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CAPÍTULO 1
“NO HAY OTRO DEL OTRO”
LA CONSTRUCCIÓN DE LA ALTERIDAD Y LA
REPRESENTACIÓN DEL OTRO. ENTRE EL EUROCENTRISMO
Y LOS ESTUDIOS POSCOLONIALES

“Seis páginas ya, y todo por un hombre al que no conoces ni conocerás nunca.
¿Por qué escribo sobre él? Porque es yo y no lo es al mismo tiempo. Porque en la forma que
tiene de mirarme me veo a mí misma de una manera que puede escribirse. De otra forma,
¿qué serían estas páginas más que una especie de gimoteo, unas veces ruidoso otras silencioso?
Cuando escribo sobre él estoy escribiendo sobre mí misma”.
J. M. Coetzee, La edad de hierro

I. Las culturas y la Otredad. O antropologizar la filosofía

La filosofía ha pensado la otredad, pero desde el Ser. Según Emma-


nuel Lévinas, el término filosofía, ha adquirido, desde Sócrates, un signi-
ficado erróneo. Occidente habría creado una filosofía preocupada por el
ser (la esencia) en detrimento del ente (el sujeto); habría olvidado la dife-
rencia. La suya constituye una crítica a las posturas filosóficas que pro-
ponen una subjetividad centrada en el yo, encerrado en su identidad.
Me interesa discutir dos cuestiones que atravesarán todo el libro:

1. El modo en que desde la filosofía se construyó una metafísica


de la identidad o de lo idéntico a sí mismo, y cómo esto está en
deuda con la construcción de “orientalismos” (Said) o modos
especulares del Otro que son performativos de la alteridad. En
otras palabras, la relación entre metafísica y política.
2. El Otro como imagen de la identidad hegemónica. Conocimien-
to y dominación. Esto es, nuestra relación con ese Otro, cuando
se pasa de manera exultante de la crítica a la colonialidad del sa-
ber a un diálogo basado en relaciones de igualdad. ¿No es acaso

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una colonialidad epistémica reeditada, más perversa aún? ¿Qué


decidimos acoger en nosotros y qué preferimos excluir? ¿Cómo
se realiza la totalización del Uno y el Otro?

Comencemos por Lévinas. Este filósofo promueve otro modo de


ser, tal como se desprende de su libro Totalidad e infinito (1977). Lo que
él describe como un humanismo verdaderamente humano: el Humanis-
mo del otro hombre (Lévinas, 1992). De este modo, rompe con el esque-
ma sujeto-objeto de la filosofía occidental y construye un nuevo esque-
ma: yo-otro. La descentralización del yo y de la conciencia, en cuanto
que yo me debo al otro y es el otro quien constituye mi yo, abre así la po-
sibilidad de acceso a una conclusión decisiva. Implica no el dominio del
otro, sino su respeto y, el punto de partida para pensar, como explica Ji-
ménez, no es ya el ser, sino el otro.
¿Quién es ese Otro al que se refiere Lévinas? ¿Qué tipo de relación
nos implica? En primer lugar, sostiene la autora, rechaza la versión de la
fenomenología defendida por Husserl en la que el sujeto se constituye en
agente donador de sentido. Desde su pensamiento, el sujeto no es alguien
constituido, sino que se constituye conforme entra en relación con el
Otro. “Soy totalmente solo; así, pues, el ser en mí, el hecho de que exis-
to, mi existir, es lo que constituye el elemento absolutamente intransiti-
vo, algo sin intencionalidad ni relación. Todo se puede intercambiar en-
tre los seres, salvo el existir” (Lévinas, 2000: 53; 54).

“Ayer fue también cuando el doctor Syfret me dio la noticia. No era una bue-
na noticia, pero la recibí yo, era mía y solamente mía y no podía rechazarla.
Tenía que cogerla en brazos y apretármela contra el pecho y llevármela a ca-
sa, sin negar con la cabeza, sin lágrimas. Gracias, doctor –le dije–. Gracias por
su sinceridad. Haremos lo que podamos –me dijo él–. Vamos a afrontarlo jun-
tos. Pero en aquel mismo momento, tras la fachada de camadería, vi que ya
empezaba a alejarse. Sauve qui peut. Debía su lealtad a los vivos, no a los
muertos” (p. 10).

Esto nos relata J. M. Coetzee en sus primera páginas de La edad de


hierro: la intercambiablidad de la existencia leviniana y la otredad que nos
constituye. Y continúa:
“Solamente empecé a temblar cuando salí del coche. Después de cerrar la
puerta del garaje me tiritaba todo el cuerpo: para recuperarme tuve que apre-
tar los dientes y agarrar el bolso con fuerza. Fue entonces cuando vi las cajas
y lo vi a él” (p. 10).

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Lévinas identifica al Otro con las figuras del huérfano, el extranje-


ro y la viuda, con las cuales estoy obligado. El Otro es siempre anterior
a mí, y se impone como límite de mi propia libertad (Lévinas, citado por
Jiménez: 7). Tales afirmaciones le han valido muchas críticas que señalan
que el sujeto se reduciría a un rehén del Otro o perdería su autonomía.11

“La cercanía hacia el otro no es para conocerlo, por tanto no es una relación
cognoscitiva, sino una relación de tipo meramente ético, en el sentido de que
el Otro me afecta y me importa, por lo que me exige que me encargue de él,
incluso antes de que yo lo elija. Por tanto, no podemos guardar distancia con
el otro” (Jiménez).

La ontología como acto de conocimiento reduce el ser al Mismo,


lo atrapa, lo posee. Por este motivo, el filósofo la considera una filosofía
del poder y de la injusticia. De esta manera, según Beatriz de Ita Rubio
(s/f), Lévinas distingue el acto de conocimiento –que le quita al ser su al-
teridad– de la relación metafísica. Respecto de las relaciones de igualdad,
se afirma la necesidad de mantener la separación entre el ser cognoscente
y el conocido, entre el Mismo y el Otro, distinción necesaria para que el
Otro pueda conservar su exterioridad e impedir la totalización, que gene-
raría la unidad y la consecuente pérdida de la alteridad; para evitar, a fin
de cuentas, que uno de los términos sea subsumido en el otro.

“La subjetividad está sustentada en el eros, en el amor, en una relación asimé-


trica en tanto el Otro que se me revela, instaura en mí la responsabilidad ha-
cia él. Este reconocimiento que no está determinado por principios religiosos,
sino éticos, puede representar una vía para alcanzar una auténtica convivencia
intercultural respetuosa, pacífica y equitativa” (Rubio, s/f).

El pensamiento leviniano es comprensible en tanto atravesado por


el nazismo y la amenaza de la guerra nuclear. Así pensaba Lévinas la ci-
vilización y al otro:

“La magnífica ciencia producto de esta civilización mediterránea, que a su vez


surgió de la búsqueda de la verdad, desemboca en amenazas apocalípticas y en
la negación de este ser en tanto que ser. Civilización en que la razón, original-
mente soberana, conduce a la posibilidad de la guerra nuclear” (citado por Ji-
ménez, s/f: 10).

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Otro filósofo, Tzvetan Todorov, también se refiere a la responsa-


bilidad colectiva en el genocidio, pero esta vez de los españoles y de Eu-
ropa en el movimiento de conquista y destrucción de los otros. “Dios ha
de derramar sobre España su furor e ira”, cita.
El modelo ejemplar de la “conquista” es el de las concepciones de-
cimonónicas de la teoría de las razas y, luego, de la identidad nacional. El
Otro es asesinado o llevado al suicidio colectivo, o fagocitado en su dife-
rencia cultural: la “diferencia biológica” lo convertirá en objeto de explo-
tación de su fuerza de trabajo, de su poder sobre el cuerpo de las mujeres
como territorio. Es el otro extraño el que debe desaparecer, es el cuerpo
racializado. “El desconocimiento de los otros se disputa el primer lugar
con el desprecio a priori hacia ellos mismos; este rechazo de los otros va
a convenir perfectamente a la política imperial que se adopta al mismo
tiempo”, afirma Todorov. Al diferenciar a Colón de Cortés, destaca la ca-
pacidad de los europeos para entender a los otros: “Cortés primero se in-
teresa en conocer incluso al precio de cierta empatía” (Todorov, 2003:
294). La conquista del saber lleva a la de poder. ¿Qué quiere decir al sos-
tener que “el otro está por descubrir”?
En su trabajo Mikhaïl Bakhtin: Le principe dialogique (1981), Tzve-
tan Todorov dedica un capítulo a la “antropología filosófica” de Bajtín y
reelabora la concepción bajtiniana del yo y el otro:

“Bajtín empieza por la cuestión más simple: nosotros nunca nos vemos a noso-
tros mismos como un todo; el otro es necesario para lograr, aunque sea provi-
sionalmente, la percepción del yo, que el individuo puede alcanzar sólo parcial-
mente con respecto a sí mismo. Las objeciones posibles se plantean en seguida:
¿acaso en el espejo no se encuentra la visión completa del yo? ¿O, en el caso de
un pintor, en un autorretrato? En los dos casos, la respuesta es: no” (p. 95).

Bajtín (1895-1975) instala en las discusiones lingüísticas los térmi-


nos “heteroglosia” y “polifonía”; este último cuestiona la unicidad del
sujeto hablante, del sujeto que domina todo. El sentido no surge de una
sola voz, no es vertical, sino horizontal; el mismo sujeto no está presente
todo el tiempo. Desde su filosofía “dialógica” del lenguaje, Bajtín entien-
de toda actividad verbal –oral o escrita, literaria o pragmática– como una
enunciación concreta dentro de un diálogo social constante e inconcluso,
jamás resuelto.
Este nuevo sujeto del que habla Bajtín es un sujeto hablante, res-
ponsable de la enunciación, es decir, está presente de manera directa. De-

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sarrolla una teoría del discurso basada en la intersubjetividad, en la que


expone la idea del “tercero” o “supradestinatario”.
Esta noción está presente en la obra de Todorov con el concepto
de “exotopía” (lo que en Bajtín es “extraposición” o outsideness), esto es,
la capacidad de ponerse fuera de la posición hermenéutica de uno mismo
para aprehender el problema desde un punto de vista distanciado.
Todorov expone estas ideas a través de distintas fases: la primera
consiste en la asimilación del otro al yo; la segunda contempla el movi-
miento opuesto, con el recorte del yo para el beneficio del otro, mientras
que la tercera fase consiste en la renovación de la identidad de uno des-
pués de haber logrado el conocimiento del relativismo cultural, del pre-
juicio de sus propias categorías, etc., es decir, lo que Todorov designa co-
mo “exotopía”.
De este modo, distingue tres dimensiones que determinan nuestra
relación con los otros:

1. una dimensión epistemológica (o el conocimiento del otro);


2. una dimensión ética, “axiológica” (normalmente expresada en
términos de igualdad, superioridad o inferioridad);
3. una dimensión praxeológica, que concierne a la proximidad o la
distancia entre el yo y el otro, la coincidencia o no coincidencia
de sus visiones del mundo (1984b: 185).

Estas tres dimensiones no son mutuamente exclusivas ni necesaria-


mente copresentes. Pueden ser combinadas de diferente manera en con-
textos sociohistóricos disímiles, para apreciar las relaciones intersubjeti-
vas en situaciones particulares.
En su conocido libro La conquista de América (2003), la tesis de
Todorov se basa en la comunicación. Cada parte prefiere un polo diferen-
te de la comunicación: los nativos se comunican con el mundo, mientras
los conquistadores se distinguen en la comunicación intersubjetiva, en
particular en todas las posibilidades que ésta ofrece para la manipulación
o el engaño. Karine Zbinden (2006) explica al respecto:

“Las dos culturas tienen las concepciones del lenguaje, de la interacción y la


organización social y del tiempo muy diferentes, y se encontraban en fases
muy diferentes de la evolución tecnológica. Lo que explica las consecuencias
desastrosas de esta contienda de las civilizaciones, al menos en términos se-
mióticos, es precisamente la imposibilidad de cualquiera de las partes de po-

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nerse fuera de sus respectivas posiciones y verdaderamente respetar la otra.


Pero la responsabilidad ética yace de plano dentro del campo de los conquis-
tadores” (p. 16).

Desde el locus de enunciación de América Latina, el sociólogo perua-


no Anibal Quijano (2003) habla del “Otro de Europa” en estos términos:

“La modernidad y la racionalidad fueron imaginadas como experiencias y


productos exclusivamente europeos. Desde este punto de vista, las relaciones
intersubjetivas y culturales entre Europa, es decir, Europa Occidental y el res-
to del mundo, fueron codificadas como un juego entero de nuevas categorías:
Oriente-Occidente, primitivo-civilizado, mágico/mítico-científico, irracio-
nal-racional, tradicional-moderno. En suma, Europa y no-Europa. Incluso
así, la única categoría con el debido honor de ser reconocida como el Otro de
Europa u «Occidente» fue «Oriente». No los «indios» de América, tampoco
los «negros» del África. Estos eran simplemente «primitivos»” (p. 211).

Esta idea del Otro de Europa12 recoge la producción de los inte-


lectuales del Centre for Contemporary Cutural Studies de Birminghan.
Fundamentalmente Europe and its Others (1985), editado por Homi
Bhabha, Gayatri Spivak y E. Barker, es clave en el despliegue de los estu-
dios poscoloniales.
En este libro, la teórica feminista subalternista de origen indio, Ga-
yatri Chakravorty Spivak, acuña el concepto de “alterización” (othering)
para comprender el mecanismo por el cual Occidente construyó a sus
“otros” y a sí mismo. Este concepto implica la dialéctica por la cual se fi-
ja la superioridad del colonizador concomitantemente con la inferioridad
de los colonizados. La búsqueda es la formulación de una teoría del dis-
curso colonial que, inspirada por Edward Said, analice el colonialismo
como un texto. En otras palabras, la experiencia colonial posee tanto una
dimensión material como simbólica (sistema de representaciones). No
obstante, el intelectual indio Homi Bhabha ha cuestionado una lectura li-
neal o básicamente desde el poder, sobre todo en Orientalismo, obra ge-
neró, para este autor, la visión de un modelo estático de relaciones colo-
niales, omitiendo las resistencias de los colonizados.
Mi posición es, finalmente, que lo que se trata es de trascender al
otro para evitar: desaparecer yo para servir mejor al otro; someter o fago-
citar a los otros a uno mismo (la “totalización” de Lévinas) o la desapari-
ción del yo en el nosotros.13

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“Me he dirigido a Vercueil (…). Mis palabras han resbalado sobre él como ho-
jas muertas en el mismo momento en que las he pronunciado. Las palabras de
una mujer, por lo tanto, insignificantes; de una vieja, por tanto doblemente in-
significantes; pero sobre todo de una blanca” (J. M. Coetzee, 2005: 92).

“Dejar al otro intacto no es hacerlo vivir, como tampoco lo es obli-


terar enteramente su voz”, advierte Todorov. En otras palabras, encon-
trar la posición justa, lejana y cercana al mismo tiempo, para evitar caer
en el relativismo y la colonización vía la totalización.

II. El Otro como subalterno y colonizado. Subalternidad y su-


balternidades

Difícil es pensar la subalternidad por la heterogeneidad que la cons-


tituye. En nuestro presente requiere ser reflexionada en términos de articu-
lación política de identidades, que ya no obedecen exclusivamente a la cla-
sificación marxista de la propiedad de los medios de producción, sino que
están más cerca, acaso, de la categoría marxiana de lumpenproletariado.
Permítaseme la ironía que traigo a colación del interrogante14 de
un periodista que entrevista a Gayatri Chakravorty Spivak: ¿cuál es la
medida exacta que disponemos las académicas y académicos para definir
entre un proletario del Primer Mundo, hombre, blanco, escolarizado, y
una mujer del Tercer Mundo, de piel oscura, analfabeta quién es el ex-
plotado y quién el subalterno? ¿Cómo establecer un orden de opresiones
entre las identidades de una mujer afrodescendiente y pobre, por ejem-
plo? ¿Es posible pensar la articulación política entre los que pertenecen al
grupo de los explotados y al de los subalternos? ¿Hay definitivamente
como tal, sujetos excluidos?
Antes de ofrecer algunas respuestas provisorias, repasasemos breve-
mente la genealogía del término “subalterno”. Procede de la teoría políti-
ca de Antonio Gramsci, en particular de un ensayo, “Ai margini della sto-
ria (Storia dei gruppi sociali subalterni)” (1934). En un principio, Grams-
ci utilizó en sus escritos el término “subalterno” en alternancia con otros,
como subordinado o instrumental, en el contexto de las descripciones so-
ciales: la palabra “subalterno” se refería a todo aquello que tiene un rango
inferior a otra cosa, y puede aplicarse, al ser una denominación relativa, a

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cualquier situación de dominio, no únicamente a la de clase. Hay quien su-


giere que Gramsci concedía al término un sentido exclusivamente políti-
co, y que lo usaba, quizá, para evitar las palabras clase y proletario del
marxismo ortodoxo, bien por cautela, al escribir desde la cárcel y someti-
do a censura, bien porque deseara introducir matices diferenciales respec-
to de estos términos, o bien porque atribuyera a la palabra una función es-
pecífica: a saber, la de describir los grupos (diversos y heterogéneos) do-
minados y explotados que no poseen conciencia de clase (Vega, 2003).
El Grupo de Estudios Subalternos, surgido a comienzos de los
años ochenta y conformado por un grupo de académicos nacidos en la
India, toman el concepto de “subalterno” tanto en su significación polí-
tica, económica y cultural, como en su rango inferior, como agentes cuya
voz omitida o hablada (la del subalterno) pueda ser recuperada en los tex-
tos históricos. Por cierto, para el Grupo, los grupos dominantes (nativos
y extranjeros, los británicos que dominaron el país durante trescientos
años), tras la independencia de la India han monopolizado tanto el dis-
curso histórico como las ideas nacionalistas (Me detendré en el proyecto
político intelectual del Grupo en el capítulo 3).
Al respecto, en un prefacio a la presentación de una selección de es-
tudios de los historiadores del Subaltern Studies Group publicada en Ox-
ford en 1988, Edward Said definió la palabra “subalterno” en términos
políticos e intelectuales: la palabra subalterno indicaría la dinámica histó-
rica, social y cultural entre la clase hegemónica y el conjunto de personas
que, por medios tanto coercitivos como, sobre todo, ideológicos, se so-
mete a ella (Vega, 2003).
Dado que su fundador, Ranajit Guha, utiliza el término en dos
acepciones, la categoría de excluido no es equivalente a subalternidad.
Por una parte, define el término como un concepto amplio, cuya acep-
ción hallada –provocativamente, según Sivia Rivera– en el diccionario de
la Academia Británica, incluye a todo aquel que esté subordinado bajo re-
laciones de cualquier tipo (casta, género, oficio, disciplinas académicas).
Por otra parte, lo emplea para diferenciar demográficamente al pueblo de
la elite (Guha, 2000),15 por lo cual de acuerdo con esta definición, el su-
balterno existe en relación con las elites.
Si lo pensamos desde Gayatri Chakravorty Spivak, debemos tener
presente que su enunciación es inescindible de su posición política, basa-
da en una lucha emprendida por la desaparición de la subalternidad. En
ella la noción cambia:

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“Hoy digo que la palabra subalterno trata de una situación en la que alguien
está apartado de cualquier línea de movilidad social. Diría, asimismo, que la
subalternidad constituye un espacio de diferencia no homogéneo, que no es
generalizable, que no configura una posición de identidad lo cual hace impo-
sible la formación de una base de acción política. La mujer, el hombre, los ni-
ños que permanecen en ciertos países africanos, que ni siquiera pueden imagi-
nar en atravesar el mar para llegar a Europa, condenados a muerte por la falta
de alimentos y medicinas, esos son los subalternos. Por supuesto hay más cla-
ses de subalternos” (Entrevista en Revista Ñ, 2006).

Sobre ello establece Spivak su argumento para criticar al subalter-


no como categoría monolítica que se supone una identidad y conciencia
unitaria del sujeto. Su pregunta, “¿puede el subalterno hablar?”, anticipa
una respuesta arrolladora y escéptica: “No”. Es decir, no es posible recu-
perar la voz, la conciencia del subalterno, de aquellas memorias que sólo
son los registros de la dominación. Según Spivak, la pretensión de resti-
tuir la voz de la conciencia (subalterna) podría caer en el espacio de una
violencia logocéntrica ejercida desde el lugar de la experticia. Las voces si-
lenciadas por los poderes son, en sí mismas, irrecuperables. Construir
una extracción representativa de los subalternos desde la historiografía
del poder es sólo extraer las voces de la dominación. No hay una voz a la
que pueda hacerse hablar, sino sólo designaciones en los textos. A su jui-
cio, la empresa subalternista no es más que una ficción teórica que permi-
te justificar un proyecto utópico de lectura.
Para Spivak, el subalterno es una subjetividad bloqueada por el
afuera, no puede hablar no porque sea mudo, sino porque carece de espa-
cio de enunciación. Es la enunciación misma la que transforma al subal-
terno. Poder hablar es salir de la posición de la subalternidad, dejar de ser
subalterno. Mientras el subalterno sea subalterno, no podrá “hablar”.16
Claro que esta postura sólo se comprende cuando Spivak desnuda su po-
sición: la única opción política posible para la subalternidad es precisa-
mente, dejar de ser subalternos; en otras palabras, intensificar la voz, ha-
cerla propia, en algún sentido lejos de la representación.
Subalterno no es simplemente sinónimo de “oprimido”, sino de
aquella persona que no puede ser representada, que no habla ni por la
cual podemos hablar. El subalterno es un sujeto sin voz: es el proletaria-
do, las mujeres, los campesinos, las minorías, etc. que no pueden hablar
porque, si lo hicieran, dejarían de ser subalternos (nos detendremos más
adelante en su obra).

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En todo caso, tanto Guha como Spivak se refieren a sujetos subal-


ternos en el contexto colonial de la India. Ahora bien, el subalterno no
necesariamente es un sujeto colonizado, excepto cuando es silenciado. El
silenciamiento del subalterno es, según mi tesis, otras de las formas que
adoptaron el colonialismo y, contemporáneamente, la colonialidad.
Retorno a Edward Said en su artículo “Representar al colonizado.
Los interlocutores de la antropología” (1996), para delimitar conceptual-
mente el término “subalterno” y “colonizado”. El autor denota allí la
“fugacidad” propia de este último:

“Antes de la Segunda Guerra Mundial, los colonizados eran los habitantes del
mundo no occidental y no europeo que habían sido controlados y hasta vio-
lentamente dominados por los europeos. De acuerdo con esto, el libro de Al-
bert Memmi situó al colonizador como al colonizado en un mundo especial,
con sus propias leyes y posiciones, así como en Los condenados de la tierra
Frantz Fanon habló de la ciudad colonial como dividida en dos mitades sepa-
radas, comunicadas uno con otra por una lógica de violencia y contraviolencia.
Pero ya cuando las ideas de Albert Sauvy sobre los tres mundos se habían ins-
titucionalizado en la teoría y práctica, colonizado se convirtió sinónimo de
Tercer Mundo. Sin embargo, continuó habiendo una continua presencia colo-
nial de potencias occidentales en varias partes de África y Asia, muchos de cu-
yos territorios habían obtenido la independencia desde hacía tiempo, alrededor
de la Segunda Guerra Mundial. Por lo tanto, el «colonizado» no era un grupo
histórico que había ganado soberanía nacional y estaba, por consiguiente, des-
militarizado, sino una categoría que incluía a los habitantes de Estados recién
independizados así como otros sometidos en territorios vecinos, aún ocupados
por europeos (…). Lejos de ser una categoría confinada a expresar servilismo y
autocompasión, la de «colonizado» se ha expandido desde entonces considera-
blemente para incluir a mujeres, clases sojuzgadas y oprimidas, minorías nacio-
nales e, incluso, subespecialidades académicas marginadas o aún no del todo
marginalizadas (…). El estatus de los pueblos colonizados ha quedado fijado en
zonas de dependencia y periferia, estigmatizado en la categoría de subdesarro-
llados, menos desarrollados, Estados en desarrollo, gobernados por un coloni-
zador europeo, desarrollado o metropolitano” (pp. 25/26).

Otro pensador poscolonial, Homi Bhabha, también teoriza sobre


el sujeto colonizado, sobre todo desde Lacan y Fanon y la experiencia de
despersonalización que vive el árabe en su tierra según Fanon: “El árabe,
permanentemente un extraño en su propio país, vive en un estado de ab-
soluta despersonalización” (1970: 157).

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“NO HAY OTRO DEL OTRO”

La otredad construida a partir de la “fijeza” y estereotipo como


una forma fijada de representación: “Dondequiera que vaya, el negro
siendo negro”,17 señala Fanon. Asimismo, independientemente de que
provenga de distintas regiones, “un Negro” dirige su atención hacia la
fantasía del nativo (la fantasía fanoniana de ocupar el lugar del amo), ha-
cia la escisión de la identidad del colonizado y hacia el fenómeno de la
mimetización con el blanco.
Pero frente a la opción fanoniana de la elección psíquica de “volver-
se blanco o desaparecer”, hay para Bhabha una tercera posibilidad: el ca-
muflaje, el mimetismo, la piel negra/máscara blanca (Bhabha, 2000: 150).
El colonizado se encuentra cercado en la situación colonial; inmo-
vilizado. Pero su identidad se constituye en un espacio híbrido, ambiva-
lente, estereotipado, mimetizado (Bhabha, 2002). El sujeto colonizado es
puesto en el lugar del Otro, sobre quien se ejecuta la acción. Sin embar-
go, para Bhabha, ambos, colonizado y colono, se implican mutuamente:
no hay una división neta entre colonizador y colonizado, sino una fron-
tera difusa, una relación compleja, mimética y ambivalente, una final hi-
bridación que es, al cabo, una forma de resistencia. La relación colonial
entraña la disolución del discurso occidental mediante su continua e ine-
vitable interpretación en un medio social, religioso y cultural diverso. No
sólo, pues, el colonizador construye discursivamente al colonizado -co-
mo habría dicho Fanon– sino que también el colonizado construye al co-
lonizador, o éste se construye a sí mismo asumiendo la imagen de sí que
procura la adopción del punto de vista del colonizado (véase Homi Bhab-
ha, El lugar de la cultura, 2002).
Al respeto afirma Fanon:

“Pero en lo más profundo de sí mismo, el colonizado no reconoce ninguna


instancia. Está dominado, pero no domesticado. Está interiorizado, pero no
convencido de su inferioridad (…) en su interior el colonizado sólo obtiene
una pseudopetrificación” (p. 46).

Bhabha piensa el discurso colonial con un efecto de intencionali-


dad de construir al colonizado como una población “degenerada” o “in-
ferior” a causa de su origen racial o de cualquier otra circunstancia, para
justificar así su conquista y establecer sistemas para su administración e
instrucción. Este autor piensa en la sociedad contemporánea, caracteriza-
da por historias de diferencia cultural. Estas diferencias no deben ser leí-
das como

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“… el reflejo de rasgos étnicos o culturales ya dados en las tablas fijas de la tra-


dición. La articulación social de la diferencia, desde la perspectiva de la mino-
ría, es una compleja negociación en marcha que busca autorizar los híbridos
culturales que emergen en momentos de transformación histórica”; hay una
necesidad de pensar más allá de las metanarrativas y “concentrarse en esos
momentos o procesos que se producen en la articulación de las diferencias cul-
turales. Estos espacios entre-medio (in between) proveen el terreno para ela-
borar estrategias de identidad (singular o comunitaria)” (p. 18).

Ahora bien, las diferencias se presentan como amenazas a la iden-


tidad. Por supuesto hay un factor que Fanon llamó “esquema epidérmi-
co” que funciona, para Bhabha, como el fetiche del discurso colonial y
que es lo visible (frente al secreto del fetiche sexual). ¿Depende, entonces,
de las características de un grupo subordinado el tipo de subordinación?
Hay, para Gayatri Spivak, un “espacio catacrésico” en tanto mo-
mento en que el indígena se apropia de los significados del otro y reescri-
be en ellos los signos de la propia marca.
Pensemos en las palabras con las que comienza el film “La Jaine”
(“El odio”), de Mathieu Kassovitz (1996), que representa la problemáti-
ca post y poscolonial con vehemencia:

“¿Has oído del muchacho que cayó de un rascacielos? En su caída, mientras


pasaba cada piso se alentaba a sí mismo diciendo: de momento, todo va bien,
de momento, todo va bien… Lo importante no es la caída, sino el aterrizaje”

Es la voz de Vinz, uno de los protagonistas que transcurre en un


no-lugar (Augé), pues aunque se sitúa en Francia, más específicamente en
Les Muguets, un barrio de los suburbios de París, bien podría ser extra-
polada a cualquier metrópoli occidental de la orbe .
La película narra 24 horas en la vida de tres varones jóvenes: Said,
un joven árabe; Hubert, un afrodescendiente que quiere irse del barrio, y
Vinz, un joven judío que se propone vengar la muerte de Abdel –un ami-
go magrebí18 del barrio, asesinado por la policía durante los disturbios de
los años noventa– con un arma perteneciente a la policía que halló en el
disturbio.
El odio representa, para la crítica,

“Su protesta, su frustración, por la injusticia de un orden que se aprovechó de


sus padres y quiere deshacerse de sus hijos (…) Francia se nutrió para las dos

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“NO HAY OTRO DEL OTRO”

guerras mundiales que padeció, de carne de cañón de las colonias, fomentó su


inmigración a Francia para reconstruir el país tras 1945, se benefició del traba-
jo y los negocios de toda una generación de senegaleses, argelinos, marro-
quíes, vietnamitas, camboyanos, cameruneses, chadianos, congoleños, guinea-
nos, polinesios, antillanos o mascareños, pero olvida a sus hijos, nacidos fran-
ceses, hijos de quienes se esforzaron por la metrópoli buscando una vida me-
jor, los abandona en bolsas de marginación y los cataloga como presencias in-
cómodas, como recién llegados que no optan al derecho de ser plenamente
francés” (http://39escalones.wordpress.com/2008/02/27/cine-para-pensar-el-
odio-de-mathieu-kassovitz/).

La caída puede ser bien una metáfora de esa sociedad francesa y de


otras sociedades, del vértigo y falta de rumbo que caracteriza la vida de
los jóvenes marginalizados que, como los protagonistas, han sido fijados
en su diferencia cultural y comparten lo que Raymond Williams en Mar-
xismo y literatura (1980) denominó “estructuras de sentimiento”: el con-
junto común de percepciones y valores compartidos por una generación
en un espacio y un tiempo determinados, que aún no están fijados sino
que están en “proceso”.
Retornando a nuestras preguntas, ¿en qué relaciones podemos in-
terpretar esos momentos catacrésicos, estereotipos, fetiches? ¿En cuáles
encontramos esas negociaciones entre las diferencias culturales de los
protagonistas? ¿Dónde la posibilidad de articulación política?
Tanto Bhabha (quien lo toma de Cornel West) como Spivak ha-
blan de sinecdoquización o de tener, por ejemplo, la capacidad de ser
ahora mujer, ahora negra, ahora musulmana, posibilidad que se desarro-
lla entre aquellas personas que no se encuentran atadas a una identidad.
Recuerdo un texto iluminador de la feminista afroamericana Yu-
derkis Spinoza, quien desde el feminismo de color se pregunta “¿Hasta
dónde nos sirven las identidades?” (1999) y señala la trampa que éstas nos
interponen:

“Lo que ha pasado innumerables veces es que las mujeres, doblemente subor-
dinadas como mujeres y como «negras», han tenido que priorizar una de sus
opresiones. Sólo para poner un ejemplo traigo aquí el caso de O. J. Simpsom19
donde las mujeres negras estadounidenses se vieron en la encrucijada de optar
por admitir que Simpsom era un homicida y agresor de las mujeres, es decir, de-
nunciar la doble moral patriarcal; o por denunciar la doble moral de la justicia
blanca y, en lo concreto, defenderlo. Como sabemos, las mujeres afroamerica-
nas decidieron que su primera lealtad era con su comunidad negra y se hicieron

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así, cómplices del sistema común de subordinación de las mujeres que atravie-
sa tanto a la sociedad blanca como a la afroamericana. «Cuando yo digo soy
mujer o soy negra o soy las dos cosas, ¿a qué sistema de representación de mí
misma estoy apelando? ¿Qué mecanismos de inteligibilidad estoy poniendo en
marcha? ¿Qué significado tiene para quien me escucha el ser negra, el ser mu-
jer? ¿Hay como tal un ser negro, una esencia negra? ¿Podemos, en República
Dominicana, en El Caribe, hablar de una identidad negra?» En este sentido:
«¿Qué pasa cuando un individuo se identifica con múltiples categorías de dife-
rencia? La lesbiana negra, ¿es primero una negra, después una lesbiana, y des-
pués una mujer? ¿O es vista como una lesbiana negra, que primero es una les-
biana, luego una negra, y luego una mujer? El ama de casa blanca, ¿es primero
blanca, luego un ama de casa, luego heterosexual, y luego una mujer?»” (p. 4).

Los migrantes, las minorías étnicas y sexuales, los refugiados, son


los sujetos subalternos diaspóricos que penetran la metrópolis del Primer
Mundo (entendiendo el concepto de diáspora en oposición a las identida-
des nacionales modernas producidas por los Estados-nación). Le intere-
sa a Bhabha el modo en que la gente de color y con pasados coloniales y
subalternos atraviesan la experiencia dolorosa del ingreso a las grandes
urbes (para saciar sus necesidades económicas) cuando “su presencia y di-
ferencia cultural es negada” (Bravo, 2000: 224).
Estos autores analizan cómo ciertas poblaciones fueron represen-
tadas como externas a la “comunidad imaginada de la nación”, según el
conocido libro de Benedict Anderson (1983), y de tantos otros que enfa-
tizaron la nación como Estado. Para Bhabha, la nación es un espacio li-
minal, definida dentro de los antagonismos sociales internos.
Este interés por la nación es compartido por los demás autores su-
balternistas y poscolonialistas. Podemos citar, entre ellos, a Paul Gilroy,
quien investigó la presencia de los afroingleses considerados una amena-
za a la homogeneidad cultural, blanca y occidental de los británicos; en su
análisis para la sociedad británica postatcherista comparte con Stuart Hall
que “la identidad racial es el modo en que se experimenta la pertenencia
de clase”. Asimismo, coincide con Bhabha en la idea de una cultura trans-
nacional en la que los afrobritánicos se autorepresentan como miembros
de una diáspora en diálogo con otras comunidades negras afroamericana
y afrocaribeñas. Sin dudas, el concepto de “in-between” es de una poten-
cialidad teórico-política insoslayable. Es allí, en la “emergencia de esos
intersticios (el solapamiento y el desplazamiento de los dominios de la di-
ferencia) donde se negocian las expresiones intersubjetivas y colectivas de
nacionalidad, interés común o valor cultural” (Bhabba, 2002: 18).

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Ambivalencia, hibridación y mimetismo son otros conceptos que


Homi Bhabha (2002) toma para pensar las sociedades actuales. Partiendo
de la siguiente cita de Jacques Lacan extraída de La línea y la luz – “El
efecto del mimetismo es el camuflaje (…) No es cuestión de armonizar
con el fondo, sino de volverse moteado sobre un fondo moteado, exacta-
mente como la técnica del camuflaje practicada en la guerra humana”–
(citado por Bhabha, 2002: 111), explica que el discurso del mimetismo se
construye alrededor de una ambivalencia. El autor trabaja la formación
de la identidad individual y la percepción de uno mismo en relación con
el otro. La idea de ambivalencia del mimetismo es “casi lo mismo pero no
exactamente” (p. 112).

“El mimetismo emerge como la representación de una diferencia que es en sí


misma un proceso de renegación. El mimetismo es, entonces, el signo de una
doble articulación; una compleja estrategia de reforma, regulación y discipli-
na, que se apropia del «Otro» cuando éste visualiza el poder. El mimetismo,
no obstante, es también signo de lo inapropiado, una diferencia u obstinación
que cohesiona la función estratégica dominante del poder colonial, intensifica
la vigilancia, y proyecta una amenaza inmanente tanto sobre el saber «norma-
lizado» como sobre los poderes disciplinarios” (Bhabha, 2002: 112).

Queda claro que Bhabha se refiere al mimetismo como un instru-


mento del saber y del poder colonial, y como lectura de la exclusión / in-
clusión del poder. Entre el que se asimila y el que se resiste la asimilación
se instala un hiato insalvable. Piel negra, máscaras blancas…
En uno de sus trabajos más influyentes (“The Other Question: Ste-
reotype, Discrimination and the Discourse of Colonialism”), el autor sos-
tiene que el discurso colonial pretende producir conocimientos sobre los
sujetos coloniales a través de la fijación (fixity). En la obra crítica de Bhab-
ha, el mimetismo es un concepto recurrente de inspiración fanoniana. Es en
“Piel negra…” donde Fanon escogió como título la metáfora de la máscara.
Mientras el sujeto colonizado es fijado en el estereotipo, el mime-
tismo produce fantasías amenazantes que tienden a desestabilizar el dis-
curso del colonizador, que ve huellas de sí mismo en el colonizado, la as-
piración del colonizado a ser como él.
Este deseo de identificarse con el colonizador ha sido tratado ma-
ravillosamente por Toni Morrison en Ojos azules, en cuyo epílogo, la es-
critora explica uno de los tantos problemas que encontrará en los límites
de la escritura:

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“La novela quería tocar el nervio despellejado del autodesprecio racial, sacar-
lo a la luz, luego sedarlo, no con narcóticos sino con un lenguaje que repro-
dujese la acción que yo descubrí en mi primera experiencia de belleza. Porque
aquel momento estuvo tan imbuido de racismo (mi revulsión ante lo que mi
compañera de escuela quería: ojos muy azules en una piel muy negra; el daño
que hacía a mi concepto de lo bello) que la pugna era por hallar una forma de
escribir inequívocamente negra” (2001: 258).

Cuerpo perdido
Aimé Césaire

Yo que Krakatoa
yo que todo mejor que monzón
yo que a pecho descubierto
yo que carraspeo como un árgano viejo
yo que balo mejor que una cloaca
yo que fuera de gama
yo que Zambeze frenético o rombo o
caníbal
quisiera ser cada vez más humilde y más manso
siempre más grave sin vestigio ni vértigo
caer hasta perderme
en la viviente sémola de una tierra bien abierta
Fuera una neblina en lugar de atmósfera no
sería nada sucia
cada gota de agua conteniendo un sol
cuyo nombre idéntico para todas las cosas
sería el ENCUENTRO MÁS TOTAL
de tal suerte que no se sabría a ciencia cierta
si cruza una estrella o una esperanza acaso
o un pétalo de flamboyán
o una retirada submarina
que las antorchas de las medusas aurelias frecuentan
Imagino que entonces la vida me bañaría por completo
mejor la sentiría palpándome o mordiéndome
tendido sentiría llegarme los olores al fin liberados
cual manos caritativas
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que me atravesarían
para mecer largos cabellos
más largos que ese pasado que no puedo alcanzar.
Cosas apartaros, haced sitio
a mi reposo que alza en oleaje
mi cresta terrible de raíces fondeadoras
buscando dónde asirse
oh cosas, yo sondeo y sondeo
yo, el cargador, soy portarraíces
yo peso, fuerzo y arcaneo
y ombligueo
Ah, quien hacia los arpones me lleva
estoy muy débil
silbo, sí, silbo cosas muy antiguas
de serpientes de cosas cavernosas
Soy oro viento paz aquí
y contra mi hocico inestable y fresco
poso contra mi rostro corroído
tu frío rostro de risa descompuesta.
El viento, ay, lo escucharé aún
negro, negro, negro desde el fondo
del cielo inmemorial
un poco menos fuerte que hoy en día
pero demasiado fuerte sin embargo
y ese loco aullido de perros y caballos
que envía a nuestra persecución siempre cimarrona
mas a mi vez en el aire
me alzaré en un grito tan violento
que voy a salpicar al cielo entero
por mis ramas destrozadas
y por el chorro insolente de mi barril herido y solemne
ordenaré a las islas existir.

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