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Secretos Cortesanos

Por Darío Silva D’Andrea


Secretos Cortesanos
© Darío Silva D’Andrea, 2016
Ilustraciones: Archivo
1ª edición
Impreso por Bubok
www.coronasreales.com
contacto@coronasreales.com
Prohibida la reproducción total o parcial sin la autorización
escrita del autor.
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¡Inquieta vive la cabeza que lleva una corona!

(William Shakespeare; «Enrique IV»)

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Índice de contenidos

El zar que coleccionaba enanos


Así se comía en la Corte Francesa
Cómodo, el emperador gladiador
El monje que vivió como emperador
El Caballero de las heces reales
¡El rey quiere agua! (I)
El rey de las 7.000 amantes
Secretos de alcoba (I): La reina Victoria
El zar que prohibió la música
Los escandalosos amores de Nerón
Juana de Castilla: la Loca de amor
Tres Papas que murieron de forma curiosa
Los caprichitos de Isabel de Rusia
Un príncipe azul desteñido
Agripina se salva (varias veces) de la muerte
Silvestre II: El Papa Mago
La reina coleccionista
Carlos VI de Francia: El rey de cristal
Secretos de alcoba (II): Catalina la Grande
La estricta corte del “Rey Sargento”
Un burdel secreto para el Rey
Los Reyes Católicos vivieron en pecado
Diversión en el palacio de la zarina
“Lo que el rey quiere es pecado”
La reina que parecía rey
Un emperador con fama de bestia
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Cuando los reyes no se bañaban
La reina exhibicionista
El ‘enfant terrible’ del Vaticano
La locura del primer Borbón de España
Comer con el emperador, todo un desafío
La vida en la corte del último Zar
¡El papa es analfabeto!
La boda más insólita de la historia
¿Cómo se hacen los bebés?
Carnavales y misas en la Corte vienesa
El rey que se creía perro
El emperador que nació en el baño
“La que está bomba es mi suegra”
El escuadrón de la reina
Las extravagancias culinarias de Vitelio
El monarca afortunado
Una Cleopatra del siglo XIX
Mesalina: La emperatriz insaciable
El agobiante protocolo de Versalles
Las rascadoras imperiales
Un intruso en palacio
“Lo que Lola quiere, Lola tiene”
De prometida a prisionera
El emperador que nombró cónsul a su caballo
Secretos de alcoba (III): Jacobo I de Inglaterra
Las sacrificadas damas de la Reina Virgen
Una muerte llena de leyenda
¿Asesinato en el Palacio de Versalles?
Un príncipe desagradable
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La vida en Viena, como un reloj
La corte más fastuosa del siglo XIX
Adriano, loco de amor
El rey loco se encierra en su mundo
Guerras familiares
Amor a primera vista
La tediosa búsqueda de un bebé
La corte más aburrida de Europa
La dinastía maldita (I)
El papa de las mil enfermedades
¿Una emperatriz inventó la montaña rusa?
¿Un falso impotente?
La increíble muerte de Felipe III
El archiduque peregrino
El emperador tiene miedo de dormir solo
La amante más fea del mundo
El parto de la reina, todo un espectáculo
La comida en la Corte de Enrique VIII
Las extravagancias del último faraón
Cuando los Papas también eran ginecólogos
Necesidades sagradas
Los cuernos de Carlos IV
Secretos de alcoba (IV): Napoleón y Josefina
Audiencia en el Inodoro Real
Amores desordenados
La reina más peligrosa
Una suegra entrometida
El papa que escribió una novela erótica
¡El Rey está hechizado!
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Demasiado fea para ser reina
Pócimas, brebajes y tónicos para el rey
La realeza portuguesa lleva la “moda” a Brasil
Guerra entre esposa y amante
Catalina de Austria: una auténtica Cenicienta
El papa que fue condenado a trabajos forzados
El triste destino de Luis XVII de Francia
El “inventor de pecados”
29 años, 6 meses y 6 días de amor
El emperador que se creía emperatriz
Prohibidos los niños
El papa que excomulgó a un cometa
Nostradamus predice la muerte de Enrique II
Furia en el Principado de Mónaco
¡Buenas piernas tiene el mozo!
Un demonio en el trono papal
El harén de Catalina la Grande
La emperatriz derrochadora
El rey travesti de Francia
Domiciano, el peor anfitrión de Roma
Fea, pobre y portuguesa
Richard Wagner, el “dios” de Luis II
¿Qué pasó con Iván VI de Rusia?
Los consejos de una experta
La misteriosa desaparición del rey Sebastián
Los eunucos de la China imperial
Ana de Cléves: repudiada por fea
Sofía Dorotea: La reina prisionera
Los pececitos del emperador Tiberio
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Separados en vida, unidos en la muerte
¡Sobre mi cadáver!
Guillermo el Conquistador: un final indigno
El sultán se volvió loco
El emperador sufre insomnio
Las feas de la familia
Potemkin, el infiel amante de Catalina
El príncipe está celoso
¡El rey quiere agua! (II)
El zar obsesionado que no pudo escapar
Los placeres del papa Dámaso
Muchos hijos pero ningún heredero
La princesa que se tragó un piano
Secretos de alcoba (V): Guillermo III y María II
Una sangrienta guerra de hermanos
Lo que el rey quiere, hay que hacerlo
La auténtica “reina de corazones”
Esplendor de Oriente
La detallada correspondencia imperial
La “Silla voladora” de Luis XV
El Cónclave del Terror
La viuda de Windsor
La dinastía maldita (II)
¿Por qué se apodó “el Terrible” a Iván IV?
La envenenadora imperial
Caza de princesas en el Reino de los Capeto

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El zar que coleccionaba enanos

Pedro el Grande, zar de Rusia (1672-1725), fue muy


cuidadoso a la hora de recopilar toda clase de curiosidades,
desde los dientes de sus sirvientes hasta la cabeza (preser-
vada en alcohol) de una de las damas de su esposa, pasando
por penes en formol, lenguas, cadáveres de bebés con de-
formidades, el esqueleto de un gigante, dentaduras, plantas,

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etc. En sus viajes de investigación, que solía hacer de incóg-
nito, el curioso Pedro reunía gran cantidad de conocimientos
que luego llevaba a su país y trataba que se aplicaran. Pero
también obligaba a quienes lo acompañaban a compartir con
él su búsqueda de conocimientos, y apartaba de su lado a los
que no seguían su ejemplo. En una ocasión, durante una
lección de anatomía a la que asistió en Holanda, sus acom-
pañantes hicieron gestos y ruidos de disgusto al ver cómo un
cadáver era diseccionado. Enfurecido por su debilidad, Pe-
dro ordenó que todos ellos se acercaran al cadáver, hundie-
ran la cabeza en él, y se comieran un pedazo de su carne.

Pero su colección más divertida era la de enanos, a


los que quería mucho y consideraba muy graciosos. Dos días
después de la boda de una sobrina, en 1710, se divirtió mu-
cho celebrando la boda de dos enanos de la corte con la
misma elegancia. “Un enano muy pequeño marchaba a la
cabeza de la procesión, asumiendo el papel de mariscal (…)
guía y maestro de ceremonias”, relataba un embajador. “Le
seguían la novia y el novio, vestidos pulcramente. Luego
venía el Zar y sus ministros, príncipes, boyardos, oficiales y
demás; por último desfilaban todos los enanos en parejas de
ambos sexos. Entre todos eran setenta y dos”. Pedro el
Grande, como muestra de su concordancia con la boda, tuvo
la cortesía de sostener una guirnalda de flores sobre la ca-
beza de la novia, según la tradición rusa, y cuando las
ceremonias terminaron, los recién casados fueron llevados al
palacio, donde durmieron en cama del emperador.

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Así se comía en la Corte Francesa

Guillaume Tirel, conocido como “Taillevent”, (1310-


1395), fue cocinero del rey francés Felipe VI de Francia y
maestro cocinero y de guarnición de Carlos VI. En su libro
«Historia de la cocina y los cocineros», Edmond Neirick y
Jean Pierre Poulain cuentan el chef llegó a tener bajo su
mando alrededor de 150 personas en las cocinas palaciegas:
67 se ocupaban en tareas diversas de la cocina, 15 en la fru-
tería, 21 en la panadería y 38 en la bodega, y algunos catado-
res de bebidas.

La comida en las cortes de Felipe VI (1293-1350) y


Carlos VI (1368-1422) se organizaba en cinco o seis servicios
que se redujeron al llegar al Renacimiento. Pese a conocerse
los cubiertos, se usaban los dedos para tomar los alimentos,
y como la servilleta no existía, la mesa tenía un mantel doble
y grueso de amplia caída, que permitía a quienes estaban
sentados a su alrededor limpiarse las manos. Para cortar la
carne se usaban armas como dagas o puñales, aunque era
generalmente el rey quien la cortaba con su espada, como
símbolo de su poder. Si se quería honrar a algún invitado,
bastaba con dejarle cortar la carne. Mientras tanto, un
enorme grupo de cantantes, artistas, malabaristas y bailarines
de la Corte amenizaban la velada.

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Cómodo, el emperador gladiador

Déspota, cruel, extravagante, degenerado, maledu-


cado y hermoso... Cómodo (161-192), emperador de Roma,
fue un apasionado por la lucha de gladiadores y compitió en
la arena más de 700 veces. Herodiano, un funcionario ro-
mano, recordó con gran detallismo la pasión de este césar
por la lucha: “... ordenó la celebración de espectáculos públi-
cos, anunciando que daría muerte con su propia mano a
todo tipo de animales salvajes y que como un gladiador se
enfrentaría a los jóvenes más fuertes. (...) Animales de la In-
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dia y de Etiopía, del sur y del Norte, si antes eran desconoci-
dos, los mostraba a los romanos a la vez que les daba muerte
(...) aunque su actuación, a excepción de su valor y puntería,
era impropia de un emperador, todavía gozaba de cierto ca-
risma entre el pueblo.

“Pero cuando entró en el anfiteatro desnudo y, blan-


diendo sus armas, se puso a luchar como un gladiador, en-
tonces el pueblo contempló un triste espectáculo: el muy
noble emperador de Roma, después de tantas victorias con-
seguidas por su padre y sus antepasados, no tomaba sus ar-
mas de soldado contra los bárbaros en una acción digna del
imperio romano, sino que ultrajaba su propia dignidad con
una imagen vergonzosa en extremo y deshonrosa (...) A tal
grado de locura llegó que ya ni quería habitar el palacio im-
perial sino que quiso trasladarse a la escuela de gladiadores.
(...) De la enorme estatua del Coloso que veneran los roma-
nos y que representa la imagen del sol hizo cortar la cabeza y
mandó poner la suya, ordenando que inscribieran en su base
los habituales títulos imperiales y de su familia, pero en lugar
del calificativo de «Germánico» puso el de «Vencedor de Mil
Gladiadores»”.

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El monje que vivió como emperador

La apacible y silenciosa vida de oración y contempla-


ción en el Monasterio de San Jerónimo, en Yuste (España),
se vio trastornada de la noche a la mañana en 1558 cuando
llegó a sus puertas Carlos V, quien había abdicado como
Emperador de Alemania y Rey de España, para vivir entre
los monjes de la comunidad y esperar la muerte. Los 38
monjes de Yuste tuvieron que adecuar las austeras habita-
ciones del monasterio para acomodar dignamente al ex em-
perador enfermo y a una comitiva de 50 asistentes, médicos,
consejeros y sirvientes.

De pronto, el monasterio se convirtió en un autén-


tico palacio real, repleto de candelabros, estufas de hierro,
estatuas, fuentes y en sus banquetes fluía la cerveza y se ser-
vían las comidas favoritas del emperador llevadas desde to-
das partes: fiambres, ostras, sardinas ahumadas, salmones,
truchas, salchichas picantes, bacalao, mariscos, pollo, café,
chocolate, chorizos, etc. La habitación del emperador se cu-
brió de tapices y obras de arte y estaba comunicada por un
pasillo que llegaba hasta la iglesia con el objetivo de que el
monarca no tuviera que salir de la cama para ir a misa. Carlos
V murió el 21 de septiembre de 1558, muerte para la que se
había estado preparando durante tiempo, ya que hacía cele-
brar sus funerales en vida y, acostado solemnemente en un
ataúd, oía con devoción las oraciones por su alma.

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