gitanos; el corazón de
aquella ciudad. Aquellos
seres nómadas volvían
frecuentemente por
aquellos sitios como si
regresaran a su casa. De
tal modo inflamaban las
pasiones y el placer de
234
emoción que dominaba al
pueblo, que alrededor de
las tiendas y chozas en las
cuales vivían se celebraba
una orgía perpetua.
Fleta siguió caminando
a través de aquel
extraviado distrito, tan
rápida y seguramente lo
atravesó, que nadie la
habló ni la detuvo para
235
nada, aunque algunos la
observaron y la siguieron
con la vista durante algún
tiempo mientras se

236
alejaba. No podía ocultar
del todo su extraordinaria
belleza. Al fin llegó al sitio
a donde se dirigía. Era éste
un espacio abierto entre
tres esquinas, embaldosado
y con una gran fuente en el
centro. Cuando se
construyó aquella parte de
la ciudad había sido
destinada a mejores usos
237
que aquellos a los que
estaba destinada en la
actualidad. Las casas
habían sido construidas
para habitaciones de
gente obrera, pero ahora
estaban en poder de una
raza de rufianes,
ladrones y asesinos, que
formaba ese barrio especial
y aislado de todas las
238
ciudades por donde nadie
se atreve a transitar. La
plaza de las tres esquinas
era, sin embargo, un sitio
en el que se reunían
muchos caminos y en el
que se celebraba de noche
un mercado abierto. Debió
haber tenido árboles
alrededor de las aceras y
arbustos al lado de la
239
fuente que había en
medio de ella, pero todas
estas huellas de
civilización hacía mucho
tiempo que habían
desaparecido. En la
actualidad estaba
entregado a la
podredumbre y al
desaseo.
Cuando Fleta entró en la
240
plaza comenzaba ésta a
animarse. Era en verdad
un extraño mercado en el
que se vendían trapos y
viejos cacharros de cocina
a la vez que joyas de
relativo valor. Todo lo que
se ofrecía allí a la venta
estaba, sin embargo,
cubierto por el velo de
suciedad que dominaba al
241
conjunto. Fleta se dirigió
en línea recta hacia la
fuente,

242
atravesando la plaza. Al
lado de la fuente se
levantaba una vieja tienda
desvencijada. Dentro de
ella había en el suelo una
especie de cama hecha de
trapos sobre la que estaba
sentada una vieja. La
tienda no era sino lo
estrictamente grande para
servirla de abrigo; en ella la
243
vieja estaba sentada
mirando a la puerta. A su
lado había un pequeño
taburete, sobre el cual
hacía extrañas
combinaciones con un
grasiento manojo de viejos
naipes. Una mujer se
inclinaba hacia ella en
aquel momento, mirando
con ansiedad infinita y
244
pendiente de las cartas
que la vieja pasaba de
una a otra parte.
Fleta se acercó
apoyándose en uno de los
lados de la fuente seca y
contempló la escena con
sus bellísimos ojos.
La vieja levantó la cabeza
después de un momento.
–¡Ah!, ¿sois vos? –dijo
245
Fleta con naturalidad.
La vieja contó sus cartas y
metió en su bolsillo las
monedas que le habían
dado. Luego, como su
visitadora la abandonara y
ninguna otra había
llegado, volvió a mirar de
nuevo a Fleta mientras le
decía bruscamente:
–¿Queréis que os diga la
246
buenaventura?
Hablaba con un tono
áspero y entrecortado, de
cuyo carácter peculiar
sería imposible dar una
idea aproximada.

247
Hablaba con Fleta la
verdadera lengua rumana,
mientras que a la mujer
que había dicho la
buenaventura la había
hablado en el rudo
dialecto del país.
–Sí, decidla –contestó
Fleta.
La vieja se rió con una
risa especial y temblona.
248
En seguida sacó una
pequeña pipa negra y
comenzó a llenarla. De
pronto la dejó a su lado y
miró hacia arriba.
–Empiezo a sentir como si
verdaderamente lo
quisierais.
Eso no puede ser posible.
–Sí –dijo Fleta por
tercera vez. Su rostro era

249
más blanco cada vez que
hablaba. La vieja bruja la
miró con sus pequeños ojos
relucientes.
–¿Entonces, os han
llegado los malos tiempos
querida mía?
Pero sois la Reina, ¿no es
así?
Fleta hizo un signo
afirmativo con la cabeza.
–¿Entonces, cómo os
250
arregláis para estar sola
en un sitio como este?
¡Oh!, bien sé que sois lista
hasta para el mismo
diablo, pero, ¿qué de
nuevo os ha sucedido para
venir aquí?
–Me he perdido –dijo
Fleta con gran calma–.
No sé qué camino tomar y
me tenéis que ayudar para
251
que lo encuentre.

252
–¿Tengo?, ¿eh?, ¿tengo?
–gruñó la vieja
cambiando repentinamente
su desagradable amabilidad
en virulento mal humor–.
¿De modo que os seguís
dando importancia? ¿Cómo
supisteis que yo estaba
aquí?
Fleta no contestó.
–¿Sois bastante lista para
253
eso aún?, ¿verdad, querida
mía?
¿Por qué no miráis
entonces las cosas del
mañana y del futuro vos
sola?
Fleta juntó sus manos y
continuó callada.
–¡Insisto en saberlo! –
gritó la vieja con una
llamarada de furor–, o no

254
haré lo que deseáis,
aunque me llenéis de
dolores desde la cabeza
hasta los pies. Sé lo que
sois. Sé que me
torturaríais con
tormentos como antes de
ahora lo habéis hecho,
para proporcionaros los
conocimientos que
necesitáis. Pero hacedlo si
255
queréis. He aprendido una
nueva manera de
soportarlos. No haré nada
por vos sino me decís por
qué habéis venido a
solicitar mi ayuda. Creía
que seríais ya tan blanca
como un lirio sentada en
un trono y hablando con
ángeles. ¿Por qué, pues
habéis venido aquí?
256
Estas palabras hubieran
hecho reír a la mayoría de
las gentes. Pero Fleta
sabía con quién trataba,
conocía a su antigua
instructora y compañera,
y miraba todo esto

257
seriamente; pesaba
aquellas palabras según la
vieja las iba
pronunciando.
–Traté de pasar la
iniciación de la Estrella
Blanca y fracasé.
Mis poderes han
desaparecido y estoy ciega
y sola.
La vieja lanzó una
exclamación
258
extraordinaria; algo que
pudiera ser un juramento
y un grito.
–¿Tratasteis de eso?,
¿eh?, ¿tratasteis? ¿No
sabíais que ninguna mujer
había podido resistirla?
Merecíais estar ciega y
muda por vuestra
insolencia.

259
Dicho esto, la vieja arpía
lanzó una insolente
carcajada.
Fleta continuaba
observándola
tranquilamente.
–Sé muy bien lo que os
proponéis hacer ahora –
dijo por último–. Os
proponéis salvar almas
como yo me propongo
perderlas, continuando la
260
obra de nuestras últimas
vidas. Os diré, sin
embargo, que no os será
fácil. Nadie os necesita
ahora que os habéis
metido en ese negocio.
–Ya lo he visto –dijo
Fleta.
–¿Y me necesitáis? –
preguntó la bruja–. Pensad
en esto y fijaros lo bella
261
que sois y lo fea que soy
yo. A la gente le gusta que
ayuden a perder almas,
pero le molesta que las
liberen.

262
Estoy hablando del rebaño
común. Pero hay quien
necesita que se le salve,
quien necesita ayuda.
Fleta continuaba inmóvil
contemplando a la vieja.
–¿Os diré quién es?
–Decidme la verdad
Etrenella. ¡Os lo mando!
Después de un momento,
la vieja habló en voz baja y
263
menos áspera que antes.
–Es vuestro maestro Iván.
Si os habéis de dedicar a
salvar almas, salvad la
suya. Necesita alguien
que le ayude.
Fleta se estremeció
involuntariamente y
retrocedió; la mirada que
había sostenido sobre

264
Etrenella se atenuó.
–¿De verdad queréis decir
eso? –exclamó
completamente engañada.
Etrenella se rió y
recupero su humor
original.
–No necesitáis fingir que
no sabéis cuando digo la
verdad – dijo–, no os
habéis vuelto a convertir
265
en un niña de pecho, estoy
segura de ello. Ahora fijaos,
mi Reina: puedo daros algo
mucho mejor para vos
que vuestro trono,
vuestro Rey o vuestro
Reino; algo mejor que
cualquiera otra cosa de la
tierra. Puedo hacer que
Iván os ame con más
ardor que a la misma
266
Estrella Blanca. Está ya en
la mitad del camino y no
necesita

267
más que un toque. Puedo
darlo si queréis… ¡Ah! ¡Veo
vuestro rostro, mi Blanca
Reina! ¡Veo que tiemblan
vuestras manos…! Por
esto fue por lo que
fracasasteis, ¿no es verdad?
Aquella terrible Etrenella
cogió su pequeña pipa
negra y, después de
llenarla la encendió,
268
mientras Fleta se apoyaba
en la fuente, enferma y
desmayada ante aquella
oleada de emociones. Era
la mayor tentación con que
había tropezado en su
camino.
Después de una astuta y
cruel mirada, Etrenella
siguió diciendo a aquella
estremecida figura:
269
–No necesitáis titubear.
Tenéis suficientes crímenes
sobre vuestra conciencia.
Lo veo en el aura misma
que os rodea.
¿Qué hicisteis para que
Horacio Estanol matara el
vampiro? Le hicisteis
cometer un asesinato y lo
sabéis. ¡Se trataba de algo
casi humano!
270
–Vos lo enviasteis –gritó
Fleta encontrando
repentinas fuerzas para
hablar.
–Sí, yo le envié. ¿Por
qué no? Había oído que
estabais casada y le envié
para tener noticias
vuestras. Estuvisteis
acertada y oportuna
matándole y
271
apoderándoos de su
vitalidad. Si no lo hubierais
hecho estaríais ahora con
fiebre y muy cerca de la
muerte. Esa Duquesita
morirá. De tal modo la

272
asustasteis que no volverá
a reponerse. ¿Qué me
decís de Horacio Estanol?
¿No está casi perdido por
vuestra belleza?
¿De modo que ahora no
podéis usar vuestro
laboratorio?
–Habladme como debéis
hacerlo –exclamó Fleta,
recobrando rápidamente
273
su presencia de ánimo y su
tono de mando–. Decidme
dónde he de buscar a mi
maestro.
–No os lo puedo decir –
dijo Etrenella–. Tenéis
que estar mucho más
ansiosa y anhelante de lo
que estáis antes de que
podáis encontradle. Os
digo esto porque es bien
274
claro y vos misma podréis
leerlo. Todo se derrumbará
y os abandonará; no sólo
vuestros amigos sino
vuestro trono y vuestro
Reino. Quedaréis olvidada
como si fuerais tan horrible
como el viejo padre de los
diablos. Mi oficio es un
oficio mejor, ¿verdad?
Fleta dio media vuelta y
275
se retiró sin detenerse un
solo momento, sin mirar
atrás, sin titubear. Era
evidente que no
consideraba a Etrenella
como una persona hacia la
cual era necesario
conducirse correctamente.
Cuando la vieja se dio
cuenta de que Fleta se
marchaba de verdad, se
276
incorporó sobre los trapos
en los que había estado
sentada y gritó:
–¡Tendréis que ir a
encontrarle a la puerta
del infierno!
Fleta continuo su camino
sin conmoverse
aparentemente. Pero
aquellas palabras
resonaban una y otra vez
277
en sus oídos y

278
parecían repercutir a lo
largo de las calles. La
ciudad entera le pareció a
Fleta que estaba llena de
su dolor… no había
ninguno otro semejante
en la ciudad o tal vez en el
mundo entero.

240
CAPITULO XVII
Al día siguiente o, mejor
dicho, aquel mismo día –
pues la aurora sorprendió
a Fleta cuando regresaba
al palacio–, las profecías de
Etrenella comenzaron a
cumplirse. Fleta había
entrado en el Palacio con
toda facilidad, aunque no
hubiera podido decir de
241
qué modo, y a la hora en
que de ordinario
acostumbraba a estar entre
las flores, yacía sobre su
lecho en un sopor
indescriptible, llena de
cansancio y desesperación.
Así hubiera continuado a
no llegar de improviso un
mensaje del Rey en el que
éste decía que necesitaba
242
verla. Parecía ocultarse
una tal urgencia en
aquella orden que Fleta
creyó necesario acudir a
pesar de su cansancio
extraordinario. Se levantó
y se vistió rápidamente con
una suave bata de encaje.
Entró en el pequeño
gabinete que daba al jardín
para esperar en él la
243
llegada del Rey. Pero el
canto de los pájaros la
molestaba y se retiró del
ventanal al que se había
acercado por costumbre,
dirigiéndose al fondo de la
estancia. Allí estaba
cuando el Rey Otto llegó.
Éste no pudo reprimir un
movimiento de sorpresa
al observar el rostro de
244
Fleta. No había ahora en
él aquella frescura de la
mañana que le era propia,
sino la palidez que
ocasionaran las
emociones de la pasada
noche; sus cabellos negros,
cayendo sobre la espalda, la

245
hacían parecer más bien
una espectral visión que
una mujer viviente.
–¡Estáis enferma,
terriblemente enferma! –
exclamó Otto.
Fleta se dirigió a un
espejo en el que se
contempló largo rato.
Después sonrió
amargamente. Su
246
pensamiento era: «me estoy
ajando ya; el mecanismo
humano da siempre la
misma fatigosa vuelta y
muy pronto se habrá
cansado ya por completo.
Esto se acaba».
Con sombría tristeza en
su corazón se aparté del
espejo, retirándose hacia
el ángulo más oscuro de
247
la estancia, en donde se
dejó caer en un diván. Su
ademán era tan indiferente
que, en realidad, más bien
que de despecho, parecía
lleno de insolencia. Otto,
algo molestó por todo esto,
no dijo nada por el
momento sobre la
enfermedad de Fleta.
–Os he molestado –dijo
248
secamente–, porque era mi
deber hacerlo. Anoche se
declaró la guerra entre
dos grandes potencias. Mi
posición y la de mi reino es
hoy la de un insecto entre
mi dedo índice y mi pulgar.
Las potencias aliadas son
tan fuertes y están de tal
manera situadas, que por
fuerza he de ser aplastado.
249
Desde luego, me defenderé
aunque el resultado lo
conozco ya de antemano;
pero vos no debéis de
permanecer aquí. Debéis
alejaros hoy mismo; no
podré garantizar vuestra

250
seguridad dentro de
veinticuatro horas. Idos
pues, y preparaos para
abandonar estos lugares.
No perdáis ni un minuto.
Habéis sido Reina
durante un día, ¿sin duda
eso era lo suficiente para
vos?
–Lo suficiente, en efecto –
contestó Fleta con
251
tranquilidad–, y sin
embargo la caída del telón
parece un poco precipitada.
Sabia vuestra posición,
desde luego, pero creo que
esperabais salvarla y que
confiabais en mi ayuda
para hacerlo. Creí que se
trataba de una mera
cuestión diplomática.
–Así fue hasta anoche –
252
contestó Otto–. No tenía
idea de que se meditase
una acción tan repentina.
Había proyectado que
ambos visitáramos las
Cortes de Londres y San
Petersburgo en los dos
próximos meses y os
confieso que esperaba una
gran ayuda por vuestra
parte en mis relaciones con
253
esas potencias. Pero todo se
ha deshecho entre mis
manos; todo se ha
determinado sin
conocimiento mío.
Se dirigió a la ventana y
allí, de pie, exclamó con
hondo sentimiento:
–¿Será ésta alguna
de vuestras malditas
brujerías?
254
¿Habréis agitado a esos
hombres en sus sueños
para que
inconscientemente
precipiten mi derrota?

255
Por un momento pareció
que Fleta iba a contestar
violentamente; pero se
contuvo con un esfuerzo y
después añadió en voz
muy baja:
–Como Reina os soy
completamente leal.
Había algo
extraordinario e
impresionante en aquella
256
respuesta, que convenció a
Otto instantáneamente. Se
volvió hacia Fleta con un
rápido y repentino
destello de interés y
curiosidad en su rostro. Era
el primer destello de luz
que había caído sobre él,
en todo el tiempo que
había estado a su lado.
–¿Os mostraréis al
257
Ejército antes de partir? –
preguntó–. Le daréis una
fuerza distinta.
–¡No! –gritó Fleta
levantándose al instante.
Una mancha colorada
iluminaba ahora sus
mejillas. Sus ojos
resplandecían.
–¿Cuando sería eso? –
preguntó, sin embargo,
258
rehaciéndose.
–Ahora mismo –
respondió el Rey–. En la
gran llanura, fuera de la
ciudad, están en parada.
¿Queréis, pues, venir?
–Un momento aún –
exclamó Fleta.
Atravesó la estancia,
entrando en su cuarto
majestuosamente. Allí,
259
completamente sola,
comenzó a hacer su toilette.
Nada más extraño que tal
operación. Por espacio

260
de tres minutos
permaneció
completamente inmóvil,
con sus facciones rígidas
como las de una estatua,
con todas sus líneas
fuertemente marcadas, con
sus ojos enérgicos y fijos. Su
fuerte voluntad operaba
atravesando todo su ser
atrayendo todas sus fuerzas
261
y todo su vigor latente.
Aquello fue un milagro,
un conjuro. A ella misma la
asombraron sus resultados
cuando de nuevo se acercó
a contemplar su rostro en
el espejo, al observar de
nuevo sus facciones llenas
de vida, sus mejillas
sonrosadas, sus ojos
brillantes, la juventud y
262
lozanía del conjunto.
Apresuradamente recogió
sus cabellos, sujetándolos
con largos alfileres
cubiertos de piedras
preciosas, pasó su mano
por el rostro con el mismo
resultado que si llevara en
ella los más exquisitos
cosméticos del mundo.
Media hora más de trabajo
263
y los detalles fueron
modelados y suavizados
armoniosamente. Después
arrojó su bata blanca y
comenzó a vestirse uno de
sus más espléndidos trajes,
un majestuoso ropaje de
paño de oro, sobre el cual
colocó un largo manto
blanco forrado de seda
morada.
264
Entonces salió de la
habitación
diciendo: «Estoy
preparada».
–¡Dios mío! –exclamó
Otto–; sois en verdad
prodigiosa. Sois brillante
y veinte veces más
hermosa que nunca. ¡Oh,

265
Fleta! Escuchadme: nunca
abandonaré vuestro lado, os
serviré como un esclavo si
me dejáis tan sólo que os
ame.
–¡Amadme! –exclamó Fleta
con el desprecio más
soberano–
, pero, tened cuidado, no os
engañéis amando mi
belleza, una cosa tan sólo
266
del momento. Si en vez de
hacerme hermosa,
quisiera hacerlo a otra
mujer, la amaríais
igualmente. Llevadme,
llevadme a vuestros
soldados. Ellos al menos
son sinceros. Aman a una
mujer mientras es joven y
bella, y la fatigan con su
amor; después la relegan a
267
la cocina y la cargan como
un asno. Vosotros los
Reyes, siendo igual, no
tenéis el valor de decirlo.
Vamos, estoy pronta,
enseñadme el camino.
Su ademán era tan
imperioso que Otto no tuvo
fuerza sino para obedecer.
Entonces llegó la única
hora en la cual se sintió
268
Fleta, Reina en todo su
esplendor. Las poderosas
emociones del día anterior
apenas si habían hecho
efecto en ella.
Cuando ahora marchaba
entre las tropas, era como
una antorcha llevada de un
lado a otro prendiendo
fuego por todas partes que
tocara.
269
El ver a la joven Reina en
su triunfal belleza hizo
despertar en todo el
ejército el más violento
entusiasmo. De cuando en
cuando le era posible
dirigir algunas palabras
a sus contempladores más
inmediatos, que la
devoraban con los ojos

270
y la escuchaban como si su
voz fuera un mensaje de los
cielos. El viejo General,
que iba a caballo al lado
del coche de Fleta, parecía
veinte años más joven al
contemplar los rostros de
sus soldados enardecidos
por el entusiasmo.
–¡Oh, si Vuestra Majestad
pudiera acompañarnos al
271
campo de batalla! –
exclamó de repente.
–También yo lo he dicho.
¡Oh, cuánto no
representaría! – exclamó
el rey Otto desde el otro
lado del coche.
–Iré –contestó
tranquilamente Fleta.
–¿Qué queréis decir? –
exclamó Otto asombrado.
272
Nunca hubiera podido
imaginarse que Fleta
interpretara seriamente
sus palabras.
–Decid a los soldados,
General –exclamó Fleta–
que les acompañaré en el
campo de batalla. Voy
ahora a palacio a hacer
mis preparativos. Sería
inútil que cualquiera de
273
vosotros intentase disputar
sobre este acto una vez que
me he decidido. Iré pues.
Ordenó entonces al
cochero que volviese a
Palacio apresuradamente.
Nadie tuvo tiempo de
reflexionar. Habíase ya
retirado Fleta, pero no
así su influencia. Cuando
se
274
extendió por entre los
soldados la noticia de que la
Reina asistiría con ellos a la
batalla, el entusiasmo fue
extraordinario.
***
El primer movimiento fue
enviar una división
destacada a la frontera, en
la que había una gran
llanura propia para que
275
acampase el ejército. Se
suponía que allí tendrían
lugar las primeras
acciones. El Rey y el
General marcharon en
este cuerpo de ejército.
Fleta se les reuniría más
tarde. Todo el mundo
envidiaba a aquellos
hombres afortunados que
estaban casi seguros de
276
perder sus vidas, pero
sobre los que, sin
embargo, caería la sonrisa
de la joven Reina. ¡Tan
salvajes son los
sentimientos que
despierta la guerra!
Todos aquellos
sentimientos parecía que
estaban despiertos en la
misma Fleta. Una fiera
277
relajación había entrado en
sus venas y hacia hervir su
sangre. La parecía como si
hubiera llegado una
oportuna ocasión para
evitar que se volviera loca
a consecuencia de la
tirantez en que vivía.
Cuando tal pensamiento
surgió en su mente se
detuvo ante aquello que
278
estaba haciendo y llevó sus
manos a la cabeza. «Sería
posible –se decía– que
una vida entera pudiera
ser perdida en una casa
de locos? ¿Aquella fiebre
de guerra no habría venido
como un descanso? Así, no
pudiendo pensar mientras
dure –se decía– me agitaré
en medio de la pasión y
279
viviré en ella».

280
Mientras así pensaba dio
enérgicas órdenes a sus
doncellas que
empaquetaban y
arreglaban sus equipajes.
Se acercaba la hora de salir
de la ciudad y había sido
muy corto el tiempo que se
la concediera para
prepararse, a pesar de lo
cual aún pudo aparecer
281
donde se la esperaba
algunos minutos antes
del tiempo indicado.
Necesitó levantarse en su
coche para responder con
sus saludos a la recepción
entusiasta de que fue
objeto. Al lado del coche
iba a caballo un criado
conduciendo las riendas
de un joven y brioso corcel.
282
Era el caballo favorito de
Fleta. El caballo que
montaba en sus paseos
desde la casa del jardín a
la ciudad y que había
mandado traer a su nueva
residencia. Había dado
órdenes para que
igualmente, en aquella
ocasión la acompañase.
Cuando Otto preguntó la
283
causa de aquel capricho
no obtuvo contestación.
La marcha no fue larga;
sólo duró día y medio. El
coche de Fleta estaba
cerrado cuando partieron a
la mañana siguiente sin
que nadie la hubiera visto
(ni aún el mismo Otto)
desde que se detuviera
para pasar la noche.
284
Tampoco la vio nadie
animando de un lado a
otro a los soldados con la
luz de sus ojos, como lo
había hecho durante la
tarde. Caminaba ahora con
la mirada fija ante ella
como si no viera nada, como
si no la agitase ninguna
idea. Según iba
oscureciendo notó que
285
alguna cosa sucedía a su
alrededor: pero tan
sumida estaba en el

286
abismo de sus fantásticas
ideas que no se detuvo ni
presto atención a lo que
sucedía en modo alguno.
Posiblemente no veía
nada, pues sus ojos
estaban fijos y extraños
como los de una sonámbula.
Caminaba rápidamente a
través de la oscuridad
hasta que por último,
250
aterrado su caballo y sin
poder ser contenido, se
lanzó a galope
vertiginoso. Fleta
aguantó en la silla,
balanceándose
ligeramente al compás de
los movimientos de su
enloquecido corcel, sobre el
que ya no trataba de
ejercer ningún dominio…
250
Aún dejó caer las riendas
de sus manos sujetándose
fuertemente a su larga y
espesa crin.
Un extraño grito llegó por
fin a sus oídos. Un grito
extraño, una voz conocida,
aunque desfigurada por el
terror, una voz que
pronunciaba su nombre
en el mismo momento que
250
su caballo, retrocediendo,
tropezaba y caía lanzando
un relincho de muerte. El
caballo había sido
afortunadamente
atravesado por una bala;
sólo así hubiera podido
ser detenido en su
carrera.
Fleta se levantó y,
mirando a su alrededor,
250
descubrió la más
extraordinaria de las
escenas. Se encontraba
precisamente bajo el
mismo fuego del enemigo,
y rodeada tan sólo de unos
cuantos hombres y
caballos moribundos que
habían sido

250
atravesados por las balas,
al tratar de huir en
dirección contraria a la que
ella había marchado.
La luna oscurecida y
medio oculta por las nubes
daba, sin embargo,
suficiente luz para que
Fleta pudiera ver a sus
propios soldados huyendo
en todas direcciones, y
251
contemplar el campo de
batalla cubierto de
cadáveres.
Fleta permaneció
inmóvil, mirando a su
alrededor…
aterrorizada… entretanto
seguía siendo el blanco de
los disparos que sonaban
no lejos de ella. Parecía
que su vida estaba
252
secretamente guardada, y
permaneció allí impávida.
Repentinamente un caballo
vertiginosamente guiado
comenzó a dejar oír su
desesperado galope en
dirección al sitio en que se
encontraba y el grito que
poco antes oyera sonó
ahora de nuevo más
potente.
253
–¡Fleta! ¡Fleta! –decía.
Un momento después un
caballo se paraba a su
lado con brusquedad,
tembloroso y respirando
fatigosamente. Alguien se
inclina hacia ella desde la
silla gritando:
–¡Daos prisa, saltad
detrás de mí!
Fleta miró el rostro del
254
jinete. ¿Cuánto tiempo
hacía que conocía aquellos
ojos? ¿Cuántas veces la
habían hablado de

255
amor a través de las
edades? ¡Sin embargo,
ahora le resultaban
extraños! Tan
completamente olvidados
los tenía en aquellos
instantes.
–¿Vos, Horacio? –
exclamó.
–¡Saltad! –gritó él–. ¿No
veis que os están haciendo
256
fuego?
¡Daos prisa!
Le obedeció sin replicar.
Un momento después el
gran caballo de Horacio
galopaba furiosamente a
través de la oscuridad.
Cuando estuvieron fuera
del mayor peligro, Horacio
detuvo el paso de su corcel
porque sabia que si no se
257
apiadaba del caballo no
les podría servir más
tarde.

258
CAPITULO XVIII
La aurora comenzó por
fin a colorear el cielo para
tranquilidad de Horacio,
cuyo mayor trabajo fue
guiarse durante toda la
noche a través de aquellos
senderos. Ahora podían
caminar con sosiego. El
mayor peligro había por
el momento desaparecido.
259
En la extraña quietud de
los primeros destellos de
la aurora se volvió en su
silla y miró a Fleta. Le
devolvió ésta
tranquilamente su
mirada, pero continuó
pensativa… absorta…
–¡Estamos a salvo! –fue
la primera exclamación
de Horacio. Sólo él conocía
260
la ansiedad y la angustia
que por ella había pasado;
sólo él podía conocer la
desesperación que
soportara cuando la vio
inmóvil y serena bajo el
fuego del enemigo.
–Podíais haber sido
muerta de un tiro –
añadió, con un ligero
temblor en su voz–.
261
Vuestro valor es
indomable, lo sé, pero
exponerse a servir de
blanco es una locura, no es
valor.
–Tengo aún que realizar
algo –contestó Fleta–; no
estoy en peligro de
muerte. Habéis sepultado
toda la ciencia que
habíais adquirido bajo una
262
capa tan espesa Horacio,
que ni aun siquiera podéis
encontrar un poco de fe
en la que apoyaros.

263
Hablaba en un tono de
frío y no disimulado
desdén que molestó a
Horacio, quien no podía
olvidar los terribles
sufrimientos que acababa
de sufrir a causa de ella.
No pudo menos que
contestar:
–Las balas han trabajado
bien en vuestros soldados,
264
en esos hombres a quienes
guiasteis a la muerte,
Fleta, y al parecer ni
siquiera pensáis en esos
pobres seres. Creo que no
tenéis en absoluto
corazón.
–¿Los hombres que yo
guié? –exclamó Fleta en un
tono de no fingido
asombro–. Me intriga lo
265
que queréis decir.
–Ya lo sabéis bien antes
de que yo os lo diga.
Hubieran vuelto la
espalda y hubieran huido
mucho antes si no os
hubierais obstinado en
continuar constantemente
avanzando. Era evidente
que de seguir avanzando no
podía resultar nada sino la
266
catástrofe que ha
resultado. Los soldados os
hubieran seguido a todas
partes; os hubieran seguido
hasta la muerte.
–¡Graciosos poderes! –
exclamó Fleta–, ¿no
sabéis que yo me dejé ir
cientos de millas de aquel
campo de batalla? No
sabía absolutamente nada
267
de lo que sucedió durante la
tarde y la noche, Horacio.
Hasta que me
encontrasteis no he sabido
absolutamente nada. Esas
muertes pesan, sin embargo,
sobre mi alma. Lo sé. No
trato de evadirlo. Pero sólo
por causa de no

268
haber pensado. Estaba
ocupada en lo que para
mí es el primero y
principal trabajo; todo ese
tiempo estaba fuera de mi
cuerpo. ¡Y ese cuerpo, ese
mero simulacro animal esa
forma externa mía, ha
conducido a esos
desdichados a la muerte!
¿Qué espíritu maléfico
269
sería el que tomó las
riendas de mi caballo? No
era yo, no. Yo estaba muy
lejos entonces. Si hubiera
estado allí, hubiéramos
ganado la batalla.
Horacio se sometió ante
el extraordinario tono de
honda seriedad con que
fueron dichas estas
palabras.
270
–¿Pero es cierto eso? –
dijo–. ¿Podríais tener
fuerza para ganar un
combate?
–No –contestó Fleta–. Ya
veis que no la he tenido.
Pensaba en un alma que
amo y olvidé los
sufrimientos que me eran
indiferentes. Esta es,
Horacio, una terrible caída
271
en la senda que piso. He
de sufrir mucho por ella.
Fracasé por falta de
fuerza. Debí haber tenido
paciencia hasta que la
batalla hubiera
terminado.
–Acaso estaba escrito
que habíamos de perder –
dijo Horacio.

272
–Había que contar, en
efecto, con el destino de esa
nación. Lo sé –contestó
Fleta–; pero estuve lo
suficientemente fuerte
durante un período del
día para haber podido
contar con él.

273
Sabéis muy bien, Horacio,
que quien ha ganado
poderes a costa de lo que
yo los he ganado puede
intervenir en la marcha de
las fuerzas que regulan
las masas de hombres.
Horacio no contestó,
pero cayó en un profundo
estado de meditación.

274
–Tenemos que llegar a
una ciudad, a un sitio
donde nos detendremos
tan pronto como sea
posible –dijo Fleta, poco
después–. Tenemos un
largo camino que andar.
–¿Adónde vamos? –
preguntó Horacio–. No
sabía que tuviéramos
otro destino que el de
275
llegar a un sitio seguro.
–¡Seguro! –dijo
imponentemente Fleta.
–Bueno, ¿pero a dónde
vamos? –dijo Horacio
repitiendo su pregunta
con un aire que no
demostraba ya sorpresa
ni ansiedad.
–A Inglaterra –respondió
Fleta.
276
–¿A Inglaterra? –repitió
Horacio sin poder por
esta vez reprimir su
verdadera sorpresa–. ¿A
qué?
–Tenemos que hacer allí o
por lo menos yo.
–Mi suerte es la de estar
siempre a vuestro lado –
dijo Horacio con voz algo
forzada, como si tratara de
277
disimular el peso de
alguna emoción.

278
Fleta, que observó este
hecho, a pesar de que sus
pensamientos estaban aún
en otro lugar muy lejos del
camino rural que
atravesaban, le preguntó:
–¿Por qué habláis tan
extrañamente?
–¿Qué hablo
extrañamente? –dijo
Horacio–. Sí; tal vez he
279
sufrido mucho esta noche.
Os he visto bajo el fuego
enemigo y esto es ya
bastante. Además, yo no
había estado nunca en
ningún campo de batalla
y no es cosa baladí ver
por vez primera perecer
cientos de hombres bajo
las balas.
Un débil suspiro de Fleta
280
le interrumpió en este

momento. Después

continuó esforzándose

visiblemente al hablar.

–Pero he visto más; he


visto a alguien con quien
he estado muy unido,
agonizar a mi lado
atravesado de un balazo.

281
Fleta se inclinó y miró
en el rostro de Horacio,
poniendo sus manos en los
hombros y obligándole a
mirarla de frente. A
Horacio le pareció que
aquella mirada penetraba
en su cerebro y leía hasta
sus más secretos
pensamientos. Fleta
entonces le dijo:
282
–Lo sé, no necesitabais
habérmelo dicho. Se me
había advertido que todo
se derrumbaría ante mí y
que todo lo perdería.
Amigos, reino, todo… La
profecía se ha cumplido y

283
se ha cumplido pronto.
Bien habló Etrenella. Otto
ha muerto; la muerte está
a mi puerta; mi destino
marcha adelante tan
violentamente que arrolla
a los hombres cuando sus
vidas tocan a la mía. ¡Es
horrible! «También tres
amigos», se me dijo, a
pesar de que no tengo
284
ninguno Horacio, como
sea que os cuente como el
único. Apenas si lo sé pues
creo que el amor, en vos,
ahoga toda amistad. Así,
pues, me dejaréis, suceda
lo que suceda. ¡Y me
dejaréis pronto y ahora
que Otto ha muerto!
Diciendo esto volvió a
sumirse en una
285
meditación tan profunda
que Horacio no se atrevió
a distraerla. ¿Qué
significaba aquel estado?
¿Era dolor? Horacio no
acaba de comprenderlo.
Estaba Fleta cerca de él
tan cerca que sus formas
tocaban con las suyas a
cada movimiento del
caballo y sin embargo
286
estaba a la vez tan
apartada como pudieran
estarlo las estrellas en el
cielo. Aquello era un
enigma indescriptible. Que
sus palabras fuesen
ininteligibles no le
preocupaba; con frecuencia
le había sido imposible
seguir el hilo de sus
pensamientos, pero no
287
podía explicarse la
naturaleza de aquel espeso
velo que alejaba un mundo
entero de ella y aún de su
misma proximidad física.
¿Podría alguna vez
sentirlo ella? ¿Podría
alguna vez amarle? Tal

288
descorazonador problema
surgía en su espíritu con un
aspecto completamente
nuevo y asimismo
incontestable.
Se había olvidado del
tiempo que venía
persiguiendo su amor;
sólo sabía que en aquel
momento su amor se
intensificaba hasta lo
289
absoluto. Sucumbía de
pena ante la idea de que su
amor era un amor sin
esperanza: por que, ¿cómo
hacer que aquel ser,
aquella estrella tan
apartada de todas las
formas ordinarias de la
vida, le concediese una
parte cualquiera de su
corazón?… Entretanto,
290
marchaban adelante, cada
cual sumido en sus tristes
pensamientos, separados
mutuamente por un mundo
de ideas. El alma de Fleta
estaba ocupada por una
que absorbía y obscurecía
a todas las demás… Que
borraba de su memoria
hasta los horrores de
aquella noche… Aquel
291
pensamiento era el norte
de su vida: la otra alma
hacia la cual se dirigía toda
su existencia. ¡Ah, joven
infeliz de elevada
estrella! ¿Por qué lo
humano de tu naturaleza
te ha de arrastrar de nuevo
hacia el oscuro lugar de
sentimiento en el que la
gran luz es invisible? Fleta
292
se sentía vacilar: sabía
que su alma estaba en el
borde de un abismo
terrible.
Un solo paso impensado y
se encontraría enamorada
como otras mujeres;
amando, adorando,
concentrando todo su
pensamiento en el objeto
de su adoración, limitando
293
de este

294
modo el horizonte de su
vida a la simple finalidad
de abarcar el alma y la
inteligencia de la persona
amada. Un repentino
estremecimiento conmovió
su organismo, un
estremecimiento que la
sacudió violentamente.
«¿Sería verdad lo que
Etrenella dijo? –se
260
preguntaba–. ¿Le amo? ¿Es
este un hecho realizado?
¿O tal vez no otra cosa
que algo que pudiera
suceder? ¿Y estaría él
(quienquiera que fuese),
en el borde del mismo
abismo de modo que no
necesitare sino un débil
impulso para caer? ¿Sería
posible la caída desde
260
tanta altura?» Todo esto
pensaba con honda
vergüenza, con infinita
tristeza y humillación.
Porque aunque su propio
corazón estaba siendo
despedazado por una
pasión completamente
humana, no dejaba de
comprender el desinterés
que anidaba en el espíritu
260
de aquellos escogidos seres
de la Hermandad Blanca.
Sentía que el fracaso
posible de Iván sería
inconcebiblemente más
terrible que el suyo, y
tanto más grande, que su
sola idea la atemorizaba y
avergonzaba aun en medio
de sus ansías. La idea de
Iván era para ella algo así
260
como un ideal religiosa,
pero la idea de su fracaso,
algo así como un horrible
sacrilegio. De modo que no
experimentaba el más
pequeño placer al pensar
en la posibilidad de que él
hubiera podido comenzar a
amarla. Ni un solo rayo…
Comprendía que el
amarla a ella sólo
260
representaría para él
angustia y desesperación,
y para ella

260
remordimiento infinito
por haberse convertido en
el instrumento que le
arrancara de su excelso
estado. En aquella su
ligereza, en aquella su
honda alucinación, un
suspiro se escapo de su
pecho, tan profundo, que
Horacio no pudo menos de
volverse inquieto a
261
mirarla, más la
indiferencia del rostro de
Fleta le tranquilizó. Así
caminaron hasta que se
aproximaron a una
pequeña ciudad.
–Aquí podremos tomar
el tren –dijo Horacio–,
pero no sé cómo hemos de
entrar en ella mientras
llevéis estas vestiduras. No
262
sé si aquí estamos o no a
salvo. ¿No podríais ver el
modo de disponer vuestro
traje de alguna otra
manera?
Diciendo esto detuvo el
caballo y Fleta saltó a
tierra. Ahora que salía de
sus abstracciones observó
todo el cansancio que sobre
ella pesaba.
263
–Será preciso, antes,
tomar algún alimento –
contestó–. Entremos en la
casa más próxima.
Marchó la primera sin
esperar contestación
alguna. Horacio la siguió
conduciendo al cansado
corcel. Así caminaron
alguna distancia, hasta que
se encontraron frente a la
264
puerta de un coto ante la
que se erguían dos
magníficos árboles. Horacio
no podía imaginarse que
detrás de aquella puerta
pudiera haber casa alguna.
Pero Fleta usaba, sin duda,
sentidos más finos que los
empleados

265
generalmente por los
hombres. Se había dejado
guiar por su instinto, como
decimos al hablar
despreciativamente de los
animales que, sin
embargo, se guían de él
como de una lámpara
poderosa…
Fleta abrió la puerta y
entró sin vacilar,
266
encaminándose por una
estrecha senda bordeada
de flores, a las que hacía
brillar el rocío de la
mañana. Aquella senda
parecía terminar en un
espeso grupo de árboles.
Pero cuando llegaron a
éstos, se encontraron con
un camino que
repentinamente se torcía
267
hacia la entrada de una
pequeña casa. Fleta se
detuvo ante ella y juntó
sus manos como si
murmurase una plegaria.
Horacio, que acaba de
llegar a su lado,
extrañándose que no
continuara adelante, le
preguntó por qué se
detenía.
268
–Mi destino –dijo ella–,
está por este momento
unido al del noble ser
hacia el cual me dirijo.
Hasta ahora no lo he
comprendido, como
tampoco he comprendido
que únicamente puede
continuar unido de tal
modo en tanto piense y
sienta sin sombra alguna de
269
interés en mis pensamientos
y sentimientos.
–¿Qué os impulsa a decir
ahora esto? –exclamó
Horacio, conteniendo una
cierta impaciencia que
surgía en él ante lo que
parecía una completa
falta de ilación en las
ideas.

270
–¿Qué me impulsa a decir
esto? Una cosa muy
sencilla: que he cometido
un gran crimen en este
estado impensado mío;
crimen que ha de ser más
tarde o más temprano
castigado por las leyes
inmutables de la
naturaleza. ¿Será posible
que me haya encontrado
271
por obra de mi propio
destino, en el momento
mismo en que lo
necesitaba, con un
servidor mismo de la
Hermandad Blanca? No, es
al destino de aquella otra
persona a cuyo servicio
estoy, a quien lo debo.
Para que nunca más lo
ignoréis, Horacio, os diré
272
que estos dos tejos marcan
en todo el mundo la casa
de los servidores
juramentados del altar de
plata… Habéis de saber
que el tejo tiene
extraordinario poder y
especialísimas
propiedades. Venid.
Entremos.
La puerta de la pequeña
273
vivienda estaba abierta de
par en par. Dentro
divisaron una morada de
lo más primitivo y
sencilla del país. Fleta y
Horacio entraron. La casa
estaba compuesta
evidentemente de dos
habitaciones, una detrás de
otra, en la más alejada de
las cuales se verificaba, al
274
parecer, todo el trabajo
doméstico. En la mayor se
abría la puerta. Allí
parecía residir, dormir y
estudiar su morador. Una
especial circunstancia muy
poco usual entre los
campesinos de aquella
comarca daba un carácter
inusitado a toda la
estancia –una pequeña
275
tabla de libros… de viejos
volúmenes amontonados–.
La casa estaba solitaria;
dos miradas eran
suficientes para

276
observarlo. Fleta, después
de una rápida ojeada, se
dirigió a un armario, y
antes de que Horacio
hubiera podido reponerse
de su sorpresa, la abrió,
sacando de él lo necesario
para medio poner una
mesa; después sacó
nuevamente pan, leche,
queso y un tarro de miel.
277
–Venid –dijo–, este es un
alimento que libremente se
nos ofrece.
Horacio, sin detenerse a
cuestionar sobre la
afirmación de Fleta, como
lo hubiera hecho en otras
circunstancias, se sentó y,
con una gran sensación
de comodidad, la ayudó a
hacer desaparecer aquel
278
impromptu.
Habían apenas
apaciguado las primera
exigencias del hambre
cuando una sombra
obscureció de repente la
entrada.
–¿Sois vos? –exclamó
Fleta completamente
maravillada.
Horacio, que estaba de
279
espaldas a la puerta, se
estremeció y volvió su
cabeza. Inmediatamente
reconoció, a pesar del traje
que ahora llevaba, al
monje, al Padre Amyot.

280
CAPITULO XIX
–Sí –dijo el Padre Amyot–
, ¿os sorprende verme?
–En verdad me sorprende
–replicó lentamente
Fleta.
–¿Entonces estáis
perdiendo rápidamente
vuestra ciencia?
¿Podríais haber olvidado
que hay deberes que
cumplir a la muerte de un

281
ciego esclavo de la Gran
Hermandad y mucho más
a la muerte del que ha
formado ya uno de los
votos elementales?
Fleta le miraba según
hablaba con la misma
expresión dudosa que
había tenido desde la
entrada del Padre Amyot.
Luego exclamó de pronto:
282
–¿Os referís a Otto? –
exclamó. Apoyando
repentinamente su cabeza
entre las manos cayó en
un estado de congoja y
sollozó profundamente.
Horacio se sintió
atravesado como si un
golpe le hubiera dejado
mudo; nunca había visto
llorar a Fleta, no hubiera
283
creído nunca haberla
visto en tal estado. Había
llegado a considerar que
su apoyo en sí misma y
su serenidad
inconmovibles eran las
condiciones esenciales de
su carácter.
¿Cómo ahora, al oír el
nombre de su esposo muerto
se abatía

284
como un niño y lloraba
como una campesina que
recordaba su viudez?
Pero aquello era tan solo
una fuerte y apasionada
tempestad que pasó tan
rápidamente como había
nacido. Con un rápido
movimiento, Fleta
abandonó su abatimiento y
se levantó. Los ojos de
285
Amyot la habían estado
contemplando
severamente durante todo
aquel tiempo. Tendió
entonces sus manos llenas
de hierbas y de flores.
–¿Quién va a hacer esto?

–preguntó–. ¿Sabéis lo

que es? Fleta se

estremeció al observar
286
las blancas florecillas.

–Si; sé lo que es –
contestó tristemente–. Lo
haré yo. Ese trabajo es
mío; aun me quedan poder
y fortaleza suficientes para
hacerlo. Recordaré mis
conocimientos.
Avanzó hacia él y con
resuelto ademán cogió las
287
hierbas de sus manos. El
Padre Amyot dejó que las
tomara sin pronunciar una
palabra, atravesó después la
pequeña estancia y,
acercándose a Horacio, le
dijo:
–Vuestra madre está
enferma, muy enferma y
sus sufrimientos aún son
mayores por la ansiedad
288
que tiene de veros.

289
Horacio no contestó, sino
que se volvió y miró a
Fleta.
Amyot contestó a su
ademán diciendo:
–Está a mi cargo.
En la mente de
Horacio se
cruzaron encontrados
pensamientos, con
mortificadora rapidez.
El Padre Amyot no sólo
290
era un servidor de Fleta,
tan fiel como él y más
adecuado por lo visto, sino
que además tenía en su
poder facultades
misteriosas que él
desconocía. Horacio vio
todo aquello de inmediato,
y un tumultuoso grito
despertó en su corazón «no
me separaré de ella» –se
291
dijo–, y le oprimió el dolor
de saber que su
separación de Fleta era lo
que hacía imposible el
cumplimiento de su
deber. Más de una vez la
había abandonado lleno de
indignación; más de una
vez había jurado no
volverla a ver y, no
obstante, siempre se
292
encontraba de nuevo a sus
pies, desamparado,
ansioso, incapaz de vivir
lejos de su voz y su
presencia. ¡Pobre alma
humana que vive en el
amor y la pasión mezclando
ambos sentimientos! ¡Y
esta mezcla del animal y de
lo divino, esta mezcla de la
bestia y del Dios, es lo que
293
constituye la humanidad!
Lugar difícil de ser
habitado largo tiempo; en
un principio éramos los
humanos tan inocentes
como los brutos y con el
tiempo seremos tan puros
como nuestra propio
divinidad. Las dificultades
han de

294
ser resueltas, habrá que
atravesar por ellas como
el niño atraviesa la
juventud, para llegar a la
edad madura, y en aquel
primer espacio juvenil
aprende las artes y
poderes que le hacen
tolerable la vida posterior
Horacio estaba
aprendiendo la tremenda
295
lección en su punto más
difícil. El lado por el cual el
alma humana más se
aproxima a lo terrestre es
el del deseo. Es el deseo el
más pronto provocador,
por eso el mundo camina
sin pararse por medio de
la creación de las formas,
trabajo el más fácil para
los hombres. Siguen
296
después las figuras, con
cientos de ojos del deseo
llenando el alma con
apetitos de todas clases,
convirtiéndolo todo, hasta
el delicado amor de la
madre, en pasiones que
exigen devolución, porque
no saben conceder
generosamente sino es
pagando amor por amor.
297
***
Horacio no contestó a
Amyot ni le hizo nuevas
preguntas. Aceptó como
verdaderas las noticias y
no dudó de la razón de su
mandato. Amyot era para
él, como para la ciudad en
que había nacido, un
modelo de vida santa, un
carácter sagrado.
298
No vaciló en obedecer. Se
levantó pronto a retirarse,
dejando a Fleta bajo el
cuidado del monje. Pero no
sabía cómo marcharse sin
una palabra, sin una
mirada, sin estrechar

299
aquella mano que
adoraba, que adoraba, sí;
a pesar de los terribles
esfuerzos que había hecho
para arrancar el amor a
aquella divina mujer de
su corazón. Comprendía
ahora, mientras
permanecía
contemplándola, que su
esperanza y su deleite
300
habían sido sostenidos
por la perspectiva de ser
un compañero de aquella
mujer, de escudarla tanto
como pudiera de los
peligros que hubiera de
encontrar en su camino,
aunque los objetos que
persiguiera la separaran
de él y destruyeran toda la
simpatía.
301
Se acercó a ella un paso.
–Adiós –dijo con voz
ahogada–; ya no me
necesitáis.
Fleta le contempló con
una repentina dulzura que
aumentó grandemente su
belleza.
–Sabéis que siempre os
necesito –dijo
reposadamente, aunque
302
con un tono de tristeza
que parecía llegar hasta
la misma alma de
Horacio–, ya os he dicho
que aun cuando el deber
nos separe durante algún
tiempo, no me miréis como
si fuerais a perderme para
siempre. Esto no podrá
suceder nunca a no ser que
separaseis violentamente
303
vuestro destino del mío; ya
sabéis que nacimos bajo
la misma estrella y que,
voluntariamente,
entramos en el mismo
destino. Tratad de mirar a
lo lejos y reconoced las
grandes leyes que nos

304
gobiernan, la vasta esfera
de vida en la que nos
hemos de mover, y no
sufriréis como ahora a
causa de un mero dolor del
momento. Hoy os
asemejáis al niño a quien
la ruptura de un juguete
proporciona un dolor tan
grande que parece borrar
todas las posibilidades de
270
su vida futura; dejáis que
vuestra pasión y deseo del
momento actual borren de
vuestros ojos el sendero
inmenso que habéis de
seguir. No os aturdáis de
este modo.
Fue pronunciado esta
especie de sermón con
tanta afabilidad y
ternura, que Horacio no
270
pudo resentirse por
ninguna de sus palabras.
La hermosa mirada de
Fleta parecía llegar ahora
a algún profundo lugar de
su sentimiento, en el que
hasta entonces no había
penetrado. Una gran
tristeza parecía anegarle
como una ola; por vez
primera una oscura
270
sensación le hizo
comprender que no era
Fleta quien le negaba su
amor, sino el destino
inexorable e inapelable.
Fleta no podía entregarse,
lo había manifestado por el
enternecimiento. ¿Lo vio
en sus ojos?, ¿lo oyó en su
voz? ¿Por qué sino aquella
ternura? Podría decir
270
cómo, pero comprendía
que no era causa de un
amor como el deseaba, y
una tristeza densa le
martirizaba… Una tristeza
tan grande que nunca
podría ser arrojada con las
fatigas y con el trabajo.

270
Fue esta su primera
sumisión al destino; fue esta
la primera vez que
abandonó toda esperanza
de gozo que le era posible
en la vida ordinaria.
Acongojado y suspirando,
salió de aquella pequeña
casita sin ninguna otra
despedida. Después
permaneció fuera un
271
momento, estupefacto ante
su propia barbarie.
–¿Será posible –se dijo–,
que porque esto me
conmueva haya de
marcharme sin decir una
palabra?
Sin poder contenerse se
lanzó hacia la puerta.
–¡Conservaos en paz,
alma mía! –dijo.
272
Fleta alzó su vista de las
flores que tenía entre sus
manos. Horacio creyó
descubrir estrelladas
lagrimas en sus brillantes
ojos. Vio también que se
sonreía con risa tan dulce
que era más que un saludo.
Horacio se marchó
aceleradamente,
temeroso de que su valor
273
le abandonara. Amyot le
detuvo aún un momento.
–Podéis ir a pie –le dijo–,
¿o estáis muy cansado?
–Tal vez sea para mí lo
mejor que camine a pie;
dejadme.
–Dejadnos entonces el
caballo; ahora está
cansado, pero se repondrá
con un día de reposo. Hay
aquí un pequeño carro en
274
el que le podré enganchar
para conducir a la Reina.
Tal vez

275
tengamos que atravesar
por el campo y caminar
muy lejos antes de que
podamos hacer uso de
otro género de
locomoción. Vos no tenéis
que hacer sino dirigiros al
pueblo próximo que desde
aquí se otea y del que sale
una diligencia que no os
dejará lejos de vuestra
276
casa.
–¿Podéis decirme en que
dirección he de caminar?
– preguntó Horacio
cuando estuvo en la
puerta. Amyot le dio
instrucciones y antes de
abandonarle le dijo con
las manos puestas en sus
hombros:

277
–He tratado de
enseñaros religión, hijo
mío. Hoy quiero
enseñaros algo que hay
más allá de todas las
religiones: el poder divino
que las crea; el poder
divino del hombre mismo.
Ese conocimiento está en
vos, es vigoroso y poderoso;
de otro modo no podríais
278
ser amado como lo sois.
Comprendedle y hacedle
una parte de vuestro
conocimiento. Habéis de
sufrir, lo sé; tratad de
evitarlo. El crecimiento en
sí mismo no puede a veces
distinguírsele apenas del
dolor. Mas, caminad; haced
frente a los deberes de
vuestra vida; acordaos
279
cuando tengáis necesidad
de ciencia que quien fue
una vez vuestro director,
no es sino un humilde
siervo de grandes maestros.
Acudid a mí si necesitáis
ayuda.
–¿Cómo os he de
encontrar? –preguntó
Horacio.

280
Amyot sacó una sortija de
su dedo: una sola piedra de
color amarillo engarzada
en un circulo de oro.
–Nunca la uséis para otra
cosa –dijo–. Pero si
realmente me necesitáis,
mirad con intensidad en
esta piedra. Adiós.
Dicho esto se volvió hacia

281
la casita por la estrecha
senda, mientras Horacio
emprendía su camino.
Fleta estaba entre los tejos
que había en la entrada.
–Estoy preparada –dijo
con aire abstraído al
acercarse Amyot, que la
miraba
interrogativamente.
–Os dejaré ahora –
282
contestó él–. Sabéis
vuestro trabajo mejor que
yo. Además, me es
necesario el ocuparme de
otras cosas. A la puesta de
sol partiremos. Os
acompañaré; me ha sido
encargado que os vigile
durante esta prueba.
¿Seguís aún
completamente confiada
283
en vuestra ciencia?
–Completamente –
contestó Fleta.
–Iré con vos. Conozco un
camino que nos llevará
directamente al sitio que
necesitamos. Iremos
cuando la luna haya
salido.
Fleta se encerró en la
pequeña vivienda y
284
aseguró bien la cerradura.

285
Había de estar allí sola
durante muchas horas y
había de realizar serios
trabajos. Hubiera
extrañado a cualquier
desconocedor del alma de
Fleta ver cómo se
encontraba en aquella
pequeña habitación, como
si estuviera en su propio
palacio.
286
Abrió ciertos armarios
muy ocultos y puso su
mano, sin vacilar, sobre
vasijas y otras cosas que
habían de hacerle falta,
algunas le fue preciso
buscarlas en apartados
rincones. Mas nada había
de extraordinario en todo
aquello: aquellas
pequeñas casas en cuya
287
entrada aparecen como
emblemas los tejos, están
construidas de cierta
manera, adaptadas a
ciertos usos que una vez
conocidos es muy fácil
descubrir en casi todos sus
detalles las restantes
viviendas. Fleta había
visitado no pocos de
aquellos pequeños
288
santuarios. Pasó, pues, al
cuarto más apartado y en
un instante efectuó en él
una transformación
extraordinaria. La pequeña
cocina, mediante el arreglo
de algunos muebles,
mediante la desaparición
de ciertas vasijas y la
aparición de otras, quedó
convertida en una especie
289
de primitivo sancta sanctorum
en el que nada faltaba ni
aún el pequeño altar. Sobre
éste se veía una vasija de
cobre de forma extraña,
suspendida sobre un
recipiente lleno de alcohol
ardiendo. Un líquido de
oscuro color hervía
arrojando espuma blanca.
Fleta había preparado
290
aquel líquido con ayuda
de

291
varias sustancias
encerradas en diversos
tarros de cristal
fuertemente tapados y
ocultos en un armario
secreto. Había tomado
diversas cantidades de
varios de ellos sin
vacilación; tan sólo
algunas veces parecía
detenerse cuando
292
comenzaba alguna nueva
parte de la obra que tenía
entre manos, como si
tratase de probar aún
más su memoria.
Cuando el líquido arrojó
una cantidad grande de
espuma, que Fleta hubo de
apartar cuidadosamente,
comenzó a echar
lentamente en él las
293
hierbas que el Padre Amyot
había cogido. Estas hierbas
habían sido previamente
separadas y dispuestas en
varios montones sobre el
altar. Fleta iba ahora
escogiéndolas de cada
uno de ellos con un
propósito
indudablemente
determinado. Según
294
caían luego en el
hirviente líquido, el rostro
de Fleta parecía ir
perdiendo su aspecto
natural, y se hubiera dicho
que adquiría una expresión
de rapto cada vez más
marcada. Gradualmente
sus movimientos entre los
distintos grupos de
hierbas fueron tomando
295
un carácter, una
regularidad rítmica.
Poco después Fleta
comenzó un canto en voz
muy baja, casi
imperceptible. Sus
movimientos fueron
complicándose y
acelerándose de tal modo
que últimamente aquella
especie de danza había
296
adquirido un carácter
perfectamente
determinado. Cuando cayó
en la vasija la última de las
hierbas,

297
Fleta se lanzó fuera del
altar y comenzó
inmediatamente a ejecutar
las más fantásticas y
complicadas figuras. Su
conocimiento había
reaparecido por completo
en ella o por lo menos así lo
parecía; tal era la extraña
expresión de su rostro…
Su ojos, sin embargo,
298
estaban siempre fijos en el
hondo hueco de la
chimenea por el que ahora
ascendía una columna de
espeso humo procedente de
la vasija.
Fleta se detuvo
repentinamente,
permaneciendo inmóvil de
pie ante el altar. Ante ella,
en medio del humo gris,
299
había una forma, una
figura visible.

300
CAPITULO XX
Erguida allí, en silencio,
Fleta aguardó la
completa ejecución del
encanto. Pero su feliz
conclusión exigía que una
tranquilidad profunda
siguiera a las vibraciones
que ella había
artificiosamente
producido.
301
El pequeño cuarto
parecía estar ahora lleno
de un humo gris. La
forma que sus ojos
habían descubierto se
colocó enfrente de ella.
–¿Eres tú? –preguntó
fleta.
–Yo, que acudo a vuestra
invitación –contestó una
voz que parecía proceder
302
de una gran distancia–.
¿Por qué detenéis mis
esfuerzos para penetrar
en la felicidad?
–Acercaos más –fue la
respuesta, dicha en un
tono tan imperativo que
no parecía ser posible la
resistencia.
Un momento después la

303
forma que había aparecido
hasta entonces, como una
nube algo más densa que la
del humo, se hizo más
definida y Otto, el difunto
Rey, apareció vestido
como lo había estado en la
batalla y con el rostro
cubierto de sangre.
–Dejadme marchar –
exclamó airadamente–,
304
¿a qué hacerme volver a
los dolores de la muerte?
Necesito placer y

305
descanso. Había llegado a
una sitio delicioso.
Dejadme que vuelvas a él.
¿Por qué atormentarme?
–Os atormento –
contestó Fleta–, porque
tengo que impediros llegar
a ese lugar delicioso en
donde los espíritus de los
muertos pierden edades
enteras en el placer. No
306
debéis vos, que habéis
hecho el primer voto de la
Blanca Hermandad,
permanecer en semejante
sitio –añadió asumiendo
en su impetuosa ilusión,
un poder y conocimientos
que estaban más allá de
ella–. Vos no sois ya de
aquellos que pasan desde
la tierra al cielo. Habéis
307
entrado en la gran
profesión;
conscientemente habéis
de aprender y crecer.
Querría preveniros que
en el cielo cada copa de
placer sería para vos un
veneno y que no puedo
permitir eso. Ya no soy
vuestra esposa, ni aún
una persona a quien
308
amáis, o de quien seáis
amiga. En este momento
estamos en nuestra
verdadera relación, vos
siendo un neófito de la
Gran Orden, obligado tan
sólo por su primer voto,
aunque no por eso menos
obligado; yo, un neófito
también, pero que ha
pasado todas las
309
iniciaciones primeras y
que está a las puertas del
saber supremo. Para vos
soy como un maestro. Lo
soy de hecho en este
momento; la Hermandad
entera habla por mi boca.
Os ordeno pues, no
descansar en ningún
paraíso, en ningún sitio de
paz, sino marchar
310
valerosamente por la
senda del noble

311
esfuerzo; penetrad de
nuevo en la vida de la
tierra, comenzad de nuevo
con humildad y valor a
pasar por las experiencias
que la vida terrenal
enseña. Volved una vez
más a ser alma de vivos,
entrando en vuestra nueva
vida, resuelto a convertiros
durante ella en un
312
verdadero neófito…
Había alzado su mano
mientras hablaba con aquel
ademán peculiar suyo
lleno de sencilla
arrogancia inconsciente,
casi satánico en su fuerza.
La sombra retrocedió ante
ella. Algún dominador
encanto parecía sujetar su

313
voluntad. Al pronunciar
sus últimas palabras, la
forma se difundió en el
humo gris. Fleta alzó sus
dos manos y las agitó
sobre su cabeza. La nube
se alejó y después fue
desapareciendo lentamente
de la estancia. Fleta se dejó
caer al suelo con aire de
abatimiento y de absoluta
314
fatiga, y allí quedó tan
inmóvil como si estuviera
muerta.
El tiempo pasaba y toda la
estancia permanecía
tranquila, silenciosa… Por
último Fleta lanzó un
suspiro de cansancio y de
tristeza; después de
agitarse lentamente se
levantó con alguna
315
dificultad. Una vez de pie
miró a su alrededor. Se
sentía débil y mareada, su
gran belleza había
desaparecido, pero su
voluntad se mantenía firme
para las obras que ante ella
se presentaban. Eran
arduas, pesadas. Lo sabía;
y no se había

316
repuesto de las penalidades
de la noche anterior, pero
esto sólo intensificaba sus
energías.
Había ido anocheciendo y
tan sólo había luz en la
estancia para arreglarla
de manera que volviera a
presentar su ordinario
aspecto. Todo el día había
empleado en aquellas
280
tareas. Cuando hubo hecho
desaparecer todas aquellas
huellas de sus operaciones,
abrió la puerta de la casa
y salió al aire libre.
Aquello fue para ella un
alivio. Permaneció
durante algún tiempo
junto a los tejos, respirando
el aire crepuscular como si
con él respirara
280
bocanadas de vida.
Allí estaba cuando el
Padre Amyot, de regreso,
penetró en el sendero. Una
vez ante Fleta, dijo
mientras la contemplaba
de una manera
penetrante:
–¿Estáis preparada para
ir?
–Sí –contestó Fleta–; lo
280
estoy.
Se volvió hacia la casa
en cuyo umbral se detuvo
un momento, vacilando.
–¿Llevo aquel traje de

escarlata? –hubo de

preguntar. El Padre

Amyot no lo creyó

oportuno.

280
–Tengo para vos un traje
de campesina –dijo–. Está
fuera, en el pequeño carro
que ha de conduciros. Os
le traeré y lo

280
mejor será que os deshagáis
inmediatamente de ese que
lleváis. Si me lo dais yo lo
enterraré de manera que
quede bien oculto.
Todo aquello fue hecho.
Después se preparó y
enganchó en un carro del
país el caballo que Horacio
dejara. Algunos de los
caballos que en la batalla
281
perdieron sus jinetes
habían sido cogidos por los
campesinos. El de Horacio
no llamó por tanto la
atención. Subieron, pues,
en el pequeño carro y se
alejaron atravesando de
nuevo el camino que Fleta
había recorrido durante la
noche anterior. Para
cualquier transeúnte tenían
282
a primera vista el aspecto
de unos vulgares
campesinos; y sin embargo
nadie hubiera podido
resistir una segunda mirada
de aquellos extraños
rostros, el del Padre Amyot
parecía el de un espectro;
tan espiritual era su
expresión; el de Fleta
aparecía hermoso, lleno y
283
reflejaba las señales de
su absorbente
pensamiento.
***
Hasta muy entrada la
noche no llegaron al campo
de batalla. La luna
esparcía su luz en el cielo
pálido, iluminando la
escena de forma terrible. Se
detuvieron y, después de
284
haber sujetado al caballo
en un tronco, comenzaron a
caminar a pie examinando
los cadáveres. Poco tiempo
después el Padre Amyot,
levantando su mirada
hacia Fleta, vio que ésta
caminaba resueltamente
en una dirección definida;

285
inmediatamente abandonó
su propia operación y siguió
a la joven.
Los pasos de Fleta no
vacilaban y el Padre Amyot
tuvo que andar muy de
prisa para poder llegar
hasta su lado. Entonces,
mirando el rostro de
Fleta, vio en él aquella
expresión abstraída que
286
suele ser común en los
sonámbulos. Aquello
pareció satisfacerle y bajó
los ojos al suelo
caminando del mismo
modo que Fleta. Media
hora después, fue sacado de
su abstracción por una
repentina parada de Fleta.
Ésta acababa de lanzar
una exclamación
287
acompañada de un
profundo suspiro.
–Ya lo he encontrado –
dijo.
Al decir esto dirigía su
mirada a una confusa
masa de cuerpos
humanos que yacían a
sus pies. Entre ellos se
distinguía fácilmente, a la
primera mirada, el cadáver
288
del joven Rey. Allí estaba,
en efecto, con los brazos
abiertos, la cara vuelta al
cielo y en ella una
expresión que jamás
tuviera durante su vida,
una expresión de profunda
paz, de espantosa calma;
aparecía heroico y
soberbio.
Fleta cayó de rodillas.
289
Durante un momento
contempló aquel
ensangrentado rostro.
Después se levantó con
presteza y, volviéndose
hacia Amyot, exclamó:

290
–¿Qué es lo que habremos
de hacer ahora? ¿Le
llevaremos a los bosques?
–No hay necesidad de
hacerlo –dijo Amyot–. Este
lugar es ahora el más
solitario de la tierra. Nadie
visitará de noche este
campo. Ved, allí hay un
sitio en donde los
arbustos crecen
291
espesamente, lleno de
arbustos y de maleza.
–Sea así –dijo Fleta–.
Pero antes es necesario
hacer un círculo para
ahuyentar los negros
espíritus y los fantasmas.
–Podéis hacerlo –contestó
Amyot– yo le llevaré allí
primero.
Fleta se apartó algunos
292
pasos. Hubiera deseado
ayudar al Padre Amyot en
aquella tarea, pero sabía
que el Solitario, a pesar de
su aspecto aparentemente
débil y gastado poseía las
fuerzas de un Hércules.
Sabía que aquel hombre
había emprendido
trabajos físicos y llevado
a cabo esfuerzos heroicos
293
que solamente hubieran
sido resistidos por un
hombre de hierro. Fleta
sabía esto y no presto por
tanto atención sino a la
parte que le correspondía
de aquellos trabajos. En
tanto, Amyot separaba el
cuerpo del joven Rey de los
otros cadáveres entre los
que yacía. Ella se dirigió al
294
grupo de arbustos que su
compañero había indicado.
No había allí cuerpos de
hombres, ni de caballos, tal
vez porque su perfecta

295
elevación sobre el terreno
o la espesura de los
arbustos, les habría
impedido acercarse.
Allí estuvo Fleta un
corto espacio de tiempo
hasta que el Padre Amyot
apareció conduciendo a su
pesada carga.
–Echadlo ahí –dijo

296
Fleta, indicando un claro
de aquel terreno que
venía a estar casi en el
centro del mismo.
Amyot dejó caer allí,
suavemente, el cadáver.
Fleta se acercó y se
inclinó sobre la figura
inerte. No cerró sus ojos
como generalmente y por
instinto se acostumbra a
297
hacer; los dejó abiertos
mirando el cielo iluminado
por la luna. Tan sólo
levantó sus manos
cruzándolas en el pecho.
Al hacer esto descubrió el
anillo real en una de
aquellas manos; lo sacó y lo
colocó en su propio dedo
sobre su mismo anillo de
boda.
298
–Sólo fui vuestra Reina
durante un día –dijo ella–
, pero nunca vuestra
esposa. Esto, sin embargo,
es mío. No teníais otra
Reina y, ¡ay!, pobre Otto,
creo que tampoco otro
amor.
¡Amasteis a una mujer
como yo que no tenía
corazón que devolveros!
299
Al decir esto cayó de
rodillas permaneciendo en
tal actitud durante algún
tiempo hasta que el Padre
Amyot le tocó el hombro.
Levantó entonces su
mirada y observó al
anciano,

300
alto, fantástico, más
semejante en aquellos
momentos a un espectro
que a un hombre.
–Tened cuidado –dijo
éste–; no es ahora el
momento de emocionarse.
Hablo por experiencia;
pues si yo pudiera matar
los sentimientos en mi
alma, no sería el esclavo
301
que soy. Corréis un riesgo
mil veces mayor que el mío
al dejaros llevar ahora por
vuestros sentimientos.
Hace un momento habéis
desafiado a las creaciones
satánicas que llenan este
campo de batalla;
levantaos, sed vos misma y
las contendréis. De otro
modo seríais aniquilada,
302
sí; aún siendo la escogida
de la Estrella Blanca.
¿Por qué habían sido
pronunciadas aquellas
palabras con un énfasis tan
irónico? Fleta no pudo
detenerse y conjeturarlo, el
trabajo que había
escogido estaba aún por
terminar.

303
Fleta se levantó sin
pronunciar una palabra.
Su rostro fue cambiándose.
Las líneas más suaves
fueron reemplazadas por
otras más duras; la energía
y el vigor reemplazaron en
sus ojos a las lágrimas en
que un momento antes
estaban anegados.
Miró a su alrededor con
304
una arrogante mirada.
Como una Princesa
miraría sobre una inculta
multitud que intentara
rodearla y, sin embargo, a
la mirada ordinaria, nada
había que interrumpiera la
tranquilidad de aquella
noche inundada por

305
la luz de la luna… Nada
había que interrumpiera
la inmovilidad de aquellas
formas que yacían en tan
espantosa confusión. Fleta
sonreía sutilmente,
caminando lentamente de
un lado a otro del tétrico
paraje.
–Quedaos aquí, padre –
dijo ella–. Vigilad este
306
sitio.
Después se alejó de él con
lentitud; era evidente que
guiaba sus pasos de
manera que formasen una
figura. Era ésta una
mágica y compleja figura.
Aunque no le era
desconocida a Amyot,
cuando este la miraba, no
pudo menos de asombrarse
307
de la facilidad con que se
verificaban. Sus
movimientos eran
extrañamente proteicos.
Desde luego Amyot
había dejado de ver el
cuerpo para contemplar
únicamente el sentido de
aquellas líneas. Aquella
figura estaba ya escrita en
su mente y sus pasos no
308
hacían sino marcar las
líneas que se presentaban
en su vista interna. A todos
aquellos movimientos les
acompañaba una extraña y
monótona canturía, cuyo
sentido no comprendía el
mismo Amyot. A veces los
brazos se movían con un
movimiento imperioso.
Por último, cuando todo
309
hubo comenzado a
moverse, cuando todo
parecía girar alrededor,
Fleta, sacando su anillo
del dedo, describió con él
una figura en el aire.

310
–¿Queréis ir al tormento?
–preguntó, en tanto
permanecía con los ojos
clavados sobre el anillo.
De dónde obtuvo la
respuesta no hubiera
podido decirlo el Padre
Amyot; mas el hecho fue
que ésta hubo de llegar y
que debió ser satisfactoria,
pues Fleta no pronunció
311
más palabras que «Así
sea».
Después de todas aquellas
ceremonias se acercó al
lado de Amyot y, abriendo
una caja construida con
piedras preciosas, sacó de
ella un eslabón y un
pedestal primitivos. Amyot
estaba aparentemente
absorto.
312
En tanto, ella encendió
una luz y pegó fuego a las
plantas y a los arbustos.
Al principio no había
llama. Parecía que el
fuego se resistía en el verde
bosque. Fleta pronunció
algunas enérgicas
palabras, al mismo tiempo
que encendía otra luz;
entonces se levantó la
313
llama y saltó de un lado a
otro formando en algunos
minutos una gran hoguera.
Fleta estaba con sus
manos sobre ella
conduciendo sus llamas
de un lado a otro, aunque
siempre en dirección al
cuerpo del joven Rey. En
cuanto algunas lenguas
de fuego tocaron su cara
314
una cosa extraña sucedió.
Parecía como si aquel
contacto ardiente hubiera
galvanizado el cuerpo,
que medio se incorporó
dejando escapar un extraño
gemido. Sus ecos
interrumpieron

315
aquel nocturno silencio
de muerte. Pero esto fue
todo, la cabeza y los
hombros cayeron en un
lago de fuego
interrumpido únicamente
por el chisporroteo de la
hoguera.
Las dos figuras vivientes
permanecieron
completamente inmóviles
316
contemplando la horrible
escena hasta que al fin
Fleta, volviéndose hacia
Amyot, exclamó:
–¡Podemos marcharnos!
Salió la primera de aquella
extensión de terreno
incendiado. Pero
repentinamente se detuvo
al llegar a la linea de la
figura que tan
317
extrañamente marcara.
–¿Que voy a hacer?––
exclamó aturdida–. Me es
imposible avanzar. No soy
lo suficientemente
poderosa para hacer frente
a esos demonios. Ved, el
mismo Otto está allí
esperándome para
matarme.

318
–¿El mismo Otto? –repitió
Amyot asombrado.
–¡No, no! –exclamó
apresuradamente Fleta–.
Otto no, sino aquella parte
animal que ahora está
separada de él. Ya tengo
bastante que hacer con
ella. ¡Oh, tiene su mismo
rostro y figura! ¡Amyot,
esto es horrible!
319
–¡Sois cobarde! –exclamó
el sacerdote
desdeñosamente.

320
–Pero no me apresuréis –
dijo Fleta–. Necesito
tiempo para pensar, para
saber cómo se hace frente
a esto, ¿no veis que este
demonio tiene poder para
seguir mis pasos?
–Tenéis que ir adelante –
dijo Amyot–, a no ser que
queráis sufrir una muerte
miserable. El fuego se
321
acerca a nosotros.
¿Tenéis o no poder para
detenerle?
Fleta miró hacia atrás y
pronunció una sola
palabra con acento de
desesperación.
–¡No!, no le tengo.
–Ni yo tampoco –dijo
Amyot–. Pero estoy
dispuesto a permanecer
322
con vos y morir si no hay
otro remedio.
–¡Oh! ¡Sería lo más fácil!
–dijo Fleta–. Pero no
puedo.
¿Cómo es posible? No es
mía mi vida. Iván me
necesita. Me es preciso
avanzar. ¿Mas, cómo
apagar este monstruo,
este animal que está ahí?

323
Voy a ser muerta por algún
negro espíritu si escapo
del fuego.
En aquel mismo
momento una chispa saltó
y prendió su manto,
subiendo después por todo
su brazo derecho. Fleta se
lanzó fuera del círculo y se
arrojó en un gran charco de
sangre en el que apagó el
324
fuego, mientras el Padre
Amyot, quitando

325
su propio manto de sus
hombros, lo echaba sobre
ella para apagar las
chispas que nuevamente
se inflamaban.
–¡Levantaos! –dijo Amyot
ahogadamente–. ¿Qué es lo
que habéis decidido, ahora
que el fuego se propaga con
rapidez?

290
–No irá lejos –dijo Fleta
agitada–, hay demasiada
sangre.
Pero Fleta se levantó al
hablar así. ¡Qué figura la
suya, erguida a la luz de
la luna!
Aún el mismo Amyot,
cuyos ojos parecían mirar
siempre para dentro, la
vio ahora con asombro. A
290
la blanca luz de la luna, su
belleza era mucho más
extraordinaria que nunca.
En su rostro pálido, sus
osos resplandecían como
dos ardientes estrellas.
Había extendido el brazo
cruelmente abrasado para
contemplarlo. El brazo
manchado horriblemente
con sangre.
290
–No puedo restaurar esto
–dijo con extraña sonrisa.
–Es la señal de la acción
que habéis realizado –dijo
Amyot–. Acaso por eso
obtengáis la admisión la
primera vez que tratéis de
entrar en la Gran Orden.
Fleta no contestó. Poco
después se alejaba
rápidamente, seguida por
290
Amyot que caminaba a su
lado silencioso.

290
CAPITULO XXI
Era ya mediodía cuando
llegaron a la puerta de la
casita. Amyot no había
querido marchar muy de
prisa porque temía que el
movimiento del rudo carro
que les conducía molestara
demasiado a Fleta. Tres
veces se desmayo ésta
durante el trayecto, hasta
291
que por último cayó en un
profundo trance, del cual
no pudo ser despertada.
Sin salir de tal estado,
fue conducida por el
Padre Amyot desde el
carro hasta el interior de
la estancia, en la cual fue
colocada suavemente sobre
unas esteras, con una
pequeña almohada bajo la
292
cabeza.
El Padre Amyot,
después de
desenganchar, volvió en
seguida al interior.
No dio a Fleta calmante
ni restaurador alguno, sino
que, arrodillándose a su
vera, después de clavar su
penetrante mirada sobre

293
ella, tomó sus manos entre
las suyas. Aquello fue
bastante para que Fleta se
levantara repentinamente
exhalando un suspiro.
–Se pondrá muy
enferma –dijo en alta
voz–. Dudo que viva.
Apenas parece posible
ahora. Pero lo que ha de
suceder, sucederá.
294
Entrando en el cuarto
interior, abrió aquel oculto
armario del cual sacara
Fleta los materiales para
sus extraños ritos y,
lentamente, con exquisito
cuidado, cogió determinados
tarros, de los cuales vertió
algunas gotas en un
especial vaso cuadrado.
Cuando la mezcla estuvo
295
hecha, un humo muy
tenue y un perfume apenas
perceptible salió de él.
Observó su color como si
dudara y después
exclamó, hablando
consigo mismo:
–¿Osaré dárselo? ¿Me
incumbe decidir de su
vida y hacer frente al
terrible destino que ella
296
misma ha labrado? No
puedo hacerlo. Esta es
una decisión que le
pertenece a ella
exclusivamente. ¡Ojalá
que ella no se equivoque!
Dijo esto hablando
consigo mismo en alta voz,
costumbre que adquiriera
durante su vida
monástica en la ciudad en
297
donde vivía, de una
manera mucho más
aislada que en los
apartados monasterios.
Por fin resolvió echar las
gotas del vaso sobre el
hogar. Una luz brillante,
casi una llama vivamente
azul, iluminó la estancia
durante un momento.
Amyot volvió a colocar el
298
vaso en su sitio, cerrando
la puerta del secreto
armario y volvió
lentamente hacia el lado
de Fleta. Ésta parecía
estar ahora como muerta.
Ni el más tenue color tenia
su rostro, ni el más

299
leve signo de desesperación
manifestaba. Puso su mano
sobre el pulso de Fleta. No
latía.
–Ella es quien
solamente debe decidir –
volvió a decir Amyot en
voz de intensa tristeza.
Le parecía encontrarse
obligado a hacer frente al
hecho de que Fleta
300
prefiriese morir. Este
pensamiento era para él
angustioso.
–Sin embargo –se decía–,
¿por qué he de dudar que
vivirá?
¡Ella que siempre está
pronta a la acción y nunca
se detiene para descansar
o gozar! Desde luego querrá
vivir; ¿por qué no la he de

301
ayudar?
Después de volverse
para mirar al blanco y
marmóreo rostro, se
dirigió nuevamente al
cuarto interior con la
intención de mezclar de
nuevo la medicina que
poco antes vertió en las
cenizas.

302
Pero no había tenido
tiempo de dar más de uno o
dos pasos cuando oyó un
ruido en la puerta de la
casa. Se detuvo y miró
hacia atrás. Alguien estaba
allí. Una figura alta
envuelta en un largo manto
de viaje y con un sombrero
de anchas alas que
ocultaba casi por completo
303
su rostro. Amyot reconoció
inmediatamente la silueta
de aquella figura, a la que
hizo una profunda
reverencia.

304
–He mezclado ya la
medicina una vez y la he
tirado creyendo trabajo
demasiado grande para mí
el de decidir por ella la
vida o la muerte. Ahora,
sin embargo, me había
parecido que debía vivir e
iba a mezclar de nuevo esta
droga y dársela. ¿Haré
esto, Iván?
305
–No –fue la respuesta–.
Ahora, no. Velaremos a su
lado. Tiene terribles
enemigos que la rodean, de
los cuales podemos tal vez
salvarla.
Iván dejó su manto y su
sombrero, mostrando así
las sencillas vestiduras
de monje.

306
–¿Estáis fatigado,
maestro? –dijo Amyot–.
Dejadme que os
proporcione algún
alimento.
–Ahora, no –replicó Iván–.
Ahora tenemos que
guardarla.
He venido desde una larga
distancia para estar a su
lado.
Durante la mañana
307
entera estuvieron sentados
al lado de Fleta con la
mirada fija sobre ella, sin
moverse, casi sin hablar.
Probablemente ninguno
de los dos se daba cuenta
de si el tiempo pasaba
rápida o lentamente. Sería
mediodía cuando Iván se
movió. Se levantó
repentinamente, aunque
308
con tranquilidad, e hizo
una seña a Amyot.
Juntos salieron
lentamente del abrigado
pórtico hacia la luz del
sol.

309
–¡Vivirá! –exclamó Iván–.
Ahora lo sé. ¿No lo sabéis
vos?
–Sí –contestó Amyot–.
Nunca lo he dudado
desde que pensé
seriamente un momento. Al
principio estaba cegado tan
sólo por la pena.
Comenzamos nuestra
guardia a las nueve de la
310
mañana; la comenzaremos
de nuevo a las nueve de la
noche. Antes de las doce su
alma habrá pasado
adelante o habrá muerto.
Comenzó a pasear de un
lado a otro por la senda
que conducía a la casa.
Amyot parecía tomar el
puesto de servidor con
absoluta naturalidad.
311
Cumplía sus deberes con
la misma sinceridad
austera con que hubiera
emprendido una obra que
le hubiera sido preciso
realizar. Nada, por trivial
que fuese, parecía costarle
trabajo. Mientras iba de
un lado a otro, su alma
parecía estar tan
apartada y tan elevada
312
como cuando se encontraba
ante las gradas del altar
de la gran Catedral. En
un corto espacio de
tiempo, una mesa
cubierta con blanco
mantel había sido
trasladada a la hierba y
en ella había café, pan y
frutas. Cualquiera que
hubiera visto aquellos dos
313
monjes en el jardín de la
pequeña casa, creería que
estaban hospitalariamente
atendidos por el dueño de
la misma. La comida no
duró mucho; ninguno de
los dos habló. Parecía que
cada uno de

314
ellos, teniendo demasiado
ocupada su mente, no podía
emplear tiempo alguno en
expresar sus sentimientos.
Tal vez aquel silencio no
era sino una vuelta a las
costumbres monacales que
resucitaban naturalmente,
ahora que estos dos
hombres se encontraban
juntos en la mesa. Habían
315
sido educados el uno al lado
del otro; y cuando Amyot
llamaba a Iván: «mi
maestro», tan hermosa
frase tenía en sus labios
toda la profunda
reverencia debida a un
superior, mas también
todo el afecto que podía
mostrar un viejo a un
hombre más joven.
316
A través del largo y
brillante día, Fleta
permaneció como un
cadáver en la misma
postura en que Amyot la
había colocado. Nunca se
la dejaba sola durante
más tiempo que algunos
minutos. O Amyot o Iván
estaban siempre a su
lado. Por último llegó la
317
noche.
A las nueve los dos
hombres se situaran uno a
cada lado de ella. Fue una
velada extraña, pues todo
estaba tan perfectamente
tranquilo y silencioso, que
más bien parecía aquella
escena la vela de un
cadáver que otra cosa; y
sin embargo había un
318
decidido propósito en todo
aquello. Que Fleta viviera
o muriera aquella
guardia hubiera sido
observada. Cuando el
espíritu acaba de perder su
unidad con el cuerpo es
cuando el peligro se
acerca.

319
Hasta las once no hubo
en el grupo movimiento
alguno. Pero hacia
aquella hora sería cuando
el Padre Iván puso su
mano sobre el brazo de
Amyot. El sacerdote alzó
los ojos, y estaba a punto de
hablar cuando
instantáneamente su
mirada quedó fija,
320
contemplando algo.
Detrás de la cabeza de
Fleta había una oscura
sombra que por momentos
parecía tomar una forma
más determinada. A la vez,
parecía que de aquella
substancia vaga se
formaban distintas
figuras. Tres siluetas
fueron por último
321
haciéndose visibles
claramente. Una de ellas,
Fleta misma, pálida, gris,
semejante a un espectro;
y a su lado Otto, fuerte,
oscuro, poderoso. Los dos
amigos se estremecían al
reconocer el otro rostro; era
el de Horacio, oscuro
también y fuerte como el
Rey difunto.
322
La pálida figura de Fleta,
como una oscura llama,
ondulaba entre ellos,
inclinándose tan pronto a
un lado como a otro, como
si careciese de fuerza para
mantenerse en una
posición determinada.
–¿Por qué será tan débil?
–preguntó Amyot en un
piadoso murmullo.
323
–¿Ya sabéis? –dijo Iván–
. Porque ésta es su
sombra, su alma animal.
Está inclinada, apegada
más fuerte que nunca a

324
la vida, para hablar a esas
dos de manera que
entiendan, pues viven
inconscientemente en el
mundo de las sombras, en
el que ella permanece
conscientemente.
En aquel momento la
forma de Fleta se mostró
de repente más fuerte y
más clara, y Amyot pudo
325
llegar a oír su voz,
aunque con un timbre
especial, como si fuera
pronunciado desde una
remota distancia. Las
palabras salían lentamente
de su boca como si no
estuviera segura de sus
fuerzas. «Os llamé», se la
oyó entonces decir, os llamé
a los dos para que me
326
hallarais cara a cara
antes de que entrásemos
en un nuevo capítulo de la
vida, ¿Podéis acordaros de
aquel tiempo lejano en que
me amabais, como los
hombres aman sobre la
tierra?
¿Recordáis cuando por
vez primera esta alma y
esta vida humana
327
despertaron al
conocimiento? ¿Recordáis
cuando en aquel espeso
bosque la pasión, el deseo
y los propósitos egoístas
nos dominaron a todos y
cada uno de nosotros,
incluso a mí misma?
¿Recordáis cómo provoqué
la muerte del que deseó
ganar para sí mi amor?
328
Aquellas cadenas que nos
unen fueron forjadas
entonces en aquellos
antiguos tiempos salvajes;
nos unen aún hoy, pero
han de ser cambiadas y
alteradas o rotas para
siempre. He sufrido
durante largas edades por
vosotros dos, he sufrido
hasta esta misma hora,
329
pero ahora tengo derecho
a ser libre, no de vosotros,
cuya

330
compañía es para mí
preciosa, sino de vuestro
amor, de vuestro amor
humano que mata y
destruye la vida divina que
en vosotros y en mí se
encierra. Otto: ¿sabéis
que mi último esfuerzo por
vos atrajo sobre mi la ira de
esta alma animal que aquí
ahora os representa y
331
asume vuestra forma?
Recordaréis que la arrojé
de vos dejándoos libre
para pasar purificado a
otras vidas. ¿Me seguirá
siempre ahora a través de
la mía enloqueciéndome
con los recuerdos de
vuestro cruel amor? Otto,
desde vuestro lugar de
reposo os llamo; venid,
332
matad esto que me oprime,
libertadme. Dejaos que me
ausente de vos como de
alguien que sintió
gentileza hacia mí, no ese
algo devorador que los
hombres llaman pasión
amorosa.
Un silencio profundo
siguió a estas palabras y
los dos religiosos vieron a
333
la figura de Otto oscilar y
debilitarse. Pero de pronto
la vieron también arrojarse
sobre Fleta como para
abrazarla. Pero aquel
movimiento fue tan sólo
el de una oscilante luz, y
según Fleta estaba
inmóvil mirando
atentamente a la moviente
forma, un grito
334
inexplicablemente triste y
terrible resonó en la
estancia y la forma
desapareció. Iván respiró
como si le hubieran
quitado un peso del pecho.
Fleta permaneció tan
marmórea en aquella
forma sombreada como en
el inconsciente cuerpo que
yacía en el suelo, hasta
335
que Horacio se acercó más
a ella y la tocó.
Inmediatamente se

336
volvió a él y de nuevo se
oyó su voz, aunque ahora
con una expresión más
dulce que antes, aunque
con aquella misma lúgubre
entonación.
–¡Horacio! –exclamó–.
Escuchadme; os pido,
como he pedido a Otto, la
muerte en nuestra forma
actual. Toda esta vida,
337
desde que os he conocido
como Horacio, os he
estado pidiendo la mismo.
Vuestro amor para mí es
una carga; para vos algo
que os abrasa y os hace
ciego y sin amparo.
Liberaos de él, Horacio.
Conocedme como soy, no
como una mujer para ser
amada como antes. Como
338
una discípula de la luz,
como uno que trata de
pasar a otra vida mayor.
Hora es que vengáis y os
pongáis a mi lado; nada os
impide hacerlo, excepto
esa ciega pasión que aún
oscurece vuestros ojos.
Venid, Horacio, haced que
muera ese ser salvaje que
hay en vos. Que pase a la
339
naturaleza de la cual surgió;
le habéis usado; habéis
aprendido de él,
experimentado con él
plenamente. Estáis ahora
dormido en vuestra casa.
Veo vuestro cuerpo mucho
más claramente que esa
sombra que está delante de
mi. Sed tan valeroso como
Otto, que ha vencido. Su
340
espíritu está en un sitio
de reposo, hasta que llegue
el momento de despertar a
una nueva vida de trabajo,
libre de esa sombra que
acaba de destruir. Vuestro
espíritu retrocede y deja
reinar a la sombra. Venid
a mí en vuestro ser divino
y sed mi amigo y
compañero; haced esto
341
ahora y desterrad para
siempre esa sombra de
enfurecidos ojos. Cuando
despertéis a la aurora, el
desorden de vuestra mente
y la fiebre de vuestra
alma habrán pasado. No
me amaréis menos,
Horacio, pero vuestro amor
os ayudará en vez de
paralizaros. La flor se ha
342
desarrollado plenamente;
sus pétalos están prontos a
caer. Ahora es tiempo de
que aparezca el fruto.
Venid, Horacio, debo ir
adelante; venid conmigo.
Las sombras cambiaron y
desaparecieron de repente.
En su lugar vinieron
nuevas y confusas formas.
Entonces Amyot vio que la
343
figura de Horacio Estanol
estaba allí, sumida en el
sueño.
Pero de repente salía de él
y su voz gritaba como desde
una distancia inmensa:
«¿Fleta, me llamabais?
¡Voy! ¡voy!».
Horacio, saltando de su
lecho, comenzaba

344
apresuradamente a
vestirse.
–Ha salido fallido su
intento –dijo tristemente
Iván–.
¡Pobre niña!; tendrá que
llevar aún más lejos su
carga.
La oscuridad les rodeó.
Las luces y las sombras
habían desaparecido. Un
débil y ligero suspiro les
345
recordó la Fleta muerta
que tan
desamparadamente
yacía.

346
Volvía a la vida. Iván se
levantó y se acercó con
una luz en la mano para
observarla. Sí,
indudablemente se movía
un poco; sus párpados se
entreabrieron, sus
magníficos ojos
contemplaron fijamente a
Iván. La confusa y
adormecida mirada se
347
torno instantáneamente en
una adoración extática de
infinito deleite.
Inclinándose sobre ella se
hubiera podido percibir el
débil murmullo que
procedía de sus pálidos
labios.
–¡Ivan! ¡Iván!, me
ayudaréis.
Iván se levantó, entregó
348
su luz a Amyot y salió por
el pórtico a la oscuridad
de la noche. Allí
permaneció inmóvil
pensando
profundamente…
«Por esto fue –se decía–,
por lo que acababa de
fracasar con Horacio». Por
aquello era por lo que
había fracasado su
349
iniciación. No por orgullo,
no por desconocimiento,
no por ninguna cosa que
una máscara pudiera
ocultar, sino simplemente
por apoyarse en él, por
considerarle como un dios.
Alma potente, ¡cuán
amargo debió serle el
fracaso! ¿Por qué aquel
valeroso y resuelto corazón
350
se había presentado a la
terrible Hermandad antes
de tiempo? ¿Qué podría él
hacer? Su sufrimiento, el
sufrimiento de Fleta,
debía ser amargo;
ciertamente había ella
dicho la verdad cuando
afirmó que había pasado
el tiempo de placer para
la flor… Era la hora
351
propia en que se había de
formar el fruto, y ningún
ser, ninguna naturaleza
podía ser detenida por mano
alguna ni por lo súplica o
mandato de espíritu
alguno.
Iván, con la cabeza
inclinada, absorto en
profundos pensamientos,
se alejó en la obscuridad
352
y se internó en el bosque.
Fleta, el débil,
quebrantado y extenuado
cuerpo de Fleta,
permaneció después de
aquel rápido y primer
momento de gozo en una
tal pena y debilidad que el
delirio borró de él todo
conocimiento, todo
pensamiento.
353
CAPITULO XXII
Fleta volvió en sí de nuevo
y se encontró tendida en el
suelo de aquella morada;
su cabeza se había
escurrido de la almohada
que el padre Amyot
pusiera debajo de ella y
descansaba ahora sobre las
baldosas. Probablemente
aquella incomodidad de la
354
postura había contribuido
no poco a reanimarla.
Trató de incorporarse, pero
vio que estaba demasiado
débil. Entonces volvió a
dejarse caer sobre la
almohada y desde allí lanzó
una mirada dé asombro
alrededor de la pequeña
habitación. Penetraba, a
través de la pequeña
355
ventana de ésta la luz del
día, acompañada de una
brisa suave y agradable.
Con débil alegría miró al sol
que jugueteaba sobre el
piso. Una felicidad profunda
llenaba su alma. Nada
deseaba, nada pensaba ni
conocía. Pero su cerebro no
podía permanecer inactivo;
al primer movimiento de
356
su máquina despertaron
los recuerdos del campo de
batalla. Un recuerdo
confuso, tenebroso,
ininteligible, pero lleno, sin
embargo, de horrores, y un
grito incoherente se escapo
de su garganta. Después
pronunció el nombre de
Amyot una y otra vez. Cesó
de llamar y sus ojos se
357
cerraron debilitados ante
aquel esfuerzo. Pero la
memoria era demasiado
fuerte en ella, de nuevo
volvió el recuerdo del
último horrible episodio e
instantáneamente volvió a
abrir los ojos… ¿Había sido
todo

358
aquello una pesadilla, toda
aquella sangre y aquel
ruego? No, todo había sido
real, allí yacía su brazo
derecho, quemado,
destrozado, mutilado,
horrible; allí las manchas
de sangre en su vestido.
Este último hecho parecía
llenarla de horror.
Miraba fijamente la
359
sangre…
Entonces trató de
incorporarse, lo que no
pudo hacer en algún
tiempo; mas cuando al fin
estuvo sobre sus pies,
procuró ir tambaleándose
hasta una silla en la que
se dejó caer postrada.
Aquel cambio de postura
no sirvió sino para
360
revelarla su abrumadora
debilidad y hacerla volver
más en sí; unos momentos
después empezó a darse
cuenta de su posición.
Estaba sentada en una
tosca silla rústica apoyada
contra la pared, con la
mitad de su cuerpo
iluminado por la luz del
sol.
361
¿Quién hubiera reconocido
en aquella mujer
quebrantada, inutilizada
y marchita a la
espléndida joven Reina?
Ésta miró su brazo
desfigurado y exclamó:
–¡No hubiera sucedido
aquello, sino hubiera
fracasado mi prueba! ¡Oh
Fleta! –murmuró un
362
momento después–. ¡Cuán
enferma y débil estás!
¿Has perdido el secreto de
aquellos poderes de
inmortalidad y de
juventud? Han
desaparecido.
¡Oh, si no hubiera sido por
aquel fracaso!

363
Se colocó entonces más
derecha sobre la silla,
como si llamara a todas
sus fuerzas. ¡Qué terrible
expresión la de su rostro
en aquel momento en el
que desaparecieron toda
su dulzura y delicadeza
habituales! Nadie la había
visto jamás así. Reflejaba
en su rostro la lucha de un
364
alma por la vida. La lucha
de un ser a punto de ser
estrangulado, batallando
por respirar. Pero
rápidamente aquella actitud
cambió, se dulcificó y se hizo
más fuerte al mismo
tiempo. Entonces se
levantó de su silla como si
el vigor hubiera
comenzado a reanimar su
365
cuerpo. Así era verdad,
pues comenzó a moverse a
través de la estancia
lentamente, pero con
seguridad a la vez. Entró
en la habitación interior y
se acercó al armario
secreto, ahora ella misma
procedió a mezclar aquella
droga que Amyot preparara
y arrojara al suelo
366
después de hecha.
Después, sin vacilaciones,
la bebió. Valor, fuego,
vitalidad, todo acudió a
ella después de haber
tomado aquella bebida.
Permaneció inmóvil
dejando que la sangre
coloreara sus mejillas y
abrazara su corazón y su
cerebro.
367
–Estoy de nuevo viva –se
dijo entonces a sí misma–.
Ahora debo llevar a cabo
la purificación.
Miró a su alrededor
buscando su manto de
campesina, que estaba en
la habitación exterior, y
se lo puso para ocultar el

368
desorden de su vestido. Se
envolvió en él
trabajosamente haciendo
únicamente uso de un
brazo.
Inmediato al manto,
había un velo que
aprovechó para cubrir su
rostro. Al cogerlo, un
papel doblado cayó sobre
sus pies. Lo cogió y lo
369
desdoblo. No había en él
otro signo inscripto que
una estrella. Fleta se
conmovió ligeramente al
contemplarlo.
–Me vigilan, pues, se
dijo. La terrible
Hermandad me vigila.
¿Quién habrá estado
aquí? ¿Quién habrá
dejado esto?… Amyot no
370
ha sido porque no conoce el
signo que brilla en el
interior. ¡La Blanca
Hermandad! No más
hombres. Sólo la fría
abstracción. Comenzó a
marchar de un lado a otro
del estrecho cuarto
murmurando consigo
misma.
–Nada, nada que sea
371
humano. Marchita mi alma
pensar en los hombres y,
sin embargo, llegaré a ser
como ellos. Es mi única
esperanza. La pasión, la
humanidad, la vida, esos
son para mí los fuegos de la
muerte. No tengo otra
morada ya que el seno de
la Blanca Hermandad.
Diciendo esto se detuvo
372
bruscamente, dobló de
nuevo el papel y volvió de
nuevo a sus primeros
pensamientos. Salió hacia
el pórtico y allí se detuvo
un instante entre los tejos
observando de cerca sus
troncos, minuciosamente,
uno

373
después de otro. En uno de
ellos encontró unas señales
sobre la corteza que
parecía ser lo que ella
buscaba, pues luego que lo
estudió con gran cuidado
tomó desde allí una
determinada dirección por
la senda abajo, después
por el camino y por último
a través de un terreno
374
inculto. Indudablemente
llevaba una dirección fija,
aunque parecía que no
había jamás pisado
aquella tierra.
Permanecía a veces
perpleja ante arroyos
desbocados, aunque
siempre después de
muchos intentos
encontraba un sitio por
375
donde atravesar. Algunas
veces se encontró cerca de
casas seguramente
habitadas; aquellos
encuentros la molestaban y
hacía lo posible por
evitarlos. Por fin entró en
el bosque, siguiendo el
curso de un arroyo que
corría directamente hacia
él. No era fácil seguir el
376
curso de las aguas, a causa
de las malezas que crecían
en sus orillas, pero
perseveró en su intento de
caminar lo más cerca
posible de ella.
Fleta era una nadadora
notable. A menudo,
cuando habitaba la casa
del jardín, se había pasado
no pocas noches nadando
377
en el lago del Parque.
Pero ahora sólo podía
hacer uso de un brazo.
Pudo, sin embargo, a
pesar de esto,
mantenerse a flote
cuando más tarde decidió
sumergirse, aunque no le
fue posible lanzarse
vigorosamente hacia el
medio, como hubiera hecho
378
si hubiera podido valerse
como en

379
otros tiempos. Permaneció
en el agua largo tiempo y
cuando volvió a la ciudad
había en su rostro una
sonrisa de tranquila
satisfacción. Se había
vestido rápidamente,
sacudiendo antes sus
empapados cabellos. Se
cubrió luego con el manto
y emprendió su viaje de
380
vuelta. Caminaba ahora
ligeramente, pareciendo
insensible al frío y a la
humedad.
Sería cerca de la media
noche cuando regresó a la
pequeña casa. Miró
ansiosamente la luna un
momento antes de entrar;
aún no era tarde. Entró
rápidamente y cerró bien
381
la puerta detrás de ella; la
luna dejaba penetrar su
luz a través de la ventana.
Fleta se despojó de su
manto y se arrodilló en
aquella luz.
–Ven –dijo–, ¡oh tú que
eres yo misma, mi propio
y supremo ser! ¡Ven, deseo
hablar contigo, deseo
conocer el alto y sublime
382
significado de mi vida,
deseo saber qué senda he
de tomar!
Los rayos de luna
parecieron concretarse en
una forma; Fleta miró
hacia arriba. Una forma
materializada como la luz
de la luna estaba ante ella.
¡Era ella misma!

383
Sí, su propio rostro, su
propio pelo oscuro.
¿Quién, habiendo
experimentado una vez tan
terrible momento, puede
volver a ser como los
demás hombres? Fleta
miró su propio

384
rostro. ¡Más, qué blanco,
qué frío, qué implacable!
No cabía duda que estaba
ante sus propios cabellos,
pero, ¡cómo resplandecían
coronados de rosas! Unas
palabras se oyeron:
–No me pidas que hable
contigo, pues aun
permaneces en el barro de
la tierra, mientras que yo
310
moro en regiones serenas,
coronada de rosas.
Fleta lanzó un grito y
después se desplomó
insensible. Así permaneció
durante un largo espacio
de tiempo en aquella
claridad de la luna, cuyo
resplandor caía sobre su
rostro. Volvió en sí por
último y, después de
310
algunos momentos de
vacilación, comenzó a
murmurar unas
precipitadas palabras.
–¿Cómo me habré atrevido
a llamar a ese espíritu
estrellado que degradé y
que arrojé fuera de la
misma puerta de la
iniciación? No es extraño
que mi propia vergüenza
310
me haya postrado de
aquella manera. Pero he
aprendido mucho en esta
hora de inconsciencia. Sí,
Fleta, has aprendido
mucho, aprovéchate
ahora de tu experiencia.
Encadena esa parte
majestuosa y coronada de
flores de ti misma a la
desfigurada e inculta Fleta
310
terrestre. ¿Cómo?
Cumpliendo su voluntad.
Será mas heroica, más
terrible, más severa que
pudiera serlo el rostro de
cualquier otro maestro. Se
ha visto algún rostro de
maestro dulcificado por la
piedad, pero éste será
implacable.

310
Estoy comprometida, soy su
esclava, desde ahora la
obedezco.
¿Qué es lo que me ha
enseñado? ¿Qué es lo que
he visto y he aprendido?
Que yo, Fleta, la Fleta de la
tierra, no estoy libre y no
puedo entrar por la puerta
de los iniciados, que hasta
que pueda hacerlo me

311
espera allí para unirse
conmigo, entonces su
corona será mía. ¡Oh, a qué
precio he de obtener esta
corona! He de arrancar de
mi alma hasta el último
sentimiento humano. Sí,
maestro mío, la venda ha
caído de mis ojos. Sí,
porque estoy desolada;
conozco por qué me
312
habéis dejado
completamente sola. Os he
amado como un discípulo
ama a su maestro, pero os
he amado al fin y con amor
ardiente, confiado y
ansioso por vuestra gran
presencia y vuestro
hermoso pensamiento. La
vida no ha tenido sabor ni
significado, sin el
313
admirable y delicado
perfume de vuestra
presencia… pero todo esto
terminó. No me rendiré
más a ti; ninguno de los dos
lo deseamos. Estaré de
hoy en adelante sola y no
buscaré ayuda ni
consuelo sino en mí
misma.
Se levantó al pronunciar
314
estas últimas palabras
majestuosamente, su actitud
era arrogante, erguida como
si no acabara de pasar
enfermedad ni cansancio
alguno. No pudo menos de
mirar, sin embargo, con
verdadera tristeza su
destrozado brazo.

315
–!Cuan débil estaba para
temer esto! ¿Cómo es que
no tuve más confianza en
mí misma? Pero sea así;
habré de llevar la señal de
mi cobardía.
La estancia continuaba
solitaria.
Fleta no había probado
alimento alguno hacía
demasiado tiempo.
316
Parecía, sin embargo,
indiferente a la
incomodidad y soledad de
su posición. Atravesó el
cuarto y al hacerlo
reconoció que había
gastado toda su fuerza en
las extrañas luchas y
esfuerzos por que acababa
de atravesar. Fue, pues, al
armario y de nuevo
317
preparó y absorbió una
bebida revitalizadora.
Con ella la energía y la
fuerza acudieron de
nuevo a todo su ser, mas
acompañadas de una
mayor intensidad en su
semblante. Volvió al
cuarto exterior y comenzó
a meditar
profundamente.
318
«Vuestro maestro Iván… si
habéis de salvar almas…
salvad la suya… tendréis
que ir a la puerta del
infierno para
encontrarle».
Aquellas palabras de
Etrenella se habían fijado
en su imaginación.
Permanecía inmóvil
mirando a través de la
319
estrecha ventana, pero sin
pensar en otra cosa distinta
de sus propias ideas,

320
–¿Cómo podía estar tan
ciega que creyera a aquella
bruja?
–preguntó por fin en alta
voz–. ¿Qué sería lo que
me hizo desear ir a verla?
¿Estaría realmente
cegada por el amor?
¡Oh, cuán pronta estaba a
desafiar todos los poderes
del infierno! ¡Oh, cuán

321
fácilmente había sido
engañada! No hay
necesidad de pedir perdón
al maestro, mis locos
pensamientos no pudieron
ofenderle. Sólo a la
Humanidad Divina, a la
Blanca Hermandad
pudiera pedir perdón por
haber soñado que el más
excelso de sus
322
pensamientos pudiera caer
desde tan elevado sitio…
¿Cómo he purificado mis
pensamientos y mi corazón
hasta el punto de conocer
ahora mi ligereza? ¿Qué es
lo que he hecho para
obtener esa luz? Mas lo
comprendo. He
comenzado mi obra. He
salvado a Otto de sí
323
mismo. Pero,
¿quiénes son los que
habré de conducir
conmigo a los umbrales de
las puertas de plata?
¿Quién es uno? ¿Horacio,
cuyo contacto es como la
muerte para mí a causa
de los recuerdos de amor
pasado que trae consigo?
¿Horacio, con quien tantas
324
veces he fracasado? ¡Ah,
Fleta! Sí; aun estás en
medio del barro de la tierra.
Sé valerosa, emprende tu
obra. La flor ha caído y se
está marchitando; su
aroma demasiado dulce me
enferma y me disgusta. Ha
llegado el momento de
buscar el fruto…
***
325
Su aspecto entero
cambió repentinamente;
arregló sus cabellos,
buscó su manto, con el
cual se envolvió, y por vez
primera durante las
pruebas por las cuales
había estado pasando
pensó en sí misma, en la
necesidad de alimentarse.
Encontró fruta y pan en
326
la pequeña despensa y
comió casi vorazmente.
Luego, envuelta en su
manto, salió de la pequeña
casita cerrando tras de sí
la puerta.

327
CAPITULO XXIII
¡Cuan larga y terrible
jornada era aquella en que
entraba Fleta!
El caballo y el pequeño
carro habían
desaparecido del establo.
No tenía dinero con el cual
obtener medio alguno de
transporte. Pero tenía
valiosos anillos en sus
328
dedos y un collar de
piedras sin labrar que era
su favorito, tal vez por su
tosca simplicidad. Le
llevaba siempre con ella
con un pequeño relicario
en el que guardaba algún
preciado objeto. En el
primer pueblo con que
tropezó vendió una de sus
sortijas en la vigésima
329
parte de su precio, con el
importe compró un ajuar
completo de campesina.
Vestida con él y envuelta
en su manto y con el velo
sobre la cara, podía
caminar por aquellos
lugares sin causar
extrañeza. Compraba
alimentos en el camino;
necesitaba fuerzas para
330
la obra que tenía que
realizar; no dormía ni
descansaba bajo techado y
caminaba lo mismo de día
que de noche. Perdió una
gran parte de su camino
dando un rodeo por no
atravesar el campo de
batalla, aquel teatro de su
gran falta cuando, en su
ansia por encontrar a Iván,
331
olvidó la obra que había
emprendido, precipitando
así en la ruina al Rey Otto
y su ejército… Parecía
como si no quisiera poner
a

332
prueba su fortaleza
pasando por aquel lugar de
tales recuerdos.
Al fin llegó a una gran
ciudad en la que había
joyeros a quienes podría
vender las piedras de su
collar. Estas, aunque
toscas, eran de un gran
valor por su tamaño.
Vendió tres de ellas, en lo
333
que la ofrecieron que era
nada en comparación de lo
que realmente valían, pero
una fortuna en aquella
ocasión, pues podía de
aquel modo realizar el
resto del viaje en coche o en
diligencia. Necesitó decir
que había encontrado
aquellas joyas en el campo
de batalla, pues su venta
334
hubo de despertar grandes
sospechas acerca de ella.
Aquella misma noche,
temiendo que la espiaran,
alquiló apresuradamente
un coche en la posada más
próxima y salió de la
ciudad deteniéndose
apenas para tomar
alimento.
Aquella misma noche
335
atravesó por la ciudad de la
que había sido Reina un
solo día, y de la cual saliera
triunfalmente a la cabeza
del ejército de Otto.
Estaba la ciudad
desolada, cerradas las
tiendas; las calles estaban
solitarias. El luto era
visible en ella por todas
partes. Fleta se echó hacia
336
atrás en el coche, pálida y
llena de horror. Aquella
era su obra. Por un
momento le pareció que el
remordimiento iba a
dominarla y postrarla por
completo; pero luchó contra
aquel sentimiento con
entereza.

337
–¡No lloraré por el
pasado! –gritó en voz
alta–. Tengo que
redimirlo.
Poco después pasó por el
camino que había
recorrido con Horacio y la
joven Duquesa… Se
estremeció al recordarlo.
Parecía que aún veía a
Horacio luchar con aquella
338
creación infernal que ella
permitió que matara.
Seguramente hubiera
podido ella rechazarla por
su propio esfuerzo, si ya
entonces no hubiera
empezado a perder sus
poderes. Iba pensando en
estas extrañas cosas y
procurando averiguar la
significación del pasado.
339
¡Tristes lecciones las que
aprendía con estos
recuerdos! ¡Qué palidez se
extendía por su rostro a
medida que iba pensando!
Al fin vio las torres de su
propia ciudad, del lugar de
su nacimiento, y abandonó
el coche a corta distancia
antes de llegar. Había
anochecido. Con su velo
340
sobre su rostro, logró
atravesar las calles sin
llamar la atención a pesar
de ser muy conocida.
Pronto llegó a las anchas
calles del centro
inmediatas a la Catedral.
Todo estaba en ellas
esplendoroso, reinaba la
animación de siempre y
acaso más, pues todos los
341
que temían los horrores de
la guerra se habían
apresurado a trasladarse
allí desde la capital de
Otto. Llegó por último a la
calle principal, que estaba
atestada de coches.
Evidentemente se trataba
de algún suceso notable.
Muchas señoras estaban
aún de compras; los
342
ramilletes de flores iban
de una a otra

343
parte; los
establecimientos de
modas y de joyas estaban
atestados. Fleta, que
conocía de vista a casi
todo el mundo,
experimente un ligerísimo
sentimiento de diversión al
pasar entre toda aquella
multitud con el traje de
una obscura campesina.
344
¡De cuán diferente modo
solía ella transitar por
aquella calle! Según iba y
venía por aquellos lugares
se acercó al Palacio
paterno y entonces
comprendió cuál era el
acontecimiento de aquella
noche. El Palacio entero
estaba iluminado y
evidentemente iba a ver
345
en él una fiesta.
Un pensamiento brotó en
la mente de Fleta: Horacio
estaría seguramente en el
baile, ella debía de estar
también allí. Sin pensar en
la fatiga ni en la
distancia, volvió en
seguida sus pasos hacia el
camino que iba desde la
ciudad a su querida casa
346
del Jardín. Había
descansado lo suficiente
en el coche para poder
recorrer aquella distancia
sin gran fatiga. Encontró la
casa, como creía,
completamente desierta.
¡Oh, cuán dulce era el
familiar y fragante aroma
del jardín! Le pareció como
si hubiera atravesado toda
347
una existencia, desde que
no había estado allí. Y así
era en verdad. No la
importó que la casa
estuviera cerrada. Tenía
para su uso una entrada
secreta que la conducía a
su laboratorio. En un
momento llegó allí,
deteniéndose un instante en
la obscuridad para gozar del
348
tenue

349
perfume del incienso. Una
sensación de poder y de
energía atravesé todo su
organismo en aquel
momento.
–¡Oh, si recobro mi puesto
perdido! –exclamó para
sí–.
¡Oh, si mis poderes
vuelven a mí! Pero no
debo pensar en esto. Debo
350
continuar mi trabajo.
A pesar de la obscuridad
de aquellos sitios, después
de unos cuantos pasos
había encontrado luz y con
ella encendió una gran
lámpara colgante que
inundó la estancia con
brillantes resplandores.
Allí, debajo de aquella
lámpara, estaba su vasija
351
vacía. La miró durante un
momento con ansia y se
apartó de ella suspirando.
–No me está permitido –
murmuró.
Inmediatamente comenzó
a ejecutar la obra que se
había propuesto. Había un
armario profundo, tan
espacioso como una
pequeña habitación, en una
352
de las paredes de la
estancia. Lo abrió y llevó
allí la luz. Estaba todo
lleno de vestidos colgados;
mas no vestidos vulgares,
sino de los que se ven en
los guardarropas de los
teatros, aunque
verdaderamente
espléndidos. De entre
ellos sacó primeramente
353
una bata blanca, la misma
que había llevado puesta en
cierta ocasión en que
Horacio la había ido a ver
a la casa del jardín…
Aquella bata que daba a
Fleta el aspecto de una
sacerdotisa. Tal vez

354
era, en efecto, el traje de
alguna orden extinguida
hacía largo tiempo.
Después arregló su
tocado cuidadosamente
ante el gran espejo del
laboratorio. Todas las
huellas del viaje
desaparecieron. Aguas
perfumadas devolvieron a
la piel su delicada frescura.
320
Limpió sus cabellos,
arrollándolos después
artísticamente sobre su
cabeza a manera de una
corona.
Se vistió su bata blanca,
cerrándola en el cuello
con un imperdible muy
antiguo que sacó de un
estuche cerrado con llave.

320
Al hacer esto, el fuego
acudió a sus ojos; la luz
resplandeció en su
semblante.
–Sí –dijo–, soy otra vez
aquélla, tengo su fuego y
su valor. Soy la
sacerdotisa de los
desolados bosques
mirando para guiarme, no
a una inteligencia humana,
320
sino al primer rayo de la
aurora. Soy tan fuerte en
esta personalidad como en
la de la Princesa Fleta.
¡Tomé yo y use el fuerte
valor de aquella pura
naturaleza! No puedo ser
de nuevo enseñada por los
espíritus del aire y de
agua, pero puedo ser tan
indiferente hacia el
320
hombre como entonces lo
era. ¡Ven con tu fuerzas mi
pasado ser! ¡Acude al
altar de la solitaria tierra
de los bosques! Diciendo
esto se retiró del espejo
murmurando apenas un

320
imperceptible y monótono
canto, un rítmico murmullo
lleno de magia que hacía
hervir la sangre en sus
propias venas.
Sacó entonces del gran
armario otro gran vestido –
aquel de adivinadora que
llevaba puesto cuando
conoció a Horacio por
primera vez–. Con aquel
321
gran manto y la capucha,
oculto por completo su
blanco traje. Después
enmascaró su rostro, de
modo que tan sólo dejara
ver su mirada, que parecía
así mucho más
maravillosamente
brillante.

322
CAPITULO XXIV
Dos horas después Fleta
se presentaba a la puerta
del Palacio. El banquete
había terminado y los
invitados entraban en
tropel en el salón de baile.
No se trataba de un baile
de máscaras como aquel en
que usó de su disfraz por
primera vez, por lo cual fue
323
necesario apelar a un plan
más complicado para
obtener la admisión.
Reconoció a todos los
sirvientes que esperaban a
los convidados en la
entrada redonda y en la
gran escalera de roble.
Escogió a uno del grupo y,
dirigiéndose a él, le dijo:
–Decid al Rey que deseo
324
hablar con él.
El servidor, al ver la
encorvada figura de
aquella aparente vieja, se
rió.
–Esta noche no podéis –
dijo.
–Pues será esta misma
noche cuando le hable –
replicó Fleta mirándole
fijamente con sus
325
maravillosos ojos.
La sonrisa del criado
desapareció.
–Es imposible, en verdad
–dijo entonces–. Venid por
la mañana.
–Deseo entrar en el salón
de baile –dijo Fleta–.
Divertiré a los convidados
si agrada a S. M.

326
El criado movió
negativamente la cabeza.
–Esta noche no –repitió–.
La gente es demasiado
grande.
–Les contaré cuentos de
ellos mismos que les hará
mirarse estupefactos –dijo
Fleta con una curiosa
sonrisa que obligó al criado
a mirarla extrañado.
–No podéis estar aquí –
327
dijo al mismo tiempo que
llegaba a la puerta un
nuevo grupo de invitados.
El manto rojo de vieja
adivinadora daba a Fleta
un aspecto extrañísimo.
Cuando pasaba aquel
grupo, Fleta saludó
ceremoniosamente a una
hermosa dama, a la ves
que la decía en voz baja:
328
–Lograréis vuestro
deseo, duquesa. Pero no
como os agradaría.
Vuestro esposo perderá
esta noche, jugando, todo
cuanto posee y se
suicidará antes de
abandonar el tapete.
La señora se detuvo
mirándola con ojos
desmesuradamente abiertos
329
y después se marchó
apresuradamente, pálida y
sin habla.
–¡Vamos!, es preciso que
os marchéis –dijo el
criado con bastante
dureza–. Esto no puede
continuar. Fleta avanzó
rápidamente y deteniendo
a la duquesa exclamó:

330
–Si me ayudáis os
ayudaré. Jugad esta noche
y dejad que me siente a
vuestro lado. Ganaréis
más de lo que vuestro
marido pierda.
–Imposible –dijo la
duquesa–. ¿Cómo voy hacer
semejante cosa?
–Diciendo al Rey que

331
necesito hablarle. Que
tengo noticias de su hija
que ha sido encontrada.
La duquesa la miró
estupefacta; pero
enseguida cambió su rostro
y se echó a reír.
–Me parece que habéis
ido más allá de lo que
debíais, buena mujer –

332
dijo–, creo que me
arreglaré esta noche sin
necesidad de vuestra
ayuda.
Fleta se apoyó en la pared
silenciosa y asombrada. El
criado se acercó de nuevo
y le dijo que tenía que
marcharse. Entonces se
quitó del dedo una sortija,
diciendo:
333
–Llevad esto al Rey, y
decidle que su dueña
desea entrar esta noche
en el salón.
El criado vaciló, miró a la
sortija asombrado
evidentemente por su valor
y belleza. Por fin se
resolvió, y salió en
dirección a las regias
habitaciones.
334
Tardó más de un cuarto
de hora en volver.

335
–Venid –dijo–, el Rey ha
dicho que podéis venir.
La encorvada figura subió
la escalera adornada de
flores y entró por entre la
multitud de cortesanos y
de damas espléndidamente
vestidas. Todo el mundo la
miraba. Suponían que se
trataba de alguna
sorpresa del Rey; de
336
alguna inesperada
diversión de aquella
noche.
Alguien que había cerca
del trono anunció la
entrada de la adivinadora.
El Rey se volvió
apresuradamente; estaba
turbado, ansioso por saber
quién llevaba aquel anillo
que era de su hija y qué
337
había pertenecido a la
madre de ésta.
–Cuando vine aquí,
Señor –dijo Fleta con una
voz casi imperceptible–,
creí que se hablaba de un
baile de máscaras; por esto
me dispensará V. M. me
haya presentado con este
traje. Mas, dejadme pasar
como una adivinadora y
338
divertiré a algunos de
vuestros convidados, y
además os diré el asunto
que me ha traído a
vuestro Palacio,
–Cómo queráis –dijo el
Rey, no encontrando otra
salida a aquella situación–.
Os dispondrán un pequeño
gabinete y allí tendréis
vuestra recepción.
339
–Ahora os ruego me
devolváis la sortija –dijo
Fleta en la misma voz
baja que antes empleaba.

340
El Rey vaciló sin saber
qué hacer. Pero Fleta
tendió por debajo del
manto su mano izquierda
hacia él, como para coger la
sortija. El Rey se
estremeció violentamente y
dejó escapar una
contenida exclamación.
Aquella mano no podía
equivocarse con otra una
341
vez vista. Dejó caer la
sortija en su palma. ¡Oh,
cómo miró aquella mano!
Fleta la escondió
apresuradamente bajo su
manto; no podía
comprender la actitud del
Rey y era, además, hora de
acabar con aquella
situación que comenzaba a
despertar curiosidad.
342
Pero en aquel mismo
momento se lo explicó todo,
pues allí, al otro lado del
Rey, se vio a ella misma,
hermosa, triunfante,
radiante, vestida con el
mayor esplendor y las más
fantásticas joyas.
Instantáneamente lo
comprendió todo y se
maravilló de su evidente
343
ceguera. Aquella mujer era
Edina y el hombre que
estaba a su lado el más
hermoso de todo el salón,
el joven aquel cuyo rostro
encendido de amor y de
orgullo ahora veía
ofreciéndole su brazo, era
Horacio Estanol.
Todo el grupo aquel que
rodeaba al Rey estaba a la
344
entrada del salón del baile.
En aquel momento
comenzó la orquesta a
ejecutar un vals de gusto
exquisito y Fleta vio
aquellas dos figuras
alejarse hacia el otro lado
del salón, siendo la primera
y

345
durante unos momentos la
única pareja del baile.
Después los contempló
durante algún tiempo
deslizarse
maravillosamente, como
formas de una visión que
se moviera de una
manera rítmica.
Fleta se alejó rápidamente.
–Yo misma y otra, a la vez
346
–pensó, pero sus
pensamientos fueron de
pronto interrumpidos por
algunas palabras que oyó a
su alrededor.
–¡Qué espectáculo! –
decía alguien a su
alrededor–. Siempre me
pareció algo loca la
Princesa –continuó
diciendo la misma voz–,
347
pero nunca creí que pudiera
llegar a semejante cosa.
Figuraos que no ha
querido llevar traje de
luto, ni aun permanecer
en sus habitaciones,
porque el cuerpo del Rey
Otto no ha sido
encontrado, cuando hay
aquí mismo, esta noche,
dos o tres oficiales que le
348
vieron caer… ¡Oh, es
atroz! No comprendo
cómo el Rey lo permite.
–Se dice que nunca tuvo
influencia alguna sobre
ella – continuó la otra
persona–. Es una hechicera
que le ha obligado a
dejarla hacer lo que
quiere.

349
–¡Oh! Pero pasear ante los
ojos de todos, y en esta
ocasión, su intriga
amorosa con Horacio
Estanol es de un gusto
execrable.

350
Mucho más se dijo, pero
no pudo Fleta detenerse a
escucharlo: alguien le
mostraba el camino del
pequeño gabinete dorado
que el Rey había destinado
para ella. Allí se sentó sola
y reposó. Habíase quitado
su careta y apoyaba su
cabeza en su mano
tratando de pensar. Pero
351
un pequeño ruido que se
oyó en la puerta la obligó a
colocarse apresuradamente
el antifaz.
Dos o tres señoras de la
corte entraron una tras
de otra seguidas de
algunos cortesanos; poco
después salían pálidas y
asustadas. No sólo las había
alarmado el especial
352
conocimiento de la bruja,
sino las severas palabras
que oyeran de ésta. Hubo
entonces una pequeña
pausa, después algunas
risas que se oyeron fuera
de la puerta y por último
se abrió ésta dejando
aparecer en su dintel a
Edina y Horacio. Fleta fijó
sus ojos en la imagen de sí
353
misma sin ver siquiera a
Horacio. Edina penetró
sola en el cuarto cerrando
la puerta. Parecía que tenía
pocas ganas de hacerlo, a
juzgar por la sonrisa que
murió en sus labios. Fleta
arrojó violentamente de sí
su manto y su careta y se
levantó mirando
terriblemente a la joven.
354
De aquel modo estuvieron
una enfrente de otra
durante un momento,
contemplándose en
silencio. Entonces habló
Fleta, con fría y dura voz.

355
–Has hecho traición a
mi confianza; esta
comedia debe acabar. No
te necesito ya más.
Edina se estremeció y se
puso pálida.
–Creí que estabais
muerta –dijo
estúpidamente como si no
se le hubieran ocurrido
otras palabras.
356
Fleta la miró con
desprecio.
–Como si yo pudiera
morir mientras tu
vivieras –dijo–. Mas,
bastante has tenido ya con
estos días y estas noches
para usar de mi poder y de
mi nombre manchándolos.
Idos, ahora, ya es tiempo de
que lo hagáis. E idos para
357
siempre; nunca más
ocuparéis mi puesto ni
volveréis al monasterio;
ningún derecho tenéis para
estar allí. Volved a
vuestra casa con los
campesinos.
Edina lanzó un agudo
grito de dolor y retrocedió
como si Fleta le hubiera
pegado. Pero no dijo nada;
358
todo poder parecía haberla
abandonado.
–No hay tiempo que
perder –dijo Fleta,
después de una pausa–.
Habéis hecho mucho mal
y tengo que deshacerlo.
Vamos, despojaos de mi
parecido, quitaos ese
vestido. Arrojad fuera de
vos esas locas ligerezas que
359
han trastornado vuestro
cerebro.

360
Al oír esto Edina
retrocedió y cayó sobre
una silla. Una especie de
estupor y de desamparo
parecía haber caído sobre
ella. No obstante, obedeció
a Fleta de una manera
mecánica que inspiraba
compasión; quitó, pues,
de sus cabellos, las joyas.
Desprendió de su cuello
330
los diamantes, comenzó a
desatar lentamente el
lujoso vestido que
llevaba. Fleta la observaba
fijamente sin disminuir la
intensidad de su mirada.
Pero lo más extraño de
aquella escena, si hubiera
podido haber quien la
presenciara, fue que el
parecido entre las dos
330
hermanas comenzó a
disminuir por momentos y
cuanto más obedecía
Edina, mayor era el cambio
que en ella se verificaba. Se
inclinó hacia adelante de
modo que su estatura
parecía disminuir. Sus
ojos se estrecharon y
contrajeron, su boca
perdió su firmeza dejando
330
caer el labio inferior. De tal
modo quedó cambiado por
completo el aspecto de
aquel rostro. Nadie la
hubiera tomado ya por
Fleta, aunque el aspecto y
el color de las dos era aún
el mismo. Pero el espíritu
había abandonado a la una
y se había hecho más
vigoroso en la otra. Nunca
330
había parecido Fleta tan
poderosa, tan
completamente dueña de
sí misma como en aquel
momento. Todo su valor y
confianza habían vuelto a
ella en aquel instante en
que descubrió la urgente
necesidad de acción.

330
Al final se aproximó a
Edina y estuvo algún
tiempo a su lado. Ésta,
estremeciéndose y con la
voz entrecortada por el
terror, le dijo:
–¿Qué hacéis?
–Leo vuestros pecados.
Acabo de descubrir que si
no limpio esos pecados,
tendréis que responder de
331
la muerte de un alma que
lucha, vos que no sois lo
bastante fuerte para
responder por vos misma.
¿Cómo osasteis juguetear
con Horacio Estanol? ¿No
sabíais que era un
escogido? ¿No podíais
haberes contentado con
arrastrar mi nombre y
hacer de él una cosa risible,
332
sin entremeteros con uno
de los pretendientes a la
Gran Hermandad? ¿No
recordabais que era un
escogido?
¿No lo habíais visto en el
bosque? ¡Ah, traidora!
¡Ingrata! No sois capaz de
ser sino un mero
instrumento. No podéis
alentar un alma dentro de
333
vuestro cuerpo vicioso.
Idos; no soy yo la que os
condena, sino la sagrada
Hermandad. Habéis
traicionado la confianza
puesta en vos; sufriréis
por ello.
Fleta cesó de hablar y el
cuarto quedó por
completo tranquilo.
Edina estaba anonadada,
334
sin pronunciar una
palabra; la misma Fleta
estaba sumida en
meditación profunda con
sus ojos fijos en algo
terrible que en realidad
solo era visible a su
mente.

335
De nuevo vio su propio
crimen, ejecutado por la
ligereza de alguien más
débil que ella.
–¡Oh, cuánto tengo que
pasar por unas cuantas
salvajes horas de
infatuación! –murmuró–
¿Por qué la imagen de mi
maestro acudió a mis ojos
cegándoles para todo lo
336
demás?
¿Por qué dije a aquella
bruja que vertiera
locamente su ponzoña en
mi alma, haciéndome
soñar que mi maestro me
necesitaba? ¿Cómo pudo
bastar tan corto espacio
de locura para destrozar
un ejército, para sacrificar
su Rey y para hacer olvidar
337
a esta pobre muchacha
todo lo que es bueno ante
los efímeros placeres?
¡Oh, tengo mucho que
hacer y tengo que hacerlo
sola! Ahora no tengo
maestro. ¡Cómo es posible
que lo tenga, habiendo
sacrificado su confianza!
¡Oh, Fleta, Fleta! Estate
pronta a aprender la
338
horrible lección. Aprende
que no habrá ya para ti,
en lo sucesivo, hombre ni
mujer a quien puedas
amar o en quien puedas
apoyarte.
Hablaba ahora fuerte y
de un modo vehemente.
Al pronunciar sus
últimas palabras se
dirigió a la puerta, y
339
entreabriéndola, dijo a la
persona que estaba más
cerca que la Princesa
deseaba ver al Rey
inmediatamente.
Dos o tres minutos
después, su padre abría
la puerta y entraba. Fleta
la cerró prontamente. El
Rey se quedó

340
asombrado mirando en
silencio a una y a otra
figura. Ambas estaban
transformadas y la
situación era inexplicable.

341
CAPITULO XXV
–Su época acabó –dijo
Fleta después de unos
momentos–.
Tiene que marcharse.
–¿Pero quién? ¿Qué
quiere decir esto? ¿En qué
locura estáis ahora
obstinada?
–Sabed –dijo Fleta
tranquilamente–, que esta

342
muchacha, pobre
campesina, ha ocupado
aquí mi lugar antes de
ahora.
–Eso me habíais dicho
pero nunca lo creí.
–Seguramente lo
creeréis ahora. ¿Visteis
mi mano y me
reconocisteis
inmediatamente cuando
343
entré disfrazada?
–Ciertamente. Pero, ¿por
qué entregarse a todas
estas farsas?
–Además, os diré que no
es por mi causa por lo que
está aquí, sino por su
propia osadía; lo cual
merece un castigo.
–Pero, ¿cómo es posible
todo esto a mis propios
344
ojos?
¡Fleta, me estáis
engañando!
–En verdad que habéis
sido engañado –dijo Fleta
fríamente–,, pero no lo
hubierais sido tan
fácilmente si hubierais
escuchado la voz de
nuestros instintos y
sentidos más altos. Edina
345
podría engañar al mundo
y aun al mismo

346
Horacio Estanol, ciego
como está de pasión, pero
no a vos… Conoceríais a
vuestra hija si no
sacrificarais todo derecho a
vuestra vida de relación
con ella. Pero, por ahora, lo
que urge es poner fin a esta
escena. Es preciso que
ideéis algún medio de
enviar a Edina fuera de
347
Palacio sin que sea vista y
de que yo vaya del mismo
modo a mis habitaciones.
Estoy fatigada por las
penalidades que he
sufrido.
–¿Cómo? –dijo el Rey–.
¡No hay otra salida de este
cuarto que la que
conocéis!

348
–¿Estáis seguro? –
preguntó Fleta–.
¡Pensadlo! Había vivido
tan poco tiempo en el
Palacio que nada sabía
acerca de su construcción y
de sus pasillos o puertas
desconocidas que
seguramente poseía.
–Estoy seguro –contestó
el Rey.
349
–Entonces, tendré que
obrar por todos –dijo Fleta–
. Vamos, Edina, daos
prisa, quitaos ese traje y
dádmelo.
Edina ejecutó aquella
orden temblorosamente.
Su rostro estaba pálido
como su traje. En tanto se
despojaba de su ropa, el
Rey la observaba
350
minuciosamente. De
pronto se volvió con
impaciencia hacia Fleta.
–Siempre habláis en
enigmas –dijo.

351
–Contesto con franqueza
–replicó Fleta–, como
contestaré siempre.
–¿Dónde está vuestro
esposo?
–Muerto. Yo misma vi su
cadáver. Yo misma le vi
arder y yo misma vi su
espíritu libre de su
cuerpo.
–¿Luego es cierto? –
352
exclamó el Rey
tristemente–. ¡Había
esperado aun en contra
de mis pensamientos!
Mientras el Rey hablaba,
Edina se había vestido con
el traje de adivinadora y
había cubierto su rostro
con el antifaz. Fleta no
puso sobre ella su bata de
sacerdotisa, sino que
353
colocó simplemente su
manto, a pesar de lo cual,
Edina quedó
perfectamente
disfrazada. En seguida le
dijo:
–Ahora encorvaos,
imitándome. Podéis
resultar idéntica.
Volviéndose al Rey, añadió:
–Podéis abrir la puerta y

354
dejarla salir

inmediatamente. Antes

de que saliera, añadió

por último:

–Daos prisa, Edina, id a


vuestra casa y
arrepentíos. No olvidéis
que si no guardáis una
gran vigilancia sobre
vuestra lengua referente a
355
todo lo que habéis oído y
visto, los Oscuros
Hermanos os castigaran
con la muerte inmediata,
¡Os lo prevengo!

356
El Rey abrió la puerta y
Edina salió,
encontrándose en medio
de la multitud asombrada
por tan inesperado
espectáculo.
Fue preguntada y
asediada por todas partes,
mas atravesó en silencio
las habitaciones y
desapareció en la gran
357
escalera.
–¿Qué de extraordinario
habrá sucedido? –se
decían los convidados unos
a otros– ¿Por qué siguen el
Rey y la Princesa
encerrados ahí dentro?
Entretanto el Rey
preguntaba a la Princesa:
–¿Qué es lo que vamos a
hacer ahora?
358
–Vos debéis salir –dijo
ella, vistiéndose
rápidamente el brillante
traje de Edina–. Debéis
decir que la bruja vino para
traerme noticias ciertas de
la muerte de Otto y
entregarme el anillo del
sello que llevaba en su
dedo. Ved: tengo aquí el
anillo. Yo misma lo saqué
359
de su mano. Los
convidados se retirarán y
yo me quedaré en mis
habitaciones ocupando mi
lugar como su viuda
vuelta a vuestro lado.
–Tenéis razón –dijo el
Rey–. Es el mejor medio.
¿Estáis preparada?
–Sí –dijo Fleta–. Idos.

360
Dejadme la puerta abierta
cuando salgáis y dejad
que venga a mi lado todo
el que lo desee.

361
Se sentó en una silla al
lado de la mesa, apoyando
en ella su brazo y dejando
caer sobre él su cabeza.
Estaba completamente
fatigada y sabía que con
abandonarse a su positiva
sensación de cansancio
físico y moral, no
necesitaría fingir
apariencia alguna de
362
pesar. En el momento en
que disminuyó el esfuerzo
que la mantenía, la luz
desapareció de su rostro,
sus ojos se nublaron y todo
su aspecto fue el de una
persona anonadada bajo
un golpe terrible.
En el momento en que el
Rey salió del cuarto,
Horacio Estanol apareció
363
en la puerta. Mas, cuando
vio la figura de Fleta, no
entró; quedó mudo y lleno
de horror en el umbral.
Oyó en aquel momento
hablar al Rey y se volvió
para escucharle. Entonces
algunas damas de la corte
llegaron a la puerta y
pasaron. Una hora antes,
enloquecido por su amor
364
hacia Fleta, hubiera
arrastrado cualquier
comentario y hubiera sida el
primero en acercarse a ella,
pero una extraña frialdad
había caído sobre él desde
el momento en que
tropezaron sus ojos con los
de la bruja. ¡No la había
conocido! –tanta era su
ilusión y ceguedad–. Pero
365
había quedado
sobrecogido y no dejó ya
un momento dé vagar
intranquilo y lleno de temor
ante la puerta del cuarto.
Ahora que veía allí su
figura rígida y con una tal
mirada de muerte en los
ojos, no podía menos de
conmoverse, dominado
por una sensación que no
366
podía

367
comprender. Sentía como
si una mano fría como el
hielo se hubiera posado
sobre su corazón,
deteniendo sus latidos. ¡Ah,
pobre Horacio!
Media hora después el
Palacio estaba casi
desierto. Aun quedaban
algunos invitados, cuando
Fleta se levantó y
368
atravesó por entre ellos
majestuosa, entristecida,
con los ojos oscurecidos.
–¡Debía quererle! –
comenzaron a murmurar–.
En realidad no le creería
muerto. ¡Y nosotros que la
creíamos sin corazón!
De este modo la joven
reina no coronada, la joven

369
viuda, se retiró a sus
habitaciones en compañía
de la compasión de toda la
corte. ¿Quién hubiera
podido adivinar la honda
soledad y el dolor sin
esperanza de aquel
corazón? El neófito que
había fracasado y perdido
en el fracaso todo lo que
hace cara la vida; el
370
candidato a la iniciación
que sabe que toda
compañía y todo amor
deben ser para siempre
abandonados. Sólo éste.
Terrible momento de la
vida humana el de la
sombra antes de la aurora,
cuando el amor, la pasión
y toda amistad y
compañía deben ser para
371
siempre desechados por la
absoluta y desamparada
soledad que obscurece la
puerta de la iniciación.
Nadie osa penetrar en
una hora tal de
desesperación y de agonía.
Fue fácil para Fleta
aparentar la acongojada
actitud de

372
una viuda anonadada,
teniendo en su corazón la
pena terrible que todo
fracasado espiritual lleva
en su corazón. La pena de
la rendición completa, no
de un amor, ni de un
amado, sino de todo, no
toca al alma, ni mancha los
pensamientos, de quien se
ha puesto en condiciones
340
de penetrar en el
vestíbulo de la iniciación.

340
CAPITULO XXVI
Fácil en extremo le fue a
Fleta representar el papel
de una persona dominada
por el dolor. Se
encontraba cerca de la
crisis, cerca del más
amargo sufrimiento de su
vida, y el terrible
sentimiento del pasado
estaba en su camino.
341
Cuando al día siguiente,
una vez levantada se vio en
el espejo, encontró su
rostro gastado, macilento,
con los ojos rodeados de
sombras y una nueva
arruga de dolor en su
frente. Vio todo esto, pero
sin extrañarse. Era lo que
esperaba ver, pues había
dejado desencadenarse la
342
tormenta en su alma
durante la noche.
Ahora se decía a sí misma:
«La expiación se acerca…
Tiene que comenzar la
expiación.»
Era una mañana clara,
lozana y fresca. Fleta se
había levantado muy
temprano y había abierto

343
de par en par su amplio
ventanal. Desde éste se
veía la ciudad y a lo lejos
las azules crestas de los
montes. Fleta estuvo en la
balaustrada largo tiempo,
bebiendo la frescura de la
mañana y dejando
henchir su alma de una paz
tenue y confusa que parecía
llegar del amplio cielo. De
344
pronto un ruido producido
en su cuarto atrajo su
atención y la obligó a
volverse. Una figura había
en él. La miró
dudosamente; era su
padre, era el Rey.

345
Éste observó con ansia a
la Princesa. Vestía una
bata blanquísima, sobre la
que caían sus oscuros
cabellos como una masa
confusa. Era una figura
triste.
–¿Os asombráis de esta
visita temprana? –
preguntó el Rey–
. No he descansado en
346
toda la noche, he pasado
vagando por el jardín y
ahora, cuando os he visto
he subido. He venido a
haceros una pregunta
extraña: ¿Quién sois?
¿Qué sois?
–¿Por qué me preguntáis
esas cosas? –dijo Fleta en
voz muy baja.

347
–Porque no podéis ser
mi hija, ni tampoco la de
vuestra madre. La
experiencia de anoche me
convenció de vuestros
extraordinarios poderes.
Arrancasteis de Edina su
parecido con vos. ¿Cómo?
No lo puedo decir. No
quería creer hasta ahora
que poseíais conocimientos
348
de magia, pero ya es inútil
ocultar la verdad. Os he
estado mirando desde el
jardín, no hay en vuestra
figura un solo rasgo de mis
antepasados ni de los de
vuestra madre. Os he
visto sin disfraz alguno,
como nunca lo había
hecho… pues siempre
habíais llevado careta para
349
mí y he descubierto en vos
una honda desemejanza
con lo que os rodea que ha
hecho nacer en mí
apasionada curiosidad
hacia vos… Vuestro rostro,
desposeído de sus dulces
encantos,

350
es el de un ser varonil. A
través de él se trasluce un
espíritu que sufre.
¡Decidme, os lo ruego!,
¿quién sois?
–¡Soy vuestra hija! –
exclamó Fleta–. No tenéis
necesidad de dudarlo. No
tenéis necesidad de creer
que fui cambiada en mi
cuna. Mi herencia es
351
verdadera a pesar de ser
desemejante a ti y quienes
vivieron antes que vos.
–¡Vuestra herencia! ¡Ni
es física, ni moral, ni
visible de ninguna
manera!
–Eso –dijo Fleta–, es
porque me he modelado yo
para mis propios fines.

352
–¡Estáis ahora hablando
como lo que sois! ¿Qué
poder extraño es el
vuestro? ¿De dónde lo
habéis obtenido? ¡Oh, vos
no sois una mortal
común!
Fleta se sonrió con una
tristeza infinita.
–No lo soy, en efecto; no.
La diferencia no ha sido
353
sino una sola cosa: que
descubrí un camino que
conducía hacia la
divinidad y le seguí…
Mas, ¡ah, que perdí el
camino!
–¡No lo comenzasteis a
recorrer desde que os
conozco! – exclamó el Rey
con voz conmovida–. ¡Lo
comenzasteis antes!
354
–En verdad –repuso
Fleta–, mucho antes, en
una edad arcaica, cuando
el mundo era un vasto
desierto de belleza

355
salvaje… Entonces, en
aquel pasado remoto tracé
mí destino por un terrible
acto de rebeldía contra la
pasión que hace posible la
vida humana… Contra el
ansia ciega del hombre
deseoso de una sensación
que lo arroja a este triste
mundo de la materia y le
obliga a vivir
356
innumerables vidas
incultas dignas de
bestias… ¡Oh, yo me
rebelé! Levanté mi mano
y tomé su vida. Fue aquel
el primer paso en el poder,
paso que he expiado a
través de muchas
existencias de dolor. Mas,
con el poder, adquirí
ciencia y comencé a escalar
357
el gran camino de lo
infinito, y en cada
renacimiento he ganado
mas ciencia y más poder.
Cesó de hablar. Dejó de
pronunciar aquellas
palabras,
apasionadamente y con el
corazón conmovido. El
Rey no había apartado sus
ojos de ella. El soldado, el
358
hombre rudo y casi
desprovisto de
sentimientos, estaba ahora
hechizado. Se encontraba
ante una sorprendente
realidad.
–¡Seguid, seguid! –dijo–.
¿Por qué sufrís ahora?
–¿Tenéis verdadero deseo
de saberlo? ¿Sois sincero
preguntándomelo?
359
–¡Oh, lo deseo mucho! –
exclamó el Rey con voz
apagada.
–Tenéis derecho a
preguntármelo –dijo
Fleta–. No sólo como
padre sino como servidor
de la Blanca Hermandad.

360
Estáis casi bajo su
influencia sin que nunca
os hayáis dado cuenta de
ello. Os diré, pues, que he
estado poseída de una
arrogancia que me
convencía de que yo por mi
único esfuerzo podría
obtener el derecho a
entrar en la Sagrada
Orden. Mi anhelo por
361
entrar en ella me dio el
privilegio de nacer en
vuestra familia, y he
tenido grandes
oportunidades…
Concluyó en tono de
infinita tristeza: ¡pero he
fracasado…!
–¿Por eso sufrís? –
preguntó el Rey.
–No –contestó Fleta–,
362
sufro porque aquellos que
ha mucho tiempo me
amaban, siguen
amándome todavía. Han
permanecido y quieren
seguir permaneciendo en
el maravilloso jardín de la
vida, en el que la
naturaleza florece con
soberbia fertilidad y no
saben que ese jardín es
363
hermoso
¡pero que no puede serlo
más! Una fuerza que
siempre trabaja, una
fuerza que exige, que
demanda progreso, existe.
Después de la flor, el
fruto… Ser hombre y
mujer, vivir uno para
otro, es hermoso como lo
es todo en la naturaleza.
364
Mas, tiene su fin. El
milagro de la
transmutación ha de
hacerse. La dulce blandura
de la florecilla –mera
belleza–, ha de pasar y el
verde fruto ha de formarse
y madurar hasta su
recolección. La experiencia
debe ser atravesada y el
alma debe continuar su
365
camino. Pero ¡he aquí que
hay alguien que le impide
atravesar por las excelsas
puertas a causa de su
amor! ¡He de

366
purificarle, he de
conducirle conmigo, o de lo
contrario perderé toda
esperanza de llegar jamás
a mi meta!
Fleta apenas parecía
fijarse a quien hablaba. Sus
contenidos sentimientos
apenas habían
prorrumpido en palabras y
la emoción la hacía hablar
367
sin detenerse. Hubo, sin
embargo, una breve
pausa. Entonces el Rey se
acercó a ella.
–Decidme –preguntó–, ¿qué
soy para vos?
–Un amigo, un simple
amigo bueno y fiel, nada
más. Vuestras
experiencias en la vida han
estado lejos de las mías.
368
Excepto en determinadas
circunstancias, nunca
hemos sido padre e hija.
–Es verdad –contestó él
suspirando–. ¡Sin
embargo, yo desearía que
lo fuéramos! Pero estáis
mucho más allá que yo.
¡Ayudadme!
Fleta tendió hacia él su
mano. El Rey la estrechó
369
en silencio. Pero Fleta se
aparto de él, dejándose caer
en una silla,
completamente
emocionada y con una
mortal palidez en su rostro.
El Rey, alarmado, salió
inmediatamente de la
estancia y volvió trayendo
un vaso de un licor
reconfortante que llevó a
370
los labios de Fleta. Ésta
abrió sus ojos y sonrió
dulcemente, pero apartó
su mano.

371
–No me es necesario –
dijo al anciano–. Mirar la
pasada escala de la vida,
es más de lo que puede
resistir el cerebro
humano. La razón se
tambalea ante tal
espectáculo. ¡Oh, qué
abismo tan hondo! ¡Oh,
qué altura tan increíble!
Mi mente está gastada y
372
necesita descanso. Necesito
dormir o perderé mis
sentidos. Haced, os lo
ruego, que nadie me
moleste hasta que yo
llame; y hacedme
asimismo un gran favor:
que se busque a Horacio
Estanol. Necesito verle
cuando despierte.
Se levantó y se acercó al
373
lecho.
¡Oh, qué desfallecida
figura la suya! El Rey se
alejó sin poder soportar
tal espectáculo.
Fuera ya de aquella
impresión, llamó a una
doncella y le ordenó
permaneciese a la puerta
vigilando la estancia para
que la Princesa no fuera
374
molestada. Después envió
a Horacio un mensajero…
Luego en su despacho,
meditó. Sus
pensamientos se
agolpaban en su mente…
Se sumergían en el pasado,
saltaban hacia el
porvenir… Estaba
inconsciente de la
realidad del momento.
375
CAPITULO XXVII
Fleta despertó tres horas
después. Había quedado
sumida en un sueño tan
profundo que parecía
como si volviera de la
muerte. Su mente estaba
descansada y su fuerza
interna restablecida.
Encontrase, pues,
dispuesta para continuar
376
su obra.
Se levantó y llamó a la
camarera que había
vigilado la puerta.
Penetró en la habitación
y, cuando supo que Fleta
deseaba vestirse, salió un
instante volviendo con unas
cuantas costureras que
habían estado trabajando
toda la mañana
377
laboriosamente. En un
corto espacio de tiempo
Fleta se bañó y fue
peinada y vestida de
negro –de luto– por el
esposo de un día.
Su brazo quemado había
sido envuelto en seda
negra y cuidadosamente
sujeto. Cuando se miró en
el espejo sonrió.
378
¡Fleta, la hermosa, la
radiante, desfigurada y
vestida de aquel modo! Se
retiró de allí arrastrando
tras ella la negra cola de su
traje.
Había preguntado por
Horacio y sabía que
estaba esperándola en su
antiguo gabinete –aquel
retiro de su pubertad que
379
aun permanecía como en
los tiempos en que por
capricho o necesidad lo
habitaba… brillante…
decorado de

380
blanco y oro… con las
paredes cubiertas de libros
y las ventanas llenas de
flores.
Horacio se levantó
súbitamente cuando la
Princesa apareció en la
puerta, y no pudo reprimir
una exclamación de dolor
cuando la vio. El cambio
desde Edina, flor de la
381
alegre vida superficial,
hasta aquella mujer pálida
y llena de dolor, era
terrible. El enlutado traje
acentuaba más aquella
transición y hería y
sorprendía a Horacio. En
su felicidad reciente había
olvidado que era la esposa
de Otto. Aquella idea le
hizo ahora ocultar su
382
rostro entre las manos.
–No os aflijáis así –dijo
Fleta en tono dulce y
suave–. Esto tiene que
pareceros terrible y más
aún cuando ayer mismo
bailabais con mi burlona
sombra. La he apartado
ya de mí para siempre,
porque traicionó muy
hondamente mi confianza,
383
haciéndoos traición a vos
mismo. ¡Oh, cómo habéis
sido engañado; vos, nacido
bajo la estrella de la
verdadera ciencia como yo!
¡Vos, uno de los hijos del
esfuerzo! Bien sé que
echabais de menos ese mi
fantasma y que le
amabais con ternura. Leo
el dolor en vuestro corazón,
384
porque me muestro a vos
tal como soy; sin mi
apariencia astral, sin
belleza, sin juventud y sin
alegría. Querido amigo
mío, no tenéis fuerza para
elegir entre el dolor y el
placer. Si escogierais
éste, estarías siempre
persiguiendo una
mariposa que nunca
385
alcanzaríais y la
persecución se convertirla
pronto en dolor. Pero aun
cuando no tenéis poder
para esa elección, yo puedo
presentar otras cosas a
vuestra vista. Podéis escoger
entre esta Fleta que ahora
os habla y la otra que hace
horas adorabais, mi
burlona sombra…
350
–¿Dónde encontrare a
esa Fleta? –preguntó
Horacio con doloroso
acento.
–Seréis burlado por ella
cuanto queráis, si la
escogéis – contestó Fleta.
–Pero, ¿será un disfraz
vuestro?
–¡Ah! ¿Queréis a las dos
Fletas en una sola? –
350
exclamó ella–
. No, eso terminó ya. Lo
habéis deseado mucho
tiempo y de vez en cuando
creíais que lo habíais
obtenido, ¿no es así? En
aquella mañana llena de
sol –cuando viajamos por
primera vez, y algunas
veces en la casa del jardín–,
os imaginasteis que
350
podíais, sin perder la
sacerdotisa reclamar la
mujer, ¿no es cierto? ¡Oh,
eso era imposible! Jamás
ha sucedido, ni podrá
suceder. Hoy tenéis que
aceptar una u otra. Os he
esperado bastante tiempo;
ahora es preciso que
escojáis. Tengo poder para
daros lo que deseáis, si
350
sólo deseáis la mujer, lo
que muere. Haré que este
cuerpo sea bello y alegre y
os lo dejaré para diversión
vuestra. Estoy tan cansada
de él que sólo por

350
vos no lo he abandonado.
Mas, si hicierais esta
elección nos separaríamos
para siempre. Aceptadme,
pues, tal como soy, como
una servidora de la ciencia.
Entonces no reconoceréis
en mí sino vuestro
maestro y sólo podréis
exigirme ciencia.
Horacio se levantó
351
agitado. Parecía como si
sus sentidos le fueran a
abandonar. Se dirigió a
una de las ventanas y allí
permaneció un momento.
Después volvió y se colocó
frente a Fleta.
–No soy lo suficiente
fuerte para hacer tal
elección –dijo con una
especial entonación de
352
desafío.
–¡No sois lo
suficientemente fuerte! –
exclamó Fleta
despreciativamente–. ¡Idos
pues! ¡Seguid por vuestro
propio y negro camino con
toda la oscuridad que os
habéis creado! Pero, no
culpéis luego a nadie por
grandes que fueren
353
vuestros sufrimientos.
Habéis invocado las falsas
sombras que rodean al
hombre que no sabe si él
mismo desea el bien o el
mal.
¡Todo ha concluido!
Dicho esto, salió
lentamente del cuarto,
arrastrando tras ella su
negro vestido. Horacio se
354
lanzó hacia ella para
detenerla, pero retrocedió
de nuevo, quedándose
inmóvil. Por fin, después
de un largo silencio se
repuso y ya no deseo sino
salir del palacio sin tener
que hablar con nadie: y así
lo hizo,

355
aunque tuvo que salir
como un ciego guiándose
por las paredes… Estaba
trastornado, inconsciente
de lo que hacía. Una gran
soledad roía su corazón,
trabajando, minando tan
positivamente en él como
la necesidad física roe en
las entrañas. Habiendo
adorado en Fleta, a la
356
mujer, no había hecho sino
adorar una imagen y ahora
parecía que ésta había sido
despedazada ante sus ojos
quedando como una
estatua rota, destruida
para siempre. Su único
consuelo era no haber sido
é1 quien escogiera un
ídolo tan frágil. Aún así,
un recuerdo le
357
atormentaba: el desprecio
de Fleta cuando le confeso
su debilidad. Le producía
angustia y perplejidad. No
sabía que si se hubiera
atrevido a elegir la mujer tal
vez Fleta lo hubiera
despreciado menos,
aunque desde luego lo
hubiera compadecido,
porque lo condenado por
358
ésta, fue más aquella fugaz
debilidad. Si hubiera
encontrado valor suficiente
para decidirse
positivamente por el mal,
hubiera echado los
cimientos de un tal poder,
que le hubiera capacitado
después para escoger el
bien en el transcurso de
otra existencia.
359
La ocasión había
ciertamente llegado, mas,
fue de tan instantánea y
fugaz duración, que le
parecía a Horacio que no le
había dado ni tiempo
para decidirse y escoger.
Por otra parte
comprendía que si aquel
momento hubiera sido
prolongado, al cabo de dos
360
mil años no hubiera
estado más

361
cerca de la elección que
entonces. ¡Quién sabia,
además, si aquel
momento que parecía
haber llegado tan
inesperadamente, era, en
verdad, un verdadero
resumen, una síntesis de su
vida! El hecho era que
desde que había conocido a
Fleta estaba en un tal
362
estado de desdichada
indecisión, que cuando se le
presentó la ocasión de
decidirse, se había sentido
incapaz de aprovecharse de
ella. Aun no había
considerado su situación
desde este punto de vista,
aunque no tardó en
presentársele más tarde.
Sólo una cosa conocía: que
363
había perdido a Fleta, a la
Fleta que él había
conocido y adorado, a la
mujer y a la sacerdotisa.
Todo había concluido.

364
CAPITULO XXVIII
A la mañana siguiente
Fleta tuvo una larga
conversación con el Rey.
Durante todo aquel día en
el cual había tenido la
entrevista con Horacio, no
quiso hablar con nadie, ni
aun con su padre. Había
permanecido sola y nadie
supo si estuvo durmiendo
365
o despierta; si estuvo
descansando y sufriendo.
Pero aquella mañana entró
en el gabinete de su padre,
con su enlutado traje y
alterada por las horas de
soledad. Cuando la vio el
noble anciano, creyó que la
juventud y la belleza
habían vuelto a su rostro.
Pero una segunda mirada
366
le demostró que se había
engañado. El encanto
delicado y femenino que
hasta entonces ejerciera
había desaparecido de su
rostro. Estaba ante él,
esbelta, hermosa,
arrogante como siempre,
pero sin su antigua belleza.
Sus ojos estaban tristes, su
extraña y dulce sonrisa
367
había abandonado, al
parecer para siempre, su
boca. Si un pintor hubiera
intentado reflejar su
expresión, se hubiera
valido del rostro de uno de
aquellos ángeles que los
primeros italianos sabían
pintar.
–Voy a Inglaterra –fueron
sus primeras palabras–.
368
¿Me ayudaréis?
–Es mi deber –fue la
contestación del Rey–.
Decidme lo que deseáis.

369
Fleta se sentó a su lado y
habló con él largo tiempo.
Después se retiró.
El Rey llamó a su
secretario y a su
intendente y empezó a
ejecutar los preparativos
que ella deseaba.
Al terminar aquella
tarde, Fleta salió del
palacio. Estaba envuelta
370
en un manto de pieles que
ocultaba su negra vestido.
La palidez dé su rostro
estaba disimulada por un
espeso velo.
Al despedirse, levantó
éste y besó la mano del
Rey.
–Llamadme
inmediatamente que me
necesitéis –dijo éste al oído
371
de Fleta–. Toda la
servidumbre del Palacio
estaba reunida para verla
marchar. Pero nadie le
acompañó, ni entró con ella
en su coche de camino. Este
viaje lo realizaba sola, ni
una doncella, ni un criado
la acompañaba…

372
CAPITULO XXIX
Algunas partes de la
costa Nordeste de
Inglaterra son
singularmente desoladas,
salvajes y extrañamente
desiertas con relación a lo
pequeño de la isla. Apenas
pudiera uno figurarse
encontrar retiro alguno en
un país tan populoso como
373
las Islas Británicas. Mas la
vida se concentra en las
ciudades y las gentes no
comprenden que en la orilla
del mar o en medio de los
campos puedan estar
rodeados de huestes aéreas
que han estado asociadas a
aquellos lugares desde que
las pequeñas islas
surgieron de los
374
turbulentos mares. Han
sido, sin embargo, aquellas
comarcas un centro de
carácter especial (para
aquellos que leen entre
líneas) durante todas las
edades de la tierra, de las
que nosotros tenemos
algún conocimiento.
Tan extraño como esto
es, que hay quienes
375
conocen y sienten los
poderes y las fuerzas
invisibles a los ojos
materiales, y aun saben
emplearlos.
Fue en una casita de
aquella costa… En una
casita protegida por un
alto cerro y un espeso
cinturón de árboles,
donde sucedieron las
376
escenas que se conocerán.
La tierra sobre la que
estaba enclavada, formaba
parte de una posesión muy
extensa que fue vendida
sucesivamente por

377
una serie de dueños
derrochadores. Eran éstos
restos de la antigua sangre
Normanda y nunca
echaron profundas raíces
en el suelo Británico. El
gran castillo, que era su
casa solariega, estaba casi
siempre sin ocupar, así
como la pequeña casa dotal
de la orilla del mar. Era
378
ahora propiedad de un hijo
menor que apenas había
sido visto por las gentes
del lugar. Alguna vez
venía gente a la antigua
casa, que de este modo
estaba habitada por
algunos días. Se veían
luces en las ventanas.
Siempre sucedía tan
repentinamente que los
379
campesinos decían que la
casa estaba encantada.
Estaba ocupada en la
actualidad, regularmente,
por un criado extranjero
que llegó un día al pueblo
para hacer compras y dijo
que estaba con un amigo
de Mr. Veryan, a quien la
casa pertenecía. Este
amigo de quien habló, la
380
había alquilado para vivir
en ella algunos meses.
Cuando algunas gentes
excesivamente curiosas le
preguntaron diferentes
detalles, no dijo sino que
su amo era un joven
doctor de gran reputación,
que había venido a tan
lejana parte del país para
estar tranquilo y poder
381
dedicarse a estudios
especiales.
No era probable que su
tranquilidad fuese
perturbada, pues el viejo
castillo no era sino una
gran ruina. La rama mayor
de la familia estaba
representada por un
negociante que dudaba
entre hacer dinero
382
construyendo el castillo en
una curiosidad

383
para el turista o en
derribarlo y vender los
ladrillos de que estaba
construido. Nadie tenía idea
positiva de dónde estaba el
actual dueño. A esto
había venido a parar una
antigua y soberbia familia.
Todo había sido
malgastado; hasta la plata
antigua de la familia había
384
sido enviada ya mucho
tiempo antes a Londres,
donde se vendió. Se decía
que el peor de todos los
malgastadores dueños de
aquella raza, fuera la
esposa del último señor,
madre de los dos hijos que
en la actualidad eran los
únicos representantes de
aquel nombre. Era ésta
385
una señora húngara, de
noble familia, según las
afirmaciones que se
hicieron durante la boda.
Pero los servidores y
campesinos siempre
declararon que era,
sencillamente, una gitana,
bruja por añadidura. Lo
que desde luego no podía
negarse era su hermosura.
386
En los pocos años de su
vida conyugal hizo de su
marido lo que quiso. Su
muerte había sido terrible
y la pobre gente creía a
pie juntillas que su
espectro frecuentaba el
antiguo castillo, cuyas
lujosas habitaciones,
adornadas con un gusto
extraño y bárbaro, apenas
387
habían sido tocadas desde
su muerte… El mismo
agente aquel, cuya idea no
parecía ser otra que la de
convertir en dinero todo
lo que se pudiera, había
dejado muchos costosos
ornamentos en sus
primitivos sitios. Cierta
idea supersticiosa le
impedía despojar a
388
aquellos cuartos de sus
muebles. Mientras vivió la
hermosa castellana le

389
infundía ésta un
inexplicable terror y aun no
parecía haberse librado de
él. Era esto la única
hipótesis que pudiera
explicar la reverencia con
la cual trataba a aquellas
habitaciones sobre las que
su hijo no había dado
órdenes ningunas.
El nuevo residente de
390
aquella casa vivía muy
recluido y sin otra
compañía que sus dos
criados extranjeros que
parecían desempeñar todos
los servicios que
necesitaba. Era un buen
jinete, mas,únicamente
paseaba en las primeras
horas del día, por lo cual
apenas era visto. Se supo
391
en seguida, sin embargo,
que era un hombre
hermoso y en la flor de la
vida, y comenzaron a
correr multitud de
rumores acerca de él. Se
supone siempre a los
reclusos como hombres
viejos y excéntricos.
¿Cómo aquel joven, para
quien la vida parecía
392
ofrecer los mayores
atractivos, se encerraba
en aquella soledad? De
vez en cuando los
trabajadores que tenían
que levantarse al alba
para ir a su trabajo, le
encontraban de vuelta,
indudablemente de algún
paseo. Esto era suficiente
para indicar a un
393
rutinario espíritu de
campesino, algo anormal;
la intranquilidad de una
conciencia enferma o
culpable tal vez. Pero algo
había, sin embargo, en el
rostro del joven que hacía
que aquellas ideas no
tomasen incremento: el
entendimiento más tardío
no podía menos de
394
reconocer el poder y la
fuerza que transparentaba
aquel hermoso rostro.

395
Sus criados le llamaba
siempre «Señor», sin otro
nombre alguno. No
consideraba a los
campesinos dignos de una
información más detallada.
Todo esto, aunque raro, fue
siendo aceptado
paulatinamente y pronto,
pasaba la primera
impresión de su llegada,
360
nadie volvió a ocuparse de
ello.
Pero es imposible
permanecer de incógnito
en un país civilizado.
Siempre alguna persona
curiosa e inquisidora,
poseída de alguna misión
oficial, turba seguramente
la paz temporal del retiro.
Esto fue lo que hizo el
360
agente…
Fue a caballo a la casa
dotal. Se apeó de la
cabalgadura y transmitió
su nombre. Pocos
momentos después era
introducido en un cuarto
que no reconoció; tan
completamente cambiado
estaba desde la última
vez que lo viera. ¡Qué de
360
tapices llenos de vividas
figuras! ¡Qué guerreros,
qué damas y qué monjes!
No parecían pintados. Por
un original capricho del
artista que los ideara, no
habían sido distribuidos
en grupos o en cuadros en
la generalidad de los
tapices, sino que habían
sido dispuestos alrededor
360
del cuarto, como si fueran
otros tantos testigos de
cualquier escena que allí
se pudiera desarrollar. Tan
real era el efecto, que el
agente medio dudó por un
momento si la entrevista
iba a ser tete a tete, cuando el
habitante de aquel salón
se adelanto para recibirle.

360
Estaba vestido con un
traje gris de caza,
admirablemente hecho,
que realzaba su espléndida
figura. A su presencia el
agente quedó un tanto
cortado. Cuando al fin
recobró algún dominio
sobre sí mismo, comenzó a
hablar con mucha más de
su habitual gravedad,
361
diciendo:
–Presumo, señor, que
tenéis alguna razón para
estar aquí sin que la gente
sepa quién sois; aunque
parece una cosa rara, pues
tenéis, tarde o temprano,
que ser reconocido. No os
he visto desde que erais
niño, pero vuestro parecido
con vuestra madre es
362
infalible: como sé que Sir
Haroldo Veryan está
actualmente en África,
presumo que estoy
hablando con Iván Veryan.
–Así es –fue la respuesta–
. No tenía intención alguna
seria de ocultar mi
identidad, pues eso sería
absurdo. Pero mis criados
me llaman habitualmente
363
«Señor», encontrando difícil
pronunciar mi nombre; y
como estas pobres gentes
no tienen recuerdo alguno
mío, preferiría siguieran
ignorando quién soy. Deseo
gozar aquí de completa
soledad, no asumir mí
posición de heredero, lo
que implicaría el hacerme
cargo de la suerte del
364
castillo, de la condición de
las casas de los
trabajadores, de la corta
de la madera…

365
–Si buscabais reclusión,
éste parecía ser el último
sitio a que pudierais haber
venido –observó el
agente.
–Encuentro aquí una
reclusión que me conviene
por ahora. Sólo necesito
una cosa, una llave de las
puertas del castillo, pues
vine aquí en parte para
366
hacer uso de su biblioteca,
a no ser que hayan sido
vendidos sus libros.
–No. Los libros no han
sido tocados –contestó el
agente–. La librería era
uno de los cuartos favoritos
de Lady Veryan, y ninguno
de ellos ha sido
desarreglado.

367
–Entonces me agradaría
poseer una llave, tan
pronto como fuera posible.
–¿Y no deseáis que
nadie sea informado de
vuestra presencia aquí? –
preguntó dudosamente el
agente.
–¿A quién podía
importarle saberlo?
–Las familias del país –
368
dijo tímidamente el
visitante–, desearían
mucho que se les diera
permiso para relatar este
tema de comentarios en el
próximo mercado de la
ciudad. Siempre solía
haber una comida de
mediodía en el mayor hotel
en donde toda clase de
magnates y dueños de
369
propiedad se reunían y
hablaban; y hubiera
interesado a todos los

370
comensales saber que uno
de los Veryan había vuelto
a Inglaterra y vivía en su
propia casa.
–Si deseara ver a alguno
de mis vecinos, les visitaría
–fue la decidida
contestación–. Hasta
entonces preferiría que
nada se dijera acerca de
mí.
371
Con el aire de mando que
esto fue dicho, no admitía
replica. El agente no
habló más sobre el
particular y pronto se
despidió, unas horas
después, aquel mismo día
llegaba un mensajero a la
casa dotal con una llave de
la puerta del castillo y otra
de una de las puertas de
372
sus habitaciones.

373
CAPITULO XXX
El antiguo castillo de los
Veryan –edificio extraño,
espacioso, laberíntico y
aunque no hermoso,
fuerte y extensamente
cubierto de hiedra–,
estaba situado en una
cumbre desde la que se veía
gran extensión de tierra y
de mar. No estando
374
protegido como la casa
dotal, se encontraba
expuesto a toda clase de
riesgos y entregado a su
propia resistencia. No
había árbol alguno cerca de
él. Todo aquel sitio parecía
castigado por la
inclemencia de los
elementos. Pero jardines
(que en un tiempo fueran
375
bellos y que aun
conservaban restos de su
pasada gloría), se
extendían por todas
partes. Aquellos jardines
tenían el encanto supremo,
desconocido en los
modernos, de no estar
nunca sin flores. Durante
todo el año, aun en el más
agitado tiempo, líneas y
376
estrellas de color se
extendían por el suelo
embelleciéndolo.
A lo largo de escarpadas
rocas habían sido
construidas altas paredes,
y entre ellas estaba el
Paseo de la Señora, sitio
de deleite para cualquiera
que llegara a tan desierto
lugar. Una ancha senda
377
arenosa se extendía en el
centro y a lo largo del
paseo formando un camino
maravillosamente cómodo.
A cada lado crecían
espléndidos lechos de
flores y de plantas raras
resguardándole, y los
muros estaban cubiertos
por hermosos

378
frutales y florecidas
trepadoras que se
desarrollaban
lozanamente. Al lado del
mar abríase la pared de
trecho en trecho, había
asientos desde los cuales se
podía contemplar el
panorama.
Iván se encaminó al
Paseo de la Señora tan
379
pronto como entró en los
terrenos del castillo. Los
lechos de flores estaban
abandonados, las plantas
crecidísimas, y las
trepadoras en desorden
colgaban de las paredes en
espesas masas. El sitio
resultaba hermoso en
aquella negligencia
continuadora del
380
cuidadoso cultivo pasado.
Recordaba la languidez
de una fatigada beldad con
sus cabellos sueltos y
despeinados, más, con
exuberante y no
obscurecida belleza.
Iván, preocupado, paseo
de una a otra parte de la
senda durante un largo
espacio de tiempo.
381
Era el principio de la
primavera y los muros
estaban cubiertos de flores
amarillas. Aquel color
tenía una especial
significación para Iván.
Se detenía a veces y
contemplaba aquellas
flores, aunque sin
arrancarlas. Jamás arrancó
una flor a no ser para
382
estudiarla.
En una de las
extremidades del paseo
crecían las más variadas
rosas, mostrando sus
encendidos capullos

383
entreabiertos. Iván, sentado
ante ellas, las contemplaba
atentamente.
La tarde iba cayendo y
el aire comenzaba a ser
fresco, aunque la luz era
aún fuerte.
Estaba allí al pie de los
rosales, abrumado de
pensamientos y pronto a

384
retirarse, cuando sintió
pasos inmediatos. Se volvió
y descubrió a Fleta que se
le acercaba con aquella
arrogante majestad que la
distinguía.
–¿Dejasteis abierta la
puerta para mí? –dijo
cuando estuvo próxima.
–Sí –contestó él.
–Luego hice bien en
385
venir aquí a veros? –
preguntó con cierto tono
de seguridad.
–Ciertamente, hicisteis
bien –contestó Iván–. No
dudéis de vuestra ciencia.
Sabíais desde el principio
que me teníais que
encontrar aquí.
–Cierto –contestó ella.
Iván se había levantado
386
cuando ella se acercaba, y
estaban ahora frente a
frente. Sus ojos quedaron
ardientemente fijos en ella.
Fleta le había mirado un
instante, volviendo
después su

387
vista hacia el mar. Mas, en
la pausa que siguió a su
respuesta, levantó de
repente sus ojos y contestó
a su mirada.
–Necesitaba el antifaz –
dijo ella, hablando con un
esfuerzo evidente–. Aun
era lo bastante mujer para
adoraros como a un
espléndido ser de mi
388
propia raza. Hice bien en
arrojar la careta, y sufrir
como sufrí, porque así mi
lección ha sido más breve
aunque más terrible.
Ahora sé que no sois un ser
de mi propia raza, sino
que sois divino y maestro,
y no puedo ser para vos
sino una servidora.
¡Enseñadme a ser
389
humilde! Enseñadme a
transformar mi amor por
vos de tal manera que se
convierta en puro
servicio, no a vos, sino a lo
divino que hay en vos. He
cortado todos los nudos;
he arrojado todo lo que
me contenía. Mi deber
está hecho y
completamente cumplido.
390
Estoy libre del pasado.
¡Enseñadme!
Iván arrancó el capullo
de una rosa que luego dio
a Fleta. La tomó ésta en
su mano y la miró como si
estuviera completamente
trastornada.
–¿No conocéis el color? –
dijo Iván–. Cuando

391
hayáis entrado en el
Vestíbulo del Saber,
veréis esas flores en los
altares. La púrpura de la
pasión arde hasta en este
color carmín pálido, que es
asimismo el color de la
resurrección y de la
aurora.

392
Después permaneció
silencioso un momento y
añadió:
–Sentaos aquí hasta que
yo vuelva.
Se alejó a través de los
jardines, hasta la puerta.
Allí estaba el coche de
Fleta. Se acercó al cochero
y le envió al pueblo a que
llevara el equipaje de Fleta
y lo dejara en la posada
393
hasta que hiciera falta.
Luego volvió a entrar en
los jardines. Fleta estaba
allí contemplando la rosa
que tenía entre las manos.
–¿Estáis preparada para
el ofrecimiento? –le
preguntó.
–Sí –contestó ella sin
levantar la cabeza.
–Venid, entonces –dijo
Iván–. Comenzó a caminar
394
a través de las pendientes
enverdecidas del jardín.
Fleta se levantó y le
acompañó. Ya había casi
obscurecido. Iván
marchaba rodeando los
muros del castillo hasta
llegar a una puerta
lateral que abrió. Un frío
de muerte salió del
interior del edificio. Fleta
395
se estremeció ligeramente
al cruzar el umbral.
–¿Teméis? –dijo Iván
deteniéndose antes de
cerrar la puerta–. Aún hay
tiempo de volverse atrás.
–¿Atrás, a dónde? –
exclamó Fleta.
–Eso no puedo decíroslo –
contestó él–. No sé lo que
habéis dejado detrás de
396
vos.

397
–Me he desligado de todo
–contestó ella–. No tengo
ya a dónde volver. No
puedo hacer ya otra cosa
que ir adelante. Nada
temo. ¿Cómo temer ya?
Iván cerró la puerta y
marchó el primero por un
largo pasillo. Abrió otra
puerta y dijo:

398
–Entrad.
Fleta atravesó la puerta y
cuando se volvió estaba
sola. Iván no había
entrado.
–¡Sola! ¿Y dónde? –
preguntó–. No tenía noción
del sitio en que se
encontraba. Sólo sabía
que estaba en oscuridad
completa.
399
Por primera vez se dio
cuenta de las ideas de
oscuridad y soledad. No la
aterrorizaban, pero se
presentaban a ella como
hechos absolutos, los
únicos de que se daba
perfecta cuenta. Sabía que
no podía eludirlos, lo que
les hacía aún más
intensamente reales. No
400
podía adivinar en qué
dirección moverse, ni creía
que el moverse le aportara
beneficio alguna. Volvió,
pues, a la puerta por
donde había pasado, que
era en su imaginación el
único vínculo entre ella y el
mundo actual y
permaneció allí con su
mano sobre ella. Lo
401
primero que percibió fue
de que no había aire; así
por lo menos le parecía. Se
imaginó estar en un gran
sitio, en un salón, en un
vestíbulo

402
tal vez, pero cerrado
herméticamente desde
hacía muchos años…
Débiles ideas sobre aquel
lugar en que se encontraba
acudieron a su mente; mas
luego desaparecían, faltas
de una unidad, de una
clave. Poco después la
idea de tiempo
desapareció asimismo de su
370
mente. No hubiera podido
decir si había estado allí
horas o minutos. Sus
sensaciones eran
extraordinariamente
agudas, aunque a ella le
parecían existir apenas,
estando como estaban sin
objetivo alguno… en un
momento, desde el instante
en que Iván la hizo entrar
370
en aquel sitio, Fleta se
remontó a una inmensa
distancia en el pasado y
poco después se encontró
pensando en Iván como
en un detalle de su vida,
del que se encontraba
completamente
apartada… No podía
imaginarse que le había de
ver mañana, tal vez le
370
parecía que el mañana no
había de ser posible. Toda
aquellas amargura
parecía una eternidad.
Ningún peligro ni
aventura de su vida la
afectaron de tal modo.
Estaba desprevenida en
absoluto para una caída
tan repentina en el abismo
de la nada y, sin embargo,
370
se sostenía llamando en su
ayuda a la filosofía, a cuya
luz comprendía que nada
podía hacerle daño.
Dominó sus nervios y su
mente, teniendo siempre
esto presente, mas no pudo
dominar una ola de
cansancio que
gradualmente se fue
apoderando de ella y que
370
no pudo menos de hacerla
temblar. Era el
inexplicable

370
peso del silencio y de la
obscuridad. No se oía el
más débil crujido, no se
oía gemido ni eco alguno
del mar ni del aire.
Hubo un momento en el
que llegó a dudar si estaba
viva y si en vez de
atravesar los umbrales de
una puerta hablase
sumergido en algún
371
hondo estanque de
muerte. Mas, conservaba
aún sobrada experiencia,
sobrado conocimiento de la
vida para engañarse. No
hubiera llegado a tal
extremo, si no hubiera
esperado una experiencia
de excepcional carácter.
Creía que había ofrecido su
corazón, que había
372
extinguido las faltas todas
que la impidieran avanzar
y que podría pedir la ayuda
del maestro. En su creencia
había algo de amigable, de
tranquilo, de natural… en
vez de lo cual se
encontraba con una
experiencia
extraordinaria, por la que
nunca había pensado
373
atravesar.
Aquel completo y absoluto
silencio hacía más mella en
su sensibilidad que
ninguna otra
circunstancia. Veía que
estaba observando el
silencio. Temía moverse,
contenía su respiración con
un vago y pueril miedo de
perturbarle. Parecía ser
374
un hecho positivo, en vez
de uno negativo, aquel
completo y reposado
silencio. Entonces se
hubiera dicho que una
fuerza despertaba en lo
más íntimo de su ser un
poder, mas que aquella
quietud y que aquella
fuerza rompía el silencio,
que con suave rumor
375
rítmico llenaba el aire de
algo tan tierno

376
como las lágrimas, tan
hermoso como la luz del
sol. El placer más intenso
llenó el alma de Fleta…
Escuchó largo tiempo
apoyada en el muro. Un
pensamiento brotó
repentinamente en su
mente: «El silencio
perdura… ¡Sólo mi
imaginación es la que
377
llena este espantoso
vacío!». Ante esta idea, de
nuevo reapareció el
silencio. Fleta cayó de
rodillas. Era el primer
movimiento que hacia
desde que estaba en aquel
sitio. Aquel movimiento
despertó en ella una
impetuosa oleada de
emociones, de
378
sentimientos, de
alucinaciones, de
fantásticas escenas que
pasaban huyendo. Vio a
Iván a su lado, mas sin ni
siquiera moverse para
mirarle comprendiendo que
no era sino una creación de
su deseo. Vio el lugar en
que se encontraba,
iluminado
379
repentinamente, y se vio
rodeada de seres, en un
salón vasto y sombrío.
Multitud moviente de
personas brillantemente
vestidas la rodeaba.
–¡Ah! –exclamó con
desesperado acento– ¡que
haya de ser así engañada
por mi propia fantasía, es
demasiado terrible!
380
Con el sonido de su voz,
volvió la oscuridad aún
más espesa que antes. Se
levantó resueltamente.
Comprendía todo lo que en
aquellos momentos
estaba experimentando y
su conocimiento la hacia
fuerte.

381
–Me niego –dijo en alta
voz-, a atravesar por esta
experiencia de neófito. No
seré más esclava de mis
sentidos. Los domino; veo
más allá de ellos. ¡Ven, tú,
ser que eres mi mismo
ser! ¡Ven a mí, ser puro e
insubstancial! ¡Ven y
guíame, pues que no hay
ningún otro, ni nada más
382
que mi conciencia que
pueda servirme de apoyo!
Recostada contra la
puerta temblaba con la
fuerza de su fiero esfuerzo.
Aquella puerta y el suelo
que pisaba eran sus únicos
vínculos con el mundo
material. No tenía idea de
otro cosa; parecía como si
hubiera perdido la noción
383
del mundo que la rodeaba,
y ciertamente el poder de
esperanza y de temor la
estaban abandonando.
Permanecía indiferente a
todo menos al deseo de
sostener a su ser, más alto;
a su alma pura. Su deseo
de hacerse frente a sí
misma y de encontrar
alguna certidumbre, algún
384
conocimiento, anegaban
todos sus otros deseos. Así
permaneció largo tiempo,
fijando resueltamente toda
su intensidad de voluntad
en tal idea y aguardando el
momento de ver ante sí la
estrellada figura. Una vez
la vio distintamente, mas
parecía de mármol,
inanimada. Era, sin duda,
385
un producto de su
imaginación, al cual no
tardó en perder de vista.

386
Si hubiera podido perder el
sentido, hubiera
experimentado una
sensación como la que
produce la lluvia sobre una
tierra seca. Su cerebro
ardía, su corazón pesaba
como plomo.
Mas, nada experimentó,
nada se hizo visible. De
nuevo se postró de rodillas
387
y, juntando sus manos,
cayó en una actitud como
de plegaria. En realidad
estaba sumida en
meditación profunda.
Como en una larga serie
de pinturas se veía a sí
misma sufriendo y
gozando sin ira,
sentimiento o pena;
observaba su lenta
388
separación de los que la
amaban aún hasta aquel
momento en que Iván la
dejó en la hora de prueba.
Había atravesado las
duras pruebas y duros
ensayos de sus pasiones y
emociones, pero todo
aparecía insignificante al
lado de aquel vacío
misterioso, aquella gran
389
sima de obscuridad que
parecía estar no sólo
fuera de ella sino dentro
de su propia alma.
¿Cómo acabaría aquello?
¿Había algún fin, o era
aquel el estado al cual sus
trabajos le habían llevado
triunfalmente y en el cual
había de permanecer? Esto
era imposible. Tal estado
390
no era vida; era muerte.
¿No iba su esfuerzo
encaminado a obtener la
vida en su esencial
vitalidad? Seguramente la
muerte no podía ser el
resultado final.

391
Fleta, la discípula, la
poderosa, como ella creía,
dudaba de aquel modo y
desesperaba. Su confianza
la abandonó cuando vio
aquel vacío que ante ella
se extendía. Así ha de
suceder siempre con lo
desconocido. Un nuevo
estado de ánimo despertó
en ella. Comenzó a temer
392
que surgieran formas y
figuras y resonara la voz
de alguien conocido y
querido. Temía, sobre
todo, ver de nuevo la
imagen de Iván a su lado.
–Si veo esto –se dijo–,
creeré en verdad de
nuevo en el mundo de las
formas. No he de buscar
nada sino la oscuridad.
393
En aquel momento una
mano se poso suavemente
sobre sus cabellos. Fleta
no se encontraba tan
nerviosa como para
temblar o gritar; sin
embargo, la conmoción de
aquel contacto repentino la
agitó de tal modo que no
pudo hablar ni moverse.
Entonces oyó una voz
394
muy suave y delicada que
decía:
–Hija mía, ¿no sabes que
del caos ha de salir el
orden; de la oscuridad la
luz, y de la nada algo?
Ningún estado es
permanente. No incurras
en el error de temer o
ansiar la vuelta al mundo
de las formas, después de
395
haber llegado a penetrar
en el mundo de lo
informe.
Fleta no contestó. Se
daba cuenta de que había
una profunda
familiaridad en aquella
voz que hasta no
comprendía. Estaba como
en su casa, como un niño
junto a su
396
madre. Todo temor, toda
ansiedad, toda duda,
habían desaparecido de
ella.
–No moriréis en esta
prueba –dijo la voz–.
Habéis estado aquí
muchas horas. Venid
conmigo y os llevaré a un
sitio tranquilo donde
podréis descansar.
397
Fleta se levantó. Su mano
tropezó con otra y cuando
trató de moverse
comprendió que había
estado allí mucho tiempo,
pues estaba aterida y
desamparada y le fue casi
imposible hacer uso de sus
miembros. Tendió
maquinalmente su mano
derecha como para
398
balancearse y se
sorprendió al ver que no
podía extender el brazo.
Inmediatamente tocó una
pared cerca de ella. En un
momento comprendió que
no estaba en un gran salón
sino en una pequeña y
estrecha celda en la que
apenas se podrían dar dos
pasos. Le pareció muy raro
399
pues había creído
firmemente que estaba en
algún sitio muy espacioso.
–¡Cuán amplia es mi
imaginación! –pensó casi
sonriendo. Ahora estaba en
paz, sin ansiedad alguna,
aun no sabiendo dónde
estaba, ni quién
permanecía a su lado.

400
CAPITULO XXXI
Una puerta se abrió y
pasando Fleta por ella se
encontró en un espacio
iluminado por débil luz
rosácea. Era allí el
ambiente tibio y suave. Al
entrar no pudo distinguir
los objetos que tenia ante
ella, pero no tardó en ir
recobrando su vista
401
ordinaria.
Se encontraba en un
cuarto extrañamente
amueblado. Como en el
cuarto que Iván habitaba,
las paredes estaban
cubiertas con tapices, en
los que había dibujadas
figuras de tamaño natural,
tan diestramente trabajadas
que parecían ser reales a
402
primera vista y siempre
producían el efecto de
estatuas más bien que el
de figuras dibujadas. El
suelo no estaba
alfombrado, sino
completamente cubierto de
helechos y hojas marchitas.
Una gran alfombra de lana
de cordero y una piel de
tigre extendida cubrían el
403
pavimento. No lejos, en un
ancho hogar, ardía un
fuego de leña cuyo calor,
aun no siendo grande,
pareció delicioso a Fleta,
cuyos miembros estaban
ateridos. La luz procedía
de una lámpara que ardía
sobre un pie de madera fijo
en la pared encima de la
chimenea. Enfrente del
404
hogar había un taburete de
madera de tres pies, sobre
el que brillaba una gran
bandeja de plata repujada,
conteniendo

405
pan, leche y fruta en
delicados platos y en
finísimos vasos de cristal
de Venecia.
Fleta miró con tenue y
casi plácida curiosidad la
extraña incongruencia de
aquellos muebles. Le
producían la misma
sensación familiar, de
hogar, que la produjera la
406
voz desconocida.
Después de aquella
primera ojeada, se
aproximó al fuego y comió.
Se había sentado en el
suelo cubierto de hojas,
pues no había sillas, ni
mesas, ni nada que pudiera
llamarse mueble en todo el
cuarto, excepto el citado
taburete de madera.
407
Aquel era el cuarto de la
difunta castellana. A
continuación se extendía
una serie de cuartos que
habían sido todos
sucesivamente ocupados y
que fueron amueblados
extraña y exóticamente…
Aquellos cuartos se
enseñaban a los visitantes,
mas aquel en que estaba
408
Fleta, jamás se mostraba a
nadie. Se decía que lo
mismo durante su vida que
después de la muerte de su
extraña dueña, la lámpara
había ardido en su cuarto
de noche, y el fuego en el
hogar noche y día sin que
nadie supiera quién los
mantenía.
Era la habitación
409
completa de una
bohemia, de una nómada,
de un ser de los campos y
de los bosques. Había
dormido sobre aquella
piel de tigre como
hubiera podido

410
dormir bajo el cielo. La
rica bandeja y el
magnífico servicio que en
ella se destacaban tan
extrañamente, eran
también característicos en
quien pertenecía a una
gran familia que ella había
ayudado a destruir.
Una sensación
extraordinaria de paz y
411
tranquilidad penetraba
en el corazón de Fleta y la
consolaba más que la
presencia de cualquier
viviente.
Poco después se levantó
y se dirigió al lecho de
pieles y hojas sobre el que
se recostó. No sabía que la
madre de Iván había
dormido en esta misma
412
cama. De haberle
importado y haberlo
deseado lo hubiera sabido,
pero se encontraba bien de
aquel modo recostada,
poco después se rindió al
sueño.
Cuando despertó, la
lámpara estaba apagada,
las cortinas descorridas y
el sol penetraba por las
413
ventanas. El fuego,
empero, seguía ardiendo,
observando bien se veía
que había sido atizado y
cuidado. El taburete estaba
en su lugar y en él, una
bandeja con todo género de
provisiones para un
desayuno. Fleta observó que
necesitaba alimentos. Su
cuerpo comenzaba a
414
reponerse de las
penalidades de la pasada
semana, gracias a la fuente
de juventud que constituía
la naturaleza de Fleta
además de su poderosa
voluntad, derechos estos
de su condición, gajes que
parecía haber ganado…

415
Después del desayuno,
se dirigió hacia la
ventana. Un ancho y
pálido mar se bañaba en
la luz sutil del sol de
primavera. Ansiaba oír y
sentir el aire, por lo que
buscó hasta encontrar una
salida medio oculta por los
tapices. Daba acceso a un
cuarto de baño, de
380
hermoso pavimento de
mármol y de muros llenos
de pintadas figuras que
parecían danzar en trajes
fantásticos en tornó de los
muros. Fleta se bañó y,
envuelta de nuevo en su
amplio manto, atravesó la
puerta, saliendo a un gran
gabinete con magníficas
vistas al mar. Estaba el
380
gabinete artísticamente
amueblado, pero todo tenía
en él ese aspecto de
desolación característico
de los sitios deshabitados.
Lo atravesó, pues,
rápidamente y salió a una
meseta desde la cual
ascendía y descendía una
gran escalera de roble.
Mas allí había otras
380
habitaciones del mismo
carácter; pero no quiso
estudiarlas; ansiaba salir
al aire libre y respirar la
brisa del mar. Ya había
bajado rápidamente la
ancha escalera, cuando la
detuvo de pronto una
gran puerta de hierro que
la cerraba, impidiendo en
absoluto el camino. Abajo
380
en los escalones había
troneras y Fleta se
estremeció ligeramente,
imaginándose las
horribles tragedias del
pasado que representaban
aquellas fortificaciones.
Trató de transponer
aquella puerta, mas
seguramente estaba
echada la llave.
380
Volvió atrás y atravesó los
otros cuartos. No había en
ellos salida alguna. Subió a
los cuartos de arriba. Eran
una serie de habitaciones
igualmente sin salida.
Entonces, algo asombrada,
volvió al cuarto en que
había dormido y empezó a
buscar la puerta por la
que había entrado; mas
381
no pudo encontrarla. Era,
sin duda, una puerta
secreta y sería inútil querer
dar con ella. Se despojó
entonces de su manto y,
sentándose junto al fuego,
comenzó a meditar
profundamente sobre su
posición. No cabía duda de
que estaba prisionera. Su
mente se volvió hacia
382
Iván. Él era quien la había
introducido en aquel sitio;
él, quien sin duda le había
enviado aquel misterioso
salvador.
Este pensamiento la
tranquilizó durante algún
tiempo, pero no tardó en
observar su ligereza. ¿No
había dejado de ser
acreedora a la protección
383
de Iván por el hecho
mismo de ansiarla?
Estaba frente al gran
problema con el que lucha
el hombre a través de
tantas mutaciones e
incesantes esfuerzos.
¿Tan imposible era para
ella romper sus vínculos
con la humanidad? ¿Había
de apoyarse para siempre
384
en su maestro y buscar su
protección y su fuerza?
Parecía como si por vez
primera pudiera
preguntarse esto a sí
misma
desapasionadamente. Se
había libertado de todo lo
que la impedía avanzar…

385
Sentada junto al fuego se
sumió en profunda
meditación, en la cual
parecía sostener consigo
misma una conversación
muy seria. Ella, la
suprema, la poderosa, la
sacerdotisa, la heroína de
tantas vidas, la que en
encarnaciones pasadas
había sido maga
386
consumada, la inteligente
discípula de los divinos
maestros, se encontraba
ahora, al cabo de tantos
siglos de desarrollo, con
el nudo de la dificultad en
el fondo de su mismo
corazón. Le sucedía lo que
a todo el que es capas de
amor, de simpatía, de
emoción alguna profunda.
387
El nudo existe en lo
interior. El hombre
interesado adquiere una
gran vitalidad, y tanto
crece que absorbe su ser
entero. En el hombre con
posibilidades divinas, se
hace por momentos más
pequeño, según él
evoluciona, hasta que por
fin llega el momento
388
terrible por el que estaba
pasando Fleta. Ella
comprendía que estaba en
el mar blanco de la vida
impersonal. Le parecía
flotar sobre aquel vasto
líquido en el que no veía
horizonte, ni deseaba verlo.
Sólo una fértil isla o un
pequeño bote lleno de gente
encontraba su mirada. Pero
389
no deseaba ir a él, ni
aproximarse, ni tocarle,
aunque no podía concebir
cómo soportaría la inmensa
soledad que seguiría a la
desaparición de aquel punto
del universo. Aquello sobre
lo que sus ojos aun se
fijaban, era Iván, su vida,
su propósito, su ciencia.
Ahora veía que lo que la
390
había hecho atravesar la
pasada prueba, era la

391
conciencia de que allí
existía aquel punto sobre el
cual podía apoyarse. Sabía
que no había logrado su
intento, que había
fracasado y que su
desconocido salvador sólo
había acudido para salvar
su cuerpo del cansancio y la
enfermedad. Aquella voz
gentil no le había llegado
392
el premio de la victoria,
sino el acento de la
compasión que se tiene
para el vencido.
Comprendiendo esto,
Fleta continuó
elaborando en su
pensamiento aquel gran
problema. Este era un
trabajo difícil, pero Fleta
era un alma valerosa y
393
habiendo fracasado en el
esfuerzo más débil,
resolvió vencer en éste
más arduo.
El sol estaba ya alto en
el cielo, y el mar brillaba
como si fuera de plata,
pero Fleta había olvidado el
sol, el mar y el aire dulce
por el cual hacía poco
suspiraba. Aun
394
permanecía inmóvil
cuando el sol caía por el
horizonte. Poco después
llegó la oscuridad, que la
encontró demasiado
absorta para que se
pudiera dar cuenta de
cambio alguno. El fuego se
apagaba y la lámpara
continuaba sin encender.
A medida que transcurría
395
el tiempo su sufrimiento se
hacia más intenso, más
amargo, más punzante.
Ella, la poderosa,
comenzaba a darse
cuenta de su impotencia.
No podía apartarse de
esta idea. Así como en la
noche pasada había
estado físicamente
consciente de aquella
396
puerta, sobre la que se
apoyaba y que formaba su
vínculo entre ella y el
mundo. Le

397
parecía que si lograba
destruirlo, destruiría con
ello su propia vida. Cuando
reconocía esto, cuando
confesaba la inutilidad del
esfuerzo, un suave
contacto vino a ella de
nuevo y la voz gentil sonó
otra vez en sus oídos
murmurando:
–Hija mía, preveníos. No
398
miréis demasiado
ardientemente la victoria o
de lo contrario perderéis el
equilibrio sobre el alto sitio
al que habéis llegado y os
encontraréis en el abismo
sin fondo, siendo una maga
y nada más. Aun hay
abierto ante vos un tercer
camino. ¿Serviréis a Iván
como una esclava,
399
obedeciéndole como
obedeceríais a aquel a
quien hubierais vendido
vuestra misma alma,
rindiéndole toda vuestra
razón?
–¡No! –gritó Fleta
echando atrás su rostro–.
Sus ojos se abrieron en la
negra obscuridad de la
estancia. ¿A quién había
400
hablado? Su fuerza había
desaparecido. Aquel grito
de desafío y de soberbia
agotó sus fuerzas y cayó
hacia atrás sin sentido.

401
CAPITULO XXXII
Toda la nobleza de su
naturaleza se había
despertado para resistir
aquella feroz y terrible
tentación que se levantaba
ante ella en el momento de
su mayor debilidad. ¡Ser su
esclava! Lo sabía ahora
como nunca lo había
sabido; sabía que le amaba.
402
¡Ella, que había
interpretado a Horacio y a
Otto los más altos
misterios! ¡Ella, que había
abrasado su alma ante el
altar! Sí, así era.
Completamente purificada,
limpia de toda cualidad
grosera y, sin embargo,
sujeta al amor.
¡Qué tentación aquella
403
tan repentinamente
suscitada, cuando
acababa casi de volverse
loca con sus desesperados
esfuerzos! ¡Qué confusión
de sentimientos se
levantaba
impetuosamente en ella!
Aquello era insoportable.
Tenía el poder y el valor
de desecharlo antes de
404
que sucumbiera a la
emoción producida.
Cuando de nuevo despertó
fue para darse cuenta
repentina de todo aquello.
Al despertarse sufrió una
sensación desconocida
para ella mientras había
sido Fleta, la fuerte. Sintió
la aguda punzada de su
corazón torturado. ¡Y
405
cuán horrible era en
aquel momento del
despertar!
Durante el sueño había
recobrado alguna fuerza.
No tenía idea del tiempo
que había transcurrido.
Despertó para

406
experimentar un torbellino
tal de sensaciones como
nunca las experimentara en
su extraña existencia. Hasta
entonces había sido capaz
de sostenerse por encima
de sus emociones;
consciente de ellas, pero
aparte de ellas. Ahora
parecía que estaba
pasando de una vez toda
407
una larga prueba.
–Soy todavía mujer,
después de todo –se dijo
fatigada–.
Luego se incorporo y miró
a su alrededor.
Mientras dormía, el
cuarto había nuevamente
tomado aspecto doméstico.
El fuego ardía y la bandeja
de plata estaba de nuevo
preparada. Una sensación
408
de agotamiento se había
apoderado de ella. Se
levantó y reparó sus
fuerzas, sin dejar de pasear
mientras lo hacia
inquietamente de uno a
otro extremo de la estancia.
No era aquella la tranquila
y poderosa Fleta que había
conquistado y ganado
tantos extraños combates.
409
En las anteriores batallas
había peleado contra las
pasiones ajenas; ahora
combatía consigo misma.
Paseaba de uno a otro
lado con las manos
cruzadas a la espalda,
hasta que su largo vestido
formo una senda en las
secas hojas.

410
Al volverse desde la
ventana vio que la puerta
estaba abierta y que Iván
en persona entraba en la
estancia, se paraba y la
miraba intensamente.

411
–La fiera dentro de vos
es fuerte –dijo él–. No
necesito tentarla. Sabed
que creo innecesario
practicar con vos las
pruebas de que hicisteis
uso con Horacio Estanol,
de otro modo hubiera
enviado a mi sombra a
burlaros y tentaros. Mas es
innecesario. Vuestra
412
imaginación es lo
suficientemente poderosa
para traer ante vos todas
las tentaciones posibles…
¿Para qué molestaros con
imágenes?
Fleta no contestó,
aunque él se detuvo.
Miraba silenciosamente
ante ella como si algo
atrajera su atención.
413
–¿Veis vuestra propia
imagen? –dijo él sonriendo
ligeramente al observar
aquella expresión. Pues
tened cuidado. Estáis
creando un ser con el cual
tendréis que luchar. No
dejéis que se haga
demasiado fuerte o llegará
un día en el que tendréis
que probar contra él
414
vuestra fuerza y quizás
sucumbáis en la batalla.
¿Os agrada? ¿Os place? No
hace sino reflejar vuestros
propios pensamientos.
Rehusasteis escucharlos,
pero fueron tan fuertes que
pudieron crear esa imagen
de mujer apasionada que
me sigue y molesta por
donde voy. Sed, pues,
415
fuerte; atreveos,
desterradla de vos como
desterrasteis a Edina.
Fleta se irguió hasta el
punto de parecer elevarse
sobre su talla; levantó sus
manos con un ademán
imperioso. Un

416
momento después
retrocedió un paso,
pareciendo encogerse
repentinamente,
encorvarse como si una
repentina vejez hubiera
caído sobre ella.
–Está bien –dijo Iván–,
habéis destruido esa
creación. Ahora os es más
fácil trabajar. Animaos y
417
escuchadme.
¿Sabéis quién os ha
servido y guardado aquí?
Habéis sido visitada,
seguida, por una gentil
forma de los elementos
aéreos, que una vez tan
sólo fue servidora de mi
madre. Sabia que
necesitabais un amigo y
se os acercó en esta
418
forma. Puede decirse que
ha guardado este sitio
para vos y para vuestro
trabajo.
–¿Luego estaba previsto?
–preguntó Fleta.
–Ciertamente; este lugar
está lleno de los elementos
que necesitáis y os han
sido conservados. Pero el
servicio ha concluido. El
419
pobre espectro –como dice
la gente vulgar–, ha vivido
lo suficiente para vuestro
uso en tan anormal forma.
Despertaos, animaos, pues
tenéis que ser desde ahora
el único guardián de
vuestro destino. De lo
contrario tendríais que
despreciar este esfuerzo.
–Estoy preparada para
420
avanzar siempre, cueste
lo que cueste.
–Sea así. Pero antes he de
referiros una historia.
Escuchad.

421
Fue al hogar y se apoyó
contra el mármol de la
chimenea. Fleta
permaneció de pie como
había estado desde su
entrada, pero ya no
miraba vagamente ante
ella sino que fijaba su
mirada en Iván.
–Mis antecesores –
comenzó a decir– vinieron
422
a este país con un ejército
de conquistadores, pero
vinieron a salvar la tierra
e implantar en ella una
semilla que la redimiera de
su desdichado futuro.
Escuchad, Fleta, tenéis
que acordaros de esto. Hay
un viento que sopla a
través de Inglaterra,
trayendo con él una masa
423
entera de seres invisibles
que se asientan en la tierra
y después se extienden
oscureciendo la atmósfera
psíquica y moral. Son ellos
los que la hacen tan grande
aunque es tan pequeña;
son ellos los que traen a
ella poder y riqueza. Pero
obscurecen el cielo. Son
como los pensamientos de
424
los hombres que, cuando se
concentran demasiado
intensamente sobre una
forma de vida, crean un
velo mental que les oculta
la concepción de otras
formas más amplias y más
grandes. De hecho, tales
seres son poco más que
esos pensamientos
individualizados y hechos
425
poderosos. Hay en el
globo un espacio en el que
viven con gran poder,
siendo siempre guiados
por los hombres que
habitan en ese espacio del
globo y que continúan, siglo
tras siglo, viviendo dentro
del horizonte del
materialismo. Sin
embargo, hay un poder
426
opuesto al suyo.

427
A través de la historia y
antes de ella, ha habido
una vida profunda al lado
de esta vida obscura y el
conocimiento de los hechos
oscuros y grandes de la
existencia, han
encontrado aquí una
estrecha aunque
permanente habitación. Hay
lugares en Inglaterra que
390
cuando un ocultista pasa
su mirada sobre ellos,
resplandecen como llamas.
Son los centros antiguos de
esta vida interna. Londres,
Birmingham, Manchester
están señalados en los
mapas y en la mente de los
hombres; se llega a ellos
por los ferrocarriles; pero
hay otro camino brillante
390
que atraviesa
oblicuamente la isla y que
sólo es perceptible al
vidente y los puntos de este
camino tienen siempre
encendida la luz astral.
Este castillo es uno de
ellos. Este cuarto ha sido
absolutamente preservado y
jamás penetró la obscuridad
en él, hasta anoche en que
390
vos en vuestra lucha con
vos misma la dejasteis
entrar. Aquí hay una
atmósfera purificada. Yo
he venido a este país a
cumplir uno de los
deberes de mi vida. Tengo
que hacer que esta
atmósfera despierte,
haciéndola viviente de
nuevo. Cuando se haya
390
hecho, habrá que hacerlo
en otros puntos en el
camino. Esto ha de
hacerse ahora o el camino
se debilitaría y el poder
palidecería, y en la
próxima generación sería
más difícil de encontrar.
En esta obra necesito
vuestra ayuda.

390
Fleta no contestó. No le
parecía posible o
necesaria contestación
alguna.
Había experimentado
un confuso y amargo
choque mientras él
hablaba. Había reconocido
inmediatamente que
formaba parte de una
gran obra y, aunque
391
apenas podía comprender
su carácter, la aceptaba
sin queja ni aún en su
corazón.
Pero ahora en el silencio
que siguió a aquellas
palabras y en el que
permaneció Iván durante
algún tiempo, comenzó a
darse cuenta de lo que era
aquella pena que tan
392
agudamente la hería.
Ella, que tan largo tiempo
había vivido para otros,
que tan completamente se
había sacrificado por su
salvación, ansiaba para ella
alguna ayuda, alguna ayuda
personal, alguna palabra
animosa. En vez de esto se
le daba una obra más
impersonal que ninguna
393
de las que había llevado a
cabo.
Una amarga sensación de
la inutilidad y
desesperanza de la vida se
apodero de ella. ¿De qué
servía la ayuda dada a la
muchedumbre de los
hombres, si después de
todo, las personas que
componían esta
394
muchedumbre no iban a
tener en verdad una suma
mayor de dicha? Esta
pregunta llegó a
posesionarse

395
de su mente hasta
dominarla. Fleta
permanecía triste con sus
ojos fijos en el suelo.
Un impulso, sin
embargo, pareció hacerla
levantar repentinamente
la mirada. Entonces vio a
su lado un ser, ni hombre
ni mujer, aunque de
humana forma, cuyos
396
salvajes ojos ardientes en
pasión estaban fijos en
ella… Aquellos ojos
parecían expresar con su
mirada el pensamiento
que los animaba… Un
momento después la forma
había desaparecido, una
obscura nube que había
en la estancia
desapareció también.
397
Iván, tranquilamente
ante Fleta, permanecía
contemplándola
gravemente.
–Ese es uno de los seres
de los que quiero libertar a
la raza de los hombres –
dijo–, y poco después se
alejó del cuarto.
Triste y cansada, Fleta

398
se echó sobre las pieles
que formaban su lecho y
cerrando los ojos trató de
descansar. Pero
inmediatamente aquella
creación que había visto
volvió a ella y apareció más
vivida y real que antes.
Pero su forma había
cambiado, o mejor aún:
estaba gradualmente
399
cambiando. Aquel cambio
era como una horrible
pesadilla, pues Fleta
comprendía que eran su
pensamiento y emoción
contenidos los que
formaban en aquel
momento semejante figura.
Era Iván quien estaba ante
ella

400
después de unos cuantos
segundos sin la dureza de
su rostro y rodeado de una
luz ideal.
Se acercó a ella y Fleta le
observó con una
fascinación que parecía
sujetarla con cadenas de
hierro…
–Porque trabajéis para

401
la humanidad no hay
razón de sacrificar vuestra
felicidad –dijo él, con un
acento suave como jamás
oyera de sus labios–.
Reclamar vuestra
atención absoluta para la
obra, es cierto, pero no
olvidéis que estaréis
asociada conmigo a través
de toda ella. El orden y ley
402
de vida han decretado esto.
No hemos buscado el placer
para nosotros mismos. Ha
venido a nosotros. ¿Por
qué no tomarlo, sin
preguntar, como las flores
reciben la luz del sol? Se
acercó un paso más a
Fleta; pero aquel paso
pareció romper el encanto
que la dominaba; aquello
403
era más de lo que podía
soportar y con extraño
grito se levantó
exclamando:
–¡Idos, Idos, demonio!
¡Soy más fuerte que vos
por sutil que seáis!

404
CAPITULO XXXIII
¡Cuán oscuro, cuán triste,
tranquilo y reposado!
Fleta pareció despertar
llegando a este
conocimiento. Todo fuego,
toda vida y esperanza
parecían haber
abandonado el mundo.
¿Por qué? Esto era lo que
se preguntaba en su
405
despertar. Pero antes de
intentar responder a
semejante pregunta, otra
más extraña se le
aparecía: ¿de qué era de lo
que había despertado? No
había sido un sueño. ¿Qué
especie de inconsciencia
había sido?
Un momento después
llegaba al pleno
406
conocimiento de aquellas
dudas.
Estaba como quien
hubiera visto de repente
la muerte y hubiera sido
privada por ella de la única
creación amada. Este y no
otro era el significado de
su inexplicable pena.
Miró hacia atrás y se vio

407
a sí misma –¿cuánto
tiempo hacía?, no podría
decirlo–, desterrando de
ella al ser que tan
tiernamente había amado
y desterrándole de
manera tan decisiva que
quedaba de hecho muerto
para ella. Le deseaba
ahora como maestro, no
como adorador ni aún
408
como amigo.
Muchas veces había
hablado de aquel acto de
renuncia como sucede con
todo acto grande de la vida,
no había tenido

409
idea de la realidad y
angustia del hecho hasta
que no lo tuvo ante ella.
Le parecía como si le
arrancaran las fibras de
su corazón. La pena
seguía, más bien, crecía
en intensidad. A través de
las edades, había estado
obrando y sufriendo sola,
mas hasta entonces no
410
había hecho frente a aquel
terrible y postrero
aislamiento del ocultista;
nunca había permanecido
sin amor hacia algún ser
humano. Su corazón se
había inclinado siempre
hacia alguien más débil
que ella. Ahora no podía
inclinarse hacia nada. Había
destruido la última imagen,
411
el último ídolo. Había dado
un golpe de muerte al
poder de su imaginación
en connivencia con Iván,
y ahora que había llegado
a la sabiduría, al mirar
hacia atrás, veía como
durante años de su vida
aquella figura creada por
su imaginación había
permanecido a su lado.
412
Nunca lo había
reconocido
conscientemente como
ahora, en el momento en
que su naturaleza más
fuerte y hermosa había
tomado tan repentina
iniciativa dándole
muerte.
Ciertamente había
desaparecido. Estaba
413
completamente sola aun
en el pensamiento.
El dolor causado por
aquel estado tenía su
origen en la tristeza, en la
oscuridad, en el vacío. Con
un esfuerzo pensó en Iván,
mas aquel pensamiento era
de cansancio. Su imagen no
la producía el entusiasmo,
la fe y el ansia de antes.
414
–¿Qué la obligaba ya a
vivir? Nada. Esto se
repetía a sí misma echada
fatigosamente sobre su
extraño lecho de hojas y de
pieles, mirando
tristemente alrededor del
original y desolado
cuarto. Sus ojos se
cerraron faltos de
atención…
415
Pero de pronto se levantó.
¡Oh, no! Ningún espectro,
nada, ninguna prueba
había impresionado su
alma como aquello…
¿Era posible continuar
viviendo así, sin interés, sin
efectos, sin objeto, sin
corazón? ¡No! Ningún
horror era comparable a
este. Se sobrecogía –
416
Fleta, la poderosa, la
confiada– se sobrecogía
ante la perspectiva de
aquel vacío. Aquello no
podía ser posible y, sin
embargo, no había
alternativa para ella. El
suicidio no le ofrecía
aliciente alguno. Sabía que
había avanzado mucho
para encontrar olvido en
417
alguna parte. La muerte no
haría sino llevar con ella su
recuerdo y despertarla de
nuevo como se despierta
al dolor de alguna
enfermedad después de
dormir. ¡Se vio caminando
a través de eones sin fin,
sola, desesperanzada, sin
corazón, sin horizontes!
¿Qué había que esperar?
418
¿A quién amar? ¡Nadie!
¡Nada! Estas eran sus
respuestas, las respuestas
de su propia alma, las que
encontraba en ella misma.
No deseaba hacérselas a
nadie, ni aún a Iván, pues
no imaginaba que pudiera
éste aportarle consuelo
alguno. ¡Pobre Fleta!
gustaba ahora de la
419
amargura del fracaso y de
la desesperación. ¡Sin
embargo, necesita

420
consuelo! Todo su ser lo
anhelaba. ¡Oh, qué desierto
tan árido y tan intolerable
era su vida! Los momentos
eran tristes y tan llenos de
pena, que cada uno de ellos
le parecía una eternidad.
Anegada en angustia
comenzó a vagar con una
especie de locura.
¿Cuánto tiempo hacia que
421
había sufrido de aquel
modo? ¿Acaso desde aquel
lejano y floreciente tiempo
en que vivía bajo los
salvajes árboles? ¿No
estaba tan ciega y llena de
deseo ahora como
entonces? ¿Luego haba sido
inútil tan largo y terrible
noviciado? ¿Perdido?
Ante tal pensamiento se
422
detuvo llena de pasión y
con las manos rígidas y
unidas. Si así era no había
en verdad elección. La
locura había de ser su
reino. Todos sabemos la
angustia, la ansiedad y la
desesperación que trae
consigo la pérdida de los
instantes de la vida. Para
todos ha de llegar el
423
dominante dolor, el
supremo momento en el
cual el amor personal es
arrancado para siempre
del alma. Fleta estaba
ciega, el muro que tenía
ante su vista no presentaba
abertura alguna. Pero no
era ignorante; conocía la
prueba por que atravesaba.
¡Y aquel conocimiento
424
parecía añadir más
intensidad a su dolor!
Sabía que si no podía
soportarla habría de
retroceder a la oscuridad
vacía de la vida ordinaria,
sin objeto. Sabía que en
la puerta de la iniciación
no cabía detenerse…
¡Había que entrar o
retroceder!
425
Volvió sus pensamientos
a Horacio Estanol. ¿No
podía haber vivido por él
en esta sola vida?
¡Imposible! Se hubiera
cansado en una hora de la
esclavitud del amor y ni
aún hubiera podido
proporcionarle felicidad
alguna tan
inconmensurable era la
426
distancia entre ellos. ¿A
qué, pues mirar hacia
atrás, sabiendo esto?
¿Otto? No, aún menos.
Entonces su mente volvió
al pensamiento de Iván y
las palabras de Etrenella
acudieron a su memoria.
«Tendréis que ir a la
puerta del Infierno a
encontrarle».
427
¡Ciertamente allí se
encontraba ahora! Mas,
¡qué absurdo suponer que
ella pudiera tener poder
para salvarle o que él
pudiera amarla un
instante excepto como a
una discípula! Más, ¿qué
figura era aquella que la
había molestado con sus
tentaciones? ¿No era la
428
del mismo Iván? ¡Oh! No.
Acaso no era más que un
fantasma, creado por su
propia pasión. ¡En este
sentido podía ser
verdadero todo cuanto
Etrenella había dicho!
Aquel infierno abierto
ahora ante Fleta podía ser
tan fantástico como la
aparecida imagen de
429
Iván.
Fleta reconoció la
misteriosa voz del invisible
visitante que había venido
dos veces a auxiliaría en
sus más amargos
momentos. Sin moverse,
sin mirar a su alrededor,
contestó:

430
–¿Pero cómo voy a salvar
el alma de mi maestro?
Seguramente aquello debió
ser falso.
–Poneos vuestro manto y
seguidme a donde yo os
guíe –fue la respuesta.
Fleta obedeció. Su manto
yacía en el sitio donde lo
dejara cuando se creyó
prisionera. Siguió a su

431
guía. ¡A su guía invisible!
Estaba confusa y
trastornada. Un momento
después había recobrado su
conocimiento. Sabía que
debía obedecer
simplemente su instinto.
Atravesó la estancia
saliendo a la escalera
cuya puerta estaba
abierta. Poco después se
432
encontraba al aire libre.
Una nueva perplejidad
se apoderó de ella. ¿Qué
camino tomaría? Se
concentró y continuó
guiada por su instinto…
Moría la tarde. Miró al
mar, miró las estrellas.
¡Cuán pocos saben la
profunda desolación que
hay en las bellezas de la
433
naturaleza para aquellos
que sufren
verdaderamente!
Fleta camino apresurada,
llevada por su intuición y
con la voluntad empleada
en acallar la mente. Así
era como había encontrado
a Iván en aquel país para
ella desconocido. Tenía que
encontrarle ahora del
434
mismo modo, lo que no
dejaba de ser difícil
teniendo su alma llena de
rebeldía… Pocos
momentos después estaba
ante la puerta de la casita
de Iván.

435
Entró sin vacilar, pues la
puerta estaba abierta, y se
detuvo en el umbral
admirada de la escena que
tenía ante ella. Parecía
estar llena de gente, tan
reales parecían las
figuras que adornaban los
tapices. Iván estaba sentado
ante una gran mesa sobre la
que tenía un amplio mapa
436
extendido. El conocimiento
oculto de Fleta, no perdido
por completo, despertó
plenamente en aquella
encantada atmósfera. Iván
permaneció durante algún
tiempo estudiando el
abierto mapa y luego
observó las figuras de la
pared. Estas cambiaban
alguna vez de aspecto y
437
Fleta comprendió que
eran para él lo que el
maniquí en su laboratorio.
Pero ella no había tenido
poder sino para dominar
una sola figura mientras
que Iván hacia sentir su
influencia sobre un gran
número de personas por
el mismo procedimiento…
Las figuras tomaban
438
aspectos de reyes,
príncipes, emperadores
diplomáticos, políticos. El
destino de Europa, el del
mundo civilizado, parecía
estar en manos de aquel
hombre o más bien en su
pensamiento. Fleta,
mirando de las paredes al
mapa vio que el punto
central en el drama que se
439
representaba era aquel
monasterio de los bosques
de su padre. Este
monasterio se prolongaba
poderoso, oculto y para que
esto pudiera suceder, una
guerra devastaba países
enteros. Aquel espectáculo,
tan claramente visible,
llenó su alma de

440
compasión y la hizo
prorrumpir en un
angustioso grito. Iván se
volvió y la miró.
–¡Oh, tened piedad! –dijo
ella–. ¿Qué importa el
destino de nuestra Orden
comparado con el de estos
míseros, con el de estas
masas de humanidad que
sólo en la humanidad
441
tienen vida?
Una tenue sonrisa de
extraordinaria dulzura
brilló en el rostro de Iván.
–Hija mía –dijo–,
entended que la Orden
existe sobre la tierra y en
forma humana
simplemente para el
beneficio de esas masas de

442
humanidad, para salvarlas
de una oscuridad y
desesperanza peor que el
infierno. Está bien que den
sus vidas por preservar la
existencia de la Orden,
generación tras
generación. ¿No es así?
–Sí –contestó
violentándose Fleta–. ¡Pero
es terrible ver estos
443
sufrimientos, estos
corazones destrozados
estos hogares desolados!
¡Tened piedad, maestro!
–¿Está ahora vacío
vuestro corazón? –
preguntó Iván.
–¡No! –exclamó ella
absorta en sus
pensamientos–. No puede
estarlo hasta que no haya
444
ayudado a esa gente. ¡Oh
maestro, dejadme que las
ayude! ¡Mostradme cómo!

445
–Seguid mi senda –
contestó Iván–. Es la única.
Ayudad sus almas, no sus
cuerpos. Apartad a un lado
la ilusión que ahora tenéis
ante vos, la idea que os
hace verme como un ser
sin corazón, porque mí
vista y ciencia llega más
allá que el vuestro y calcula
a través de mayores
446
distancias de tiempo.
Apartad a un lado esa
ilusión como habéis
apartado otras y tratad de
estar a mí lado. Trabajad
por el espíritu de la
humanidad, no para el
placer de sus miembros
individuales y os
encontraréis formando
parte de aquel espíritu y
447
por lo tanto nunca más sola
o sin amor. ¿No es así?
–Sí –respondió ella con
lentitud. A medida que
hablaba, vio que había
alguien en el cuarto
además de Iván y de ella.
Se estremeció al verlos,
pues sus pálidos rostros
sin pasión, indicaban a
los Hermanos de la
448
Blanca Estrella ¡Eran
hermosos!
–Mañana por la noche –
dijo Iván–, entraréis en el
vestíbulo de la Sabiduría.
Habéis obtenido el derecho
y el poder. Volved a
vuestro retiro y
reflexionad. Id en paz.
Fleta abandonó la

449
estancia y volvió
lentamente a recorrer sus
pasos. ¡Cuán cerca le
parecían ahora las
estrellas! ¡Cuán suave el
rumor del mar!

450
CAPITULO XXXIV
Fue aquella para Fleta
una noche de paz, como no
la había experimentado
hacía mucho tiempo. Se
acosté sobre la piel de tigre
en la esquina de la
estancia encantada, sitio
en el que ningún hombre
del país hubiera entrado
solo por nada del mundo y
451
se durmió como un niño
rendido.
Cuando despertó
amanecía y una tenue luz
penetraba en la estancia.
Una profunda sensación
de ternura y de
confraternidad inundaba el
corazón de Fleta. ¡Qué cosa
tan maravillosa la vida
cuando esta llena de un
452
amor semejante! Ella
misma, asombrada,
interrogaba la causa de su
alegría. Inmediatamente
comenzó a ver
innumerables rostros
humanos, alumbrados
apenas por la luz de la
aurora y moviéndose
lentamente hacia la luz del
día. Procesiones de
453
hombres y mujeres pasaban
por su imaginación.
Trabajadores de todas
clases, oscuros mendigos,
reyes, consejeros, todos
pasaban; los primeros
repetidos, duplicados, sin
variación perceptible.
Aquellos parecidos y
aquella hormigueante
muchedumbre, atraía,
454
fascinaba y exaltaba su
corazón con un nuevo y
hasta entonces
desconocido sentimiento.
Ante su visión interna
desfilaban multitud de
escenas y su vista lo
penetrada todo. Veía
casas en las que dormían
niños,

455
muchachas que
madrugaban y que con los
ojos llenos de sueño
comenzaban el nuevo día,
igual al anterior;
hombres despertados a
los primeros signos del
día caminando en
bandadas para emprender
rudos trabajos propios de
bestias y sin embargo,
456
felices; trabajadores que
descendían a las minas
entre las salamandras,
desconocedores de la
alegría del sol y de las
inspiraciones del espíritu;
innumerables empleados
en las oficinas de todo el
mundo, atareados con la
producción y el dinero;
empleados sin ambición,
457
astutos y, sin embargo, sin
ciencia en sus adormecidos
espíritus; mujeres viviendo
en las calles de las
ciudades y en las
innumerables casas que
comercian con el vicio;
mujeres aún más parecidas
entre sí que los hombres
de las ciudades, mujeres
de tres o cuatro tipos
458
mezcladas a millares, tan
semejantes entre sí como
los granos de una misma
plantación; hombres y
mujeres con riqueza, con
dinero, que no trabajan
sino para buscar placeres
y diversiones… ¡Oh,
aquel rugiente mar de la
vida humana, cuán grande
y gigante fuerza seria una
459
vez despertado, una vez
inteligente, impersonal,
unido, conocedor de su
propia dignidad y
significación espiritual!
¡Lo veo! ¡Lo veo! –
exclamó Fleta–. Veo
vuestro poder, vuestras
posibilidades.
¡Oh, raza humana de la
que no soy sino un
460
fragmento tan pequeño,
deja que te hable, que te
levante, que te ayude, que

461
trabaje por ti! Diciendo esto
se levantó rápidamente y
llena de nueva energía. El
día había ya comenzado
y, como él, comenzaría su
obra. No sabía cuál iba a
ser su obra, pero sin
embargo estaba preparada
para ella. Toda fatiga la
había al parecer
abandonado.
462
Fue al cuarto inmediato
y penetró en el baño
donde se tonificó con el
agua fría. Su juventud
había vuelto, más ya no la
perdería, pues la raza
humana era siempre joven
lo mismo que vieja. Este
era el pensamiento que la
regocijaba. ¿Qué podía en
efecto importarle ser
463
joven o vieja, bella o no
bella, cuando todo esto no
eran sino aspectos de la
vida humana, fuerzas de
la naturaleza? Con esta
indiferencia o mejor, con
esta posibilidad más
amplia de satisfacción,
una nueva expresión
nació en su rostro, una
expresión que no era ni de
464
juventud, ni de belleza, ni
de edad, sino algo
indefinible, pero más
permanente que todo
esto.
–Está bien –se dijo–. No
necesito más ser maga, ni
tomarme el trabajo de
hacer milagros sobre mi
misma, o sobre otros.
¿Qué importa que sea
465
débil? Permaneceré en la
gran corriente de la vida, y
la debilidad podrá ser
ennoblecida como la fuerza.
Al moverse para salir del
cuarto se vio
inesperadamente ante un
espejo. Se detuvo un
instante con las cejas
fruncidas;

466
apenas se reconocía… ¡Oh
cuán cambiado estaba su
rostro! Su brillantez había
desaparecido y en su
lugar había una expresión
hierática como la de las
estatuas egipcias. Sus ojos
se dirigieron hacia abajo
después de una intensa
mirada sobre sí misma y
sobre su traje. Ahora se
467
daba cuenta de todo lo
grande de la prueba por la
que había pasado ¡Cuán
lejos de ella misma se había
retirado en aquellas últimas
horas! Ni aún recordaba por
quién llevaba aquel vestido
negro. Recuerdos confusos
de diferentes vidas
pasaron ante ella… ¿Quién
era ahora? ¿Qué pena era
468
aquella que había
transformado su razón y
destruido su memoria? A
medida que miraba y
pensaba, sus ojos se fijaron
en su inútil y desfigurado
brazo. El recuerdo de la
batalla en la que recibiera
su herida, vino a ella
repentinamente.
–¡Soy Fleta! –exclamó–.
469
Me recuerdo a mí misma
ahora y conmigo recuerdo
las negras tragedias a
través de las cuales he
vivido.

470
CAPITULO XXXV
Fleta salió del castillo y
atravesó el prado que
conducía al Paseo de la
Señora, donde había
encontrado a Iván a su
llegada. Estaba ahora
desierto y el sol lo hacía
agradable. Fleta paseó por
él lentamente durante
algún tiempo
471
reflexionando.
–¿De qué sirve pensar?
–preguntó de repente–
¿He aprendido y realizado
algo en mi vida por el
pensamiento? No, tengo
que buscar algo más alto
que me guíe.
Abandonó el paseo y
descendió por un tramo de

472
escaleras talladas en la
roca que la llevaron a
orillas del mar.
¡Oh qué encanto mágico
el de aquella mañana con
su frescura y su dulce y
clara luz! El corazón de
Fleta palpitaba como el de
un niño ante el
espectáculo del mar. En la
misma orilla de las olas
473
distraída con sus
movimientos se olvidó de
toda ansiedad y de todo
cuidado propio y ajeno.
Poco después, levantando
la vista, pudo observar que
alguien paseaba sobre la
roca. Era una figura
extraña, negra, que
contrastaba raramente
con la luz del sol. Un
474
momento después
reconoció al Padre Amyot,
vistiendo su traje de monje.
Era muy natural que
estuviese allí estando
también Iván.
–¡Mi pobre servidor! –se
dijo– ¡Le había olvidado!

475
Subió los escalones de la
roca y cuando llegó arriba
buscó al Padre Amyot, al
que no pudo descubrir en
un principio, aunque no
tardó en divisarle sentado
en el banco que estaba
frente al mar. Se dirigió
hacia él rápidamente y se
sentó a su lado. El Padre
Amyot no reparó en ella.
476
–Habladme, Amyot –dijo
entonces Fleta
afectuosamente.
Amyot levantó su
cabeza y volvió su
demacrado rostro hacia
ella.
–¿Qué diré? –contestó.
–¿No tenéis para mi una
palabra de saludo?
–Ninguna. No os conozco
ya. Habéis entrado
477
mientras yo continúo
fuera.
–Aún no he entrado –
replicó Fleta–. Tengo que
pedir entrada. Se me dijo
que tenía que traer dos
almas conmigo una en
cada mano. He
comprendido que eso no
podía ser, que tal ilusión
era sólo un ardid por el cual
478
me sujetaba. Sin embargo,
¿he de entrar
completamente sola?
Debíais tomar vuestro sitio
a mi derecha; un hijo de la
Hermandad salvado por su
propia ciencia, por su
propio sentido de verdad.
–No –contestó Amyot–,
no puede ser. Estoy
cansado. No quiero entrar.
479
He servido a la Hermandad
bien, pero no puedo

480
hacer una última
concesión; la esencia de mi
alma al ser que soy yo. No,
no puedo, Fleta, sois a mi
lado un niño en las cosas
del mundo. Sin embargo,
yo he sido vuestro
servidor y soy ahora más
que eso. Soy demasiado
fuerte para salir vencedor
en ese esfuerzo.
481
–¡Demasiado fuerte! –
exclamó Fleta.
–Nada más cierto –
contestó con frialdad
Amyot–. Estoy tan asido a
este mundo, tan
fuertemente compuesto
de sus elementos, que no
puedo ser separado de él
sin pasar por una
insoportable agonía, peor
482
que cualquier otro género
de muerte. He hecho todo
lo que el hombre puede
hacer. Cuando vi que con
ninguna otra ayuda podía
forzarme a mí mismo a
seguir las leyes
necesarias de la vida, ni a
adquirir la concentración
necesaria, me ofrecí al
servicio de la religión. He
483
sido un servidor sincero. Yo
que estoy perdido, he
salvado innumerables
almas, he hecho en el
mundo la obra de la
Hermandad. Yo que he
hecho esto, soy devorado
por el mundo. Sí, es inútil.
Esta vida en la cual he
tratado de expiar mis
culpas, en la que he vivido
484
sin pecado, me ha
aportado sufrimientos
tan sólo. Pero la
oscuridad del pasado está
todavía en mí; no puedo
escaparme de ella ¿Sabéis
por qué vais a entrar esta
noche?

485
–No –contestó Fleta, algo
sorprendida por la
inesperada pregunta.
–Es la aurora del año; la
luna llena de esa aurora.
Es el séptimo año de siete
años, el vigésimo séptimo
de veintisiete.
¿Sabéis qué edad tenéis?
Fleta se levantó de repente
y se alejó por la senda sin
410
contestarle.
Encontró al marcharse a
Iván, que empezó a
hablarle. Había algo en su
rostro que la llenaba de
temor y la hacía estar en
silencio, algo tan fuerte y
poderoso que estuvo
temblando al esperar el
ejercicio de aquella fuerza
que reconocía en él.
410
–Amyot no se engaña –
dijo Iván–, pero no os toca
escucharle. No sois vos
quien puede ayudarle a
entrar entre los iniciados.
¡Vos! ¿Cómo habéis
llevado a cabo vuestra
misión? Después de edades
de degradación, en las que
habéis cedido vuestra alma
por poderes mágicos, no
410
sois más fuerte para
ayudar a otros que cuando
por vez primera vinisteis
a este mundo como un ser
ignorante y salvaje. Sois
fuerte, Fleta; pero como
Amyot, sois demasiado
fuerte. Pero él es un
escogido y permanecerá
guardado y cuidado, porque
no desea poder para sus
410
propios usos, sino para
ayudar a otros. Y vos, que
habéis tenido contacto con
la elevada Orden de la
Blanca Estrella, esa
Hermandad que vive
para la humanidad, os

410
habéis portado tan
imperiosamente que no
habéis querido hacer bien,
excepto haciendo daño…
¿No es así? ¿No habéis, a
través de innumerables
vidas, evaluado vuestro
poder sobre Horacio
Estanol tan altamente
que no podíais ceder ese
poder? ¿No adquiristeis
411
belleza y encantos para
poder leer amor en sus
ojos? Cansada como
estabas de él y de su
debilidad, ¿no le
encontrasteis a pesar de
eso para sentir el placer
de su amor hacia vos? ¡Y
eso mucho después de que
os fuese posible amar a
criatura alguna, cuando
412
había yo purificado
completamente vuestra
alma de la pasión! ¡Oh
Fleta! ¡Esa ansia por el
ejercicio del poder es en
verdad vuestra
destrucción! ¿Por qué no
acudisteis a la Blanca
Hermandad para salvar a
Otto, en vez de intentarlo
hacer vos misma sola?
413
Fuisteis rechazada a
vuestros antiguos ritos
mágicos que practicabais
en los oscuros días cuando
Etrenella y vos trabajabais
juntas. ¡Encantadora¡
¡Bruja! ¿Creéis que
ayudasteis a Otto en su
salvación? ¿Creéis que
usando formas tan
destructivas y groseras
414
de poder podíais ayudar a
su espíritu divino a
libertarse? No ha sido así.
Despertaos de esas
ilusiones. Sois una mujer,
y no podéis escapar del
amor de poder y de
placeres, esas leyes que
gobiernan la vida del sexo.
Ya no amáis, pero ¿estáis
algo mejor porque ya no
415
amáis más como las otras
mujeres? No es así;
habéis trasladado las

416
emociones del sexo a un
plano más elevado y habéis,
por tanto, pecado más
hondamente que si los
hubierais dejado en el
simple plano de la
naturaleza ordinaria
humana. ¿Por qué estáis
libre de las pasiones
ordinarias que afectan a
los hombres y a las
417
mujeres, es algo mejor
desear dominar,
encantar, fascinar y
dirigir? Vos, que tenéis
en vos la posibilidad
divina, el vigor y fuerza
necesarios al ocultista, ¿es
posible que no sepáis ya
en qué fango estáis aún
metida? Levantaos;
mirad al conocimiento
418
divino, fijad vuestra
atención en esa visión de
humanidad que os he
dado, no pensad en una o
en algunas personas, sino
en todas; olvidad que sois
una mujer con poder de
encantar; olvidad que sois
una mujer con poder de
dirigir. Sabéis que la
brujería está en el mismo
419
orden que la pasión del
sexo; es interesada, desea
adquirir, intensificar todo
lo que es personal. Sabéis
esto, pues de mí lo habéis
aprendido ya en otras
edades, lo sabíais. Sin
embargo, os habéis dejado
llevar locamente de vuestra
pasión, en su forma más
noble, rechazando
420
comprender que con
elevarla solamente no
cambiabais su carácter.
Horacio Estanol será capaz
de aprender la lección
que vos no habéis aún
aprendido, a causa de la
cruel herida que le habéis
inferido, cuando le
arrojasteis de vuestro
lado. No amará más, no
421
deseará más poseer. Es
libre. Ha vivido a través
de las

422
experiencias del sexo; la
flor ha caído. Ya no hay
más ilusión en él, pues
matasteis su posibilidad en
su alma por vuestros
descorazonadores actos.
Aquello pasó. Pero ha
encontrado el fruto. Su
alma se ha disuelto
dentro de él; es blanda,
completamente tierna,
423
capaz de todo desinterés.
Cuando menos los
sospechabais le disteis su
salvación. Ya no puede
sufrir más a vuestras
manos. La esclavitud bajo
la que cayó hace muchas
edades, cuando os amó
por primera vez y le
mostrasteis vos el poder
feroz que poseíais, se
424
acabó. Ha sido vuestro
esclavo, atormentado y
enloquecido; pero está
abriendo su alma al
divino poder, y se
encontrará, cuando nazca
de nuevo para renovar sus
esfuerzas, calmado, fuerte,
ya no más apasionado, ya
no más hombre; un ser
puro, imparcial,
425
desinteresado, todo amor
pronto a su servicio… ¿Y
vos? Amyot os ha dicho
que este es un día
memorable en vuestra
vida. Hoy habéis de
aprender la verdad, y
arrancar de una vez las
cataratas de vuestros
ojos.
Fleta tembló, se
426
estremeció, y retrocedió un
paso… ¿Qué cataratas
quedaban aún por
arrancar? ¿Le había
quedado algo más que
perder? No pronunció una
palabra, pues Iván seguía
hablando.
–No os dije que esta
noche estaríais en el
vestíbulo del saber? Es
427
verdad; pero sólo después
que hayáis llenado ciertas

428
condiciones. Las llenaréis,
lo sé. ¿Si no tuvierais
dentro de vos el poder de
hacer esto, hubierais
obtenido acaso mi ayuda y
la protección de la Blanca
Estrella? Hoy a la puesta
del sol tendréis vuestra
ocasión; el reloj os
mostrará la hora que
debéis aprovechar. Cuando
429
llegue el momento de la
puesta del sol podréis, si
queréis entrar en el
vestíbulo y ser uno de los
verdaderos discípulos de
los divinos maestros. Pero
ha de ser libertado vuestro
espíritu. No os ayudaré a
entrar en aquel sagrado
lugar, ni me volveréis a
ver ya ni en cuerpo, ni en
430
espíritu. Debéis renunciar
voluntaria y
espontáneamente a mi
ayuda y guía. Tenéis
poderes para crear una
semejanza mía si queréis,
pero habéis de renunciar a
todas las ilusiones; tenéis
que arrancar de raíz de
vuestro corazón vuestra
adoración por mí y
431
libertarme de ella. Tengo
que ir a otra vida y tenéis
que separaros voluntaria
y absolutamente de mí.
Habréis de prometeros, de
juraros que vuestros
poderes han muerto para
vos. Y lo haréis esto a
voluntad. Recorred en
vuestra mente las muchas
ilusiones a las que habéis
432
sucumbido. Recordad
aquella última, la más
sutil de todas, en la que os
figurabais que ibais a ser
mi aliada y servidora en
la obra de preparar estas
sendas actuales para la
humanidad futura. La
experiencia os ayudó en la
idea de trabajo impersonal
y yo os di, por tanto, esa
433
experiencia. Pero, aunque
vuestro espíritu era lo
bastante

434
puro para resistir aquel
fingido presentimiento de
mí, que os hizo acordaros
que al hacer ese trabajo lo
haríais conmigo, aunque lo
resististeis, ¿fuisteis lo
bastante fuerte para arrojar
todas las gotas del delicioso
veneno fuera del cáliz de
vuestro corazón? ¿No
conservabais una leve
435
confianza de que no
estaríais completamente
sola? ¿Que si no podíais
adorarme, podíais, sin
embargo, servirme? ¡Oh,
abandonad por completo
esas ilusiones! Habéis de
olvidar que sois mujer;
más aún, habéis de olvidar
que sois un individuo. ¿No
era vuestro sueño de que
436
teníais que llevar con vos
otras dos almas, otra forma
de vuestra pasión por el
poder? ¿Quién os dio tal
orden? ¿No fue vuestro
espíritu mismo? ¿No
esperabais pagar vuestra
entrada dando pruebas a
la puerta de vuestro
poder sobre otros? ¡Ah,
Fleta sed sincera con vos
437
misma! ¿Cuando ahora
llegué a vos, no estabais
en el umbral de otra
ligereza? No os habían
tentado las palabras de
Amyot a creer que en él
encontraríais una de esas
almas que teníais que
salvar?
¡Locura apasionada! ¿No
os electrizó con una
438
sensación de nueva gloria
la idea de que podíais
conducir al vestíbulo a uno
tan grande como Amyot?
Sed valiente y haced frente
al hecho de que no sois
nada en vos misma, que
sólo sois un fragmento
arrojado en la marea con
1os grandes poderes que
se extienden por el
439
mundo; una simple parte
de ellos y no una

440
parte del todo. Sed esto;
disolved vuestro ser en el
amor infinito. Esto será
para voz como una
muerte, pero su despertar
será un nuevo nacimiento,
tal como nunca lo habéis
conocido, pues en él no
sabéis la fuerza de un
pobre ser humano –pobre
en verdad, aunque dueño
441
de poderes mágicos–, sino
la fuerza del antiguo
conocimiento que crea el
mundo. Venid a este
divino estado. El extraño
poder que os hizo
hechicera se hará más
agudo y vivido cuando
sea traspasado y
transmutado. ¡Venid!
Pero olvidaos de vos
442
misma, de vuestro poder…
Sed valerosa. ¿Estáis
preparada a abandonarme
y dejarme caminar solo,
sin ningún deseo ni
pensamiento por vuestra
parte? ¿Estáis preparada
para quedar del todo sola
sin rostro, ni voz humana,
ni cerca de vuestra
envoltura en el mundo, ni
443
aún en el mundo de vuestro
poderoso pensamiento?
Fleta permanecía como
había permanecido desde
que él empezó a hablar:
inmóvil, ligeramente
estremecida por el dolor,
contemplándole como si
se hubiera convertido en
piedra. Durante un
momento continuo así
444
como un estatua, como si
sus sentidos estuviesen
paralizados y no pudiera
hablar ni moverse. Pero
de pronto extendió los
brazos con ademán
imperativo.

445
–Estoy preparada –dijo–.
Vuestra vida mayor os
espera. La veo luciendo
gloriosamente. Desde esas
espléndidas alturas de
pensamiento y sentimiento,
desde ese noble lugar de
sacrificio propio, sería
difícil para voz aproximaros
a quien está tan llena de
error y tan hondamente
446
manchada como yo.
Vuestra discípula no
fracasará, maestro mío,
ya no más mío. Os
olvidará, arrojará de ella
todo pensamiento y
recuerdo de vos. Estoy
pronta. ¡Id!
Iván se volvió y se alejó
por el sendero. Fleta le
miró hasta que hubo
447
desaparecido. Luego se
volvió a ver a Amyot; pero
éste también se había
marchado. Estaba sola
ante el mar y el cielo.
Entonces acudió a ella el
recuerdo del reloj de sol y
fue a mirarlo. Fue una
larga pesquisa, pues un
viejo rosal había trepado
por él y tuvo que arrancar
448
las ramas con sus manos.
Cayó de rodillas a su lado
y allí permaneció a través
de las silenciosas horas
de la soleada tarde ¡Sola!
Al principio aquella
palabra llenaba el
horizonte entero de sus
pensamientos. No podía
apartarla, no podía arrojar
de ella tal idea.
449
Cuando algún dolor físico
interno se ceba en nosotros
sin interrupción, el que
sufre comienza a batallar
contra él hasta que le
vence. Cuando no puede
se retira a otra posición
de conocimiento desde
donde el dolor se hace
tolerable y luego a

450
otras, hasta que el dolor
se convierte
repentinamente en
placer. Este es todo el
misterioso secreto a que
se refieren lo ocultistas
cuando dicen que el dolor y
el placer son lo mismo.
Ambas cosas no son sino
sensaciones en efecto, casi
imposibles de diferenciar.
451
Lo que es placer para unos
es dolor pasar otros. Si
hubiera sido Fleta maga de
corazón y no otra cosa,
aquella soledad, aquel
completo aislamiento, la
hubiera envuelto en un
manto de consuelo; le
hubiera proporcionado
oportunidad para pensar,
para planear y proyectar.
452
Pero no era así; era maga
tan sólo por poderes
innatos y por la ceguera
de su ignorancia. Su
corazón estaba ahora
conmovido y lleno de
amor, si bien no sabia a
pesar de tal amor olvidar
su absoluto aislamiento.
¡Sin embargo éste había
de ser olvidado!
453
Poco después fue
cambiando su actitud y
retirándose de aquella
angustia hasta convertirla
en una simple sensación, si
bien no placentera. Por fin
llegó a ser placer. Pero
aún tenía que hacer algo
más. ¡Tenía que
convertirla en nada! De
improviso este estado llegó.
454
El hecho de estar sola,
apartada de todo el mundo,
no fue nada para ella…
¿Por qué? ¡Porque ella
misma ya no era nada!
Entonces un nuevo vigor
conmovió todo su ser.
Algo tan fuerte como si
luz, luz sólo, corriera por
sus venas; algo tan

455
puro, que borraba toda
memoria de existencia,
penetró en ella. Se
incorporó.
–¡Oh! ¡Vivo por todo lo
que vive! –exclamó.
Su voz retumbó en el
aire y la asustó a ella
misma. Le parecía
desconocida… Tenía las
vibraciones de una
456
campana… Miró hacia
abajo y su mirada cayó
sobre el reloj de sol. Era la
puesta del día. Durante un
segundo que le pareció una
eternidad, permaneció
completamente inmóvil. Su
mente, su alma, su ser, se
bañaron en un
desconocimiento que era
más vívido que cualquier
457
conocimiento. Luego cayó
hacia adelante, con el
rostro sobre el suelo al
lado del rosal… entre las
flores…

458
EPILOGO
Dos meses después, el
agente visitó la entonces
desierta casa dotal y luego
el castillo. Encontró la
puerta del cuarto
encantado, abierta por vez
primera. Miró dentro con
timidez. No había en el
interior sino unas
cuantas hojas de otoño,
420
arrojadas allí, al parecer,
por el viento… Cerró la
puerta sobrecogido y se
marchó.
Un impulso caprichoso le
hizo bajar al paseo de la
Señora cuando se retiraba.
Pero no lo vio, pues en el
momento en que entró en
el paseo, vio una figura
que yacía entre las flores y
420
que atrajo toda su atención.
Era una mujer inmóvil,
ricamente vestida y con
hermosos cabellos que
habían caído sueltos,
esparcidos sobre el suelo.
Instantáneamente vio que
estaba muerta y con un
estremecimiento de terror,
volvió hacia arriba su
rostro. ¡Oh, qué
420
espectáculo! Nadie podría
decir que aquello había
sido un rostro humano,
excepto por los huesos.
¿Dónde estaba ahora la
belleza de Fleta? ¿Dónde
Fleta misma?

420
NOTAS EDICIÓN
Estimado lector,
queremos darte las
gracias por elegir
nuestro libro.
Esperamos que hayas
disfrutado recorriendo
los senderos de los
mundos que hemos
creado y seleccionado
para ti.
En cuanto a los datos
de la obra y la edición
digital, nuestra
intención ha sido en
todo momento la de
proporcionar el mejor
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descubres algún tipo de
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nos lo comuniques,
para así mejorarla en
próximas
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