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Véanse 1953, p. 45 (libros I y II), y Sorabji, 1993, p. 8.
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Linzey ha destacado cómo, en realidad, esta interpretación aristotelizante del Génesis
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no casa con el tenor literal de varios de sus pasajes (1, 29; 9, 3 y 9, 4); véase 1996b, p.
43. También es cierto que Linzey reconoce que Génesis 1 y 9 son contradictorios: el pri-
mero parece establecer el vegetarianismo y el segundo permite comer carne. Así que tan-
to los vegetarianos como los carnívoros podrían igualmente apelar al Génesis (1996b,
pp. 199-200). Para Linzey, el permiso de matar para comer de Génesis 9 debe entender-
se en el contexto de la situación tras la caída y el diluvio. El ideal vegetariano de Génesis
1 es el que no habría sabido respetar el hombre: matar humanos y animales se habría re-
velado inevitable dado el mundo y la naturaleza humana. Ahora bien, ese permiso no es
incondicional, al prohibirse en 9, 4-5 comer carne con su vida, es decir, con su sangre.
¿Cómo hacer tal cosa? ¿Quién puede matar sin tomar la sangre, la vida misma? La inter-
pretación de Linzey es que Dios permite matar sólo «en el entendimiento de que la vida
que matas no le pertenece sino a Dios, con lo cual Génesis 9 no garantizaría a los huma-
nos derecho absoluto alguno a matar animales para comer, sino sólo en situación de ne-
cesidad (ibid., pp. 200-203). Esta interpretación es reforzada por Linzey acudiendo a
Isaías (11, 6-9), donde se describe la existencia futura como retorno a la edad de oro, el
mundo restaurado de acuerdo con la voluntad original de Dios, donde «morará el lobo
con el cordero...» (p. 204). Pese a todo, la lectura del esfuerzo exegético de Linzey no
hace sino corroborar la afirmación de Desmond Morris de que, en lo que respecta a la
ética de nuestro trato con los animales, la Biblia permite casi cualquier actitud; véase
Morris, 1991, pp. 38-39.
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Suma de Teología, parte II-II, cuestión 64, artículo I (1990, p. 530).
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Sólo el ser humano elige, insiste Aristóteles, pues para ello se pre-
cisa «reflexión y carácter» 20. Al fin, para Aristóteles sólo los hombres
son seres racionales: «los otros animales viven principalmente con la
naturaleza y rara vez algunos también con los hábitos; en cambio el
hombre, con la razón, ya que sólo él tiene razón» 21. Ortega dirá, mu-
cho tiempo después, que al animal le es dada la vida y el repertorio
invariable de su conducta; el ser humano, sin embargo, «es un animal
que perdió el sistema de sus instintos, o, lo que es igual, que conserva
de ellos sólo residuos y muñones incapaces de imponerle un plan de
comportamiento [...] De modo que existir se convierte para el hom-
18
Política, libro I, capítulo VIII, 1256b (1999, p. 59).
19
Política, libro I, capítulo II, 1253a (1999, p. 48).
20
Ética nicomáquea, 1139a, 30 (1995, p. 269). «Ellos —se refiere Aristóteles a los ani-
males— no tienen facultad de elegir ni de razonar, sino que son extravíos de la naturale-
za, como los hombres-lobo»; véase Ética nicomáquea, 1150a (1995, p. 304).
21
Política, libro VII, capítulo XIII, 1332b (1999, p. 292).
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22
Véase 1962, pp. 12-14.
23
Véase 1996b, p. 38. Uno de los que Linzey ve como principales responsables de ese
cambio de rumbo es el teólogo del XVIII Humphry Primatt. Conviene consignar, pese a
todo, que todavía a mediados del XIX encontramos gestos que revelan la fuerza del legado
tomista: la prohibición de la apertura de un centro de protección de los animales en
Roma por parte de Pío IX; véase Linzey, 1996b, p. 45. Según Desmond Morris, la razón
aducida por el Papa fue que brindando tiempo y energía a los animales se dejaría de
prestar atención a las cuestiones humanas; véase Morris, 1991, p. 40.
24
Véase 1984 (1486), p. 105.
25
Véase 1985 (1440), p. 151.
26
Linzey, 1996b, p. 63.
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Ibid., pp. 63-64. Bien es cierto que eso le lleva a Linzey a ir más allá de donde irían
muchos, entre ellos Singer; refiriéndose a la experimentación animal, afirma que: «Lejos
de preguntar qué daño o sufrimiento mínimo podemos infligir a los animales para nues-
tro uso, el paradigma de la generosidad insiste en que los humanos deben soportar por sí
mismos cualquier mal que se pueda derivar de no experimentar con animales, en lugar
de ratificar un sistema de abuso institucionalizado»; ibid., p. 76. Y más adelante: «Debe-
mos ser claros en este punto. Poner en práctica el paradigma de la generosidad costará
vidas humanas. A corto plazo, el desmantelamiento de instituciones injustas como la ex-
perimentación animal y las granjas industriales, y el fin de prácticas recreativas como la
caza y la pesca deportivas supondrá una cierta pérdida del bienestar de los humanos, de
sus perspectivas de empleo, o incluso de sus expectativas de vida (en su sentido habitual).
La pregunta no es, sin embargo, si obtenemos algún beneficio de estas actividades, sino
si tales beneficios se obtienen legítimamente»; id., p. 82.
28
Linzey, 1996b, p. 101.
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29
Véase Lombroso, 1889 (1876), pp. 287 y ss.
30
Ibid., pp. 1-23.
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No está dicho siquiera que el mayor y más moral homenaje que podemos
tributar en ciertas ocasiones a ciertos animales no sea matarlos con ciertas
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portancia moral 41, como sí la tiene en cambio cuando nos las vemos
con seres humanos sea cual sea su condición. Renunciar al antropo-
centrismo por defecto implica mostrar lo equivocado de esa (su)posi-
ción. Ambos son los objetivos de este libro.
El segundo resabio del antropocentrismo por exceso al que asisti-
mos en las últimas décadas tiene su manifestación en los presupuestos
teóricos y metodológicos de esa rama de las ciencias naturales dada
en llamar «sociobiología». Algunas actitudes proteccionistas de los
animales han sido promovidas en clave sociobiológica (al amparo de
la consideración de que los animales son sujetos morales o que noso-
tros somos esencialmente animales) 42, y también las contrarias, esto
es, las que justifican que no tengamos consideración moral alguna
por los animales pues, en definitiva, esa actitud es la resultante de
nuestra naturaleza, de nuestra configuración genética. En ese sentido,
el juez y filósofo del derecho Richard Posner se ha sumado a dicha
tendencia (como Ortega, Savater y Gómez Pin) al afirmar que: «La
“razón” principal por la que parece descabellada y repulsiva la idea
“filosófica” de que [...] los simios con capacidad lingüística pudieran
tener más derechos que los recién nacidos o los niños profundamente
discapacitados, pudiera consistir sencillamente en que nuestros genes
nos fuerzan a distinguir entre nuestra especie y las restantes, y que en
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Sobre esa consideración descansa, auténticamente, la justificación que Gómez Pin
hace de las corridas de toros; véase Gómez Pin, 2002, p. 96.
42
Así, Desmond Morris, 1991, pp. 11 y 79.
43
Véase 1990, pp. 347-348 (énfasis del autor).
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La decisión más conocida es Lochner v. New York, 198 U.S. 45 (1905), mediante la
cual la Corte Suprema declaró la inconstitucionalidad de una ley del Estado de Nueva
York que limitaba a catorce el número máximo de horas de trabajo en el sector de la pa-
nadería.
48
Criminal Sociology, D. Appleton and Company, Nueva York, 1897, pp. 239-240 (ci-
tado en Gould, 1997, p. 149).
49
Wilson, 2000, p. 3; de Waal, 1996, p. 134, y Cela Conde, 1985, pp. 18-19.
50
De Waal, 1996, p. 12.
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