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Introducción.
En principio es preciso señalar que lo que se entiende por ciudadanía y por
ciudadano ha variado a través de la historia y entre las distintas formaciones
sociales, puesto que se trata de un concepto que se encuentra relacionado a las
distintas formas de organización humana, y las mismas, se van transformando a lo
largo del tiempo.
Este es un aspecto central para analizar, ya que nos permite entrever que aquello
que pareciera ser un concepto único, por el contrario tiene variados significados,
por lo cual es preciso desentrañarlo para cada tiempo y lugar determinado. Es
decir, que la ciudadanía es una construcción histórico-social, y si pretendemos
conocer de qué se trata la ciudadanía deberemos enfocarnos en una sociedad
determinada y estudiar cuáles son las concepciones o sentidos dominantes que se
sostienen acerca de la misma, y cuáles son las prácticas que responden a éstas
concepciones (Parissé, 2010).
Desde esta reflexión, podemos interpretar, que el mismo Aristóteles ya nos
señalaba en su libro “Política” la variabilidad de este concepto al afirmar: ‘’Pues a
menudo se discute sobre el ciudadano y en efecto no todos están de acuerdo en
quién es ciudadano. El que es ciudadano en una democracia con frecuencia no es
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ciudadano en una oligarquía’’ (Aristoteles, 2007). De allí que para este autor
resultara tan importante estudiar distintos regímenes políticos tanto ideales como
existentes.
En este sentido podemos hablar, incluso, de un progreso que se ha ido
encaminando, en etapas ya muy cercanas, hacia una “ciudadanía universal” que
trasciende diferencias nacionales, religiosas o culturales. De sociedades
identitarias y excluyentes, hemos pasado, principalmente en el ámbito de las
democracias occidentales (sólo una tercera parte de los países son sistemas
democráticos), a sociedades plurales y multiculturales en las que priman
identidades sociales múltiples. También, de un tipo de ciudadanía vertical hemos
pasado a uno horizontal, en el que las identidades no se heredan
automáticamente, sino que se articulan individualmente de un modo reflexivo
(Horrach, 2009).
Desde la decadencia del imperio romano, y hasta el surgimiento del capitalismo y
la Revolución Francesa, la ciudadanía como categoría política, va a perder fuerza.
Excede a este trabajo el análisis acerca de la ciudadanía en ésta etapa,
especialmente porque intervienen varios aspectos que hacen compleja la cuestión,
tales como si se puede o no sostener que en esta etapa haya existido alguna
forma de ciudadanía, sin embargo podemos señalar a grosso modo, que bajo la
forma de organización económica y social feudal, y la forma de gobierno
monárquica, que se extendieron en este período en occidente, va a desaparecer la
idea de ciudadanía y de ciudadano, y va a ser reemplazada por otras ideas
ordenadoras de la comunidad como son las relaciones entre señor y vasallo
(Parissé, 2010).
A partir de esta reflexión, de la cual se desprende que, desde la edad media las
concepciones de ciudadano como de ciudadanía se restringen y se remplazan, ya
en el siglo XVIII este ideal comienza a cobrar relevancia, nuestra pregunta de
investigación apunta a eso, el del ¿Porqué fue tan importante el ciudadano
durante la época de las revoluciones y qué cambios trajo consigo? Además, ¿Qué
hizo posible la refundación de esta concepción en la modernidad? Estos son
nuestros fundamentos claves para este ensayo.
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En un principio.
Los primeros pensadores de la Historia de nuestra civilización Occidental que se
ocuparon extensamente de la educación ético-cívica fueron Platón y Aristóteles en
el contexto de las antiguas ciudades griegas de los siglos V y IV a.C., donde
sistematizaron la idea de ciudadano y anticiparon el concepto de persona. A ellos
siguieron las escuelas helenísticas, llamadas así porque procedían también de
maestros griegos. Con anterioridad a todos ellos contamos con el testimonio que
se nos ha dado de Sócrates, el ciudadano ejemplar, que quiso encontrar
definiciones universales para todas aquellas cualidades que debería poseer el
buen ciudadano (INTEF, 2011)
Hasta épocas bastante recientes no encontramos en absoluto que el tema de la
ciudadanía haya tenido una importancia tan decisiva. Tras Grecia y Roma,
ámbitos en los que la ciudadanía estructuraba fuertemente de una o de otra
manera la vida cotidiana, en el mundo medieval prácticamente desaparece. La
caída del Imperio Romano acabó en la práctica con la ciudadanía, pues la
autocracia bizantina no le dio margen de maniobra; también, los pueblos bárbaros
que conquistaron Europa se romanizaron progresivamente y adoptaron la fe
cristiana. Al abandono de la ciudadanía corresponde el olvido de la idea de
democracia, que, tras el experimento griego, es sustituida por otros modelos
políticos menos igualitarios. A pesar de ello, la idea esencial de ciudadanía nunca
pudo ser erradicada y permaneció hasta que, ya en épocas más recientes, fue
redimensionada y puesta de nuevo en funcionamiento teórico y práctico (Horrach,
2009).
A finales de la Edad Media, en el norte de Italia se organizaron una serie de
ciudades-estado independientes, desvinculadas de los Estados pontificios y de los
modelos caciquiles reinantes, que llegaron a adoptar regímenes republicanos.
Nacieron de esta manera las repúblicas de Florencia, Venecia, Pisa, Génova,
Milán, Bolonia, Siena, etc., que contaban con autoridad propia tanto política como
judicial, y que también prosperaron a varios niveles durante siglos; florecieron las
artes, las letras, el comercio, etc. Prueba de su importancia es que, poco después,
surgió en sus dominios nada menos que el Renacimiento. En cada caso se
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seguían criterios diferentes para conceder el estatus de ciudadanía, pero una
condición se repetía en la mayoría: la de poseer alguna propiedad en la ciudad
correspondiente. Esto permitía que cualquier persona no nacida en la ciudad
pudiera convertirse en ciudadano adquiriendo alguna propiedad. El modelo político
era, más o menos, de democracia directa, pues los ciudadanos tenían la
posibilidad de elegir a los miembros de las asambleas y de los consejos que
estructuraban el Estado (Horrach, 2009) (Heater, 2007).
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obediencia’’ (Bodín 1966). En realidad, para Bodín es precisamente la relación
entre el súbdito y el soberano la que convierte al primero en ciudadano, es decir:
‘’No son los privilegios los que hacen al ciudadano, sino la obligación mutua que
se establece entre el soberano y el súbdito, al cual, por la fe y obediencia que de
él recibe, le debe justicia, consejo, consuelo, ayuda y protección’’ (Bodín 1966).
Es importante resaltar lo crucial de esta conexión. Estamos muy lejos del
concepto aristotélico de ciudadanía, algo que Bodín refleja de forma bastante
explícita, lejos de ambigüedades: ‘’Error sumo es afirmar que sólo es ciudadano el
que tiene acceso a las magistraturas y voz deliberante en las asambleas del
pueblo [...] Ésta es la definición de ciudadano que nos da Aristóteles [...] Los
privilegios no determinan que el súbdito sea mas o menos ciudadano’’ (Bodín
1966).
La tercera consideración apuntada por Bodín es la fuerza y valor de cohesión de la
ciudadanía: ‘’De varios ciudadanos [...] se forma una república [...] aunque difieran
en leyes, en lenguas, en costumbres, en religión y en raza’’ (Bodín, 1966).
Hobbes en cambio, insistía incluso mucho más que Bodín, en recuperar el
principio de soberanía (Heater, 2007). En su opinión, sin un gobierno absoluto bien
afianzado, preferiblemente un rey, sobrevendría la anarquía, una situación en la
que la vida del hombre volvería a ser la sufrida en el estado de la naturaleza que
recoge en su Leviatán: ‘’solitario, pobre, nauseabundo, bruto y bajo. La función del
ciudadano es, por tanto, la de obedecer, cada ciudadano ha sometido su voluntad
a quien tiene el mando [...] de tal modo que ya no puede emplear su fuerza contra
él’’ (Hobbes, 2000), para obsequiarnos, finalmente, con la siguiente afirmación:
‘’Cada ciudadano [...] se llama súbdito de aquel que tiene el mando principal‘’
(Hobbes, 2000). Es decir, para Hobbes la ciudadanía no es más que una palabra.
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diferenciarán de la ciudadanía antigua, en la que los derechos eran reservados a
los ciudadanos, y no todos los hombres eran ciudadanos.
El primero fue la edificación del Estado, la separación de las instituciones políticas
y de la sociedad civil en el interior de territorios más vastos, con una población
mucho más numerosa que la de las repúblicas antiguas. Recuérdese que en la
Atenas de los siglos V y IV antes de Cristo el número de ciudadanos oscilaba
entre 60.000 y 30.000.
El segundo problema fue el régimen de gobierno. El ideal republicano retomado
por el Renacimiento es inseparable de la isonomía y de la igualdad. Este ideal sólo
se realiza en gobiernos democráticos o en gobiernos mixtos donde existe un cierto
arreglo entre la aristocracia y la democracia, como ocurrió en las ciudades griegas
y romanas. Sin embargo, el ideal republicano de la Modernidad fue retomado en
medio de sociedades que en su mayoría poseían gobiernos monárquicos y
aristocráticos.
El tercer problema es que la sociedad pagana, politeísta y esclavista de la
Antigüedad nunca inscribió al Hombre en el derecho: los derechos humanos son
inexistentes. La esclavitud es incompatible con los principios cristianos de la
dignidad e igualdad de los hombres ante Dios y con los derechos del hombre que
surgieron en el siglo XVIII a impulsos de las Revoluciones Americana y Francesa.
Estas tres cuestiones, la del Estado, la del Gobierno y la del Hombre, van a
obligar a los modernos a redefinir la ciudadanía (Herzog y otros, 1995 en Vieira,
2000). Ante la incompatibilidad de principios entre la monarquía absoluta y la
ciudadanía, la idea republicana de ciudadanía se inspiró en la democracia griega y
en la república romana, buscando la libertad civil de los antiguos: libertad de
opinión, de asociación, y también de decisión política.
Si en Roma el esclavo es el hombre sin derechos en oposición al ciudadano, en la
República Moderna los derechos civiles se les reconocen a todos, son derechos
naturales y sagrados del hombre.
De conformidad con lo consagrado en la Declaración de Derechos del Hombre de
la Revolución Francesa, todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y
derechos. De ahí irradiaron las libertades civiles de conciencia, de expresión, de
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opinión y de asociación, así como el derecho a la igualdad y el derecho a la
propiedad que está en la base de la moderna economía de mercado (Vieira,
2000).
La Revolución Americana.
La revolución americana se diferencia de la francesa, entre otros motivos, en que
se creaba un nuevo Estado, los Estados Unidos de América, donde se pasó de ser
súbdito británico a ciudadano estadounidense. Las trece colonias americanas que
habían pertenecido al Imperio Británico se independizaron, primero con la
Declaración de Independencia de 1776, y después con la ratificación de la
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Constitución (1789) (Horrach, 2009). Sin embargo, todos los estados se unieron
bajo un mismo acto: la puesta en cuestión de la soberanía británica, de cuyo
Parlamento en Westminster no formaba parte ningún americano. De esta manera,
los nuevos ciudadanos estadounidenses, conscientes de este déficit de
representatividad, nacían con una importante conciencia política y eso fue
aumentando en el futuro inmediato. Los trece estados aprobaron, al margen de la
Constitución, sus propios tratados, en los que se daba una decisiva importancia al
tema de los derechos. En este sentido, la cuestión se trataba a mayor profundidad
que en la Declaración de Derechos nacional, que se aprobó en el año 1791. El
sujeto del que emanaban los derechos no era el Estado, sino el Creador. En esta
lista de derechos se hacía hincapié en la libertad de expresión (de palabra e
imprenta), indispensable para el funcionamiento de una sociedad emancipada en
la que las antiguas jerarquías pretendían ser superadas. Sin embargo, hay uno
que no aparece: el derecho al voto. El sufragio, singular en cada colonia, estaba
unido a la propiedad privada en todos los casos (Heater, 2007).
Podemos agregar que esta revolución estuvo muy influenciada por el italiano
Maquiavelo, del cual se adoptó su posicionamiento ético sobre la naturaleza
humana, muy realista, lo que implicó que la Revolución americana fuera menos
idealista que la Francesa, y, por ello, de aplicabilidad más efectiva. Por ejemplo, se
consideraban de forma más positiva los intereses particulares de cada individuo,
en perjuicio de un interés general maximalista; el gobierno, en consecuencia, no
ostentaría tanto la función de expresar la voluntad común (coartando en
consecuencia la que no se ajustara a ese fin general) como de mediar en el
conjunto diverso de los intereses.
La Revolución Francesa.
La Revolución Americana suscitó un gran impacto en tierras europeas, sobre todo
en Francia. En cierta forma pudo funcionar como desencadenante de dinámicas
que ya se habían impuesto en el “viejo continente”.
En el caso de la Revolución francesa se toma como eje estructural del modelo
político la soberanía popular, es decir, que se hace más hincapié que en el caso
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americano (más encaminado a la representatividad) en lo que respecta al ejercicio
directo de la democracia. Una serie de derechos que se promulgaron a través de
la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) son: derechos
civiles como la igualdad ante la ley, el fin del sistema de detenciones
discrecionales o la libertad de expresión. Se trataban también las defensas que
tenía el ciudadano ante el sistema judicial, además de la forma en que podía
perderse la condición de ciudadanía. La formulación de los derechos políticos, sin
embargo, fue mucho más controvertida. Una medida importante la encontramos
en la decisión tomada por la Asamblea Nacional, en el año 1790, según la cual se
eliminaban totalmente los diferentes títulos de rango social. De esta manera, todo
el mundo pasaba a ser un ciudadano al menos en la teoría. También, las minorías
religiosas más destacadas, como es el caso de los hugonotes, obtuvieron algunos
derechos civiles. Aunque no poseían derechos de tipo político, se discutió sobre la
conveniencia de concedérselos a tres colectivos más: judíos, esclavos y mujeres.
Con la intención de fomentar entre la población un sentimiento de unidad (Heater,
2007).
Conclusión.
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Bibliografía
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