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El tiempo y el tacto
ELVIO E. GANDOLFO
DURANTE DÉCADAS los lectores de Circe Maia conocieron sus libros en tiradas más
bien pequeñas, que solían agotarse para no reaparecer (si es que lo hacían) por mucho
tiempo. En el borde final del 2007 se produjo al fin el milagro tan deseado: una
recopilación de todos esos títulos en un solo volumen de más de 400 páginas.
Es cierto que los adictos podían ir reuniendo los delgados volúmenes, pero su fuerza
inalterable, el mundo que perfilaban era tan único, tan fuera de los distintos marcos no
solo de la poesía uruguaya sino también rioplatense, latinoamericana o incluso "de la
lengua" (castellana) que resultaba casi inevitable prestarlos, y por lo tanto perderlos.
Entre otras cosas porque no bastaba con el boca-a-boca, como puede ocurrir con la
narrativa: uno no podía "contar" los poemas, había que experimentarlos en forma
directa.
La lectura de esos libros en continuidad, sin mayores agregados (solo los acompañan un
par de notas iniciales, y muy breves cronología y reportaje finales) consolida por una
parte, y despliega de forma múltiple, por otra, el carácter particular de la poesía de Circe
Maia. Si hay un rasgo que la definió siempre fue el modo en que articula o armoniza,
justamente, parejas de elementos que parecen contradictorios: por ejemplo la unidad y
la división del mundo en sus seres y sus objetos (tan densos de existencia como los
seres humanos, animales o vegetales). Es una poesía a un mismo tiempo clásica y
moderna, de superficie tensa y profundidad serena, de escritura al parecer sencilla y sin
embargo muy compleja, dolorida hasta la rabia ante la muerte de los seres queridos,
expresada sin embargo con la misma decisión de exactitud que el resto, lejos de
desbordes. Una poesía centrada en la tarea de percibir, pero dispuesta siempre a
comunicar, al unísono. Atenta a la síntesis del lenguaje poético, pero también a la
reflexión filosófica, insistiendo en la tensión entre las dos, más que a la imposición de
uno de esos dos supuestos extremos.
En ese plano, entra por otro lado (Platón, Kant, los presocráticos), pero alcanza la
fulguración silenciosa de lo concreto, que logra, por ejemplo, el taoísmo. Como en él,
son esenciales el paisaje, la naturaleza y el mundo de los otros vistos con la misma
lucidez decidida que las cosas y el mundo.
PERCIBIR EL PAISAJE. La primera parte de ese primer libro, "Verano", recoge las
percepciones de una muy feliz vacación "en campaña", en Paysandú y Tacuarembó. Los
títulos de los poemas son claros: "Donde había barrancas", "Mojadas uvas...",
"Anochece en el campo", "Del Queguay". Pero mezcladas a la percepción del paisaje
(que por momentos recuerda a Juan L. Ortiz, otro enamorado de los ríos y los árboles),
ya se plantean en todo su peso las preguntas radicales que serán los misterios incitantes,
productivos de todo el trayecto de Circe Maia: ¿por qué y cómo pasa el tiempo?, ¿por
qué algunas cosas se borran del recuerdo, y otras persisten más allá de su supuesta
importancia?: "Vivir aquellos días en verdad fue beberlos,/ un vino puro y fuerte, un
intenso latido./ El color y el sabor de ese enero dorado/ todavía se pegan, tercos, a los
sentidos". ("Firme y seguro amor"). O el modo en que un instante se proyecta y se abre
en el tiempo, a partir de la simple agua que cae: "Si ahora llueve, si llueve/ de aquí unos
días/ o de aquí muchos años,/ se lavará de nuevo esta mañana/ que está conmigo/ lavada
luz, lavado amor del día/ chorreando gotas frías/ amor callado". O, ya de regreso en
Tacuarembó: "Agua de la memoria en que todo naufraga/ cielo barrido siempre por el
viento".
La serie de elementos poéticos que Circe Maia rechazaba en el prólogo terminaba con la
"acumulación de imágenes". Para ella la vista, la visión, es un sentido sobrevalorado,
prepotente. Prefiere otros más sutiles, como el sonido. O más poderosos: le parece más
adecuado tocar lo concreto que verlo. En un poema de la segunda parte ("La piedra del
mar") lo dice con claridad: "Sobre todo del tacto vienen las realidades. (...) La dureza y
el frío permanecen, se sienten/ sobre la mano, clara realidad de la piedra./ Fría materia,
ligero frío, frío/ sobre la palma abierta".
La tercera parte, directa y claramente, es "La muerte". También aquí su modo de recibir
ese impacto tremendo seguirá imperando después: un escándalo lógico que se vuelve
sufrimiento y choque terrible contra el límite, sobre todo en sus detalles menores: "Ropa
que usó, botones que abrochaba/ bolsillos en que queda el roce de sus manos/ tintineo
de llaves, ruido de la pulsera/ pasos muy conocidos". Y la distancia definitiva que se
establece, haciendo concreta la paradoja de Aquiles y la tortuga: "Venía como niebla de
cariño/ y como tan de lejos- / un ansia dolorosa/ de querer acercarse/ y aunque casi
llegaba/ -ya más cerca, más cerca- / no podía alcanzarse.// Porque tu voz volaba/ ay,
querida, querida/ por otro aire".
Como la primera imagen es de agujas de tejer que caen, una referencia leve posterior
(en "Anochece") establece un contacto: "Anochece en los cuartos con ventanas abiertas/
donde alguien cosía". Nada más alejado de las blanduras de lo autobiográfico que la
poesía de Circe Maia. Pero para quien la recorre una y otra vez, aceptando su invitación
("Pasa./ Vamos al fondo. Hay algunos frutales./ Ya verás. Entra") se establece la red de
los vínculos, la vida de las piedras, los puntos altos donde la intensidad marcó un
recuerdo inalterable.
LUZ, OSCURIDAD. En los dos libros siguientes, Presencia diaria (1964) y El puente
(1970) el firme cimiento que estableció su primer libro le da seguridad para ir afinando
sus herramientas. En "Es así", por ejemplo, establece la comparación entre una puerta
entreabierta que solo deja ver "retazos, trozos, sueltos", y el papel del poema, una "fina
ranura" que tanto puede dar paso al "rumor total: sonido puro/ o roto, absurdo ruido".
En "El engaño" la misma tensión existe entre la fugacidad y la eternidad de lo que se
puede ver por una ventanilla de tren, o de ómnibus en otro poema: "retén sobre estas
cosas/ la mirada. Son claras/ son fugaces, son ciertas". En "Junto a mí" subraya su
poética, y comienza su confianza/desconfianza ante las palabras: "Trabajo en lo visible
y en lo cercano/ -y no lo creas fácil- . (...) Para su vivo peso/ demasiado livianas se me
hacen las palabras".
Lo cercano se establece a través de las tareas cotidianas: "El orden de las horas/ trajín
diario, sustancia de la casa. (...) polvos de las escobas/ cansancio de las planchas". El
plano social, histórico, la injusticia aparece en "Apuntes de lluvia", donde se contrapone
el agua que moja e ilumina las vidrieras del centro con el otro "que decolora, corroe
más, descarna" el cinturón de ranchos de la ciudad.
Algunos elementos básicos de su poesía se afirman: el agua, el aire, los árboles, los
pájaros. Y su modo de captación a un tiempo concreto y abstracto: "miré hacia la
ventana y vi la luz bajando/ dura claridad blanca.// Bajaba en el silencio/ desde el cielo
dormido/ y era una telaraña de bordes luminosos/ como trozos de rotos espejos, finas
láminas// de sueltos resplandores ateridos". El ánimo y el desánimo se alternan. En
"Tarea inútil" siente que lo que puede hacer no alcanza: "No quiero alzar pedazos,
restos, sombras/ ya fríos, en mi mano". En cambio en "Manos" se reconcilia con ese
tacto que puede más que las palabras: "las ciegas/ manos, mucho más hallan,/ y sin
buscar encuentran/ una viva sustancia:/ en palabra no entra/ en los ojos no cabe./ Manos
sólo la palpan".
En los finales de los `60 las cosas, afuera, comienzan a enturbiarse, y Circe Maia las
comunica con una fidelidad que afinará en sus libros "de la dictadura". Lo registra en
"La pendiente": "Algo se ha endurecido y angostado./ (¿Cómo ha ocurrido, cuándo?/ La
plaza en sombra, la vereda en sombra/ Ha anochecido". En "Aprendo a oír I" usa su
capacidad de captación para escuchar la realidad del sufrimiento, que"Está afuera,/ está
vivo", y en "Aprendo a oír II" se une a la demás poesía de la época para convencerse de
que "ha de llegar el día/ (...) de la rabia en desborde/ el ancho grito".
Con intuición certera, se recuesta otra vez en lo mínimo, en las cosas menores "de fibras
resistentes/ como cosas reales: pan, avena,/ ropa lavada, lana tejida". Mientras prepara
leche para un niño que llora, la mujer del poema "Sale y entra y se mueve/ y su hacer la
ilumina". En otro plano, la duda sobre las palabras sigue: "¿De qué manera ataco con
palabras/ cosas tan delicadas?/ La mirada de un niño de tres meses/ ¿puede acaso
tocarse/ con las palabras `meses`, `tres`, `mirada`?". Al fin reconoce que un día tal vez
se abran y "en la hendidura brote/ la mirada". Un instante epifánico que su obra alcanza
una y otra vez.
En "Todavía la muerte" I y II, vuelve esa pregunta que la roe: el final de todo, el oído
que ya no oye ni siquiera el silencio. Pero otra vez la rescata el momento, el ahora:
"Pesada, opaca/ y mil veces bendita, densa tierra/ donde pisar seguro, mientras tengas/
el hueso y los tejidos todavía/ y todavía puedas". Mientras ese piso exista (en otro
poema famoso, en cambio, se hunde) la posibilidad le gana al final definitivo.
Las últimas líneas del libro preanuncian con claridad los años por venir: "Si te arrancan
del sueño/ puesto delante de una luz-cuchillo:/ ¿Qué has de sentir? ¿Te taparás los
ojos?/ ¿Sabrás quedarte y resistir?/ Prepárate./ El día ya está amaneciendo".
En otro poema de Williams subraya "la búsqueda de objetos que no estén alterados por
la subjetividad del interés o los prejuicios". Para redondear lo que comparte con el poeta
norteamericano dice en otra nota: "La diferencia entre inventar y descubrir es a veces
muy sutil, pero existe. Este poeta se alinea con los `descubridores`, aquellos que
necesitan ver, tocar y comprender algo más que las palabras y sus combinaciones".
Cambios, permanencias (1978) y Dos voces (1981) son dos libros compactos, decididos
a resistir, por difícil que sea, en plena tormenta, lenta e insidiosa. Los dos primeros
poemas de Cambios... son claros. En "Escalones" se registra el cielo que se ha vuelto
menos luminoso, el asombro ante la suma total que parece idéntica a pesar de los
cambios, el desgaste imperceptible que avanza. "Grados de irrealidad" expresa el temor
principal: "¿Quién vive plenamente/ y está de veras despierto?/ (Temor de estar en
rueda de fantasmas/ y fantasma uno mismo". Ya en "Cambios" aparece la esperanza en
el rescoldo de "la palabra no enfriada todavía", que se acentúa en "Posibilidades".
Aunque comience oscuro ("Hemos resuelto no existir. Mejor dicho/ se ha resuelto que
no existiéramos"), se afirma al fin, en la medida de lo posible: "A veces existimos
todavía/ en forma de punzadas silenciosas./ Un pensamiento-aguja, voz-astilla/ da el
inaudible grito: "¡Todavía!".
Aparecen las formas nuevas de contacto, como las cartas, modificadas por el nuevo
entorno: "Todo lo que se calla y no se escribe/ late, entre letra y letra, en el papel en
blanco". Y el horror de la costumbre, cuando lo acostumbrado está deshecho: "lo
asombroso es esto:/ que el horror da sus golpes/ y pronto -días, meses-/ se amortigua, se
cambia/ de ser hecho brutal, en charla, en tema/ para conversaciones". O el temor de
que lo mínimo sea destruido por la tormenta: "qué será de tu vuelo/ mi jilguero
querido".
Dos voces comienza con los "Poemas de Caraguatá". La naturaleza regresa como lo "ya
visto", y se vuelca "sin conflicto en el recuerdo", pero quien la percibe decide no
forzarla, ni revelarla: "Déjala así. Acepta esta luz blanda./ Deja a la venda húmeda que
toque/ el ojo herido./ Déjala". En otros poemas un casete grabado rescata el pasado
preso en esa "extraña celda"; se narra cómo de Prometeo sólo queda "el peñasco
inexplicable"; se imagina un capital fijo de tres cifras que nos dan al nacer; o se decide
disfrutar de la fragilidad del convaleciente. La tarea permanente de percibir lo concreto
y lo fugaz tiene una expresión plena en "Múltiples paseos a un lugar desconocido".
Cuando uno surge de la lectura completa de estas páginas, cuesta volver a determinadas
costumbres, también llamadas criterios o métodos. Se ha dicho, por ejemplo, que
Destrucciones es su mejor libro. No se trata de que surja un "no" decidido, ni siquiera
un "no necesariamente", sino la sensación clara de que ese tipo de afirmación es aquí
improcedente. Lo mismo si se trata de las clásicas afirmaciones sobre "la mejor", más
cercanas a las tablas de posiciones deportivas que a lo que su propia obra genera sin
cesar por su mera existencia.
Uno puede estar fuera o dentro de ese plano. Si está fuera, es fácil dedicarse, hasta con
entusiasmo, a esas tareas contables. Si está dentro, la interfase misteriosa entre la
inteligencia y los sentimientos, entre la visión, el oído y el tacto y lo que en el fondo es
el mundo, se despierta una y otra vez. Se acentúa el peso de las cosas humanas pequeñas
y de las cosas naturales inanimadas pequeñas (piedras, muebles, objetos) o grandes
(cielo, lluvia, sol) que rodean a Circe Maia y nos rodean. Todo envuelto a su vez por lo
más invisible y lo más presente: el tiempo.
Los libros
En el tiempo (1958)
El puente (1970)
Superficies (1990)
De lo visible (1998)