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la verdadera poesía es siempre metafísica

ALEJANDRA PIZARNIK: “Cinco poetas jóvenes argentinos” (1965)

Fuera de la lógica formal y matemática, toda la filosofía,


toda la metafísica es una acción del lenguaje.
GEORGE STEINER, “Qué es literatura comparada”:
Pasión intacta (1997)

Leer lo que no está escrito


HOFMANNSTHAL
CAPÍTULO I

La subjetividad del poema de Pizarnik

El presente capítulo examina, a partir de los primeros tres versos de ENEM, la aparición de

la subjetividad que va a delinear la turbia espacialidad de la poesía de Pizarnik, hallando la

paradoja esencial que habrá de condicionarla: el yo presente observa que la palabra, a

través de la cual surgió, no termina nunca de situarlo. El discurso de Pizarnik se descubre

entorpecido continuamente por la falta de flujo dialéctico destacándose, en consecuencia, la

naturaleza negativa del sujeto. Así, observamos que al sujeto ideal de Hegel subyace una

angustia inmanente. Pizarnik va a desarrollar en su poesía un caso límite de identidad que

constituirá, en términos de Lévinas, un “existir sin existencia”.

1. en esta noche en este mundo


2. las palabras del sueño de la infancia de la muerte
3. nunca es eso lo que uno quiere decir

Estos primeros versos aluden de inmediato a la aparición de la subjetividad 1 para enseguida

negarla. El surgimiento del Yo, como aquél que simultáneamente indica y al hacerlo se

sitúa, es establecido por el adjetivo demostrativo --este/esta-- que encubre el aquí-ahora del

acontecimiento y su contingencia 2. Tomar la palabra y proferir anuncia la instancia de

1
Siguiendo a Adorno (1973: 148-50), la subjetividad para nosotros será comprendida como figura de objeto.
Esto quiere decir que en cuanto hace su aparición, el sujeto queda indisolublemente unido al mundo de
manera existencial y sólo a partir del otro podrá desarrollar alguna identidad.
2
Los adjetivos demostrativos del primer verso tienen la función de situar, en la continuidad, el presente
relacionado al sujeto enunciador. Simultáneamente ubican al objeto y al sujeto que dice Yo. En general la

29
discurso que abre la espacialidad y el tiempo para sí como salida de sí mismo y no

determina sino ese único momento. El presente instaurado por la voz enunciante es

reconocido por Lévinas (1993: 88-92) como un desgarramiento en el existir anónimo, su

función es la realización de la hipóstasis asumida por el flujo de una subjetividad en

relación con lo otro fuera de ella. Partiendo del sí mismo el lenguaje trasciende al discurso,

exactamente como el ser-el-ahí que al querer asir-el-esto se aproxima a la verdad de las

cosas sólo en una sucesión de universales 3. Así, el advenimiento del lenguaje al mundo

ocurre mostrando diferido al objeto de la conciencia 4. El verso dos, por lo tanto, mientras

que nos muestra el deseo del Yo, se descubre ambiguo; por un lado ostenta la plenitud

ontológica cifrada en la idealización del sueño, de la infancia y de la muerte; por otro lado,

siendo un anhelo desmedido para el Yo del poema, el intento de acceder a esos lugares sólo

puede caer en el vacío. El tercer verso --“nunca es eso lo que uno quiere decir”-- confirma

la ambigüedad; las palabras mismas que designaron antes la plenitud también la anulan. Por

encima de la negación recurrente que entraña el decir y lo oscurece, cuando el Yo-

deixis sitúa en el mundo. Aquí aparece el sujeto primordial del poema, tras el adjetivo demostrativo. Cuando
el Yo señala también se señala como el ser-ahí que indica.
3
Una vez que Hegel (1973: 65) ha determinado a partir del “ahora” que el decir es una mediación que se hace
pasar, en efecto, por algo “que es”, agrega: “El aquí mismo no desaparece, sino que es permanentemente en la
desaparición de la casa, del árbol, etc., indiferente al hecho de ser casa, árbol, etc. El esto se revela, de nuevo,
pues, como una simplicidad mediada o como universalidad.” La relación de Pizarnik con Hegel se aclarará en
el capítulo IV.
4
“La separación de sujeto y objeto es real e ilusión. Verdadera, porque en el dominio del conocimiento de la
separación real acierta a expresar lo escindido de la condición humana, algo que obligadamente ha devenido;
falsa, porque no es lícito hipostasiar la separación devenida ni transformarla en invariante. Esta contradicción
de la separación entre sujeto y objeto se comunica a la teoría del conocimiento. En efecto, no se los puede
dejar de pensar como separados; pero la ψεῦδοϛ [falsedad] de la distinción se manifiesta en que ambos se
encuentran mediados recíprocamente: el objeto mediante el sujeto, y, más aún y de otro modo, el sujeto
mediante el objeto. Tan pronto como es fijada sin mediación, esa separación se convierte en ideología,
precisamente en su forma canónica. El espíritu usurpa entonces el lugar de lo absolutamente independiente,
que él no es: en la pretensión de su independencia se anuncia el tirano. Una vez separado el sujeto
radicalmente del objeto, lo reduce así; el sujeto devora al objeto en el momento en que olvida hasta qué punto
él mismo es objeto”. (Adorno 1973: 144).

30
particular se encubre bajo el Uno-universal no se niega tanto como admite la presencia

necesaria del otro 5 (lo otro inalcanzable aquí para el Yo) para compensar el desequilibrio.

El acto de indicar presupuesto en el pronombre --paso del significar al mostrar-- que

subyace a la enunciación del poema, revela la experiencia de la certidumbre sensible como

un proceso dialéctico de mediación y negación que deja al Este como un trascendental No-

este. En general, el pronombre queda establecido en la voz de aquél que habla como la pura

intención de significar que constituye la dimensión negativa a partir de la cual, más tarde,

se generará lo que Merleau-Ponty denominará lo invisible. Agamben hace explícita esa

negatividad originaria en función de la Voz que elude tanto al mero sonido de una voz

como al significado: “[La Voz] Es fundamento, pero en el sentido de que es lo que va al

fondo y desaparece, para que el ser y el lenguaje tengan lugar” (2003: 66). Él mismo hace

la distinción entre la Voz como el puro querer-decir y la voz como sonido. Otro poema de

Pizarnik, “Tangible ausencia” (1992: 166-7), ilustra este punto a través de una paradoja en

la que el Yo disuelve la función mediadora del lenguaje para que ocurra el sentido pleno:

“Hablo con la voz que está detrás de la voz y con los mágicos sonidos del lenguaje de la

endechadora”. La relación que aquí aparece, entre el Yo hablante y “la endechadora”,

sugiere la paradoja de un Yo que habla desde la muerte, y la voz alcanzada ya no es sólo

índice sino creadora de objetos. Ahora bien, si el sentido último --el puro querer-decir que

se corresponde con la impresión auténtica de las cosas alojada en la memoria--, que

revelaría el modo de ser genuino, permanece siempre diferido en lo dicho, habrá necesidad

5
La hipóstasis que se sugiere entre el universal y el particular siempre es en relación con el otro; “«uno» es la
forma elíptica de «un hombre»”, advierte Adorno (1973: 150-1) y agrega: “De ningún concepto de sujeto es
posible separar mentalmente el momento de la individualidad (llamada por Schelling «egoidad»); si no se la
mentase de alguna manera, el «sujeto» perdería todo su sentido. Inversamente, el individuo particular, tan
pronto como se reflexiona sobre él, siguiendo una forma conceptual universal, en cuanto el individuo, y no
solo en cuanto al «ese, ahí» de un hombre particular cualquiera, se convierte ya en algo universal, a semejanza
del concepto idealista de sujeto; ya la expresión «hombre particular» necesita del concepto genérico; de otra
suerte carecería de sentido”.

31
de aludir constantemente a él. Entonces la instancia de discurso, el Yo donde aquél sentido

queda recluido, se torna inasible e indeterminada tal como lo aclara Agamben (2003: 124):

la instancia de discurso es desde el principio confiada a la memoria, de tal


modo sin embargo, que memorable es la inasibilidad misma de la instancia
de discurso como tal (y no simplemente una instancia de discurso histórica y
espacialmente determinada), que funda así la posibilidad de su infinita
repetición.

El “ahora” del poema --aparición del Yo-- adviene, por lo tanto, de tal modo que se

escapa ya siempre hacia el futuro y hacia el pasado para reafirmar el sentido del tiempo

como lo describe Benveniste (1999: 86): “continuidad y temporalidad se generan en el

presente incesante de la enunciación, que es el presente del ser mismo, y se delimitan, a

través de una referencia interna, entre lo que se hará presente y lo que ya no es”. Pero

advirtamos que es la naturaleza propia de la palabra, como abstracción, la que origina el

emplazamiento tal como lo entendemos, --es decir, la noción de “lugar” (y con ella la de

“tiempo”) sólo es posible debido al modo de ser concreto del lenguaje, burdo cuando se lo

compara con el sentido. El presente pleno --la intemporalidad-- es descubierto sólo en el

momento poiético y cuando éste finaliza impone al Yo una sensación de desfase temporal

impidiéndole, o distorsionándole, la espacialización sustentada en principio por la palabra.

El ser-ahí observa que la palabra, a través de la cual surgió ya en la autoconciencia, no

termina nunca de situarlo condenándolo a sufrir el tiempo. Entonces, que el Yo no termine

nunca de tenerse significa que ser-el-ahí es un proceso sin fin para tener lugar. Pizarnik

(2001: 13, 138, 295) lo expresa continuamente como carencia, o como intuición fantasmal:

y el tiempo estranguló mi estrella


pero su esencia existirá
en mi intemporal interior
brilla esencia de mi estrella! (“Reminiscencias”)
~
en la jaula del tiempo
la dormida mira sus ojos solos (Árbol de Diana: 36)
32
~
Voces, rumores, sombras, cantos de ahogados: no sé si son signos o una
tortura. Alguien demora en el jardín el paso del tiempo. Y las criaturas del
otoño abandonadas al silencio. (“Los poseídos entre lilas”: III)

Este especial acontecimiento del lenguaje que ilustra el poema ENEM --como

muestra el verso: “las palabras del sueño de la infancia de la muerte”--, no cumple el

natural retorno al sujeto, necesario para construir alguna identidad definida. Varado en

algún punto, muestra el hecho de que ninguna identidad se forja sin mancha al precipitar su

existencia en tres “lugares” (el sueño, la infancia y la muerte) que traducen “la nada” donde

el sujeto se pierde para fundar así el principal motivo de su angustia: la supuesta

incapacidad para aprehender la naturaleza, --es decir, la pérdida del poder de representar

que principiará irónicamente su autonomía, y la del poema, como se verá más adelante. El

sinsentido 6 y el triunfo de la paradoja en el devenir se asoman en el horizonte torciendo la

función del lenguaje y sofocando el anhelo de expresión del Yo. Esta anulación de sí

transcurre en una refutación perpetua del propio lenguaje que traba el proceso dialéctico de

la identidad como se expresa en los versos posteriores del poema. La muerte, la infancia y

el sueño --convertidos en símbolos típicos del anhelo de Pizarnik-- equivalen al lugar sin

orientación, la atopía misma donde no es posible aprehender ningún significado porque

tampoco serían ya necesarios. Si la hipóstasis es el momento de la libertad y

responsabilidad del Yo consigo mismo, su fuga hacia la nada, como alerta Lévinas (1993:

109), se desvanece en un existir sin existencia donde su soledad inherente se pervierte en un

sufrimiento equivalente a una ausencia de todo refugio 7. En el poema siguiente (Pizarnik:

6
“El sinsentido es lo que no tiene sentido, y a la vez lo que, como tal, se opone a la ausencia de sentido
efectuando la donación de sentido”. (Deleuze, 2005c: 65).
7
Recordemos la etimología de la palabra ética, donde el ethos es la guarida o el refugio del animal.
Análogamente, para el hombre sería el ámbito donde puede ejercer su humanidad. De esta manera, la
ausencia de refugio sugiere ya la ausencia de ética. El fundamento de ésta, para Lévinas (2006), lo constituye
una alteridad irreductible.

33
133), para el Yo es preferible el encierro en una tarea reflexiva que haga brotar en algún

momento la palabra olvidada que lo sustente:

Es un cerrar los ojos y jurar no abrirlos. En tanto afuera se alimenten de


relojes y de flores nacidas de la astucia. Pero con los ojos cerrados y un
sufrimiento en verdad demasiado grande pulsamos los espejos hasta que
las palabras olvidadas suenan mágicamente. (Árbol de Diana: 31)

Ante el deseo frustrado, anulado por la premura utilitaria del reloj instigador y el

artificio de la astucia, para el sujeto sólo queda especular infinitamente en la esperanza de

llegar a ser, de tener lugar, debilitándose a causa de eso. Observemos, a continuación, cómo

gradualmente la “palabra” señalada en el verso dos, arriba citado, deja de significar, o más

precisamente, deja de tener sentido en su devenir sueño, infancia y muerte 8 antes de

convertirse ella misma en el objeto que señala y proporcionar algún descanso al sujeto.

El sueño es el universo propio y el mito individual que nos aleja de la vida empírica

y supone, para Lévinas (88), el poder que tiene la conciencia para retirarse de sí y

permanecer en suspenso evitando quedar alienado. Es la pausa que posibilita el cambio. En

contraste, la vigilia sin objeto sugerida por la noche del poema, que caracteriza al insomnio

en el que ha caído el sujeto, es la forma del existir solitario que persiste mientras se

aniquila; es el sueño invadiendo la vigilia que da pie a la locura 9. “El sueño queda asignado

8
Ya la crítica ha constatado bastante estos temas recurrentes en Pizarnik, ejemplo de ello es el estudio de
Josefa Fuentes Gómez (2007), “Los emblemas poéticos de Alejandra Pizarnik”. Sin embargo el fundamento
filosófico que implica el lenguaje, que interesa a este examen, casi siempre se ha sacrificado en aras de
sostener una personalidad determinada ya sea conforme a lo real (la praxis) o figurada en los poemas. Incluso
a la editora de los diarios que publicó Lumen se le hizo más interesante la figura de la poeta sublime, como
bien argumenta Nora Catelli (2004).
9
Confrontemos las siguientes reflexiones sobre el sueño y el insomnio respectivamente: “[…] lo que el sueño
nos presenta deja el Yo en suspenso. Suspendido, sin lugar propio, exento, errante; lo arroja fuera de su sede,
cualquiera que sea. Y aún la conciencia, la doble conciencia, en el caso que también exista la de la vigilia,
parece no pertenecerle. […] De todo ello parece deducirse que el Yo tenga un lugar que le sea propio, un
lugar adecuado […] Ha de ser tal de no estar sumergido en él, ni tampoco cubierto por la temporalidad, sea
del éxtasis de las esperanzas cumplidas o del lleno de la atemporalidad. Ha de ser por tanto, un vacío, un
cierto vacío que le mantenga aislado y a flote sobre ese océano de las vivencias declaradas o a medio declarar,
esa masa de vivencias sordas, ese rumor que llamamos psique. Ha de estar sobre ella, sin perder el contacto
con ella, ha de flotar marcando así una especie de estela que es lo propiamente vivido”. (Zambrano, 1992:

34
entonces al papel de ley común a la vida normal y la vida patológica” 10, distinguida esta

última por una succión del mundo y máxima diferenciación donde no es posible ya apreciar

la voluntad. En principio todas las formas del sueño son un recurso para mantenernos a

distancia de nosotros mismos y remitir nuestros estados al mundo; marca la posibilidad del

olvido y la abstracción. En el sueño, el loco vislumbra su cura. En la parte IV del poema

“Extracción de la piedra de locura” (Pizarnik: 247) se observa como el sueño neutraliza el

poder de las “ambiguas vecindades”:

La luz mala se ha avecinado y nada es cierto. Y pienso en todo lo que leí


acerca del espíritu... Cerré los ojos, vi cuerpos luminosos que giraban en la
niebla, en el lugar de las ambiguas vecindades. No temas, nada te
sobrevendrá, ya no hay violadores de tumbas. El silencio, silencio siempre,
las monedas de oro del sueño.

El reino de la infancia, por otro lado, es la suprema irresponsabilidad o el egoísmo

puro, momento en el cual la moral no ha sido alcanzada. La comunicación ostensiva es

privilegiada y la analogía cubre toda lógica. En suma, es el lugar donde el lenguaje no

persevera manteniéndose en el balbuceo. La infancia es la eterna inmadurez; más que la

sola conciencia y lejos todavía de las categorías, es una filautía carente aún de alteridad que

recomienza siempre en sí misma. Figura al paraíso perdido en algún pasado remoto porque

93). “El insomnio nos dispensa una luz que no deseamos, pero a la cual, inconscientemente, tendemos, una luz
que reclamamos a pesar nuestro, contra nosotros mismos. A través de ella -y a expensas de nuestra salud-
hallamos otra cosa, verdades peligrosas, nocivas, todo aquello que el sueño nos impedía entrever. Pero nuestros
insomnios nos liberan de nuestras facilidades y de nuestras ficciones únicamente para colocarnos ante un
horizonte cerrado: ellos iluminan nuestros impasses. Nos condenan a la vez que nos liberan: equívoco inseparable
de la experiencia de la noche”. (Cioran, 1995b).
10
Foucault (2007: 325). Pizarnik (1992: 168-71) ilustra en “Una traición mística” el episodio del insomnio
con un verso de Eluard puesto de epígrafe (verso enmarcado). Aunque el poema “A medianoche” (abajo
transcrito) de Eluard sugiera en su verso final alguna pesadilla, las imágenes que lo pueblan y el título mismo
hacen pensar más en la alucinación del insomnio justo como se ha significado. «Se abren puertas se descubren
ventanas / Un fuego se enciende y me deslumbra / Todo se decide encuentro / Criaturas que yo no he deseado.
/ He aquí el idiota que recibía cartas del extranjero / He aquí el anillo precioso que él creía de plata / He
aquí la mujer charlatana de cabellos blancos / He aquí la muchacha inmaterial / Incompleta y fea bañada de
noche y de miseria / Cargada de absurdas plantas silvestres / Su desnudez su castidad sensibles de cualquier
parte / He aquí el mar y barcos sobre mesas de juego / Un hombre libre otro hombre libre y es el mismo /
Animales exaltados ante el miedo con máscara de barro / Muertos prisioneros locos todos los ausentes. / Pero
tú por qué no estás aquí tú para despertarme»

35
muestra a los procesos de producción en su potencia original --realizando siempre-- y a los

productos mismos como si estuvieran adelantados a su tiempo. Modelo de autocreación del

arte, ambos encuentran su impulso en el ámbito social y desde ahí se elaboran

continuamente adquiriendo autonomía. El encanto que originan está relacionado

fuertemente a sus consecuencias impredecibles derivadas del hecho de inaugurar caminos

no transitados hasta entonces (descubren nuevas formas de invención) 11. El “cómo” del

hacer y el “qué” figurado se confunden repetidamente anunciando siempre una novedad. La

infancia confirma la idea sartreana 12 que dicta que la existencia precede a la esencia pues

muestra al existente creándola. Y lo que creará finalmente, en sustitución del mundo

infantil, es el Yo de la reflexión manifestado como conciencia de sí. El mundo y la infancia

que solían existir míticamente sin mediación, fuera de la historia, ahora florecerán en una

conciencia y un mundo que en adelante correrán, cuando no uno contra otro, paralelos.

Abajo, el poema “Nombres y figuras” (Pizarnik: 272) enmarca la infancia como una

pérdida, accesible sólo a través del recuerdo para apaciguar a la conciencia reflexiva:

La hermosura de la infancia sombría, la tristeza imperdonable entre


muñecas, estatuas, cosas mudas, favorables al doble monólogo entre yo y
mi antro lujurioso, el tesoro de los piratas enterrado en mi primera
persona del singular.

En cuanto a la muerte como “nada”, ella es lo opuesto al ahora. La muerte supone la

imposibilidad de captar algo, es el misterio que se presenta justamente como el correlato de

11
Ya Marx (1985: 23-4) ha entrevisto cómo el arte se nutre de la fantasía popular que lo precede. El arte, sin
embargo, llega a desprenderse de la influencia social que lo hizo brotar y su desarrollo puede no coincidir con
el de ella. Más sorprendente, incluso, es el hecho de que el arte se remonta a sí mismo elaborando formas que
de ningún modo habrían aparecido. La infancia llega a ser así el arquetipo del arte, misterio de sí misma,
creándose mientras crea. “[…] dentro del arte, incluso ciertas formas importantes del mismo sólo pueden
darse en una fase aún no desarrollada de la trayectoria del arte”. Marx compara la niñez con la infancia
histórica del arte (el arte griego), ambas son inspiración para reproducir su verdad. Su encanto, dice, “Está,
más bien, en su resultado y se halla inseparablemente relacionada con el hecho de que las condiciones
sociales inmaduras bajo las cuales surgió y sólo pudo surgir, no pueden volver a repetirse”.
12
Cfr. Sartre (1999).

36
la experiencia de la imposibilidad de la nada. Relación única con el futuro que la descubre

como lo absolutamente otro. Es significativo contemplar, a partir de Heidegger 13, que si la

asunción de la muerte se registra como la posibilidad de lo imposible entonces la muerte se

vislumbra ya no como “nada” sino como “algo”, haciendo así efectiva la condición

existencial del sujeto (vivir contra sí mismo, en la imposibilidad de la plenitud). Ahora, si

el sueño remite al descanso del sí y la infancia a la libertad sin límites del sí; la constante

alusión a la muerte revela, por encima de un deseo de unidad suprema, el resto de fe puesta

en juego en el poema de Pizarnik y que se vislumbra en su apetencia de silencio y en la

solicitud que hace del otro en el transcurso del poema. “Quisiera estar muerta y entrar yo

también en un corazón ajeno”, se lee en “Adioses del verano” (236).

La muerte hace de la realidad una tautología que orilla a deslindarse de todo interés

para hallar alguna claridad relacionada con todo lo que hay de diverso. Cuando aparece,

suspende la forma sin contenido dentro de un “prestigio hechizante”, devolviéndole su

valor activo de constante producción --donde no importa si el poema tiene o no sentido-- y

perfilándola hacia lo verdadero. Así lo muestra Pizarnik (223):

La muerte ha restituido al silencio su prestigio hechizante. Y yo no diré mi


poema y yo he de decirlo. Aun si el poema (aquí, ahora) no tiene sentido, no
tiene destino. (“Fragmentos para dominar el silencio”: III)

Vía la soledad queda patente, porque persiste, la unidad indisoluble entre el

existente y su acción de existir. La soledad, cuyo carácter trágico se condensa en lo que

viene a ser su materialidad descubierta ante la nada mortuoria: la responsabilidad de sí,

13
La posibilidad de la muerte surge como la posibilidad de la imposibilidad que oscurece todo. Siguiendo a
Agamben, la anticipación mortuoria que solía ser sólo posibilidad ontológica se torna en la “más concreta
posibilidad existencial, en la experiencia de la voz de la conciencia y de la culpa”. La anticipación de la
muerte se convierte en la posibilidad más auténtica del Dasein y en “la experiencia de la más extrema
negatividad”. Cfr. Agamben (2003: 149). Por otro lado, Ricoeur (1996b: 169-70), de manera importante para
esta investigación, nos recuerda que la “nada” de un sí “ya no significaría nada si «nada» no se atribuyese a
un «yo»”.

37
producto de la naturaleza incompleta del esfuerzo, y sus implicaciones 14. Ser cautivo de sí

mismo es la tragedia que ilustra la poesía de Pizarnik 15. Los particulares posibles para el

sujeto se agotan junto con su salud. La soledad se anuncia ahora progresivamente en una

ausencia de tiempo --y ya no de espacio de enclave--, donde la falta aparente de cambios,

precisamente alentados por la visión gradual de muerte, parece aprisionar al tiempo en el

espacio. Este terreno crítico se convierte en el deseo ambiguo de Pizarnik cuya tentativa de

salvaguardarse en el lenguaje tiembla ante la atracción de lo que sería el último absurdo,

donde “la calma de la nada y la de la reconciliación no se pueden distinguir” (Adorno,

2003: 310): “para distenderse” --dice Pizarnik (2003: 346)-- “sólo es preciso darse, dejar de

retenerse. Claro que el horror a la caída, el miedo a la desposesión total… Dije miedo y ya

está. Aprieta horrendamente”. Cuando el lenguaje fracasa para ella, el mundo de silencio

que espera ver surgir, donde cada cosa tendría su sitio, se parece mucho más a la muerte

como puede verse en el siguiente poema (Pizarnik, “Poemas no recogidos en libros”: 303):

aguardadora insomne
tiembla sobre la página blanca
arroja sal a los ojos del asesino
y es un mundo blanco y sin ti

Alejandra Pizarnik muestra que la conciencia del poema que refleja su deseo impide

la posibilidad de habitarlo porque necesariamente está atravesada por el lenguaje. Reconoce

la plenitud del poema y no puede desistir en su anhelo de poseer esa gloria, pero en esta
14
“En el hecho de la soledad es cuando el hombre, implacablemente, se siente problema, se hace cuestión de
sí mismo, y como la cuestión se dirige y hace entrar en juego a lo más recóndito de sí, el hombre llega a
cobrar experiencia de sí mismo”. Buber (1979: 25).
15
Muy a propósito de este tópico de la cautividad del sujeto, Adorno (1973: 150) sostiene que: “la ilusión del
fenomenalismo es una ilusión necesaria. Atestigua la casi irresistible trama de encubrimiento
(Verblendungszusammen hang) que el sujeto como falsa conciencia produce y del que a la vez es parte
integrante. En tal irresistibilidad se funda la ideología del sujeto […] Aquello que la filosofía trascendental
ensalza como subjetividad creadora es la cautividad del sujeto dentro de sí, encubierta para el sujeto mismo.”
Adorno está refiriendo aquí al sujeto constituyente kantiano, quien lejos de alcanzar la invulnerabilidad y la
virtud en el dominio de las pasiones --como aconsejaba Kant (1919: 5, 7)-- arrastra consigo el dolor (que Kant
mismo (1961: 65) también había ya previsto. Cfr. Lacan (2010b, c)).

38
obsesión pierde la perspectiva del lenguaje confundiendo la fuerza productiva que éste

logra --única capaz de conseguir el poema--, irreductible a alguna tesis específica, con un

obstáculo que le evita el goce poético. La estancia que ofrece el poema no aparece en tanto

persiste la voluntad mayúscula por alcanzarla. La muerte se presenta, entonces, más en

señal de impotencia para deshacerse del ansia y menos como equivalente al lugar del

poema, y en todo caso como fin de la angustia. El gozo del poema no tolera la indiferencia,

porque ciertamente lleva inscrito el deseo, pero tampoco a la voluntad anhelante

ensimismada en su propio interés; se proyecta o se concilia en alguna identidad en curso,

más allá de sí y más acá del poema, como algo que sólo transcurre para llegar a ser. Más

adelante se precisará sobre este punto que Pizarnik siempre intenta comprender como

expresa en esta carta a Ivonne Bordelois 16:

Palabras. Es todo lo que me dieron. Mi herencia. Mi condena. Pedir que la


revoquen. ¿Cómo pedirlo? Con palabras.
Las palabras son mi ausencia particular. Como la famosa «muerte propia»
hay en mí una ausencia autónoma hecha de lenguaje. No comprendo el
lenguaje y es lo único que tengo. Lo tengo sí pero no lo soy.

Saltemos ahora al momento en que el enunciador del poema ENEM se desvanece bajo el

universal ante la frustración de su querer-decir inhabilitado: “nunca es eso lo que uno

quiere decir”. El Uno se expresa de forma impersonal totalmente, es todos y es nadie (cfr.

Benveniste, 1979). Inversamente, en el poema quien se expresa es un alguien.

Establezcamos que el querer-decir se manifiesta en lo dicho como su negativo y no se dice

lo uno sin lo otro. Así, la palabra inscribe en sí un exceso que requiere para lo dicho una

escucha que la satisfaga y la prolongue en una nueva orientación 17. Esta fortaleza del

16
El fragmento lo cita Lasarte (1983: 872).
17
“Aun el soliloquio --discurso solitario-- es diálogo con uno mismo o, para citar a Platón una vez más,
dianoia es el diálogo del alma consigo misma”. (Ricoeur, 1995a: 29). Lo que queremos decir, apunta

39
lenguaje la sufre el Yo del poema (Pizarnik: 223) como un defecto que disocia al Yo de su

palabra:

Las fuerzas del lenguaje son las damas solitarias, desoladas, que cantan a
través de mi voz que escucho a lo lejos. Y lejos, en la negra arena, yace una
niña densa de música ancestral. ¿Dónde la verdadera muerte? He querido
iluminarme a la luz de mi falta de luz. (“Fragmentos para dominar el
silencio”: I)

Lo que se observará enseguida, versos 4-18 del poema ENEM, es cómo el Yo se

diluye en una serie de proposiciones impersonales que objetan al modo de ser del lenguaje

y manifiestan que su intento de ser ha cesado. Lenguaje y querer-decir no son ya

intercambiables. No son ya compatibles. Se puede ciertamente afirmar que el sujeto

desaparece alienado en sí mismo partiendo de su interior --es decir, forzando al lenguaje a

corresponderse con su querer-decir--. En la aspiración primero de alguna certeza, el

enunciante cae en la incredulidad absoluta denotando que la palabra ha sido cubierta

plenamente por el exceso sensible: “Hay gente. Pasan cuerpos.” --dice Alejandra Pizarnik

en su diario de 1961 y continúa--: “Si pudiera verlos como los veo, es que no puedo

explicar cómo los veo, no puedo decirlo con palabras que expliquen” (2003: 186). Este

fenómeno particular, huérfano de representación, da pie a la condición absurda en que ella

misma cae como sugiere una año después en otra entrada de su diario: “La única desgracia”

--dice-- “es haber nacido con este «defecto»: mirarse mirar, mirarse mirando” 18 (276).

Merleau-Ponty (1964a, b: 97, 107, 109), “[N]o es más que el exceso de lo que nosotros vivimos sobre lo que
ya ha sido dicho”, y más tarde agrega: “La intención significativa en mí (como también en el oyente que la
encuentra al oírme) no es de momento, y ni siquiera si debe fructificar luego en “pensamientos”, más que un
vacío determinado, a llenar por palabras, el exceso de lo que quiero decir sobre lo que es o lo que ha sido
dicho. […] Las consecuencias de la palabra, como las de la percepción (y de la percepción de los demás en
particular), van siempre más allá que sus premisas. Incluso nosotros que hablamos no sabemos
necesariamente lo que expresamos mejor que quienes nos escuchan”.
18
El problema de la sensación es el de aquello sobre lo cual nada puede decirse y que revela --de manera
simultánea-- la naturaleza auténtica de la otredad. Es el asunto absurdo del signo que se apunta a sí mismo,
(escuchar la propia voz en una grabación sin la posibilidad de objetivarla lo ejemplifica). Merleau-Ponty
(1970: 24-9) describe esto mediante la relación tocante-tocado, mostrando la imposibilidad de acceder a la
percepción del otro: cuando mis manos se tocan y alguna intenta capturar a la otra tocando (una mano toca a

40
Aludiendo a la noción de quiasmo propuesta por Merleau-Ponty (vid Lawlor: 2003), la que

queda amputada es la mirada del otro que complementa la propia en ese aspecto de la vida

que me está vedado, dejando suspendida una interrogación. Ahora cabe una pregunta ¿hasta

dónde se puede señalar a alguien que se ha quedado varado en el proceso de ser? El “pienso

luego existo” de Descartes no perdura más puesto que el ser ya no es un atributo del Yo,

quien de hecho, cuando no se ocupa siendo, tiende a perder la identidad. De pensar no se

sigue que alguien piense sino que algo piensa (cfr. Carnap, 1959) y en el caso del poema se

iguala con algo que siente. La posibilidad de devenir alguien ocurre tanto como la de no

hacerlo. Pizarnik ilustra este estado dentro de una lucha que, cuando sigue sin conceder al

lenguaje la virtud de manifestarla y --más bien-- viendo en él al enemigo, la escinde

suspendiéndola en el camino de llegar a ser. “Extracción de la piedra de locura” (247)

expresa lo primero --la escisión--: “Hablo como en mí se habla. No mi voz obstinada en

parecer una voz humana sino la otra que atestigua que no he cesado de morar en el

bosque”; pero “Palabra fundamental” (264), ejemplarmente, la muestra paralizada por

aquella adversidad asumida --por ella-- dentro de un lenguaje estéril para lograr el poema

que no consigue nada sino dejarla sin patria:

No puedo hablar con mi voz sino con mis voces.




la otra que cumple también la acción de tocar no de ser tocada), siempre esta última se convierte en objeto
tocado a expensas de la que toca. Así lo expone Pizarnik (2003: 217): “como si mis ojos fuesen enemigos
decididos a interferirse: el ojo ausente deforma y transforma lo que va recogiendo el fiel testigo, el ojo
presente […] mi favorito sigue siendo el ojo que invita a irse lejos de la mirada, lejos de lo mirado”. La
paradoja aquí abierta conduce a la necesidad de expresión como un ansia y consecuentemente al error de
querer señalar usando el lenguaje, olvidando que la representación de la sensación sin el gesto –-un gesto que,
en este caso, se pierde siempre-- cae fuera del reino de la designación (todo lenguaje conlleva un gesto que
permanece ausente). El mismo problema luce en todo lenguaje privado hipotético --de acuerdo a
Wittgenstein--, el cual además se desvanecería por falta de una referencia sólida o porque ésta siempre
volvería cada vez a recurrir al mismo sistema que en principio le resultó adverso a su sentir. Ver Wittgenstein
(1988: Parágrafos 255-304).

41
Presencias inquietantes,
gestos de figuras que se aparecen vivientes por obra de un lenguaje activo
que las alude,
signos que insinúan terrores insolubles.
Una vibración de los cimientos, un trepidar de los fundamentos, drenan y
barrenan,
y he sabido dónde se aposenta aquello tan otro que es yo, que espera que
me calle para tomar posesión de mí y drenar y barrenar los cimientos,
los fundamentos,
aquello que me es adverso desde mí, conspira, toma posesión de mi
terreno baldío,
no,
he de hacer algo,
no
no he de hacer nada,
algo en mí no se abandona a la cascada de cenizas que me arrasa dentro
de mí con ella que es yo, conmigo que soy ella y que soy yo,
indeciblemente distinta de ella.
En el silencio mismo (no el mismo silencio) tragar noche, una noche
inmensa inmersa en el sigilo de los pasos perdidos.
No puedo hablar para nada decir. Por eso nos perdemos, yo y el poema,
en la tentativa inútil de transcribir relaciones ardientes.
¿A dónde la conduce esta escritura? A lo negro, a lo estéril, a lo
fragmentado.
Las muñecas desventradas por mis antiguas manos de muñeca, la
desilusión al encontrar pura estopa (pura estepa tu memoria): el padre, que
tuvo que ser Tiresias, flota en el río. Pero tú, ¿por qué te dejaste asesinar
escuchando cuentos de álamos nevados?
Yo quería que mis dedos de muñeca penetraran en las teclas. Yo no
quería rozar, como una araña, el teclado. Yo quería hundirme, clavarme,
fijarme, petrificarme. Yo quería entrar en el teclado para entrar adentro de la
música para tener una patria. Pero la música se movía, se apresuraba. Sólo
cuando un refrán reincidía, alentaba en mí la esperanza de que se
estableciera algo parecido a una estación de trenes, quiero decir: un punto de
partida firme y seguro; un lugar desde el cual partir, desde el lugar, hacia el
lugar, en unión y fusión con el lugar. Pero el refrán era demasiado breve, de
modo que yo no podía fundar una estación pues no contaba más que con un
tren salido de los rieles que se contorsionaba y se distorsionaba. Entonces
abandoné la música y sus traiciones porque la música estaba más arriba o
más abajo, pero no en el centro, en el lugar de la fusión y del encuentro. (Tú
que fuiste mi única patria ¿en dónde buscarte? Tal vez en este poema
que voy escribiendo.)

Esta permanente desposesión de sí ocurre con claridad siempre que instaura un

tercero, a través del cual precisa con fervor de ser alguien y no simplemente algo que quiere

42
conquistar un ser, intentando sortear así las fuerzas del lenguaje en que naufraga. Más aún,

ese algo que surge para “hacerla aletear”, ese algo que produciría el poema, surge como un

engaño para ella y no como el poder expresivo que es; sin darse cuenta de que es

precisamente ese afán obsesivo de privar al lenguaje de su razón formal y exigirle más de lo

que naturalmente ofrece lo que le ataja de realizar su deseo 19. En el poema de abajo,

Pizarnik (257-8), eternamente devorada, no reconoce en el viento el momento de creación

poética, en cambio ve en él un farsante que le impide unir la palabra a su voz. (O es quizás

porque lo conoció profundamente que fue condenada a sufrir su brevedad).

Escucho mis voces, los coros de los muertos. Atrapada entre las rocas;
empotrada en la hendidura de una roca. No soy yo la hablante: es el viento
que me hace aletear para que yo crea que estos cánticos del azar que se
formulan por obra del movimiento son palabras venidas de mí. (“Noche
compartida en el recuerdo de una huida”)

A cambio de esta perspectiva solipsista del obseso también puede argüirse lo

contrario: que el sujeto desaparece en sí apremiado por el exterior, en tanto el orden

instituido lo fragmenta cuando tiraniza para sí mismo el lenguaje, excluyéndolo. Cuando el

principio de identidad usurpa la razón volviendo sospechosa la palabra. El poema de

Pizarnik muestra, en este último sentido, el desconcierto del individuo ante la transición de

una sociedad disciplinaria a una sociedad de control, donde no se moldean ya unidades en

series homogéneas sino se modulan conjuntos heterogéneos 20 dentro de una pretendida

igualdad. De la variación lineal se ha pasado a la curva de rendimiento. En la época

posmoderna el cambio diferencial se ha sustituido por la superficie de integración, donde

19
“La palabra no es un medio al servicio de un fin exterior, tiene en sí misma su regla de empleo, su moral, su
visión del mundo, de la misma manera que un gesto contiene a veces toda la verdad de un hombre”. Merleau-
Ponty (1964a: 91) enfatiza el carácter productivo del lenguaje literario que logra introducirnos en perspectivas
extrañas justo en el momento en que cesamos de pedirle a cada momento justificaciones para que entonces
aflore esa aureola de significado que debe a su disposición singular.
20
Deleuze deslinda las diferencias entre la sociedad disciplinaria y la sociedad de control que primero
estableció Foucault. Si en la primera siempre se estaba comenzando de nuevo, en la segunda nunca se
termina nada. Cfr. Deleuze (1991).

43
todo parece entrar pero nada parece precisarse. Advirtamos ahora que la posible

ambigüedad del verso “nunca es eso lo que uno quiere decir”, se resuelve en el amplio

contexto de la poesía de Pizarnik: se refuta por igual la razón adoptada por el lenguaje, o

asignada a él, y el abuso que hace de su carácter flexible o referencial (convencional) para

opacar la voluntad siempre que sea conveniente; implementando a cambio una razón

ofuscada. El siguiente capítulo se ocupará de este aspecto.

44
CAPÍTULO II

El discurso alegórico de Pizarnik

Los capítulos II y III seguirán y finalizarán el análisis de la primera estrofa (versos 4-18)

del poema ENEM. El planteamiento de este segundo capítulo lleva en su núcleo la lucha

que Bürger denomina objetivaciones intelectuales frente a la realidad social. Este conflicto,

cuya forma será la alegoría en términos de Benjamin, se resuelve en una autoconciencia

capaz de autonomizar al sujeto con miras a producir nuevos arreglos semióticos. La

paradoja encontrada antes, en el primer capítulo, se transforma: el lenguaje como medio y

fin clausura el anhelo poético.

4. la lengua natal castra


5. la lengua es un órgano de conocimiento
6. del fracaso de todo poema
7. castrado por su propia lengua
8. que es el órgano de la re-creación
9. del re-conocimiento
10. pero no el de la resurrección
11. de algo a modo de negación
12. de mi horizonte de maldoror con su perro
13. y nada es promesa
14. entre lo decible
15. que equivale a mentir
16. (todo lo que se puede decir es mentira)
17. el resto es silencio
18. sólo que el silencio no existe

Cuando Pizarnik, en la continuación de esta primera estrofa del poema ENEM, alude a la

impotencia que produce la lengua y a su naturaleza orgánica, no se puede evitar sentir ecos

45
de Artaud (ver Depetris, 2008). El deseo de Artaud --deseo de un renacimiento del hombre

puesto que su cuerpo, y con él su palabra, ha sido ocupado, al nacer, por un usurpador-- lo

lleva al intento de generar un nuevo lenguaje creador de fuerzas de vida, y no sólo

reproductor de formas, que pudiera conciliar, en primera instancia, la inadecuación, entre la

mente y la carne, que lo habita y de la cual se sintió preso toda su vida. A través del teatro,

Artaud propone una metafísica de la carne como lenguaje original, de signos heterogéneos,

que vendría a reivindicar al ser humano desplazando, de su lugar de privilegio, a la palabra

oficial representante de la razón occidental. Dios será para él ese orificio por donde la

palabra “me sustrae aquello mismo con lo que me pone en relación” 21 (cfr. Derrida, 1989:

242), de tal manera que en el punto mismo de la impotencia, que Artaud llama impoder, lo

relevante del proyecto será el surgir de una palabra, de irresponsabilidad radical, cuya

vocación unánime guíará al oficiante lentamente hacia el progreso de la subjetividad (y no

del individuo provisto de interés), que fundaría luego el derecho del cuerpo y alumbraría su

resto. Finalmente, al fondo del trabajo de Artaud, pese a que su lucha con lo muerto del

lenguaje es sólo secundaria y “es, ante todo” --siguiendo a Sontag (1981: 30)-- “con lo

refractario de su propia vida interior”, lo que se entrevé sustancialmente es la crítica

ideológica hecha, que establece la oposición entre las objetivaciones intelectuales y la

realidad social, misma que vemos operar en el discurso de Alejandra Pizarnik

(ejemplarmente en el poema ENEM) aun cuando la autora pudiera no habérselo propuesto.

21
En este renglón tengamos ya en cuenta la crítica de la religión desarrollada por Marx (1958) en la
Introducción de “En torno a la crítica de la filosofía del derecho”. “El joven Marx”, comenta Bürger (1987:
38), “--y en ello reside la dificultad, pero también la fertilidad científica, de su concepto de ideología-- llama
falsa conciencia a determinados productos del pensamiento que sin embargo no están completamente alejados
de la verdad [...] La estructura contradictoria de la ideología se aclara con el ejemplo de la religión: 1. La
religión es ilusión […] 2. Al mismo tiempo, no obstante, en la religión hay un momento de verdad”. Así lo
expone Marx (3): “La miseria religiosa es, por un lado, la expresión de la miseria real y, por otro, la protesta
contra la miseria real”.

46
La pugna que ella sostiene es también, claramente, al final, una pugna ideológica que tiene

su centro en el ser del lenguaje.

La fuerza del lenguaje, por otro lado, sin duda ha de ser su movimiento dialéctico,

impulso que le permitirá identificar, soberanamente, al signo con su referente dentro de un

flujo de objetivaciones. En consecuencia, la relación formulada en los signos, como quiera

que sea conocida: significado/significante, forma/contenido, concepto/imagen, idea/

fenómeno, etc., debería ser dialéctica si se espera que tenga lugar el sentido. La mayor de

las figuras de sentido, el símbolo, posee esta virtud y también la tuvo la alegoría antes de

constituirse emblema ideológico 22. Perder el poder que tenía de sustentar el enigma

alrededor del sujeto y los objetos en su relación mutua 23, al ser usurpado por la ideología,

marca el decaimiento del lenguaje alegórico al nivel de una mera designación y, siguiendo

a Benjamin (1990: 152), podemos decir, luego, que fue la falta de temple dialéctico,

esencialmente, lo que dio pie a su declive.

En retrospectiva, la primigenia escritura alegórica al ir perdiendo rigor y

credibilidad frente a la crítica ideológica se transformó en edicto a través de la religión y,

aunque todavía con Baudelaire se puede observar la mirada alegórica, ya en la modernidad

fue orillada a la representación de meros conceptos. El afán de la razón auspiciada por

22
Las ideologías, examina Bürger (1987: 40, 41), “Son el resultado de una actividad que responde a una
realidad que se percibe como insuficiente”, por eso Marx toma ya la relación “objetivaciones intelectuales-
realidad social” como una contradicción. Esto quiere decir también que ninguna ideología puede presentarse
de forma permanente. La misma dialéctica que las hace surgir las supera y las transforma en algo más.
23
Siguiendo a Görres, “el símbolo es el signo de las ideas (autárquico, compacto, siempre igual a sí mismo) y
la alegoría una réplica de dichas ideas: una réplica dramática móvil y fluyente que progresa de modo sucesivo
acompañando al tiempo en su discurrir”. El símbolo será a la alegoría lo que la naturaleza a la historia,
concluye Görres. Benjamin (1990: 158-59) formula la relación entre el símbolo y la alegoría en función de la
categoría del tiempo que antes habían enmarcado Görres y Creuzer: “Mientras que en el símbolo […] el rostro
transformado de la naturaleza se revela fugazmente a la luz de la redención, en la alegoría la facies
hippocratica de la historia se ofrece a los ojos del observador como pasaje primordial petrificado”. Ahora se
puede decir que: mientras el símbolo brilla instantáneamente en el objeto encarnando la idea; la alegoría
encuentra progresivamente en el movimiento de las cosas el concepto universal. La diferencia dialéctica entre
ambas formas reside en el abismo turbulento que sostiene la alegoría frente a la autosuficiencia del símbolo.
(Görres es citado por Benjamin).

47
Kant, que crece y llega a un punto crítico durante el siglo XX forzando máximamente el

imperativo categórico, favorece la ideología redentora del símbolo romántico que promete

apresar la experiencia absoluta. Es sin embargo la imposibilidad de este deseo lo que

empieza a manifestarse al interior de un sujeto que, ante tal impostura, se descubre

escindido de origen, y es el pensamiento alegórico quien reaparece, naturalmente, para

asumir esa fractura que traduciría en cambio la negatividad de su ser. No hay sólo un sujeto

constituyente de la realidad sino un sujeto y un mundo en constitución recíproca y en sí

mismos incomunicables. Así, apoyados en la crítica de la religión desarrollada por Marx,

observamos la naturaleza contradictoria de la ideología, como feliz ilusión y miseria real;

erigiendo, cuando se empeña en persistir, la forma inversa del pensamiento alegórico. Si la

alegoría admite una insuficiencia perenne al interior del sujeto y desde ahí se desarrolla 24,

la ideología, cuando presume cubrir ese vacío, cae en la distorsión y llega a cumplir el

momento alegórico más funesto tal como la enunciara Benjamin (171): “Las alegorías son

en el reino del pensamiento lo que las ruinas en el reino de las cosas”. La escisión del sujeto

concreta la ruina a manos de la ideología, donde toda posible dialéctica ocurriría acaso

como verdadero milagro. Alegóricamente, la alienación que ha supuesto la modernidad

resume la ruina de un sujeto sin esperanza o, en todo caso, resignado a su suerte. La lengua

que denuncia Pizarnik es una falsa alegoría en ese sentido, en el que forma y contenido no

son ya equivalentes y aquella se ve tironeada por diversos contenidos que llegan no sólo del

24
Que algo está irremediablemente perdido es el origen de la tensión característica de la condición humana.
De aquí se sigue que, propiamente, la verdad existe sólo como meta y acaso es susceptible de ser
representada. La forma llega a ser la verdad pero sólo cómo el proceso que la realiza cada vez. «The activity
of representation is the dwelling-place of truth, the “only” place where truth is truly present», apunta Cowan
(1981:14). La verdad se distingue así como la poiesis llevada a cabo durante el estilo (el estilo entendido
como su incesante consecución). La alegoría de esta manera se erige como respuesta a la condición humana,
primero admitiendo una carencia y luego afirmando la existencia de la verdad en su ausencia, en palabras de
Cowan: “The affirmation of the existence of truth, then, is the first precondition for allegory; the second is the
recognition of its absence. Allegory could not exist if truth were accessible: as a mode of expression it arises
in perpetual response to the human condition of being exiled from the truth that it would embrace”.

48
pasado sino del presente mismo para oscurecer la idea de verdad. El supuesto “enigma”, y

la resolución que propone la palabra ideológica, violenta el sentido en aras de alguna

supremacía, y esquivando toda dialéctica su impostura sume al individuo en una paradoja

irresoluble que enmarca una forzada designación. Así, cuando la expresión de la

convención, como expresión de la autoridad y no del bienestar humano, y por lo tanto del

concepto universal, no mantiene más una relación dialéctica, se convierte en expresión de

una mentira, de una falsa totalidad. El usurpador de conciencia que así resulta, encarnado

en la cúspide por la figura del tirano, mismo que denunciara Artaud en su oportunidad, lo

denuncia Benjamin también desde el momento lúcido en que ve suplantadas, por el poder,

las formas alegórica y simbólica durante el romanticismo. Alejandra Pizarnik, si bien su

imperativo estuvo en restañar lo inadecuado de su propia conciencia hacia sí misma, como

fiel discípula del ser romántico, a lo largo de su poesía muestra también cómo finalmente lo

inadecuado suele regir la vida en general. El poema ENEM, en particular, es alegoría del

alienado, de la ideología, de la indisoluble relación hombre-mundo mediada por el lenguaje

y del lenguaje mismo en su mayor o menor capacidad para aprehender el mundo que se

percibe. No menos importante es la alegoría que construye de la identidad forjada por la

actividad de la forma o, más justamente, por la perseverante persecución de la forma

idónea: “mis cambios de formas, que yo llamaría cambios espaciales, tienen por objeto

hallar un espacio literario como una patria o, si esto es demasiado, como la choza que

encuentran en el bosque los niños perdidos” (Pizarnik, 2003: 465). Lo que se puede

puntualizar, desde la alegoría, es que esa actividad de constante formación, que busca el

modo de ser genuino, encierra la paradoja de un sujeto que simultáneamente es y no es, una

paradoja resuelta en el devenir de un sí mismo siempre en otro. Este proceso no es otra cosa

49
que el estilo visto como una incesante consecución de estilo (el capítulo III tratará más

específicamente este último asunto).

Ahora bien, la constitución del pensamiento mismo que se vislumbra detrás de la

poesía de Pizarnik se sostiene (o resquebraja) a través de una experiencia alegórica que

tiende a distorsionarse. El equívoco que simultáneamente forma y traba su desarrollo

haciendo “fracasar al poema” circula entre dos alternativas. Pizarnik, por una parte, cuando

observa que la ideología se apodera del ser y en consecuencia éste es olvidado, iguala la

razón ideológica con el lenguaje de forma tal que ya por siempre caerá en una falta

irremediable; es por eso que, encontrándose de pronto en una encrucijada, ha podido decir

acerca del lenguaje: “Mi condena. Pedir que la revoquen. ¿Cómo pedirlo? Con palabras”

(Lasarte: 872). Toma la alegoría en su valor más empobrecido e incluso, cuando el interés

individual prevalece, en su inverso --como ideología-- incapacitándola para dar el salto del

mero concepto particular al universal. Y como sea, si la lengua es fagocitada por la razón

oficial (o cualquier otra ideología), todo concepto interiorizado --con o sin pretensiones

alegóricas-- que intenta explicitar el flujo real, es ya una mera usurpación que cristaliza en

fragmentos y al sólo proferir la hablante se coarta. En la siguiente parte del poema

“Palabras” (Pizarnik, 1992: 155-7) lo que funciona es la paradoja de una voz poética que se

acerca sólo en tanto queda fuera del lenguaje, marcando el abismo abierto entre el poema y

el poeta, entre la verdad que alguna realidad dada pudiera ocultar y el sujeto.

Hablo de un poema que se acerca. Se va acercando mientras a mí me tienen


lejos. Sin descanso la fatiga; infatigablemente la fatiga a medida que la
noche -no el poema- se acerca y yo estoy a su lado y nada, nada sucede a
medida que la noche se acerca y pasa y nada, nada sucede. Sólo una voz
lejanísima, una creencia mágica, una absurda, antigua espera de cosas
mejores.
Recién le dije no. Escándalo. Transgresión. Dije no, cuando desde hace
meses agonizo de espera y cuando inicio el gesto, cuando lo iniciaba...

50
Trémulo temblor, hacerme mal, herirme, sed de desmesura (pensar alguna
vez en la importancia de la sílaba no).

Por otra parte, en el discurso de Pizarnik parece desvanecerse la conciencia del

modo de ser del lenguaje que atañe directamente a la relación sujeto-objeto mediada

recíprocamente (ver supra nota 4). En sus intentos de liquidar la mediación --intentos de

exactitud--, para exponer a la luz lo que ella cree ser la verdad, incurre en el peligro de lo

que antes había denostado: en una lengua ideológica fraudulenta. De cualquier manera,

terminar con la mediación representa, bajo la mirada alegórica, el silencio total de la carne

o, más fatídicamente, la alteridad devorada que trae consigo la más acérrima soledad para

un Yo ahora prisionero de sí mismo. El tema es recurrente en Pizarnik (2001: 90, 105, 120,

144, 163, 188).

No es la soledad con alas,


es el silencio de la prisionera.
(“Peregrinaje”)

sólo la sed
el silencio
ningún encuentro

cuídate de mí amor mío


cuídate de la silenciosa en el desierto
de la viajera con el vaso vacío
y de la sombra de su sombra
(Árbol de Diana: 3)

como un poema enterado


del silencio de las cosas
hablas para no verme
(Árbol de Diana: 18)

los náufragos detrás de la sombra


abrazaron a la que se suicidó
con el silencio de su sangre
(“Otros Poemas”)

Alguien entra en el silencio y me abandona.


Ahora la soledad no está sola.
51
Tú hablas como la noche.
Te anuncias como la sed.
(“Encuentro”)

La muerte siempre al lado.


Escucho su decir.
Sólo me oigo.
(“Silencios”)

En estas condiciones, Pizarnik parece malentender el juego del lenguaje y en

consecuencia el juego poético (cuya tarea principal no sería hacer precisiones con las

unidades lingüísticas ya definidas sino crear signos a partir de ellas, que produzcan y

asimilen, a la vez, sentidos y fenómenos con más fidelidad). En su trágica obsesión,

Pizarnik confunde la materia instrumental (aquí la palabra) con el producto acabado que se

le impone para entonces minar toda creación --esto puede justificar que deplore su

alegorismo nato--. Paradójicamente, en tanto su lenguaje se juega en este intervalo provisto

de confusión y “escándalo”, la poesía es posible destacándose dentro de una dialéctica

turbulenta, más allá de la impotencia alegada como “transgresión” (que debe entenderse

como una transgresión mutua, entre un orden externo inamovible y una fuerza pulsional

inestable), confirmando así el predominio de su mirada alegórica. En este intervalo, y en el

entendido de que Pizarnik hace suyo el proyecto moderno de concebir la conciencia (la

vida) como arte (ver Sontag (1981)), también ha de funcionar la contradicción que gestará

el impoder que ella acusa, como Derrida (1989: 242) lo describe para Artaud: “no la

ausencia sino la irresponsabilidad radical de la palabra, la irresponsabilidad como potencia

y origen de la palabra”.

El discurso alegórico efectivo, de creación de imágenes conceptuales con

pretensiones universales, subyace bajo el deseo de perfección de Pizarnik, que ve en la

grafía de la escritura (cuya convencionalidad parece más evidente) una reducción a su

52
intención poética imposible de superar 25. Su deseo de hacer el poema con el cuerpo (“mi

cuerpo desnudo como una palabra/ mis deseos abrazados a su imagen”; Pizarnik: 313) es

análogo al deseo de realizar una escritura de las cosas similar a como hacía la mirada

alegórica (cfr. Benjamin, 169), mas, sin embargo, como si ésta hubiese podido, en verdad,

disminuir por completo la insuficiencia de la convencionalidad o sustraer del propio

lenguaje, para eludir la “herida fundamental”, en lugar de asimilar ambas cosas. No

obstante que la tarea poética de Pizarnik entraña la concepción de signos pertinentes para

dar mejor cuenta de la realidad, tal como lo prescribe la alegoría, en su sed de absoluto

olvida que justo la mejor posibilidad de la conciencia, para manipular la realidad ofrecida,

está en su habilidad para fabricar signos que, en su labor duplicadora, sean cada vez más

adecuados a la misma realidad, signos que no dejarían de ser una mediación y en último

momento acudirían al sujeto como palabras. Olvida que la verdad sólo existe en su

representación --como meta inconquistable-- y no más allá de la significación. Un impulso

romántico hace que su conciencia alegórica (de carácter filosófico) mude progresiva y

erróneamente su intención hacia el símbolo, tal como lo percibían aquellos, y pretenda,

también, dirigirla al ser absoluto con miras a una unión con lo sagrado, pero la rígida

palabra convencional, bajo el influjo ideológico (tanto de ella como del exterior), siempre

luce determinante al fondo de su lenguaje para trastornar la tarea de autosuficiencia y

redención. Sin considerar que la alegoría originalmente no pretendía totalizar sino

consagrarse al misterio de la vida, velando por la forma conservadora del saber,

convirtiendo contenidos factuales en contenidos de verdad, esperaba ver surgir la esencia

de las cosas como una emanación durable y no sólo su manifestación providencial. El

25
Esto se puede constatar (más adelante se hará, en el capítulo IV) en el modo que tenía Pizarnik de escribir y
su relación con la pintura.

53
constante fracaso que así persiste, dentro de un proyecto mal calculado atribuido al

obsesivo equívoco ya descrito --como una voluntad insistente en reconocer particulares en

contra de su tendencia natural a universales-- y visible, desde su perspectiva, a través de la

acumulación de significados (como meros conceptos invariables o incompletos), certifica la

relación predominante con una memoria petrificada provista de ruina que aparece en

cambio para inutilizar todo futuro: “y nada es promesa/ entre lo decible que equivale a

mentir/ (todo lo que se puede decir es mentira)/ el resto es silencio/ sólo que el silencio no

existe”, afirma Pizarnik, en el poema ENEM, inutilizada ya para valorar saber alguno.

“Piedra fundamental” (Pizarnik: 264) es el poema de la impotencia debido a la confusión ya

mencionada:

No puedo hablar para nada decir. Por eso nos perdemos, yo y el poema, en
la tentativa inútil de transcribir relaciones ardientes.
¿A dónde la conduce esta escritura? A lo negro, a lo estéril, a lo
fragmentado.

El lenguaje de Pizarnik, como puede observarse, muestra, en su enajenado propósito

inconquistable, cómo una conciencia se torna irreductible y decae merced a una ideología

propia del fanatismo que centraliza la posesión en detrimento del conocimiento. En

consecuencia, la viabilidad del momento de verdad alegórico, para ella, continuará siendo

algo menos que una quimera, contrario a lo que nos aclararía Benjamin (175): “Lo que

perdura” --dice él-- “es el detalle raro de las referencias alegóricas: un objeto de saber que

anida en los edificios reducidos a escombros según un cuidadoso plan”. En el año de 1961,

a once años de su deceso, Alejandra Pizarnik ya era consciente de ese mal que le

pertenecería el resto de sus días. A él alude en su diarios constantemente transfigurándolo

sobre todo en una espera ineludible y siempre prorrogada que suele concentrársele en la

garganta, sin que esto último sea banal y más bien muy significativo para ella: “He aquí la

54
forma de mi enfermedad” --dice ella (2003: 197)-- “el nombre de lo que me muerde como

un tigre crecido súbitamente de mi garganta”. La espera, que allí prescribe Pizarnik,

configura la paradoja que encierra un hecho tan popular como puede serlo la resignación:

desear oscuramente contra uno mismo ante la certeza concluyente de que el deseo

insatisfecho subsiste y en lo subsiguiente no declinará. En el poema “Palabras”, Pizarnik

reitera este desasosiego suyo, su espera no germina con la llegada del ansiado “viento” y

perdura, en cualquier caso, en tanto el medio que debería proveerla de su objeto es el

mismo que se lo niega, pues, tal como lo ve ella, el lenguaje en el que yace confinada,

investido, como supuestamente está, de un halo usurpador, adolece de toda fuerza

productiva. La espera, si bien parece estar menos contaminada de ambiciones triviales que

de seria obsesión cognitiva, aun así, no transige y finalmente tuerce o anula la producción:

“Esta espera inenarrable, esta tensión de todo el ser, este viejo hábito de esperar a quien sé

que no va a venir”, expresa Pizarnik dentro del mismo balance de antes. La certeza que ella

quisiera queda incluso más allá de la muerte, ahí donde “sé que mis huesos aún estarán

erguidos, esperando”, dice; mientras que la otra, la verdad como representación, no tendrá

mérito alguno para ella y, más bien, frustrará su consecución real en todo momento. El

silencio milagroso que alojaría la verdad por ella deseada parece no llegar nunca:

Se espera que la lluvia pase. Se espera que los vientos lleguen. Se espera. Se
dice. Por amor al silencio se dicen miserables palabras. Un decir forzoso,
forzado, un decir sin salida posible, por amor al silencio, por amor al
lenguaje de los cuerpos. Yo hablaba. En mí el lenguaje es siempre un
pretexto para el silencio. Es mi manera de expresar mi fatiga inexpresable.
(“Palabras”)

Si la lluvia alegoriza el existir gris e impersonal, que sólo transcurre, del indeciso y

frágil sujeto que no halla lugar en tanto lucha fatigado con su propia palabra, los vientos del

escampado serían la irrupción consumada del Yo idílico, de la conciencia en forma de

55
silencio que pondría fin a su tenaz anhelo de armonía y que, sin embargo, el decir, en su

obsesión, traiciona cada vez. Pero mientras tanto, mientras que haya “viento”, para Pizarnik

también habrá un Yo que habla sin inmovilizarse, así lo expresa en “Fragmentos para

dominar el silencio: II”: “Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras

no guarecen, yo hablo” (2001: 223). Más que una suspensión de la acción, la espera

debería ser entendida como un advenimiento constante del Yo o su fatal inminencia vía el

trabajo con el lenguaje; dicho de otra manera, el poema sería la culminación formal del yo

que boga por tener lugar: “Escribes poemas/ porque necesitas/ un lugar/ en donde sea lo

que no es”, expresa ella en un poema de “Aproximaciones” (318) y en abril de 1963 dirá:

“No se trata de fidelidad sino de saber quién soy y para qué estoy aquí. No se trata de

obligarme sino de arder en el lenguaje.” (2003: 335). Pero la imposibilidad de que esta

labor prevalezca se torna, y vuelca su brevedad, en la anterior presencia tormentosa del

obseso indeciso, que cuando no logra conciliar la fugaz llegada del “viento” (es decir,

cuando no acepta el funcionamiento del lenguaje, la brevedad de la poiesis y, además, se

paraliza en el malentendido de que la alusión que ofrece es una debilidad), a cambio de su

feliz ocasión, sólo puede ver en su pasajera aparición la crueldad de un simulacro que

destruye su deseo convirtiéndolo en un deseo de muerte. El valor del “viento” en la poesía

de Pizarnik es así contradictorio, oscila entre todo lo que es perfecto y aquello que es

agente de destrucción. Veámoslo en “Adioses del verano” (2001: 236) poema de 1963

aparecido en 1968 en Extracción de la piedra de locura.

Suave rumor de la maleza creciendo. Sonidos de lo que destruye el viento.


Llegan a mí como si yo fuera el corazón de lo que existe. Quisiera estar
muerta y entrar yo también en un corazón ajeno.

El valor del “viento” en la poesía de Pizarnik denota la ambigüedad de un ser de

naturaleza intranquila que en vano encarece y malentiende el quehacer del lenguaje y, junto
56
con ello, el enigma alegórico. En su deseo de pureza, la inefabilidad que surge provista de

una significación desmesurada, y que acaso sólo puede ser brevemente conjurada, devora al

signo alzando en cambio una presencia insostenible. La impersonalidad de un proceso (algo

trabado cuyo esfuerzo estacionado a medio camino correspondería a un no-sujeto)

desgastándose con una voluntad de ser, se manifiesta a través del lenguaje posible inscrito

en el poema, evidenciando la indisolubilidad entre el existir y el existente conjunta a su

ferviente hostilidad mutua. El lenguaje de Pizarnik va adquiriendo así tintes afásicos como

lo aclara Merleau-Ponty (1985c, 193): “lo que ha perdido [el afásico] es la facultad general

de subsumir un dato sensible bajo una categoría, ha caído de la actitud categorial en la

actitud concreta”. Lentamente, al no poder fijar, la subjetividad se alterna con lo impersonal

entendido como una pérdida de sí (el pronombre “se” es elocuente en el poema “Palabras”

arriba citado) situándose muy cerca ya del personaje de Borges: Funes “el memorioso” o

incluso alguno típico de Beckett son el antecedente directo del Yo que desarrolla la poesía

de Pizarnik. Estos personajes, incapaces ya de abstraer, denotan una palabra sin hablante

reconocible cuya actitud trastornada, a través de ella, queda traslucida. La palabra

permanece para ellos en su calidad de envoltura significativa y los significados posibles sin

signo alguno dentro de una claridad extenuante que desvanece toda dirección. En contraste

con el silencio asociado a la conciencia productora, el originado aquí es el proveniente de

la ruina que obliga a callar. Pizarnik (92, 310, 223, 254-6) lo expresa de diversas maneras y

siempre ligado al hecho mortuorio que destruye todo esfuerzo por entender y trascender:

Es el desastre
Es la hora del vacío no vacío
Es el instante de poner cerrojo a los labios
oír a los condenados gritar
contemplar a cada uno de mis nombres
ahorcados en la nada
(“El despertar”)
57
Me rodea en la noche una logia exterminadora
Te llamo y no vienes
Te amo y no vienes

Por qué viniste como el relámpago


y me dejaste sola en lo devastado

Si escucharas mi rumor a celda minúscula


poblada de agonizantes
mi jadeo de asfixiada
(“Aproximaciones”)

No es muda la muerte. Escucho el canto de los enlutados sellar las


hendiduras del silencio. Escucho tu dulcísimo canto florecer mi silencio
gris.
(“Fragmentos para dominar el silencio II”)

Toda la noche escucho el llamamiento de la muerte, toda la noche


escucho el canto de la muerte junto al río, toda la noche escucho la voz de la
muerte que me llama.
(“El sueño de la muerte o el lugar de los cuerpos poéticos”)

El resultado, para Pizarnik, es una unidad formal distorsionada en la que no puede

consentir la diversidad indiscriminada debida a un mundo moderno, que se ha extendido en

límites y códigos que rápidamente también se extinguen, donde todo puede llegar a ser

válido de la misma manera en que antes fue falso. Si la alegoría, tal como la ve Benjamin,

se moldea con la ruina, escombros y fragmentos se reaniman a la espera de que surja el

milagro. Pizarnik, finalmente, adscrita a esta forma de ver, resiente el amontonamiento

progresivo de significado en que cae (reflejando así la realidad actual) como una atrofia

intelectiva que la acerca a la muerte --aspecto marcadamente existencial que también habría

ya de señalar Benjamin con respecto a la naturaleza y con lo cual esta misma se descubre

alegórica, mostrando que la vida y la plenitud no pueden perdurar juntas--. La peculiar

alegoría que funda Pizarnik consiste pues en la fragmentación perpetua de un fragmento

imposible de ser revelado en su grandeza. El método y la forma de su poesía también es la

especulación infinita de su pensamiento alegórico. El poema 23 de Árbol de Diana (125)


58
muestra esta calidad primordial cuya exacerbada profundidad no finaliza sino hasta dejarla

hecha polvo:

una mirada desde la alcantarilla


puede ser una visión del mundo

la rebelión consiste en mirar una


rosa hasta pulverizarse los ojos

Veamos cómo aparece claramente la mirada alegórica envuelta en su natural

negatividad (la “alcantarilla”) para descubrir luego que toda posible verdad sólo llega

cuando ella misma (la que enuncia) se apaga (y no “la rosa”, como sucedería normalmente,

para dar paso al concepto trascendental). Porque antes de ceder a la palabra que la

ensombrecería, puesto que ésta lleva en sí el germen falsificador, su deseo emancipador era

--tal como se encontró escrito en la pizarra de la poeta el día de su muerte-- “ir nada más

que hasta el fondo” (453). La visión desproporcionada que Alejandra Pizarnik refleja en

este poema queda más explícita cuando la consideremos a la luz de dos reflexiones, una de

Deleuze y otra que ella misma vierte en su diario. “Ver y detenerse para ver y buscar

respuestas entre eso tan anónimo y falto de misterio es lo propio del poeta” --dice Pizarnik

y agrega--: “Es suscitar lo inusitado de algo que ha sido consagrado como «natural» y

trivial” (2003: 330). Ahora, si tenemos en mente que Deleuze (1989: 114) ha dicho que “Lo

propio de la percepción es pulverizar el mundo, pero también espiritualizar el polvo”,

notamos que la intención de Pizarnik va primero paralela a la de Deleuze dentro de una

dialéctica de anulación-apropiación/recreación del mundo, pero que, sin embargo, cuando

logra la “pulverización”, no es el mundo el sacrificado en aras de uno nuevo sino ella

misma. Su mirada enajenada la tuerce sin alcanzar a finalizar la tarea de espiritualizar. Es

decir, la poeta cae en la desgracia que más teme: no poder darle nombre a las cosas

59
(recordemos el verso: “Ella tiene miedo de no saber nombrar lo que no existe” del poema 6

de Árbol de Diana (2001: 108)).

Más allá de sus particular extrañeza, este estado de cosas, de constante

perfeccionamiento alegórico, en que se nos ofrece la poesía de Alejandra Pizarnik, hace que

obviemos el reconocimiento de la forma de modo crucial, tal y como se ha sugerido más

arriba --pág. 48--, cuando nos referimos cómo a través de su cultivo surge la identidad. La

necesidad de salvación, suscrita en la persecución de la formalidad precisa, denota en

Pizarnik el deseo de llegar a ser idéntico a sí mismo, deseo, a la postre, conseguido y a la

vez postergado siempre en el flujo de un hacer incesante de la forma. Por otro lado, esta

tarea constructiva tiene la virtud de destacar la semejanza entre el arte y el mundo, ambos

se nos muestran como voluntades empeñadas en ser. Ambos se descubren sin un contenido

previo y en cualquier caso que de ellos se trate, la forma y el contenido se transparentan,

confundiéndose dentro de una tautología, la cual dicta que la realidad es ella misma la

experiencia de su continuidad. La forma se presenta así como una continua interrogación

(“ver” y “buscar respuestas”, decía Pizarnik) apelando, dentro de un futuro infinito, a lo que

hay de individual en el receptor para fundar un nuevo comienzo. La palabra despojada de

significado, vista sólo en su armadura disponible, recuerda el papel creador del sujeto-

mundo en su permanente realización, donde se inscribe también un deseo de saber ligado a

la fuerte presencia de una verdad que queda ahora bajo su cuidado. La palabra desnuda no

sólo evoca su carácter como contenedor de la memoria histórica sino que, cuando la

articula, la conjura a nuestro favor dejándonos en su verdad para lanzarnos al mundo de lo

posible. La forma así prevista parece marcar el fin de la sumisión y el inicio de una

autonomía que sabe que el objeto mirado no está solamente bajo su mirada, que sólo la

complementariedad valida o invalida una proposición; esto pone de manifiesto la cuestión


60
ética que soporta ineludiblemente todo asunto estético. El silencio que se sitúa ante la obra

prefigura, por lo tanto, la toma de decisión en que surgirá la subjetividad como una

individualidad precisa. La forma, elocuentemente, es la voz del silencio que no ha llegado

aún para el sujeto de Pizarnik pero sí para su poema, pues mientras éste cobra fuerza en la

profundidad aquél yace en la incertidumbre entre la afasia enunciativa y el deber

deontológico de la claridad expresiva que torna ambigua su obsesión. Los dos poemas

siguientes (Pizarnik: 316-7, 181) son muestra de aquella visión arruinada donde el silencio,

cuando no está perdido bajo la forma de un “canto olvidado” (la forma que reuniría en

armonía las palabras “crispadas” o “mutiladas”), está bajo el yugo de un poder funesto.

Mi cuerpo se pobló de muertos


Y mi lengua de palabras crispadas
ruinas de un canto olvidado
(“Aproximaciones”: IV)

Y cuando es de noche, siempre,


una tribu de palabras mutiladas
busca asilo en mi garganta,
para que no canten ellos,
los funestos, los dueños del silencio.
(“Anillos de ceniza”)

No obstante que su fervor es magro, parece loable decir que Pizarnik busca aún,

cuando asila a las “palabras mutiladas”, preservar, mediante el poema, su integridad propia

tanto como el viejo saber que resguardaba la alegoría. El silencio que persigue Pizarnik, por

otro lado, puede ser visto todavía como una atención --es decir, una apelación formal

desinteresada--, si consideramos que el lenguaje que usa hace de sobra lo opuesto a su

denuncia y cumple su deseo: hace el poema. Este logro conseguido, pese a ella misma,

muestra, aun sin que lo asiente decididamente alguna vez, que no es la razón propiamente,

y tampoco el lenguaje, la fuente del mal sino los usuarios que le dan forma. Es, sin

embargo, aquella contradicción insuperable su mayor traición, ilustra lo que Habermas


61
reprochaba al arte de vanguardia y Adorno al arte comprometido: la refutación que hace del

lenguaje corre bajo los mismos mecanismos que a éste lo sostienen, yendo a parar en

muchas ocasiones al área de la ideología. Adorno (2003b, 410) lo expresa: “Las obras de

arte que por su existencia toman el partido de las víctimas de la racionalidad dominadora de

la naturaleza, en la protesta han estado siempre, por su propia idiosincrasia, involucradas en

el proceso de racionalización”. Aunque el sujeto de Pizarnik no habla aún desde la

renuncia que implica la ruina total tampoco lo hace desde la resistencia de la forma, por eso

para ella no existe aún el silencio que descubrirá a la conciencia en la diferencia y a la

diferencia en la conciencia; yace en el centro del conflicto sin orientación, repitiéndose

dentro de una resignación, mitigada a veces o insidiosa, sin saber que la distancia necesaria

sólo vendrá de otra paradoja: aquella que cancela todo compromiso con el mundo para

satisfacer la idea de la verdad. Su discurso parece estar más del lado de Beckett y Adorno

que de Merleau-Ponty, Bretón o Mallarmé, pero no está en ninguno completamente. Ellos

no deploran al lenguaje, no están confundidos y apelan siempre, pese a todo, a su

mecanismo funcional y a sus fuerzas expresivas de alusión. Aunque debe advertirse, sin

embargo, que el personaje de Beckett ha obtenido la autonomía de su discurso a costa de sí

mismo, la suya es una locura que transcurre dentro de un flujo indiferente a todo 26. En el

camino a su deposición, el suspiro de Pizarnik parece más el del condenado que busca

creer pero la promesa del paraíso no supera la miseria real. La ilusión ideológica se

presenta en toda su falsa magnitud cuando el apego a sí mismo no encuentra aliado en el

exterior: “Las palabras hubieran podido salvarme, pero estoy demasiado viviente. No, no

26
Aquí, y siempre que no lo indique de otra manera, me refiero al personaje típico de las novelas de Beckett.
Más adelante (capítulo VIII) veremos cómo el loco encarna el pensamiento del afuera, trascendentalmente
ausente o invisible, que el personaje de Beckett manifiesta en el estupor de un lector (una subjetividad) que
refigura su propia nada. Este pensamiento del afuera, según Foucault (2004), existe en la no-existencia del
sujeto que da pie su a alteridad plena.

62
quiero cantar muerte.” (Pizarnik, “Los poseídos entre lilas”: IV: 295-6). Y aunque de hecho

sabemos también que el arte funciona a través de la realización de una irrealidad es seguro

que no son promesas lo que nos propone; si nos procura luego una realidad menos violenta

al conjurar su ininteligibilidad, esto se debe a que nos abre más al mundo de lo posible y

menos a una ilusión artificiosa o tendenciosa cuyo peligro es el adoctrinamiento que la

supone no sólo como una alternativa viable sino como la única. En Pizarnik vemos que su

desventurada poesía aún busca entre los restos del lenguaje cómo poseer el objeto anhelado

y lo que exhala en su aspiración es temor hacia la nada de un devenir abrumador.

Englobando su obra quizás no sea muy errado decir que no estamos tanto ante una posición

de resistencia como ante una de inercia. Parte del poema “Extracción de la piedra de la

locura” (251) es ejemplar para ilustrar lo que se ha venido diciendo, sobre el fragmento

incapaz de trascender a la forma, al que sin embargo se prefigura en el anhelo:

Escribir es buscar en el tumulto de los quemados el hueso del brazo que


corresponda al hueso de la pierna. Miserable mixtura. Yo restauro, yo
reconstruyo, yo ando así rodeada de muerte. Y es sin gracia, sin aureola,
sin tregua. Y esa voz, esa elegía a una causa primera: un grito, un soplo,
un respirar entre dioses. Yo relato mi víspera, ¿Y qué puedes tú? Sales de
tu guarida y no entiendes. Vuelves a ella y ya no importa entender o no.
Vuelves a salir y no entiendes. No hay por donde respirar y tú hablas del
soplo de los dioses.

Pizarnik en su visión de la ruina --se puede ver en el poema de arriba-- recuerda al

ángel de la historia que propone Benjamin en las Tesis de la filosofía de la historia 27, y no

obstante que parece intuir la naturaleza simbólica del lenguaje --un antiguo orden mítico--,

27
“Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si
estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca
abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el
pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona
incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos
y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es
tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual
da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que
nosotros llamamos progreso”. (Benjamin, 1991d: 46-7).

63
este deseo, sin embargo, la mantiene de espaldas, hacia el pasado, evidenciando, en todo

caso, una intuición alegórica. La duda que la trastorna se desarrolla no en la imposibilidad

real de ser comprendida sino en la creencia de que así es: “siento que la expresión o el

vuelco de sí mismo en la escritura se logra mediante una escritura «en espiral»” --alega y

luego continúa--: “lo más difícil es unir esta escritura al rigor […] Acento y palabra justa en

mí están escindidos” --concluye--- (Pizarnik, 2003: 456). De este apunte habría que

destacar la escritura “en espiral” donde se intuye ya la necesidad dialéctica dentro de un

curso cíclico que requiere del momento de superación. Pero es claro cómo ella se coarta,

cuando el rigor y la justicia que requiere no satisfacen al acento y a la escritura “en espiral”.

El rigor de la palabra justa (ubicada sólo en el horizonte lejano) no se reconcilia con el

acento --el tono como juego dialéctico de intenciones-- debido al prejuicioso malentendido

de la fuerza alegórica como una ley autoritaria o una mera designación, que evita a la idea

ir adecuadamente en lugar del fenómeno. Pero alienada o no, el hecho de que su convicción

en el otro (aquellas presencias a las que no accede) apenas se manifieste no debe

confundirse con una inconciencia, al contrario: la imposibilidad que expresa es muestra de

su afán por convivir con lo que es otro: “Hay gente. Pasan cuerpos. Si pudiera verlos como

los veo, es que no puedo explicar cómo los veo, no puedo decirlo con palabras que

expliquen” (186). Esta impotencia también vuelve bipolar su apetencia: “Yo quiero la

gloria, mejor dicho, la venganza contra los ojos ajenos” (199), expresa para después

declinar: “Días en que me ofrezco en holocausto a una mirada invisible” (204). En síntesis,

la poesía de Pizarnik --unida a su sujeto crítico-- en su intento de precisar lo otro es

profundamente autoconsciente (balanceándose siempre en los límites de la alienación),

entendida esta noción como lo hace Lotman (2000e) cuando precisa sobre la pintura.

64
“La posibilidad de la duplicación es una premisa ontológica de la conversión del

mundo de objetos en mundo de signos”, esta afirmación de Lotman (85, 86) nos sirve para

inducir que producir signos es la tarea principal de la conciencia para poder manejar la

realidad que se le presenta. Sin embargo, que las cosas primeramente deban ser susceptibles

de un duplicado marca la preponderancia del mecanismo de duplicación en la creación de

signos. A la conciencia de este mecanismo productor, Lotman la llamará autoconciencia.

Implementar entonces nuevos sistemas para aprehender la realidad es una tarea

humana cuyo modelo es el lenguaje de palabras. Toda objetivación es en algún momento

una creación que en determinado momento originará otras, porque siempre son medios para

asir mejor la realidad lo que se busca construir. Así, el arte, poco más acá antes de duplicar,

implementa técnicas, métodos y medios para construir complejos significativos. Esta es la

tarea que Pizarnik ilustra y realiza a través de su poesía y que sin embargo se le oculta a

ella misma detrás de la palabra convencional, materialmente definida, debido a su delirio de

absoluto. En los poemas más abajo anotados, Pizarnik (2001: 257-8, 283) sugiere la

producción sígnica en el movimiento impersonal de un viento “que me hace aletear” (el

mismo “viento” que antes, en el poema “Palabras”, espera que llegue). Y ya en plena labor

poética, es a través del canto que surgirá la duplicación de “un mundo” hecho de lenguaje.

De suma importancia es el hecho de que Pizarnik aluda al momento poiético justamente

cuando el Yo ha cedido su lugar a la continuidad de aquel canto o viento, o simplemente a

aquello que sin cesar está siendo. Es el proceso de ser --en que las cosas permanentemente

se hacen cosas-- el que predomina, por eso el mar existe siendo siempre en su incesante

devenir mar y no en su furia, pero es sobre todo porque los relieves que puede mostrar los

muestra sólo por virtud de las cosas que lo acompañan de fondo para marcar la diferencia:

65
No soy yo la hablante: es el viento que me hace aletear para que yo crea
que estos cánticos del azar que se formulan por obra del movimiento son
palabras venidas de mí.
(“Noche compartida en el recuerdo de una huída”)
~
Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien
canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no
porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada
palabra dice lo que dice y además más y otra cosa.
(“La palabra que sana”)

Una realidad significante enmarca ya la duplicidad implícita y el signo como

materia prima de expresión de la conciencia. Y hay en la duplicación transformaciones que

harán consciente el modo de hacer, donde reproducir no será duplicar. Esta última tarea

señala siempre un punto de vista particular e irrepetible de donde se deriva la imposibilidad

de un significado fijo. Socavar entonces todo significado adherido a la palabra --presun-

tamente inamovible-- (como hace excepcionalmente Beckett) la orienta a su pura

materialidad, evidenciando su papel elemental como medio abstracto de producción

sígnica. La palabra, sin quedar vacía, se revela en su disponibilidad para crear con ella

lenguajes de más alto rango como lo es la poesía. Puede así superar la mera convención, y

cualquier autoritarismo, fusionando los planos de la expresión y el contenido sin mancha

aparente, salvaguardando también lo que de sacro pudiera tener la realidad. La poesía,

además de un lenguaje, será el propio ejercicio infinito de fabricar complejos de índole

cercana al jeroglífico donde no sólo se asienta un saber sino también se duplica un enigma,

en particular aquel que mantiene a las cosas relacionadas entre sí. Este enigma, propio del

lenguaje alegórico, es equiparable a lo invisible que, según Iser, sobresale en la obra de

Beckett. La autoconciencia es, pues, la conciencia del ser como productor que sofocaba a

66
Pizarnik y la revela como alegórica más que simplemente alegorista 28. En “Los poseídos

entre lilas: III, IV” (Pizarnik: 295-6) es revelador cómo todo signo que surge --toda palabra--,

que el Yo construye, es deficiente cuando no logra conjurar el “paso del tiempo” (tiempo

del recuerdo, de la memoria histórica, donde se resguarda el misterio que transporta la

verdad). El Yo alegórico es condenado a sufrir el tiempo sin la posibilidad de ser alguien

porque, entre su producción sígnica, no hay signo para su “realidad verdadera”:

Voces, rumores, sombras, cantos de ahogados: no sé si son signos o una


tortura. Alguien demora en el jardín el paso del tiempo. Y las criaturas del
otoño abandonadas al silencio. Yo estaba predestinada a nombrar las
cosas con nombres esenciales. Yo ya no existo y lo sé; lo que no sé es qué
vive en lugar mío. Pierdo la razón si hablo, pierdo los años si callo. Un
viento violento arrasó con todo. Y no haber podido hablar por todos
aquellos que olvidaron el canto.
~
Alguna vez, tal vez, encontraremos refugio en la realidad verdadera.
Entretanto ¿puedo decir hasta qué punto estoy en contra?
~
Las palabras hubieran podido salvarme, pero estoy demasiado viviente.
No, no quiero cantar muerte. Mi muerte... el lobo gris... la matadora que
viene de la lejanía... ¿No hay un alma viva en esta ciudad? Porque ustedes
están muertos. ¿Y qué espera puede convertirse en esperanza si están todos
muertos? ¿Y cuándo vendrá lo que esperamos? ¿Cuándo dejaremos de huir?
¿Cuándo ocurrirá todo esto? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuánto? ¿Por
qué? ¿Para quién?

La aparición del modo de representación en lo que solía ser sólo representación

pone en el centro el proceso mismo del lenguaje como un esfuerzo no sólo de duplicación

sino también de revelación y conservación de la realidad en su verdad más próxima. Así,

cuando la poesía de Pizarnik lleva a cabo el quehacer del poeta en su lucha por conseguir el

poema y enmarca su preocupación por la palabra total, se debe entender la tarea formal del

28
Si transformar cosas en signos es lo que hace la alegoría y también de lo que trata --según Cowan--, la
alegoría es una operación o una técnica y también el producto de esa operación. Ahora voy a distinguir entre
el ser alegórico y el ser alegorista de la siguiente manera: el primero comporta un modo de ser constituido de
alegorías, que propende a la manera filosófica; el segundo es el que produce, a través de la técnica, alegorías
sin que necesariamente sea alegórico, insuficiente también en sí mismo para producir poesía. El yo de la
poesía de Pizarnik, reflejo de ella misma, es ambos. Su poesía también.

67
estilo, es decir, de crear cada vez signos más precisos 29; y aunque su tarea cae en una clase

de esquizofrenia 30, de esta manera pone en primer plano al lenguaje y su relación natural

con el sujeto que lo ostenta. Se puede, ahora, observar que la escritura de las cosas

realizada por el Yo alegórico equivale a la producción de signos de la autoconciencia

poética. En el párrafo de abajo Pizarnik (2003: 400) presenta este rasgo permeado de las

inconveniencias que hicieron de su obra lo que fue:

Sin saber cómo ni cuando, he aquí que me analizo. Esa necesidad de abrirse
y ver. Presentar con palabras. Las palabras como conductoras, como
bisturíes. Tan sólo con las palabras. ¿Es esto imposible? Usar el lenguaje
para que diga lo que impide vivir. Conferir a las palabras la función
principal. Ellas abren, ellas presentan. Lo que no diga no será examinado. El
silencio es la piel, el silencio cubre y cobija la enfermedad. Palabras filosas
(pero no son palabras sino frases y tampoco frases sino discursos).
Imposibilidad de fraguar símbolos. De allí la imposibilidad de escribir obras
de ficción.

Debemos dejar claro que, aunque de idiosincrasia vanguardista, Pizarnik no

pretende, como algunos de ellos, prescribir cómo debe ser la poesía; su intranquilidad

proviene de una contradicción que, aunque relacionada con el ímpetu de aquellos,

corresponde más esencialmente al lenguaje verbal: la autoconciencia del poema que le

enfatiza la convencionalidad de la palabra, reafirmándola, expresamente también se la

29
Más allá de que Martha I. Moia hacia 1972 publica una entrevista hecha a Pizarnik donde la poeta alude a
su urgencia de “palabras más exactas”, sus Diarios manifiestan este hecho innumerables veces. Incluso estos
pueden ser vistos como un trabajo de continua reflexión sobre la forma, el estilo y el modo de ser de la
escritura. Cfr. Pizarnik, 2002a: 311-15. Más adelante (capítulo III) veremos en qué consiste el devenir del
estilo.
30
La esquizofrenia la describe Jameson (1988: 179), siguiendo a Lacan, como un defecto del lenguaje y un
fracaso para acceder al reino del habla. Una fractura de la relación de significantes que anula al probable
significado. Si el tiempo y la identidad se perciben y construyen en el lenguaje y si el lenguaje está destruido,
entonces, afirma Lacan, no hay persistencia del yo que labore la identidad. El esquizofrénico carece del
sentido del tiempo, su pasado es inconexo y no hay futuro posible. Tiene sensaciones más vívidas por falta de
continuidades temporales y su impresión del mundo es indiferenciada; al estar imposibilitado para
comprometerse con alguna continuidad, un proyecto, no es nadie. El significante aislado se hace cada vez más
material, más vívido. “En el lenguaje normal tratamos de ver a través de la materialidad de las palabras hacia
su significado. Cuando el significado se pierde, la materialidad de la palabras se hace obsesiva […] un
significante que ha perdido su significado se ha convertido así en una imagen”. Más adelante --capítulo VII--
se volverá sobre este asunto.

68
niega, creándole un abismo entre el objeto y su representación. Tampoco pondera al poeta a

la manera de Hölderlin 31, su autoconciencia es ejemplar para ilustrar una dialéctica trabada

para el Yo del poema y otra turbulenta para el poema logrado; ambos --el Yo y el poema--

son de índole alegórica tal como Cowan (110) lo expresa: “Transforming things into signs

is both what allegory does --its technique-- and what it is about --its content”. Como el

pintor que no levanta más la vista de su cuadro, su discurso se parece por momentos al de

aquél que no escucha, aproximándose lenta, y sin alcanzarla, a la alienación plena. Otra

pieza, un fragmento de la parte IV de “Extracción de la piedra de la locura” (2001: 253),

muestra el afán de Pizarnik cuya mirada alegórica inscrita en la pregunta “¿Qué significa

traducirse en palabras?”, no encuentra cauce final:

Yo presentía una escritura total. El animal palpitaba en mis brazos con


rumores de órganos vivos, calor, corazón, respiración, todo musical y
silencioso al mismo tiempo. ¿Qué significa traducirse en palabras? Y los
proyectos de perfección a largo plazo; medir cada día la probable elevación
de mi espíritu, la desaparición de mis faltas gramaticales. Mi sueño es un
sueño sin alternativas y quiero morir al pie de la letra del lugar común que
asegura que morir es soñar. La luz, el vino prohibido, los vértigos, ¿para
quién escribes? Ruinas de un templo olvidado. Si celebrar fuera posible.

Lo que se hace patente es que no existe un único punto de vista de las cosas y que

simultáneamente al lado visible que se presenta hay uno que permanece en la oscuridad:

“Dicho sea de otro modo: como si mis ojos fuesen enemigos decididos a interferirse: el ojo

ausente deforma y transforma lo que va recogiendo el fiel testigo, el ojo presente”

(Pizarnik, 2003: 217). Es de este lado, de lo oscuro, por donde vendrá la mirada ajena a

iluminarnos. Justo como el ojo que requiere del espejo para mirarse a sí mismo, la alteridad

31
No a la manera del Hölderlin de Heidegger (1983, 2000) y más cercana a la manera del Hölderlin de
Blanchot (1995). En términos de Laplanche, Hölderlin supone el caso donde lo “único” se sustrae al discurso
siempre: “la proximidad que establecemos entre la evolución de la esquizofrenia y la de la obra lleva a
conclusiones que no pueden en absoluto ser generalizadas: se trata de la relación, en un caso particular, quizás
único, de la poesía con la enfermedad mental”. Laplanche es citado por Derrida (1989: 238).

69
representa la especularidad necesaria para la reconstitución de lo visible. Pizarnik (1992:

155-7) lo expresa --aunque ya absorta en su deseo de absoluto-- en el poema “Palabras”,

cuando urge la presencia del otro para que a través de “él” --y sólo de “él”-- se manifieste

lo que de verdad necesita: el amor que hará las veces, alegóricamente, de la acción

redentora del flujo del poema, mientras que el pronombre del amado da pie a la figura

acabada --y por eso mismo imposible--- del propio poema. Claro está, la obsesión reiterada,

que se delata primero en el esfuerzo de precisión y luego en “la voluntad de ser amada por

él y no por otro”, distorsiona e incluso ahoga --junto con aquél que le proveería de ese

gozo-- la necesidad auténtica que pudo haber tenido. Aunque aún percibe aquel amor, como

en la noche “el viento”, no es capaz ya sino de medrar entre “sustitutos” que nunca

alcanzan para satisfacer su deseo, cerrando así la posibilidad del amor:

El hecho es que yo contaba, yo analizaba, yo relacionaba ejemplos


proporcionados por los amigos comunes y la literatura. Le demostraba que la
razón estaba de mi parte, la razón de amor. Le prometía que amándome iba a
serle accesible un lugar de justicia perfecta. Esto le decía sin estar yo misma
enamorada, habiendo sólo en mí la voluntad de ser amada por él y no por
otro. Es tan difícil hablar de esto. Cuando vi su rostro por primera vez, deseé
que fuera de amor al volverse hacia mi rostro. Quise sus ojos despeñándose
en los míos. De esto quiero hablar. De un amor imposible porque no hay
amor. Historia de amor sin amor. Me apresuro. Hay amor. Hay amor de la
misma manera en que recién salí a la noche y dije: hay viento. No es una
historia sin amor. Más bien habría que hablar de los sustitutos.

Alejandra Pizarnik es la que prefiere al ojo ausente, huidizo, “el ojo que invita a irse

lejos de la mirada, lejos de lo mirado” (2003: 217), contrario a aquel que busca la forma.

Pero notemos que esta forma, propia de la mirada alegórica, no podría ser una instancia

cerrada, implica un movimiento de autoregeneración permanente y una promoción del

cambio; mantenerla abierta significa contemplar la llegada del otro. Es desde esta

perspectiva que Merleau-Ponty afirma que el verdadero formalismo se yergue sobre la

depuración formal que funda el estilo concentrándose en una semiótica que autonomizará la
70
palabra: “Este uso vivo del lenguaje, ignorado tanto por el formalismo como por la

literatura de «temas», es la literatura misma como búsqueda y adquisición” (1964a: 91). Y,

aunque contrariada a la vez por su ostentoso afán temático que la persuade de no alcanzar

algún posible éxito, si algo muestran los Diarios de Pizarnik es una profunda preocupación

por el estilo. Toda su poesía se puede ver como un trabajo fundamentado en acechar la

palabra que haga algo más que apuntar al objeto banal del cual es representación (aún

cuando para ella misma la alusión es principio del mal, de lo imposible). El arte, y en

particular la poesía, se reduce a la tarea de labrar el estilo, apunta Sontag (2005: 59) y

cuando, ella misma, expresa que el arte objetiva la voluntad progresiva equivale a decir que

el arte convierte todo contenido en forma para ofrecer una manera autónoma de conocer.

Así, cuando en el transcurso de esta disquisición se afirme que el poema de Pizarnik

progresa contrario a su sujeto, lo que se quiere decir es que el Yo del poema, inclinado a

una escisión natural, engendra un poema en perpetua creación para resistir contra su

disolución propia, a un poema que trata sobre todo del estilo --mostrando cómo su ejercicio

es una tarea inconclusa o postergada siempre-- cuya contemplación erige una presencia más

allá de todo interés. Por eso, en el esfuerzo continuo de la alegoría, que implica la búsqueda

de la “palabra” que diga lo que uno efectivamente quiere decir, se halla la posibilidad de

alguna identidad que libere al sujeto preso en sí mismo debido a esa misma imperante

necesidad. Pizarnik (2001: 88) reitera esta idea, en un fragmento del poema “Origen”, de la

siguiente manera:

Pero ¿quién me dará la respuesta jamás usada?


Alguna palabra que me ampare del viento,
alguna verdad pequeña en que sentarme
y desde la cual vivirme,
alguna frase solamente mía
que yo abrace cada noche,
en la que me reconozca,
71
en la que me exista.

La distancia necesaria que descentraliza al sí mismo para ver hacia otros sentidos

está adscrita al estilo que, en el olvido de su necesidad, precipita la forma una y otra vez,

actualizándola. El estilo no se agota en la búsqueda, él es la particularidad regeneradora que

posee el lenguaje para realizarse. Su realización consiste en evocar la verdad que le fue

encomendada en un pasado inmemorial y aquí se empalma con el pensamiento alegórico.

Lo que busca y encuentra no es alguna idea de la verdad sino la manifestación de la verdad

misma (la adecuación armónica signo/objeto). Aunque no debemos dejar de lado que la

poesía de Pizarnik proyecta un sujeto constituyente de la realidad tanto como una realidad

constituyente del sujeto, --es decir, un sujeto-mundo existencial y no ideal para quien toda

identidad, alcanzada a través del estilo, no se logra sin una cierta dosis de insuficiencia. Por

lo tanto, el estilo que aquí se refiere, como depuración formal constante, no es tampoco un

proceso ideal. Revisemos menos fugazmente, en el siguiente capítulo, el concepto de estilo

para sostener con más fuerza aquél que esta investigación ha consentido.

72
CAPÍTULO III

El estilo en Pizarnik

Nuestro tercer capítulo complementa el anterior en lo que toca a la evolución de la mera

formalidad al estilo. Se verá primordialmente cómo la reflexión sobre el estilo --que será

condición del ser dialógico-- es una de las características fundamentales de la poesía de

Pizarnik. Ya enterados del peligro de la alienación en el sujeto poético, se comprueba que

la distancia necesaria para descentralizar al sí mismo hacia nuevos sentidos está adscrita al

estilo. La formalidad revisitada una y otra vez concreta la materialidad del lenguaje y su

ejecución siempre única. El poema “Palabras” resultará ejemplar para mostrar cómo el

progreso del Yo equivale al estilo.

Para entender el concepto moderno de estilo, que en lo subsiguiente esta tesis afirma se

convierte en la principal preocupación de Alejandra Pizarnik, es necesario hacer un

vislumbre sobre el surgimiento y establecimiento del orden humano conocido como

modernidad. Fue a partir del siglo XVIII que, oficialmente y por primera vez, una

civilización, la de Occidente, se arrogó la potestad del tiempo. No habrá en el mundo, desde

entonces, mayor conocimiento que el suyo, por lo que el patrón de su vara, con respecto al

cual todo desarrollo ulterior se medirá y será medido, sólo registrará atrasos en los pueblos

restantes. Bajo el abrigo de la nueva razón, la humanidad sale a conquistar entonces su más

firme posibilidad de ser: sale a conquistar el futuro, porque toda realidad cabe en el

principio de identidad sustentado por la razón, porque todo cambio también lo resiste y lo

73
asimila la razón. Cualquier cosa que pueda venir está en nuestras manos poder realizarlo,

dicta la nueva ideología con su elevada confianza en sí misma, somos responsables de

nuestra propia historia. En adelante, para los hombres, no habrá más que progreso y

perfección; la plenitud, libre de la jurisdicción divina, estará al alcance de cada uno. Y todo

marchará, en efecto, bien para la fe moderna excepto que, a poco tiempo de su inicio, la

tautología que puso en igualdad de condiciones al misterio del mundo –a la naturaleza-- y

al ser se revela falsa. El fantasma de la contradicción que se creía haber superado reaparece

luego más intensamente debido a la misma razón que tiende a escindirse cuando busca

apaciguar el momento turbio, y mientras más hondo ella cava, al mismo tiempo que se

renueva, se aniquila. Cada cosa empieza por ser así una cuestión del análisis, de lo cual no

escapa el sistema del lenguaje y su uso, y finalmente el mundo en pugna con la razón funda

el último de los desequilibrios de la conciencia que dura hasta nuestros días. Nace a la par,

al situarse la razón misma en el centro de la controversia, el concepto de razón crítica cuyo

objeto será intentar atenuar en algo la tensión creada, siendo el cambio y la alteridad lo que

mejor ha de caracterizarla. Nada es como se había pensado que sería; no obstante la libertad

ganada, por y para el sujeto, las necesidades sólo se cubrirán a medias y se cumplirán acaso

sólo en el horizonte más lejano. La insatisfacción marcará así la modernidad mientras los

más con los menos satisfechos rivalizarán. Al promediar los hechos, diferencia y

desigualdad serán las divisas del periodo moderno que aún hoy prevalecen. Pero en el curso

de este declive, y ya durante el romanticismo, la sensibilidad aparece como lo más

originario, tenido a menos por la razón. Lo que está al principio, previo a los infortunios

producidos por la modernidad, como la forma más auténtica de restauración anímica, es la

sensibilidad. Y en el deseo de volver a ese tiempo primero, tiempo de plenitud, el ajuste de

cuentas en contra de la desigualdad correrá a cargo de la crítica “convertida en acto


74
revolucionario” --según Paz (361)--. Sin embargo, dentro de la modernidad, la vuelta al

origen, a un estado de equilibrio y reconciliación, quedará teñida, irremediablemente, de

negatividad y cambio permanente, al tener la razón que autosacrificarse una y otra vez, de

forma tal que también lo que marcará la posibilidad de ser será ya por siempre no-ser cada

vez, es decir, que el principio regulador de la personalidad, que garantizará la supervivencia

en la renovación, no podrá ser otra cosa que el cambio, con todo lo trivial que en la

actualidad esta declaración pueda sonar. En este contexto de mentalidad, en el año de 1753,

es que Buffon va a proferir su discurso sobre el estilo donde ciertamente dirá que “el estilo

es el hombre mismo”, y esta afirmación sugerirá, todo lo más, claridad de pensamiento y

controlada vehemencia de las palabras --siempre, por cierto, subordinadas a las ideas--

previa reflexión planificada a la hora de suscitar la forma de la escritura. Un siglo más

tarde, Schopenhauer (42) aún pensaría cosas semejantes cuando refiriera al estilo como “la

fisonomía del espíritu”

Así pues, la idea moderna de escribir bien, practicada hasta entrado el siglo XIX

todavía bajo el gobierno de la ideología burguesa que definía la medida de lo universal, fue

trocada por la de escribir lo justo dentro de una sociedad europea que veía agrandarse los

vacíos clasistas. Las marcadas diferencias de clase, en cuyo seno se promediaba la utilidad

de las cosas, también hicieron posible la diversidad de escrituras, manifestándose así un

sujeto ávido de reconocimiento que padecía el desgarro de la vocación intelectual frente a

la condición social. Cada uno de estos aspectos por su lado marcan los intentos de

reconciliar la forma y el contenido a favor de la realidad, haciendo que se enfatice lo uno o

lo otro y propiciando en cambio que sobresalga algún tipo particular de “realidad”. La

literatura de temas que hizo prosperar la corriente naturalista confirma la disidencia en la

que ya se convivía y sólo más tarde se acepta la autonomía del lenguaje, primero a través de
75
la lengua, como sistema, y luego del habla individual. En el siglo XX, cuando ya Flaubert y

Proust consideraban al estilo como un modo de visión único y sumamente personal, la

literatura no retrataría más al mundo sino que en cambio sería constancia de la existencia

misma que así respondería a todo imperativo social, es en este punto donde el concepto de

estilo empieza a cobrar importancia desde una óptica que no lucra más ni con la idea de

reflejar algún carácter específico mediante una técnica ni con las viejas ideas clásicas de lo

bajo, lo mediano y lo sublime; siendo más bien la actividad permanente que constituiría la

identidad.

Los estudios de la estilística instaurados ya en el siglo XX como respuesta al

repunte de la individualidad, acertaron al reconocer la fuerza del lenguaje en la supremacía

de un sujeto intencional a espaldas de él, pero se equivocaban en sus análisis siempre que

su interés consistía más en tratar de descifrar alguna intención original. Tanto el formalismo

que tuvo la intención autoral como último fin como aquel que luego prescindió de ella,

solicitando alguna inmanencia estética, idealizaron teniendo ya a la historia, a la psicología,

a la lingüística, o a las tres disciplinas, de soporte y en el balance ningún método pudo

garantizar nunca resultados definitivos. Cinco de esos métodos ideados por la estilística,

con el propósito de examinar la relación entre el lenguaje de un escritor y su personalidad,

los enlista Stephen Ullmann (68): el análisis estadístico que observa el estilo de un texto

“en el agregado de probabilidades contextuales de sus elementos lingüísticos”, el enfoque

psicológico que recurre a las peculiaridades del texto para intentar edificar un perfil

psicológico explicativo, tipologías del estilo, la prueba de las palabras-clave y, por último,

el estudio de las fuentes de donde se extraen las imágenes del texto. Un método más

correría a cargo de Bally (ver Enqvist (31)) para quien el quehacer de la estilística era “el

valor afectivo de los elementos del lenguaje organizado, y la acción recíproca de los
76
elementos expresivos que concurren para formar el sistema de medios expresivos de una

lengua”.

De esta manera, una vez que la estilística centrada en la expresión toma vigor --a

partir de Croce--, Vossler 32 va a orientarla hacia la comprensión de los fenómenos del

arte, asumiendo un diálogo esencial entre la obra y el receptor. Los principios que

generan la unidad de la obra deberían ser “desenmascarados” puesto que la relación entre

el emisor y el receptor presuponen un artificio “en el que el artista se pone la máscara de

villano para crear un estilo” (De Man, 1996: 216) 33. La “intencionalidad” aquí

presupuesta aún es una determinación susceptible de ser aprehendida. Según Vossler:

la estilística es una ciencia autónoma que intenta explicar e interpretar la


naturaleza de la intuición artística, descubrir el principio y la unidad de
la obra. Puesto que la obra se constituye sobre la dualidad de la creación
--actividad productiva-- y de la aceptación --actividad receptora--, el
método de análisis se basará en ambos aspectos, el sistema y lo individual.
(Yllera, 1974: 19)

Mientras Vossler busca explicar también cómo el escritor forja un estilo dentro de

un lenguaje históricamente determinado, Spitzer (continuado después por Amado

Alonso 34), asumiendo la filiación que supone entre lingüística y estilo, parte de la expresión

32
Vossler, Spitzer y Riffaterre, respectivamente, son citados por Yllera (1974). Ver también Hatzfeld (1975).
33
Es pertinente recordar, siguiendo la línea de argumentaciones que en esta investigación se han podido
verter, que el villano que ve De Man en el artista, cuando blande el estilo, toma tintes semejantes al gran
delincuente, visto por Benjamin (1995). Este delincuente ha conquistado la admiración popular por haber
enfrententado a un Estado que le burló (al pueblo) su confianza cuando le hizo entrega de su fuerza natural.
34
Amado Alonso “no desdeña el método de Spitzer, pero es consciente de sus limitaciones y de su
parcialidad. Pertenece a la escuela idealista al ver lo esencial de la estilística en el descubrimiento del «goce
estético» de la obra. Pero pertenece a la estilística estructural al juzgar la tarea de la estilística el analizar
cómo está construida la obra”. (Yllera: 30). Ya Alonso (1969: 79) también se había percatado de la índole
alegórica del estilo cuando comentaba: “La palabra o la frase son signos de esas realidades [de las que en
primera instancia refieren]. Pero además de significar una realidad, esa frase en boca humana da a entender o
sugiere otras cosas, y, ante todo, la viva y compleja realidad psíquica de donde sale. De esa viva realidad
psíquica la frase es indicio, no signo; la expresa, no la significa”. Aunque cabe destacar que los indicios aquí
planteados por Alonso aún lucen permeados por la necesidad de hallar alguna realidad psíquica particular
orientada más al autor y menos al lector. De otra manera, Alonso aún parece no percatarse de la trascendencia
del Yo de la praxis al Yo de la poiesis que contiene en sí el goce estético y que emancipa los procedimientos
de creación a través de la constante producción justificándolos como principal foco de atención del análisis.
Esto último también hace que el estilo intuido finalice no en el autor sino en el lector.

77
individual del autor aproximándose al tono de una voz. Pero pese a que ha sido la lectura el

camino que lo llevó a lo que él llama “peculiaridades lingüísticas” parece no considerar aún

el movimiento dialéctico que ahí surge. La reducción que hace debería ser síntoma

alegórico de una obra que se desprende, por la lectura dialéctica, de la autoría tutorial:

Mediante la lectura captamos estas peculiaridades lingüísticas que


posteriormente se reducen a un denominador común y se relacionan con el
elemento psíquico subyacente, con la arquitectura de la obra, con su
proceso de elaboración e incluso con la visión del mundo peculiar del autor.
(20)

Se puede observar que aún cuando aquí Spitzer hace énfasis en la voz de la lectura,

que denota ya alguna estructura armónica, sólo la considera en virtud de un estilo ya

establecido y puesto en marcha en los procesos de elaboración que el lector reanuda pero

que no modifica ni concluye; antes bien, atribuye primero el mérito a una psique peculiar

que es mayormente la del autor. En otras palabras, para Spitzer lo que funciona no es

todavía una voluntad-de-ser inscripta en el texto, activada y continuada a través de la

lectura, sino la peculiaridad formal lograda por el autor como desvío de la norma.

Más adelante, tomando en consideración que la obra literaria es un proceso de

comunicación, Riffaterre, al proponer un “encodificador”, de manera sesgada alude

también ya a una duplicidad que encubrirá un artífice dominante que dictaría cómo leer.

Luego de estipular que la primera tarea del estiólogo será recoger los elementos que limiten

alguna libertad demasiado prolija de percepción en el proceso de descodificación, aclara:

En el enunciado lingüístico, la estilística sólo estudia los elementos


utilizados para imponer al descodificador la manera de pensar del
encodificador, es decir, estudia el acto de comunicación no como mera
producción de una cadena verbal, sino como algo que contiene la
impronta de la personalidad del autor y se impone a la atención del
receptor. (33)

78
Ante este párrafo de Riffaterre, aclaremos que la poesía no tendrá para nosotros la

tarea de cifrar. La misma naturaleza poética en su intento de precisar, de ser más cercana a

su querer-decir, sólo hace parecer que cifra sus figuras. La complejidad que alcanza más

parece ocultar que revelar pero su querer-decir no se reduce a una tesis; si nos lleva más

allá de sí es precisamente a la manifestación de algo y no a una síntesis reduccionista. Lo

interesante del análisis de Riffaterre será que, al considerar siempre un contexto dentro de

la propia comunicación literaria (dentro de la obra y no fuera de ella), aclara que el

continuo desvío que suscita el estilo no está determinado por ninguna norma preestablecida

fuera del texto (dicha norma no tendría afanes estéticos y estaría más interesada en el

referente). Aunque todavía, al subordinar el discurso a un autor, es incapaz de ver que el

contexto en que opera el trabajo formal del estilo siempre es el discurso mismo, --es decir,

la convención que hace peligrar al discurso en el anquilosamiento florece dentro del propio

discurso desde el mismo momento en que se cree seguro. El lenguaje creador, desde esta

perspectiva, no trabaja contra alguna norma respecto a lo establecido cotidianamente, se

concentra, en cambio, en su mismo movimiento progresivo. El desvío consistiría, luego, en

un descentramiento del lenguaje con respecto a sí mismo en el afán de ceñirse lo más

posible a su verdad manifiesta.

La correspondencia así establecida por la estilística alrededor de una obra, entre

efectos y afectos, no guiaba entonces -ni lo hace ahora- a precisar un modo de ser

precisándolos a ellos, sino a examinar su consecución avizorando a través de las relaciones

que podían alcanzar entre sí los elementos de la obra siendo ella misma la unidad que

concretaría el estilo. Esto significaría luego que cualquier intención original importaba

menos que el procedimiento de realización y que a la formación de estilo se antepondrían

sus implicaciones universales, es sólo así que empieza a superarse el influjo ideológico.
79
Pero aun cuando la expresión es ya el objeto de la estilística, desde Vossler y Spitzer, y sin

pensar, por lo tanto, que la lengua pudiera existir al margen del hablante, o éste al del

entorno, los estudios estilísticos seguirán padeciendo alguna de las tendencias mencionadas

debido a los intentos de sistematización científica que quiere hacer del pensamiento una

ciencia natural, como si únicamente el rigor condicionara la verdad y la objetividad no

fuese ya apreciación 35, de ahí que sus fines muchas veces terminaran, como anotan

Warren/Wellek (214), en ser no más que una preceptiva cuando no una exaltación

nacionalista de una determinada lengua. El tono y el gesto que atraviesan la palabra, nunca

transparentes del todo, en tanto son medidas de profundidad discursiva sólo son vías de

intuición por donde se manifiesta el estilo como fenómeno estético. Eventualmente poco

importó quién hablara, y al darle preponderancia al cómo-se-habla fue más evidente que el

discurso, en especial la poesía, cumplía cuando de forma reiterada e indefinida objetivaba

la fuerza del deseo como una fuerza de precisión ontológica imposible de colmar 36, fue más

claro entonces que la misión del arte era registrar los progresos de la voluntad ante el

persistente desgarro que sufre el sujeto. Pizarnik (2000a: 312) nos lo remite así: “En este

35
El afán de la estilística en mucho es análogo al de los escritores naturalistas. Retratar la vida en el arte
literario, como se intentó en el siglo XIX, exigiría que uno se saliera de la vida para lograr ver su totalidad. El
caso va a ser homólogo a la necesidad de tratar de trazar fronteras al pensamiento como si se pudiera pensar al
pensamiento fuera del hombre (o al lenguaje --ya acabado-- fuera del sujeto). Si la vida que concebimos yace
en la conciencia en relación mutua con todo lo que es otro, delimitarla significaría que no sólo sí existe lo
impensable sino que, absurdamente, se lo puede pensar y maniatar (es decir, que la otredad es controlable).
George Steiner (2007: 15) refiere este hecho: “Lo que hay fuera o más allá del pensamiento es estrictamente
impensable. Esta posibilidad, en sí misma una demarcación mental, está fuera de la existencia humana. […]
Se mantiene como una categoría oculta de la conjetura religiosa o mística”. La relación unívoca que guardan
pensamiento, vida y lenguaje fue el asunto primordial que Wittgenstein trato primero en el Tractatus lógico-
philosophicus en 1918 y luego en las Investigaciones filosóficas en 1945.
36
Dentro de la poesía --siguiendo a Jakobson (1981: 40)-- toda secuencia armónica parte de los modelos
básicos que se usan en la conducta verbal: la selección y la combinación. Ahora bien, la secuencia poética no
sólo es producto del mejor arreglo lógico que denote lo más claro posible el referente sino también requiere,
simultáneamente, del mejor arreglo fónico, sintáctico y semántico por su amplio carácter alegórico. La
proximidad y la equivalencia que guardan entre sí los elementos de las secuencias componen la armonía. De
esta manera, el ejercicio poético es la tarea recurrente de armonizar secuencias que giran en torno de un tema
paralelamente. Los distintos casos de paralelismos, señalados por Jakobson (58), más que figuras de retórica
son mecanismos o procedimientos que enmarcan, además de la redundancia, el equilibrio que lleva a cabo la
poesía en torno de un asunto cuya naturaleza es la indeterminación y la inestabilidad. Ver Pascual Buxó (1978).

80
sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un

poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos

heridos”. Estos registros de Pizarnik, que no pueden ser más que alusión, confirman el

carácter alegórico de la obra artística donde toda presunción psicológica debería ser

cubierta por la filosofía, quedando el estilo, tal como lo había declarado Croce en su

Estética (ver Enqvist: 24), como el trabajo de creación estética centrado en la expresión, o

dicho a nuestra manera: sólo en el trabajo formal de creación sígnica, la comunicación ha

de encontrar alguna precisión 37. Respecto a la estilística, su labor, según Warren/Wellek

(212), no deja de estar ceñida a su tradición como bien se puede ver abajo:

la estilística investiga todos los recursos que tratan de lograr algún fin
expresivo específico, por lo que el campo que abarca es mucho mayor que el
de la literatura o incluso que el de la retórica. Bajo el epígrafe de estilística
pueden clasificarse todos los artificios enderezados a conseguir fuerza y
claridad de expresión.

La estilística como fruto histórico de la racionalidad erra al concebir lo que es el

estilo. La ideología que pondera el comercio del todo y deplora el del fragmento determina

su naturaleza, muy común es por eso encontrarnos con la manía de hacer tipologías

marcadas por el uso definido de la lengua, ya sea individual o colectivamente, cuya mayor

virtud se observa en el entrecruzamiento de los estilos supuestos para que, al final, todo sea

cuestión de elegir alguno de los varios “estilos” reunidos en la convivencia (ver las

determinaciones de Garrido Medina) o de identificar en un discurso los “estilos” en juego

de acuerdo a las relaciones que guarden los elementos de la composición, a saber: autor,

objeto y palabras (ver las distinciones que hacen Warren/Wellk (213)). Se trata para la

estilística, sobre todo, de una forma más o menos fija, de afectación controlada y

37
“En efecto, nos proponemos intentar una especie de filosofía del estilo, definido como modalidad de
integración de lo individual en un proceso concreto que es trabajo y que necesariamente se presenta en todas
las formas de la práctica”. Granger citado por Yllera (151).

81
controlable, susceptible de ser analizada con precisión, menos un saber poiético que una

especie de máscara agarrada al vuelo en la producción de estilo, sirvan estas palabras de

Ullmann (67) para ejemplificar el caso: “[uno] puede adaptar su estilo a las circunstancias;

uno puede modificarlo incluso con fines de remedo, parodia o por necesidad de caracterizar

a un personaje en su manera de hablar”. Finalmente, en el ámbito estilístico,

estiólogo/estilísta es el estudioso del estilo en contra del estilista como hacedor de estilo. El

primero, casi siempre un idealista que contempla una individualidad del todo acabada y de

ninguna manera rota, trabaja con el material lingüístico establecido históricamente con el

objetivo de desentrañar, en una obra dada, sus posibilidades internas y externas de

combinación para adecuar al sistema, dentro de un rango de bienestar, las peculiaridades

halladas en la obra, como si las necesidades de expresión fuesen finitas y pese a que la

indisolubilidad radical entre el hombre y el mundo, cada vez más apremiante, toma lugar en

el propio analista para volver inestable todo logro. De acuerdo a sus métodos de análisis las

definiciones de estilo varían, según Enqvist:

[el estilo se define] como la elección de expresiones ofrecidas como


alternativa; como un grupo de características individuales; como las
desviaciones de una norma, como una serie de características colectivas;
como las relaciones entre entidades lingüísticas que son enunciables en el
marco de un texto más extenso que el de una sola oración. (28)

Pierre Guiraud, por otro lado, evocando a Jakobson cuando describe la función

poética, define el estilo de esta manera:

El estilo es el aspecto de lo enunciado que resulta de una elección de los


medios de expresión determinada por la naturaleza y las intenciones del
sujeto que habla o escribe. Definición muy amplia que engloba la expresión,
su aspecto, el sujeto parlante y su naturaleza o sus intenciones. (1960: 20)

De esta última concepción se pueden inferir las siguientes observaciones. El sujeto

que elige libremente es el sujeto de interés y deseo cuya naturaleza no sale intacta del

82
sistema que lo alberga. Esta influencia, tanto como su deseo, debería ser neutralizada si lo

que quisiera conseguirse es proyectar un estilo. De otra manera, se puede decir que el

interés literario debe ser el discurso que transmute el estilo latente de la obra en el lado del

perceptor. Aunque Guiraud enfatiza el enunciado, su posición todavía parece comprometida

con el “sujeto que habla o escribe” sin valorar que la eficacia del estilo no está en la

posibilidad de percibirlo sino de continuarlo.

Para el segundo estilista –el artista por antonomasia— el estilo se identifica más con

el fragmento que da cuenta más verazmente de la índole activa del saber estilístico que

transcurre auténticamente como formación de estilo. Es un hecho que no se trata de un uso

apropiado para cada ocasión sino de la expresión de un universo que cobra legitimidad de

acuerdo a convicciones sustentadas por un saber cada vez más profundo, esto sin olvidar la

dinámica trabada con el mundo. El estilo al ser un saber puede ser visto, contrario a una

simple mascara, como una respuesta o una actitud en acción que aprovecha la experiencia y

la transforma. El siguiente señalamiento de Barthes (2000: 19, 20) parece atinado aunque

sigue ubicando al estilo en una zona imposible para un receptor que no tendría más tarea

que percibirlo:

El estilo es propiamente un fenómeno de orden germinativo, la


transmutación de un Humor […] el estilo sólo tiene una dimensión vertical,
se hunde en el recuerdo cerrado de la persona, compone su opacidad a
partir de cierto experiencia de la materia; el estilo no es sino metáfora, es
decir ecuación entre la intención literaria y la estructura carnal del
autor (es necesario recordar que la estructura es el residuo de una duración).

Aceptando que el estilo “se hunde en el recuerdo cerrado” se comprueba que de

nada sirve la psicología y todo “humor” se convierte en deseo o voluntad que se mantiene

flotando. Esta fuerza, que Barthes señala como intención literaria, no se la puede igualar

más con la “estructura carnal del autor” (Barthes evoca aquí a Flaubert: “La forma es la

83
carne misma del pensamiento” (ver Ullmann (96)), donde se mantendría inocua y pasiva,

sino con la de aquel lector que la continúa cuando reaviva y prolonga el poder del estilo. La

definición de Barthes nos es útil para observar que la autoría (que él aún considera una

dominante) ya no es lo fundamental sino tan sólo otro elemento de auxilio que nos

acercaría a un aspecto más de la probable visión original ahora a cargo del lector, --sin

olvidar que ésta permanece oculta bajo la opacidad de la carne quedando siempre como

intuición. Greimas lo aclara mejor: “el estilo es en primer lugar y ante todo, una estructura

lingüística que manifiesta simbólicamente, gracias a las articulaciones particulares de su

significante global, la manera de estar en el mundo fundamental de un hombre” (Yllera:

149). Y aunque se pueda aceptar esa manifestación simbólica de “un hombre” a través de

su estilo, la manera de estar en el mundo que más urge no puede referirse a ningún otro que

al ser humano en general. Esa estancia no es otra cosa que el deseo que constantemente

prescribe la fuerza de voluntad de un sujeto en lucha con su entorno, por llegar a coincidir

consigo mismo en la identidad. El estilo viene a ser así el combate por el mantenimiento de

sí, por mantener la palabra frente a un carácter que quiere predominar. En forma más

general, el estilo es la relación más o menos dialéctica entre el sujeto y el mundo, entre el

lector y el texto, que desarrolla la individualidad y más en el fondo constituirá la identidad.

Ahora bien, la concepción de una estructura dinámica en oposición a la que

considera en general la estilística atañe a la resolución de este asunto 38. El cuerpo textual

--cuya lógica atiende a la necesidad del discurso-- llega a ser, entonces, un extracto

artificial de la mente, la duplicación de un modo de ser, y su finitud --sus articulaciones


38
Pensemos la estructura no sólo como la organización funcional de elementos y conjuntos discursivos al
interior del texto sino como el subsuelo, en palabras de Deleuze (2005a), que sostiene los diferentes ordenes y
los relaciona con la vida humana. La estructura sería lo que guía una dialéctica de lo sensible y lo perceptible
para concretarse en la intuición libre. En otras palabras, es la razón hegeliana que transcurre por debajo de
toda dialéctica para iluminarse a sí misma. Siguiendo a Lacan (1977, 2010a), equivaldría a lo simbólico, que
junto a lo imaginario y a lo real forman el nudo borromeo que constituyen al sujeto.

84
ordenadas artísticamente-- implica sólo la posibilidad de describir cada vez un trazo

único. Dicho de otra manera: toda fijación concebida como rasgo de estilo es

indeterminada o fugaz, siendo --más bien-- el estilo la percepción de una fuerza que nos

permite avanzar e intuir la unidad. La pieza clave, origen de la constante mutación

perceptiva, que se empieza a vislumbrar comprende una intención surgida

perpendicularmente de la lectura que nunca es visible en su totalidad, de ahí que sólo

podamos referirnos a ella como intencionalidad 39. En lo que a esta tesis respecta, en

cualquier caso, el estilo, como una actividad, no será más que la consecución de estilo, y

quedará ilustrado por la aparición paulatina de una trayectoria en la superficie textual

muy acorde a lo que en su momento expresaría Gide: “No será fácil trazar la trayectoria

de mi mente; su curva solamente se revelará en mi estilo y escapará a más de uno.” (La

reflexión de Gide está tomada de sus diarios, la fecha de registro, muy pertinente para

nuestro caso, es sep.-oct. de 1909. Ver Ullmann (68)). En particular, para Alejandra

Pizarnik, el estilo no es una estilización o un simple artificio de reproducción. No llega a

ser sólo la coherencia de la obra y va más allá de alguna peculiaridad individual

caracterizada por el desvío frente a una norma que busca perpetuarse.

De estas consideraciones se puede entender ahora que el arte es por excelencia el

dominio del estilo precisamente porque manifiesta el modo de ser voluntario y consciente.

Destaquemos, sin embargo, para los fines que acá nos importan lo siguiente: la obra de arte

no puede suponer nunca abiertos plenamente los canales de comunicación (dar por sentado

al otro), pues ello significaría tanto como sobreentender sentidos establecidos en su

39
“todo cogito, o como también decimos, toda vivencia de la conciencia mienta algo y lleva en sí mismo su
respectivo cogitatum en ese modo de lo mentado, y cada uno lo hace a su modo. […] También se llama
intencionales a estas vivencias de la conciencia, no significando en tal caso la palabra intencionalidad sino esa
propiedad universal y fundamental de la conciencia de ser conciencia de algo, de llevar en sí misma, en
cuanto cogito, su cogitatum.”. (Husserl, 1997: 47).

85
totalidad; su responsabilidad es crearlos. Por eso el estilo atribuido a alguna forma de ser

ordenada no puede estar fijo, sino en permanente realización puesto que la esfera donde

habita también es la fuerza que lo reprime incansablemente. El estilo percibido delimita la

forma pero la forma es un momento del estilo elaborado perpetuamente. La manera de ser

del lenguaje tiene su lugar en él. El estilo llega a ser la voluntad misma, como principio de

decisión observa Sontag (2005: 62), que persiste en conquistar la realidad caótica y muy

atinadamente Paul de Man ha visto en el espejo una metáfora del estilo, que muestra lo que

ya no es pero más trascendentalmente lo que está siendo continuamente. Alejandra Pizarnik

(2001: 124), podemos comprobarlo bastante, naufraga en esa reiteración de sí que, no

obstante, quisiera sobrevivir a sí: “En la noche un espejo/ para la pequeña muerta/ un

espejo de cenizas”, (Árbol de Diana: 22). Innumerables veces el espejo es en Pizarnik,

además de metáfora de la especulación estéril, alegoría de la reproducción inerte. Cada uno

de los epítetos que se atribuye es la máscara en turno del estilista que batalla contra aquello

que lo niega, porque al término de su fabricación también se detiene la marcha y se

oscurecen los caminos. Cuando termina la tarea del estilo, para ella sólo quedan “palabras

embozadas” que guían “hacia la negra licuefacción” (ENEM). La manifestación del

absoluto que desvanece todo límite, como principal producto del estilo, es el imposible que

Pizarnik resiente. Esa duración que desaparece todo, la describe el siguiente poema dentro

de una especie de lamento atribuido a la ausencia, entonces, de un corazón que fuera testigo

de lo que ahí concurre:

Cuando llegamos al centro de la oscuridad el bosque se abrió. Murieron las


formas despavoridas de la noche y no hubo más un afuera ni un
adentro. Te precipitaron, desapareciste con la máscara en la mano. Y ya
nada se pareció a un corazón.
(“Contemplación”: 366)

86
El estilo se erige como la actividad del ser-ahí que insiste siempre para llegar a ser,

y, contradictoriamente, cuando se está en esa labor incluso desaparece la conciencia misma

de la voluntad de ser --por eso, en el poema, el Yo desaparece “con la máscara en la mano”

porque su afán de ser se desvanece o se realiza siendo. Se puede agregar aún que cuando el

estilo se resuelve en algún tipo de careta esto nos lleva directamente a lo que llamamos

“persona”. Tal denominador aplica a todo individuo de quien ciertamente ignoramos todo

o casi todo y nunca, por cierto, al niño cuya vida persiste en el presente continuo. Todo

aquél que ha llegado a ser una persona lo es ahora por virtud de su conciencia del tiempo y

no simplemente por su condicionamiento social que lo luce como una mismidad: su vida,

relacionada con el mundo --en el pasado, presente y futuro--, es objeto de su reflexión, esto

quiere decir que no vive en la sincronía. La manera de ser encuentra así su razón en ese

desfase como una constante persecución de sí misma. Cada vez que el individuo se

presenta, lo que vemos es un momento de sí, lo vemos enmascarado manifestando algo que

está siendo, indefinido o en el camino de la definición. Esta persona detenta así un estilo

cuya fuerza proviene paradójicamente de no querer sufrir siendo sólo una ficción o una

transición momentánea sino, en cambio, ser de una vez y para siempre. Para Pizarnik, la

conciencia de la identidad plena seguirá siendo una promesa anclada en el futuro y la

escritura sólo agranda esa ausencia y le confirma su autodestrucción puesto que es ella

misma --portadora del lenguaje-- la que se opone a sus intentos de ser, así lo expresa:

“Cada palabra que escribo me restituye a la ausencia por la que escribo lo que no escribiría

si te dejara venir aquí.” (Del silencio III: 360).

El concepto de estilo adquiere sentido de la imposibilidad de una identidad resuelta

una vez acaecida la fractura temporal, pero hace posible la individualidad. Ahora, contrario

87
a lo que pensó De Man (1996: 221) 40, para el sujeto moderno, y Pizarnik lo es, el estilo no

es un afán de inmortalidad sino de sincronía (y no sólo de reconciliación crónica), acto al

cual ella misma aludió como un problema musical (Diarios: 321). Lo que nos enseña la

poesía de Pizarnik es que, si bien la obra de arte llega a ser dialéctica, el sujeto está

marcado por lo que Derrida (1975: 356) llamaría diseminación 41, de tal manera que toda

consideración sobre el estilo no debe olvidar que la expresión que lo concreta conlleva una

significación existencial que lo enrosca sin fin en el afán de mantener su convicción. En el

poema 14 de Árbol de Diana, Pizarnik (116) refleja esta situación a través del miedo a la

escisión debido a un decir que se abisma en la especulación sin lograr su cometido: “El

poema que no digo./ el que no merezco./ Miedo de ser dos/ camino del espejo:/ alguien en

mí dormido/ me come y me bebe”. Bien se puede decir que Pizarnik concreta un estilo de

índole negativa, que al mismo tiempo que construye al poema destruye al poeta.

La naturaleza literaria así descrita, mediante el estilo, requiere que cada lector la

consume para, de paso, hacer patente que su principal interés está puesto en el lenguaje.

Toda superación lograda en la vuelta al flujo descubre en el pasado un futuro posible a

través del presente, instaurando también, a la manera proustiana, una memoria involuntaria

tal cómo nos la describe Benjamin 42. Para Pizarnik el fruto de las cavilaciones nunca se

40
“Como las especulaciones de los filósofos, el estilo es un afán de inmortalidad. Pero este afán está
destinado al fracaso”.
41
“la diseminación […] organiza un campo conflictual y jerarquizado que no se deja reducir a la unidad, ni
derivar de una simplicidad primaria, ni establecer o interiorizar dialécticamente un término. El «tres» no dará
ya la idealidad de la solución especulativa sino el efecto de una reseñalización estratégica que refiera, por fase
y simulacro, el nombre de uno de los términos al exterior absoluto de la oposición, a esa alteridad absoluta
que fue señalada […] La diseminación desplaza al tres de la ontoteología según el ángulo de determinado re-
pliegue. Crisis del versus: esas señales no se dejan ya resumir o «decidir» en el dos de la especulación binaria
ni establecer en el tres de la dialéctica especulativa […] (ya que el movimiento de esas señales se transmite a
toda la escritura y no puede pues encerrarse en una taxonomía acabada, y aún menos en un léxico en tanto que
tal), destruyen el horizonte trinitario. Lo destruyen textualmente: son señales de la diseminación (y no de la
polisemia) porque no se dejan en ningún punto sujetar por el concepto o el tenor de un significado”.
42
El texto literario, también el ejercicio de la escritura, es aquí el medio que obra azarosamente sobre la
memoria perceptora para convertir espontáneamente un tejido (un estilo como recurso inédito), paralelo al

88
realiza en una escritura satisfactoria o en un estilo que la soporte, aproximándola al miedo

que provoca una subjetividad fragmentada:

Días en que una palabra lejana se apodera de mí. Voy por esos días
sonámbula y transparente. La hermosa autómata se canta, se encanta, se
cuenta casos y cosas: nido de hilos rígidos donde me danzo y me lloro en
mis numerosos funerales. (Ella es su espejo incendiado, su espera en
hogueras frías, su elemento místico, su fornicación de nombres creciendo
solos en la noche pálida.) (Árbol de Diana: 17: 119)
~
M.I.M. -Vislumbro que el espejo, la otra orilla, la zona prohibida y su
olvido, disponen en tu obra el miedo de ser dos, que escapa a los límites del
döppelganger para incluir a todas las que fuiste.
A.P. -Decís bien, es el miedo a todas las que en mí contienden. A la otra
que soy. (En verdad, tengo cierto miedo de los espejos.) En algunas
ocasiones nos reunimos. Casi siempre sucede cuando escribo. (Pizarnik,
2002a: 314)

Vemos entonces que la estilística fracasa, entre otras cosas, porque no considera la

autonomía del discurso y entonces atribuye la intención a una voluntad específica

desentrañable cuyo propósito, se suponía, era consumar un mundo y no sugerirlo. En

términos de Bajtín atiende sólo al discurso monológico que opera sobre un fondo de

presupuestos estables que considera identidades abstractas y no sujetos vivos 43. Esta

insistencia pseudocientífica --como se dijo antes-- ancla también los análisis en la

psicología coartando la libertad de la experiencia estética y reduciendo la obra a una moral

recuerdo consiente, capaz de abrir caminos obstruidos por el interés personal. De acuerdo a Benjamin (1972:
129): “sólo puede llegar a ser parte integrante de la mémoire involontaire aquello que no ha sido vivido
expresa y conscientemente, en suma, aquello que no ha sido una «experiencia vivida»”. La experiencia vivida
refiere aquella que entra en la praxis. “Según Proust”, comenta Benjamin (127), “es cosa del azar que cada
uno cobre una imagen de sí mismo, que pueda adueñarse de su experiencia”; si confiamos en estas palabras,
podemos agregar –-aventuradamente-- que el contacto con la escritura creativa --la de Pizarnik en particular--
alerta y precipita el azar necesario, como memoria involuntaria, para el desarrollo del sí mismo. (Cfr.
Benjamin, 1991a).
43
La conciencia monológica discurre un “Discurso orientado directamente hacia su objeto en tanto que
expresión de la última instancia interpretativa del hablante”. (Bajtín, 1982: 278). Contraria a esta, la
conciencia dialógica opera a través de la idea interindividual e intersubjetiva: “La idea es un acontecimiento
vivo que tiene lugar en el punto del encuentro dialógico de dos o varias conciencias” (126). Debemos añadir,
para complementar estas afirmaciones de Bajtín, que el discurso dialógico que él supone, si bien manifiesta
un confrontamiento de conciencias, admite una conclusión dialéctica al situarse dentro de un sistema de
comunicación funcional. El discurso de Pizarnik, en cambio y debido a su naturaleza, se instala precisamente
en la fractura del sistema --dentro de una pugna irresoluble-- y sólo prescribe una dialéctica trabada.

89
dada que separa lo ético de lo estético. Desde el momento en que se reconoce que el

discurso literario (el arte en general) no posee intención original 44 sino que la funda cada

receptor, percibimos el estilo “dado” como formación de estilo; sin ir muy lejos

observemos que un poco más allá se intuye el momento poiético que inicia el

distanciamiento de sí y vuelve ahora más acá, como efecto de la obra, en un receptor que

reconoce ese acontecimiento como una actividad propia (Jauss explora esta cuestión y

cuando polemiza sobre el placer estético induce que éste “se produce siempre en la relación

dialéctica de la autosatisfacción en la satisfacción ajena” 45). El estilo será entonces la forma

de ser más o menos visible que se dirige al otro, alcanza alguna fijación en él pero en la

obra misma que lo contiene es un desplazamiento continuo. Cada receptor conforma

parcialmente el estilo que en sí mismo deviene siempre hacia su realización. Ahora parece

ser claro que el trabajo con el lenguaje es convertir un estilo, esto quiere decir, básicamente,

arreglárselas para mantener un tono dentro de un proceso cuya única constante será la

fractura que resistirá a la linealidad y posibilite lo que Bajtín (1982: 30-33) llama polifonía.

El tono, al concretar la forma, es un conjunto de intenciones más o menos turbulento que no

permite la neutralidad. Muy difícilmente podemos poner distancia de nuestra propia

historia, lo que se dice está íntimamente ligado a cómo se dice. Los valores afectivos y los

conceptuales, el contenido y la forma, son las caras de una misma moneda marcadas, sin

embargo, por una distancia entre sí que obvia un estilo, lo transforma y convierte,

señalando en todo caso el porvenir de una obra. Siempre que la obra entra en contacto con

su receptor lo hace vía el estilo para convertir el acto estético. El estilo de una obra concreta

44
Este asunto se aclara más extensamente, siguiendo a Gadamer, en el capítulo VIII.
45
“En el acto estético el sujeto disfruta siempre de algo más que de sí mismo: se siente en la apropiación de
una experiencia del sentido del mundo, que puede descubrirle tanto su propia actividad productora como la
recepción de la experiencia ajena, y que puede confirmarle la aprobación de un tercero”. (Jauss, 1986b: 73).

90
un modo de ser como respuesta a un entorno y al hacerlo sitúa las apetencias personales de

quien lo percibe dándole a su ser un lugar en el mundo; la figura utópica del arte aparece

entonces, conviniendo con Adorno, como promesa de cambio en una distancia posible que

es proporcional a la fuerza de la negatividad que la obra revela al presentarnos

intuitivamente el espacio de separación entre la praxis y la especulación 46 (espacio de

presentificación de la alteridad). El desvío 47 que el estilo perpetra sobre sí mismo se

corresponde con esa distancia que separa ‒o une‒ a la realidad y al deseo y nos encuentra

con el silencio. El carácter poiético que manifiesta el estilo refleja la realidad misma en su

carácter adquisitivo a través del giro caleidoscópico de la forma donde toda posibilidad

converge ante nosotros invitándonos, no a ser decididos sino decisivos; para Pizarnik, sin

embargo, lo que queda es el escombro, la indeterminación y lo inacabado --no sólo en la

palabra sino en cada cosa debido a ella--, representantes de la negatividad que perfora todo

y entierra la forma. Nuevamente, en el poema “Cold in hand Blues” (2001: 263), esa

impotencia se resuelve en miedo:

y qué es lo que vas a decir


voy a decir solamente algo
y qué es lo que vas a hacer
voy a ocultarme en el lenguaje
y por qué
tengo miedo

En otro sentido, si es cierto que la obra se erige como una respuesta, ésta no es una

afirmación positivista como bien lo explica Sontag (47, 48) sino, sobre todo, es una

reacción familiar a una experiencia de orden filosófico que no necesita ser explícita. En

46
Ver Jauss (1986a: 47-57).
47
Pensemos en la differánce, en términos de Derrida (1977: 36). “La differánce es el juego sistemático de las
diferencias, de las trazas de las diferencias, del espaciamiento por el que los elementos se relacionan unos con
otros. Este espaciamiento es la producción, a la vez activa y pasiva (la a de la differánce indica esta indesición
respecto a la actividad y a la pasividad, lo que todavía no se deja ordenar y distribuir por esta oposición), de
los intervalos [sic] sin los que los términos «plenos» no significaría, no funcionaría [sic]”. (También Ver
Derrida (1998).

91
todo caso es una afirmación que certifica que ahí existe algo; así, Gadamer (1993a: 144) ve

en el poema una afirmación que “da testimonio de sí misma” no en la sola producción de

sentido sino además porque sostiene “la presencia sensorial de la palabra” en un tono que

procura dirección hacia un horizonte que transcurre indecible pero abierto --aunque no

parezca así para Pizarnik, quien repele al poema en tanto lo demanda como se puede ver en

“Palabras” (1992: 155-7):

Hablo de un poema que se acerca. Se va acercando mientras a mí me tienen


lejos. Sin descanso la fatiga; infatigablemente la fatiga a medida que la
noche -no el poema- se acerca y yo estoy a su lado y nada, nada sucede a
medida que la noche se acerca y pasa y nada, nada sucede. Sólo una voz
lejanísima, una creencia mágica, una absurda, antigua espera de cosas
mejores.

“Palabras” es el poema del estilo para Pizarnik, o quizá más genuinamente sea sobre

la imposibilidad del estilo. A lo largo del poema verificamos el reverso oscuro de la

identidad, de aquél que lleva “la máscara en la mano” y se limita a una espera perpetua

donde, pese a todo, sólo obtiene intuiciones que acrecientan su deseo, perdiéndola. La

conciencia de sí no descansa para que ella pueda ser al despejarse de sí:

Se espera. Se dice. Por amor al silencio se dicen miserables palabras. Un


decir forzoso, forzado, un decir sin salida posible, por amor al silencio, por
amor al lenguaje de los cuerpos. Yo hablaba. En mí el lenguaje es siempre
un pretexto para el silencio. Es mi manera de expresar mi fatiga
inexpresable. [...] Ésta es ahora mi vida: mesurarme, temblar ante cada voz,
templar las palabras apelando a todo lo que de nefasto y de maldito he oído y
leído en materia de formas de seducción. El hecho es que yo contaba, yo
analizaba, yo relacionaba ejemplos proporcionados por los amigos comunes
y la literatura. Le demostraba que la razón estaba de mi parte, la razón de
amor. Le prometía que amándome iba a serle accesible un lugar de justicia
perfecta. Esto le decía sin estar yo misma enamorada, habiendo sólo en mí la
voluntad de ser amada por él y no por otro. Quise sus ojos despeñándose en
los míos. De esto quiero hablar. De un amor imposible porque no hay amor.
Historia de amor sin amor. Me apresuro. Hay amor. Hay amor de la misma
manera en que recién salí a la noche y dije: hay viento […] Ver su rostro
demorándose una fracción de segundo, su rostro se detuvo un tiempo
incontable, su rostro, un detenerse tan decisivo, como quien mueve la voz y
dice no. […] Un rostro que dure lo que una mano escribiendo un nombre en
92
una hoja de papel […] He de contar en orden este desorden. Contar
desordenadamente este extraño orden de cosas. A medida que no vaya
sucediendo.

La poesía, ha dicho Gadamer (142-155), maximiza el diálogo dentro de una

especulación infinita que persigue el entendimiento mutuo. Se convierte en un autodiálogo

modelador de la palabra en la figura de un tono que muestra su reverso invisible y

enseguida buscará materializarse en el habla, amontonando el desperdicio por un lado.

Siempre que se consigue, la dicción poética encubre una tensión producto del esfuerzo

continuo por equilibrar intenciones y sentidos, por consumar la voz que yace en la distancia

donde discrepa lo posible de lo real. Alejandra Pizarnik muestra este acontecimiento como

un fracaso porque desea la pervivencia de una sincronía imposible (sincronía entre el deseo

y la palabra, entre el querer y el deber –la concepción que hizo de la melancolía en la

Condesa sangrienta, como un problema musical y un ritmo trastornado, engloba este

asunto), cuando el poema lo único que le ofrece es el ámbito momentáneo donde puede

constituirse la identidad y ella se cansa de eso porque confunde la realidad y la ficción

como manifiesta en “El deseo de la palabra” (2001: 269): “Ojalá pudiera vivir solamente en

éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo”. Pizarnik no ve en la distancia un

puente sino un abismo 48. Sin embargo, su fracaso muestra que el intento de decir es la

fuerza que tamiza el tono y logra iluminar el estilo --a los ojos del otro-- justo en ese

momento en que hablar y escribir son lo mismo tal y como se presume en una línea de

“Extracción de la piedra de locura: IV” (251): “Nada pretendo en este poema si no es

desanudar mi garganta”. La consumación del estilo es la persecución de alguna verdad

donde se entrevé la esencia del lenguaje. El caso de Pizarnik constituye la amenaza cernida

sobre el valor de la palabra que la obliga a girar en torno de ella para que en algún

48
El asunto de la distancia será cubierto en el capítulo VI.

93
momento aparezca la forma pura ya sin ningún contenido determinante (o que apareciera en

su naturalidad instrumental -no utilitaria--, dispuesta siempre para nuevas invenciones

como ya se comentó en el capítulo anterior) y la acerque cada vez más al habla de las voces

del silencio --silencio relacionado con la progresión del estilo--: la pausa del habla que

planteará el reinicio o el fin de la forma entendida como la vida compartida del

reconocimiento mutuo. Si las relaciones humanas funcionan con base en sobreentendidos,

tal como lo prescribió Bajtín (1997: 106-137), que hacen posible concretar toda posición

frente al mundo, la poesía --aquí la de Pizarnik-- muestra que de ninguna manera esto se

cumple siempre. El tono que satisfaría alguna identidad es una reiteración que se apropia

del exterior y al personificarlo se personifica; no lo elimina, lo asimila. La voz poética

muestra que un Yo siempre es un nosotros reformando “los sobreentendidos”. Esta

condición indispensable queda patente en el poema “Presencia” (162):

tu voz
en este no poder salirse las cosas
de mi mirada
ellas me desposeen
hacen de mí un barco sobre un río de piedras
si no es tu voz
lluvia sola en mi silencio de fiebres
tú me desatas los ojos
y por favor
que me hables
siempre

En el capítulo siguiente, la segunda estrofa del poema ENEM muestra este aspecto ético

decisivo, y tal parece que sólo desde una nueva teoría del estilo 49 se puede quizá responder

lo que inquieta a Pizarnik; o, más puntualmente, cómo inquieta a Pizarnik la relación que

sostiene con la alteridad.

49
La gran mayoría del análisis dedicado a la poesía de Pizarnik ha trabajado más el tema estilístico, como
fijación formal particular que guía más hacia un caso clínico, que el estilo.

94
CAPÍTULO IV

El origen de la fragmentación del poema de Pizarnik

En los capítulos IV-VII se reflexiona la segunda estrofa --versos 19-24-- y la tercera

--versos 25-31-- del poema ENEM. El que aquí inicia está dividido en dos apartados. El

primero, “Palabra absoluta o exceso del decir”, se encarga de aclarar los pormenores

histórico-literarios del par absoluto/exceso que generará el problema de la invisibilidad en

Pizarnik. El segundo, “Devenir de las cosas o referencia infinita del poema”, se concentra

en ahondar aún más en el tema de “lo invisible” proponiéndolo como la continua formación

de las cosas dentro de una entropía en la que todo concurre a la vez. El romanticismo que

hereda Pizarnik y los análisis del discurso de la acción servirán para obviar el “error”

dialéctico de Pizarnik. La incongruencia entre las partes que constituyen al signo, donde se

ve agrandar al significante proporcionalmente a cómo disminuye el significado, se observa

bajo el influjo del absurdo de la totalización deseada por Pizarnik. Perdido el mecanismo

del lenguaje, el texto de la poeta se ve fracturado al infinito. Intertextualidad e

intratextualidad finalmente caracterizan el discurso fragmentado de Pizarnik.

19. no
20. las palabras
21. no hacen el amor
22. hacen la ausencia
23. si digo agua ¿beberé?
24. si digo pan ¿comeré?

25. en esta noche en este mundo


26. extraordinario silencio el de esta noche
95
27. lo que pasa con el alma es que no se ve
28. lo que pasa con la mente es que no se ve
29. lo que pasa con el espíritu es que no se ve
30. ¿de dónde viene esta conspiración de invisibilidades?
31. ninguna palabra es visible

1. Palabra absoluta o exceso del decir

Los primeros cuatro versos (19-22) de esta estrofa responden a una afirmación que

hiciera Breton en un artículo aparecido en 1924 50, pero la serie completa enmarca el valor

de la forma que el acto mismo de proferir implica. Alejandra Pizarnik, pese a que podría

haber promovido una escritura de corte surrealista, chocaba con esta tendencia cuando su

afán de precisión --a veces incluso de un naturalismo desbocado-- se anegaba dentro de un

existencialismo para ella ingobernable, como muestra esta entrada de su Diarios (2003:

217-8): “Si algún día llega en que no tendré más miedo de quedarme absolutamente sola a

causa de un lenguaje más verdadero, mis palabras serán como relojes o como instrumentos

científicos «de alta fidelidad».” Su poesía es prueba de la existencia desilusionada de

posguerra que intentó impedir el surrealismo y de la dura, y a veces imposible, transición

en que se ve envuelto el individuo social. Porque el surrealismo fue, antes que nada, un

proyecto existencial que Breton (1972b: 106) manifestó en variadas ocasiones: “La poesía

no tendría para mí ningún interés si no esperase que sugiriera […] una solución particular al

50
“Entiéndase bien lo que decimos: juegos de palabras, cuando son nuestras razones de ser más auténticas las
que están en juego. Las palabras, además, han dejado de jugar. /Las palabras hacen el amor.” (Breton,
1972d:128). Alejandra Pizarnik también nos remite a Hegel como bien dice Bordelois: «Esto de que “las
palabras hacen el amor”, me acuerdo que eso lo recibe, lo abaraja Alejandra y tiene ese poema maravilloso
que es una reflexión sobre la palabra donde dice: No, las palabras no hacen el amor, las palabras hacen la
ausencia, si digo agua ¿beberé?, si digo pan ¿comeré? y eso viene de Hegel, Alejandra había leído a Hegel y
justamente él dice: las palabras están en el lugar de las cosas, hablamos de las cosas, las nombramos cuando
las cosas no están, porque cuando están basta con señalarlas y eso también me parece que están las dos caras
de la cosa, la palabra hace la voz pero también está diseñando la ausencia». Isaac Abecasis en diálogo con
Ivonne Bordelois.Emisión del sábado 20 de octubre 2007, del programa “A través del espejo” conducido por
Antonio Capriotti, por FM Continental, Rosario.

96
problema de nuestra vida” 51. Con los acontecimientos que se sucedían en Buenos Aires (ver

Venti, 2007a), luego de su vuelta de París al final del 1964, resulta difícil creer que Pizarnik

escribiera al margen de la realidad social (como mucho se ha supuesto) sólo porque no se

refería a ella directamente 52. Habiendo incluso traducido ya a Breton, Eluard y Artaud (ver

Venti, 2007c) Pizarnik no ignoraba en qué consistía el surrealismo y cómo éste había

evolucionado de una preocupación artística a una de orden político que exigía pasar de la

contemplación a la acción comprometida, o bien, como habría opinado Marx, de la

interpretación a la transformación. Excepto que Pizarnik, como antes Artaud, no halló lugar

en esa revolución debido al abismo que siente creado entre el objeto y la palabra que le

pervierte su razón; porque Pizarnik no es menos víctima de la realidad social que de su

propio fanatismo expresivo. Ambos estados participan para crearle el desfase en que vive,

contrario a la fe que la ideología surrealista depositó en el lenguaje --un lenguaje a quien se

tiene que vindicar ciertamente de todo principio utilitario, porque no es propiedad de nadie,

buscando, en cambio, destapar sus fuerzas productivas ocultas, siendo y haciéndose

médium precisamente de aquellas zonas de la conciencia hasta entonces censuradas (ver

Breton 1971c). Con cuarenta y siete años de diferencia, y otra guerra de por medio, entre la

51
Sobre la poesía, Breton (1972a: 102) también declaraba: “pienso que la poesía, que es lo único que me ha
sonreído en la literatura, emana más de la vida de los hombres, escritores o no, que de lo que han escrito o de
lo que se supone que pudieran escribir. Aquí nos acecha un malentendido enorme, ya que la vida, tal como la
entiendo, no es ni siquiera el conjunto de actos finalmente imputables a un individuo, ya se haya inclinado por
el cadalso o el diccionario, sino a la manera con la que parece haber aceptado la inaceptable condición
humana. No es más que esto –y no sé por qué- es en los campos que lindan con la literatura y el arte, donde la
vida, concebida de este modo, tiende a su verdadera realización”. Para ampliar más este punto ver Breton
(1972 & 2004), Benjamin (1991b), Jiménez (1995).
52
Aun cuando Pizarnik no refiera su realidad social explícitamente, ésta está inmersa; de otra manera su
discurso sería incomprensible y, encerrado en sí mismo, inalcanzable. El solipsismo que labora (la idea
filosófica de que sólo el propio Yo es real), transcurre como expresa Wittgenstein en el punto 5.64 del
Tractatus: “el solipsismo ejecutado estrictamente coincide con el realismo puro. El Yo del solipsismo se
reduce hasta un punto en el que no hay forma de expansión y en el que queda la coordenada de la realidad”.
Miguel Dalmaroni (2004), por otro lado, da cuenta de cómo el discurso de Pizarnik se inserta en la realidad
argentina de la década de los 60’s cuando acude simultáneamente a obras canónicas y discursos patrióticos
para socavar su autoridad.

97
proposición de Breton y la de Pizarnik, hoy son evidentes las razones que la separan del

poeta francés y principal propulsor surrealista. No obstante que conservaría del movimiento

el imperativo romántico de cerrar la brecha entre el arte y la vida, la desesperación de

alcanzar su propia mente, que allí incluía, la margina enteramente de la corriente principal

de actitudes surrealistas, basada sobre todo en una política espiritual de goce (ver Sontag

(1981)). La poesía de Pizarnik, sin embargo, parece estar más acá del surrealismo y no más

allá como sugiere Lasarte (1983: 867). Más acá del sujeto contraído que buscaba liberar el

surrealismo y no más allá del espíritu ideal que aquellos abanderaban. Y aún así, su

filiación con esa escuela no puede ser --como dice el mismo Lasarte-- “superficial” si

simultáneamente “delata una profunda incomodidad ante su propio discurso”; puesto que es

esa misma incomodidad de su ser contrito que la abisma, la fuente suprema de creación que

la asemeja, y no la distingue, de los surrealistas. No hace falta revisar a fondo las

pretensiones de este grupo para descubrir su actitud crítica frente al lenguaje y que por

supuesto --contrario a lo que afirma Lasarte-- hace peligrar al proceso creador (no en vano

la cantidad de detractores que acumularon). Pizarnik, en todo caso, parece ilustrar el fracaso

del surrealismo al mostrar un sujeto fragmentado --cuando no alienado--, producto de un

solipsismo agobiante y de una crítica absoluta que termina concentrándolo en sí mismo e

inutilizando toda convicción. Una vez fracturado en su relación con el mundo, el sujeto de

la poesía de Pizarnik sólo puede lidiar con invisibilidades 53.

53
Habermas (1988: 97) ha asegurado que el desafío surrealista contra el arte moderno es debido a que éste
ofreció una “promesa de felicidad respecto a su propia relación «con el todo» de la vida” y finalmente
descalifica los intentos surrealistas por quebrar los viejos paradigmas, al llamarlos “experimentos sin sentido”.
Aunque esto último es cuestionable, Habermas se apoya en la pretensión surrealista de negar la tradición que
lo sostiene usando “categorías por medio de las cuales la estética de la Ilustración ha circunscrito su dominio
objetual”; sólo así puede decir que lo único que logra el surrealismo es reafirmar lo que en principio negó. Las
preguntas que aquí surgen serían: ¿acaso es lineal el desarrollo de la tradición?, ¿hasta qué punto se puede
negar la tradición, y si no representa ésta una sucesión de quiebres que permite precisamente que sea una
continuidad? Aún más: ¿acaso se puede hablar de “la tradición” como si fuese única? En lo que concierne a

98
Por otro lado, la “ausencia” (otro de los nombres de lo “invisible”) que acusa el

discurso de Pizarnik (versos 22-31 del poema ENEM) deviene históricamente como el par

del “absoluto”, y sin ir más lejos su ruta se puede examinar desde el romanticismo que vino

a cerrar el idealismo hegeliano. El “pensar del pensar” era la forma epistemológicamente

normativa del ideario romántico alemán y a través de ese pensar infinito de la reflexión

creía poder penetrar sin mediación en lo absoluto. Pero, antes, debemos considerar que este

absoluto --como lo refiere Schlegel (cfr. Benjamin, 2004: 36)-- no está fuera sino dentro de

sí mismo como el medio constituido por la propia reflexión, y es función de la voluntad

profundizar en él dentro de una conexión infinita que posibilite cada vez ideas fecundas.

Dicho de otra manera, el absoluto que vislumbra el sujeto sólo es posible cuando éste se

descubre infinito en su meditación voluntaria y sólo entonces la conciencia de su finitud

engendra una réplica de sí mismo que lo contradice, lo piensa y al hacerlo lo forma. Esta

duplicación de sí que se genera ad infinitum, y que se manifiesta por una “peculiar

ambigüedad”, es la potencia que lo aproximará al absoluto en tanto lo va diluyendo. Así lo

expresa Benjamin (33):

este trabajo, Habermas mantiene que el surrealismo incurrió en dos errores que muy bien atañen a la poesía de
Pizarnik en su relación con aquella corriente. El primero marca que el surrealismo no ejerció emancipación
alguna de la tradición. En este respecto puede decirse que la poesía de Pizarnik fortalece la tradición, en lugar
de menguarla como muchos surrealistas supuestamente habrían hecho, y se encamina hacia alguna especie de
pensamiento puro, pero no alienado, mediante el lenguaje (más parecido, en ocasiones, al de la lógica
simbólica y la matemática); por lo tanto, es este el horizonte más probable que veo en Pizarnik: antes de
cualquier innovación formal, el énfasis en el trabajo formal. El segundo error sí incumbe a Pizarnik
directamente cuando en su proceso hace del lenguaje una sublimación que termina en una alienación sin
salida. Así lo describe Habermas: “En la comunicación cotidiana, los significados cognitivos, las esperanzas
morales, las expresiones y valoraciones subjetivas deben relacionarse unas con otras. Los procesos de
comunicación necesitan de una tradición cultural que cubra todas las esferas –la cognitiva, la moral-práctica y
la expresiva-. Una vida cotidiana racionalizada, por lo tanto, difícilmente podría salvarse del
empobrecimiento cultural producido al abrir una única esfera cultural –el arte- y dar acceso de este modo sólo
a uno de los complejos especializados de conocimiento.” Pese a las objeciones de Habermas, para este
análisis es más importante destacar cómo el surrealismo intentó renovar (o liberar) los métodos de creación
existentes resistiéndose a los acaparadores de la razón que en sí misma no sería excluyente (tal vez el pecado
del movimiento fue que, como toda ideología, terminó por suplantar la voz de las mayorías (las minorías
excluidas)). (Para contrastar la opinión de Habermas basta con acudir a Benjamin (1991b)).

99
La reflexión se expande ilimitadamente, y el pensar formado en la reflexión
se convierte en pensar informe que se orienta hacia el absoluto. Esta
disolución de la forma rigurosa de la reflexión, que es idéntica a la reducción
de su inmediatez, sólo es tal, por supuesto, para el pensamiento limitado.

Este modo de pensar hace que Novalis pueda atribuir una autonomía inédita al

lenguaje, dejando al sujeto en posición de medio a través del cual aquél se reinventaría a sí

mismo en dirección a lo absoluto. El mayor mérito del lenguaje --para Novalis-- no está en

referir el mundo sino en ocuparse de sí mismo, de ahí se infiere que el lenguaje siempre

dice algo más de lo que dice pero que ese exceso concierne únicamente a él.

Hay algo raro en los actos de escribir y hablar [sentenció Novalis en 1799].
El error ridículo y pasmoso que comete la gente consiste en creer que utiliza
las palabras en relación con las cosas. Ignora la naturaleza del lenguaje, que
consiste en ser su propia y única preocupación, lo cual lo convierte en un
misterio muy fértil y espléndido. Cuando alguien habla por hablar, dice lo
más original y veraz que puede decir. (Sontag, 1985: 35)

El poder del lenguaje radicaría en que construye sobre sí mismo, más allá de la

conciencia racional idealista y más acá de la subjetividad, esa intuición del absoluto que el

romántico confundirá con lo simbólico; porque al ser él mismo su propia ocupación --dice

Novalis-- “precisamente esto, lo que el habla tiene de propio, a saber, que sólo se ocupa de

sí misma, nadie lo sabe” 54. Schiller también había podido entrever esta esencialidad del

lenguaje, que si bien privaba al objeto de su carácter individual le adhería la universalidad

necesaria que, en términos de Hegel, permitía entonces asumir al habla como un en-sí para-

sí 55. Pero la ambición romántica se gesta dentro de una omisión en la perspectiva que trajo

54
Novalis es citado por Martin Heidegger (1990a: 217).
55
“El lenguaje priva al objeto, cuya representación le ha sido encomendada, de su carácter sensible e
individual, e imprime en él una cualidad propia del lenguaje (la universalidad), que le es ajena. Introduce,
para hacer uso de mi terminología, en la naturaleza del objeto sensible a representar, la naturaleza abstracta
del representante, y lleva consigo, por lo tanto, heteronomía en la representación”. (Schiller, 1999: 105).
Hegel (1973: 65) concluye sobre la certeza sensible, inasequible para el lenguaje, de la siguiente manera: “A
este algo simple, que es por medio de la negación, que no es esto ni aquello, un no esto al que es también
indiferente el ser esto o aquello, lo llamamos un universal; lo universal es pues, lo verdadero de la certeza
sensible.” Ver también Escalante (2009).

100
consigo la más reciente realidad: el pensador romántico cree que se puede restituir una

unidad como si la sola libertad ganada --de pensarse a sí mismo y ejercer la voluntad--

pusiera a todos los hombres en igualdad de circunstancias cuando lo que se instaura es una

carrera por la posesión dentro de una oposición de deseos. Este error irradia la poesía de

Alejandra Pizarnik que bien puede considerarse epígono de aquellos. La plenitud que ella

busca colisiona con la autoconciencia adquirida en el deseo coartado de plenitud. Y

mientras más crece el deseo más crece la autoconciencia para así determinar la fractura en

que vive el sujeto errado que no concilia el propio anhelo con lo real. El deseo recurrente de

la infancia, como figura del ideal, expresa esta crisis en la que se es incapaz de convivir con

la contradicción (contradicción manifiesta en el lenguaje que no es más que

representación).

Ahora bien, la noción de absoluto que inspiró a los románticos y se intentó

rehabilitar en un júbilo equivocado viene de más atrás, su origen se ancla en la antigüedad

clásica. Con el triunfo de la ideología burguesa al final del siglo XVIII, la teoría moderna

que empieza a desarrollarse invoca al orden griego y alcanza su gran periodo apoyada en la

interpretación que hace de él “como canon del arte, como inalcanzable prototipo para todo

arte y toda literatura”, según nos informa Lukács(1989b: 153). Ante los nuevos derechos

humanos, que surgen necesitados de fundamento, ingenuamente se va a construir primero

un molde ilusorio para sostener el periodo heroico reciente que pronto se romperá porque

no es capaz de expresar la nueva realidad: un hombre libre, de deseos imperiosos que, sin

embargo, no posee ni los medios ni las condiciones de producción. Aun así, ese idealismo

se mantiene lo suficiente sólo para evidenciar las falencias contraídas al interior de las

relaciones entre lo público y lo privado representadas por configuraciones erradas de

origen, que hasta entonces habían preferido ignorar al nuevo sujeto arrojado por la
101
revolución. Y aunque Schiller ha percibido la inadecuación que entraña el modelo adoptado

sólo es capaz de enfatizar la subjetividad para alcanzar una armonía pasajera presa ya de

una confusión imposible de esquivar 56. La contradicción característica de este momento se

manifiesta vía lo que finalmente Hegel establecerá, todavía en abstracto, como una lucha a

muerte entre conciencias anhelantes del deseo ajeno, de modo que el desarrollo histórico

puede continuarse entonces considerando al sujeto excluido, pero esencialmente liberado,

como creador de la cultura. Más adelante, partiendo de la razón hegeliana, Marx se

encargará de expresar lo que significa la encarnación de la clase proletaria en la nueva

versión de explotados y explotadores; más que una mera abstracción, su papel consiste en

ser la productora esencial al trabajar directamente con la materia.

El deseo del absoluto surgido en la mentalidad moderna va a ser síntoma tanto de

una individualidad apremiante como de una subjetividad escindida que buscará

reconciliarse dialécticamente. Alejandra Pizarnik es en ambas figuras el caso, no en vano su

dificultad perene manifiesta para distinguir las fronteras entre la realidad y el ideal. Ella

encarna la gran confusión que no asume la vida marcada por la contradicción, entra y sale

de la ilusión sin superarla permaneciendo en el umbral indeciso, límite que separa el haber
56
La confusión que hacen los románticos precisamente se edifica del anhelo de instaurar un orden clásico en
una sociedad cuyo contexto relativizaron. Lo más que advierten en su método, a cambio de la contradicción
en la que se hallan implicados, es una “peculiar ambigüedad” (Benjamin: 32) o una “ambigüedad
perturbadora” (Lukács: 162). Una vez que el hombre ha tomado la historia en sus manos, su separación de la
naturaleza es un hecho que no puede restaurarse y la mirada alegórica subordina a la simbólica, de ahí la
mención de Benjamin (1990: 151): “La filosofía del arte lleva más de un siglo sufriendo bajo el dominio de
un usurpador que se hizo con el poder durante la confusión provocada por el Romanticismo. La estética
romántica, en su búsqueda de un conocimiento deslumbrador (y, en definitiva, no vinculante) del absoluto,
dio carta de naturaleza en las discusiones más elementales de teoría del arte a un concepto de símbolo que con
el genuino no tiene en común más que el nombre.” De otra manera, Lukács (160-1) lo aclara cuando describe
los infructuosos intentos de Schiller por configurar la modernidad: “Schiller muestra ante todo la gran
dificultad existente en la vida moderna para poder configurar de un modo poéticamente patente lo más
esencial y real. [Pero] Schiller invierte el problema de forma idealista: no deja al descubierto la conexión
dialéctica entre los detalles sacados directamente de la vida y las determinantes esenciales escondidas en ellos
y sobre los cuales están basados. Antes bien considera el realismo en los detalles como un simple medio,
como un mero camino de comunicación, para poder regresar de los rasgos esenciales no comprendidos de
acuerdo con la experiencia y en consecuencia rígidamente contrapuestos a la vida, a la superficie poética de la
vida.”

102
del querer, el tener del deber, la razón de la sensibilidad, donde infinitamente luchan la

imitación de la realidad con la representación del ideal. En definitiva, la poesía de Pizarnik

es prueba de que la idealidad que Hegel propuso para la Historia y el Sujeto es una fractura

sin remisión, que el camino se cumple a través de una resistencia, y no de una dialéctica,

muchas veces reducida a la más triste inercia o a la más desesperada resignación.

En el siglo XX, cuando el surrealismo aparece, la contradicción se concreta en la

marginación social a diferentes escalas. Una vez que Marx ha vindicado al sujeto

productor, transformador de la materia, no pasó mucho tiempo para que se colocase a esta

misma --a la materia-- en el centro de los asuntos estéticos. Dentro de la literatura, el

momento de asunción del lenguaje se hizo inobjetable y, con los estudios fenomenológicos

de Husserl y la validación que hace Freud del inconsciente --de lo irracional--, se recupera

un poco del terreno perdido; muchas de aquellas manifestaciones que el sistema racional

empoderado había oprimido o esquivado oportuna y convenientemente, consignándolas

como configuraciones del mal, entran a escena. La transición de las categorías históricas a

categorías filosóficas adquiría mayor fuerza y se volvían cruciales para el rescate del

individuo.

Llegado el momento en que la preponderancia de la materia es la preponderancia de

las relaciones de producción y su condicionamiento, pensar el lenguaje redunda en pensar

la forma en sí misma con miras a destacar lo que ocultan las palabras, es decir: el mundo

sensible que yace bajo la representación. Sentada esta comprensión, es un hecho que todo

decir suscita un exceso más allá de sólo cumplir con lo que dice y que se trasmuta en

ganancia para el interlocutor. Y aún cuando el efecto con que se revela el exceso no finalice

en un saber abstracto, su experiencia es una adquisición que está lejos de ser inocua y es del

103
todo diferente al deseo romántico de absoluto aunque no indiferente a él 57. Con esto,

podemos afirmar que en el decir se suscita la constitución de una presencia/ausencia

registrada por el exceso, y que ésta se levanta como un invisible donde queda desvanecida

cualquier contradicción haciendo posible el flujo del habla. Es eso lo que también se quiere

decir al decir que la palabra siempre nos lanza más allá de sí misma en dirección al sentido

cuya condición es necesariamente la inefabilidad. Bretón (2004: 90) expresa esta idea en el

“Segundo manifiesto del surrealismo” de forma más compacta a como lo haría Merleau-

Ponty (ver supra nota 17): “Nadie al expresarse hace nada más que conformarse con una

posibilidad de conciliación muy oscura de lo que sabía que tenía que decir con lo que, sobre

el mismo tema, no sabía que tenía que decir y que sin embargo ha dicho”. Este sentido

común, equiparable a la certeza sensible que Hegel engloba en lo universal, es el derecho

por el que pugna el surrealismo y que libera al lenguaje de cualquier intento de arrogárselo.

Y si Hegel ha escrito que el lenguaje es lo más verdadero y todo intento de decir el ser

sensible es inútil 58, no por ello niega las fuerzas del lenguaje para manifestar esa

inefabilidad que yace detrás del propio lenguaje, porque el lenguaje al ser distinto de la

intuición puede nombrar a las cosas sin caer en penitencia, y cuando así hace también les

provee de un ser:

El lenguaje comienza por hablar sólo en éste sí mismo que es el


significado de la cosa, le da su nombre y lo expresa como el ser del
objeto: ¿qué es esto? Respondemos: es un león, un burro, etc.; es, o sea, no
es en absoluto un amarillo, con patas, etc., algo propio y autónomo, sino un
nombre, un sonido de mi voz, algo completamente distinto de lo que es en la

57
La experiencia surrealista pretendió no sólo naturalizar ese exceso que estaba en manos de una simple
ilusión sino también validarlo para la esfera común de la vida. En oposición a la sublimación romántica,
Benjamin (1991b) propone, siguiendo a los simpatizantes de Breton, una “iluminación profana” liberadora,
que da cuenta de una vida menos reprimida.
58
“Pero, como advertimos, el lenguaje es lo más verdadero; nosotros mismos refutamos inmediatamente en él
lo que queremos decir, y como lo universal es lo verdadero de la certeza sensible y el lenguaje sólo expresa
este algo verdadero, no es en modo alguno posible decir nunca el ser sensible que nosotros queremos decir”.
(Hegel, 1973: 65).

104
intuición, y tal es su verdadero ser […] O sea que por medio del nombre el
objeto ha nacido, como ser, del yo. Esta es la primera fuerza creadora que
ejerce el Espíritu. Adán les puso nombre a todas las cosas; tal es el derecho
soberano y primer toma de posesión de la naturaleza entera o su creación a
partir del Espíritu […] El hombre habla con la cosa como suya y este es el
ser del objeto. (Hegel, 1984: 156)

Mirada más de cerca, aquella zona oscura de conciliación donde conviven el deseo y

el deber --a la cual aludió antes Breton-- oculta la realidad en sí --justamente lo no-

verdadero para Hegel-- que los surrealistas buscan a través de un lenguaje libre de la

conciencia racional positivista. El sueño y la escritura automática son medios que intentan

conseguir ese lenguaje autónomo --como Novalis lo había intuido-- que pueda manifestar al

ser sensible. Pizarnik, también consciente de esa naturaleza del lenguaje que dice lo que

“no-es”, termina por invertir el sentido del asunto cuando erróneamente asume que ese

modo de ser del lenguaje es una falta. Incapaz de remediar lo que para ella es principio de

ausencia, no busca ya nombrar --en sentido hegeliano-- al individuo sino fundirse a él

idílicamente, no ponerse en su lugar sino fatalmente apoderarse de él, --es decir: apoderarse

del absurdo absoluto de lo en sí mismo inefable que es lo otro, para que sea lo que ella es.

Naturalmente fracasa.

Para Pizarnik la espacialidad se abre especialmente desmesurada, ante un signo

desprovisto de su significado, para albergar una ausencia. Y lo que nos recuerda el poema

ENEM es que detrás de la palabra hay una actitud que de ninguna manera puede sólo

suponerse, pues ésta --la palabra-- es un ser de razón para el cuidado de la integridad

humana. La palabra como instrumento de acción y como medio de designación

desinteresada cubre entonces la integridad del lenguaje. Es decir, el uso particular no abarca

el sentido total y la palabra es siempre una unidad disponible para un contexto dado a

quien, sin embargo, siempre excede. Sólo un trastorno del sujeto fracturaría esta premisa.

105
Se reconocen así dos niveles en el ejercicio de la palabra: uno en el nivel intelectual, otro en

el intuitivo. El análisis del discurso que implicó mutuamente al ser humano y al mundo ha

valorado ambos aspectos señalándolos respectivamente como ilocución y perlocución 59. En

el poema ENEM, es la disociación de estos aspectos del lenguaje lo que produce el

cuestionamiento y la sensación de invisibilidad. De hablar no se sigue ya que yo pueda ser

entendido y quizás, más aún, que sea yo escuchado. El decir sin el soporte de la acción que

le proveería de sentido queda atrapado en el pensamiento volviéndose un misterio (el

silencio de la conciencia), en consecuencia el enunciante se hace invisible: o por

ininteligibilidad --quedando su intento de decir en una especie de lengua muerta-- o porque

ha perdido la materialidad que lo sustentaba y absurdamente es orillado a escucharse a sí

mismo. El medio de la palabra --el sujeto que la soportaría-- no está, o queda volando como

si se preguntase él mismo, dirigiéndose no a otro sino a él: “¿me escucho?”, como dudando

de su propia existencia. Cuando en los actos de habla, sostenidos intersubjetivamente, la

fuerza ilocucional se pierde porque su efecto, prescrito por la perlocución, se ha

neutralizado o distorsionado, queda al descubierto la pura mismidad. Pizarnik (2001: 437)

parece así contender como un personaje de Beckett: “--Cuando hablas no se entiende nada.

--Soy oscura porque estoy sola.” (“Escrito en el crepúsculo”). 60

59
Todos los actos de habla, dice Ricoeur escuetamente (1995a: 28), “además de decir algo (el acto locutivo),
hacen algo al decir algo (el acto ilocutivo), y producen efectos al decirlo (el acto perlocutivo).” Ver también
Ricoeur (1998) & Austin (1971).
60
El innombrable (Beckett, 2007: 87) es la última etapa en un proceso de mutilación que tiene lugar en el
ámbito del lenguaje. En esta etapa, la comunicación con el mundo exterior se ha hecho problemática: “piel y
huesos verdaderos muriéndome de soledad y de olvido, hasta el punto de llegar a dudar de mi existencia, y
aún, hoy, no creo ni un segundo en ella, de modo que debo decir, cuando hablo: «El que habla», y buscar, y
cuando busco: «El que busca» y buscar, y así sucesivamente y lo mismo en cuanto a las demás cosas que me
ocurren y a las cuales es menester hallarles alguien, pues las cosas que ocurren necesitan de alguien al que le
ocurran, es menester que alguien las detenga.” Como Mrs. Rooney en la pieza para radio All That Fall, las
obras de Beckett parecen decir: “¿No encuentras algo... raro en mi forma de hablar? (Pausa.) No me refiero a
la voz. (Pausa.) No, me refiero a las palabras. (Pausa. Más para ella.) No uso sino las palabras más simples,
espero, y sin embargo encuentro mi forma de hablar muy... rara. (Pausa.)”.

106
Por un lado va la acción de la palabra y por otro el modo de esa acción, en presunta

incompatibilidad. En el poema la palabra no cumple más su expectativa de sentido y lo que

hace se convierte en un enigma que sobrepasa la convención exhibiendo su mediatez y la

necesidad de superarla. El individuo que persiste ahí es abandonado en su propio

desbordamiento de sentido cuya salida erige sólo un latir sin fisonomía en y ante todo lo

que le es próximo. Su expresión sólo alcanza a ser un señalamiento de sí mismo: “Algo caía

en el silencio. Mi última palabra fue yo pero me refería al alba luminosa” (Pizarnik:

“Extracción…”: III: XVII: 243). De otra manera, si brevemente empatamos las funciones

del lenguaje --que Jakobson determina-- con el deber de la ilocución --noción según Austin

(1971)-- vemos que el asunto intencional permanece sólo del lado convencional que deja un

discurso único, sin sujeto individual o con un sujeto colectivo, que enmarca la lógica de la

intención verbal del enunciado discursivo marginando gran parte de la fuerza ilocucional y

los efectos de esa intención mental acuñados en la perlocución. Comprobamos así que el

lenguaje dice y constata pero, trascendentalmente, expresa performativamente; la pareja

ilocución/perlocución debería ser indisoluble porque “[C]ada uno de los actos ilocucionales

cuenta por una expresión: de un deseo, de una creencia, de un sentimiento” (Ricoeur, 1988:

89) que no están determinados excepto por el propio hablante. Suponer el sentido fijo es

pretender reducir la fuerza del lenguaje y despojar al habla de su calidad de acontecimiento;

presuponer el sentido transforma el efecto, o lo diluye, distorsionando la comunicación.

Aunque ahora pueda parecer obvio que los actos de habla dicen y hacen algo, no es así

cuando nos referimos a los efectos que producen. Este último aspecto es la preocupación de

Alejandra Pizarnik porque de él depende el reconocimiento mutuo con el otro; dar por

sentado el sentido convierte todo en una mismidad. Tener expectativas o generarlas hace al

individuo y lo mantiene cerca del otro como el acontecimiento que persigue el lenguaje. El
107
sentido de la performatividad del discurso está en su acontecer, y para que esto ocurra es

necesario que el lenguaje dispare su mayor expectativa. Cuando Lyotard nos dice que el

enunciado performativo “tiene la particularidad de que su efecto sobre el referente coincide

con su enunciación” (1998,11), debemos entender que un nuevo sentido abre

superlativamente el espacio de las posibilidades en el preciso momento del enunciamiento.

Si es cierto que el lenguaje encuentra su más genuino acontecer en su acto performativo

también es cierto que la mayor virtud de éste acto parte de lo inesperado y de lo imprevisto

de un acontecimiento discursivo siempre único cuyo lugar ha de cumplirse en el diálogo.

Ahora, si la ausencia de sujeto mortifica a la voz del poema, --es decir, su propia

desaparición-- esto es debido a su virtual inmovilidad; lo que importa a Pizarnik es, por lo

tanto, la realización del hablante conseguida por el habla misma: su performatividad; pero

de lo que se percata es que “ninguna palabra es visible” y en consecuencia lo que existe son

sólo sujetos invisibles, prisioneros de sí mismos, que conspiran en un silencio

extraordinario cuando no son ellos mismos la ruina que lo supone. Como quiera que sea, lo

que queda es el silencio como un terreno donde se transparenta la diferencia o se diluye. Se

pueden inferir dos cosas: la relación ideal de sujetos definidos, para quien todo estaría ya

dado desde un lenguaje directo; o la relación represiva donde alguno es anulado. El

siguiente poema, “Contemplación”, es un ejemplo de esa particular intuición de Pizarnik

(217) donde todo es incierto:

Murieron las formas despavoridas y no hubo más un afuera y un


adentro. Nadie estaba escuchando el lugar porque el lugar no existía. Con el
propósito de escuchar están escuchando el lugar. Adentro de tu máscara
relampaguea la noche. Te atraviesan con graznidos. Te martillean con
pájaros negros. Colores enemigos se unen en la tragedia.

Lo que extraña el poema de Pizarnik, y reclama, queda expuesto entonces por el

aspecto perlocutivo situado en la intersubjetividad. Observemos que cuando éste registra las
108
afecciones subjetivas que matizan y envuelven la expresión en la instancia de discurso se

debe diferenciar entre la intención que se desea transmitir y la que efectivamente es

transmitida, entre la actitud que hay detrás de la expresión y aquella que es captada primero

como tono y luego fundamentalmente como estilo. Ya Merleau-Ponty ha señalado también

esta diferencia como el exceso de lo que vivimos sobre lo dicho, para luego apuntar que el

constante interés del lenguaje por autoapropiarse --al ser él mismo, libre de la

instrumentalidad con la que se le somete, su propia preocupación-- es el interés en la

verdad 61. En otras palabras, el esfuerzo por comprender finaliza en la intuición de la verdad

de manera que el desfase es cubierto gracias al cuerpo común 62; pero no debe olvidarse que

dentro del espacio que abre la distinción señalada se halla el poder del discurso para

preservar o desquiciar la verdad. Lyotard también nos advierte la importancia de

presuponer siempre la sustancialidad de aquella diferencia como la diferencia y ponerla a

salvo cuando ancla su origen en el silencio de la carne 63. La ausencia del cuerpo (tema sólo

de la ciencia-ficción) redundaría en una falta de interlocutor que dinamice la lengua y

constate las cosas --porque es, de hecho, el cuerpo, que hace y sufre, la dimensión del Yo

que soporta la diferencia--. “La diferencia”, en Pizarnik, llega a ser la desposesión que sufre
61
Ver supra nota 17. El camino de la “verdad” es trazado desde la experiencia vivida hacia el sentido y
finalmente acuñada en la palabra significada que sólo la praxis realiza. La verdad se sedimenta en la palabra
instituida y se actualiza cuando un “Yo” dialoga, haciendo de un sentido ideal una proposición que tendría
que ser validada. Cfr. Merleau-Ponty (1964b: 114, 115) y Ricoeur (1995c: 90).
62
De acuerdo a Ricoeur la persona es el cuerpo cuya función es la mismidad que permite identificarla y
reidentificarla. A él se le atribuyen dos tipos de predicados: físicos y psíquicos. Los acontecimientos mentales
“tienen la particularidad, precisamente en cuanto predicados, de conservar el mismo sentido tanto si son
atribuidos a sí mismo como si lo son a otros distintos de sí mismo”. Ahora bien, el cuerpo común niega, por
un lado, la conciencia pura, y por otro determina la fuerza de las relaciones individuales: “No puedo hablar de
modo significativo de mis pensamientos, si no puedo, a la vez, atribuirlos a otro distinto de mí”. Todo estado
de conciencia observado se asimila por virtud del cuerpo y equivalen a los sentidos por él propiamente. Esta
reciprocidad entre los individuos opera en tanto reflejo del sí mismo como otro. (Cfr. Ricoeur, 1996: 11-17).
63
“La diferencia […] es el estado inestable y el instante del lenguaje en que algo que debe poderse expresar
en proposiciones no puede serlo todavía. Ese estado implica el silencio que es una proposición negativa, pero
apela a proposiciones posibles en principio. Lo que corrientemente se llama el sentimiento señala ese estado”.
Más adelante concluye que los seres humanos “son requeridos por el lenguaje […] para reconocer que lo que
hay que expresar en proposiciones excede lo que ellos pueden expresar actualmente y que les es menester
permitir la institución de idiomas que todavía no existen”. (Lyotard, 1991: 25, 26).

109
el sujeto de sí mismo por una totalidad. La radical separación del pensamiento y el cuerpo

que se delata en la insuficiencia del primero para abarcar al segundo. La alteridad sin

rumbo que necesita ser acotada por una diferencia necesaria (reconocimiento del sí como

otro que sí mismo) que sustente la contradicción sin que meramente la incluya. Ante la

simbólica desaparición del sujeto, muy pertinente es cuando Lyotard aclara la necesidad de

instituir idiomas para cubrir lo que continuamente emerge necesitado de un ser y que supera

lo que es factible expresar, pues es esta necesidad uno de los objetivos de la poesía.

2. Devenir de las cosas o referencia infinita en el poema.

El despliegue de “lo invisible”, habilitado como nuevo efecto espacial por virtud de un

texto, que siempre está más acá o más allá de lo que proyecta, busca también ser paralelo

no a la creación sino a la formación de las cosas por sí mismas, considerando además, lejos

de ser triviales, que el aislamiento, naturalmente, no tiene lugar. Postular luego ese

movimiento latente como una ausencia revela ambas: la alta expectativa que genera un

significante en tensión con su significado --o incluso despojado de él— y la naturaleza

inconclusa de la interpretación que muestra a las mismas secuencias de palabras-envoltura

--término este alusivo a Merleau-Ponty-- sorprendidas por el sentido desde un mundo pre-

existente en la mente receptora que las depura para señalar su propio florecer a sí mismas

despertando una especie de gastrosofía 64. La palabra se convierte en matriz que se

autogenera, cubriendo así su vacío inicial. “Algo existe ahí sin estar aún” es la fórmula

64
El efecto lo describe Merleau-Ponty en dos oportunidades. Partiendo de la pintura induce: “Las líneas
estaban encargadas de circunscribir la manzana o la pradera, pero la manzana y la pradera “se forman” por sí
mismas y descienden a lo visible como venidas de un anterior mundo pre-espacial.” (1985a: 55). Y cuando se
trata del lenguaje ofrece una dialéctica de la comprensión: “La denominación de los objetos no viene después
del reconocimiento, es el reconocimiento mismo. Cuando identifico un objeto en la penumbra y digo: “es un
cepillo”, no hay en mi mente un concepto de cepillo, bajo el cual subsumiría al objeto y que, por otra parte,
estaría ligado por una asociación frecuente con la palabra “cepillo”, sino que la palabra es portadora del
sentido, y, al imponerlo al objeto, tengo conciencia de alcanzarlo.” (1985c: 194).

110
husserliana que entraña la relación conciencia-mundo decisiva de la cual nada se puede

decir a priori, si es que existe o no, pero ella es necesariamente la que hace posible toda

irradiación entre las cosas.

Lo que resulta un enigma es el lazo entre ellas […] Es la exterioridad


conocida de las cosas en su envoltura y su dependencia mutua en su
autonomía […] la experiencia de la reversibilidad de las dimensiones, de una
“localidad” global en la que todo es a la vez […]. (Merleau Ponty, 1985a:
49) 65

Los textos de Pizarnik, tanto al anunciar siempre la aparición de algo que no termina

de ser o que es siendo siempre, así como cuando una y otra vez fracasa y reinicia en su

intento de mostrar, expresan la inminencia misma de las cosas como la contingencia

irrevocable que revela la vida. En “Fronteras inútiles” (185), esta situación se ilustra a

través de la ambigüedad, del titubeo, o de la dificultad para elegir una parte del todo. Una

vez que llega el momento de relatar la experiencia, no hay manera de decirla excepto que se

pudieran agotar todas las posibles maneras de decirla:

un lugar
no digo un espacio
hablo de
qué
hablo de lo que no es
hablo de lo que conozco

no el tiempo
sólo todos los instantes
no el amor
no

no

un lugar de ausencia
65
En términos de Husserl, lo que está funcionando son las relaciones eidéticas precisadas por la noesis y el
noema: la intuición sería el acto de constituirse instantáneamente el material que recogen los sentidos. La
estructura (ver supra nota 38) es el soporte que hace posible que las cosas del mundo ocupen mi conciencia
como algo que ya estaba ahí aún antes de haber llegado y que sólo la expresión hace nuestras, ‒este principio
elemental se distorsiona en Pizarnik para ser motivo y origen de su poesía‒. Sobre Husserl cfr. Robberechts
(1968)

111
un hilo de miserable unión

El verso “Sólo todos los instantes”, leído como la negación de cada instante,

prefigura el estado formativo que envuelve las cosas y las proyecta, progresivamente, hacia

un espacio indiscernible repleto de referencia, donde todo al final acontecería siendo, mutua

y simultáneamente, sin ningún tipo de escala o prioridad rigiendo en su seno. Prefigura, por

lo tanto, una entidad absorbente en el último confín –identificada quizá con la pulsión de

muerte—, que parece ser además el único telos posible en el devenir de los seres, visible

sólo como presentimiento de lo infinito. Dicho fenómeno, estimable también como un

movimiento entrópico, reduciría al fin toda energía potencial, arrastrando consigo,

paradójicamente, hacia una especie de parálisis que crece contraria a lo previsible antes de

ser absoluta (la realidad tautológica del presente perpetuo ilustra este acontecimiento que,

sin embargo, sólo se muestra teleológico debido al factor humano confiado a dos destinos

virtuales: la autoconciencia y la muerte). De forma general, la negatividad resultante del

discurso de Pizarnik, construida desde un flujo de enunciados contradictorios entre sí,

transforma su obra en un tipo de succión. Allí, con amplia frecuencia, un enunciado cancela

al que le antecede pero no lo suprime. No hay intención de corregir sino más bien de

exponer que toda certeza es fugaz, o debe ser fugaz, al plegarse o al dividirse cada vez, en

su alta pretensión de configurar o conquistar la sucesión. El acumulamiento de frases

constitutivo, así logrado dentro del discurso, presagia un amontonamiento y origina luego

la sensación de incertidumbre y ahogo 66 de un sujeto, incapaz de abstraer, que lo quiere

todo. Pizarnik desprecia la convención porque ésta en su origen es principio de simulación,

66
El progreso de esta tensión opresiva, característica del personaje bíblico, Shiller lo reserva “al poeta trágico
-robarnos la libertad del ánimo, dirigir y concentrar nuestras fuerzas internas (Schiller dice: “nuestra
actividad”) en un solo sentido-” (Auerbach, 1996: 17). El paralelo que hago del sujeto de la poesía de Pizarnik
con el personaje bíblico no es retórica. La familiaridad que establezco, centrada en su obsesión de decir lo
más esencial del lenguaje, se retomará más adelante (capítulo VI).

112
y porque precisamente reprime, o fractura, su inclinación a considerar un mundo donde

cada cosa es siendo mientras es, --es decir: un mundo donde las cosas son en su

transformación y no en su renovación, dentro de un presente donde toda posible trayectoria

concurriría sin contradicción. Para ella, elegir todo no significaría finalmente sino romper

con todo. Con más o menos asiduidad, Pizarnik relata esta situación suya, de ruptura

constante, en la que queda expuesta --como un fantasma o un eco--, en un polo, la

indeterminación básica sobre la que yace todo discurso, y, en otro, el absoluto de un estilo

imposible que lo congregaría todo. El siguiente párrafo, hallado en sus diarios, es una

muestra de esa convicción:

Todo sustituible. Todo reemplazable. Todo puede morir y desaparecer:


detrás están los sustitutos, como en los parques de diversiones esos muñecos
que caen a cada tiro de escopeta y son súbitamente sustituidos por otros y
otros. Es decir, que no hay nada que obligue a vivir, ni nada que desobligue.
Todo o casi todo es mentira porque cae o puede caer. Lo único que es fiel es
esta sed de algo por lo que vivir. Pero tampoco lo es absolutamente porque
está entre otras sedes y hambres y se alterna con ellas, y puede desaparecer
por varios años y reaparecer./ No creo en nada de lo que me enseñaron. No
me importa nada. Sobre todo no me importan los convencionalismos y el
demonio sabe hasta dónde y hasta qué extremo infecto somos
convencionales./ Convencionalismos poéticos y literarios./ Hasta el ser joven
es un convencionalismo. Y la rebelión y la anarquía pueriles. Y el mito del
poeta. El mito de la cultura. Hasta el comunismo y el socialismo de mis
amigos es un nauseabundo convencionalismo. Como si se pudieran cambiar
las cosas hablando y negando. Yo estoy en contra. Ni religión ni política ni
orden ni anarquía. Estoy contra lo que niega la verdadera vida. Y todo la
niega. Por eso quiero llorar y no me avergüenzo o sí me avergüenzo y quiero
esconderme y hasta tengo vergüenza de suicidarme. (2003: 170-1).

La misma situación de desesperada y superflua relatividad que flota sometida por la

convención, --es decir, la negatividad producto de la contradicción, la acumulación y la

disociación de un cosmos en formación constante imposible de asimilar, es ilustrada en dos

poemas. En “Extracción de la piedra de locura: IV” (Pizarnik, 2001: 253) sobresale en el

113
“ritmo quebrantado” fruto de la fractura, en el desgarro y la desposesión enfrentados a un

deseo de flujo inscrito en los tiempos verbales.

Visión enlutada, desgarrada, de un jardín con estatuas rotas. Al filo de la


madrugada los huesos te dolían. Tú te desgarras. Te lo prevengo y te lo
previne. Tú te desarmas. Te lo digo, te lo dije. Tú te desnudas. Te
desposees. Te desunes. Te lo predije. De pronto se deshizo: ningún
nacimiento. Te llevas, te sobrellevas. Solamente tú sabes de este ritmo
quebrantado. Ahora tus despojos, recogerlos uno a uno, gran hastío, en
dónde dejarlos. De haberla tenido cerca, hubiese vendido mi alma a cambio
de invisibilizarme. Ebria de mí, de la música, de los poemas, por qué no
dije del agujero de ausencia. En un himno harapiento rodaba el llanto por
mi cara. ¿Y por qué no dicen algo? ¿Y para qué este gran silencio?

En “Alegría” (1992: 165) el problema se refleja en la intratextualidad que se lleva a

cabo, donde la repetición temática y la variación sintáctica intentan emular la mutación

continua de la forma, aunque no siempre consigue este artificio trascender en ganancia para

la poeta, quedándose mayormente, de acuerdo a sus necesidades, en una serie de

sustituciones de escasa fluidez. Es evidente, a lo largo de su poesía, cómo Pizarnik se coarta

repetidamente; insatisfecha con su escritura, con su naturaleza indicativa, reinicia y

consagra cada poema al mismo afán:

Algo caía en el silencio. Un sonido de mi cuerpo. (“Alegría”)

Algo caía en el silencio. Mi última palabra fue yo pero me refería al alba


luminosa. (“Extracción de…: III: XVII”)

El desorden aparente que va desarrollándose, obra del acumulamiento y la

sustitución excesiva que no consiguen empatarse con la continuidad de lo real, donde las

cosas sólo transcurren, lentamente dará paso a la visión de ruina. Y este nuevo estado, en su

desenlace, contendrá la máxima información e inducirá al orden supremo imposible de asir,

al caos que acaso sólo es posible percibir fragmentariamente. Signo de ese caos y esa

fragmentación es la alta concentración intratextual e intertextual de la obra de Pizarnik (ver

Catelli, 2002), rasgo que también cohesionará fundamentalmente su poesía. Patricia Venti
114
(2007b) en este respecto, luego de un análisis de sus textos póstumos, puede asegurar lo

siguiente:

Nos encontramos pues, ante una estructura fragmentaria y discontinua


compleja e intrincada, carente de ilación sintáctica siempre desprovista de
lógica objetiva, donde el componente autointertextual desempeña una
función primordial. Esa es su victoria: al final, habrá desembocado en una
comunicación autónoma, frente a la cual el receptor virtual desaparece,
dejando al emisor, una vez más, solo con su interior.

Diversos cuadernos de notas registran el intenso trabajo que Pizarnik hizo como

lectora, donde el uso de la palabra ajena es interiorizado arduamente para luego conseguir

continuarla en sus poemas. Según Venti (2005) “fagocitó los libros que leía (Trakl,

Hölderlin, Rimbaud, Artaud y todo el surrealismo, Carroll y, hasta los poetas

contemporáneos —menores o no— como Porchia u Olga Orozco) y a través de ellos

experimentó el sentimiento de que no poseía la más mínima noción del español”. Pero esta

tarea de Pizarnik también deja a la vista el doble aspecto contradictorio de la palabra según

el cual, por un lado, sin importar que se diga o escriba, siempre se está usando la palabra de

alguien más, y por otro lado, cuando se la apropia, muestra la imposibilidad de

absolutizarla. En esta natural indeterminación de la palabra se funda la precariedad que

Pizarnik no logra asumir.

Referir en estos términos la influencia acaecida sobre Alejandra Pizarnik, desde el

pensamiento romántico alemán y el de la modernidad literaria francesa hasta la vanguardia

anclada en la posmodernidad --donde se discute la originalidad y pervivencia de la razón

potenciada por Kant--, puede no ser una obviedad si se piensa que fue en realidad su

dominio poético quien los encontró y no a la inversa. Siguiendo a Venti: “la predilección

por figuras y enfoques concretos no encerraría sino un ejercicio de orientación sobre la

propia poética y sobre las vías de acceso para un cabal entendimiento de la misma.” Más

115
que en términos de influencias, cuyo valor se concibe desde un poder externo determinante,

debemos situar las relaciones interliterarias que conviven en la obra de Pizarnik como una

identificación fundada en la apropiación de ideas. Este fenómeno, explicado en función de

un receptor, establece primero la disponibilidad y libertad de una conciencia para recibir y

elaborar ideas ajenas para que luego, en su desarrollo e interpretación, tenga lugar una

fusión de horizontes que permitirá el acceso a aquél universo como también una renovada

producción de las ideas propias 67. La razón de esta conjetura me permite aludir al hecho

sobresaliente en la elaboración de un discurso (cfr. Foucault, 2002): al hacer coincidir su

pensamiento con otros, la tarea de Pizarnik no fue sólo reconocerlos, aceptarlos y asumirlos

(lejos del mero plagio como cercanamente piensa Venti (2005)), sino continuarlos en el

sentido dialógico que Bajtín (1989: 94) comprendió:

Porque toda palabra concreta (enunciado), encuentra siempre un objeto hacia


el que orientarse, condicionado ya, contestado, evaluado, envuelto en una
bruma que lo enmascara; o por el contrario, inmerso en la luz de las palabras
ajenas que se han dicho acerca de él […] Porque tal enunciado surge del
diálogo como su réplica y continuación, y no puede abordar el objeto
proviniendo de ninguna otra parte.

Una de las operaciones fundamentales de la obra de la autora argentina que

vislumbro, por lo tanto, es esta: observar que la creación, fruto de la convivencia con el

mundo, es la continuación de un discurso ya instaurado, que principia en la conciencia y

transcurre en la vida. Con más precisión, podemos ver ahora que Pizarnik se afianza en una

tradición que recorre el romanticismo y llega hasta el surrealismo tal y como se ha

intentado aclarar desde el comienzo de este capítulo (desde luego, la tradición pictórica que

la acompaña no es deleznable, como se verá en los capítulos V y VIII). Georg Trakl

67
Dalmaroni (1996) analiza el discurso de Pizarnik como heredero del romanticismo, particularmente de
Hölderlin y Novalis, para argumentar a favor de una “ideología sacrificial de la escritura”. La tesis moderna
seguida por Pizarnik, que sentencia la desaparición del autor por medio de su escritura, es incluso perpetrada
por Borges, autor que la poeta también lee con asiduidad.

116
representa uno de esos discursos que impregnan su palabra tal y como se ha explicado; el

poeta expresionista de Salzburgo, considerado junto a Rilke el más importante en lengua

alemana y auténtico sucesor de Hölderlin, que --en palabras de Heidegger (1990b)-- ha

poetizado desde un único poema situado en el retraimiento, elabora una de las imágenes

más caras para el universo poético de Pizarnik: “Sobre negros peñascos se precipita /

embriagada de muerte, / la ardiente enamorada del viento”. Ella usa esta imagen para

introducir Las aventuras perdidas (poemario de 1958 que incluye el nombrado “Hija del

viento” (Pizarnik, 2001: 77)), la adopta para sí y la continúa:

La mano de la enamorada del viento


acaricia la cara del ausente.
La alucinada con su “maleta de piel de pájaro”
huye de sí misma con un cuchillo en la memoria.
La que fue devorada por el espejo
entra en un cofre de cenizas
y apacigua a las bestias del olvido.
“Caroline de Gunderode” (148)
~
Por qué estas noches como un oasis para brujas Por qué esta
conjuración de ausencias Este secuestro de la hija del viento
“Aproximaciones” (310)
~
Se fuga la isla
Y la muchacha vuelve a escalar el viento
y a descubrir la muerte del pájaro profeta
“Salvación” (49)
~
Muere de muerte lejana
la que ama al viento.
Árbol de diana: 7 (109)
~
Tú haces el silencio de las lilas que aletean
en mi tragedia del viento del corazón.
“Reconocimiento” (161)

Un recuento de los autores que Pizarnik continuamente repasaba y los epígrafes

incluidos en los poemas muestra el grado de fragmentación que lleva a cabo con el fin de

iluminar el objeto de su deseo. No olvidemos tampoco los innumerables epítetos que la


117
estilista se atribuye 68 paralelo a la pluralización de su voz ejemplificada en “Piedra

fundamental” (264): “No puedo hablar con mi voz sino con mis voces”. La dificultad, que

creía tener, para imprimir la experiencia revela también aquella característica de sus textos,

--característica que presume también la época posmoderna según nos informa Lyotard 69--.

¿Qué quiero contar? No tengo nada que denunciar, mejor dicho, denuncio
todo y a todos. Lo que falta es lo concreto. Hablar por ejemplo de una mesa,
de un rostro, de un suceso. Vago, ando, vago, erro por el lugar de las
disociaciones. Apresar un hecho, un rostro. Todo es más rápido que mi
pluma. (Pizarnik, 2003: 333)

La circulación infinita de referencia busca en el horizonte resquebrajar el límite

mismo del lenguaje que supuestamente distorsionó primero la comunicación; de esta

manera se vuelve a descubrir la contrariedad de un sujeto que transparenta su finitud a

través del sistema regulado del lenguaje y su infinitud en la múltiple referencia y la

formación incesante de sentido que abarcan las relaciones de las palabras (la diseminación,

según Derrida). Esta es la importancia que se imprime a la configuración de la forma por

encima de cualquier mensaje para que opere la comunicación en una obra: el mundo

interior del Yo y el exterior sólo transcurren. Así, Iser (1993: 151) podrá decir: “the

rejection of fiction becomes a structure of communication; it conveys the ceaseless activity

of man as the irremovability of his finiteness”. Dentro de la estructura fragmentaria así

68
Moia expresa esta fragmentación: “En una suerte de contrapunto con tu yo que se une a la noche y aquel
que se une al silencio, veo a «la extranjera»; «la silenciosa en el desierto»; «la pequeña viajera»; «mi
emigrante de sí»; la que «quería entrar en el teclado para entrar adentro de la música para tener una patria».
Son estas, tus otras voces, las que hablan de tu vocación de errancia.” (Pizarnik, 2002a: 313).
69
Los grandes relatos que derivaron de la búsqueda que hace el hombre de su telos, -es decir, de su dominio
del mundo-, que la narración consagra y legitima, se han degenerado. El cristianismo, el iluminismo, el
marxismo y el capitalismo son las grandes interpretaciones teleológicas de la historia que prometieron la
plenitud. En el declive de estos relatos el poder supremo del sistema rivalizará con la exaltación de los
pequeños relatos que originarán una fragmentación radical: “no formamos necesariamente comunidades
lingüísticas estables, y las propiedades de las que formamos parte no son necesariamente comunicables”
(Lyotard, 1998: 8). La ausencia de relatos es un síntoma de la edad posmoderna que gira en torno a una vida
finita que nos apremia a conseguir las cosas lo más rápidamente posible. Lyotard nos informa que es en los
juegos del lenguaje de la forma narrativa donde se encuentra el saber tradicional. Son los individuos los que
hacen circular los saberes excepto que estos ahora son demasiados, son complejos o son falsos, en última
instancia la implacable mediación entre el saber y la verdad es una cuestión de poder.

118
descrita, podemos ahora percibir cómo algo parece de pronto tomar rumbo en el progreso

continuo de la forma, ingresando constantemente al mundo 70.

Finalmente, la poesía, debido a su naturaleza altamente semántica, y dinámica en

consecuencia, --de acuerdo a lo que hemos podido ver--, se vislumbra así como la esencia

dialógica del lenguaje, la que en su perseverancia suele destacar más al sujeto alienado

alejado de su semejante. Ahora bien, si, por esa razón entre otras, la creación poética se

presenta como el arte autónomo por antonomasia, que el sistema recluye en sí mismo para

apoderarse de él, la sed de absoluto del sujeto del poema de Pizarnik, --“Tantas criaturas en

mi sed y en mi vaso vacío” (“Aproximaciones”: III: 316)--, considerado un producto del

sistema, arrastra consigo y confunde el propósito de la poesía misma 71; por eso Bajtín

(1989: 95-96) cree que la poesía no es un género dialógico por completo, porque cuando se

empeña en su objeto, al profundizar, tiende a oscurecerse en su misión dilucidante de

verdad universal y parece olvidarse de su interlocutor.

En la imagen poética, en sentido restringido (en la imagen tropo), toda la


acción (la dinámica de la imagen palabra) tiene lugar entre la palabra y el
objeto (en todos sus aspectos). La palabra se sumerge en la riqueza
inagotable y en la contradictoria diversidad del objeto, en su naturaleza
“virgen”, todavía “no expresada”; por eso no representa nada fuera del
marco de su contexto (naturalmente salvo los tesoros del lenguaje mismo).
La palabra olvida la historia de la contradictoria toma de conciencia verbal

70
En términos desarrollados para la pintura por Merleau–Ponty (1985a: 52), será la dimensión de profundidad
la que capture y sostenga este carácter de permanente emergencia en que las cosas se hacen cosas, fenómeno
envolvente del avance y del cambio incesante que viven las cosas entre sí y con el ser humano. “La
profundidad pictórica viene no se sabe de dónde a posarse, a germinar en el soporte. La visión del pintor ya
no es mirada hacia afuera, relación “física-óptica” solamente con el mundo. El mundo no está más frente a él
como representación: es más bien el pintor que nace en las cosas como por concentración, venido a sí mismo
de lo visible, y el cuadro finalmente no se vincula a lo de afuera entre las cosas empíricas sino a condición de
ser ante todo “autofigurativo”; es espectáculo de alguna cosa siendo “espectáculo de nada”, reventando la
“piel de las cosas” para mostrar cómo las cosas se hacen cosas y el mundo se hace mundo”.
71
La naturaleza compleja de la poesía, como de toda acción creativa, es aprovechada por el sistema oficial
para aniquilar su misión social. Cuando torna oscuro su sentido la vuelve privilegio de unos cuantos
malogrando su apertura al mundo de las posibilidades. Se entiende que todo intento de esclarecimiento,
llevado a cabo por ella, es un ataque para los dueños del saber, cuya arma moderna se localiza en el lenguaje
de la publicidad, la caricaturización de las causas y la sobreproducción. Ver Adorno (2003).

119
de su objeto, así como el presente, igualmente contradictorio, de esa toma de
conciencia. 72

Para juzgar mejor esta afirmación, la cual, por cierto, no está muy lejos de las

afirmaciones románticas antes expresadas, tengamos en cuenta lo siguiente. Para Bajtín la

poesía debería unificar todas las intenciones porque satisface plenamente al lenguaje

cuando armoniza, en su relación, a la palabra y al objeto que ella representa, por eso el

lenguaje se autorealiza en su interior. Dentro de la poesía todo lenguaje socio-ideológico se

integra, en consecuencia, el dialogismo le es inmanente. Pero Bajtín aclara que, aunque su

transmisibilidad es rotunda, los conflictos que revela son incontestables y permanecen en el

objeto, aludiendo así a la pureza de lo sensible. Sin admitir ningún otro punto de vista, el

discurso poético se vuelve un monólogo autoritario que asume la posesión suprema del

lenguaje para ser el único capaz de iluminar las posibilidades del objeto que aquí,

providencialmente, coinciden con las del sujeto. Toda fragmentación parece ser subsanada

por el poder de la poesía conciliando en su seno la contradicción. La poesía entonces

consigue realizar la dialéctica porque, a pesar de todo, la razón aún prevalece. Desde esta

perspectiva, sin embargo, observemos que la poesía parece representar la idealidad del

lenguaje que ya no necesita nada; este absurdo en el que cae dicha afirmación postularía

también una conciencia igualmente inútil ya. Por eso debemos considerar siempre, a

cambio de lo que Bajtín parece sugerir, que el contexto de la palabra es, sin excepción, la
72
No debemos olvidar la importancia de Bajtín en el análisis discursivo que contempla la presencia del otro.
Tanto el caos (considerado aquí como el máximo orden), donde todo contiende a la vez, como la
fragmentación como una de sus formas, están revestidos de un dialogismo que, aunque llega a ser extenuante,
se extingue sólo en el infinito. Ciertamente, la obra de Pizarnik pueden ser descrita de manera dialógica como
Bajtín (96-97) lo entendía: “La orientación dialogística de la palabra es, seguramente, un fenómeno propio de
toda palabra. Es la orientación de toda palabra viva […] La palabra nace en el interior del diálogo como su
réplica viva, se forma en interacción dialógica con la palabra ajena en el interior del objeto. La palabra
concibe su objeto de manera dialogística”. (“En toda obra actúan de referente los sistemas significantes
análogos, lo que precisa, determina y completa su significado, a la vez que modifica el conjunto de las
restantes obras. […] La poética tiene que asumir la relación de la obra a la tradición literaria, relación
concebida no como análisis genético de tipo positivista, sino como comparación de sistemas significantes
dentro del universo literario”. Bajtín es parafraseado por Alicia Ylllera (1974: 79). Cfr. Bajtín (1982)).

120
conciencia naturalmente contradictoria del ser humano 73. Aludir a la poesía en este sentido,

como un discurso intranquilo que posibilita la dialéctica al materializar la especulación

genuina, permite ahora examinar el paradigma generado cuando la razón que sostenía al

mundo se resquebraja; es este el momento de Pizarnik. La preocupación de la poesía por el

lenguaje persiste salvo que ahora, ante un sujeto disuelto, se queda sin apoyo. El objeto del

poema es la autoreflexión misma --reflexión sobre el lenguaje que ha perdido su unidad con

el mundo-- donde ya no se produce ninguna estabilidad y la especulación infinita se

explícita en juicios contradictorios. Se puede comprender entonces que “La poesía reflexiva

sólo parece posible en pura soledad”, según nos dice Gadamer (1998: 344) 74. Debemos

recordar entonces que el ansia de absoluto, de satisfacción del absurdo deseo particular de

conquistar el poema --ahora igualado con el estilo--, en adelante corresponde al sujeto

alienado, porque los límites del lenguaje se le han disipado, y no a la poesía, --ésta carece

de todo interés que no sea la palabra misma, que contemple a todos y a cada uno de los

individuos sociales. En este punto podemos muy bien recordar las afirmaciones románticas,

en específico de Novalis, con respecto al lenguaje y las premisas del surrealismo discutidas

al inició de este capítulo, mismas que atraviesan, como ya hemos visto, la poesía de

Pizarnik. El poema “La palabra que sana” (283) es muestra de esa fraternidad:

Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta


el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se
muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra
dice lo que dice y además más y otra cosa.

Alejandra Pizarnik unas veces subestima el lenguaje, otras lo sobrestima. La

conciencia de la forma, que parece ser el problema, será el tema del siguiente capítulo.

73
Steiner (2007), para los intereses de este trabajo, examina las diversas polémicas que constituyen al
pensamiento y su naturaleza contradictoria.
74
La soledad pensada en los términos situados ya; ver notas supra 14, infra 88, 117.

121
CAPÍTULO V

Apreciación de la Forma en el discurso de Pizarnik

Si en los anteriores capítulos hemos abordado la importancia de la forma para el sujeto

constituyente de la realidad, ahora se analiza esta noción, en el entendido de que ella lleva

acuñada la verdad del sí, a través de dos apartados: “Comprensión e incomprensión de la

formalidad” y “Consistencia de la Forma”. Veremos allí cómo el papel del sujeto se vuelve

crucial cuando se haya frente a la responsabilidad de decidir. Alejandra Pizarnik aquí

parece situarse mejor ante la forma pictórica porque sobre todo, como se vio en el capítulo

anterior, ha malentendido cómo opera el lenguaje. Éste, sin embargo, es aún la distancia

que la separa del caos y la resistencia que opone a una realidad dada que no acepta.

1. Comprensión e incomprensión de la formalidad.

La forma como correlato de la vista (de los sentidos en general) implica que ella es

significativa en diversos grados para el sujeto. Su poder de atención llega a ser simplemente

convencional o altamente simbólico. Esto funda el sentido dinámico de la forma que

reconocen tanto Merleau-Ponty (1985a) como Lotman (2000e) cuando se refieren

específicamente a la pintura. Y lo que tiene de peculiar la pintura es que al imponernos su

forma nos exige crear el significado, porque en tanto los procesos mentales no se concreten

verbalmente es como si no existieran. Se recuerda entonces que los significados no son

inamovibles y sí son un concurso de voluntades. Se recuerda que el significado puro (la

verdad plena) no se sitúa en algún pasado idílico sino en algún futuro lejano: “La claridad

122
que nosotros podemos tener no está al comienzo del lenguaje, como una edad de oro, sino

al final de su esfuerzo” (Merleau Ponty: 1964a: 97). Aquí se encuentra el vínculo entre la

pintura y la poesía; ésta nos solicita confiar en la imagen por encima de cualquier

significado. Ir por detrás del prejuicio para saltar delante de él con una nueva perspectiva de

las cosas también dignifica, por otro lado, el uso de la tradición. Hacer la experiencia

poética obliga a “olvidarse” del significado para contemplar la forma significativa.

La poesía de Pizarnik, al agotarse en el intento de expresar lo que son de verdad las

cosas (aunque ciertamente cumple al expresar lo que podrían ser), encarece negativamente

el carácter referencial natural del lenguaje a tal punto que la construcción formal se

desvirtúa. Esta incomprensión hace que la negatividad inherente a la forma lingüística, que

consiste en ser siempre otra que ella misma, sea motivo de aflicción. En una entrada de su

diario fechada en julio de 1955 (2003: 45) escribe sobre esa percepción desmesurada que

tiende a desarticularle la expresión:

Aún no rechazo íntegramente el mundo. Aún me aferro a los engaños


gestadores de ilusiones fantásticas. Aún sopla en mí la optimista esperanza
de hallar el puente transitable entre los límites y el infinito. Aún no tengo
conciencia de la total impotencia del hombre.

La expresión formal que arroja el uso del lenguaje empata en sentido con su

referencia e incluso le impone el sentido --según se ha podido ver--, pero es una certeza que

la representación no es lo representado sino simultáneamente una mediación y una

negación que se supera a sí misma y guía acaso, orientada a la verdad, hacia la cosa en-sí

misma para-sí mismo 75. El sujeto de Pizarnik sufre este quehacer como una profunda

75
Brevemente diremos que la “cosa en sí” es localizada por Lacan en la mirada ajena que refleja la propia. De
ahí podemos interpretar que en la mirada devuelta también está figurada la dialéctica del reconocimiento que
desarrollará la identidad. El en-sí se sitúa en el Yo que mira al otro (quien siempre se le sustrae) para-sí. «[…]
la mirada que yo encuentro “es, no una mirada vista, sino una mirada imaginada por mí en el campo del
Otro.” No es la Otra mirada como tal, sino la manera en que me “involucra (mi mirada), la manera en que el
sujeto se mira a sí mismo afectado en cuanto a su deseo». Zîzêk (2003).

123
carencia y una nostalgia propagada por una fantasía: el objeto ideal perdido. Por eso su afán

sólo encuentra fugacidades sospechosas que lo ubican en el cambio perpetuo que no deja

fijar nada. Sin alcanzar a apreciar el valor formal, la invisibilidad sobrante se yergue ahora

como una amenaza que lo aleja de todo sentido al presentarle todos a la vez. De acuerdo

con esto, el sujeto del poema también ilustra al individuo actual que ya no consigue ponerse

al día nunca. Urgido de claridad, este individuo es preso de la angustia debida a la

imposibilidad de ponderarse vía la palabra y prefiere, en un intento de mitigar su pesar,

devorar antes que verse excluido 76. Tania Pleitez Vela hace hincapié en la asidua mención

que hace Pizarnik, en sus diarios, sobre la angustia, y en general sobre la carencia que, en

consecuencia, adopta:

“he descubierto que cuando no estoy angustiada, no soy” [afirma


Pizarnik]. También habla de su vieja carencia, sus miedos, su tristeza
primitiva: “una herida inmemorial anterior a la palabra”. Se llama a sí misma
la abandonada, la huérfana, la inadaptada. ¿Por qué tanto pesimismo y
tristeza? La respuesta la da la misma Alejandra: su profundo desgarro frente
a la elección de aceptar o rechazar al mundo.

En términos generales se observa que el mismo sistema que repliega a la obra de

arte autónoma dentro de sí misma elevando su costo, debido a que guarda aparentemente al

espíritu inconmensurable, para eclipsar su poder y maniatarla, también doblega al individuo

animalizándolo. El arte es, entonces, susceptible de anularse con el precio y con la idea de

misterio inaccesible, asignaciones que no impiden, sin embargo, la reproducción masiva

76
Angustia y sufrimiento son equivalentes, su experiencia -–dice Heidegger (1974: 54)-- revela
simultáneamente la nada y el ser remitiéndose el uno al otro y descubriendo su complementariedad mutua.
Gadamer (1994: 126), evocando a Heidegger, nos recuerda luego que el sufrimiento prevalece en el ser del
hombre: “Nos condolemos en el sentido de que no se trata de una gradual extinción del dolor, sino de un
consciente soportarlo, de suerte que el dolor no se marcha sin dejar huella, sino que determina, duradera e
irrevocablemente nuestro propio ser”. Adorno (2003b) también se ha ocupado de este asunto luego de la
posguerra reclamando al arte su deber de no olvidar para convenir con una ética acorde al sentir humano.

124
que cumple en el polo opuesto frivolizándolo 77. La ideología moderna que aquí opera

deontológicamente se procura a costa del poder de significación individual y cuando

pervierte las conciencias crea un desfase ético entre lo que es y lo que puede ser: o ya todo

está dicho o lo que se pueda decir es ya inexpresable, --ambas determinaciones indican el

cierre del futuro (“y nada es promesa”, expresa Pizarnik en ENEM)--. Se crea la ilusión de

que las capacidades del lenguaje, sumadas a las posibilidades del individuo, cuando no

están ya definidas, están destruidas. En “Mendiga voz” (Pizarnik, 2001: 206) los residuos

de ese sofocamiento son auténticas alegorías para un sujeto cuyo anhelo cumple el doble

papel de resistencia y derrota:

Y aún me atrevo a amar


el sonido de la luz en una hora muerta,
el color del tiempo en un muro abandonado.

En mi mirada lo he perdido todo.


Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay.

Una multiplicidad de breves determinaciones que obstruyen la experiencia concreta

es el tejido del presente actual, y al individuo abrumado de esa modernidad se le oculta la

forma y se le atiborra de significados 78. Persuadido de que todo tiene una solución y un

resultado preciso, el mismo individuo es inducido a olvidar su preocupación y su sueño más

inmediatos, antes de verse burlado, y cae invariablemente en la irresponsabilidad de una

negligencia trágica. El resentimiento y desgracia del sujeto de Pizarnik se originan ahí

77
Dentro de los dos polos que Benjamin (1989) identifica en la obra de arte, como el valor ritual y el de
exhibición, declara del primero que “prácticamente exige que la obra de arte sea mantenida en lo oculto”.
Cuando el arte toma un lugar en el aparador, el valor sagrado que podía tener muda su apariencia para entrar a
competir con el resto de las mercancías. Su nuevo valor no estará más al alcance de nadie, de esta manera
responderá a la exhibición sin control. Esta actitud llegará a interpretar al arte “como un medio para lograr
algo que quizá sólo se pueda alcanzar cuando se abandona el arte”, declarará Susan Sontag (1985: 14).
78
En este sentido es posible evocar la tendencia al pastiche en detrimento de la parodia que Jameson (1988:
174) observa: “como si, por alguna razón, hoy fuésemos incapaces de concentrarnos en nuestro propio
presente […] incapaces de conseguir representaciones estéticas de nuestra experiencia actual”. Sociedad que
se vislumbra, por lo tanto, incapaz de enfrentarse al tiempo y la historia. Condenados a buscar el pasado
histórico en nuestros propias imágenes fabricadas acerca del pasado que siempre está muy lejos.

125
donde no le es posible ya narrar (en el sentido de ofrecer y recibir un saber), porque si toda

necesidad ha sido cubierta entonces todo deseo debe ser falso.

La invisibilidad --o el exceso-- que alguna vez proyectara la potencia individual,

para el enriquecimiento de la vida, es opacada y usurpada por otra que la niega, que ahora

crea necesidades a partir de capacidades que primero ha podido disminuir. El principal

producto del sistema oficial en turno es así la oposición de ethos frente a kratos, o bien: la

fricción resultante del deseo utópico de bienestar humano enfrententado al poder del estado,

manifiesta en una falsa igualdad que puebla de banalidades la vida –y la fetichiza-

aniquilando los signos y los símbolos que siempre han tenido a su cargo orientar a los

hombres. Una vez implantada la indecisión, la voluntad parece destinada a desvanecerse.

Pizarnik expresa esta confusión, en la que nada parece diferenciarse, en el poema “Formas”

(199):

no sé si pájaro o jaula
mano asesina
o joven muerta entre cirios
o amazona jadeando en la gran garganta oscura
o silenciosa
pero tal vez oral como una fuente
tal vez juglar
o princesa en la torre más alta

En este poema, y en la obra de Pizarnik en general, surge visiblemente el sujeto de

la expectativa que no confía más en la forma dada, instituida por el principio de identidad

que gobierna la representación, sino en aquella que está siempre por venir. Pero si la

realidad que Pizarnik quiere aprehender es la experiencia de lo que se fuga y permanece

oculto, paradójica resulta entonces la tarea paralela de mantener la custodia de la diferencia

y la prórroga del excedente total, del absoluto --el horror de la neutralidad donde nada se

produciría--. En términos de Adorno (1992: 16-19), el ajuste de la diferencia necesaria,

126
donde sobreviviría la alteridad, es sostener la posibilidad de una reconciliación no-integral

de la multiplicidad dentro de una forma que, al proyectarse irrealizable, es también

negativa. En síntesis, el deseo de experimentar la otredad nos deja sólo en la experiencia de

su imposibilidad, pero advierte la fragilidad de un sujeto que se construye sólo a condición

del otro.

[…] an overcoming of antagonisms that is neither integrative nor totalizing,


is not governed by a principle of identity, does not negate the alterity, but
saves difference in its multiplicity rather than in its conflictual binarity. The
reconciliation of which he [Adorno] dreams ‘would release the nonidentical
[…] it would open the road to the multiplicity of different things and strip
dialectics of its power over them. Reconcilement would be the thought of the
many as no longer inimical, a thought that is anathema to subjective reason’.
(Weller, 2006: 3)

La apropiación 79 de las cosas llega a ser el ideal que atrapa el flujo mismo de la

vida, dentro de una estructura de relaciones mutuas, semejante a una ausencia y un silencio

frente a los que la comunicación puede detenerse pero no la comprensión. En la poesía de

Pizarnik se consagra el deseo de ordenar la variabilidad y la diversidad por medio de un

texto que pone en juego la circularidad del lenguaje para que irrumpa la posibilidad de lo

desconocido. A punto siempre de decir algo, el lenguaje encuentra su reflejo como otro;

pero este proceso, cuyo término puede ser también el silencio turbador de la nada, es la

forma misma del devenir: por un lado, el pulso mismo de un receptor que siempre busca

aplazar el final inevitable, porque si no hay latencia lo que hay es muerte; y, por otro lado,

el control de esa latencia, es decir, el control del otro. De un lado advertimos el peligro del

caos y de otro surge el valor de la forma. El ideal por lo tanto figura un equilibrio de lo

mismo con lo otro que armonice el sentido.

79
Pensemos también la apropiación como una dialéctica de posesión y desposesión de experiencia en
términos de Ricoeur (1995: 55-7).

127
El interés en el texto y en el significante es así el interés en la individualidad dentro

de la diversidad; en la diversidad por encima de la totalización. Y si la forma como tal es un

consenso entonces lo que prevalece es un estado formativo perenne; es esto lo que se

resguarda para favorecer una forma inclusiva donde todo lo que viene llega por virtud del

otro. Lo que acaece es el devenir y lo que se revela es el sujeto que proyecta. De esta

manera, la negatividad que se edifica no sólo afirma la diversidad de la forma sino la

necesaria inclusión del otro para evitar la muerte. Toda reiteración vendría a ser, por lo

tanto --a cambio de una simple ambigüedad--, un progreso de la forma y del Yo deviniendo

una y otra vez, abierto a la posibilidad de llegar a ser en tanto es. El siguiente poema es un

ejemplo claro de esa constante mutación en que la certeza es momentánea y la diferencia lo

esencial:

dice que no sabe del miedo de la muerte del amor


dice que tiene miedo de la muerte del amor
dice que el amor es muerte es miedo
dice que la muerte es miedo es amor
dice que no sabe
Árbol de Diana: 20 (122)

2. Consistencia de la Forma

Una vez que hemos meditado en la necesidad elocuente que expresa la poesía de Alejandra

Pizarnik, vayamos un poco más allá en el análisis conceptual planteado al inicio del

capítulo para esclarecer la consecución de alguna verdad a través del trabajo formal.

La forma, entendida como la percepción que regula la relación hombre-mundo,

actúa como principio diferenciador ante el sujeto que intuye su sentido invariante. Su

naturaleza ideal excluye la subordinación entre sus intérpretes y procreadores, por lo tanto

el control mutuo debería ser equitativo y dinámico, lo contrario --y esto es lo usual--

128
acarrearía envilecimiento y violencia. Ahora bien, el dominio del ser humano reposa en la

abstracción que el mundo desplaza continuamente. La representación está bajo mi cuidado,

lo representado es la verdad intuida lejos de toda razón: es lo en-sí hegeliano. Si la forma

reconocida indica alguna certeza conservada a través del tiempo, esto nos lleva al hecho

primigenio y fundamental de que la forma es un depósito de conocimiento y

simultáneamente un mecanismo mnemotécnico imprescindible para la comunicación. Se

instaura así un centro móvil que progresa pancrónicamente, como lo esclarece Lotman

(2000b: 157-161). Cuando la certeza es recuperada del pasado en el significado, se inscribe

dentro de un espacio-tiempo determinado que marcará su valor como una actualización

proyectándola al futuro. Esto significa que la verdad reaparecida siempre es nueva y su

movimiento reforma el sentido de las cosas; se confirma que el pasado permanece activo en

la memoria potencialmente. Pero cuando la forma se presenta pura, tan sólo con la

presunción de significar algo, entonces lo que se tiene es una lengua muerta cuya verdad se

ha perdido (ésta es la idea que nos evocaría la obra de Beckett, por ejemplo: la pérdida del

centro y la caída en la posibilidad infinita).

La forma puede ser una reminiscencia pero adquiere su más alto valor como

símbolo 80, la verdad que transporta se incorpora en el sentido y el significado es lo que

queda de ella. El significado manifiesto del símbolo apunta a una verdad de interés vital, se

transforma en un contexto dado y lo transforma también --al propio contexto-- debido a su

carácter metafísico; pero no olvidemos que su adecuación (su aproximación a lo real) se

consuma dentro de un amplio espacio de poder expresivo fácilmente manipulable. La

80
Siguiendo a Lotman (2000c: 145) se puede argumentar que si el arte, como memoria creativa, muestra la
esencialidad de la forma, y si de ello se muestra su carácter pancrónico, entonces el símbolo viene a ser su
mayor potencia de realización. “El símbolo nunca pertenece a un solo corte sincrónico de la cultura”, apunta
Lotman y añade que su potencia de sentido supera cualquiera de sus realizaciones.

129
capacidad simbólica del lenguaje de las palabras, en particular, lo eleva sobre otros porque

ellas se crean directamente del ser del hombre. El hombre habla esencialmente, las palabras

son un atributo suyo y a través de ellas se construye como el ser-ahí. De acuerdo a Merleau-

Ponty (1964a: 89-98), la palabra recupera la verdad de las cosas como si fueran ellas

mismas --las cosas-- partes del ser humano; esto es, las palabras no son un simple sustituto

de las cosas como muchas veces Pizarnik las interpretó 81. Pero si se considera el ir más allá

de esta adecuación (a un nivel de éxtasis antes de cualquier dislocación de sus elementos) el

hecho otorgaría a la palabra proporciones de fe, su calidad simbólica adquiere entonces

tintes místicos para los que Pizarnik resultaría una agnóstica que fracasa en la indecisión.

Todo esto reviste la resistencia de Pizarnik a contemplar la forma en el lenguaje y por eso

se repliega a un significado que la sustente; sólo así parecería verla pero su idea no

encuentra arquetipo dejándola en un agónico descentramiento dentro de una palabra muda,

saturada de sorda invisibilidad. El poema “Los pequeños cantos: III” (381) es así una

infinita persecución de equilibrio que finaliza en lo intangible:

el centro
de un poema
es otro poema
el centro del centro
es la ausencia

en el centro de la ausencia
mi sombra es el centro
del centro del poema

81
Es posible decir, incluso, que la palabra (la literatura), en su cualidad puramente simbólica, sustituye a la
persona si de hecho aceptamos que ella (la persona) representa el símbolo por antonomasia. La sustitución
queda demostrada en los casos inquietantes de pérdida de identidad de la ficción literaria. Un “no-sujeto que
no es nada”, dice Ricoeur (1996b: 138-172), equivale a la casilla vacía; -es decir, su naturaleza simbólica
queda expuesta como la pura exterioridad del lenguaje. Este sujeto, que es todo y nada, yace como una
envoltura vacía aunque determinada. Símbolo que es una presencia ausente.

130
En este punto, la preferencia que hace Pizarnik por la pintura 82 quizá se deba a un

relajamiento de su propensión a ofrecer la cosa misma en el poema; la pintura le provee,

como sea, de una forma más justa y transforma su responsabilidad. Responsabilidad de

idear que se corresponde con la de crearse a sí mismo con espontaneidad. En el siguiente

poema el sueño llega a ser ese espacio, semejante al pictórico, que desata al lenguaje y

permite la libre configuración, aquella en que la representación y lo representado se

asimilan y originan el uno al otro sin que ninguno tenga precedencia sobre el otro (ver notas

supra 64 e infra 108). Asimismo, no obviemos el valor alegórico del viento a sí misma

llegado, que en la poesía de Pizarnik es constante, como el medio donde ella, único pájaro,

tristemente levanta el vuelo:

Escucho resonar el agua que cae en mi sueño. Las palabras caen como el
agua yo caigo. Dibujo en mis ojos la forma de mis ojos, nado en mis aguas,
me digo en mis silencios. Toda la noche espero que mi lenguaje logre
configurarme. Y pienso en el viento que viene a mí, permanece en mí. Toda
la noche he caminado bajo la lluvia desconocida. A mí me han dado un
silencio pleno de formas y visiones (dices). Y corres desolada como el
único pájaro en el viento. (“L’obscurite des eaux”: 285)

El duplicado de la pintura satisface porque sólo aparentemente reduce su

interrogante; parece gozar de un amplio margen de decisión pues no exige elegir algo

particular sin elegir todo, aunque esta libertad decae cuando es necesaria una interpretación

y finalmente se termine haciendo uso de la palabra. La significatividad de la imagen

82
En 1955 Pizarnik ingresa a estudiar pintura con Juan Battle Planas. Su preferencia por Paul Klee y
Hyeronimus Bosch apoyan este análisis. En una entrevista de 1972 con Moia, Pizarnik (2002a: 314) expresa:
“Me gusta pintar porque en la pintura encuentro la oportunidad de aludir en silencio a las imágenes de las
sombras interiores. Además, me atrae la falta de mitomanía del lenguaje de la pintura. Trabajar con las
palabras o, más específicamente, buscar mis palabras, implica una tensión que no existe al pintar”. Y luego
agrega: “En cuanto a la inspiración, creo en ella ortodoxamente, lo que no me impide, sino todo lo contrario,
concentrarme mucho tiempo en un solo poema. Y lo hago de una manera que recuerda, tal vez, el gesto de los
artistas plásticos: adhiero la hoja de papel a un muro y la contemplo; cambio palabras, suprimo versos. A
veces, al suprimir una palabra, imagino otra en su lugar, pero sin saber aun su nombre. Entonces, a la espera
de la deseada, hago en su vacio un dibujo que la alude. Y este dibujo es como un llamado ritual. (Agrego que
mi afición al silencio me lleva a unir en espíritu la poesía con la pintura; de allí que donde otros dirían instante
privilegiado yo hable de espacio privilegiado)”. (Cfr. Pizarnik, 1990).

131
pictórica no sólo conjura el sentido desbocado sino lo armoniza: la realidad que representa

está ahí para fugarse a ser algo más sin perjuicio directo para la obra o el receptor (en el

caso extremo de abstracción absurda --a diferencia del lenguaje-- su carácter concreto y

exterior concilia dicho efecto); la representación se desprende de su modelo --no lo

elimina-- y su autonomía consiste en procurar nuevos sentidos a quienes simultáneamente

sostiene con más elocuencia. La pintura afirma la voluntad sin la responsabilidad

apremiante de elección que conllevan las palabras. Revela mi derecho a callar o patenta el

valor de mi silencio cuando distingue la intuición de su representación sin conflicto. La

imagen de la pintura, además, manifiesta y valida la lógica del sentir individual dentro de

un silencio que no equivale a una ausencia de comprensión. Al final, lo que parece un

compromiso atenuado del sí mismo es en realidad una responsabilidad más justa de sí

apoyada en la certeza de la propia materialidad. Toda forma actuaría así en mayor o menor

grado.

Por otro lado, veamos que la pintura enfatiza el fenómeno de duplicación que

Merleau-Ponty señalara: todo lo visible tiene un par invisible que neutraliza o determina al

pasado en tanto lo renueva. Niega la mera convención (contenido tácito) y establece el

valor simbólico eminente de las cosas (la forma). No sólo queda manifiesto así el uso

directo y el sígnico de las cosas, es plausible --en el uso sígnico-- que su entendimiento más

allá de lo visible estalla, como si el pasado inmediato se borrara para dejar una ensoñación.

La imagen visual, no obstante, más que la palabra, tiende a suspenderse en una especie de

anacronía que reverbera en un presente pleno que dice lo que ya no es o, más gravemente,

que todo ha sido ya (el hecho mortuorio). Estas reflexiones dan fondo al siguiente

comentario de Pizarnik:

132
Ahora bien: sucede que yo no siento mediante un lenguaje conceptual o
poético sino con imágenes visuales acompañadas de unas pocas palabras
sueltas. O sea que escribir, en mi caso, es traducir. (Diarios, 2003: 331 )

El sujeto del poema de Pizarnik aspira a vivir aquella ensoñación de la imagen

visual que la palabra le niega precisamente, porque cuando confunde lo ideal con lo real, y

sitúa uno encima de otro, queda excluido del presente común cuya perspectiva asume la

palabra en su calidad simbólica. Pierde el uso de la palabra cuando pierde de vista la

distancia inmanente entre la praxis y la teoría. La naturaleza reflexiva de la palabra lo

enfrenta cada vez, y simultáneamente, a su alteridad; y cuando se interrumpe su ilusión

reaparece la obsesión que le impide ver en lo formal la autenticidad de un Yo que se

autoregenera. Ahora podemos decir que la atención en la forma es productora de ilusión o

que al menos despierta sus potencias, esta ilusión transforma todo interés en creación

autónoma al esquivar, o suspender, la necesidad de decidir 83. En tanto dura, el proceso no

sostiene una indecisión ni una ausencia de decisión, él mismo es una elección continua por

la producción formal. Lo que sale a relucir aquí es la poiesis que desarrolla la forma y

convierte el estilo. En tanto se desprende de “su” preocupación por la palabra plena, cuando

interrumpe el propio interés, el sujeto de Pizarnik puede experimentar la palabra en su

cualidad netamente exterior, lo que equivale a decir que se experimenta a sí mismo. Esta

experiencia también equivale a la que provee el arte de acuerdo a Sontag (2005: 48):

83
Malignamente existe un terreno donde la decisión prolongada (o suspendida) no aminora la dificultad que
aparece cuando los contornos de nuestras opciones se pierden y lo que oscuramente germina, en lugar de la
ilusión, es la culpa. La atención que prodigamos a los objetos puede ser también dual: una pasiva e inocua,
como puede ser cualquier entretenimiento que nos permite una emoción más o menos controlable y aquella
llena de peligro que primero se transforma en obsesión y luego en fantasía irrealizable. Una tercera clase, sin
embargo, la advertimos en algunos de los productos del arte moderno que nos dejan con la mirada fija en el
trámite de la comprensión. La poesía que persigue el silencio como su absoluto no intenta en principio
reclamar la atención, le da la espalda a la conversación en el afán de devolverle al lenguaje su valor ritual para
que manifieste su Verdad (experiencia del ser del lenguaje). El efecto que produce esta poesía, sin embargo,
se asemeja a algo que continuamente se va desvaneciendo. Y lo que se desvanece es la subjetividad y la
posibilidad del contacto. Lo que perseveraría entonces es el discurso, la obra; pero su hondura misma, que
reactiva al sujeto en su relación con el mundo, corre el peligro aún de quedarse sólo de su lado, cerrada en sí
misma. (Ver Sontag, 1985).

133
su rasgo distintivo [de las obras de arte] consiste en que no dan lugar a un
conocimiento conceptual […] sino a algo parecido a una emoción, un
fenómeno de compromiso, el juicio en un estado de esclavitud o cautiverio.
Decir esto es decir que el conocimiento que adquirimos a través del arte
es experiencia de la forma o estilo de conocer algo mejor que conocimiento
de algo (como un hecho o un juicio moral) en sí mismo.

Tenemos entonces que, dentro de la poiesis, la elección del sujeto es una elección

por la forma, eligiéndose también a sí mismo en el sentido que expresara Sartre 84. En

“Cuarto solo” (193), Pizarnik sugiere y convoca hacia ese momento de atención visual en el

que descubrimos implícita la necesidad de una cierta actitud y disponibilidad en el receptor:

Si te atreves a sorprender
la verdad de esta vieja pared;
y sus fisuras, desgarraduras,
formando rostros, esfinges,
manos, clepsidras,
seguramente vendrá
una presencia para tu sed,
probablemente partirá
esta ausencia que te bebe.

Ahora bien, el retrato y la pintura denominada “abstracta” son ejemplares para

mostrar las peculiaridades del lenguaje pictórico que aquí importan e ilustrar cómo se

estrecha su relación con la poesía, la de Pizarnik en particular. Si las leyes de la perspectiva

que registraba el paisaje tradicional y la visión de las cosas se confirmaban mutuamente

revelándonos alguna verdad gratificante, la presentación del rostro deja ante una claridad

pasmosa que fácilmente se vuelve hostil. No en vano Lévinas (2006) ha igualado el rostro

con la nada insufrible. El retrato muestra altamente la dinámica adscrita a la pintura, --es

decir, el nivel simbólico que detenta queda expuesto de manera que sólo desde lo invisible

puede describirse lo visible; sólo desde la metáfora se alcanza a expresar la visión de lo

84
Cfr. Sartre (1999). Tal vez no sea una arbitrariedad recordar, ahora que aludimos a la Forma, que «Jakobson
afirmó que los estudios literarios, si realmente aspiraban a convertirse en ciencia “debían reconocer el
procedimiento como su ‘personaje’ único”». Pascual Buxó (1978).

134
mirado porque “lo visible no es más que una encarnación simbólica de lo invisible”, dice

Lotman (2000d: 29) y agrega:

Esto dicta el principio mismo de la encarnación poética de la pintura como


penetración en la esfera de lo imposible. Pero, al mismo tiempo,
precisamente lo indefinido y lo imposible resultan lo que más exactamente
corresponde a lo que es visible y estático por su naturaleza.

La pintura abstracta, por otro lado, ensancha la elocuencia invisible que antes tuvo

el retrato. Su ley formal evoca el devenir puro que esquiva el presente y que, siguiendo a

Deleuze (2005b: 8), “no soporta la separación ni la distinción entre el antes y el después”;

su esencia es la paradoja que afirma simultáneamente todo sentido pero que

primordialmente privilegia la inclusión. Siguiendo este camino, la poesía de Pizarnik se

comporta más cercanamente al retrato pero en el caso de “La bucanera de Pernambuco o

Hilda la polígrafa” y “Los perturbados entre lilas” (últimos textos de la poeta fechados

entre 1971-72) --más allá de las profanaciones que logra contra el sistema oficial (ver

Dalmaroni (2004), Rodriguez Francia (2003b) & Venti, (2007b))-- las pretensiones

lingüísticas y la alta intertextualidad manejada ya rondan la figuración abstracta 85 como

podemos ver abajo:

En tanto su pico deterioraba una tortilla de verdurita, papita y mole, disparo


—bang, bang y pum pum— al divino cojete con un trabuco trabado en
Pernambuco por un oso que le comió el ossobuco (Pizarnik, 1982: 145)

Lo abigarrado de la lluvia habla loro. Empolla al viento que estalla con


granos en los ojos. Los dobles párpados del sol se levantan y bajan sobre la
vida. Las patas de los pájaros sobre el cuadrado del cielo son lo que yo antes
llamaba las estrellas (Pizarnik, 2002: 39, 40)

85
Siguiendo a Patricia Venti: “Nos encontramos pues, ante una estructura fragmentaria y discontinua
compleja e intrincada, carente de ilación sintáctica siempre desprovista de lógica objetiva, donde el
componente autointertextual desempeña una función primordial. Esa es su victoria: al final, habrá
desembocado en una comunicación autónoma, frente a la cual el receptor virtual desaparece, dejando al
emisor, una vez más, solo con su interior.”

135
En este respecto, Adorno (2003b: 408) ha entrevisto oportunamente la ley formal

del “abstraccionismo” como “el reflejo de la abstracción de la ley por la que objetivamente

se rige la sociedad”. Esta ley intrincada coloca al individuo dentro de una libertad ambigua

que secretamente lo aísla y lo trastorna en el momento de necesidad negándole por su

naturaleza --al distorsionarla-- toda petición. Una doble violencia --según Benjamin (1995)--

se erige en el origen de esa ley: una que la funda y otra que la conserva. Por lo tanto,

observemos cómo el abstraccionismo, en el esfuerzo por mitigarla, también representa la

funesta invisibilidad de la ley o los caóticos mecanismos por los cuales gobierna, que

también la vuelven incuestionable. De ahí que Pizarnik (1982: 102, 2002d) se exprese

impotente ante la posibilidad que vislumbra y sólo atine a parodiarla en un intento por

debilitarla:

SEG: Todo, hasta el tango me da la razón. Pero ¿para qué me sirve tanta
razón?
CAR: (recitando) Amputada de sí misma y de esa clara razón sin la cual
somos apenas maniquíes, apenas bestezuelas.
SEG: Qué tango poleolítico.
CAR: Lo trajeron los hermanos Pinzón, o Cabeza de Vaca, o tal vez Cabello
y Mesa junto con López y Planes
SEG: ¿Quiénes son López y Planes?
CAR: Los trillizos que hicieron el himno nacional.

En sentido opuesto, el asunto de lo abstracto también coloca al perceptor ante una

invisibilidad dinámica que puede absolver de un mundo de meras disyuntivas. De acuerdo a

Merleau-Ponty (1985a: 57-8), lo invisible es puesto de relieve en la pintura abstracta

interesada en la línea misma que actúa 86 y Klee es su ejemplo 87. La línea surgirá como

86
“Figurativa o no figurativa, en todo caso la línea no es más imitación de las cosas, ni cosa ella misma. Es
cierto desequilibrio dispuesto en la indiferencia del papel blanco, cierto horadamiento practicado en el en sí,
cierto vacío constituyente […] La línea ya no es, como en la geometría clásica, la aparición de un ser en el
vacío del fondo: es restricción, segregación, modulación de una espacialidad previa, como en las geometrías
modernas […] Como ellas, la pintura ha creado la línea latente, se ha dado un movimiento sin
desplazamiento, por vibración o irradiación.”

136
desequilibrio, latencia y restricción en el papel; otro tanto hará la palabra cuando acceda en

el espacio del existir puro --en lo así llamado “en-sí” en que se distingue la indiferencia

plena y la revela luego vacío constituyente al tiempo que convierte la señal en signo--. La

línea como el lenguaje --en su carácter significante-- ahora son indicios del porvenir y su

aparición formal constituye el advenimiento de las cosas dentro de la diferencia. Concebida

así, la aparición del lenguaje ilustra de otra manera la visión que tenía Husserl de la

conciencia. La intencionalidad es ya el hecho mismo de un existir indisolublemente ligado

a su existente, o lo que Lévinas llama hipóstasis. Este momento de transparencia formal

marca el movimiento mismo de la vida como una supervivencia arrancada no a la apatía,

sino al caos natural. A través del lenguaje el sujeto del poema de Pizarnik instaura el

germen de una identidad que buscará mantener dentro de la continuidad y pese al avance de

la homogeneidad oficial. El poema siguiente, “[…] del silencio: II”, muestra esa irrupción

del Yo que rompe la monotonía pero no sin cierta dosis --advierte-- de permanente daño

colateral:

No hay quien pinte con colores verdes.


Todo es anaranjado.
Si soy algo soy violencia.
Los colores rayan el silencio y crean animales deteriorados. Luego
alguien intentará escribir un poema. Y será mediante las formas, los
colores, el desamor, la lucidez (no continúo porque no quiero asustar a los
niños).
(Pizarnik, 2001: 358)

La relación formal que descubre la originalidad mutua entre conciencia y mundo es

el devenir del individuo que persiste siendo para llegar a ser, proceso reflejado en el

87
Vale la pena recordar a Klee (citado por De Michelli (1992: 109): “¿Cómo el artista llega a menudo a una
“deformación” a primera vista arbitraria de las naturales formas fenoménicas? Él no atribuye a estas naturales
formas fenoménicas el significado que se impone a los realistas que ejercen la crítica. Él no se siente ligado a
estas realidades de esa misma manera, porque no ve en lo definido de tales formas la esencia del proceso
natural de la creación. En efecto, le interesan bastante más las fuerzas formativas de esas mismas formas”

137
lenguaje adscrito a un perpetuo querer decir, entre la voz como mero sonido y el significado

que suscita el intercambio de la palabra. El poema 33 de Árbol de Diana (135) es una

derrota del deseo cumplido que sirve, sin embargo, para mostrar, mediante la paradoja, que

lo que se nombra “devenir” es tal sólo porque el sujeto está ilimitadamente cubierto de

deseo: “Alguna vez / alguna vez tal vez / me iré sin quedarme / me iré como quien se va”.

El tratamiento preponderante de la línea es entonces equiparable al interés por el

texto, y el significante mismo, en un intento de obviar no sólo nuestra dependencia del

lenguaje y de la ficción que éste produce (de la forma en general y del orden instituido,

inciertos en su variabilidad y en su capacidad para coordinar las relaciones humanas) sino

de obviar la naturaleza de la existencia consciente. Dentro de su indeterminación --o a

causa de ello--, la conciencia labora desde lo informe lo invisible para sí misma y para el

otro; lo que a la vez, al atraernos, nos sustrae y nos evoca, cuando no el ofuscamiento de la

doble infinitud pascaliana, la amenaza de la finitud encerrada en el cuerpo propio que hace

del existir lo intransferible 88. Lo invisible se erige como una persistencia que en el

horizonte llega a ser el il y a concebido por Lévinas (1993: 84) 89; luego, hay en ese tipo de

obra --la de Pizarnik-- un murmullo entrópico que sostiene a las cosas y las conduce de

nuevo hacia ese orden, y es el lenguaje el lugar donde se dirime la lucha contra el supremo

equilibrio de lo ininteligible que supondría el fin inevitable. En el intento de evitar su

88
Cuando Lévinas (1993: 80,81) afirma que la Soledad es una categoría del ser señala también la experiencia
individual intransferible: “[…] yo no soy el Otro. Soy en soledad. Por ello, el ser en mí, el hecho de que yo
exista, mi existir, constituye el elemento absolutamente intransitivo, algo sin intencionalidad, sin relación. Los
seres pueden intercambiarse todo menos el existir […] El existir rechaza toda relación”. Paradójicamente, las
razones de Lévinas, que nos sumen en el aislamiento, son las mismas que permiten a uno ponerse en el lugar
del otro.
89
“¿Cómo aproximarnos a este existir sin existente? Imaginemos el retorno a la nada de todas las cosas, seres
y personas. ¿Nos encontramos entonces con la pura nada? Tras la destrucción imaginaria de todas las cosas no
queda ninguna cosa, sino solo el hecho de que hay. La ausencia de todas las cosas se convierte en una suerte
de presencia: como el lugar en el que todo se ha hundido, como una atmósfera densa, plenitud del vacío o
murmullo del silencio. Tras la destrucción de las cosas y los seres, queda el «campo de fuerzas» del existir
impersonal. Algo que no es ni sujeto ni sustantivo. El hecho de existir que se impone cuando ya no hay nada.
Es un hecho anónimo: no hay nadie ni nada que albergue en sí esa existencia”.

138
pérdida fatal, manifestando una férrea convicción muy próxima a la locura, el sujeto que

propone la poesía de Pizarnik es ejemplar cuando expresa esta conciencia en crisis que se

sume en sí 90. El lenguaje --así refuncionalizado, arrancado al principio de identidad

irrevocable, para promover la escucha y la reciprocidad sujeto/objeto-- se convierte en una

resistencia contra lo desconocido y la indiferenciabilidad. Que la determinación sólo sea

posible momentáneamente ilustra la eficacia del lenguaje para volver a sí mismo, una y otra

vez, y plantear la realidad cambiante multiplicidad de veces; pero cuando se quiere

prescindir del significado, y no se prescinde sino sólo de un uso del lenguaje --en particular,

la razón de aquel que no contempla el movimiento pendular de un mundo que tiende al

caos--, lo que se busca es describir la apariencia misma de aquello que siempre está por

delante del sujeto, aquello en lo que siempre está deviniendo.

La obra de Pizarnik marca, por lo tanto, un momento expresivo del papel del

lenguaje como revelación de la persona. Muestra cómo la palabra implica un cuerpo, aun

cuando pueda faltarle una identidad, que pre-existe a la metafísica y persiste al término de

ella. Por un lado, se manifiesta que el lenguaje (todo sistema), contrariamente a alguna

supuesta naturaleza teleológica, supone primero el aplazamiento de la ruina --del fin total—

y luego, quizás, promueve una ética con respecto al otro donde asumiría crucialmente una

alteridad irreductible y una diferencia necesaria para que todo siga siendo como es, --es

decir, un movimiento--; por otro lado, propone la legitimidad de lo informe como calidad

90
Siguiendo a Buber y a Pascal, Llansó (1984: 126) describe la conciencia de crisis como el pensar del
hombre sobre el hombre: “Tener conciencia de crisis quiere decir penetrar en el sí-mismo profundamente y
descubrir su mismidad; hallar en esa mismidad el desgarro, la noche, el abismo, la nada, y a través de ese
encuentro llegar hasta el ser, revelar el ser y persistir, in-sistir en él. Lo que llega a ser, trata de persistir, pero
al querer ser más se desgarra en sí mismo en ese ansia de ser más, de acrecentar, de crecer. La vida no puede
permanecer en sí. La esencia de la vida consiste en querer, en acrecentar, en volverse sobre sí en el supremo
esfuerzo de volver a sí”.

139
propia de la vida y de un sujeto arrojado siempre hacia el futuro, hacia su más genuina

posibilidad.

140
CAPÍTULO VI

La distancia ambigua del sujeto de la poesía de Pizarnik

Una vez establecida la alienación del Yo del poema, dilucidar su originalidad es una tarea

necesaria para nuestro análisis. El problema de la distancia, entre el orden del discurso y el

de la vida, que en la poesía de Alejandra Pizarnik se desvanece cuando la subjetividad del

poema se confunde con la propia de la autora, suscitando una nueva transformación de la

paradoja antes anotada --capítulos I y III--, será tratado aquí para comprender la misma

naturaleza paradójica desde donde se construye la poesía de Pizarnik. Estudios de Gadamer

apoyan este momento.

Prosiguiendo, pues, intentemos aclarar otro aspecto de suma relevancia para la

interpretación del texto de Pizarnik. ¿Por qué parece que Pizarnik duda de, o deja de

percibir, la función trascendental del otro? Alejandra Pizarnik es ambigua en la distancia

que toma de su poesía. Para meditar este asunto debemos primero considerar la intención

que nos ofrece a través de sus textos. La intención de su poesía es muy cercana a la del

relato bíblico que quiere entregarnos su verdad como poco más que una verdad histórica

para alcanzar su realización --el fin para el cual se ha escrito- en la práctica de su doctrina.

Las narraciones bíblicas buscan abarcar la totalidad de la esfera humana. Su pretensión de

verdad es tiránica en el afán de someter la vida y sus accidentes a su revelación

imponiéndole un destino. No sólo ha prescrito el pasado inmemorial sino que orienta el

presente valiéndose del anhelo de interpretación arraigado en el individuo. Incluso la

141
profecía es su deseo de dominar lo incognoscible, rompiendo así el marco de la

historiografía 91. Muy cercana también al ámbito jurídico, Pizarnik limita la amplitud de su

fantasía creadora para que su contenido sea lo más preciso posible y sin embargo su propia

naturaleza le asigna un amplio trasfondo que reclama interpretación, dispensándola así este

hecho de un despotismo severo 92. Su producción pretende mucho más la verdad que el

realismo 93. No es casual que Pizarnik se sintiera, cuando sentía que podía escribir, más apta

para la poesía e incluso imposibilitada para novelar:

Convencerse de la importancia secundaria del argumento. Lo esencial


son los trozos de caracteres […] No sé escribir una novela pero siento que
me falta el instrumento necesario: conocimiento del idioma […] Hojeando
las novelas policiales se me ocurre preguntar cómo es posible escribir tanto
sin decir “dolor”, “vida” o “angustia”. (Diarios: 2003: 26-28)

Advirtamos también que, como se puede corroborar a través de sus diarios, la

necesidad de autodescubrimiento convierte su discurso en una confesión prolongada que

evolucionará en el énfasis formal donde sus aspiraciones de verdad, traducidas en deseos de

91
“En ellas [en las narraciones bíblicas] se encarnan la doctrina y la promesa, fundidas indisolublemente a los
relatos, y precisamente por eso, tales relatos, velados y con trasfondo, albergan un doble sentido oculto […]
La doctrina y el anhelo de interpretación se encuentran íntimamente unidos a la materialidad del relato, el cual
es mucho más que mera «realidad» y está perpetuamente en riesgo de perder su propia realidad”. (Auerbach,
1996: 20-1).
92
La interpretación asignada a un texto literario como observa Gadamer (1998: 337-341) posee una estructura
dialogal que se entiende como una “comprensión deformada”. En otro análisis del asunto aclara: “El estrecho
parentesco que unía en su origen a la hermenéutica filológica con la jurídica y la teológica reposaba sobre el
reconocimiento de la aplicación como momento integrante de toda comprensión. Tanto para la hermenéutica
jurídica como para la teológica es constitutiva la tensión que existe entre el texto -de la ley o la revelación-
por una parte, y el sentido que alcanza su aplicación al momento concreto de la interpretación, en el juicio o
en la predicación, por la otra. Una ley no pide ser entendida históricamente sino que la interpretación debe
concretarla en su validez jurídica. Del mismo modo el texto de un mensaje religioso no desea ser
comprendido como un mero documento histórico sino de manera que pueda ejercer su efecto redentor. En
ambos casos esto implica que si el texto, ley o mensaje de salvación, ha de ser entendido adecuadamente, esto
es, de acuerdo con las pretensiones que él mismo mantiene, debe ser comprendido en cada momento y en
cada situación concreta de una manera nueva y distinta. Comprender es siempre también aplicar”. (Gadamer,
1993b: 387).
93
El narrador bíblico, dice Auerbach (19), perseguía “ante todo, no al realismo, que, cuando lo conseguía,
sólo era un medio y no un fin, sino a la verdad”. La intención del relato bíblico, continua: “no es el encanto
sensorial, y si a pesar de ello producen vigorosos efectos plásticos, es porque los sucesos éticos, religiosos,
íntimos que les interesan se concretan en materializaciones sensibles de la vida. Pero la intención religiosa
determina una exigencia absoluta de verdad histórica”.

142
entendimiento del mundo, se transformarán en una obsesión de verdad metafísica que no

sólo la conducirá a una paulatina fragmentación, también evocará la presencia de un poder

que parecería vigilarla y persuadirla ahora --contrario a su declaración previa-- hacia un

orden esencial que integraría su Yo disperso y que sólo la continuidad podría ofrecerle: “El

fin de este diario es ilusorio: hallar una continuidad» (232), anota en 1962; y al año

siguiente: “Esas notas han de corroborar mi continuidad y mi obediencia” (314). De otra

manera, su necesidad de unidad la expresa en el anhelo de un libro donde pudiera residir:

Debiera trabajar en una sola prosa larga: cuento o novela o poema en prosa.
Un libro como una casa donde entrar a calentarme, a protegerme. Tal vez me
hace daño escribir este diario pues me proporciona la fantasía de una falsa
facilidad literaria. (Septiembre de 1962: 275)
un libro como una casa, implica una verdadera planificación y además
laboriosidad y paciencia. (Julio de 1969: 480)

Al igual que el narrador bíblico, Pizarnik debe tener por cierto lo que dice,

necesariamente, para que su poesía pueda ser posible según su deseo. Esta no es una regla

para la poesía en general pero debe cumplirse, excepcionalmente en el caso de Pizarnik,

teniendo en mientes su conflicto poético --sus Diarios constatan este hecho—, porque

nunca fue hacer apoteosis su principal objetivo; si no fuera así, su poesía caería en el

sinsentido o su sentido sería el de una alucinación (como finalmente parecería ser).

Notemos también que cuando la poeta se distancia de su obra --asumiendo, como ella, que

el lenguaje ostenta una falla-- no asegura la imposibilidad de la comunicación y tampoco la

del poema. Lo que puede entenderse, en cambio, es semejante a lo que resulta de la

paradoja de Epiménides 94: el Yo que busca la verdad mediante el poema halla su

imposibilidad y afirma una falla al interior del lenguaje. Si esto es cierto su afirmación debe

94
La paradoja del cretense Epiménides afirma; “Todos los cretenses son unos mentirosos”. Foucault (2004)
la retoma para demostrar que especialmente el discurso literario se halla sin hablante cuando en el momento
de su realización concibe el pensamiento del afuera.

143
ser falsa y al menos una vez se supera lo imposible. El poema, de esta manera, puede

realizarse (de hecho lo hace) pese a la contradicción sembrada en ella (en todo individuo) y,

especularmente, en el Yo de su poema. Pizarnik, además, parece apreciar suficientemente la

diferencia entre el orden del discurso, amparado en su necesidad estructural que suscita

luego la idea de destino, y el de la vida, adscrito a la ley de la contingencia (por eso quizás

insiste en el significado preciso). En esta diferencia también reside, siguiendo a Gadamer

(1993b), la tensión entre las funciones cognitiva y normativa de la interpretación que se

manifiesta como una falla (la que Pizarnik prescribe) ante la dificultad de precisar

dialógicamente un orden ético.

Casi siempre trabajo mis poemas a larga distancia. Me importa mucho el rol
de la noción de distancia en la compleja relación autor-poema. Pero
distancia, en lengua argentina, suele equivaler a frialdad. Ignoro el sentido
de este término y agrego que necesito más inspiración (o como quiera
llamarse) para trabajar un poema que para alumbrarlo (verbo más adecuado
a la segunda etapa, la del trabajo, que no conviene llamar trabajo por su
connotación utilitaria). No sé qué otro término podría emplearse pero yo
hablaría de intento de curación o de reparación del poema, lo cual no tiene
relación alguna con el acto aplicado y escolar de corregir cuartillas con fines
de perfección externa de eso que llaman forma. 95

Sin embargo, es evidente, en la declaración, la dificultad de Pizarnik para ajustar los

términos a su deseo. Veamos entonces que todo lo anteriormente señalado se desequilibra

cuando Pizarnik desvanece la distancia y se asume dentro del problema que plantea su

poesía. Al adjudicarse la falla, la comprensión que parecía tener sobre la relación

sujeto/lenguaje se transforma sumiéndola en una paradoja irresoluble. Queda a la vista, en

el mejor de los casos, lo que Blanchot (1994: 3) recupera de Artaud: el “impoder” esencial

95
“Dos palabras para un reportaje”: Entrevista hecha por Alberto Lagunas (1988): “Entrevisté a Alejandra
Pizarnik inmediatamente después de que ella ganara el primer premio en el concurso a la producción literaria
de 1965 por "Los trabajos y las noches", organizado por la Municipalidad de Buenos Aires. Este reportaje fue
publicado en 1966 en un diario de Rosario de escaso tiraje, ya desaparecido. Tanto las preguntas como las
respuestas fueron hechas por escrito, de manera que la palabra de la poeta se presenta sin ninguna alteración”.

144
del pensamiento y, no obstante, “punto en el cual pensar es ya, siempre, no poder pensar”.

Foucault (ver Derrida, 1989: 234) descubre esta insuficiencia como una “imposibilidad de

esencia y de derecho”, estado en el que luego Derrida (242) localiza la más genuina

irresponsabilidad: “fuerza de vacío […] que me sustrae aquello mismo que deja llegar a mí

y que yo creo poder decir en mi nombre” […] la irresponsabilidad como potencia y origen

de la palabra”. Derrida además, superlativamente, registra al impoder como inspiración.

Mientras que en el peor de los casos, para Pizarnik, su alucinación será una alienación que

queda expresada en el poema ENEM, verso 50: “No puedo más de no poder más” 96. Si

Pizarnik es juez y parte se revoca todo derecho y el poema --la verdad-- sólo es posible

liquidando al Yo, insistente y persistente, en el horizonte donde se funden el discurso

crítico del poeta y el clínico del alienado. La distancia ambigua que ella toma frente a su

poesía también altera el interés y el entendimiento que posee de la forma y, con ello, de la

alteridad. El poema “Una traición mística” (1992: 168-171) pone de relieve, muy

claramente en el epígrafe que le asigna, el papel difuso y conflictivo que tiene lo otro para

ella: “He ahí el idiota que recibía cartas del extranjero” es un verso de Eluard 97. El idiota es

la doble deformación de un sujeto porque, en el poema de Eluard, proviene de un estado

alterado. Tanto si es idiota debido a las cartas como si no lo es, Pizarnik lo incluye para

ilustrar la anomalía que sufre su relación con el otro, presentificado sólo a través de un

texto y lejos ya de ser una realidad concreta. La ausencia que continuará creciendo, debido

a su peculiar modo de ser, se vuelve insufrible también debido al exceso de sentido que una

y otra vez ve derramándose. Al final, la verdad que añora Pizarnik se le revela deformada

en su existencia, tristemente separada de la vida, inaccesible o invisible. Estos pocos

96
“Lo importante de la inminencia de la muerte es que, a partir de cierto momento, ya no podemos poder. Es
exactamente ahí donde el sujeto pierde su dominio de sujeto”. (Lévinas, 1993: 115).
97
El poema de Eluard es “A medianoche”. Ver supra nota 10.

145
argumentos justifican en algo el uso indistinto de “Pizarnik” o “el sujeto de Pizarnik” para

referirse siempre no a la persona física (qué podemos asegurar sobre ella salvo lo

estrictamente comprobable), sino al discurso global que ella construye y sustenta, ya sea en

la poesía o cualquier declaración hecha en los Diarios, la Correspondencia o en entrevistas

donde alude a su poesía.

En otro sentido, aunque por momentos Alejandra Pizarnik parece distinguir

claramente la distancia de sí que se ha mencionado en este análisis, a propósito de su

conveniencia para la formación de estilo y la anuencia simultánea del otro, su esfuerzo, no

obstante, se inclina más a mostrar que el ámbito del discurso poético (objeto) no es el

ámbito de la persona (sujeto). Esta distinción la manifiesta Gadamer (1998: 334, 335)

cuando distingue formas de habla --a las que llama antitextos-- que se resisten a ser

textualizadas “porque en ellas la situación dialogal es dominante”. Cuando en abril 11 de

1961 declara en su diario (200): “La vida perdida para la literatura por culpa de la

literatura”, Pizarnik acentúa esa discontinuidad, que no acepta pero que ayuda a establecer,

porque tampoco parece ya entenderla: “Estos poetas, y unos pocos más, tienen en común el

haber anulado --o querido anular-- la distancia que la sociedad obliga a establecer entre la

poesía y la vida” 98. Su Correspondencia y sus Diarios sirven para dejar establecida esta

diferencia entre el ser del discurso y el ser de la persona que ella se obsesiona en

desvanecer como muestra el poema “El deseo de la palabra” (2001: 269):

En la cima de la alegría he declarado acerca de una música jamás oída. ¿Y


qué? Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema
con mi cuerpo, rescatando cada frase con mis días y mis semanas,
infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada letra de cada palabra
haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir.

98
Afirmación que hace Pizarnik (2002b: 269), entre otros poetas, sobre Hölderlin y Artaud.

146
Significativamente, por las razones ya expuestas, la subjetividad de su Poema

quedará al margen del poema producido, llegando a consolidarse sólo como su tema

infinito sobre el fracaso. Ahora bien, la dificultad del asunto, como se mencionó, radica en

que la autora no toma ciertamente una distancia adecuada de su poesía para que pueda

referirla con autonomía, debido esto a que el ámbito en que se desarrolla la poesía y aquél

en que lo hace la persona se sobreponen haciendo inútil distinguir a uno de otro. Para

verificar e ilustrar mejor esta afirmación pensemos que la poeta es intérprete de una cierta

realidad que se resiste a entrar en una expectativa de sentido. El asunto se problematiza

cuando dicha realidad supera y rompe el marco de entendimiento tácito provisto por/para la

praxis y asumido en el lenguaje. Si en un principio el papel del poeta es ser mediador entre

dos realidades contrapuestas (Pizarnik se asumía como traductora), éste se coarta cuando el

elemento extraño que impide la inteligibilidad, y la comprensión mutua, se vuelve

insuperable, es el caso de asumirse dentro del problema como ella lo hace. “Los poseídos

entre lilas: III, IV” (295-6) describe esta situación:

Voces, rumores, sombras, cantos de ahogados: no sé si son signos o una


tortura. Alguien demora en el jardín el paso del tiempo. Y las criaturas del
otoño abandonadas al silencio. Yo estaba predestinada a nombrar las cosas
con nombres esenciales. Yo ya no existo y lo sé; lo que no sé es qué vive en
lugar mío. Pierdo la razón si hablo, pierdo los años si callo. Un viento
violento arrasó con todo. Y no haber podido hablar por todos aquellos que
olvidaron el canto.
Alguna vez, tal vez, encontraremos refugio en la realidad verdadera.
Entretanto ¿puedo decir hasta qué punto estoy en contra?

Este es el tema de Alejandra Pizarnik, adoptado por/para ella misma, que la

precipita en el ser del lenguaje. Pero cuando ella paulatinamente lo culpa a éste del fracaso

de su poema, y por tanto de la comunicación, ha olvidado el funcionamiento de su

mecanismo; deja de percibir la distancia frente a las partes que intenta relacionar y olvida

147
que su papel es intentar “equilibrar entre sí el derecho y los límites de las dos partes” 99. El

error la encalla en la superstición de un lenguaje insuficiente que automáticamente la

deshabilita porque ella misma ostenta y sustenta la realidad (el mal) que intenta despejar; la

naturaleza del lenguaje no puede ser para ella nunca una virtud sino su defecto insalvable.

Irremediablemente, el lenguaje es el universo de formación de la identidad de Pizarnik (de

todo individuo) y del sujeto de su poema, a quien inscribe desarrollando el poema

especularmente. El poema de esta manera se realizaría sólo en el infinito a costa del sujeto,

porque sólo en ese confín se funden el discurso del poeta y el discurso del alienado que ha

dejado de comprender el azar donde se inserta la vida. Que al hablar de su poesía se

implique a sí misma como su protagonista ineluctable la envuelve en su peculiar paradoja,

como si no se pudiese escribirla de otra manera que padeciendo, más que sólo admitiendo,

el drama que allí se relata, la hostilidad allí insuperable adscrita a la relación sujeto/

lenguaje. Pizarnik misma deja entrever esta creencia como carencia cuando se refiere a

Artaud y a Van Gogh: “Toda aproximación a ellos sólo es real si implica los temibles

caminos de la pureza, de la lucidez, del sufrimiento, de la paciencia…”, (2002b: 273). Así,

ella escribe el poema que habla de ella hablando (o escribiendo) del poema que habla de

ella hablando…ad infinitum. Su poesía es, de esta manera, excepcional porque es prueba de

sí misma: la que da cuenta de la falla es también la que sufre la falla, ¿o qué caso tendría si

su autora, que persigue no una ilusión sino la verdad, no fuera afectada e infectada por el

lenguaje, tal como lo testifica su poesía misma? Más aún, demuestra con cada poema una

99
Gadamer (1998: 338) enfatiza la especificidad interpretativa del texto literario que jamás fija su expresión.
Si comúnmente el texto desaparece en su comprensión, la literatura son “textos que no desaparecen, sino que
se ofrecen a la comprensión con una pretensión normativa y preceden a toda posible lectura nueva del texto”.
La literatura no intenta cerrar el sentido sino abrirlo, no trata tanto lo que es sino lo que puede ser, esa es su
normatividad. No empuja hacia un destino determinado sino hacia alguna verdad mítica. Cada lectura la
realiza y en esta regresión a sí, aunque respeta el contenido, eleva la forma que hace visible al lenguaje
mismo.

148
distancia ambigua --que es también una resistencia-- frente a su alienación, que la posibilita

de ahondar en su fractura para enseguida volver al disparate. La poesía de Pizarnik puede

leerse entonces como una confesión prolongada que busca conjurar el miedo que la acecha,

miedo a la locura según el poema 6 de Árbol de Diana (2001: 108): “ella tiene miedo de no

saber nombrar lo que no existe”. La gravedad y el peligro ocurren cuando ya no se

distingue si su afán corresponde en efecto a la búsqueda de la verdad o a la alucinación

manifiesta por la confusión que hace de ambos ámbitos --sujeto/objeto--, perdiendo de vista

sus límites: “No es esto, tal vez, lo que quiero decir. Este decir y decirse no es grato. No

puedo hablar con mi voz sino con mis voces. También este poema es posible que sea una

trampa, un escenario más” (“Piedra fundamental”: 264). El conflicto moral de Pizarnik

fragmenta su discurso que, no obstante, se recupera dentro de una vindicación histórica

autorizada por la palabra poética realizada. El Yo del poema tiende a paralizarse en su

recurrente reiteración, en tanto el poema mismo, al progresar, muestra la evolución --como

quiera que sea-- de esa personalidad, semejante a la desarrollada por los personajes bíblicos

que acusan su individualidad bajo el peso de una conciencia moral insoslayable. Su crisis se

puede aterrizar en el tipo de inclusión (o exclusión) que hace del otro: es menos una pre-

comprensión elemental, y por eso descuidada, que una necesidad básica y, sin embargo,

malentendida que absorbe al otro cosificándolo dentro de un deber de verdad distorsionado:

“Y yo sola con mis voces, y tú, tanto estás del otro lado que te confundo conmigo”,

pronuncia en “Endechas” (288). Muy concentrada, naturalmente, en su propio interés --en

su propia crisis-- deja de observar el papel del otro, y aun así el poema florece en la

desaparición simbólica de su autora y de su subjetividad lírica mostrando que él (el poema)

es fundamentalmente una relación dialógica. Debe quedar claro que el discurso poético de

Alejandra Pizarnik aquí examinado --que no contempla sólo su poesía-- no es la persona


149
Alejandra Pizarnik que tuvo un domicilio --una biografía--, tampoco es una ficción plena ni

una realidad plena sino una combinación de ambas. Más exactamente, el sujeto “real” que

correspondería al discurso es un constructo que resulta, en este caso, de los textos de

Pizarnik confrontados al orden filosófico legitimado por la realidad actual. Aunque parece

trivial afirmarlo, de hecho es esta incomprensión (incomprensión de ella) la que funda su

alteridad como una amenaza. Sirvan las siguientes declaraciones de Pizarnik para sostener

este punto. En octubre de 1966 dice en su diario (344): “Hablar de sí en un libro es

transformarse en palabras, en lenguaje. Decir yo es anonadarse, volverse un pronombre

algo que está fuera de mí”. Luego haría una afirmación también típica de la teoría

posmoderna que discute la naturaleza textual y en específico de la autobiográfica, en ese

sentido en que al interior del lenguaje, dentro de su actividad creadora, el sujeto

“desaparece”, al ser de continuo objetualizado como condición para que se pueda expresar

lo otro, en una suerte de alegoría manifiesta en la paradójica libertad sospechosa de un Yo

absorbido --aunque ahora protegido del yugo que le implica el propio lenguaje-- en esa

dinámica lingüística que lo reconfigura, lo anima y lo aleja cada vez más de sí:

[…] me oculto del lenguaje dentro del lenguaje. Cuando algo --incluso la
nada tiene un nombre, parece menos hostil. Sin embargo, existe en mí una
sospecha de que lo esencial es indecible […] Es cierto; busco que el
poema se escriba como quiera escribirse […] Trabajé arduamente en
esos poemas y debo decir que al configurarlos me configuré yo, y cambié.
Tenía dentro de mí un ideal de poema y logré realizarlo. Sé que no me
parezco a nadie (esto es una fatalidad). Ese libro me dio la felicidad de
encontrar la libertad en la escritura. Fui libre, fui dueña de hacerme una
forma como yo quería. (Pizarnik, 2002a: 313-4)

150
CAPÍTULO VII

Esquizofrenia poética

Cómo actúa la naturaleza esquizofrénica en el sujeto redunda en su paulatina desaparición.

Observaremos, en lo que sigue, cómo es que ella, la esquizofrenia, asumiendo otra forma de

la paradoja, y sobre todo como una de las formas supremas del ser aporético, se vislumbra

como la fuerza que hace avanzar la creación del poema. El análisis que hace Blanchot sobre

Hölderlin servirá de base para tratar este asunto y finalizar así con el contenido de la

segunda estrofa de ENEM, dando pie, igualmente, al contenido de la tercera que será

revisada en el último capítulo.

En algún momento, en tanto fabricaba su poema, Pizarnik hubo de toparse con la

imposibilidad de ir más allá. Aunque no se puede asegurar cómo surgió la alienación, el

hecho es que el encuentro con la nada no pudo haberla dejado intacta. La pérdida de los

límites de la representación es el síntoma de su mal; en adelante su obra girará

marcadamente en torno a una confusión que madurará su más terrible malentendido.

Desvanecer la diferencia entre sí y el discurso ha sido la manifestación del “error” 100 fatal

que la ancla en la persistencia de una quimera. Pizarnik llega a ser aquél que describe Karl

Jaspers (citado por Sontag (1985)): “Quien tiene las respuestas definitivas ya no puede

100
Este “error” es semejante al que Blanchot (1994: 3) adscribe a Artaud: «Parece como si hubiera tocado, a
despecho de sí mismo y por un error patético del cual provienen sus gritos, el punto en el cual pensar es ya,
siempre, no poder pensar todavía: "impoder", según su palabra, que es como esencial del pensamiento, pero
que hace de éste una falta de extremo dolor, un incumplimiento que irradia en seguida a partir de ese centro y
que, al consumar la sustancia física de lo que él piensa, se subdivide en todos los planos en muchas
imposibilidades particulares».

151
hablar al prójimo, e interrumpe la comunicación genuina en aras de aquello en lo que cree”.

La enfermedad mutila al otro de su percepción y una y otra vez aparece pidiendo un

imposible: nombrar lo que sólo puede señalarse, la orilla a su desaparición: “En mi mirada

lo he perdido todo. / Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay” (“Mendiga voz”: 206).

Pizarnik es el lado opuesto a Hölderlin en este trance; él encarna, según Blanchot (1995), la

fidelidad sin mancha a la tarea que eligió. Incluso la profundidad que le abrió la experiencia

de la enfermedad se doblegó para la verdad poética por la que se sacrificó. El errar estéril

de Pizarnik es la migración fecunda de Hölderlin: “Ciertamente, no tiene el poder de

comunicar lo incomunicable, pero en él […] la profundidad del puro devenir lo

incomunicable se convierte en lo que hace posible la comunicación, y lo imposible se

convierte en puro poder” (Blanchot: 474). A cambio de Pizarnik, que lucha con una

voluntad resquebrajada, para preservarse y salvar únicamente su razón, Hölderlin con

voluntad soberana lucha por “elevar a la forma poética […] lo que ha captado y que está

más acá de toda forma antes de toda expresión, lo que Heidegger llama «la conmoción del

caos que no ofrece ningún punto de apoyo ni interrupción, el poder de lo inmediato que

impide toda captación directa»” (468). No en vano era el alemán quien pronunciaba

fatídicamente: “en la vida extrema, la forma suprema”. Sólo en el olvido de su obsesión

Pizarnik consigue cumplir con su tarea poética, esto es: Pizarnik a través de su presunto

fracaso muestra que el poema no está al final de la escritura sino en el tiempo de su poiesis

(no olvidemos el cuidado que pone en el trabajo de creación como antes se refirió) 101.

101
Alejandra Pizarnik, fiel a la tradición que continuaba, bien hubiera podido haber dicho como Beckett
(citado por Bernal (1969: 152)): “Al término de mi obra, sólo queda polvo: lo nombrable”. Ya antes de
Beckett, Valéry (1961, 1982) le había dado a la poiesis un valor supremo. El libro infinito que proyectaba
Mallarmé tiene también el mismo sentido.

152
Hölderlin plantea la esquizofrenia como problema universal, dice Derrida (239),

--es decir, la plantea como “la estructura que nos abre la verdad del hombre”. Bien

entendida, esta propuesta tiene en mente un concepto de estructura cuya apariencia es

deleuzeiana (Deleuze, 2005a): la estructura es el subsuelo que hace posible que las cosas

sean lo que son ante nuestros ojos. Viene a ser ese existir puro que alberga el todo y del

cual sólo alcanzamos una minúscula parte, viva por virtud de lo que no vemos. La presunta

esquizofrenia que padece Pizarnik y la atribuida a Hölderlin arrojan certezas sobre el modo

de ser de la percepción en su relación con la heterogeneidad que conforma el mundo.

Aunque el carácter discriminatorio de la percepción puede ser evidente, no suele ser tan

conflictivo como la indeterminación que la recubre. Ésta no se deja reducir con la

incorporación excesiva de elementos porque el faltante no es un vacío que se pueda colmar.

La precisión anhelada no está ni en los múltiples ajustes ni en la sobreproducción

instrumental que terminan deformando la percepción. Ella contempla ese espacio de

tolerancia entre las cosas como cubierto de ondas que traspasan sus límites para

relacionarlas con su proximidad e integrarlas al todo. La indeterminación de la vida debida

a la contingencia se alivia con el orden, esto por supuesto no indica que se la elimina. Es en

el orden y en la apreciación de la forma donde aquella encuentra su lugar, donde el faltante

se recupera y donde aparecen las cosas para ser ellas mismas en su relación mutua. Ahora

bien, a la esquizofrenia como estructura esencial invisible le corresponde un caos visible

surgido de la urgencia de reducir (aniquilar) la indeterminación adscrita al sujeto y a las

cosas. “Los poseídos entre lilas: II” (Pizarnik, 2001: 294), da cuenta de esa exasperada

visión:

Restos. Para nosotros quedan los huesos de los animales y de los hombres.
Donde una vez un muchacho y una chica hacían el amor, hay cenizas y
manchas de sangre y pedacitos de uña y rizos púbicos y una vela doblegada
153
que usaron con fines oscuros y manchas de esperma sobre el lodo y cabezas
de gallo y una casa derruida dibujada en la arena y trozos de papeles
perfumados que fueron cartas de amor y la rota bola de vidrio de una vidente
y lilas marchitas y cabezas cortadas sobre almohadas como almas impotentes
entre los asfódelos y tablas resquebrajadas y zapatos viejos y vestido en el
fango y gatos enfermos y ojos incrustados en una mano que se desliza hacia
el silencio y manos con sortija y espuma negra que salpica a un espejo que
nada refleja y niña que durmiendo asfixia a su paloma preferida y pepitas de
oro negro resonantes como gitanos de duelo tocando sus violines a orillas del
mar Muerto y un corazón que late para engañar y una rosa que se abre para
traicionar y un niño llorando frente a un cuervo que grazna, y la inspiradora
se enmascara para ejecutar una melodía que nadie entiende bajo una lluvia
que calma mi mal. Nadie nos oye, por eso emitimos ruegos, pero ¡mira! el
gitano más joven está decapitando con sus ojos de serrucho a la niña de la
paloma.

Así, en el ansia de satisfacer el deseo particular, en el horizonte de Pizarnik se

genera un amontonamiento (su propia alienación) que impide la visión salvo para el

desorden en que se pronuncia, como una amenaza, el silencio de lo desfigurado. Por eso

habla del poema como un conjuro que cure su descompensación: “Mi oficio (también en el

sueño lo ejerzo) es conjurar y exorcizar” (“Extracción de…”: 248). Y es cierto, el poema se

proyecta como el orden supremo que contrarresta la impotencia radical de una vida

dispersa: “La poesía es el lugar donde todo sucede. [...] Decir libertad o verdad y referir

estas palabras al mundo en que vivimos o no vivimos es decir una mentira. No lo es cuando

se las atribuye a la poesía: lugar donde todo es posible” (Pizarnik, 2002c: 299-301). La

forma hace visible la fuga y el esparcimiento porque los contiene (en el doble sentido de

alojar y detener), anuncia además la irreductibilidad de la indeterminación y su necesidad

imprescindible. En el fondo, contrarresta el poder esquizofrénico. Pero la esquizofrenia

como tal sólo es resultado de encontrarse frente a la visión de la Nada (o del Todo); acaso

límite de máxima tensión del cuidado de sí, desde donde todavía fue posible, al menos una

vez --Hölderlin lo demostró-, decir Yo, de responder o no voluntariamente a otro: “heme

aquí a tu disposición”, más allá de lo cual no se puede decir que haya algo. Umbral último
154
de la intersubjetividad y momento último de responsabilidad ante lo cual acaso todavía

alguno responde con su palabra apelando a lo que sea que quede, a lo que haya, --semejante

al escritor frente a la hoja blanca más diminuta--. Para uno que la mira, la esquizofrenia

plantea la posibilidad de vislumbrar aún alguna verdad, paradójicamente, desde la

imposibilidad y sólo entrevista a través de la obra; pero en sí misma, ella es un enigma que

parece refutar todo incluyendo al sujeto que la posee. No se puede decir nada de ella sino

que existe encarnada y que cesa con la muerte. Ya sumida en la alienación, no de la

esquizofrenia sino del que la mira entre horrorizado y esperanzado, a punto de ceder a ella,

es claro porque el poema seguiría siendo un fracaso para Pizarnik cuya fe, cualquiera que

esta fuera, lógicamente, iba debilitándose. La cuestión al final no sería ya “cómo podría

alguien expresar el Todo” sino “cómo sobrevivir al Todo”. He aquí cómo el poema

“Lamento” (2001: 306) expresa el eterno acercamiento a la indiferencia procurando

esquivar las palabras, último signo, para ella, de la impotencia:

Cuidado con las palabras


(dijo)
tienen filo
te cortarán la lengua
cuidado
te hundirán en la cárcel
cuidado
no despertar a las palabras
acuéstate en las arenas negras
y que el mar te entierre
y que los cuervos se suiciden en tus ojos cerrados
cuídate
no tientes a los ángeles de las vocales
no atraigas frases
poemas
versos
no tienes nada que decir
nada que defender
sueña sueña que no estás aquí
que ya te has ido
que todo ha terminado
155
No es raro entonces que Pizarnik sustituyera la desaparición simbólica con la

desaparición real, hablando filosóficamente y sin que esto explique para nada su muerte.

Uno de sus méritos fue desvanecer cualquier obviedad que suponga el sujeto-mundo del

romanticismo, el cual sobrevive en tensión permanente merced al “error patético” (ver

supra nota 100) en cuyo seno se incrusta la verdad; otro, fue que lo hizo mediante la poesía

transformando en poema su mal. Pizarnik exasperó su mal hasta el límite en la creencia de

que éste constituía su fuente, pero la esquizofrenia [o cualquier otro mal parecido, según mi

propia apreciación], dice un Blanchot (149) que sigue a Jaspers: “no es creadora como tal”

pese a que sin ella la manifestación hubiera sido otra.

Entre otras cosas, escribo para que no suceda lo que temo; para que lo que
me hiere no sea; para alejar al Malo (cf. Kafka). Se ha dicho que el poeta es
el gran terapeuta. En este sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar,
conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida
fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos. (Pizarnik,
2000a: 312)

En las estrofas 3 y 5, que veremos enseguida en el capítulo VIII, la súplica que hace

el Yo al otro se puede leer como una responsabilidad de sentido reversible donde el cuidado

de sí redunda en el cuidado del otro. Marca la necesidad mutua que entraña el

reconocimiento también mutuo. El yo reconoce al otro y se reconoce en él a través de la

necesidad, porque la existencia propia adquiere sentido en ese momento en que tener lugar

en el mundo es ser necesario para él. La autonomía está anclada en la dependencia mutua y

la subjetividad es trascendentalmente intersubjetividad. Pero no sólo queda indicada esta

necesidad elemental sino también el peligro latente ante la inminente supresión del exceso

adscrito a la vida; el daño perpetrado apunta ya, ahora malignamente, al ente kafkiano

disfrazado de buena voluntad que nos amenaza. La reacción a la invisibilidad de las

relaciones humanas que procuran posibilidades viables la erige la retórica de un sistema

156
que enrarece todo desde la oscuridad. Fagocitado en los mecanismos sociales, el individuo

es succionado o contaminado. Un estado previo a la locura es lo que parece consumarse.

157
CAPÍTULO VIII

Locura del Yo y lengua poética

Prosiguiendo el tema anterior, este último capítulo se ocupa --partiendo de la cuarta estrofa

y hasta la sexta, versos 32-37, 38-39, 40-44-- de describir el lenguaje como sostén de la

identidad y de cómo éste se pone en riesgo en el poema de Pizarnik. La pérdida de

identidad se confunde con el Yo absoluto, --esta conciencia será examinada con resultados

ambiguos teniendo a la mano principalmente El pensamiento del afuera de Foucault--. Al

comprobarse la semejanza entre el lenguaje del loco y la poesía, se aclara la eficacia de esta

última unida a la inclusión ineludible del otro. Tanto el lenguaje como la poesía se realizan

en el presente de cada ejecución.

32. sombras
33. recintos viscosos donde se oculta
34. la piedra de la locura
35. corredores negros
36. los he recorrido todos
37. ¡oh quédate un poco más entre nosotros!

38. mi persona está herida


39. mi primera persona del singular

40. escribo como quien con un cuchillo alzado en la oscuridad


41. escribo como estoy diciendo
42. la sinceridad absoluta continuaría siendo
43. lo imposible
44. ¡oh quédate un poco más entre nosotros!

158
La clara referencia al momento en que la locura era tratada como amenaza cósmica se

concreta en la imagen de reclusión del loco en su exclusión. Entregado a su destino de

prisionero del viaje era puesto a bordo de un navío y condenado al tránsito perpetuo. El

tema no puede ser raro en Pizarnik, quien en 1962 escribía con todo propósito: “explicar

con palabras de este mundo / que partió de mí un barco llevándome” (Árbol de Diana: 13,

2001: 115). Ya Foucault (1990) cuenta cómo la locura, al final de la Edad Media, resultaba

a la vez fascinante en la verdad que ocultaba y temible en esa misma revelación que su

irrupción hacía de la entraña diabólica del mundo. La locura entonces se cernía como una

tragedia apocalíptica. Pero casi simultáneamente la relación del hombre con la locura deja

de estar unida al mundo para confinarse en la soledad de su interior; al tomar forma en las

“debilidades” de juicio más deplorables ameritaba alguna cirugía de extirpación en la

cabeza. La escena de curación de la moral enferma ha quedado grabada en una serie de

pinturas --nombradas similarmente “Extracción de la piedra de la locura”-- iniciada por el

Bosco (entre 1475 y 1480) y seguida por las de Sanders van Hemessen (hacia 1550),

Brueghel el viejo (hacia 1550) y Steen (“La extracción de la piedra” realizada hacia 1670).

Desde entonces la historia del loco lo vincula como antagonista de la razón instituida, ya

sea dentro de una alienación de orden médico que lo apresa en sí mismo y lo pone a cargo

de alguien más o una de orden ético que lo excluye de la comunidad. En ambos casos la

responsabilidad de sí es enjuiciada y su destitución, las más de las veces violenta, se hace

necesaria. La desviación así autorizada encuentra en la animalización la verdad de la locura

y su reparación: “la locura está curada ahora, puesto que está alienada en algo que no es

sino su verdad”, anota Foucault (1990a: 127). La admisión de la locura, imprescindible

para la sanación, era dimitir al derecho sustentado por la palabra propia y sacrificarlo en

favor de una razón tutelar. La sanación, en realidad una sanción cuando no una tortura,
159
sentenciaba que el loco era el que había declinado no sólo el uso del lenguaje sino también

su uso “correcto” y, de cualquier modo, si la locura era manifestación de alguna certeza, la

razón oficial debía ser su custodio. Este acontecimiento señala simbólicamente la

desaparición del sujeto y la supremacía del poder del Estado que prescribe que toda

integridad racional sea sacrificada en favor de una calidad de la voluntad --en particular la

suya--, y que todo estado de excepción es igualmente su derecho. Será hasta el siglo XX

cuando este estigma sufra un cambio fundamental que vinculará a la locura con el arte y

redundará en el intento de restitución del individuo social -no sin derramamiento de sangre-.

Cuando la locura suspende el sentido y abre el espacio de la obra ausente anuncia la

existencia de lo que es otro auténticamente. La diferencia que siempre luce más allá dentro

de un silencio esotérico que para la autocracia siempre es preferible denostar. De acuerdo a

Foucault, marca la relación muda donde se implican mutuamente la palabra y el lenguaje:

en ella se realiza el absurdo del lenguaje al fundarse como lengua en el momento de

enunciarse. Dice en su enunciado la lengua que habla. La locura es así inalienable para el

sistema y atañe al arte en su carácter desvelador.

Desde Freud, la locura se ha convertido en un no lenguaje, porque ha llegado


a ser un lenguaje doble (lengua que no existe más que en esta palabra,
palabra que no dice más que su lengua), es decir, una matriz del lenguaje
que, en el sentido estricto, no dice nada. Pliegue del hablado que es una
ausencia de obra (Foucault, 1990c: 153).

Parece lógico ahora ubicar al sujeto del poema ENEM dentro de este contexto, pero

al hacerlo Pizarnik nos ofrece una nueva ambigüedad: este sujeto, evidentemente, no parece

estar sin razón aún y tampoco parece querer extirpar algo de esa “viscosidad” que transita.

En el último de los casos no parece percatarse de su posible y particular alienación. Parece

ser menos un perseguidor que un buscador persistente entre la ruina. Esta ambigüedad es

160
paralela a la que refleja el cuadro del Bosco que tan bien conocía Alejandra Pizarnik 102;

cuando recurrimos a él es inevitable cuestionarse: ¿quién es el verdadero loco, el médico

que ansía con afán “la piedra de la locura” o el enfermo que la posee? ¿A cuál de estos

representa el merodeador de “corredores negros” que el poema ENEM menciona? ¿De qué

lado está la verdad y hacia dónde trasciende su necesidad? Máxime cuando notamos lo que

parece haber entresacado el médico de la cabeza del loco: una flor. Ya Foucault (1990a: 25)

ha observado, en el médico, que “toda su falsa ciencia no ha hecho apenas otra cosa que

acumular sobre él las peores manías de una locura que todos pueden ver, salvo él mismo”.

Agreguemos a eso que toda alienación, al ser pura mismidad, no es naturalmente

autoconsciente, lo que nos deja ante un par de locos de distinto tipo. El poema ENEM

entraña sin duda el viejo asunto clásico-medieval en su versión moderna. Como hemos

visto ya, ilustra aquella oposición (individuo-estado) luciendo en sus extremos una nueva

pareja. Por un lado, el que desea controlar: el ideólogo (desde el tirano hasta el

especulador); y por otro, el que desea saber: el creador (todo aquél cuyo trabajo es

emancipador). Por un lado la enfermedad y por otro la salud. ¿Dónde se localiza el

ensimismado y quién es quién? Tanto el loco como el sano llegan a ser una ilusión a los

ojos de la realidad. Tan ilusorios como la verdad. Por un lado el caso clínico donde ambos

102
El interés de Pizarnik por las pinturas del Bosco está reflejado principalmente en el libro de título
homónimo a la pintura “Extracción…”, publicado en 1968, y en otro libro aparecido en 1971, El infierno
musical. El título de este último texto hace referencia a la tercera parte del tríptico El jardín de las delicias,
cuadro del artista flamenco llamado Infierno musical por la presencia de instrumentos (gaita, arpa, laúd y
órgano de manivela), algunos de los cuales son convertidos en herramientas de suplicio. Las imágenes de este
pintor, que también fascinaron a los surrealistas, marcan otro signo intertextual localizado en la tradición que
continuo la poeta. En la entrada de su diario del 20 de junio de 1968, Alejandra Pizarnik anotó la ficha y la
descripción del cuadro La extracción de la piedra de la locura del Bosco: “La extracción de la piedra de la
locura. Sobre tabla, 18.35 cm. Madrid, Museo del Prado. Presenta un círculo central e inscripción en
bellísimos caracteres góticos arriba y abajo. Fechable entre 1475 y 1480. Se refiere como otras obras suyas a
proverbios y dichos holandeses, a veces transformados en motivos poéticos. Una excelente bibliografía al
respecto la recoge Robert L Delevoy, Bosch, Ginebra 1960…” (Diarios: 446). El poema Inminencia es otro
indicio claro donde aparece, esta vez, la obra icónica del Bosco: “Y el jardín de las delicias sólo existe fuera
de los jardines”.

161
se confunden y por otro la memoria histórica que los distancia dándole nombre a su locura

particular e iluminando su legado. Pero en tanto el tiempo los coloca en su sitio, instalados

en algún presente sólo es posible afirmar que el individuo es una dinámica de mismidad e

ipseidad que simultáneamente lo orilla hacia algún tipo de neurosis 103. Se ve entonces que

la identidad adquirida, siempre en riesgo, resulta ser una cuestión del modo de ser

perdurable entre el carácter y el mantenimiento de sí 104. Esta es la circunstancia del hombre

actual que muestra el poema: el debate de la verdad se traduce en una lucha donde está en

juego el poder expresivo de la palabra que sostendrá su integridad, mientras que la verdad

misma acaso sólo es posible en algún futuro promisorio. Fundamentalmente el protagonista

del poema ansía rescatar la subjetividad comprometida dentro de la palabra propia. Opone

al individuo autónomo frente al ideólogo, pero no olvidemos que el objetivo se ha logrado

sólo performativamente --a través de la forma-- y no temáticamente: El Yo del poema sufre

en el margen, entre la locura y la razón, trabado en la contradicción: “nunca es eso lo que

uno quiere decir”, se dice al inicio del poema ENEM. Pero es precisamente la distancia que

103
“La neurosis es un mal menor: no en relación a la «salud» sino en relación a ese «imposible» del que
hablaba Bataille («La neurosis es la miedosa aprehensión de un fondo imposible», etc.); pero ese mal menor
es el único que permite escribir (y leer). Se acaba por lo tanto en esta paradoja: los textos como los de Bataille
‒o de otros‒ que han sido escritos contra la neurosis, desde el seno mismo de la locura, tienen en ellos
mismos, si quieren ser leídos, ese poco de neurosis necesario para seducir”. (Barthes, 1974: 12). Por otro lado
Deleuze (1996: 14-17) dirá que “No se escribe con las propias neurosis”, estas más bien interrumpen los
procesos. Y cuando enfoca la literatura la significa como delirio en el sentido de que cumple formalmente
cohesionando las partes de un pueblo que falta, porque –dice- el delirio llega a ser también, en cambio de una
enfermedad: “el modelo de salud cuando invoca esa raza bastarda oprimida que se agita sin cesar bajo las
dominaciones”. Del mismo modo Deleuze observa cómo la literatura lleva a cabo la invención de una nueva
lengua dentro de la lengua, no sin que antes exaspere radicalmente sus límites. En el último de los casos se
podría decir que escribir en la neurosis es el resultado de encontrarse con ese estado saludable del delirio, o
volver al absurdo “impoder” que atravesó a Hölderlin, Artaud, e incluso a Pizarnik como antes hemos visto.
104
“Al hablar de nosotros mismos, disponemos, de hecho, de dos modelos de permanencia en el tiempo que
resumo en dos términos a la vez descriptivos y emblemáticos: el carácter y la palabra dada”. Identidad del
mismo (idem): “El carácter, diría yo hoy, designa el conjunto de disposiciones duraderas en las que
reconocemos a una persona […] la costumbre proporciona una historia al carácter; pero es una historia en la
que la sedimentación tiende a recubrir y, en último término, a abolir la innovación que la ha precedido […]
recubrimiento del ipse por el idem […] El carácter es verdaderamente el «qué» del «quién»”. Identidad del sí
(ipse): “La palabra mantenida expresa un mantenerse a sí que no se deja inscribir, como el carácter, en la
dimensión del algo en general, sino, únicamente, en la del ¿quién? […] Una cosa es la «perseveración» del
carácter; otra, la perseveración de la fidelidad a la palabra dada”. (Ricoeur, 1996: 112-120).

162
guarda con ambas mentalidades la que origina su carácter formal y su peculiar autonomía.

En esta distancia, en la fidelidad a sí, en la que se resiste por igual a la locura y a la razón,

levanta su morada. Espacio peregrino de enlazamiento entre sujeto y objeto, que precisa de

todo y de nada, en el que naturalmente él mismo se irá disolviendo en tanto se aleja de sí

dirigido hacia la pura exterioridad de la palabra; ahí se desarrollará la virtud propia del

poema. Virtud que radica en el proceso continuo de creación de lenguaje. El medio y el fin

se confundirían finalmente en el infinito donde la enunciación misma es origen creador de

la palabra desprovista de todo interés que no sea ella misma, de acuerdo a cómo se había

dicho antes que ocurría en el estado de locura. En esta tendencia, el poema de Pizarnik

ciertamente cumple ese pensamiento del afuera, descrito por Foucault (2004), que toma

lugar, paradójicamente, en la permanente desaparición del sujeto para que, lejos de toda

visible determinación, se incorpore algo que acaso sólo podría señalarse como el ser-ahí

que acontece. El poema “Contemplación” (366) describe el ingreso a ese margen de puro

devenir:

Cuando llegamos al centro de la oscuridad el bosque se abrió. Murieron las


formas despavoridas de la noche y no hubo más un afuera ni un
adentro. Te precipitaron, desapareciste con la máscara en la mano. Y ya
nada se pareció a un corazón.

Ahora bien, la entrada a esa zona de pura exterioridad supone algunas

consideraciones para el sujeto poético. Primero hemos de reconocer la inevitabilidad del

cuerpo para que en todo momento se suponga un sujeto que obra y que sufre. Este sujeto de

la praxis es el mismo que posee también convicciones. Su desaparición ocurre dentro de

una paradoja, cuando se hunde en una tarea ideal de posesión y desposesión ininterrumpida

de la experiencia para dar paso a la pura manifestación del afuera como ser en el mundo sin

163
pérdida de sentido 105 (momento del saber poiético). La paradoja alberga un devenir

autoconsciente que es tanto como concebir desde una dialéctica trabada, hasta una locura

razonable. El poema “Tangible ausencia” (1992: 166-7) de Pizarnik ejemplifica el primer

estado cuyo rasgo principal es el rompimiento constante, es decir: el sujeto entra y sale de

la plenitud agravando su situación: “Volver a mi viejo dolor inacabable, sin desenlace.

Temía quedarme sin un imposible. Y lo hallé, claro que lo hallé”; el segundo lo sustentarían

sobre todo los textos que conforman “La Bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa” 106.

Cabe señalar aquél momento de paradoja como el de la realización poética en su

constante devenir poema; pudiéramos decir, incluso, que aquí no hay aún poema como tal

sino un continuo persistir de la palabra en sí misma que pone a la luz su modo de ser. No es

el qué del poema lo que se percibe para identificarlo sino el cómo de su incesante

producción. Si pensamos otra vez en la poeta como intérprete (según se observó en el

capítulo VI) debemos observar que este momento poiético no es de abstracción,

corresponde, contrariamente, a un acompañamiento de su revelación donde se manifiesta,

siguiendo a Gadamer (1998: 343), la peculiaridad de las categorías temporales que

utilizamos en relación con el arte literario y en particular con la poesía: “Se habla entonces

de presencia […] de autopresentación de la palabra poética […] El lenguaje y la escritura se

mantienen siempre en una referencia recíproca. No son sino que significan, incluso cuando

lo significado sólo existe en la palabra manifestada”. El pensamiento del afuera empata al

105
Tengamos en cuenta el fenómeno interpretativo como lo entiende Ricoeur (1995c: 83-100). La apropiación
que implica este momento se da como un desplazamiento y sustitución de experiencia.
106
«“La bucanera…” es un extenso trabajo en prosa, genéricamente inclasificable. Sus ochenta páginas se
componen de veintitrés fragmentos dispuestos a modo de capítulos, sin conexiones o continuidad narrativa ni
argumentativa, concatenados más bien por los nombres de un grupo de personajes bastante inestables en tanto
caracteres, y por la repetición (a menudo con variaciones) de algunas frases, motivos y secuencias.»
Dalmaroni (2004: 81). Los personajes que ahí construye Pizarnik tienen vínculos nada despreciables con los
de Beckett. Para ellos se aplicaría muy bien lo que Adorno (2003a: 294) concluye para los personajes de Fin
de partida: para ellos finalmente “no significar nada se convierte en el único significado”.

164
poeta con el loco en ese momento de perpetuo proceder que siempre aplaza el final de la

obra. No hay obra sino espacios de acción que se suceden o innumerables situaciones

dramáticas sin actores o con millares de ellos. Prorrogar o evitar la consecución final de la

obra evoca ahora pertinentemente --siguiendo el influjo de la tradición que marca a

Pizarnik-- el anhelo de Artaud por mantener a resguardo lo que sería lo más auténtico de sí,

eso mismo que Bataille adjudicaba al gasto improductivo que el producto terminado

insensibiliza: “Para guardarme, para guardar mi cuerpo y mi palabra, me hace falta retener

en mí la obra” (Derrida (1989: 251) sobre Artaud). Es este uno de los sentidos propicios

que sugiere el momento de la ejecución poética en el cual no importa quién habla, pues en

su acontecer está la posibilidad de su verdadera trascendencia.

Dado que lo imposible es permanecer en ese estado de adquisición y cambio

perpetuo --como no sea volviéndose loco-- el poema de Pizarnik lo que denota es la

insatisfacción de la mismidad y la fragilidad de la palabra comprometida. El margen

supuesto en que acontece el todo y la nada para el sujeto constructor, que define su

negatividad, es liquidado en cuanto irrumpe, vía el interés, la temporalidad, sumiéndolo en

una (nueva) crisis existencial. Pizarnik ilustra este desfase, y precariedad, en que se vive la

identidad. Como consecuencia se puede observar que toda praxis lleva consigo una falla

que reposa en el autointerés. En contraste, el personaje del loco es el afuera imposible, la

locura que significa la “nada”, que marca la pérdida de sí como un recomienzo infinito de

sí. Movimiento perpetuo donde se realiza el sí auténtico como absolutamente fuera de sí

mismo. Se reafirma entonces el peso ontológico-existencial al interior de la ética, y que se

demora en la supervivencia. Comprobamos también que el discurso de la poesía no toma

partido --él mismo es su fin--, el sujeto en el mundo sí. “Extracción de la piedra de locura”

es el poema de Pizarnik (2000: 248) que testifica la meta alguna vez alcanzada, aquella de
165
plena producción, pero que sin embargo queda, al haber concluido, sólo como homenaje y

motivo de dolor:

Quien te hace doler te recuerda antiguos homenajes. No obstante, lloras


funestamente y evocas tu locura y hasta quisieras extraerla de ti como si
fuese una piedra, a ella, tu solo privilegio.

La poesía de Pizarnik es una metapoesía si establecemos que su corazón es

justamente el momento poiético 107 que es a la vez el desarrollo de la techné. La

autoimplicación de la poesía --como fundadora de lenguaje y de escritura-- es su gran

asunto, implícito en el verso 41 que proclama el poema ENEM: “escribo como estoy

diciendo”. La equivalencia que hace el verso tiene dos ámbitos. En él puede entenderse,

primero, (con todo lo anteriormente visto) “escribo como hablo” –no ignoremos que la

acción de decir se está llevando a cabo, está en curso--. Es decir, la equivalencia se hace

primordialmente orientada hacia una cualidad humana intrínseca y luego hacia una calidad

individual (el cultivo de la techné que desarrollaría el estilo explícito en la dicción poética

única cada vez). Al final ambas se confundirían. El verso también especifica un presente

enfrentado a su continuidad: no sólo hay algo que es en el tiempo, sino una tarea cuyos

límites son su tiempo de ejecución (advirtamos que, incluso, el tiempo mismo en ese

intervalo se desvanece). El instante mismo de la duración poética reconozcámoslo ahora

como aquel que Bergson denominaba dureé (ver Benjamin 1972). Tenemos así que el

escribir se iguala con el hablar fenoménicamente, quedando cualesquiera: “(Yo) hablo” o

“(Yo) escribo” da pie a la paradoja que encierra la poesía de Pizarnik.

107
Durante la poiesis se manifiesta el espacio donde el Yo tiene lugar precisamente porque es el hacer quien
lo genera en el constante descentramiento de sí, de ahí el deseo de fundir el cuerpo propio con el cuerpo del
poema (deseo que aparece sólo al término de la poiesis). La poiésis, no lo dejemos de lado, es el momento de
la producción y se consagra como un saber. (Cfr. Jauss (1986b); Dussel (1984)).

166
Siguiendo a Foucault (2004: 9), «hablo» “se refiere a un discurso que, a la vez que

le ofrece un objeto, le sirve de soporte. Ahora bien, este discurso está ausente”, porque

hablar siempre se dirige más allá hacia el fondo mutuo donde las cosas se relacionan.

Pronunciar “hablo” tiene un carácter performativo trascendental que señala la aparición de

aquél que, en efecto, está hablando. Es objeto y soporte de su palabra que remite

incansablemente a sí mismo. Cuando el hablante se señala lo que se delata es su propia

ausencia (su indeterminación, su fondo indecible). La solución a esta contrariedad está

envuelta en el sentido de “hablo”: cuando aparece el sujeto por la palabra, lo que se percibe

como una ausencia es su fundamento, es decir: la interioridad de una palabra que se oculta

en el sujeto (la Voz según Agamben), misma que desaparece justamente cuando calla.

Cualidad del género humano que hace brotar un discurso ausente pero que no existe ni

antes ni después de ser aludido mediante el habla: hablar remite al Yo que toma la palabra y

así se inscribe en el mundo. Esencialmente las implicaciones del Yo relacionado con el

mundo están ausentes: “El desierto es su elemento”, dirá Foucault (2004: 10),

significativamente para Pizarnik que, según muestra el poema 3 de Árbol de Diana (105),

ya lo registra --a ese desierto-- desproporcionado y con un cierto grado de peligrosidad:

sólo la sed
el silencio
ningún encuentro

cuídate de mí amor mío


cuídate de la silenciosa en el desierto
de la viajera con el vaso vacío
y de la sombra de su sombra

167
El lenguaje asume aquellas implicaciones invisibles manifestando un sujeto

determinado por un exceso de sentido transfigurado en vacío inmanente 108 que no colmaría

el hablar perpetuo. En cambio, un hablar sin cesar correspondería al puro devenir donde se

oscurecería el sentido para dar paso a la pura exterioridad del lenguaje 109, por eso en el

poema ENEM, verso 42, el Yo expresará resignado: “la sinceridad absoluta continuaría

siendo lo imposible”. Y sin embargo, la poesía de Pizarnik ejemplarmente sustenta la

efectividad que Gadamer ha previsto en el discurso poético, que lejos de una mera

actualización requiere de un oído interior porque la aprehensión del poema no está en su

finalización como producto terminado, sino en el acto de ponerse hegelianamente cada

sujeto como protagonista único que crea las palabras del poema como si las encontrara en

el acto: “Así adquiere la palabra su autopresencia plena en el texto literario. No se limita a

hacer presente lo dicho, sino que se presenta a sí misma en su realidad sonora” (Gadamer,

339). Si antes sólo se había aludido, sesgadamente, a que el acontecer del lenguaje se

resolvía en el habla ahora queda establecido; el sentido del discurso es así intencional

porque hay detrás de él un interlocutor que lo profiere formalmente adueñándoselo.

Aclaremos esto. Dentro de la relación texto-lector, el interlocutor original sólo puede ser

referido a través del texto y lo que quiso decir queda fijado en su expresión por medio de

procedimientos gramaticales; el sentido se localiza tanto en la oración como en la intención

108
“Esta precesión de lo que es sobre lo que se ve y hace ver, de lo que se ve y hace ver sobre lo que es, es la
visión misma”, escribía Merleau-Ponty (1985a: 65) para luego aventurar una fórmula ontológica de la pintura
citando mejor a Klee: “Yo soy inapresable en la inmanencia”. La sentencia de Klee, muy lejos de la gratuidad
de una simple frase, es aplicable de la misma manera para la escritura y para la de Pizarnik en particular.
109
“Hay algo raro en los actos de escribir y hablar”, sentenció Novalis en 1799. “El error ridículo y pasmoso
que comete la gente consiste en creer que utiliza las palabras en relación con las cosas. Ignora la naturaleza
del lenguaje, que consiste en ser su propia y única preocupación, lo cual lo convierte en un misterio muy fértil
y espléndido. Cuando alguien habla por hablar, dice lo más original y veraz que puede decir”. Sólo habría que
agregar a esta aclaración de Novalis que el lenguaje, cuando vincula a las cosas y al hablante, asume la vista
que de las cosas tiene el hablante. Dice más del hablante que de las cosas porque aquél es su propietario y su
propia preocupación. El lenguaje en sí es objeto de la semiología, pero el que refiere Novalis es aquél que
estudia la semiótica y el que en este examen se ha tratado de describir: el lenguaje de la vida. (Novalis es
citado por Sontag (1985: 35)).

168
de significar del enunciador en turno, en el contexto de la obra y no del sujeto real a quien

se le imputa 110. Ricoeur (1995a: 27) denomina a esta dinámica “autorreferencia del

discurso”:

La estructura interna de la oración remite de nuevo a su interlocutor por


medio de procedimientos gramaticales que los lingüistas llaman
“traslativos”. Los pronombres personales, por ejemplo, no tienen un
significado objetivo. “Yo” no es un concepto […] Su única función es referir
la oración completa al sujeto del acontecimiento verbal. Tiene un nuevo
significado cada vez que se usa y cada vez que se refiere a un sujeto
singular. “Yo” es aquel que al hablar se adjudica la palabra “yo”, que
aparece en la oración como sujeto lógico.

El texto, entonces, queda él mismo como interlocutor (pasivo y a la espera de su

lector), pero no olvidemos la sonoridad --el tono-- que actualizará su sentido como

acontecimiento; aunque, si bien esta particularidad es trascendental --en el sentido de que

no se ciñe a una manera definitiva de ser--, está neutralizada para aquellos textos no

literarios. En el caso de la literatura, y en especial de la poesía, se descubre que la

autorreferencia adolece de interlocutor específico porque la unidad de sentido del discurso

está rota debido a la naturaleza del estilo. El texto literario al construirse semejante a la vida

erige un interlocutor cuya palabra es un movimiento creador de un autodiálogo. Cada

ejecución del poema inaugura entonces aspectos de un sentido que se expande siempre,

haciendo que cada intérprete sea también único. Esto quiere decir que el poema “no remite

a un acto lingüístico originario, sino que prescribe por su parte todas las repeticiones y

actos lingüísticos” (Gadamer: 339; cfr. Agamben: 124), su ejecución es cada vez un nuevo

110
Las construcciones de un texto tienen que ver en principio sólo con sus propias estructuras. Los intereses
subjetivos se suspenden en el análisis del discurso, aún cuando el tema tratado sea ideológico, porque no hay
discurso que no se interese primero en sí mismo. La creación y recreación discursiva compete sólo a las
estructuras del discurso y luego al interés personal. El sujeto de la praxis, que posee convicciones, desaparece
momentáneamente durante la consecución y comprensión discursiva y sólo después puede quizá adjudicársele
lo expresado en el texto (en el caso del autor) o alguna interpretación (en el caso del lector), una vez
delimitado el tipo de texto de que se trate y las condiciones bajo las cuales aparezca. No olvidemos que un
texto siempre es la lectura de alguien que al final también obra con intereses.

169
acontecimiento cuyo sentido estará indisolublemente unido a su sonoridad. Por eso cuando

Gadamer (343) aclara que “[e]l discurso poético sólo se hace efectivo en el acto de hablar o

de leer; es decir, no existe si no es comprendido [, y que] debe compaginar en lo posible el

fenómeno sonoro y la captación de sentido”, se debe entender que el sentido del poema no

está ni en una impostación ni en alguna imitación poetizante, sino que está orientado a la

automanifestación del lenguaje vivida dentro de “una peculiar tensión entre el sentido del

discurso y la autopresentación de su figura” (340) que el poema busca interpretarse como si

la palabra surgiera espontáneamente de la realidad en curso. La forma del discurso que el

poema pone de relieve es por lo tanto primordialmente audible. Ahora, para terminar de

disipar toda sospecha psicológica (la creencia en alguna interpretación particularmente

específica) al interior del acto elocutivo que exige el poema debemos tener en mente

también la naturaleza del discurso literario que lo afilia al jurídico y al teológico (ver supra

nota 92). Siguiendo por este camino, el discurso poético de Pizarnik se hace primero

doblemente autorreferencial debido a su asunto y luego, ya situados dentro de la

inconveniencia del lenguaje que sostiene, tiende a la autorreferencia infinita donde se

revela la materialidad práctica (formal) de la palabra; dicho de otra manera: la especulación

infinita anula la posibilidad de decir aquél que sería el poema real. Sirva el poema XVI de

“Caminos del espejo” (“Extracción de la piedra…”: III: XVI: 243) y el 14 de Árbol de

Diana (116), respectivamente, para enfatizar está situación que es, para Pizarnik, de ansia e

imposibilidad:

Mi caída sin fin a mi caída sin fin en donde nadie me aguardó pues al mirar
quién me aguardaba no vi otra cosa que a mí misma.
~
El poema que no digo, / el que no merezco. / Miedo de ser dos / camino
del espejo: / alguien en mí dormido / me come y me bebe.

170
En contraste podemos colocar al personaje esquizofrénico que guía directo a la

expresión desnuda dejando ante la sola afirmación deíctica de que el lenguaje es algo

previo al significado y más allá del mero sonido; en todo caso la pura intención de

significar. En ambos se hace proclive transitar de la frase significativa a la palabra

significativa y de ésta a la letra significativa. La transformación de la diferencia que

sugieren al interior del devenir que figuran, en tanto se mantenga el sentido, señala, en el

horizonte, el desvanecimiento de la vocalidad y la visión de la pura consonancia donde se

vislumbraría lo musical. La expresión del poema remite infinitamente a sí misma

fundándose como lenguaje en el preciso instante de expresión, exactamente como antes se

describió que procede la locura. Que, en el proceso, el poema conciba sus propias figuras

muestra que la retórica está puesta a su servicio y que no son los arreglos retóricos su

distinción fundamental, estos sólo se inscriben para favorecer un sentido superior --al cual

no crean por sí mismos-- y dependen de las posibilidades que tengan para combinarse; la

forma del poema no depende de algún arreglo sino de su poder para significar. La esencia

del poema es ser símbolo y su forma remite a él.

El caso crítico de ese acontecimiento discursivo --el de la locura como un grado más

alto a la esquizofrenia-- igualaría el cambio sin diferencia donde la pérdida de identidad

suscita la paradoja de un lenguaje que se aleja lo más posible de sí mismo. Tuviéramos así,

de acuerdo a Ricoeur (1996b: 149), una “puesta al desnudo de la ipseidad por la pérdida del

soporte de la mismidad” que arroja un no-sujeto que no es nada, y en todo caso, como

persistencia de una subjetividad, funcionará como una casilla vacía ante algún otro cuya

vivencia de él será inexpresable. El personaje contagiado de locura es concebido en esta

circunstancia extrema de la que sale proyectado como símbolo. Muy próximo a éste, el

sujeto del poema de Pizarnik es aquél que todavía pelea la propiedad de su palabra y yace
171
dentro de una dialéctica sin solución. Sin embargo, que la poesía pueda progresar en la

inminente pérdida del sujeto, y aun en su ausencia, muestra que su predominio yace sobre

la justicia y no sobre la ley, pero también anuncia algo que no parece obvio: es en la

paradoja que construye donde debería superarse la contradicción acudiendo al ser

dialéctico. La dialéctica del cuidado de sí y de la despreocupación, de la ipseidad y de la

mismidad, es el momento de superación alcanzado en la interrupción de la propia

convicción para que ocurra el compromiso de la producción y la invención continua; pero

no debe confundirse ésta con una paradoja, infranqueable para el sujeto mismo que la

experimenta. Encontramos otra vez que la forma (se tendría ahora que hablar del «formar

ininterrumpido» más que del «crear»), al sustentar aquél valor dialéctico, promueve el

ámbito de la ética cuya función principal es la convivencia mutua donde la responsabilidad

por el sí es la responsabilidad por el otro. Este es el trasfondo que consuma la apremiante

solicitud “quédate un poco más entre nosotros” inscrita en el poema ENEM, versos 37 y 43;

aunque la tragedia personal revive una y otra vez, porque una y otra vez aquello que salva

al hombre de su obsesión del tiempo se extingue. La poesía de Pizarnik se convierte así en

la experiencia de la dureé, instante supremo de plenitud, de rigurosa intuición 111. Según

Benjamin (1972: 35) “una experiencia para la cual la recepción de shocks se ha convertido

en una regla [por lo que de] una poesía de este tipo debería esperarse un alto grado de

conciencia”. Una dureé específica para Pizarnik, que, por sus condiciones, se mina

negativamente en tanto es.

111
“La intuición también es el “movimiento por el que salimos de nuestra propia duración, por el que nos
servimos de nuestra duración para afirmar y reconocer la existencia de otras duraciones por encima o por
debajo de nosotros”. (Deleuze, 1987: 31).

172
Respecto a la tarea de la literatura en su calidad puramente ontológica, Foucault (2004: 27-

8) anuncia algo que ya se venía sospechando: sólo es posible “ver hasta qué punto es

invisible la invisibilidad de lo visible”. Este aspecto, ilustrado por la poesía de Pizarnik, da

lugar asombrosamente al solipsismo como el confín último de la realidad; o como ella

misma lo dice en sus diarios, asumiéndose intercesora como antes se había asumido

traductora: profundizar para remontar a la superficie: “Mi psiquismo de profundidades, de

intensidades; por eso sufro al escribir. Porque quiero, por añadidura, escribir bien, y para

eso debería remontar a la superficie. No ser superficial sino intercesora, lo cual implica una

buena dosis de superficialidad” (Pizarnik, 2003: 448). La parte citada antes de “Caminos

del espejo” muestra esa intención:

Mi caída sin fin a mi caída sin fin en donde nadie me aguardó pues al mirar
quién me aguardaba no vi otra cosa que a mí misma. (Pizarnik, 2001: 243)

Simétricamente, la profundidad que Merleau-Ponty (ver supra nota 70) describe

como la nueva dimensión de la pintura, aquélla por la cual se observa cómo se compenetran

las cosas de manera que su inicio y su término se enturbian, tiene lugar también en los

abismos del Yo. La palabra, como la línea, empieza por desvanecerse más acá o más allá

del propio enunciante; como si al ir germinando las cosas en el poema de pronto señalaran

al lenguaje inundándolo inusitadamente de sentido, para que todo sea a la vez una

“localidad global” en movimiento 112. Del poema de Pizarnik se puede decir también lo que

Merleau-Ponty (1985a: 52) dice de la pintura (y mucho pensaban ambos en Klee):

112
La irradiación entre los objetos y el horizonte que conforman unos para iluminar otros complementa la
emergencia dinámica que aquí es sugerida. El hecho de que la cosa en-sí se compone de una infinidad de
perspectivas y de que el lenguaje es el único medio desde donde confrontamos la propia. (Ver Merleau-Ponty
(1985b: 87-91)). Es relevante, aunque no sorprende, notar cómo Merleau-Ponty atribuye al lenguaje verbal (al
signo) una fuerza mayor de adjudicación de sentido a las cosas, inversamente a cómo piensa de la pintura; en
ésta el advenir de las cosas apuntará finalmente a la línea de sentido haciéndola así visible. Merleau-Ponty,
claramente, piensa en un funcionamiento dialéctico de la palabra y su análisis de la pintura muestra la
consecuencia de su devenir imagen pura, es decir: espacio de formación.

173
finalmente no se vincula a lo de afuera entre las cosas empíricas sino a
condición de ser ante todo “autofigurativo”; es espectáculo de alguna cosa
siendo “espectáculo de nada”, reventando la “piel de las cosas” para mostrar
cómo las cosas se hacen cosas y el mundo se hace mundo”

El poema de Pizarnik se realiza así pese a su subjetividad angustiada, o más bien

merced a ella y a su pronta desaparición. Opuestamente, el personaje acusado de locura es

mayormente la cáscara que evoca crudamente la carne de la contingencia. Toda su

negatividad --la de Pizarnik-- proviene, a la vez que la descubre, de una naturaleza

paradójica. Ahora parece más claro de donde proviene la amenaza y la herida del Yo. Su

deseo de verdad trastornado se corresponde a su deseo de muerte y locura; no obstante, aún

desarticulado, se dirige a la figura del otro. Desalentadora o alentadoramente, el fondo

humano que consta siempre de intereses, cuando vuelve, hace difícil legitimar alguna

verdad; esto significa que en algún momento la fuerza de la voluntad se enarbola por

encima de cualquier verdad. Más allá de que Pizarnik nos acerque a alguna certeza, nos

muestra que cavar en ese punto donde parece no haber más alternativas es el riesgo

necesario para intensificar la voluntad.

174
CONCLUSIONES

Quiero ver en vez de nombrar


Alejandra Pizarnik: “Tangible ausencia” (1992: 166-7)

Que la realidad en última instancia queda a juicio del sentido de la vista es un hecho ya

probado por la física moderna en un momento justo de razón crítica que ha complejizado la

relación entre el intelecto y la intuición. En ciertos casos, incluso, erróneamente, disociando

esa relación. Más aún, Merleau-Ponty (1985a: 47-65), el gran fenomenólogo francés que

tanto nos ha marcado el camino de este análisis interpretativo, ha destacado el valor de la

profundidad, hincada en la visión, que ha llevado la ilusión óptica de la pintura al plano

metafísico, convirtiendo el espacio entre las cosas en espacio vital de mutua irradiación.

¿Qué podemos entender de estos dictámenes? ¿No es acaso también la profundidad la

medida de las relaciones humanas desarrolladas en la invisibilidad? Ha sido precisamente el

hecho de que la actitud científica y la filosófica se igualen en ese punto oscuro de

complejidad, donde unos nos piden confiar en la ecuación y otros en el tropo, el que ha

propiciado que giremos a ver ahí donde sólo podría quedarnos la fe como último recurso.

Un salto de fe es lo que se pide, para ir del dato duro al sensible, y es eso quizá lo que se le

iba escapando a Alejandra Pizarnik: la fe.

El poema ENEM, el cual hemos seguido para orientar nuestras cavilaciones, es

testimonio de un derrumbamiento en mucho debido a la falta de fe. El “ver” obstinado o

alucinado de Pizarnik no negocia porque no confía, choca y se despedaza siempre contra el

“nombrar” de una razón tutelar que ejerce sin excepción bajo el influjo ideológico en turno,

que tasa, por lo tanto, en principio sujeta a la promesa del bien común, lo que es y lo que no

175
es, lo que vale y lo que no; “nombrar” fatalmente estigmatizado en el último siglo, porque

en las manos equivocadas ha perdido credibilidad, no ha podido conseguir la precisión

adecuada ni tampoco tener el consentimiento mayoritario. Aunque hemos de admitir ahora,

sin embargo, al margen de todos los cabildeos oficiales que han podido muy bien

enmarañar el entendimiento, que el funcionamiento racional de la conciencia misma

muestra su incompetencia para comprender el total de fenómenos que a ella acaecen. Se

vuelve evidente luego cómo el misterio, legítimo por naturaleza, alrededor de la razón de

ser, alrededor de las verdades últimas, se resuelve a partir de su aparente olvido cuando la

vida cotidiana nos apremia a la practicidad. Pero el misterio reaparece y, en cuanto lo hace,

adoptadas las medidas más justas y agotadas las posibilidades, no hay otra cosa que la fe

para poder seguir, en tanto el progreso que avanza jamás es suficiente para atenuar las miles

de dudas que flotan enrareciendo el ambiente más próximo. Por otro lado, es claro ya que

para la voluntad el camino siempre lo inicia el deseo y no la razón. Es el deseo lo que

impide en un momento determinado razonar con limpieza y acordar mutuamente. La fuerza

del deseo llega a ser inobjetable y, cuando así pasa, no hay otro antídoto para

contrarrestarla que la fe. Queda en segundo plano, si lo hay, cualquier vestigio de verdad, y

ante la fuerte necesidad de satisfacer el deseo queda a la vista lo que el ser humano es: en

primer lugar un sujeto parcial, provisto de intereses, que por lo tanto no es inmune a las

ideologías imperantes y que antes procura para sí mismo y luego para los demás --salvo que

procurar para sí mismo saludablemente es primero procurar para los demás--; en segundo

lugar un sujeto neurótico, gastado y debilitado pesadamente con cada nueva frustración,

que se precipita en la fe como último recurso. Pero cuán saludable o cuán enfermo es

posible ser es un pronóstico que se promedia cada día, como el clima por el meteorólogo, a

la luz de las más recientes monstruosidades humanas. Tenemos así que lo que guía a la
176
voluntad no es necesariamente la verdad sino más certera y urgentemente el propio

bienestar, el particular, el que a uno más conviene --cualquiera que éste sea--, que la

voluntad de ser no siempre es una voluntad fiel a la verdad porque no siempre es del todo

benigna esa voluntad. Lejos de los principales propósitos y prioridades de la humanidad

suelen quedar muchas veces el bien común y la verdad. En este afán se descubre que el Yo,

si no se transforma, superando sus deseos o trascendiéndolos continuamente, porque lo que

siempre perdura es el deseo, corre el riesgo de caer dentro del más inescrutable y radical

solipsismo que lentamente lo deformará y al fin lo objetualizará; Alejandra Pizarnik en su

inminente pérdida de fe, de hecho en su fatal colapso de fe, llega a ser el caso: una volición

disparatada que cuanto menos hará peligrar la salud mental y cuanto más la vida. Las

últimas cuatro estrofas del poema ENEM dan cuenta de este mal. El fenómeno de la

invisibilidad, que motivo el inicio de esta investigación, es el resorte desmedido que desata

el mal, y en el límite de sus fuerzas al Yo desesperado no le queda más que recurrir a sus

últimas reservas de fe, no le queda más que implorar: “ayúdame a escribir palabras”

expresa “en esta noche en este mundo”. Sufrido críticamente bajo las condiciones y las

razones ya harto mencionadas, lo invisible --o la sola y desoladora percepción de lo

incomprensible-- se interpreta esta vez, quizá como última posibilidad, en función del otro

como el verdadero “ahí” que prolonga la vida. No de otra manera se puede entender la

necesidad del otro sino como una esperanza de mejora, es decir, como un resto de fe. La

interpretación, como el orden básico inicial, surge entonces en su dimensión vital para

fundamentar toda individualidad registrada, ineludiblemente, dentro de una relación

hombre-mundo irreductible, en la cual percibimos ya la cuestión ética que hace del otro lo

primordial, advirtiendo además que todo olvido u omisión de dicha cuestión llevaría sin

excepción a la paralización del sujeto.


177
El asunto de la fe, en específico, supera la razón y sólo un sentido esencialmente

humano de supervivencia nos advierte cuando empieza a degenerarse en fanatismo. Porque

no hay buena ni mala fe, la falsa conciencia del fanatismo reside en un objeto que está

maquinalmente mediado, consiste en el culto a ese mismo objeto maquinalmente mediado;

miles de intereses, necesidades y recursos buscan justificar su existencia y permanencia a

toda costa. De esta intuición era también proclive Alejandra Pizarnik, cuya conciencia de la

mediación (su original preocupación del ser en el mundo surgido a través del lenguaje) a lo

largo de estas meditaciones se ha intentado explicitar. En qué consiste esta carencia --puesto

que para ella se trata, en términos generales, de un proceso de comunicación averiado en el

corazón mismo de su ser que, en consecuencia, al irse agudizando, va restándola de un

ámbito funcional con los otros y disminuyendo su fe--. O más acorde con nuestros

argumentos: describir cómo deviene esa carencia lingüística, menos en el complejo

particular que representaba Alejandra Pizarnik y más en aquella subjetividad alegórica

surgida de su creación poética, ha sido nuestro propósito.

Ahora, si de común hemos sido reiterativos a lo largo de nuestra disquisición, no ha

sido únicamente con el afán de despejar lo más de los pormenores alrededor de la poesía de

Pizarnik, de cuyo carácter hacer conclusiones no le es más afín que ahondar más. Siendo

que, como creemos, Pizarnik pide más que nos dirijamos hacia donde ella apunta, hemos

sido reiterativos porque ella misma lo es al señalar los fines que persigue la ideología que,

para no variar, tampoco descansa en su afán. Y sólo para redondear agregaremos, respecto

de la ideología, que, si bien el momento siguiente al éxito alcanzado por el desarrollo del

pensamiento moderno es el inicio de una avalancha competitiva para apoderarse del

conocimiento ulterior, debemos advertir que la razón suprema, lograda durante el siglo XX,

no es ella misma la “razón hegemónica” que sacudió la historia para imponerse y disponer
178
autoritariamente sobre las voluntades; ella es, en cambio, el instrumento, del que se vale la

otra, para anidar en el lenguaje el germen especulativo que paulatinamente enquistará las

certidumbres.

La poesía de Alejandra Pizarnik nos ha sido así indiscernible entre quien culpa a la razón

negándola y aquél que ve en ella un nuevo principio investido en la palabra del poema. Una

clara ambigüedad que la distingue, significativamente, del modelo creado por la ejemplar

obra de Beckett, para quien todo intento racional se convierte inmediatamente en su

objeción, puesto que, en lo que a él respecta, los mecanismos de la razón ya han sido

deformados. El modelo de ella ha sido también, de otro modo, el paso suspendido entre la

contradicción irresoluble y la paradoja que significa el absurdo, en el centro del cual

habitaría, acaso, según su fervoroso anhelo, el más prestigioso silencio. Para ambos autores,

el silencio representó el último refugio capaz de condonar toda falta. Y si para la

subjetividad de Pizarnik el silencio está configurado en una antigua razón auténtica, libre de

usufructuarios, para el personaje de Beckett se halla en el momento que da fin a su estado

de permanente indiferencia. El resto de sentido que ambos comparten, sentido postrero,

finalmente se halla en el silencio como una aspiración y una posibilidad real para volver a

empezar; pero mientras en Pizarnik la búsqueda de aquél todavía se inclina hacia lo que

queda del significado (y aquí se halla su fe pero también su obsesión hacia algo que ha

perdido sus fronteras), en Beckett el sentido operará sólo a través del significante emergido

a la luz de los excesos de los verdugos de la razón. Expuesto luego este problema en

función de la forma, otro aspecto de suma importancia hemos visto aclararse: en tanto

Pizarnik alude sólo a ella --a la forma-- sin percatarse apenas, en su desesperación, del

valor del otro ahí acuñado, Beckett la erige al asumir la ruina que representa la paradoja,

179
mostrando en ella la verdadera resistencia donde se contempla y descubre al otro como la

sustancia irreductible, necesaria para que todo lo suprimido se incorpore primero como lo

evitado y luego como el fundamento. El ámbito de la forma prometido por el silencio, o a la

inversa: el ámbito del silencio prometido por la forma, que la poesía de Pizarnik sólo

sugiere, llega a ser el lugar donde se instala lo invisible y la trascendencia hacia el otro. El

afán de Pizarnik por restaurar los privilegios del lenguaje alicaído, sin embargo, le impiden

ver su naturaleza formal; aun cuando quiere “ver”, su excesivo esfuerzo sólo persiste

“nombrando”. Y si bien pudo entrever en la palabra el pasaje al equilibrio, los valores del

lenguaje llegan a ser para ella sólo una intuición enajenada, punto crítico del

hablante/escucha en donde --expresa Adorno (2003a: 293)--: “[l]as palabras suenan como

recursos de urgencia porque el enmudecimiento aún no se ha conseguido del todo, como

voces acompañantes de un silencio que perturban”, que la acercan a un solipsismo radical

el cual, de llegar, finalmente dejaría al desnudo la forma expresiva intrascendente. Toda

posible certeza culmina así para ella, cada vez, en una hermenéutica deformada, como el

reflejo que proyecta un espejo cóncavo/convexo, que manipula la identidad, la niega y así

la domina. Es esencial, sin embargo, mantener claro el hecho de que la intermitencia del Yo

del poema no es nunca apagada totalmente y la atención excesiva que pone en el

significado denota, cuando lo niega, la fuerte impresión que tiene del significante para

producir el sentido y el deber de crearlo en oposición a todo aquel que quisiera imponerse.

Una distinción más, que cabe hacer ahora entre el sujeto del poema de Pizarnik y el

personaje desquiciado de Beckett, refiere la percepción que cada uno configura sobre el

tiempo. Para el primero el sentido del tiempo aún no se ha perdido del todo --todavía desea

narrar-- y aunque lo vive como una angustia también redunda en la posibilidad de una

180
esperanza de revertir la fase de disolución antes de quedar inmóvil sobre el movimiento113.

Para el segundo el tiempo ha dejado de tener sentido, ha caído en un presente perpetuo, en

el puro devenir. En la obra de Pizarnik, la situación límite del presente, antes de ceder a la

forma absoluta del devenir, se ilustra en la variedad de veces que ella alude a la sed. Ésta

sed, como el amor por el saber (la conciencia de que aún hay sentido esperando y el

ejercicio de creación es posible), se opone a la paradoja cuando evita que se deje de beber

mientras se tiene sed, evita beber sin sed. Se opone duramente a que deje de beber mientras

aún bebo. (El simbólico Funes el memorioso representaría la percepción más funesta,

última destino sin retorno, de perpetuo cambio o perpetua pausa, que anuncia por un lado el

valor de la forma y por otro el principio de ruina.) El texto de Pizarnik, construido en los

términos descritos, confronta al lector consigo mismo cuando advierte que las cosas que

existen, existen precariamente y el sentido es una continua donación de sentido que pondera

la expresión formal. Lo que Pizarnik manifiesta en las declaraciones siguientes, por

ejemplo, no es sólo una convicción contradictoria, hay también atisbos de una manera

errada de ser y estar en el mundo; Pizarnik (2002a: 312, 313), atorada en su implacable

deseo, no da tregua para que pueda operar algún cambio:

Proust, al analizar los deseos, dice que los deseos no quieren analizarse sino
satisfacerse, esto es: no quiero hablar del jardín, quiero verlo. Claro es
que lo que digo no deja de ser pueril, pues en esta vida nunca hacemos lo
que queremos. Lo cual es un motivo más para querer ver el jardín, aun si es
imposible, sobre todo si es imposible.

El silencio: única tentación y la más alta promesa Pero siento que el


inagotable murmullo nunca cesa de manar (Que bien sé yo do mana la
fuente del lenguaje errante). Por eso me atrevo a decir que no sé si el

113
Deleuze (1996: 43) comenta: “Cuando el personaje muere, como decía Murphy [personaje de Beckett], es
que está empezando a moverse mentalmente. Se encuentra tan a gusto como un tapón de corcho en el océano
embravecido. Ha dejado de moverse pero está en un elemento en movimiento. Hasta el presente ha
desaparecido a su vez en un vacío que ya no comporta obscuridad, en un devenir que ya no comporta cambio
concebible”.

181
silencio existe […] Creo que, de todos, el poeta es el más extranjero. Creo
que la única morada posible para el poeta es la palabra.

Dentro de su neurosis, el impetuoso deseo que manifiesta Alejandra Pizarnik llega a

ser para nosotros también una ambigüedad; en su estado inestable sólo atinamos a ver cómo

entra y sale de la alienación sin discernir en verdad cuándo es que entra y cuándo es que

sale de esa alienación. Veamos que la amplia preferencia que demuestra por el sentido de la

vista, para continuar con el tópico inicial, puede señalarnos no solamente el deseo de una

voluntad libre, que ofrece claridad, sino, contrariamente, una resistencia fuera de cauce,

más cercana al prejuicio popular que obedece comúnmente a la necesidad de ver para creer.

Dicha necesidad, que concede al tacto ser garante de la última realidad --puesto que si se

puede ver, augura este adagio, existe y se puede, en resumidas cuentas, palpar--, en el fondo

denota la insuficiencia convencional de uno cuya relación con el mundo se ha entorpecido

ya. Su afán de concreción desea convertir todo universal en particular y la profundidad que

suele alcanzar, la alcanza, no obstante, en detrimento de su integridad. Y mientras el

inminente trastorno de esta subjetividad la desplaza hacia la pureza simbólica, la diferencia

absoluta, a la cual se dirige el deseo de nombrarlo todo, va a finalizar en la destrucción de

la propia facultad de diferenciar. Pero si bien el sujeto que plantea Pizarnik parece

percatarse poco de estos inconvenientes, el tipo de visión que va suscitándose a costa del

visionario es, sorprendentemente, justo la que Merleau-Ponty (60-61) nos aclara: “La visión

no es cierto modo del pensamiento o presencia a sí mismo: es el modo que me es dado para

estar ausente de mí mismo, asistir desde adentro a la fisión del ser, al término de la cual

solamente me cierro en mí” (ver supra nota 75). Queda, sin embargo, una tensión

permanente en el hablante así realizado. Porque la negatividad atribuida al ser consciente

implica también eso: pese a que el lenguaje no puede hacerse cargo de la percepción total

182
--y es este el pesar de Pizarnik: sufrir magnamente lo indecible a causa de lo decible--, no

hay manera de trascender la sensación y al mismo tiempo conservarla si no es a través del

nombre, todo pensamiento (o modo de ser, para continuar con Merleau-Ponty) que no

atraviesa el lenguaje verbal tiene como destino desaparecer, es ésta la importancia de la

palabra por encima de cualquier otro medio de expresión. Cuando Pizarnik (2001: 254-6)

lamenta todo lo que no ha podido nombrar con plena satisfacción, que crece con cada

nuevo intento y permanece en ella como dolor, lo que está lamentando es su propia

condición de ser 114, de estar sin lugar, orbitando sin un centro real:

Más desde adentro: el objeto sin nombre que nace y se pulveriza en el


lugar en que el silencio pesa como barras de oro y el tiempo es un viento
afilado que atraviesa una grieta y es esa su sola declaración. Hablo del lugar
en que se hacen los cuerpos poéticos --como una cesta llena de cadáveres de
niñas.
(“El sueño de la muerte o el lugar de los cuerpos poéticos”)

La verdad, hemos tratado de mostrar, no es algo que la voluntad pueda alcanzar, al final

siempre es una fuerza de voluntad mayor imponiéndose sobre otra y sólo contadas veces la

preponderancia del bien común, el bien de ambas que garantice la vida del Yo más allá de

la amenaza que entraña la supervivencia. Que entre los periodos de la modernidad y la

posmodernidad el sujeto ha sido inutilizado, al serle atrofiado su medio principal de

expresión, es una conclusión obvia. Y cuando en la antepenúltima estrofa de ENEM (versos

45-51) Pizarnik alude a ese hecho ciertamente lo hace admitiendo haber caído ella misma

114
El asunto lo resume Hamm, el personaje de Beckett (Fin de partida), cuando expresa: “¡Están ustedes
sobre la tierra, no tiene remedio!”. Adorno (2003a: 306-7) muestra particularmente este hecho en una escena
de Fin de partida en la que aclara la pérdida del centro. “La subjetividad misma es la culpa; el hecho sin más
de ser. […] se aferra a la vida misma en cuanto causa del desastre en que se ha convertido la vida”. Lévinas
(1993: 87) también argumenta este motivo para satisfacer el existir sin existente en que queda atrapado el Yo:
“La noción de ser irremediablemente y sin salida constituye el absurdo fundamental del ser. El ser es el mal,
no porque sea finito, sino porque carece de límites”. La escena de Malone estudiando la pintura de una
circunferencia cuyo centro está fuera de ella ilustra este hecho (ver, Bernal (104-21)).

183
en un terreno poblado de esterilidad, pero advierte también, y es este el punto clave, que el

poder del lenguaje ha permanecido intacto y no así quienes creen poseerlo.

45. los deterioros de las palabras


46. deshabitando el palacio del lenguaje
47. el conocimiento entre la piernas
48. ¿qué hiciste del don del sexo?
49. oh mis muertos
50. me los comí me atraganté
51. no puedo más de no poder más

Un monumento olvidado --“el palacio del lenguaje”--, podemos observar, queda al

margen de la disputa como una infeliz Babel, símbolo de lo imposible. El sujeto de Pizarnik

no es alguien que sepa lidiar con los límites propios, su atención se desvía de la obra

evidenciando su calidad humana ineludible provista de interés. Muy justo parece entonces

el reproche y la penitencia que lo acompañan porque ha sido abusivo en su proceder, ha

cambiado el don de la creación por la reproducción indiscriminada (“re-creación” la llama,

ENEM: verso 8); la pregunta: “¿qué hiciste del don del sexo?” resume la cuestión. Pero

más que alguna especie de justicia, es el deseo y la culpa permanentes lo que delata su

humanidad. El tamaño de su ambición, que lo liga a la muerte desde el momento mismo en

que acepta resignado ser incapaz de revertir la situación, se presenta como su verdadera

naturaleza: “no puedo más de no poder más”. “Aquel poema de Dylan Thomas sobre la

mano que firma en el papel”, línea del poema “Palabras” (Pizarnik, 1992: 155-7) 115, alude

115
El poema de Dylan Thomas (1974) que refiere Pizarnik se titula “La mano que firmó el papel derribó una
ciudad”. «La mano que firmó el papel derribó una ciudad; / cinco dedos soberanos tasaron el aliento, /
duplicaron el globo de los muertos y dividieron un país; / estos cinco reyes dieron la muerte a un rey. / La
mano poderosa guía a un hombro vencido, / los nudillos se crispan en la tiza; / una pluma de ganso puso fin al
crimen que había puesto fin a la palabra. / La mano que firmó ese pacto engendró una plaga, / y creció el
hambre y vino la langosta; / grande es la mano que domina al hombre / tan sólo con un nombre borroneado. /
Los cinco reyes cuentan los muertos pero no mitigan / la herida en su costra ni acarician la frente; / una mano
rige la piedad como otra rige el cielo; / las manos no tienen lágrimas que derramar.»

184
en forma general a la causa de esa interrupción, alude sin ambages al severo egoísmo que

cesa toda producción.

El sujeto de la poesía de Pizarnik reproduce así, en su obsesión, al típico

embaucador, más grande o más chico, que suele ocultar su verdadero rostro y embozar las

palabras, porque la alternativa pura del estilo que podría integrar una colectividad (y no

sólo a una colectividad dada) pareciera no estar previsto en los planes de ese sujeto.

Siempre, cuando de arrancarse el velo para mostrar “la sinceridad absoluta” se trata, es la

suya la que prefiere y no la ajena. Y siempre es posible que ese rostro suyo, aún oculto, no

sea lo que espera. Es posible también que encontremos algo más abominable todavía. La

historia prueba que toda voluntad varada en sí misma se degrada en locura, toda fe se trueca

en fanatismo y toda soberanía en tiranía. La verdad absoluta, reiteramos, no tiene sentido

sino como un punto lejano que da pie a todo anhelo de voluntad y la fortalece, porque a

través del estilo el hombre sólo puede conquistarse a sí mismo y no, genuinamente, a la

realidad fuera de él. Cuando Paul de Man asevera, por ejemplo, que “Con toda su perversa

duplicidad, el impulso poético pertenece sólo al hombre y lo marca como esencialmente

humano” 116, lo aceptamos aclarando que la perversidad de aquél aparece sólo cuando existe

una voluntad de conquista –a menos que la voluntad siempre sea una voluntad de

conquista--, porque sólo entonces la reproducción luce espantosa, sólo entonces es posible

ver en Hákim de Merv, como hace De Man, a la realidad caótica 117, ver que “todo se

desliza hacia la negra licuefacción” (ENEM en sus versos 53-54).

116
Paul de Man (1996: 215-222) discurre sobre el estilo cuando destaca en la obra del autor de “El hacedor”
--en Borges--, un trabajo reiterado sobre este fenómeno que realiza a la obra de creación. Sin embargo
confunde el estilo, como se ha comprendido en este examen, con su fin ulterior. Las obras del estilo en
concreto, hemos aclarado, no son el estilo. El poema reproduce al sí momentáneamente para que el Yo sea
ejercido y cultivado, sólo fracasa cuando aparece el interés.
117
El leproso personaje de Borges, despojado de la máscara que lo acompaña, representa para estas
reflexiones el final irremediable de un estilista, ansioso de poseer, que en tanto comprueba lo inalcanzable de

185
Alejandra Pizarnik muestra algo que también parece obvio ya: al ser humano lo

distingue el deseo de poseer y esto merma el deseo de ser --salvo que el sentido de “ser” es

“tener” como lo ha visto Merleau-Ponty (1985c: 191) 118--. Muestra que el ansia de ser

alguien, ser por virtud del poder (del poseer) y no del ser por el saber mismo del ser,

anuncia primero una voluntad negativa y luego debilita lo que se es; y mientras mayor es la

fuerza de voluntad de poder ser, menor es el ser. Esto quiere decir que la identidad se opone

al deseo de conseguirla y que el estilo, como progreso de la voluntad, es una actividad que

no piensa en sí misma y por eso logra concebir alguna identidad. La autoconciencia del

estilo radica en ser consciente de todo excepto de él mismo porque sólo existe en su

práctica, y mientras ocurre nutre la conciencia y forja al individuo cuya voluntad debería

ser más fuerte al término del trabajo de invención (no de reproducción). La función del

poema es suscitar reiteradamente el estilo como ejercicio del Yo que quiere perseverar en sí

mismo. Así, el sujeto de Pizarnik observa su fracaso en el fracaso del poema, porque al

estar fuera de él --de la actividad por él representada-- sólo es capaz de mirarlo como un

producto inservible que no alivia su necesidad. La actividad del poema, al sustraer de sí,

aparece como el momento de cordura sólo posible a través del otro --en el momento mismo

en que uno reconoce la propia autonomía en función del otro, al cual está refiriéndose, la

propia necesariedad de sí en función del otro (la condición esencial de ser necesario para el

mundo) que se consagra en la auténtica fundación para sí de un lugar en el mundo--.

su anhelo se sumerge en una reproducción descontrolada. Recordemos que Hákim es un impostor y su medida
es la reproducción.
118
Intentar significar al ser es válido, absurdo es el intento de decir lo que es. El ser no puede ser algo,
siempre es algo lo que es. Todo lo que hay existe merced a una red de relaciones. Sólo así, todo lo que hay es.
Haber es habitar por virtud de otros. Haber es tener lugar, en eso consiste el ser. Ser el ahí indica habitar un
lugar, tener un lugar, surgir. A través del lenguaje un Yo habita el mundo, tiene lugar y funda el presente
como lo que hay. A través del lenguaje un Yo es, se posee y se hace cargo de sí. No existe entonces la palabra
sin hablante sólo hablantes sin palabra, es decir, hablantes cuya palabra ha perdido su valor, su razón. Nadie
posee al lenguaje, sólo es posible adquirirlo infinitamente como atributo que acompaña el aprendizaje del
habla y todo hombre pueda así ejercer su humanidad. Ver Wittgentein (1988: Parágrafo 50).

186
Para el ejecutante de poesía ocurre algo semejante a lo del pintor: “el mundo no está

más frente a él por representación: es más bien el pintor que nace en las cosas como por

concentración, venido a sí mismo de lo visible” (Merleau-Ponty, 1985a: 52). El poema

muestra que no es posible pensar algo sin atribuir el pensamiento a la conciencia del otro,

que la realización del lenguaje implica al otro esencialmente. La invisibilidad adecuada

reside en la paradoja de un discurso que abriga, fusionando, dos enunciados que se niegan

entre sí pero cuya eclosión mutua suscita el sentido. El deseo de Pizarnik por el poema se

reduce al sentido que adviene en el hacer de algo, en el habitar el estilo para ser el ahí que

progresa y convierte la voluntad en que se manifiesta el Yo por el lenguaje. Observamos,

en consecuencia, que la poesía carece de utilidad porque, como todo conocimiento, su valor

es ella misma; no es una herramienta sino el acontecer sin determinaciones que sólo

produce, es la acción que libera a las cosas presas en sí mismas y, en tanto ocurre, debe

entenderse que lo que ocurre es un saber manifiesto en la intuición de algo que está siendo

continuamente. En la última estrofa del poema ENEM volvemos a descubrir el ciego error

de Pizarnik en el momento en que atribuye al poema visos utilitarios:

59. hablo
60. sabiendo que no se trata de eso
61. siempre no se trata de eso
62. oh ayúdame a escribir el poema más prescindible
63. el que no sirva ni para
64. ser inservible
65. ayúdame a escribir palabras
66. en esta noche en este mundo

La poesía no puede ser prescindible ni inservible excepto en el fin de su actividad,

en el inicio de la utilidad y el interés. Entonces aparece el producto, el poema y el fracaso.

Más allá de esto, la ininteligibilidad del discurso destruye la integridad del sujeto. El

poema, al mostrarse, muestra que él es una actividad y que el hombre es un ser

187
contradictorio que halla su modo de ser en la acción, que la verdad que éste pueda

representar es una paradoja que surge en el puro querer-decir al interior del diálogo donde

muy bien se puede decir que todos tenemos razón. Veamos también ahora que la necesidad

de satisfacción y la necesidad de salvación manifiestos en el poema, experiencia de la

soledad y experiencia social, son los extremos --vistos por Lévinas (1993)-- que delimitan

el espacio vital del sujeto que todo el tiempo transforma su identidad en el ahondamiento de

sí mismo, a punto siempre de la inmovilidad.

Ahora bien, retomando una idea arriba contemplada, contrariamente a lo que puede

sugerir De Man, la poesía cuando duplica no es agente de perversión sino de iluminación,

ella misma no hace otra cosa que descubrir la perversión en el deseo humano de posesión.

El sujeto de Pizarnik cae en el imperioso deseo de poseer que lo enferma y le desaparece

los límites: no ambiciona únicamente el producto, sus valores utilitario y simbólico, sino

ser el producto mismo en acto. Desea el misterio, pese a que la totalidad que busca lo

deshace, e ignorando que el poema sólo existe cuando no es de nadie, en el acontecimiento

de su ejecución abierta en el desinterés. No se puede tener fe siendo uno mismo el objeto de

la fe puesto que todo afán mesiánico se topa frente a la naturaleza humana. Semejante al

lenguaje, nadie posee al poema; sólo es posible adquirirlo infinitamente en el flujo del

estilo que cumple su realización para que pueda entonces cada intérprete trascenderse a sí

mismo. La siguiente reflexión de Pizarnik (1992), tomada de sus diarios, es muestra clara

de la confusión moderna que representa, ejemplo también de la paradójica “estética del

silencio” que describe Sontag (1985), en la cual la poesía sólo podría alcanzarse acaso

cuando se la abandona o, más trágicamente, en la muerte:

La vida perdida para la literatura por culpa de la literatura. Por hacer de mí


un personaje literario en la vida real fracaso en mi intento de hacer literatura
con mi vida real pues ésta no existe: es literatura. (abril 15, 1961)
188
Finalmente el fenómeno que produce lo invisible se delimita como sigue. Por un lado, el

mundo tal como lo conocemos no es comprensible fuera de la relación con la vida humana.

Todo atributo incorporado a la naturaleza es tal porque es primero un síntoma humano; el

mundo es comprendido por el hombre desde el hombre. Una habitación vacía no lo está por

sí misma sino porque está deshabitada, quiere decir esto que el vacío se percibe como

ausencia que enlaza al sí mismo con su otro y, en un grado más alto, como la soledad que

debemos asociar a un perceptor enfrentado a una muda interrogación. La duplicación

invisible --descrita por Merleau-Ponty (1985a)-- consiste en distinguir la unidad indisoluble

que forma la relación hombre/mundo; en todo momento sentimos fuertemente la presencia

humana detrás de las cosas para proveer de sentido y existencia al mundo. El poema

“Tangible ausencia” (el mismo título lo delata) ilustra este estado de shock en que se

produce lo invisible:

Hemos consentido visiones y aceptado figuras presentidas según los temores


y los deseos del momento […] Luz extraña a todos nosotros, algo que no se
ve sino que se oye, y no quisiera decir más porque todo en mí se dice con su
sombra y cada yo y cada objeto con su doble.

Por otro lado, el conocimiento que puedo tener de mi semejante nunca es total. El

encuentro con el otro evoca las posibilidades propias y el destino mortal compartido sin que

sea admisible fijar determinaciones seguras. La memoria total que nos integra en

consecuencia, el futuro vislumbrado, visto como la dimensión donde yace el infinito de

posibilidades del ser, y la muerte son representantes de la nada donde se hunde la

experiencia humana en solitario. Es de ahí de donde surge lo invisible, como la más grande

intuición, cuando acontece el encuentro con el otro igual a mí y me percato de todo lo

intransferible que significa el ser. Distinguible, entre todo esto, es la condición moral del

hombre que se proyecta de su relación con el prójimo y se le revela plenamente, anclado al

189
mundo en soledad, ante la posibilidad de la nada. La soledad suprema del sí mismo que

hace brotar luego una expresión limpia, es decir: un significante que se ha desprendido de

su significado. Yo solo, que se mira narcisistamente, para quien todo es reflejo de sí y vive

sus estados en sí: “El lenguaje es vacuo y ningún objeto parece haber sido tocado por

manos humanas. Ellos son todos y yo soy yo. Mundo despoblado, palabras reflejas que sólo

solas se dicen” (“Tangible ausencia”). Ante su fracaso como sujeto constituyente del

mundo, el Yo enajenado en sí mismo muestra su estado crítico en la impotencia de llegar a

ser idéntico a sí mismo; pero en sus intentos de duplicación --que son también una

autonegación-- se define, en la soledad más radical, el deber del Yo hacia sí como un

cuidado de sí para el otro. Pizarnik alude a este hecho de responsabilidad en las estrofa final

del poema ENEM versos 63, 66 (“ayúdame a escribir el poema más prescindible”) aunque,

sintomáticamente, parece también despreciarlo en su apetencia de sinceridad absoluta; esta

necesidad la guía a señalar con más énfasis la disolución del sujeto y la angustia 119 que

padece, sufridas entre los polos de una antinomia que socava pero no supera. Para ella la

convivencia inmanente está rota y la soledad pura no es posible. Este extravío marca

también el límite de la razón y la primera señal de la locura entendida propiamente --según

Foucault (1990a: 23, 127)-- como el apego a sí mismo, donde paulatinamente el hombre se

acerca a la animalidad lo mismo que a su dejar de existir 120. Y si como dice Hegel (ver

Agamben, 73-82): “La muerte del animal es el devenir de la conciencia”, esto revela a un

sujeto que guarda en la memoria su pasado animal, --es decir, que el sujeto se plantea como

una determinación que es necesariamente sujeto-objeto. Pero cuando la animalidad

119
“La experiencia de la angustia revela la nada al tiempo en que revela al ser: ambos se remiten el uno al otro
y se complementan”. Heidegger (1974: 54).
120
Cfr. Lévinas (1993: 105). El solipsismo es la estructura verdadera de la razón, dice Lévinas, lo cual es la
manifestación del descenso a lo objetual: el animal encerrado en su particularidad. La tragedia del sujeto sigue
siendo la imposibilidad del absoluto, esto lo deja en la contradicción.

190
subordina totalmente a la conciencia o viceversa, es imposible ya distinguir entre sujeto y

objeto: es completamente indiferente ser lo uno o lo otro. La incapacidad de ver (reconocer

o distinguir) semejantes se plantea entonces como síntoma inminente de objetualidad

(animalidad). La razón privada a la cual se aproxima el sujeto de la poesía de Pizarnik, se

traduce en razón total que no encuentra su igual: está sola debido a la luz ilimitada que se

abre a la intencionalidad de la conciencia. El solipsismo que aquí se vislumbra es la

estructura verdadera de la razón, dice Lévinas 121, lo cual es la manifestación del descenso a

lo objetual: el animal encerrado en su particularidad. La tragedia del sujeto, para Pizarnik,

sigue siendo la imposibilidad de superar la contradicción y el grado de invisibilidad que

esto supone rompe el marco supuesto por Merleau-Ponty, para quien el lenguaje funciona.

Ésta llega a ser la condición absurda del Yo que coincide totalmente consigo mismo y

permanece así paralizado. Si la ética es el momento ideal de convivencia con el otro, la

moral alcanza su sentido real en la salud que nos mantiene a distancia de nosotros mismos,

perseverando en mí sólo por virtud de la relación con todo lo externo a mí. Por el contrario,

el enfermo es el que ha quedado sumido en la nada de sí mismo, el Yo absurdo incapaz ya

de toda acción. “El entendimiento” es el poema de Pizarnik (1992) que manifiesta este

hecho, en que toda certeza es indiferenciable:

Empecemos por decir que Sombra había muerto. ¿Sabía Sombra que Sombra
había muerto? Indudablemente. Sombra y ella fueron consocias durante
años. Sombra fue su única albacea, su única amiga y la única que vistió luto
por Sombra. Sombra no estaba tan terriblemente afligida por el triste suceso
y el día del entierro lo solemnizó con un banquete.

121
“Al englobar el todo en su universalidad, la razón se encuentra ella misma en soledad. El solipsismo no es
una abreviación ni un sofisma: es la estructura misma de la razón. Y no a causa del carácter «subjetivo» de las
sensaciones que combina, sino en razón de la universalidad del conocimiento, es decir de lo ilimitado de la
luz y la imposibilidad de que quede algo fuera de ella. Por ello, la razón no encuentra jamás otra razón con
quien hablar. La intencionalidad de la conciencia permite distinguir al yo de las cosas, pero no hace
desaparecer el solipsismo porque su elemento, la luz, nos hace dueños del mundo exterior, pero es incapaz de
encontrarnos un interlocutor”. Lévinas (1993: 105).

191
Sombra no borró el nombre de Sombra. La casa de comercio se conocía bajo
la razón social “Sombra y Sombra”. Algunas veces los clientes nuevos
llamaban Sombra a Sombra; pero Sombra atendía por ambos nombres, como
si ella, Sombra, fuese en efecto Sombra, quien había muerto.

Todo acto humano llega a estar, en conclusión, teñido de invisibilidad, siendo la

muerte el punto máximo de invisibilidad. Lo invisible, por otro lado, significa no lo que no

existe sino lo que no se ve, o sólo se “ve” por medio de la obra. Todo discurso llega a ser,

luego, una interpretación sobre algún aspecto del mundo humanizado más o menos visible,

cuyo grado de veracidad, al interior de una cierta comunidad, estará en función de su

utilidad 122 pero también de su invisibilidad. En particular, comparado con el texto científico

que admite sólo una duda razonable, el texto literario es dueño de una interpretación muy

alta. El primero es susceptible de ser comprobado en la praxis suficientemente para originar

la idea de progreso mientras el segundo se reduce al símbolo. No obstante, tanto el arte y la

filosofía, como la ciencia, se interesan por la verdad por caminos que no son tan opuestos

en realidad, su pretensión de universalidad es muy semejante porque no trabajan

únicamente con lo que es evidente, sobre todo trabajan con lo que no es evidente. Sólo en

parte parece cierto que el pensamiento científico vea el futuro inmediato mientras el poético

se proyecte y vea, sobre todo, lo lejano, porque las expectativas que el primero genera son

muy específicas respecto del segundo. Uno se basa más en lo visible, el otro más en lo

invisible, uno infiere más vía lo visible el otro más vía lo invisible, uno parece deducir más

el otro inducir más. Ningún discurso puede, en suma, llegar a conclusiones definitivas y la

verdad histórica que se nos pueda ofrecer sólo difiere en grados de deformación o en grados

122
“Cuando Wittgenstein, retomando desde cero el estudio del lenguaje, centra su atención en los efectos de
los discursos, nombra los diferentes tipos de enunciados que localiza, y por tanto, enumera algunos de los
juegos de lenguaje. Significa con este último término que cada una de esas diversas categorías de enunciados
debe poder ser determinada por reglas que especifiquen sus propiedades y el uso que de ellas se pueda hacer,
exactamente como el juego de ajedrez se define por un grupo de reglas que determinan las propiedades de las
piezas y el modo adecuado de moverlas”. (Lyotard, 1998). Cfr. Wittgenstein (1988).

192
de invisibilidad. En sentido estricto el discurso siempre trata sobre prosopopeyas más o

menos verificables de acuerdo, otra vez, a su utilidad y a su invisibilidad. Desde esta

perspectiva, porque el discurso nunca abandona su forma de ser, es que debemos observar

la obra de un autor sin olvidar incluir el aspecto invisible, ahora colocado para nosotros en

una posición elemental; siendo relevante aclarar que aun cuando una obra se independiza

de su creador no permanece inmune a esa única sensibilidad la cual sigue siendo su

ascendente, de tal manera que la obra tenida por oficial, siempre alerta al movimiento de su

precedencia, es susceptible de crecer y transformarse. La función del discurso será, pues,

intentar sujetar coherentemente una realidad cuya ley es la contradicción, la contingencia y

además la invisibilidad; Alejandra Pizarnik ejecuta esta tarea espléndidamente, si bien de

forma negativa, según lo expresa primero Merleau-Ponty (1964a: 92): “Es esencial a lo

verdadero presentarse al principio y siempre en un movimiento que descentra, distiende,

solicita hacia más sentidos nuestra imagen del mundo” (ver supra nota 112). Mientras que

ella dice:

Siento que los signos, las palabras, insinúan, hacen alusión. Este modo
complejo de sentir el lenguaje me induce a creer que el lenguaje no puede
expresar la realidad; que solamente podemos hablar de lo obvio. De allí mis
deseos de hacer poemas terriblemente exactos a pesar de mi surrealismo
innato y de trabajar con elementos de las sombras interiores. Es esto lo que
ha caracterizado a mis poemas. (Pizarnik, 2002a: 313)

Rodeada de negación, negación manifiesta en toda figura de oposición pero también

de repetición, en general la poesía que busca siempre expresar experiencias absolutas, como

la Pizarnik, da como resultado no sólo una multiplicidad interpretativa infinita, o una

ausencia de sentido significativa, sino un énfasis elocuente en el significante. El texto

fragmentado que resulta incita también a su repetición constante para abstraer algo de que

asirse, lo cual agiliza el efecto del signo desnudo y la preeminencia de lo invisible. Y si,

193
análogamente a lo visible, lo decible es duplicado por “lo indecible” --lo inefable animado--

será por virtud del flujo de significantes que opere la apertura que lo revelará en su

movimiento aparente. Es por medio del significante que se crea la nueva dimensión

espacio-temporal del lenguaje para que emerja “lo inefable”.

Al final, la negatividad --el cambio perpetuo-- trae consigo también un peligro.

Mantener que todo el lenguaje es una ficción sospechosa provista de falsedad e intentar

inhibir todo significado para remediar la indefinición, como lo hicieron varias obras

autodenominadas vanguardistas, no sólo corre el riesgo de suspender la comunicación sino

el progreso mismo de las formas cae confundido en la indiferenciación. Lo informe pasa a

ser el fin de la abstracción. Pizarnik nos advierte indirectamente de procesos desarticulados

que al pretender comunicar rarezas tienden ellos mismos a lo incomunicable, evidenciando

un deseo de control subjetivo que quiere imponer su sensación como lo único auténtico. En

una expresión semejante, que no es ya acción, comprobamos que “el hombre puede hablar

como la lámpara eléctrica puede volverse incandescente” (Merleau-Ponty, 1985c: 192),

dicho de otra manera, y parafraseando una sentencia de Walter Benjamin, lo que

reafirmamos es que el mero hecho de existir no significa vivir. Este final muestra que toda

pretendida absolutización lleva a la anulación del otro, siendo que el otro es el criterio

externo para todo progreso.

No puedo hablar para nada decir. Por eso nos perdemos, yo y el poema, en
la tentativa inútil de transcribir relaciones ardientes. ¿A dónde la
conduce esta escritura? A lo negro, a lo estéril, a lo fragmentado. Yo quería
que mis dedos de muñeca penetraran en las teclas. Yo no quería rozar, como
una araña, el teclado. Yo quería hundirme, clavarme, fijarme, petrificarme.
Yo quería entrar en el teclado para entrar adentro de la música para tener una
patria. Pero la música se movía, se apresuraba […] Entonces abandoné la
música y sus traiciones porque la música estaba más arriba o más abajo, pero
no en el centro, en el lugar de la fusión y del encuentro. (Tú que fuiste mi
única patria ¿en dónde buscarte? Tal vez en este poema que voy
escribiendo.) (Pizarnik, 2001: “Piedra fundamental”: 264)

194
La imposibilidad de conocer al otro, la experiencia propia que no va más allá del cuerpo; la

auto-evidencia de la mismidad 123, que arroja la coincidencia del ser y la apariencia dentro

de un silencio expresivo; la finitud evocada por la muerte, y la muerte misma, conforman

“lo invisible” --es decir: la experiencia inefable y lo desconocido. Pizarnik trabaja con esas

experiencias incognoscibles y sus poemas demuestran lo que significa no tener

conocimiento de lo que es la auto-evidencia y de lo que en consecuencia sólo puede ser

experimentado. Se entiende, pues, que cuando el arte responde a aquellas experiencias

ciertamente crea un acceso que las conjura brevemente, pero queda establecido que su

parcial dilucidación, como quiera que sea, permanece siempre restringida a un lenguaje,

más allá o más acá del cual, inútilmente, no hay nada o lo hay todo. Como dice Iser (148),

la ficción generada es así una compensación a la incomprensión e incompetencia de la

mente y el cuerpo frente a ciertos fenómenos de la realidad.

Últimamente, cuando Pizarnik se piensa desde la continuidad demuestra que esa

caprichosa percepción es la más legítima pero que, sin embargo, la continuidad no se deja

atrapar si no es a retazos, más grandes o más cortos, de una forma o de otra. Demuestra

también que al pensarse, uno se piensa a partir de la forma que está más a la mano de

acuerdo al estado anímico presente. Que a eso se subordina la intención, a lo que uno ha

podido hacer de sí con lo que le ha sido dado, a todo lo que pueda hacer con lo que se le ha

dado, según todo lo que haya sido capaz de comprender, según todo lo que constituye el ser

más allá de lo meramente racional. Para ella la mismidad y la muerte marcaron los límites

123
“El contacto absoluto de mí conmigo, la identidad de ser y del aparecer, no pueden plantearse, sino
solamente vivirse más acá de toda afirmación. De una parte y otra tenemos, pues, el mismo silencio y el
mismo vacío. La vivencia del absurdo y la de la evidencia absoluta se implican una a otra y son incluso
indiscernibles. El mundo nada más parece absurdo si una exigencia de conciencia absoluta disocia en cada
momento las significaciones de que abunda, y recíprocamente, esta exigencia viene motivada por el conflicto
de estas significaciones. La evidencia absoluta y el absurdo son equivalentes, no solamente como
afirmaciones filosóficas, sino incluso como experiencias”. (Melrleau-Ponty, 1985d: 310)

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que nos separan de la experiencia imposible y no obstante es intransigente en su creciente

anhelo de tener; su perturbada conciencia no puede, contrario a lo que deseaba, sino borrar

paulatinamente lo único que la aliviaría: borra al otro.

No debe haber lector de Alejandra Pizarnik que se inmiscuya con ella por azar o por

simple epicureísmo. Del enfrentamiento con su poesía ningún lector puede tampoco salir

ileso. Su intrusión exige un compromiso real consigo mismo porque el tema de ella es el

que cada uno sostiene consigo mismo. No digo que uno tenga que ponerse en sus zapatos

para comprenderla o sólo lo digo si ello significa hacerse cargo de sí mismo plantándole

cara a las preocupaciones íntimas. La poesía de Alejandra Pizarnik no nos pide que la

miremos a ella, nos pide que miremos donde ella mira. Nos insta a ser realistas, en suma.

Insistir por eso en la naturaleza del mal que nos rodea, no sólo para tener una visión global

de nuestro asunto sino sobre todo para ensanchar nuestro horizonte, seguirá siendo

imperativo. Es cierto: la estancia en el mundo implica revisar nuestro pasado

constantemente para preservarnos en el futuro pero, contrario al pensamiento común, no es

la conducta la que se busca fortalecer, y ni siquiera lo es el propósito de una mejor

conducta. El sentido de la memoria, en general el sentido de la autoreflexión, es evitar que

la distancia entre lo que soy y lo que pienso que soy sea la mínima. Evitar a la conciencia

ser una avalancha a espaldas nuestras, que el día menos pensado se nos venga encima y nos

aplaste, ese es el sentido.

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