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Platón y

Aristóteles

Introducción a
la Filosofía

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La época clásica: Platón y
Aristóteles
La época clásica griega, Los siglos V y IV a. C. constituyen el periodo álgido de florecimiento de la
especialmente la cultura griega, de especial brillo en la ciudad de Atenas. Esta época
ateniense, es cristaliza estructuras político-democráticas (Pericles), aunque con
considerada como un
tensiones que hacen a Platón, entre otros, iniciar su periplo filosófico;
periodo de ilustración
por el brillo de sus como el mismo Platón reconoce en su Carta VII: “al ver esto, y al ver los
producciones hombres que llevaban la política, cuanto más consideraba yo las leyes y las
culturales. Entre ellas, costumbres y más iba avanzando en edad, tanto más difícil me fue
hay dos grandes pareciendo administrar bien los asuntos del estado” (trad. en 1969, p.
sistemas de
1570).
pensamiento que
marcarán el desarrollo
futuro de la filosofía: el
de Platón y el de su Entonces me sentí irresistiblemente movido a alabar la
discípulo, Aristóteles. verdadera filosofía y a proclamar que solo con su luz se
puede reconocer donde está la justicia en la vida pública y
en la vida privada. Así, pues, no acabarán los males para los
hombres hasta que llegue la raza de los puros y auténticos
filósofos al poder o hasta que los jefes de las ciudades, por
una especial gracia de la divinidad, no se pongan
verdaderamente a filosofar. (Platón, trad. en 1969, p. 1571).

La condena a muerte de Sócrates (399 a. C.), su maestro amado, hizo a


Platón desarrollar una visión pesimista de la democracia, que se traduce en
la figura del filósofo que ajustician en el mito de la caverna. Además, la
llegada al poder de algunos de sus parientes aristocráticos en la tiranía de
los treinta (404 a. C.) le había hecho desistir también de cualquier
posibilidad de aristocracia encaminada al bien.

Siguiendo la estela de los pitagóricos, Platón busca establecer reformas


políticas en Siracusa, pero terminaron en sedición y en su venta como
esclavo. De regreso a Atenas, fundará la Academia (387 a. C.) con la
pretensión de desarrollar un programa educativo integral, del que
pudieran salir los futuros componentes del Estado –en la versión que
ofrece en su República–, pero con el tiempo especialmente dedicada a la
investigación y enseñanza. No en vano puede considerarse, si hacemos
caso al testimonio biográfico que representa la Carta VII (Friedländer,
1989) que la obra de Platón es una respuesta a esta necesidad de superar
las limitaciones de la polis.

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Platón culmina su obra, entre otros diálogos, con Las leyes. En esta obra se
muestra su escepticismo sobre las reformas políticas, optando por
combinar modificaciones legislativas con programas de reforma social,
pero tomando firme base en las costumbres establecidas. El escepticismo
del viejo Platón lo lleva a considerar necesario hacerse cargo de las malas
noticias que también acompañan a la naturaleza humana. Incluso sobre las
cosas insignificantes y desagradables –le dice Parménides a Sócrates en el
diálogo Parménides– existen ideas: “Claro que aún eres joven, Sócrates -
dijo Parménides, y todavía no te ha atrapado la filosofía, tal como lo hará
más adelante, según creo yo, cuando ya no desprecies ninguna de estas
cosas” (Platón, trad. en 1988a, p. 42).

La época clásica ateniense fue de máximo esplendor: en las artes


(arquitectura, escultura y teatro), en las ciencias y, por supuesto, en la
filosofía. Pero conoció también las alteraciones políticas internas –luchas
entre oligarquías, burguesía incipiente y sectores populares– y externas –
guerras con persas y espartanos–. La filosofía estuvo ahí pensando los
problemas, indagando alternativas y diseñando sistemas para generar
cosmovisiones del mundo natural y humano.

Así como los presocráticos se ocuparon de la naturaleza y los sofistas con


Sócrates realizaron un giro antropológico, la época clásica asiste al
nacimiento de dos grandes sistemas de pensamiento: el de Platón (más
dialógico que sistemático, ciertamente, pero con una lógica y estructura de
pensamiento que abarcan la totalidad de lo real) y el de Aristóteles. Entre
ambos, pese a sus afinidades, emergen también diferencias que van a
signar el posterior curso del pensamiento filosófico. Salvando las distancias
el curso mismo de la historia de la filosofía remite de algún modo a esta
contraposición entre platonismo y aristotelismo (Koyré, 1978): San Agustín
y Santo Tomás, o racionalistas y empiristas, son modulaciones que, pese a
sus diferencias, conservan cierto aire de familia con la contraposición entre
el pensamiento platónico y el aristotélico.

Teoría del conocimiento y metafísica


Aunque el de Platón (427-347 a. C.) sea un pensamiento menos sistemático
que el de Aristóteles, se considera que existe –con diferencias entre
momentos de su producción y hasta con ciertas incoherencias– un sistema
filosófico en el sentido de abarcar diferentes ámbitos: antropología,
ontología, gnoseología (teoría del conocimiento), ética, política, teoría del
arte, etcétera, estableciendo nexos entre ellas.

En la morfología de los sistemas filosóficos, podemos contemplar como


central el vínculo que en estos se establece entre la teoría del

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conocimiento y la metafísica (entre la gnoseología y la ontología). El vínculo
puede comprenderse bajo la siguiente lógica: establecer lo real (y su
contraparte, lo aparente) remite a considerar cómo se conoce (y su
contraparte, se confunde) tal realidad. Por esto la teoría del conocimiento
y la ontología –doctrina del ser, consideración de lo real– van muy de la
mano.

Ciertamente, esta morfología tiene, como veremos someramente, su


repercusión en otros ámbitos del pensamiento, como, por ejemplo, la
teoría ética o la política.

El modelo platónico es un modelo diferente al aristotélico. Así, mientras


para Platón la realidad son las ideas trascendentes, para Aristóteles la
realidad es la sustancia de naturaleza individual –compuesta de materia y
forma–. A las ideas se accede mediante los “ojos del alma”, una suerte de
intuición intelectual que va desde las suposiciones o principios (causas) de
las que se ocupa la ciencia hacia los primeros principios.

La sustancia, ciertamente, tiene componentes genéricos (ideas) que


permiten comprender lo real, pues es típico del entendimiento humano la
comprensión de estas formas comunes o genéricas en los entes singulares.
En el caso aristotélico, estas formas son abstraídas de la realidad sensible e
individual mediante un proceso psicológico y epistemológico complejo. De
tal modo, para Platón la intuición es esencial, mientras que para Aristóteles
lo es la experiencia. Dos modos, pues, de abordar el conocimiento y su
contraparte: lo real.

Platón. Reminiscencia: hacia el mundo de las ideas

La ontología platónica remite a la teoría de las ideas, que tiene versiones


distintas a lo largo de su obra (Barnes, 1999): va desde la consideración
inicial de la realidad sensible como participación e imitación de ideas que
van en ascenso jerárquico hasta la idea suprema –la idea de bien– hasta
una concepción más pluralista, según la cual las ideas se relacionan
dialécticamente entre sí, al modo de la malla de los pescadores (symploké:
entretejimiento). Aquí, el acto de conocimiento es uno destinado a conocer
el modo en que se teje y desteje esta malla.

Para comprender el sentido de la idea en Platón, es bueno tomar en cuenta


la siguiente analogía, usada por él mismo en diversos pasajes: igual que los
ojos del cuerpo captan las formas (eidós, idea, forma) de los objetos, los
ojos del alma (el proceso intelectivo) capta las formas inteligibles, más
depuradas, abstractas y desligadas de la realidad sensible de los sentidos.
Cuando el alma se dirige a lo sensible, se mueve en el terreno de la opinión

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(doxa); cuando se dirige hacia un mundo que solo se capta por la
inteligencia (el mundo inteligible), accede a la verdad, porque este mundo
es el mundo de las entidades estables, que son las ideas, frente al mundo
de los sentidos, que remiten al flujo y cambio constante.

De tal modo Platón armoniza la visión de Heráclito con la de Parménides


estableciendo un claro dualismo entre un mundo sensible, sometido al
cambio constante, y un mundo inteligible, eterno y perfecto. Este dualismo
se replica en la concepción antropológica (un cuerpo cambiante y
corruptible frente a un alma eterna y perfecta) y, por supuesto, en su
teoría del conocimiento: al mundo sensible se lo conoce mediante la
opinión, mientras que al inteligible se lo conoce mediante la episteme,
forma racional de conocimiento.

En su República (trad. en 1988b, “Libro VI”, 509d-511e), Platón utiliza la


imagen de una línea que se divide en dos segmentos, que se vuelve a
dividir en otros dos segmentos más para ilustrar las distintas formas de
conocimiento. Estas avanzan desde el grado más bajo (en el extremo
izquierdo de la línea) a la forma más perfecta (en el extremo derecho).

Figura 1: Símil de la línea

Fuente: Protogalaxia, 2014, https://goo.gl/D8TpYb

Cada forma de conocimiento nos pone en presencia de una determinada


región de la realidad: la doxa nos contacta con el mundo sensible, mundo
de apariencias; la episteme, con el mundo inteligible, es decir, con la
auténtica y plena realidad. A su vez, estos dos grandes tipos de
conocimiento tienen sus modulaciones. Para la doxa, la imaginación nos
sitúa ante las imágenes (las sombras), la creencia sobre los seres del
mundo sensible. Respecto a la ciencia: el conocimiento discursivo nos
permite acceder al reino de los entes matemáticos. La nóesis (inteligencia,
intuición intelectual) nos permitirá remontarnos desde los objetos
matemáticos hacia los primeros principios: las ideas (cuyo culmen es la
idea de bien, pasando primero por ideas como la de belleza).

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Para comprender cómo el alma puede, por su propia naturaleza, acceder al
mundo de las ideas, Platón considera en diversas obras que el alma es
inmortal y, por lo mismo, antes de caer encerrada en el cuerpo, ha estado
en contacto con el mundo de las ideas. Por eso, cuando, a propósito del
mundo sensible, se disparan estos grados de conocimiento, el alma va
recordando las ideas que había contemplado antes de caer encerrada en el
cuerpo. De tal modo: aprender es recordar. Esta concepción, conocida
como teoría de la reminiscencia o anamnesis (etimológicamente, recordar
lo previo, lo que estaba antes o atrás), está presente en diversos pasajes de
su obra. Si locus fundamental es el Menón (Guthrie, 1992):

El alma pues, siendo inmortal y habiendo nacido muchas


veces, y visto efectivamente todas las cosas, tanto lo de aquí
como las del Hades, no hay nada que no haya aprendido; de
modo que no hay de qué asombrarse si es posible que
recuerde no sólo la virtud, sino el resto de las cosas que por
cierto antes también conocía. Estando pues, la naturaleza
toda emparentada consigo misma y habiendo el alma
aprendido todo, nada impide que quien recuerde una sola
cosa -eso que los hombres llaman aprender- o encuentre él
mismo todas las demás, si es valeroso e infatigable en la
búsqueda. Pues, en efecto, el buscar y el aprender no son
otra cosa, en suma, que una reminiscencia. (Platón, trad. en
1987, p. 302).

Para aunar el camino del conocimiento con el de la realidad, pero sumando


también los componentes ético-políticos que tiene el proceso de descubrir
la realidad y la obligación ética de compartir con los demás hombres,
liberándolos de la ilusión en la que viven atrapados, Platón cuenta en el
Libro VII de la República (Platón, trad. en 1988b) un mito, conocido como
mito de la caverna.

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Figura 2: El mito de la caverna

Fuente: Tacilla, 2011, https://goo.gl/RGysmv

El mito de la caverna es una de las imágenes más poderosas de la filosofía,


y sobre ella puede haber múltiples planos de análisis (Lledó, 1992). El mito
cuenta sobre unos extraños prisioneros que, habiendo nacido encadenados
y no pudiendo mirar a sus espaldas, viven observando cómo las sombras se
mueven en una pared. Uno de ellos –metáfora del filósofo– logra soltar las
cadenas y pronto descubre que las imágenes que veía en la pared son, en
realidad, sombras de objetos que unas personas mueven, situadas entre la
pared y un fuego que sirve de luz proyectora. El prisionero descubre así un
primer nivel de realidad, superior respecto a las sombras. Pero avanza más
y logra escapar de la caverna en la que están encerrados estos prisioneros
y las personas que mueven los objetos. Accede al exterior y ahí, primero
cegado por la luz del sol (metáfora de la idea de bien), contempla la
sombra de los objetos en el suelo. Poco a poco se acostumbra a la luz del
día y accede a contemplar los objetos mismos que proyectan la sombra a
causa de la luz del sol.

¿Qué más nos cuenta este mito en un plano más ético-político? El


personaje que se libera no se queda solo disfrutando de la nueva realidad
descubierta: ha de regresar de vuelta a la caverna. Podríamos pensar en
dos grandes razones para esta vuelta: una de tipo gnoseológico y otra de
tipo ético. La primera, porque para producir el conocimiento no basta con
acceder a las Ideas, hay que regresar de vuelta a las apariencias para
conectarlas entre sí, para indagar en la relación que entre ellas existe y, de
paso, cerciorarse de que no ha sido una equivocación todo el proceso. La
segunda es de tipo ético: la verdad no es solo para uno, hay que
compartirla. Aquí entra la función política que Platón le otorgó al
conocimiento. Lo trágico del mito es que al filósofo que regresa no le creen
los prisioneros, lo toman por loco, y apuestan incluso por matarlo; razón
por la que se considera que Platón está hablando aquí de Sócrates.

Aristóteles. Hilemorfismo de la sustancia: conocimiento como


abstracción

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Aristóteles (384-322 a. C.), descendiente de familia de médicos al servicio
de la corte de Macedonia, fue discípulo de Platón, con quien se formó en la
academia. Con el tiempo formará su propia escuela, denominada Liceo
(335 a. C.), en honor a Apolo Licio. Se sabe que impartía sus lecciones
paseando alrededor de un patio denominado perítpatos, razón por la cual
su escuela se denominó peripatética.

Aristóteles desarrolló un pensamiento muy sistemático, que abarcó


prácticamente la totalidad de las ramas del saber científico de su época
(Reale, 1985). No en vano, cuando se recupera su legado, tras los primeros
años de oscuridad cultural en occidente,1 será conocido como El filósofo
por los tratadistas medievales, dado el carácter sistemático de su obra, tan
afín al modo de proceder de la escolástica.

Aristóteles se mantiene muy crítico de la teoría de las ideas, núcleo de la


ontología y de la gnoseología (teoría del conocimiento) platónica. No
asume la necesidad de formas separadas (ideas) para explicar el proceso
de conocimiento y tampoco considera que tales ideas separadas puedan
tener subsistencia al margen de la materia que las soporta. Por esto, su
ontología –teoría de la realidad– gira en torno a la teoría del hilemorfismo.
Todo lo existente está compuesto de una materia (hylé, en griego) y una
forma (morfé).

Sería muy complicado explicar aquí la concepción del ser en Aristóteles,


puesto que el ser se dice de los entes de múltiples modos (Aubenque,
1974), pudiéndose dar así una visión de la realidad relativa a la sustancia
(realidad absolutamente singular que tiene subsistencia pese a los
cambios) y otra relativa a las formas (sustancia segunda y accidentes) que
esta sustancia va adquiriendo.

La ontología de Aristóteles rechaza las ideas como formas separadas,


puesto que, si esto fuera así, tendría que haber una idea separada de la
sustancia de la que se dice y luego una idea que se dice de la sustancia, y
así indefinidamente. Esto es, si la idea de hombre fuera distinta del hombre
concreto, tendría que haber una idea de la idea de hombre que nos hiciera
comprender la relación entre hombre concreto e idea de hombre, y así
sucesivamente:

De estos argumentos se concluye que cada realidad singular


y su esencia son una y la misma cosa, y no accidentalmente,

1 Su legado subsistió, sin embargo, en el Imperio Bizantino, y fue recuperado en el siglo XIII de
nuestra era (hasta entonces solo se conocían fragmentos de su obra) para Occidente, gracias a la
labor traductora de la Escuela de Toledo y la tradición de la filosofía árabe y judía.

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y que conocer una realidad singular no es sino conocer su
esencia, de modo que incluso por inducción (se muestra)
que ambas son una misma cosa. (Aristóteles, trad. en 1994,
p. 297).

Se conoce mediante un proceso de abstracción por el que se categoriza en


especies y géneros los rasgos que definen la sustancia. Por esto, Aristóteles
representa una postura de corte más empirista –salvando, por supuesto,
las distancias históricas, porque postula entidades como el entendimiento
agente– respecto a la de Platón (Barnes, 1999). Todos los seres, incluido el
ser humano, son compuestos de materia y forma. La forma establece
elementos universalizables de los seres, pues el conocimiento necesario de
las ciencias ha de buscar las formas. Pero la materia es el principio que
individualiza la sustancia, de modo que no hay posibilidad de una realidad
en la que la forma esté separada –más que en el proceso mental– de la
materia.

Se sostiene así una concepción hilemórfica de la realidad, que replica en


todos los ámbitos: el conocimiento funciona por reconocimiento de
especies y géneros que definen las características necesarias de los seres y
al tiempo los van especificando. Un ejemplo es la concepción aristotélica
del alma. Cada tipo de ser tiene su propia alma –principio que anima y da
vida–: los vegetales se definen por el alma vegetativa –responsable de la
nutrición y ciertos movimientos–; los animales, por el alma sensitiva –que
permite tener un conocimiento sensible, así como desplazamiento y
voluntad–, y el ser humano se especifica mediante el alma racional, que le
permite la voluntad libre y el conocimiento intelectivo, capaz de formar
ciencia por procedimientos inductivos y deductivos. También el ser
humano posee alma sensitiva y alma vegetativa, pero no son específicas
suyas.

En la ontología de Aristóteles, el cambio es asumido. Todo ser se define por


el par potencia-acto y por el cambio y el tiempo (paso de la potencia al
acto). El cambio es actualización de la potencia.

El modelo empirista del saber que Aristóteles representa se observa en


toda su obra (Reale, 1985; Barnes, 1999): realizó estudios de zoología (De
las partes de los animales), observaciones de los fenómenos
meteorológicos (Meteoros), estudios del cambio en la naturaleza y los tipos
de movimientos (Física). Recopiló constituciones y analizó formas políticas
tras recopilarlas (Política). Tuvo su propia obra ética, que recopila
abundante información como producto de la observación sistemática de
las conductas humanas (Ética a Nicómaco, Ética a Eudemo). Recopiló
diversas formas de argumentar (Tratados de lógica u Organon, De

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interpretatione, Argumentos sofísticos) y los modos en que procede el
conocimiento científico (Primeros y Segundos analíticos), etcétera.

La ontología hilemórfica es pareja a una concepción inmanentista del


conocimiento: no se precisa postular un mundo separado para comprender
el proceso de conocimiento. El proceso de conocer parte del individuo
singular, operando mediante procesos de abstracción parejos a las
definiciones –usando todo un entramado conceptual de categorías– que
van obteniendo los elementos de necesidad en la identificación del objeto
conocido, delimitando así lo accidental de lo esencial; sin embargo, la
realidad goza siempre del privilegio de la absoluta singularidad.

Ética y política
También en la consideración de la ética y la política –en consonancia con la
ontología y la gnoseología–, existen diferencias entre ambos autores.
Mientas en Platón hay una concepción más deductivista de la política, en
Aristóteles hay una apuesta por el estudio de los fenómenos sociales en su
materialidad y concreción. El dualismo antropológico de Platón –la
oposición cuerpo y alma, siendo el cuerpo una cárcel para el alma– se
traduce en una ética menos proclive al valor de lo sensible; en cambio, el
hilemorfismo aristotélico permite asumir las pasiones en su dimensión
constructiva.

En lo político, la perspectiva de ambos autores se traduce en diferentes


conceptos del orden justo: ambos son críticos con la democracia –bien
porque tiende a degradarse en tiranía, al desordenarse los deseos
humanos (Platón), o porque se escora hacia la demagogia, atentando
contra el buen ordenamiento de la república (Aristóteles)–, pero, mientras
Platón busca un orden ideal que pueda implantarse en las diferentes
realidades, Aristóteles no duda en considerar que cada tipo de sociedad
tendrá formas de gobierno que le son más propicias.

Platón. Del gobierno del alma al de la polis

La teoría política de Platón cambió a lo largo de su vida. Mientras en la


República hay una visión más idealista, normativa y “revolucionaria” del
fenómeno político (con su teoría del filósofo rey; esto es, la idea de que,
mediante un adecuado proceso de formación intelectual, el gobernante
puede llegar a conocer las virtudes y, por lo mismo, aplicarlas), en Las Leyes
un Platón ya anciano manifiesta cierto escepticismo apelando al valor de
las costumbres.

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Aun contando con estas diferencias, es importante conocer que en Platón
la construcción política está íntimamente conectada con su consideración
antropológica y psicológica (la teoría del alma), con implicaciones en la
ética. El alma se compone, en Platón, de tres dimensiones (tres tipos de
alma): el alma apetitiva, concupiscible; el alma volitiva, irascible, y el alma
racional. Todos los seres humanos tienen estos tipos de alma, pero en
algunos predomina más uno que otro. Por esto, Platón recomienda
observar a los niños desde pequeños e ir orientándolos en las virtudes
relativas a ellas.

La virtud de la justicia emerge del buen ordenamiento social cuando en una


sociedad se ha fomentado para cada grupo de personas –definidos en
función del predominio de uno de estos tres tipos de alma– la virtud
(excelencia de la acción) que le es propia. En el modelo social propuesto
por Platón, los niños (y niñas: en esto Platón fue muy avanzado) han de ser
orientados en función del tipo de alma que en ellos predomina, de tal
modo que:

 Aquellos en los que predomine el alma concupiscible se han de orientar


hacia el grupo de los productores, pues la pasión por la posesión es
fuente de riqueza. Pero esta pasión, si se hace codiciosa, atenta contra
el propio sujeto, desajustándolo, y en su proyección social contra el
orden social mismo. Cuando en una sociedad predominan los
productores, puede haber todo tipo de conflictos que pueden derivar en
oligarquías de poder, guerras civiles, etcétera. Por esto, Platón
considera que hay que educar a los productores en la virtud de la
templanza, para moderar los deseos.
 Los que tengan una mayor propensión hacia el alma irascible, por su
arrojo, podrán ser buenos guardianes. Pero también ha de considerarse
que la tendencia irascible –si bien noble, porque testimonia el afán por
la justicia– termina por generar la desmesura en la solución de los
problemas, como sucede, nos dice Platón, cuando los militares ocupan
el poder. Por esto hay que educar la virtud de la fortaleza, que permite
reprimir la ira.
 Cuando se observe que los niños tienen mayor propensión hacia el alma
racional, habrá que potenciarles la pasión por el conocer y llevarlos a
indagar en las últimas verdades. Y, para que no se sientan tentados a
ocuparse solo del saber por el saber mismo, sino que –pese a que no les
reporte bien alguno– quieran ocuparse en la política (arte de construir
polis, ciudad), ha de cultivarse en ellos la virtud de la sabiduría.

De tal modo, para Platón la justicia resulta de la adecuada combinación de


cada grupo social, educándolo en las virtudes correspondientes
(templanza, fortaleza y sabiduría). Para ello, Platón da todo tipo de
recomendaciones. Además de observar a los niños, también debe

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impedirse que los gobernantes y los guardianes tengan riqueza, e incluso
entre los gobernantes hay que buscar que no tengan familia. Algunos
autores han señalado que en estas consideraciones platónicas está en
ciernes una sociedad de tipo comunista, una sociedad cerrada (Popper,
2010), en la que las personas tendrían poca libertad.

Así expuesto se aprecia cómo existe una correlación entre la ordenación


conforme a la virtud de las partes del alma y la ordenación de la sociedad
justa. Podemos apreciar esto bien con un ejemplo. En el Libro VIII de la
República, Platón considera cómo unas formas de gobierno van
degenerando en otras, y la razón de tal degradación reside, precisamente,
en la alteración de las virtudes que han de regir el alma. La democracia, por
ejemplo, degrada en tiranía, pues el individuo se deja arrastrar por las
“hermosas pasiones” al punto de que se desgobierna a sí mismo. Cuando
esto sucede buscará una mano firme que ponga el orden en la sociedad
que él habrá de poder, posteriormente, introyectar para garantizar su
propio orden anímico.

El siguiente texto viene hablando del hombre democrático, que confunde


libertad con anarquía y deseo con desenfreno y avidez:

de este modo vive, día tras día, satisfaciendo cada apetito


que le sobre viene, algunas veces embriagándose y
abandonándose al encanto de la flauta, otras bebiendo agua
y adelgazando, tanto practicando gimnasia como
holgazaneando y descuidando todas las cosas, o bien como
si se dedicara a la filosofía. Con frecuencia actúa en política,
lanzándose a decir y hacer que le salga. Alguna vez admira a
(os guerreros y se inclina hacia ese lado, o bien a
negociantes, y se inclina hacia allí: no hay orden ni
obligación alguna en su vida, sino que, teniendo este modo
de vida por libre y dichoso lo lleva a fondo. (Platón, trad. en
1988b, p. 407).

“Por lo tanto, como iba a decir ahora, el deseo insaciable de la libertad y el


descuido por las otras cosas es lo que altera este régimen político y lo
predispone para necesitar de la tiranía” (Platón, trad. en 1988b, p. 408).

¿Cómo puede el alma ordenarse bien? Platón considera en esta dirección


una alegoría. Se trata de la alegoría del carro alado. Compara las tres
partes del alma con los diversos componentes de un carro mitológico: el
auriga, un corcel bueno y otro malo. El auriga representa la razón, el corcel
negro, el alma concupiscible, y el blanco, el alma irascible. El arte de

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conducir bien el carro exige que el auriga sepa conducir ambos corceles,
del mismo modo en que el arte de conducirse bien supone que la razón
sepa orientar a las restantes almas (concupiscible e irascible).

Cómo es el alma, requeriría toda una larga y divina


explicación; pero decir a qué se parece, es ya asunto
humano y, por supuesto, más breve. Podríamos entonces
decir que se parece a una fuerza que como si hubieran
nacido juntos, lleva a una yunta alada y a su auriga. Pues
bien, los caballos y los aurigas de los dioses son todos ellos
buenos, y buena su casta, la de los otros es mezclada. Por lo
que a nosotros se refiere, hay, en primer lugar un conductor
que guía un tronco de caballos y, después, estos caballos de
los cuales uno es buen o y hermoso y está hecho de esos
mismos elementos y el otro de todo lo contrario como
también su origen. Necesariamente pues, nos resultará
difícil y duro su manejo. (Platón, trad. en 1988a, p. 345).

Aristóteles. El hombre como animal, político

En Aristóteles el alma opera en conjunción al cuerpo; asimismo, existen


tres tipos de alma: la vegetativa (plantas), la sensitiva (animales) y la
racional (ser humano), de tal modo que la diferencia específica del ser
humano es la racional. Por este motivo, el ejercicio de la razón será su
excelencia, su virtud más propia, y no tanto el ejercicio de las funciones
sensitivas o vegetativas; sin prejuicio de lo cual para Aristóteles todas estas
almas están presentes, de modo que poder construir o edificar un carácter
(ethos, en griego), de lo que se ocupa la ética, exige contar con ello.

Cada saber tiene su propio bien. Existen tres tipos de saberes: el


productivo (técnico, cuyo bien es el objeto útil), el contemplativo (cuyo
bien es el conocimiento teorético) y el práctico, cuyo bien es la buena
disposición del carácter (ética) o de la polis (política).

A diferencia de las posiciones más intelectualistas –que conducen la noción


de virtud y bien desde el conocimiento–, Aristóteles señala que las virtudes
propias de conocimiento no son las mismas que las de la ética. Mientras las
primeras son la excelencia en el ejercicio de la razón teórica (virtudes
dianoéticas) las virtudes éticas lo serán del ejercicio de la razón práctica.
Esta razón es la prudencia, una suerte de arte de calcular el término medio
entre dos extremos. Este término medio –relativo a cada persona y
situación– es la virtud. Ahora bien, la virtud no puede ser ocasional, sino
que tiene que ser ejercitada e incrustarse en los hábitos de las personas.

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Por eso, la ética ha de contar con las pasiones humanas, pues la buena
organización del carácter, la enkrateia –el autogobierno o autodominio–,
supone ejercitar el arte de la prudencia.

Estoy hablando de la virtud ética, pues ésta se refiere a las


pasiones y acciones, y en ellas hay exceso, defecto y término
medio. Por ejemplo, cuando tenemos las pasiones de temor,
osadía, apetencia, ira, compasión, y placer y dolor en
general, caben el más y el menos, y ninguno de los dos está
bien; pero si tenemos estas pasiones cuando es debido, y
por aquellas cosas y hacia aquellas personas debidas, y por
el motivo y de la manera que se debe, entonces hay un
término medio y excelente; y en ello radica, precisamente,
la virtud. En las acciones hay también exceso y defecto y
término medio. Ahora, la virtud tiene que ver con pasiones y
acciones, en las cuales el exceso y el defecto yerran y son
censurados, mientras que el término medio es elogiado y
acierta; y ambas cosas son propias de la virtud. La virtud,
entonces, es un término medio, o al menos tiende al medio.
(Aristóteles, trad. en 1985, p. 168).

La prudencia es la madre de las virtudes, y ejercitarla es en sí una virtud.


Del ejercicio prudencial mediante el cálculo del término medio oportuno
según la situación, persona, lugar, etcétera, nace la acción virtuosa. El bien
humano, al que todos apetecemos, se obtiene mediante el ejercicio de la
vida virtuosa. Este bien es la felicidad: eudaimonía –buen destino (tino), en
griego–. La felicidad se persigue por sí misma, no es un bien para otro bien
posterior, como sucede con las riquezas, por ejemplo, pero a su vez no es
tampoco la satisfacción a una virtud puntual: es el ejercicio de la razón
humana en sus dimensiones; entre ellas, la dimensión ética.

Como se mencionó, la virtud es un término medio entre dos extremos, y


aun las pasiones en sí tienen su función. Aristóteles da el ejemplo del
enfado: quien nunca se enfada es considerado un pusilánime; quien se
enfada demasiado, un irascible. Lo importante es enfadarse del modo
adecuado, en el momento adecuado, con la persona o situación adecuada,
etcétera. El cálculo de estas dimensiones es precisamente el ejercicio de la
prudencia, y su consecuencia, la virtud ética.

Así como perseguimos el bien propio o individual, también buscamos


bienes comunes, señala Aristóteles. El ser humano es un ser social por
naturaleza, precisa de la comunidad y obtiene en ella goce y bienestar. Por
esto apuesta por el bien común, administrado por buenas leyes.

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Un bien es común no por ser más grande o de mayor dimensión, ni es un
bien en sí, sino que se encuentra en otros bienes cuando estos son
dispuestos conforme al bien de la sociedad, a la eutaxia: equilibrio entre
los diversos intereses y bienes particulares. Para el caso del honor, por
ejemplo:

Así parece que ocurre también en las ciudades. No se honra,


en efecto, al que no proporciona ningún bien a la
comunidad, pues el bien común se otorga al que favorece a
la comunidad, y el honor es un bien común. (Aristóteles,
trad. en 1985, p. 350).

En su obra Política, Aristóteles realizará un análisis de las formas de


gobierno y sus deformaciones, pero, a diferencia del platónico –más atento
a los rasgos psicológicos y éticos–, Aristóteles presta atención a la
dimensión funcional. El bien común está relacionado con el predominio de
un buen ordenamiento social (eutaxia), en la medida en que predomina el
interés de la clase media (entre los muy ricos y los muy pobres). Si se
favorece a uno de los extremos, se altera el orden y se producen
revoluciones.

Las desviaciones de los regímenes mencionados son: la


tiranía de la monarquía, la oligarquía de la aristocracia y la
democracia de la república. La tiranía es una monarquía que
atiende al interés del monarca, la oligarquía al interés de los
ricos y la democracia al interés de le pobres; pero ninguno
de ellos atiende al provecho de la comunidad. (Aristóteles,
trad. en 1988, p. 350).

Cada forma de gobierno, en tanto atiende al bien común –el bien que
reside en aquellos bienes que benefician a toda la comunidad, lo que
supone no escorarse ni hacia los ricos ni hacia los pobres–, es legítima: así
sucede con la monarquía (gobierno de uno solo); la aristocracia (gobierno
de unos pocos, los mejores) y la república (gobierno de mayorías conforme
a principios de mérito).

Está dispuesto a un gobierno monárquico el pueblo que de


modo natural produce una familia que sobresale por sus
cualidades para la dirección política. Está hecho para un

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gobierno aristocrático el pueblo capaz por naturaleza de
producir una multitud de ciudadanos capaces de ser
gobernados como hombres libres por aquellos que, por su
virtud, son jefes aptos para el poder político. Y es un pueblo
republicano aquel en el que se produce naturalmente una
multitud de temperamento guerrero capaz de obedecer y de
mandar conforme a la ley que distribuye las magistraturas
entre los ciudadanos acomodados según sus méritos.
(Aristóteles, trad. en 1988, p. 212).

Para Aristóteles el bien común emerge del diseño institucional; cada


sociedad, en función de sus disposiciones, tenderá hacia una u otra, de
modo que una monarquía constitucional puede ser una forma excelente de
gobierno, pero también una aristocracia o una república, según el caso.

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Referencias
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