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Literatura y política han mantenido una estrecha relación a lo largo de la historia; ficción y

realidad son como dos caras de la misma moneda. La literatura se ha visto atravesada por la
política y ha intervenido en sus prácticas y lineamientos. Sin embargo, existe una mirada de
enfoque positivista que sostiene que la literatura debe mantenerse separada de otras esferas,
como la política, la economía, entre otras. Como si tuviera que desligarse de lo público y
mantenerse en lo privado; ser solamente arte por el arte. Platón, por ejemplo, veía un poder
subversivo en la literatura “debido a la influencia que tiene sobre las almas”, y por ello se la debe
controlar.

Separar a la literatura de la política es quitarle la posibilidad de ser crítica con la política y


arrebatarle su capacidad de ser escrita en contra del poder hegemónico; es anular su carácter
subversivo y revolucionario, relegándola a un puesto de reproducción del estatus quo y que sea
solamente accesible a las clases altas. En esta línea, me gustaría hablar de la literatura como
arma política.

Primero, debemos entender que las obras literarias son producto del momento histórico que en
el que se producen; literatura y política tienen una relación coyuntural que se fortalecen en
determinados momentos. Los literatos escriben siempre desde su espacio temporal y social, con
miras al pasado o al futuro, pero siempre influidos -de manera consciente o inconsciente- por el
tiempo histórico que están viviendo.

Ernest Hemingway estuvo estrechamente relacionado con la guerra civil española, no solamente
como corresponsal, sino que desempeñó un papel activo en el bando republicano. Su
experiencia da como resultado Por quién doblan las campanas, una obra que reconstruye el
amplio mural de la guerra civil y sus complejidades ideológicas.

En 1949, George Orwell publica 1984, una crítica acérrima al totalitarismo. Orwell vivió entre
1903 y 1950, período en el que se desarrollaron dos guerras mundiales, causadas por la
avanzada expansión del capitalismo a nivel mundial. Este tiempo histórico inspira a Orwell a
escribir, a lo largo de su obra literaria, sobre la clase obrera inglesa, la explotación, la avanzada
del fascismo en Europa y el fortalecimiento de gobiernos absolutistas.

Los ejemplos son innumerables. Esta relación binaria entre literatura y momentos políticos
específicos se presenta desde hace siglos: Dostoyevski, Víctor Hugo, Honoré de Balzac, Stendhal,
Benito Pérez Galdós, Charles Dickens, entre otros, han pasado a la historia por ser los primeros
autores en reflejar en sus obras la sociedad en la que vivieron.

Ahora bien, la literatura no puede ni debe quedarse como un simple espejo de la realidad, o ser
solamente un eje crítico de la política, sino que la literatura debe ser política en sí.

Su papel como arma política es entendido en tanto que se ejerce como un instrumento de
reactivación de la conciencia popular y mantenimiento de la memoria colectiva. Cuenta con
tener un lenguaje propio que muta, se transforma y transgrede; pudiendo ser a la vez sencillo y
entendible a un mayor número de personas. A diferencia del lenguaje académico, que es
manejado y dirigido a un grupo en específico. Pero toda la teoría producida en la academia es
traducible a la literatura.

¿O acaso es estrictamente necesario entender conceptos como control de masas, poder


hegemónico, tecnología reproductiva y fordismo antes de comenzar la lectura de “Un mundo
feliz”? Quizá hacerlo contribuya a una mejor comprensión del texto, pero no es absolutamente
necesaria para entender lo que Aldous Huxley intenta transmitir, para grabar en la conciencia
aquellas advertencias sobre la sociedad moderna que plantea.

La literatura es también un arma política al abrir espacios de voces que han sido históricamente
calladas, marginadas y oprimidas; mujeres, personas de clases sociales bajas y privadas de la
libertad. La apertura de espacios para voces disidentes es fundamental para una comprensión
íntegra del todo social. La violencia de género se entiende mejor desde la voz de una mujer
maltratada. La pobreza se muestra con toda su inclemencia contada desde las voces que están
ahí abajo, en las periferias de la sociedad; más si son contadas por niños, como en e libro
“Lágrimas de ángeles” de Edna Iturralde.

Además, la apertura de la producción literaria -y en general, cultural- desde los márgenes de la


sociedad es una manera de romper con la cultura de clase. “La organización de Partido y la
literatura del Partido” fue ideada por Lenin como un medio por el cual la masa del proletariado
pudiera tener mayor acceso y comprender de mejor manera la literatura. Trotski, por su parte,
defendía la idea de que el proletariado debía tener la posibilidad de producir su propio arte, ya
que este espacio les fue negado durante siglos por las clases dominantes. Aunque difieran en
ciertos aspectos, ambas idas apuntaban a lo mismo: combatir la cultura de clase.

El poder y la influencia que tiene la literatura como arma política y medio politizador debe ser
accesible a todos los componentes de la sociedad que necesiten de un medio para visibilizar la
desigualdad, las contradicciones sociales, el abuso, la explotación, la injusticia social. La escritura
tiene un poder transformador que debe estar en manos de todos, tanto autores como lectores,
presente en todas las capas sociales.

Me gustaría cerrar con una frase de Sartre: “Escribir es descubrir un aspecto del mundo, con la
posibilidad de transformarlo”. Si desde nuestro lugar en el mundo no asumimos una posición
política frente a la anomia presente en nuestro momento histórico, sin no nos prestamos a
escuchar a las voces que surgen, si no abrimos este tipo de espacios de diálogo en un tiempo
que obligatoriamente debe ser politizado en todos sus aspectos, entonces ¿para qué estamos
aquí? ¿qué sentido más significativo podría darse a la literatura, que ser una fuerza
transformadora del mundo?

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