Sunteți pe pagina 1din 148

Colección

“Espiritualidad y pensamiento”
Dirigida por Enzo Maqueira

es editado por
EDICIONES LEA S.A.
Av. Dorrego 330 C1414CJQ
Ciudad de Buenos Aires, Argentina.
E-mail: info@edicioneslea.com
Web: www.edicioneslea.com
ISBN 978-987-718-365-8
Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723.
Prohibida su reproducción total o parcial, así como
su almacenamiento electrónico o mecánico.
Todos los derechos reservados.
© 2016 Ediciones Lea S.A.

2
Friedrich Nietzsche

3
El Origen
de la Tragedia
Helenismo y Pesimismo

Introducción, edición y notas por Luis Benítez

4
Introducción

El Origen de la Tragedia. Pesimismo y Helenismo, constituye una de las primeras


obras de Friedrich Nietzsche y como tal, prefigura todo el desarrollo posterior de su
filosofía.
Cabe acotar que, en su primera versión –publicada en diciembre de 1871 en Leipzig,
Alemania, por el editor E. W. Fritzschel– tenía por título Die Geburt der Tragödie aus
dem Geiste der Musik, esto es: “El origen de la tragedia en el espíritu de la música” y
abarcaba la “Dedicatoria a Richard Wagner” y las 25 secciones siguientes; en la edición
de 1886 se agrega el “Intento de autocrítica”, donde Nietzsche hace hincapié en la
naturaleza aún no madura e impulsiva de la versión anterior, cambiando el título de la
obra por Die Geburt der Tragödie, Oder: Griechentum und Pessimismus, o sea: “El
Origen de la Tragedia. Helenismo y Pesimismo”, que es la versión aquí presentada.
En líneas generales, el volumen se refiere al nacimiento de la tragedia griega,
analizando los principios de la estética que produjeron su surgimiento y asimismo las
razones por las que se extinguió. La idea central que recorre esta temprana obra de
Nietzsche es que dos corrientes fundamentales rigen la creación artística; ellas son la
denominada dionisíaca y la apolínea. Para el filósofo alemán, ambas líneas estéticas se
encuentran en pugna permanente a partir de la victoria del racionalismo impulsado por
Eurípides y Sócrates, cuando en la tragedia griega antigua se hallaban en una relación
complementaria.
Para los criterios helénicos, Apolo era la representación simbólica de lo luminoso, la
armonía, lo normativo, el orden, el equilibrio, la moderación, lo proporcionado y lo
racional. En tanto que Dionisos implicaba el símbolo mismo de lo desenfrenado, lo
excesivo, lo desproporcionado, la pasión, las energías primigenias, el desorden y lo
irracional.
Siempre siguiendo a nuestro autor, el máximo valor de la tragedia griega antigua
estribaría justamente en que la representación que hacía de la realidad tomaba en cuenta
estas dos fuerzas enfrentadas como actuantes en simultáneo –no podemos menos que
recordar los principios de la filosofía china, acerca del Ying y el Yang, comparables
respectivamente al Dionisos y el Apolo griegos– como porciones iguales de una misma
realidad. Cuando –según Nietzsche– se produce la decadencia paulatina de la concepción
clásica en la cultura griega, en un proceso que va desde las obras de Eurípides hasta los
postulados platónicos, atravesando las doctrinas socráticas, es lo apolíneo lo que termina
imponiéndose, no como un equilibrio, sin duda, sino como justamente lo opuesto: un
desequilibrio ocasionado por la preeminencia de lo racional, lo normativo, que implica la
aniquilación de las fuerza creadora primitiva e irracional que tenía a Dionisos como
símbolo. Todos los valores que hemos construido en Occidente se basarían entonces en
este sojuzgamiento de una de las nombradas fuerzas ante la otra.
Esta temprana concepción de Nietzsche empapará luego todo el desarrollo de su

5
pensamiento filosófico, complejizándose, pero constituyendo siempre el meollo y el
punto de partida de todas sus doctrinas.

La obra
Abordar una obra tan compleja y rica como la filosofía acuñada por el alemán Friedrich
Nietzsche implica sumergirnos en un universo conceptual tan vasto como atrayente. Pese
a que el sabio se abocó durante toda su atormentada vida a los temas fundamentales de
esta disciplina del pensamiento, con un rigor y una valentía ejemplares, no por ello su
estilo deja de ser cautivante y dotado de un vigor que el lector, aun el no especializado,
sabrá agradecer. Aspectos tan complejos como los abordados por Nietzsche se revelan
bajo su pluma como poseedores de un magnetismo singular, y en muchas ocasiones, el
lector se asombrará tanto del rigor empleado por el autor para enfocar los temas, como de
la altura –francamente poética en numerosas oportunidades– con que Nietzsche los
desglosa. A ello se une –y por esa razón la referencia a la “valentía” ejemplar de la que
hizo gala, título tras título– que este autor no dudó jamás en arrostrar las críticas más
ácidas y hasta el vituperio más encendido con los que sectores de sus colegas
respondieron, en su momento, a sus formulaciones filosóficas. Es que la era en que
Nietzsche vivió, convulsionada tanto en lo político como en lo social, lo cultural y lo
económico, fue una era de crisis, palabra que en griego significa cambio; como bien
sabemos, todo cambio implica sacrificios y padecimientos, sin que se tenga la seguridad
absoluta de que el resultado de esa crisis, de esos cambios, sea mejor que aquello que se
deja atrás.
Nietzsche fue, desde luego, uno de los grandes impulsores de dichos cambios, a
sabiendas de que podía pagar un alto precio por aquella actitud. Indomable, vigoroso y
profundo, tres definiciones posibles y conjugadas de su genio filosófico, el hombre que
gestó esta obra nunca retrocedió, jamás dudó, ni cuando los prejuicios propios de su
tiempo se alzaron contra él ni cuando la propia fragilidad de su salud se hizo sentir.
Nietzsche era absolutamente consciente de la importancia de lo que revelaba y si el precio
fue alto, la recompensa intelectual por arrostrar aquellos riesgos también lo fue.
Para entender el aporte de su obra, debemos hacer un poco de historia, historia del
pensamiento humano.
Se mencionó y repitió antes, con toda razón, que los mayores pensadores del siglo XIX
fueron quienes establecieron la imagen de la realidad que tendría la humanidad del siglo
XX.
Fueron esas altas personalidades las que completaron la labor iniciada, centurias antes,
particularmente por Nicolás Copérnico (aunque en base a las teorías heliocéntricas de
Aristarco de Samos) y Galileo Galilei, quienes nos brindaron una comprensión del
universo por completo distinta de la anterior, regida por las creencias religiosas y la
tradición. A un universo que giraba en torno de nuestro planeta, la llamada Revolución
Científica de los siglos XVI y XVII (sumemos a los científicos ya señalados, los nombres
de Johannes Kepler, Tycho Brahe e Isaac Newton) lo reemplazó por uno más acorde a lo
real, donde la Tierra –y consecuentemente, el conjunto de nuestra civilización, historia y

6
aun la imagen que tenemos de nosotros mismos– es apenas un elemento más del todo, de
mucha mayor complejidad que lo imaginado por los mitos y las creencias anteriores.
Comenzaba así la lenta pero no pausada demolición de cuanto había sido hasta
entonces la imago mundi –la imagen del mundo– sostenida por la humanidad, regida por
un dios todopoderoso y omnisciente, en sus variadas versiones, como garantía de un
orden inmutable, no dinámico, estático, acorde con el orden social establecido desde la
caída del Imperio Romano, el establecimiento del feudalismo y el advenimiento del
cristianismo como religión mayoritaria del Occidente conocido.
Frente a ese orden se alzaron las obras de los que continuaron la transformación de lo
establecido, en los diversos matices que tiene una imago mundi: la imagen que el hombre
tiene de sí mismo, es la fundamental y la primera afectada por toda modificación de tipo
religioso, científico, social, económico, cultural. A esta tarea se abocaron autores como
Sigmund Freud, Karl Marx, Charles Darwin, por citar solamente las figuras principales;
sus continuadores se aplicarían a los detalles.
Con Charles Darwin y su teoría de la evolución, el origen mítico de lo humano voló en
pedazos: somos animales superiores, la cumbre de la evolución de las especies (al menos,
por ahora), pero nuestro origen se entronca con el mismo que tuvieron los simios. El
hombre ha dejado de ser una suerte de nexo entre lo natural y lo sobrenatural, para ser
simplemente un grado más de lo primero.
Con Karl Marx se revela una interpretación muy diferente de la religión, la historia, la
economía, la filosofía y la relación entre los hombres, criaturas sociales por excelencia.
Karl Marx nos habla de un universo social regido por las relaciones de producción, donde
las variadas creencias e ideologías son apenas excusas –de mayor o menor efectividad,
según la época en que se empleen– para justificar cierto orden y cierto convencimiento
masivo de la conveniencia de mantener dicho orden.
Con Sigmund Freud, se revela la naturaleza humana como no dirigida exclusivamente
por ese bien tan preciado desde los orígenes del pensamiento griego, la razón; el hombre
resulta ser un animal sometido a sus pulsiones e instintos no desaparecidos, sino tan
vigentes como hace cientos de miles de años. A pesar del ligero barniz de la civilización,
esa criatura indomable que en el fondo somos todos siempre está lista para ocupar el
primer plano a la primera oportunidad y, además, esa naturaleza “salvaje” se pronuncia
inclusive detrás de nuestras supuestas decisiones más racionales, por obra y gracia del
inconsciente.
Desde luego, estamos resumiendo aquí muy groseramente obras extraordinarias,
complejas e imprescindibles para comprender el origen del siglo XX y cómo se ha
desarrollado la cultura hasta llegar a nuestros días, pero resulta obvio que solamente
describirlas en mayor profundidad requeriría varios volúmenes como éste.
Y el sentido de este libro es otro: introducirnos en una de las obras mayores que nos ha
legado un pensador, Friedrich Wilhelm Nietzsche, que si bien no alcanza la estatura de
los antes referidos, también fue una pieza importantísima en la transformación del
hombre de comienzos del siglo XIX en aquel que ahora somos.
Para ello, primeramente debemos saber más sobre su autor.

7
El hombre
El autor nació en Röcken, población cercana a Leipzig, Alemania, el 15 de octubre de
1844, y falleció en Weimar el 25 de agosto de 1900. Fue hijo de un pastor luterano que se
desempeñó como preceptor privado en el ducado alemán de Sajonia-Altenburgo, en
Turingia, quien falleció cuando su hijo tenía apenas cinco años. La educación del joven
Nietzsche se concretó primeramente en un prestigioso instituto privado, la escuela Pforta,
para luego pasar a estudiar, en 1854, al Domgymnasium de Naumburgo. Dadas sus
demostradas cualidades musicales y literarias, fue admitido en la Schulpforta, donde
concurrió hasta 1864. En Schulpforta, Nietzsche se especializó en los clásicos griegos y
romanos. Ya graduado, en 1864, Nietzsche dio comienzo a sus estudios teológicos en la
Universidad de Bonn, que abandonó prontamente para consagrarse a la filología clásica
en la misma institución universitaria. Un año después se introdujo en el estudio de los
textos de Arthur Schopenhauer, que junto con los de Friedrich Albert Lange definieron su
interés por la filosofía.
A partir de 1869 y durante una década se consagró a la enseñanza de la filología clásica
en la Universidad de Basilea, pues ese mismo año obtuvo su doctorado por la Universidad
de Leipzig. En 1872 publicó su primer libro, El nacimiento de la tragedia en el espíritu
de la música, sin lograr mayor eco entre sus colegas e inclusive recibiendo algunas
críticas ciertamente muy enconadas.
Entre 1873 y 1876, Nietzsche publicó sus ensayos David Strauss: El confesor y el
escritor, Sobre el uso y el abuso vital de la historia, Schopenhauer como educador y
Richard Wagner en Bayreuth. En el conjunto de estas obras se evidencia su crítica a la
cultura alemana de su tiempo, mientras que el aislamiento gradual que sufría entre sus
colegas universitarios se volvía más pronunciado.
En 1879, por razones de salud, debió dejar sus tareas académicas. Su estado de
debilidad y la serie de patologías que lo aquejaban lo llevaron a la inactividad laboral,
obligándolo a descansar y tomarse vacaciones, que cada período se volvían más extensas.
Impelido a buscar climas más moderados por su descalabrada salud, viajó con frecuencia
y se convirtió en autor independiente, residiendo por temporadas en Suiza, Italia y
Francia. Su precario modo de vida apenas estaba sostenido por una exigua pensión como
profesor universitario, más las ocasionales donaciones que le hacían sus pocos amigos.
Empero, este período de su existencia es el de mayor producción intelectual: en 1878
publicaría Humano, excesivamente humano; luego vendrían, entre otros: El caminante y
su sombra (1880); Aurora. Reflexiones sobre los prejuicios morales (1881); La ciencia
jovial. La gaya ciencia (1882); Así habló Zaratustra. Un libro para todos y para ninguno
(1883-1885); Más allá del bien y del mal (anticipo de una filosofía futura) (1886); La
genealogía de la moral. Un escrito polémico (1887); El Anticristo. Maldición sobre el
cristianismo (1888); El caso Wagner. Un problema para los amantes de la música
(1888); Ditirambos de Dioniso (1888–1889); El crepúsculo de los ídolos, cómo se
filosofa con el martillo (1889); Nietzsche contra Wagner. Documentos de un psicólogo
(1889) y Ecce homo. Cómo se llega a ser lo que se es (1889).
A la edad de 44 años sufrió un colapso y fue detenido en Turín, en medio de un

8
desorden público que él provocó. Tras este episodio se hicieron más y más evidentes los
síntomas de su demencia, por lo que fue internado en una clínica psiquiátrica de Basilea
primeramente y en una de Jena después, de donde lo sacó su madre en marzo de 1890
para albergarlo en su casa de Naumburgo. Tras la muerte de su madre, siete años después,
pasó a residir en Weimar, bajo el cuidado de su hermana Elizabeth. El 25 de agosto de
1900 Nietzsche falleció a consecuencia de una neumonía, siendo inhumado en la iglesia
de Röcken.
En la obra de nuestro autor el centro del mundo es, precisamente, el hombre mismo, y a
su perfeccionamiento posible se dirige el autor, a través de su célebre postulado del logro
de aquello que él denomina el “superhombre”.
Esta instancia de superación de lo humano, tal cual había sido entendido hasta
entonces, es avizorada por Nietzsche no como una consecuencia lógica de la evolución
social y psicológica de la humanidad, sino como un imperativo de la conciencia que, al
ser materia consciente de sí misma, forzosamente debe proponerse superarse, alcanzar un
plus ultra al que lo impulsa su misma condición de ser. El ser es ser consciente –en
Nietzsche, consciente también de las fuerzas pulsionales que lo animan como una energía
pura y determinada a expresarse; en nada se emparenta este criterio con los sustentados
por el racionalismo, que pretendía hacer de la conciencia exclusivamente una cumbre
omnímoda de la razón– , y por esa misma conciencia es que comprende que puede ir más
allá de sus límites y alcanzar, por el ejercicio de su misma voluntad puesta en acción –ya
no como idea, sino como praxis de la idea–, su cenit factible. Es decir, que el hombre
superior –al que tanto alude el autor en este volumen– si bien alcanza por diferentes
caminos esa superioridad, no es el último e incompleto paso de lo posible para lo
humano. Queda una instancia siguiente, que Nietzsche define –o más bien, insinúa y
alude, el viejo método de toda poética para “nombrar” lo que es innombrable es la
apelación a la alusión y la elusión– como el “superhombre”.
El hombre que alcanzó un nivel superior –y según la escala de valores expresada en la
presente obra, todavía “imperfecto”– no sólo puede superar esa etapa de su progresión,
sino que, fundamentalmente en la filosofía nietzscheana, “debe” alcanzar la etapa
siguiente, esa alusión del superhombre que se hace todavía más presente en la cuarta y
última parte de la obra.
Este sentido del “deber ser” nietzscheano se articula con la idea de voluntad –entendida
como voluntad creadora y autotransformadora– formando un solo camino que conduce al
superhombre. Para la conciencia del hombre superior, que reina en el mundo de las ideas,
la comprensión de sí misma no puede menos que desembocar en el ejercicio de la
voluntad capacitada para modificarla, para metamorfosear la conciencia que le da,
simultáneamente, origen y combustible a la voluntad, operando entonces una suerte de
alquimia que transforma conciencia y voluntad al mismo tiempo, esto es, al hombre
mismo, en superhombre.
Si bien esta idea de Nietzsche no es una creación original, pues subyace en buena parte
de lo concebido antes –parcialmente esbozada, desde luego, pero singularmente presente
en las doctrinas de Arthur Schopenhauer, por ejemplo– es recién con su aporte
fundamental que queda delineada nítidamente ante el intelecto y no asombrará, entonces,

9
saber qué poderoso influjo tuvo en varias disciplinas humanísticas y hasta científicas, tras
ser formulada por su autor.
Por dar apenas unos apretados ejemplos de esta influencia fundamental entre los
filósofos, los pensadores científicos, los artistas, los literatos y aun los lectores
generalistas que tuvo y tiene esta obra, en el campo de la filosofía alemana podemos
evocar a Martin Buber, pero también a existencialistas como Karl Theodor Jaspers y,
fundamentalmente, a Martin Heidegger, quien se consagró intensamente a la lectura de la
obra nietzscheana muy tempranamente, en los años 30, y le dedicó numerosos escritos,
entre los que se destaca el titulado simplemente Nietzsche, editado en 1961.
En el campo de la literatura, Albert Camus, el autor de El Extranjero difícilmente
puede ser separado de una gran concepción nietzcheana en lo mejor de su obra y es
notorio que Jean-Paul Charles Aymard Sartre –la primera espada del existencialismo
francés– le debe al gran filósofo alemán, entre otras concepciones que él desarrollaría de
manera propia, la base para concebir su primera obra editada, la novela filosófica La
Náusea (1938), si bien muchos creen que proviene de Nietzsche pero mediatizada por las
lecturas sartreanas de Heidegger. Empero, será en una de sus obras capitales, El Ser y la
Nada, publicada en 1943, donde se hará todavía más fuertemente transparente la base
nietzscheana de muchos aspectos de la filosofía existencialista de Sartre; principalmente,
en este texto, cuando el autor francés destaca la capacidad del individuo para rebelarse
abiertamente contra las normas y los reglamentos sociales y crear sus propias leyes de
libre pensamiento, a fin de elaborar él mismo los atributos de significado asignados a
cada parte de la realidad general y hasta la propia y particular. Constituyéndose la
conciencia del individuo sartreano en el único arbitrio posible y necesario del significado
de lo real, se vuelve conciencia de sí misma y coloca la libertad como objetivo primordial
de su autorrealización, señalando así un parentesco llamativo con los lineamientos de la
obra de Nietzsche, aunque el filósofo y escritor francés derivará el logro de la libertad del
ejercicio de la voluntad actuando sobre la transformación del mundo y Nietzsche hace
hincapié en la perentoria necesidad de enfocar esa energía transformadora sobre el
individuo mismo.
Por otra parte, en el campo de la psicología buena parte de la obra de Sigmund Freud,
dedicada a definir las características psíquicas, posee una impronta nietzscheana (el padre
del psicoanálisis, al igual que Martin Heidegger, fue un gran lector de los textos de
Nietzsche desde la juventud más temprana). En principio, la crítica freudiana al
racionalismo dogmático –uno de los puntos de partida de la formulación de la existencia
del inconsciente, nada más ni nada menos– y su sospecha de la presencia de un “ello” que
le impone al “yo” su poder indomable, deriva de las nociones de Nietzsche respecto de la
genuina naturaleza humana como un complejo conjunto de fuerzas irracionales e
incontrolables...
De hecho, también el rebelde discípulo de Freud, el psiquiatra Carl Gustav Jung, ha
abrevado más de una vez en aguas nietzscheanas para explicar y concebir los fenómenos
psíquicos de los que se ocupa su obra.
Lejos de haberse apagado el interés por la obra de Nietzsche, parece resurgir edición
tras edición y esta nueva versión que aquí presentamos es la mejor demostración de

10
cuanto hemos dicho.
Luis Benítez

11
El Origen
de la Tragedia
Helenismo y Pesimismo

12
Intento de autocrítica

1
Sea lo que sea aquello que constituye el basamento de este texto cuestionable, debe
haber sido en su momento un tema de primer nivel y supremo interés, amén de
hondamente personal. Lo manifiesta claramente el momento en que se originó: un
período tan estimulante como lo fue el correspondiente al desarrollo de la contienda entre
Francia y Alemania, entre 1870 y 1871. Al tiempo que el estruendo del enfrentamiento en
Wörth se extendía por toda Europa, el individuo dado a la meditación y atento a los
dilemas que fue padre de este volumen se hallaba en alguna parte de los Alpes, por
completo enfrascado en sus meditaciones y problemas. Por ende, se encontraba sujeto a la
preocupación y asimismo despreocupado; expresaba sus criterios acerca de los griegos,
médula del raro libro, de tan ardua comprensión, al que estará destinado este demorado
texto, sea como prólogo o en calidad de epílogo. Semanas después, asimismo, ese hombre
se hallaba bajo los paredones de Metz, todavía no liberado de las preguntas que había
ubicado en la misma plaza que el supuesto “optimismo” helénico; en el mismo sitio que
el arte griego. Finalmente, en ese momento de profunda tensión –cuando se negociaba la
paz en Versalles– el sujeto en cuestión alcanzó a pactar la paz con su mismo ser. Cuando
se hallaba padeciendo todavía la morosa convalecencia de una afección contraída en el
terreno de la contienda, corroboró en sí mismo y de modo concluyente “el origen de la
tragedia en el espíritu de la música”.
¿En la música?, ¿la música y la tragedia?, ¿los griegos y la música trágica?, ¿los
griegos y la obra artística del pesimismo? La mejor variedad de ser humano alcanzada
hasta el presente –aquella que es más hermosa, envidiable y que convida a la vida: los
griegos–, ¿de qué modo es posible esto?, ¿justamente los griegos necesitaron de lo
trágico? Más, todavía: ¿del arte? El arte griego: ¿para qué?
Se intuye, merced a estas interrogaciones, la ubicación que tenía aquel enorme signo de
pregunta respecto del valor de la vida... Obligadamente, ¿es el pesimismo señal de caída,
ruina, fracaso, indicio de la fatiga y el debilitamiento de lo instintivo? ¿De igual manera
que lo fue en la India y como todo parece aseverarlo, lo es entre nosotros los humanos y
los actuales europeos? ¿Existe un pesimismo de lo vigoroso? ¿Una tendencia intelectual
por los aspectos más duros, horribles, malignos y cuestionables de la vida? ¿Una
inclinación surgida de la holgura, de la exuberancia de la salud, de lo más pleno de la
vida? Acaso, ¿existe un padecimiento originado por ese mismo exceso de plenitud? ¿Un
atrayente coraje de la mirada más penetrante, que siente deseos de lo tremendo al
estimarlo su antagonista, el adecuado rival que permitirá confrontar el propio poderío?
¿Algo en lo que esa mirada comprenderá qué significa “temer”? ¿Cuál es el sentido,
precisamente entre los griegos de la época más excelsa, la más vigorosa y valerosa, del
mito trágico? ¿Y en cuanto al fenómeno inmenso de lo dionisíaco? Como cosa surgida de

13
él, ¿qué implica la tragedia?
Por otra parte, eso de que ha muerto la tragedia, el socratismo moral, la dialéctica, la
idoneidad y el optimismo del teórico... ¿de qué modo debemos entenderlo? Acaso, ¿no
podría ser precisamente ese socratismo una señal de declinación, de cansancio y
enfermedad, de lo instintivo que se difumina de una manera caótica? El “optimismo
griego”, ¿no será apenas un sonrojarse del ocaso? ¿La voluntad epicúrea enfrentada al
pesimismo, apenas una prevención que toma el sufriente? La misma ciencia, desde un
punto de vista general, ¿qué viene a significar en cuanto a signo vital, la ciencia? Y peor
todavía: ¿de dónde la ciencia? ¿Como es esto? Quizás, ¿el cientificismo no es otra cosa
que temor al pesimismo y un modo de escapar de él? ¿Un medio ingenioso y forzado de
oponerse a lo cierto? Ya expresándonos en términos de la moral, ¿es algo parecido al
acobardamiento, a la mentira? Y si nos expresamos en términos no morales, ¿consiste en
una treta?
¡Ay, Sócrates! ¿fue tal vez este tu secreto? Ah, enigmático y sarcástico... ¿ese fue tu
sarcasmo?

2
Aquello que logré apreciar es tremendo y de riesgo, un dilema cornudo; no
obligadamente un toro, en todo caso, un dilema novedoso. Actualmente afirmaría que
constituyó el problema de la misma ciencia, entendida por primera vez como
problemática y materia de polémica. Mas el volumen en que por entonces se desfogaron
mi coraje y mi perspicacia de juventud... Qué imposible debía ser un texto así, surgido de
unas labores tan opuestas a lo juvenil. Apenas elaborado sobre el cimiento de
experiencias personales y precoces, excesivamente verdes todavía y aun en los umbrales
de lo que se puede comunicar, ubicado en el campo artístico, porque el dilema científico
no puede ser entendido desde el campo científico. Quizás un volumen destinado a artistas
provistos opcionalmente de competencia para el análisis y lo retrospectivo; o sea, una
suerte singular de artistas, que deben ser buscados y que ni siquiera se desearía buscar.
Un libro pleno de aportes psicológicos y de secretos artísticos, provisto de una metafísica
artística en el fondo. Una obra de juventud, por lo tanto plena de coraje juvenil y de
juvenil nostalgia, llena de independencia, empecinadamente independiente hasta en las
partes donde semeja allanarse a alguna autoridad y a una devoción característica. En
definitiva, un primer libro, también entendido en la mala acepción de la expresión, que a
pesar de su problema vetusto, posee la suma de los defectos juveniles, particularmente su
“exagerada dimensión”, su “borrasca y arrebatamiento”. Por otro lado, tomando en cuenta
el suceso que tuvo su aparición –particularmente en lo referente al magno artista con
quien se proponía dialogar, Richard Wagner– es un libro probado, uno que satisfizo “a los
mejores de sus contemporáneos”.
Ya a causa de lo referido debería ser considerado con algún cuidado y en silencio, mas
pese a eso no deseo callar completamente la expresión de lo poco grato que me parece
actualmente, pasados dieciséis años, contemplado con una mirada más vieja, un centenar
de veces más exigente, pero de ninguna manera más fría ni más ajena a esa labor a la que

14
este osado volumen se atrevió a arrimarse: contemplar lo científico con el punto de vista
de lo artístico y lo artístico con la óptica de lo vital.

3
Referido otra vez, actualmente y para mi criterio es este un texto no posible, mal
escrito, desmañado, arduo, arrebatado por imágenes y confundido por culpa de éstas,
sensiblero, aquí y también allá femeninamente meloso, dotado de un ritmo desparejo, sin
voluntad de higiene lógica, demasiado persuadido y, a causa de ello, perdonándose a sí
mismo la obligación de explicarse, recelando hasta de la necesidad de demostrar, tal
como un texto destinado a iniciados, como una suerte de “música” para quienes
comulgaron con la música, aquellos que desde el mismo inicio de las cosas tienen nexo
entre sí por vivencias artísticas compartidas y extrañas; como una señal de
reconocimiento para quienes resulten ser, en cuanto a lo artístico, familiares
consanguíneos. Un volumen soberbio y entusiasmado, que desde el principio cierra sus
páginas al profano “culto” más que a la “plebe”, mas que, empero, como su influencia
evidenció y evidencia aún, debe ser suficientemente idóneo para dar con sus entusiastas
camaradas y llevarlos hacia nuevas sendas escondidas y novedosas pistas de danza. En
definitiva, manifestaba (algo admitido como rechazo, mas asimismo con gran curiosidad)
una voz rara, el alumno de cierto “dios aún ignoto”, que de momento se ocultaba bajo la
caperuza del culto, bajo la somnolencia y la insipidez dialéctica del alemán, hasta
empleando para ello los pésimos modos wagnerianos. Se encontraba allí un espíritu que
necesitaba algo nuevo, todavía innominado, una memoria plena de interrogaciones,
vivencias, secretos, en cuyos bordes estaba grabado el nombre de Dionisos, a modo de
otra pregunta. Allí manifestaba y de tal manera se señaló entonces, con perspicacia, una
suerte de espíritu místico y prácticamente propio de las ménades; uno que esforzada e
injustamente, en apariencia balbuceaba una lengua exótica, sin decidirse acerca de si lo
que anhelaba era entrar en diálogo o esconderse.
Tal “espíritu novedoso” tendría que haber cantado, en vez de hablar... ¡Qué pena!
Cuanto yo tenía en ese tiempo por manifestar no me animaba a hacerlo poéticamente.
Quizás, ¡habría podido concretarlo de tal modo! O como mínimo, filológicamente... Aun
en nuestro tiempo, para la filología, queda prácticamente todo por descubrir y exhumar en
este terreno. Particularmente, el problema de que en esto existe un problema y que
actualmente y otrora, en tanto que no podamos responder el interrogante de qué cosa es lo
dionisíaco, los griegos siguen resultando para nosotros algo desconocido, imposible de
ser imaginado.

4
Ciertamente, ¿qué cosa es lo dionisíaco? Este volumen contiene una respuesta a ello y
en él se expresa alguien que “conoce”, quien es el iniciado y el seguidor de su deidad.
Quizás ahora yo me expresaría más prudentemente, con menor elocuencia, respecto de un

15
tema psicológico tan arduo como el origen de la tragedia griega. Un aspecto principal
estriba en la relación de los griegos con el dolor, su nivel de sensibilidad... ¿Siguió siendo
idéntica a sí misma esta relación con el dolor o, acaso, se invirtió? El asunto de si
efectivamente su cada vez más vigoroso deseo de belleza, de esparcimiento, de lo festivo,
de novedosos cultos, provino de un elemento faltante, de la melancolía y el sufrimiento.
Estimando efectivamente que esto fuera cierto, tal como Pericles o tal vez Tucídides nos
lo transmiten en la magna alocución mortuoria... ¿de dónde vendría el deseo opuesto a
éste y aparecido anteriormente, el deseo de lo feo, la buena y severa voluntad –
característica del griego primigenio– del mito trágico, de darle imágenes a cuanto hay de
tremendo, maligno, enigmático, exterminador, en el fondo de la vida; ¿de dónde
provendría, en consecuencia, la tragedia? ¿Quizá provenga del goce, del vigor, del
desborde salutífero, de aquello que, de tan pleno, resulta excesivamente grande? En
consecuencia, si nos interrogamos desde lo fisiológico, ¿qué significa esa locura de la que
emanaron tanto lo trágico como lo cómico, la locura dionisíaca? Mas, ¿cómo es esto? ¿No
es la locura obligadamente una señal de degeneramiento, de degradación, de una cultura
excesivamente demorada? ¿Contamos con alguna pregunta para médicos de dementes,
neurosis de la salud? ¿De la juventud y la condición juvenil de los pueblos? ¿A qué se
dirige esa conjunción de deidad y macho cabrío que encontramos en los sátiros? ¿Gracias
a qué experiencia propia, para satisfacer qué clase de pulsión debieron los griegos
imaginar como sátiros a los entusiasmados y al hombre primigenio dionisíaco? Respecto
del nacimiento del coro trágico, acaso, ¿tuvieron lugar impulsos endémicos en esas
centurias, cuando florecía el cuerpo helénico y el espíritu griego desbordaba de
existencia? ¿Había visiones y alucinaciones que se comunicaban a colectivos completos,
a enteras asambleas agrupadas a fin de dar lugar al culto? ¿Qué, si sucedió que los griegos
tuvieron voluntad de lo trágico y resultaron ser pesimistas, justamente en la mayor
opulencia de su juventud? ¿Qué, si fue precisamente la locura, apelando a una expresión
de Platón, lo que atrajo las mayores bendiciones sobre Grecia? ¿Qué, por otra parte, si por
el contrario fue justamente en épocas de debilitamiento y degradación cuando los griegos
se tornaron en mayor medida optimistas, superficiales, en mayor medida comediantes,
más deseantes de lógica y de volver lógico al universo, por ende, “más optimistas y
científicos”? ¿Qué, si quizá y pese a la suma de las “nociones contemporáneas” y los
prejuicios del estilo de la democracia, fueran una señal de declinación, de senectud
principiante, de cansancio fisiológico, el triunfo de la jovialidad, el racionalismo
imperante desde esa época, el utilitarismo tanto práctico como teórico y hasta la
mismísima democracia? Y no, justamente, el pesimismo. ¿Resultó ser un optimista
Epicuro, justamente en su condición de sufriente? Resulta evidente que todo es una parva
de arduos asuntos que este volumen se cargó a las espaldas... Sumemos a ello el asunto
más dificultoso: ¿cuál es el significado, desde el punto de vista de lo vital, de la moral?

5
Ya en el “Prólogo a Richard Wagner” el arte (y no así la moral) aparece como la
actividad genuinamente metafísica del ser humano. En el libro de referencia vuelve a

16
presentarse una y otra vez la belicosa propuesta de que exclusivamente como fenómeno
de la estética se justifica la existencia del universo. Por ende todo el volumen desconoce –
en el trasfondo de cada hecho– cuanto no sea un sentido y un ultrasentido artístico, una
“deidad”, si así se lo desea, mas por supuesto se trata de una deidad-artista absolutamente
carente de moral y de pruritos, que sea en la construcción como en la destrucción, tanto
en lo referente al bien como en lo referido al mal, cuanto desea es conocer su goce y su
soberanía idénticos. Se trata de una deidad–artista que, al crear mundos, se libera de la
necesidad involucrada en la plenitud y la ultraplenitud, del padecer de las antítesis que
acumuló. El universo, continuadamente la aprehendida salvación de la deidad, en tanto
constituye la visión ininterrumpidamente mutante, sempiternamente novedosa del arte
que más padece, que es más antitético y dotado de mayor contradicción, aquel que
exclusivamente de manera aparente conoce cómo acceder a la redención, al conjunto de
esta metafísica de índole artística se la puede señalar como arbitraria, espectral y ociosa.
Lo fundamental en esta cuestión reside en que ella señala ya un alma que, en cierta
oportunidad y más allá de todo riesgo, va a defenderse de la interpretación y el
significado –ambos de naturaleza moral– de la vida. En este punto se evidencia, tal vez
por primera vez, un pesimismo que se encuentra “más allá del bien y del mal”. En este
punto se escucha y se establece esa “malignidad del sentir” en cuya contra no cejó
Schopenhauer de lanzar sus más feroces maldiciones y rocas del rayo; una filosofía que se
anima a denigrar la mismísima moral al área de lo aparente y ubicarla no solamente entre
las “apariencias” –entendidas según este término técnico idealista– sino asimismo entre
los “embaucamientos”, como aspecto, espejismo, yerro, interpretación, engalanamiento,
arte. Quizá donde en mejor medida puede mensurarse la hondura de esta inclinación
opuesta a lo moral es en el prudente y antagónico silencio con el que este volumen se
refiere al cristianismo, entendido como la más degenerada variante del tópico moral que
los hombres alcanzamos a contemplar hasta la actualidad. Ciertamente no se puede
encontrar una antítesis mayor de la interpretación y la justificación estéticas de lo
mundano –según las muestra este volumen– que el credo cristiano, que aspira y es
solamente moral y con sus leyes absolutas, con su verosimilitud de Dios, como ejemplo,
reduce al arte en su conjunto al dominio de lo falso; o sea que lo niega, lo refuta, lo
sentencia. Tras tal manera de pensar y de establecer valores –que en tanto constituya de
algún modo algo genuino, debe ser antagonista de lo artístico– captaba yo desde el inicio
mismo aquello que es opuesto a la existencia, la resentida, revanchista oposición a lo vital
en sí mismo. Dado que todo lo vivo tiene por cimiento la apariencia, el arte, el
embaucamiento, lo óptico, la necesidad de perspectiva y el yerro... Desde el principio
resultó ser el cristianismo, básica y esencialmente, repulsión y molestia contra lo vital, no
hizo otra cosa que ocultarse y disfrazarse apelando a la suposición de la existencia de
“otra” existencia, diferente o “mejor”. El aborrecimiento del “mundo”, la maldición de lo
afectivo, el temor ante lo bello y sensual, un “más allá” pergeñado a fin de injuriar en
mejor forma al “más acá”, en definitiva un deseo de sepultarse en la nada, en lo postrero,
en el descanso, hasta arribar al “sábado entre los sábados”. Todo ello, de igual modo que
la ilimitada voluntad cristiana de aceptar solamente valores de tipo moral, que
invariablemente me pareció el método más riesgoso y ominoso de una “voluntad

17
crepuscular”. Como mínimo, una señal muy honda de enfermedad, cansancio,
abatimiento, pauperización de la existencia, porque frente a la moral –singularmente la
cristiana, o sea una moral sin condiciones restrictivas– la existencia debe carecer de toda
razón de modo permanente y definitivo, dado que la existencia es algo absolutamente
carente de moral; concluyentemente la existencia, sojuzgada por el desdén y la eterna
“negativa” , debe ser apreciada como no digna de ser deseada, como aquello sin validez
en sí mismo. La mismísima moral... ¿quizá sería la moral una “voluntad de negar la
existencia”, un oculto instinto de aniquilamiento, un principio de desastre, de
disminución, de afrenta, el inicio mismo del fin? Por ende, ¿constituiría el riesgo de lo
riesgos? En contra de la moral, en consecuencia, se alzó este conflictivo volumen, mi
instinto –como defensor de lo vital– y creó un dogma y una estimación definitivamente
contrarios de la existencia, absolutamente artísticos y opuestos al cristianismo. ¿De qué
manera llamarlos? Como filólogo y hombre de letras los denominé con cierta liberalidad
(dado que, ¿quién estaría al tanto del genuino nombre del Anticristo?) con el nombre que
evoca a un dios griego: los denominé dionisíacos.

6
¿Resulta factible comprender en qué consiste la labor a la que yo me atreví a acercarme
con este libro? En qué gran medida deploro, actualmente, que en esa época no poseyera
yo el coraje –¿o debería decir, la falta de modestia?– de darme permiso para emplear, en
cualquier sentido, un lenguaje que me fuera propio para manifestar una serie de
atrevimientos e intuiciones tan característicos; que intentara manifestar trabajosamente,
apelando a formulaciones de Schopeanhauer y Kant, unas estimaciones novedosas y
raras, que iban en dirección contraria al espíritu de ambos, tanto como en contra de sus
inclinaciones.
¿Cuál era la opinión de Schopenhauer respecto de la tragedia? “Aquello que le brinda a
lo trágico el singular impulso hacia lo elevado es el surgimiento del conocimiento de que
lo mundano, la existencia, no alcanzan a brindar una genuina satisfacción y por ende, no
resultan dignos de nuestro apoyo. En ello estriba el espíritu de lo trágico y ese espíritu
conduce, de acuerdo con lo anterior, a resignarse” 1.
¡Ah, qué manera tan diferente tenía Dionisos de hablar conmigo! ¡Qué lejos se
encontraba de mí en aquel tiempo esa doctrina de resignación! Mas en mi libro se
encontraba algo mucho peor, algo que yo deploro actualmente en mayor medida que el
haber arruinado y tornado más oscuras las intuiciones dionisíacas apelando a las
formulaciones de Schopenhauer: ¡el haberme estropeado la visión del magno dilema
griego, tal y como lo había vislumbrado, por la intromisión de los asuntos más actuales!
¡Haberme esperanzado con aquello de lo que ninguna cosa cabía aguardar, donde el
conjunto de las cosas señalaban, con excesiva nitidez, la presencia de un fuero! Haber
principiado a salirme del camino, apoyándome en la moderna música alemana, rumbo al
“ser alemán”, tal como si éste se encontrara justamente a punto de evidenciarse y volver a
encontrarse a sí mismo; ello, en un tiempo en el que el espíritu de lo alemán, que no hacía

18
tanto había expresado su deseo de domeñar Europa, la potencia de conducir a Europa,
terminaba de entregar su renuncia final y sin condiciones y que, apelando a la coartada de
fundar un Reich 2, ¡concretaba su camino hacia la mediocridad, la democracia y sus
“modernas” ideas! En concreto y mientras tanto, aprendí a cavilar sin abrigar esperanzas
ni condescendencia respecto de aquel “ser alemán”, así como respecto de la música
alemana actual, romántica 100%, la en menor medida griega de cuantas formas son
posibles en el campo artístico. Asimismo, una máquina de destruir los nervios de primer
nivel, dos veces peligrosa en una nación que idolatra la bebida y honora las tinieblas
como si fuesen una virtud; o sea, en su doble particularidad como estupefaciente
embriagador y que, simultáneamente, embelesa. Allende, desde luego, la suma de las
esperanzas apuradas y las equivocadas implementaciones al presente con las que arruiné
en aquel tiempo mi primer libro, persistirá de aquí en más el gran interrogante dionisíaco,
al modo en que fue explicitado, asimismo en lo relacionado con lo musical. ¿De qué
manera debería estar compuesta la música para que careciera de su impronta romántica,
como la posee la alemana, sino teniendo un origen dionisíaco?

7
–Mas, caballero, ¿en qué consiste el romanticismo en este mundo, si su libro no es
romántico? Acaso, ¿el aborrecimiento tan hondo contra el “presente”, “la realidad” y las
“nociones contemporáneas”, pueden se conducido allende lo que alcanzó en su metafísica
artística? Aquella, ¿la que opta por creer inclusive en la nada y en el diablo, antes que en
el “presente”? Acaso, ¿no se escucha debajo de su sinfonía de contrapuntos y su
seducción del oído, el zumbar de un continuo bajo de furia y de goce con la destrucción,
una feroz voluntad en contra de cuanto constituye el “presente”; una voluntad que no se
encuentra excesivamente lejos del nihilismo de índole práctica? Una que al parecer dice:
“¡me parece mejor que ninguna cosa sea genuina antes de que ustedes tengan razón, antes
de que la verdad de ustedes la tenga!”. Escuche ahora por las suyas, caballero pesimista y
adorador del arte, con las orejas más atentas, un exclusivo segmento de su mismo
volumen, aquel que se refiere –con marcada elocuencia– a los matadores de dragones y
que indudablemente posee un sonido malintencionado y engañador para los corazones y
los oídos juveniles... ¿no es esta la auténtica fe de los románticos de 1830, enmascarados
por el pesimismo de 1850? detrás de cuya confesión se anuncia ya el acorde final del
romanticismo; ruina, inmersión, reaparición y genuflexión ante una fe antigua, ante la
antigua deidad. O acaso, ¿no es su libro un segmento de lo contrario a lo griego, un
fragmento de romanticismo, hasta algo “tan embriagante como embelesador”, un
estupefaciente en definitiva, hasta en sí mismo un trozo de música alemana? Oiga,
escúchese a sí mismo: imaginemos una generación que se desarrolle con esa temeridad de
la mirada, esa heroica inclinación por cuanto es inmenso; imaginemos la marcha valerosa
de aquellos matadores de dragones, la soberbia valentía con la que le dan la espalda al
conjunto de los dogmas acerca de lo débil del optimismo, para “vivir con decisión”, en
cuanto es entero y pleno. Acaso, ¿no sería preciso que el sujeto trágico de tal cultura, en

19
la educación de sí mismo para la seriedad y el espanto, tuviera que anhelar un arte
novedoso, el del consuelo metafísico, la tragedia, como la Helena que le debemos? Y
exclamar con Fausto: ¿no debo yo, con la violencia más plena de deseo, arrastrar hacia la
existencia esa figura singular entre todas las otras? Acaso “¿ello no sería preciso en grado
sumo?”. Pues definitivamente no. Mis jóvenes románticos, ello no sería preciso. Mas
resulta factible que eso termine de tal manera, o sea que ustedes terminen de tal modo, en
definitiva, “consolados”, tal como está ya escrito, a pesar de toda la educación de sí
mismos para la seriedad y el espanto, “no metafísicamente consolados”, en definitiva, tal
como terminan los románticos, al modo cristiano. ¡No y no! Ustedes deberían comprender
previamente el arte del consuelo intramundano. Aprender a reír, juveniles camaradas, si
es que –por otra parte– aspiran a seguir siendo absolutamente pesimistas. Tal vez por esa
causa, como unos que se ríen, alguna vez envíen al infierno todo la doctrina del consuelo
metafísico... y en primer término, ¡a la metafísica! Para expresarlo como aquel duende
dionisíaco llamado Zaratustra: ¡levanten sus corazones, mis hermanos! Vamos, ¡arriba y
todavía más! ¡No se olviden de las piernas! Ustedes, aplicados danzarines, y mejor aún:
¡hasta sosténganse sobre sus cabezas! Esta corona de aquel que se ríe, una de rosas... Yo
mismo me coloqué esta corona, y santifiqué mi risa. A ninguno hallé adecuadamente
vigoroso para concretarlo. Zaratustra el que baila, el liviano Zaratustra, el que hace señas
empleando las alas, que está dispuesto a volar, haciéndole señas a las aves, ya preparado y
pronto, venturoso en su liviandad. Zaratustra el sincero, el que ríe genuinamente, no es
impaciente, no es uno incondicional; es uno que adora los brincos y las gracias. ¡Yo
mismo me coroné! Con esta corona propia de aquel que se ríe, una de rosas... ¡Es a
ustedes, mis hermanos, a quienes les arrojo mi corona! Yo, el que santificó la risa.
Ustedes, gentes superiores, aprendan de mí a reírse. (Así habló Zaratustra, Cuarta
Sección).

Prólogo a Richard Wagner


Con la meta de alejar de mí las críticas, los malentendidos y los enojos que serán
propiciados por el pensamiento manifestado en este volumen, tomando en cuenta la
particular naturaleza de nuestros lectores de estética; con el objetivo, asimismo, de
alcanzar a encontrar las expresiones de introducción con similar placer contemplativo al
que él mismo –como fósil de momentos amables y elogiosos– porta las señales en cada
página, me voy a imaginar el instante en que usted, mi apreciado amigo, va a recibir este
texto. Imaginaré de qué manera, tal vez después de un paseo por la tarde, atravesando la
nieve del invierno, observa usted el Prometeo 3 sin cadenas en la cubierta, advierte mi
nombre y en el acto se persuade de que, sin importar qué lo aguarde en este texto, quien
es su autor tiene cosas urgentes y serias que manifestar y, asimismo, que en cuanto él
pensó, conversaba con usted como con uno que se hallara presente, a quien solamente le
fuera permitido redactar asuntos que corresponden a tal presencia. En ese momento
rememorará que me concentré en tales nociones al tiempo que brotaba su extraordinario
trabajo que conmemora a Beethoven, o sea, en mitad de los espantosos y sublimes

20
episodios de una contienda que recién daba comienzo. Empero, cometerían un error
aquellos que supusieran, en relación a tal concentración, en la contraposición entre el
entusiasmo patriótico y el desvanecimiento estético, entre la valerosa seriedad y el
jugueteo optimista. A ellos –si es que leen ciertamente este texto– tal vez les quede en
claro, para su mayor asombro, con qué dilema tan seriamente alemán debemos
enfrentarnos. Uno ubicado por nosotros, con el mayor atino, en el núcleo mismo de la
esperanza alemana, como ápice y eje de rotación. Quizás ajustadamente a ellos les
parecerá provocador comprobar que un dilema de estética es abordado con tanta
rigurosidad, si se da el caso de que no resulten tener la capacidad de identificar, en el
campo del arte, algo que no sea un entretenido accesorio, apenas un repiquetear,
absolutamente posible de dejar de lado, sumado a la “seriedad existencial”; tal como si
ninguno comprendiera qué implica tal expresión cuando se concreta esta confrontación. A
esos serios individuos debe servirles como lección para comprender que estoy persuadido
de que el arte es la suprema labor y la actividad precisamente metafísica de esta
existencia, desde la óptica de aquel a quien deseo que le vaya dedicado, aquí, este texto,
en su carácter de sublime antecesor en este sendero. (Basilea, 1871).

1
Mucho habremos ganado a favor de la estética cuando hayamos alcanzado no
solamente la comprensión a través del pensamiento lógico, sino también la instantánea
certeza de que el desarrollo artístico se halla relacionado con la dualidad de lo apolíneo y
de lo dionisíaco. De manera parecida al modo como la generación se halla en relación de
dependencia de la dualidad sexual, donde la pugna es permanente y las componendas se
concretan apenas cada tanto. Dichas expresiones las tomamos prestadas de los griegos y
ellas le permiten percibir al inteligente los hondos dogmas ocultos de su óptica de lo
artístico. Ello, definitivamente, no sucede a través de nociones sino a través de las figuras
nítidamente claras de sus deidades.
Con su dúo de dioses del arte –Apolo y Dionisos– se relaciona nuestro saber que en el
universo helénico pervive una contraposición tremenda, en referencia al origen y los
objetivos, entre el arte de la escultura (apolíneo) y el arte musical, no escultórico
(dionisíaco). Estos instintos tan diversos entre sí se mueven el uno a la par del otro, casi
permanentemente en manifiesta pugna y recíprocamente estimulándose para dar frutos
novedosos, cada vez más potentes, a fin de eternizar a través de estos la lid de esa
antítesis, una sobre la cual apenas aparentemente extiende un contacto la palabra
compartida, el “arte”. De modo que, hasta que finalmente –merced a un prodigioso
accionar metafísico de la “voluntad” griega– se muestran mixturados entre sí. En ese
maridaje terminan procreando la obra artística, simultáneamente dionisíaca y apolínea: la
tragedia griega.
Para acercar en mayor medida a nosotros ambos instintos, vamos a imaginarlos –
momentáneamente– como los campos artísticos separados del sueño y la embriaguez,
fenómenos de la fisiología entre los que puede identificarse una confrontación que se
corresponde con lo observable entre lo apolíneo y lo dionisíaco. Fue en el sueño donde,

21
de acuerdo con Lucrecio 4, por primera vez se manifestaron ante el espíritu humano las
maravillosas presencias de las divinidades; en lo onírico era donde el extraordinario
escultor apreciaba la embelesadora forma corporal de criaturas más que humanas. El
poeta griego, preguntado respecto de los secretos de su arte poética, se habría referido de
igual manera al sueño, brindando una enseñanza parecida a la ofrecida por Hans Sachs 5
en Los Maestros Cantores:

Mi amigo, ésa es justamente la obra del poeta:


interpretar y observar sus sueños.
Créeme, la ilusión más genuina del hombre
se manifiesta en el sueño ante él:
todo arte poético, toda poesía,
es la interpretación de sueños,
que expresan la verdad.

El hermoso aspecto de los universos del sueño, en cuya generación cada individuo es
un artista completo, es el presupuesto de todas las clases de artes figurativas; en mayor
medida todavía, asimismo y según veremos, de una importante proporción del arte
poético. Sentimos placer cuando comprendemos instantáneamente una figura: todas las
figuras se comunican con nosotros, nada es indiferente ni accesorio. En la suprema
existencia de esa realidad del sueño tenemos, empero, el transparente sentimiento de su
apariencia; tal es, como mínimo, mi propia vivencia, en apoyo de su repetición, hasta de
su normalidad, podría yo apelar a variados alegatos y numerosas declaraciones de parte
de los mismos poetas. El filósofo tiene inclusive la intuición de que, asimismo, bajo esta
realidad en la que vivimos y existimos subyace escondida una completamente diferente, o
sea que aquella es igualmente aparente. Schopenhauer dice que la señal característica de
la capacidad filosófica es ese don merced al cual los hombres y todo cuanto existe se nos
manifiestan como simples espectros o figuras oníricas. La relación que el filósofo
establece con la realidad existencial es la que el sujeto sensible al arte tiene con la
realidad onírica. Él la aprecia pormenorizadamente y siente placer al realizarlo, porque
extrae de tales imágenes su interpretación de la vida, y a través de tales hechos es que
logra ejercitarse para la existencia.
No son sólo acaso las imágenes gratas y amigables las que experimenta en sí con esa
absoluta inteligibilidad; asimismo los asuntos serios, tenebrosos, tristes, los obstáculos
repentinos, las bromas fortuitas, las esperas inquietantes. En definitiva, la suma misma de
la “divina comedia” 6 vital de la vida, con su Inferno 7, desfila ante él, no exclusivamente
en la condición de un juego de sombras, porque asimismo él vive y padece en esas
escenas, empero, tampoco sin esa efímera vivencia de apariencia. Quizá no solamente
alguno, sino otros más, recuerden como lo hago yo haberse asegurado en ocasiones,
frente a los riesgos y espantos de lo onírico, dándose ánimos a sí mismos con gran
fortuna: “¡Se trata sólo de un sueño! ¡Deseo continuar soñando esto!”. De igual manera
me lo relataron sujetos que tuvieron la capacidad de extender por más de tres noches lo
causal de uno y el mismo sueño. Estos sucesos testimonian nítidamente que en nuestro

22
más íntimo ser, el estrato que es compartido por todos nosotros, vive lo onírico con hondo
goce y jubilosa necesidad.
Esta gozosa necesidad, una característica de la vivencia onírica, fue también expresada
por los griegos mediante el dios Apolo, como deidad del conjunto de las energías
figurativas. Apolo es simultáneamente la divinidad oracular. El significado de su nombre:
“El que resplandece”, la deidad de lo luminoso, tiene dominio sobre el aspecto hermoso
del universo interno de lo fantástico. La verdad más elevada, la perfección singular de
tales estados, discordante con la realidad de lo diurno, apenas parcialmente comprensible.
Asimismo, la honda comprensión de que durmiendo y soñando la naturaleza genera
ciertos efectos salvadores y que ayudan; todo ello configura simultáneamente el
significado común, simbólico, de las dotes adivinatorias y desde un punto de vista general
el de las artes, que tornan factible y apropiada para ser vivida la existencia. Mas esa frágil
frontera que no tiene permitido sobrepasar la imagen onírica –so pena de generar un
efecto patológico, puesto que, en caso opuesto, lo aparente nos embaucaría
manifestándose como basta realidad– no está permitido que falte en la imagen de Apolo;
tan medida frontera, esa condición de libertad respecto de las emociones más silvestres,
esa sabia serenidad de la deidad escultora. Su mirada debe ser “solar”, de acuerdo con su
origen y aunque esté enfurecida y observe todo de pésimo humor, se encuentra bañada de
la solemnidad de la hermosa apariencia. De tal manera es que se le podría aplicar a Apolo
–desde una óptica excéntrica– aquello que refiere Schopenhauer 8 acerca del hombre
atrapado en el velo de Maya 9: “Tal como sobre el océano furioso, que sin límites, eleva y
hunde bramando cordilleras de oleaje, un navegante está en un barco, confiando en la
endeble nave. De tal modo se encuentra sereno en medio de la tormenta, el individuo,
sostenido y confiando en el principio de individuación”. Inclusive más: podemos
mencionar en el caso de Apolo que en él tienen su máxima expresión, la más elevada, la
confianza incompleta en este principio de individuación y el sereno permanecer de quien
se halla involucrado en él. Hasta se podría señalar que Apolo corresponde a la
extraordinaria imagen del principio de individuación, a través de cuyos gestos y cuyas
miradas se comunican con nosotros el gozo y el saber de la “apariencia”, así como su
hermosura. En el citado fragmento nos describe Schopenhauer el inmenso horror que se
adueña del hombre cuando lo asombran repentinamente las variantes del conocimiento de
lo aparente, al parecer que el principio de razón ofrece, en ciertas configuraciones, una
excepción. Si a ese horror le sumamos el deleitoso éxtasis que –cuando tiene lugar esa
transgresión del principio de individuación– sube desde lo más hondo del ser humano y
hasta de la naturaleza misma, entonces habremos echado un vistazo a la esencia misma de
lo dionisíaco, que la analogía de la embriaguez acerca en mayor medida a nosotros. Sea
por la influencia del bebedizo estupefaciente –abundantemente referida en los cantos de
todos los pueblos primigenios– sea por la cercanía potente de la estación primaveral –que
gozosamente embebe a la naturaleza toda– resurgen esas emociones dionisíacas, en cuya
potenciación la subjetividad se esfuma hasta arribar al absoluto olvido de sí mismo. De
igual manera, en el Medioevo alemán rodaban de un sitio al otro, cantando y danzando
bajo el dominio de una semejante violencia dionisíaca, multitudes cada vez más nutridas.
En esos bailarines de San Juan y San Vito podemos identificar los coros báquicos griegos,

23
con su prehistoria situada en el Asia Menor, que puede ser rastreada hasta Babilonia y los
saces 10 orgiásticos. Existen individuos que, a causa de su inexperiencia o por tener
embrutecido el espíritu, rehuyen dichos fenómenos como si fuesen “patologías
populares”, mofándose de ellos o lamentando su existencia, sostenidos por el sentir de su
misma salud. Esos infelices ni siquiera intuyen, por supuesto, qué matiz cadavérico y
aspecto espectral exhibe justamente esa “salubridad” que poseen, si junto a ellos atraviesa
la existencia aullante de los frenéticos dionisíacos.
Con la magia de lo dionisíaco no solamente renace el pacto entre los hombres, sino que
también la naturaleza vuelta otra cosa, antagonista o sometida, concreta su festejo de
reconciliación con su vástago recuperado, el ser humano. Espontáneamente la tierra
ofrece sus regalos y en paz se aproximan las bestias feroces venidas del desierto y los
roquedales. El carruaje de Dionisos está cubierto de flores y adornos y bajo su dominio se
desplazan las panteras y los tigres. El “himno a la alegría”, de Beethoven, se convierte en
una pintura y ninguno debe demorarse con la imaginación cuando son millones los que se
arrodillan sobre el polvo; de tal modo resultará factible aproximarse al fenómeno de lo
dionisíaco. Entonces es libre el esclavo, se quiebran las severas, enemigas fronteras que la
necesidad, lo arbitrario o la “insolencia de la moda” establecieron entre los seres
humanos. Entonces, inmerso en el evangelio del equilibrio universal, cada cual se percibe
como no solamente conciliado, unido y aglutinado con sus semejantes, sino también
formando una sola unidad consigo mismo, como si el manto de Maya se hubiera
desgarrado y solamente ondeara para un lado y el otro, hecho harapos, frente a la
enigmática Unidad Primigenia. Danzando y cantando el hombre se expresa como parte de
un colectivo superior; dejó de lado lo aprendido en cuanto a andar y expresarse y se
encuentra a punto de volar danzando por los aires. A través de sus gestos se expresa la
metamorfosis mágica y al igual que entonces los animales hablan y la tierra ofrece leche y
miel, asimismo en él retumba algo extranatural; se siente como una deidad y él mismo
anda en tanta medida estático y erguido, tal como en sus sueños veía marchar a las
divinidades. El hombre ya no es un artista, pues se ha convertido él mismo en una obra de
arte y para la máxima satisfacción de la Unidad Primigenia, el poder artístico de la
naturaleza se muestra entonces mediante los temblores de la embriaguez. El cieno más
noble, el mármol más preciado son allí moldeados y esculpidos –el ser humano– y bajo el
cincel del artista dionisíaco de los mundos retumba el llamado de los misterios de Eleusis:
“Millones, ¿se postran ustedes? Mundo, ¿ya presientes al creador?”.

2
Hasta llegado este punto consideramos lo apolíneo y su contrario, lo dionisíaco, como
poderes artísticos que surgen de la misma naturaleza –sin intermediación del hombre– en
los que hallan satisfacción por primera vez y directamente los instintos artísticos de ella.
Por una parte, como mundo de imágenes oníricas, cuya perfección no tiene contacto de
ninguna clase con la elevación intelectual o la cultura artística del individuo. Por otra
parte, como realidad de la embriaguez, la que por su lado no fija su atención en ese ser

24
humano, y hasta intenta acabar con el sujeto y brindarle la redención a través de un
sentimiento místico de lo unitario. Acerca de tales estadios artísticos inmediatos de lo
natural, todo artista resulta ser un “imitador” y definitivamente, un artista apolíneo del
sueño o un artista dionisíaco de la embriaguez, o finalmente (como en el ejemplo de la
tragedia griega) simultáneamente un artista del sueño y uno de la embriaguez. En el caso
de este último debemos imaginárnoslo en mayor o menor medida como uno que, en la
embriaguez dionisíaca y en la autoalienación mística, se arrodilla solitario y alejando de
los coros entusiasmados, al que en ese instante se le manifiesta –mediante la influencia
apolínea de lo onírico– su estado propio, o sea, su condición de unidad con el trasfondo
más íntimo del mundo, en una imagen onírica y simbólica.
Después de estos presupuestos y estas confrontaciones generales vamos a
aproximarnos a partir de ahora a los griegos, con el objetivo de conocer hasta qué nivel se
desarrollaron en ellos tales instintos artísticos de la naturaleza. Ello nos permitirá
comprender y estimar con mayor profundidad cuál resulta ser la relación del artista griego
con sus arquetipos, o –de acuerdo con la expresión empleada por Aristóteles– “la
imitación de lo natural”. De los sueños griegos, y a pesar de la suma de su literatura
onírica y las nutridas anécdotas acerca de ellos, solamente pueden emplearse
suposiciones. Empero, ello con suficiente certeza; tomando en cuenta la capacidad
plástica de su mirada, inimaginablemente exacta y segura, así como su luminoso y
honesto placer por los colores, no será factible librarse de suponer, para bochorno de
cuantos nacieron posteriormente, que asimismo sus sueños tuvieron una causalidad lógica
de líneas y perfiles, matices y grupos, una secuencia de escenas semejantes a sus mejores
relieves, cuyo grado de perfección indudablemente nos permitiría manifestar, si fuese
posible establecer un parangón, que los griegos que sueñan son otros tantos Homeros, y
que Homero es un griego que sueña. Ello, con un sentido más profundo que si el
individuo de nuestros días se animara a compararse –en lo correspondiente a sus sueños–
con William Shakespeare.
En vez, no tenemos necesidad de expresarnos meramente con suposiciones si se trata
de desvelar la sima inmensa que establece la distancia que hay entre los griegos
dionisíacos y los bárbaros dionisíacos. En todos los puntos cardinales de la Antigüedad (a
fin de dejar a un lado el mundo actual), desde Roma hasta Babilonia, podemos constatar
la presencia de festejos dionisíacos; su variedad, en definitiva, se relaciona con sus pares
griegos de igual manera que el barbado sátiro, a quien el macho cabrío le dio en préstamo
su apelativo y sus características, con el mismo Dionisos. Prácticamente en todas partes el
segmento central de tales festejos sobrepasaba la institución de la familia y sus venerables
normas. En ellos perdían sus sujeciones las criaturas más salvajes de la naturaleza, hasta
alcanzar esa terrible mixtura de sensualidad y crueldad que, en mi opinión, fue
invariablemente la genuina “pócima brujeril”. En contra de las enfebrecidas emotividades
de tales celebraciones –cuyo conocimiento llegaba hasta los griegos desde todos los
confines terrestres– ellos, durante cierto período, se hallaron absolutamente seguros y a
resguardo, al parecer, merced a la figura que en este punto se eleva con la suma de su
orgullo, Apolo, quien no podía mostrarle la cabeza de Medusa 11 a otro poderío más
peligroso que a aquel dionisíaco, desproporcionadamente inmenso. En el arte dórico

25
quedó eternizada esa actitud de majestuoso repudio de Apolo. Más ardua y hasta
imposible de concretar se tornó esa resistencia cuando, venidos del origen más profundo
de lo griego, se evidenciaron en definitiva parecidos instintos; entonces el accionar de la
deidad de Delfos 12 se redujo a arrebatar del poder de su vigoroso antagonista –a través
de una concertación establecida oportunamente– su mortal armamento. Esta componenda
es el instante más importante en el devenir del culto griego. Donde sea que se mire, se
evidencian las revueltas originadas por este hecho puntual. Se trató de un pacto entre
enemigos, con delimitación estricta de sus fronteras, que desde entonces debían ser
acatadas y asimismo se pactó la entrega de obsequios de honor. En definitiva, la sima no
había sido traspuesta, pero si atendemos a la manera en que el poderío dionisíaco se
evidenció bajo la presión ejercida por esa concertación, apreciaremos que –paragonados
con los saces de Babilonia y su involución desde el ser humano al nivel del tigre y el
mono– las orgías dionisíacas griegas implican el festejo de la salvación del universo y las
jornadas de metamorfosis.
Exclusivamente en su transcurso alcanza la naturaleza su alegría artística y el desgarro
del principio de individuación se transforma en un fenómeno del arte. Ese asqueroso
brebaje de hechiceras, compuesto de sensualidad y crueldad, aquí no tenía energía y
solamente la prodigiosa mixtura y duplicidad de los afectos de los entusiasmados
dionisíacos rememoran esa pócima, tal como los medicamentos nos hacen acordar de las
ponzoñas mortíferas; ese fenómeno de que el sufrimiento engendre goce, de que la alegría
haga surgir del pecho sonidos de tormento. En medio de la mayor de las alegrías se deja
oír el aullido de horror o la queja melancólica de algo perdido e imposible de reemplazar.
En esos festejos helénicos irrumpe, por decirlo de esta forma, un detalle sentimental de lo
natural, como si la naturaleza tuviese que llorar su desmembramiento en lo individual. El
cantar y el lenguaje gestual de estos entusiasmados de doble sentir resultaron ser para la
Grecia homérica fenómenos novedosos, nunca antes vistos. En particular generó espanto
la música dionisíaca. Aunque, al parecer, la música ya era conocida como un arte de
índole apolínea, era eso –hablando con severa propiedad– exclusivamente como marea
rítmica, cuya potencia figurativa se fue desarrollando hasta transformarla en una muestra
de estadios apolíneos. La música de Apolo consistía en arquitectura dórica hecha sonido,
pero solamente sugerido ese sonido, tal como sucede con el que surge de la cítara. Con
total meticulosidad se conservó aparte, como no apolíneo, exactamente el factor que
establece la naturaleza de la música dionisíaca; en consecuencia, de la música entendida
como tal, la violencia sobrecogedora del sonido, el caudal unitario de lo melódico y el
universo imposible de parangonar de la armonía. En el ditirambo dionisíaco el ser
humano resulta estimulado hasta el máximo de su capacidad simbólica. Algo que nunca
fue experimentado desea manifestarse, la destrucción del velo de Maya, la unidad como
genio de la especie. Más todavía: de la misma naturaleza. Entonces lo esencial de la
naturaleza tiene que manifestarse simbólicamente. Es preciso un novedoso universo de
símbolos. De hecho el completo simbolismo corpóreo, no solamente aquel propio de la
boca, el semblante, la palabra, sino el gesto entero de la danza, que con ritmo mueve el
conjunto de los miembros.
Asimismo, súbitamente las demás energías simbólicas

26
–las musicales– se incrementan con ímpetu, de modo rítmico, dinámico y armónico. A fin
de percibir ese arranque general del conjunto de las energías simbólicas el hombre debe
haber arribado antes a esa cima de alienación propia que desea manifestarse
simbólicamente en tales energías. El sirviente ditirámbico de Dionisos es comprendido,
por ende, exclusivamente por sus pares.
¡Con cuánto asombro debe de haberlo contemplado el heleno de índole apolínea! Con
un asombro que era más crecido por cuanto se mixturaba en él el horror de que,
ciertamente, eso no le resultaba ajeno; en mayor medida todavía: su conciencia apolínea
le escondía aquel universo de lo dionisíaco apenas como un velo.

3
A fin de comprender lo anterior deberemos deshacer bloque tras bloque –por referirlo
de ese modo– esa preciosa edificación que es la cultura de lo apolíneo, hasta que
lleguemos a avizorar sus cimientos; entonces avistamos en primer término las
maravillosas figuras de las deidades olímpicas, que se alzan en las fachadas de ese
edificio y cuyas proezas, referidas en unos relieves de una luminosidad fuera de lo
común, engalanan los frisos. Que Apolo se encuentre entre ellas, en calidad de una deidad
singular junto a las demás, sin la pretensión de tener para sí el primer lugar entre los
dioses, es algo que no debe conducirnos a una equivocación. El conjunto de tal universo
olímpico surgió de un mismo instinto, uno que tenía su representación sensible en Apolo.
En ese sentido nos está permitido estimar a Apolo como padre de ese universo entero.
¿En qué estribó la inmensa necesidad que llevó al surgimiento de un grupo tan
luminoso de criaturas olímpicas? Aquel que se aproxime a ellas portando una diferente
religión y busque en esas deidades elevación ética, santidad, una espiritualidad no
corporal, piadosas miradas amorosas, enseguida deberá darles la espalda, enojado y
frustrado. En ellas ningún elemento recuerda lo ascético, lo espiritual o el deber y
solamente se expresa una desbordante vitalidad, una de índole victoriosa, donde se eleva
a lo divino cuanto existe, tanto si es “bueno” como si es “malo”. De tal manera es que
aquel que las contempla seguramente se sentirá estupefacto frente a tan fantástico
desborde vital y se interrogará acerca de qué pócima mágica poseían en sus cuerpos
aquellos sujetos soberbios para disfrutar así de la existencia, cuando allí donde miraban se
topaban con el reír de Helena –la imagen ideal de sus vidas– “flotando en una dulce
voluptuosidad”. Mas a dicho contemplador que ya se volvió de espaldas debemos gritarle:
“No huyas de este lugar sin escuchar primeramente aquello que el saber popular griego
manifiesta acerca de esa misma existencia, la que aquí se exhibe frente a ti con una
jovialidad que parece no tener explicación”. Una antigua conseja narra que durante un
largo período el rey Midas quiso capturar en los bosques al sabio Sileno, el compañero de
Dionisos, sin alcanzar a hacerlo. Cuando finalmente lo atrapó, el monarca le preguntó qué
cosa es lo mejor y más deseable para el ser humano. Tenso y sin moverse, siguió sin decir
palabra aquel ser sobrenatural, hasta que llegó el punto en que presionado por su captor,
terminó por decir lo siguiente, riendo ruidosamente: “¡Linaje miserable y efímero, prole
de lo azaroso y del cansancio! ¿Por qué causa me obligas a manifestar lo que mejor sería

27
para ti no escuchar? Aquello que es lo mejor, tú no lo puedes alcanzar, pues consiste en
no haber nacido, ser nada. Y en segundo lugar, en tu caso, lo mejor es sucumbir
rápidamente”.
¿Cuál es la relación que sostiene el universo de las divinidades olímpicas con este saber
popular? ¿Qué relaciona el éxtasis del mártir atormentado con sus torturas? Entonces el
monte mágico de lo olímpico se muestra ante nosotros –vamos a expresarlo de esta
forma– y exhibe sus cimientos. Los griegos conocieron y sintieron los espantos y terrores
de lo vital y para lograr vivir debieron poner frente a ellos el luminoso ser onírico de los
dioses olímpicos. Esa inmensa suspicacia ante las potencias titánicas naturales, ese sino
que imperaba inclemente sobre la suma del conocimiento, esa ave rapaz del gran
benefactor de los seres humanos, Prometeo, ese destino espantoso del sabio Edipo 13, ese
linaje maldito de los Atridas 14, que lleva a Orestes a matar a su propia madre,
ciertamente, toda esa filosofía de la deidad de los bosques; en definitiva, sumado todo a
sus ejemplos mitológicos, por cuya causa sucumbieron los nostálgicos etruscos 15, fue
continuamente superada por los helenos o quizá debiésemos decir que fue ocultada
merced a ese mundo intermedio, artístico, de las divinidades del Olimpo. A fin de poder
seguir viviendo se vieron obligados los griegos a pergeñar –profundamente necesitados
de ello– tales criaturas divinas. Este proceso debemos imaginarlo, indudablemente, como
un desarrollo en cuyo trascurso ese instinto de lo apolíneo fue creciendo en demoradas
etapas intermedias, desde ese primigenio orden divino y titánico de lo espantoso, hasta el
ordenamiento también divino de la alegría, tal como las rosas surgen de su espinoso
arbusto. Ese pueblo de sentimiento tan excitable, de deseo tan impulsivo, con una
capacidad para el padecimiento tan fuera de lo común... ¿de qué otra manera podría haber
aguantado la existencia si ella, mediante sus divinidades, no se les hubiese presentado
nimbada de un aura superior? Aquel mismo instinto que le da vida al arte, como un factor
complementario y un logro existencial dirigidos a posibilitar que se siga existiendo, fue el
elemento que asimismo hizo brotar el universo olímpico, donde la “voluntad” griega se
ubicó ante un espejo metamorfoseante. Al vivirla ellos fue como las deidades justificaron
la existencia de lo humano... ¡La exclusiva teodicea que satisface!
Debajo del fulgurante brillo de esos dioses la vida es percibida como intrínsecamente
deseable y el genuino padecimiento de los humanos de Homero indica la separación de tal
existencia, particularmente la separación rápida. De tal manera, se podría manifestar algo
en relación a ellos invirtiendo la sentencia de Sileno, en cuanto a que “lo peor para ellos
es morir pronto y en segundo término alcanzar a morir en alguna ocasión”. Cada vez que
retumba esta queja, ella habla de Aquiles, “El de la Corta Vida”, la transformación y el
decurso de lo humano como las hojas de los árboles, del crepúsculo del período heroico.
No es cosa indigna del mayor de todos los héroes desear seguir viviendo, así sea como un
trabajador; en el período apolíneo la “voluntad” anhela con tan crecida efusión esta vida,
el humano de Homero se identifica en tanta medida con ella, que hasta la queja se
transforma en una alabanza de la existencia.
En este punto debe expresarse que dicha armonía –en mayor medida todavía: la unidad
del hombre con la naturaleza– mirada con tanta melancolía por los hombres del presente
(cuya designación llevó a Schiller a difundir la expresión técnica de “ingenuo”), no es un

28
estadio tan simple, de suyo tan notorio, por decirlo de cierto modo, con el que debiésemos
toparnos a las puertas de cualquier cultura, tal como si constituyera un edén de lo
humano. Algo así solamente pudo ser supuesto en un tiempo que probó de imaginar que
el Emilio 16 de Rousseau 17 era asimismo artista, una época que se ilusionaba con haber
hallado en Homero ese Emilio artista, educado junto al seno de la naturaleza. En el arte,
allí donde topamos con lo “ingenuo”, debemos reconocer el fruto supremo de lo apolíneo,
que invariablemente debe derrocar inicialmente un reinado de titanes, aniquilar monstruos
y haber alcanzado el triunfo, mediante vigorosas ficciones embaucadoras e ilusiones
placenteras, acerca de la horrenda hondura de su reflexión mundanal y respecto de una
aptitud para el padecimiento definitivamente excitable. Pero, sin embargo, ¡en qué
espaciadas oportunidades se alcanzan las riberas de lo ingenuo, ese absoluto
involucramiento con la hermosura de lo aparente! ¡Cuán inefablemente sublime resulta
por esa causa ser Homero, quien como individuo posee con esa cultura de lo apolíneo
popular un nexo similar al que tiene el artista onírico individual con la capacidad onírica
del pueblo y de la naturaleza, desde un punto de vista general!
Aquella “ingenuidad” propia de Homero debe ser entendida como un absoluto triunfo
de lo ilusorio apolíneo, una ilusión parecida a la que usa la naturaleza, tan seguidamente,
para alcanzar sus metas.
El objetivo genuino queda oculto por la ilusión de una imagen y hacia ella es que
nosotros extendemos nuestros dedos, mientras que merced a nuestro engaño es que la
naturaleza concreta su logro. Entre los helenos la “voluntad” anheló verse a sí misma en
la metamorfosis del genio y del universo artístico, a fin de autoglorificarse, sus engendros
debían sentirse ellos mismos como merecedores de la glorificación; debían tornar a verse
en un estrato superior, sin que tal perfección de lo intuitivo funcionara imperiosamente o
a modo de reprimenda. Se trata del campo de lo bello, donde los griegos contemplaban
sus imágenes como si se tratara de un espejo, los dioses olímpicos. Empleando dicho
espejo de belleza fue que la “voluntad” griega contendió contra el talento para el
padecimiento y la capacidad para el saber del padecimiento, un talento consecutivo del
genio artístico. Como memoria de tal triunfo se erige frente a nosotros Homero, el “artista
ingenuo”.

4
Respecto de este artista de índole ingenua nos brinda sus lecciones la analogía con lo
onírico. En caso de que imaginemos de qué modo el soñador, en la completa ilusión del
sueño, sin por ello alterarla, se dice: “se trata de un sueño, yo deseo continuar soñando” y
si de ello vamos a colegir que la visión onírica genera un goce íntimo y hondo; si por otra
parte, para alcanzar a tener en el curso del sueño ese gozo íntimo en la visión, es preciso
haber olvidado completamente el día y su horrenda prisa; en ese caso nos está permitida
la interpretación de esta serie de fenómenos, conducidos por Apolo, el intérprete de los
sueños, aproximadamente como se indica a continuación. Aunque es verdad que entre
ambas mitades de la existencia –la propia de la vigilia y la otra, la del sueño– la

29
correspondiente a la vigilia nos resulta en mucha mayor medida privilegiada, importante,
digna de ser vivida. Inclusive, más: suscribiría que, empero, pese a que esto parezca
enteramente ser una paradoja, que el sueño valora de manera justamente contraria ese
trasfondo enigmático de nuestro ser, aquel del que constituimos lo aparente. Ciertamente,
en la medida en que mayormente identifico en el campo de lo natural esos
inconmensurables instintos artísticos y, en ellos, un fervoroso deseo de lo aparente, de
alcanzar la salvación merced a lo aparente, más inducido me siento hacia la suposición
metafísica de que lo definitivamente existente, la Unidad Primigenia, precisa por su parte
–en referencia a que constituye lo ininterrumpidamente padeciente y contradictorio– con
el fin de su eterna redención, la visión del éxtasis, la apariencia placentera: nosotros, que
nos hallamos absolutamente cautivos de esa apariencia y que consistimos en ella misma,
nos vemos forzados a sentirla como lo genuinamente no existente, o sea, como un
permanente devenir en lo temporal, espacial y fortuito. Para decirlo de otro modo: como
la realidad empírica. En consecuencia, si dejamos de lado momentáneamente nuestra
misma “realidad” e imaginamos nuestra vida empírica, así como la del mundo de manera
general, como una representación de la Unidad Primigenia generada a cada instante,
deberemos estimar entonces el sueño como apariencia de lo aparente y, por ende, tal
como una satisfacción todavía más elevada del deseo fundamental de apariencia. Por
igual causa es que el núcleo más profundo de la naturaleza tiene ese inefable gozo por el
artista ingenuo y la obra de arte de índole ingenua; esta es, también, apenas “apariencia de
lo aparente”. Uno de aquellos “artistas ingenuos” imperecederos, Rafael 18, representó en
una pintura simbólica ese estadio de la apariencia que pierde su potencia hasta quedar en
apariencia, el proceso fundamental del artista ingenuo y simultáneamente de la cultura
apolínea. En su obra titulada “Transfiguración” la porción inferior, que muestra al joven
poseído, sus desesperados conductores, los confundidos y acongojados discípulos, exhibe
para nosotros el reflejo del sempiterno padecimiento primigenio, el cimiento exclusivo
del universo. La “apariencia” es allí el reflejo de la contradicción permanente, matriz de
todas las cosas. De tal apariencia se erige entonces, como un perfume de ambrosía, un
novedoso universo de lo aparente, prácticamente visionario, del que nada aprecian
aquellos que están cautivos en la inicial apariencia, un fulgurante flotar en un goce
purísimo, en una intuición carente de dolor, que emana de unos ojos intensamente
abiertos. Ante los nuestros tenemos allí –en un supremo simbolismo artístico– ese
universo apolíneo de la belleza como estrato, el horrendo saber de Sileno, y entendemos
intuitivamente su mutua necesidad. Mas Apolo sale otra vez a nuestro encuentro, como el
principio de individuación divinizado, el único en el que se torna real el objetivo
sempiternamente alcanzado de la Unidad Primigenia, su salvación merced a la apariencia.
Él nos enseña con gestos sublimes en qué gran medida es preciso el universo completo de
la tortura, para que así el universo fuerce al sujeto a generar la visión salvífica y asimismo
de qué modo posteriormente el sujeto, sumergido en su contemplación, se encuentre
serenamente ubicado en su movedizo barco, en mitad del océano. Tal divinización de la
individuación –si es concebida como imperante y de prescripción– reconoce una
exclusiva norma: el individuo. O sea, la conservación de las fronteras individuales, la
templanza tal como la concebían los griegos. El dios Apolo, entendido como deidad ética,

30
les exige a sus seguidores dicha templanza y también –a fin de poder conservarla– el
conocimiento de sí mismos. De tal manera, lo exigido por el “conócete a ti mismo” y la
exigencia del “¡pero no en exceso!” se conducen paralelamente a la necesidad de
naturaleza estética de lo bello, en tanto que la propia presunción y la falta de templanza
fueron entendidas como los demonios 19 justamente enemigos, característicos del campo
de lo no apolíneo y, por ende, como cualidades propias del período anterior a lo apolíneo,
el tiempo de los titanes, y del mundo extraapolíneo, o sea el de los bárbaros 20.
Debido a su titánico amor por la humanidad fue torturado Prometeo por el buitre; a
causa de su saber sin fronteras –aquel que le permitió desentrañar el dilema presentado
por la Esfinge 21– tuvo Edipo que sumergirse en un atroz torbellino de horrores. De tal
manera el dios de Delfos hacía su interpretación del pretérito helenístico.
“Titánico” y también “bárbaro” le resultaba al apolíneo, asimismo, el efecto que
generaba lo dionisíaco, aunque sin poder ocultar que simultáneamente él estaba
relacionado profundamente con esos titanes y aquellos caídos héroes; hasta debía de
sentir una cosa más: su completa existencia, con la suma de su hermosura y templanza,
reposaba sobre un escondido estrato de padecer y sabiduría, uno que volvería a mostrarle
lo dionisíaco. Es evidente que... ¡Apolo no podía vivir sin Dionisos! ¡Lo “titánico”, lo
“bárbaro”, en definitiva constituían una perentoria necesidad, justamente igual que lo
apolíneo!
A continuación imaginémonos de qué modo, en ese mundo erigido sobre la apariencia
y la templanza, artificiosamente contenido, ingresó abruptamente el extático sonido de la
celebración dionisíaca, con mágicos compases cada vez en mayor medida seductores; de
qué modo, en esas melodías, la falta de templanza completa de la naturaleza se
evidenciaba a través del placer, el dolor y el conocimiento, hasta que llegaba a oírse el
estridor del aullido... ¡Imaginemos qué cosa podía significar, parangonado con este
demoníaco canto popular, el salmodiar del artista de Apolo, con el sonido fantasmal del
arpa! Las musas propias de las artes de la “apariencia” empalidecieron frente a un arte
que en su borrachera manifestaba la verdad; el saber de Sileno les gritó “¡Ay! ¡Ay!” a los
joviales seguidores del Olimpo. El individuo –con el conjunto de sus fronteras y
mediciones– se sumergió allí en un olvido de sí mismo, característico de los estados
dionisíacos, y se olvidó de las convenciones apolíneas. La falta de templanza se mostró
como lo cierto, la contradicción, el goce surgido de los padecimientos se refirieron a sí
mismos desde el seno mismo de lo natural.
De tal manera, allí donde irrumpió lo dionisíaco quedó aniquilado y echado por tierra
lo apolíneo. Mas de igual modo es verdad que donde la primera avanzada fue repelida, el
porte y la majestad del dios de Delfos se mostraron más severos y amenazantes que
otrora.
No poseo la capacidad suficiente como para explicarme, ciertamente, el Estado y el
arte dóricos como no sea al modo de un perpetuo terreno de contienda de lo apolíneo.
Exclusivamente enfrentándose sin tregua a la esencia titánica y bárbara de lo dionisíaco
lograron conservar por tan prolongado período un arte tan empecinado y basto, rodeado
de defensas, una educación tan bélica y rústica, una organización política tan cruenta y
carente de consideraciones.

31
Hasta este punto fuimos desarrollando con vastedad las observaciones que realicé al
principio de este texto, o sea, de qué modo lo apolíneo y lo dionisíaco –continuadamente
engendrando seres novedosos y potenciándose recíprocamente– rigieron la condición
griega; de qué manera la Edad de “Acero” (con sus titanomaquias y su rústica filosofía
popular) brotó, bajo la regencia del instinto apolíneo de la belleza, el mundo de Homero;
cómo ese esplendor “ingenuo” tornó a ser devorado por el conquistador caudal de lo
dionisíaco; de qué manera ante ese novedoso poderío lo apolíneo se elevó a la severa
majestad del arte dórico y de la contemplación dórica del universo. Si así la historia
griega más pretérita se divide, merced a la pugna entre tales principios antagónicos, en
cuatro vastos estadios del arte. A continuación nos vemos forzados a seguir inquiriendo
acerca de cuál es la postrera planificación de ese devenir y esa agitación, para el caso de
que quizá no tengamos que estimar el último período alcanzado, el propio del arte dórico,
como el cenit y el objetivo de esos instintos artísticos. En este punto se presenta ante
nuestros ojos la tan celebrada y sublime obra artística de la tragedia ática y del ditirambo
dramático –como común objetivo de esos instintos– cuyo enigmático maridaje fue
alabado, después de larga pugna, en ese fruto que simultáneamente es Antígona 22 y
Casandra 23.

5
En esta fase nos aproximamos al genuino objetivo de nuestro estudio, referido al
conocimiento del genio dionisíaco y el apolíneo y de sus obras artísticas; como mínimo al
entendimiento pleno de intuiciones del enigma que representa su unidad.
Primeramente nos preguntaremos cuál es el sitio donde se percibe inicialmente, en el
mundo griego, el novedoso brote que posteriormente se desarrollará hasta convertirse en
la tragedia y el ditirambo dramático. Al respecto, la Antigüedad nos brinda una pista al
ubicar en esculturas, alhajas y demás, reunidos, a Homero y Arquíloco 24, en calidad de
padres y precursores de la poesía griega. El sentido es sólido: solamente a ellos se los
puede entender como caracteres semejantes y por completo singulares, y es de ambos que
continúa manando un caudal ígneo sobre todo el porvenir helénico.
Homero, ese viejo soñador introvertido, el prototipo del artista apolíneo, ingenuo,
observa pasmado la pasional cabeza de Arquíloco, bélico sirviente de las musas,
ferozmente impulsado a través de lo existente. A fines de concretar una interpretación, la
estética actual apenas pudo sumar que en ello se confrontan el primer artista “objetivo”
con el inicial artista “subjetivo”. Diminuto favor nos hace esta interpretación, porque al
artista “subjetivo” solamente lo reconocemos como uno malo y cualquiera sea la variedad
y el rango del arte, exigimos particularmente el triunfo sobre lo subjetivo, la salvación del
“yo” y el enmudecimiento de cualquier tipo de voluntad y antojo de índole individual.
Más todavía: de no haber objetividad, de no estar presente una contemplación pura y
desprendida de cualquier otro interés, no daremos crédito nunca a una producción
artística. Por dicha causa nuestra estética debe resolver inicialmente el dilema referido a
cómo es factible el “lírico” en tanto que artista, aquel que –de acuerdo con lo que señala

32
la experiencia de toda época– invariablemente dice “yo” y canturrea ante nosotros su
completa variante cromática de pasiones y apetencias. Justamente es este Arquíloco quien
nos amedrenta –junto a Homero– por sus alaridos de burla y aborrecimiento, debido a los
borrachos estallidos de su sensualidad. Arquíloco, el artista subjetivo inicial, acaso, por
esta razón, ¿no es el prototipo del no artista? ¿De dónde viene en tal caso, la adoración
que le brindó al poeta, justamente, asimismo el oráculo de Delfos, cuna del arte
“objetivo”?
Sobre el procedimiento de su poetizar arroja luz Schiller 25 merced a una observación
de tipo psicológico que para él mismo era imposible explicar, mas que sin embargo no
resulta objeto de duda. El poeta confiesa que aquello que tenía ante sí y en sí mismo como
estadio precursor al acto poético no consistía en una secuencia de imágenes, con el
adosado de algunas nociones en orden fortuito, sino mejor un estado anímico musical:
“En mí, el sentir no posee primeramente un objetivo nítido y bien establecido, lo que se
conforma sólo después. Parece ser determinado ánimo de índole musical, que precede en
mí a la concepción poética”. Si le sumamos a lo anterior el fenómeno de mayor relieve
del conjunto de la lírica antigua, la reunión, o más todavía, la identificación del lírico con
el músico, estimada en todo sitio como algo natural y ante la que la lírica actual semeja
ser el monumento de un dios sin la cabeza, estamos en condiciones –sobre el basamento
de nuestra metafísica estética, antes manifestada– de explicarnos al lírico como se
explicita a continuación.
Inicialmente, en su condición de artista dionisíaco se ha identificado completamente
con la Unidad Primigenia, con su padecimiento y sus contradicciones, y genera una
respuesta de esa misma Unidad Primigenia en la forma de música, incluso en la ocasión
en que esta fue denominada –con pleno derecho para hacerlo– una repetición del universo
y una nuevo vaciado de este. Posteriormente, dicha música se torna para el artista
nuevamente perceptible, gracias al efecto apolíneo del sueño, tal como una imagen
onírica y simbólica. Esa refracción no conceptual y no figurativa del padecimiento
primigenio en la música, con su salvación en la apariencia, genera entonces un nuevo
reflejo bajo la forma de un símbolo o ejemplo individual. En el proceso dionisíaco el
artista dejó de lado su subjetividad y la imagen que le brinda su identificación con el
corazón universal es una escenificación de tipo onírico, que torna perceptibles esa
contradicción y padecimiento primigenios, acompañados por el goce primigenio
característico de la apariencia. En consecuencia, el “yo”, en el caso del lírico, retumba
proveniente de la sima del ser y su “subjetividad” –en el sentido que le dan los estetas
actuales– es mera imaginación. Cuando Arquíloco, el primero de los poetas líricos
griegos, pregona su furibundo amor y simultáneamente su desdén por las hijas de
Licambes 26, no es su pasión lo que danza frente a nosotros en un remolino orgiástico.
Lo que vemos allí es a Dionisos y las ménades 27, a Arquíloco, borracho y tendido por el
sueño, de modo igual a como Eurípides nos narra el dormir en Las bacantes 28: tiene
lugar en una alta planicie de las montañas, bajo el calor del mediodía. Entonces Apolo se
aproxima al durmiente y lo toca con una vara de laurel. La mágica metamorfosis del que
duerme –dionisíaca y musical– arroja en torno de él centelleos que son imágenes, poemas

33
líricos que, en su realización suprema, se denominan tragedias y ditirambos dramáticos.
El escultor y asimismo el poeta épico, su afín, están sumergidos en la intuición pura de
las imágenes. El músico dionisíaco, sin imagen alguna, es absoluta y únicamente
padecimiento primigenio, primigenio eco de ese padecer. El genio lírico percibe el
surgimiento del estadio místico de autoalienación y unidad; un universo de imágenes y
símbolos cuyos matices, cuya causalidad y velocidad son radicalmente diferentes del
universo propio del escultor y el poeta épico. En tanto que es en esas imágenes, y
solamente en ellas, donde estos moran con jubiloso goce, y no se fatigan de mirarlas con
amor hasta en sus más pequeños pormenores, mientras que hasta la imagen de Aquiles
furioso es para ellos apenas una imagen, de cuya colérica expresión ellos disfrutan con
aquel gozo onírico por la apariencia – de manera que merced a este espejo de la
apariencia se encuentran ellos amparados contra la fundición y la unificación con sus
pensamientos –, las imágenes propias del lírico no son, en cambio, otra cosa que él
mismo, y solamente diferentes objetivaciones suyas. A causa de ello, como núcleo motor
de ese universo, le está permitido referir “yo”; mas esta condición de “yo” no es similar a
la del sujeto en vigilia, empírico–real, sino la única genuinamente existente y perpetua
que reposa en lo íntimo de las cosas, hasta donde llega con su mirada el genio lírico
mediante las copias de aquéllas. A continuación vamos a imaginarnos de qué modo dicho
genio se avizora a la vez a sí mismo entre tales copias como un no genio; o sea, avizora su
mismo “sujeto”, la completa multitud de pasiones y voliciones subjetivas, dirigidas hacia
algo establecido y que él imagina real. Incluso cuando entonces puede parecer que el
genio lírico y el no genio unido a él constituyen la misma cosa, y que el primero de ellos,
al emplear esa palabrilla, “yo”, se está refiriendo a sí mismo: esa apariencia ya no estará
en condiciones de continuar llevándonos a cometer un yerro, como hizo –sin duda
alguna– con aquellos a que señalaron como artista subjetivo al lírico. Ciertamente
Arquíloco, el que arde de pasión, uno que ama y odia apasionadamente, es apenas una
visión del genio, quien no es ya Arquíloco: es el genio del mundo, que expresa mediante
símbolos su padecimiento primigenio en ese símbolo que es el sujeto Arquíloco. En tanto,
aquel hombre, Arquíloco, cuyos anhelos y cuyas apetencias son de índole subjetiva, no
está en condiciones de ser ni podrá nunca ser poeta. Empero no es preciso que el lírico
observe ante sí –como reflejo del ser perpetuo– exclusivamente el fenómeno del hombre
Arquíloco. La tragedia evidencia hasta qué nivel el universo visionario del lírico puede
distanciarse de tal fenómeno, uno que de todas maneras surge en primer término.
Schopenhauer –quien no obvió el problema que el lírico encarna para la estimación
filosófica del arte– supone haber hallado una vía para salir de ese asunto, pero no puedo
seguirlo por ella, incluso cuando Schopenhauer fue el único que en su honda metafísica
de la música tuvo en su poder el medio merced al que ese problema podía haber sido
concretamente superado. Tal como estimo haber hecho yo en este punto, para su mayor
honor y bajo su espíritu. De modo opuesto, Schopenhauer brinda una definición de la
esencia singular de la canción, como sigue (ver nota 1): “Es el sujeto de la voluntad, o
sea, el propio querer aquello que satura la conciencia del cantor, muy seguidamente como
un querer separado, satisfecho –júbilo–, mas con mayor asiduidad todavía, como un
querer incapacitado –duelo–, pero invariablemente como afecto, pasión, un estado

34
anímico excitado. Junto a ello, empero y simultáneamente, el cantor, merced al
espectáculo de la naturaleza en derredor, toma conciencia de sí en tanto que sujeto del
conocimiento puro, otro que el querer, cuya feliz e impasible serenidad confronta de allí
en más con la urgencia del permanentemente limitado, necesitado querer: el sentimiento
de tal confrontación, de ese juego alternado, es justamente lo expresado en toda la
canción, aquello que establece, generalizadamente, el estadio lírico. En tal estadio el
conocimiento puro se acerca a nosotros para redimirnos del querer y de su urgencia. Lo
seguimos, mas apenas por un momento, ya que repetidamente el querer, la memoria de
nuestros fines individuales, nos separa de la revisión serena. Asimismo nos separa
repetidamente del querer el hermoso derredor, donde se nos otorga el conocimiento puro,
separado de lo volitivo. Por dicha razón en el canto y en el estadio anímico lírico el querer
–o sea: el interés individual de la finalidad– y la intuición pura del derredor ofrecido se
mixturan de un modo sorpresivo. Nosotros buscamos y nos imaginamos nexos entre ellos.
El estadio anímico subjetivo, la afección de la voluntad, brindan por reflexión su matiz al
derredor que es contemplado,el que por su parte se lo participa a aquéllos: el canto es la
impronta genuina del conjunto de ese estadio anímico tan mixturado, a tal punto
fragmentado”.
Acaso, ¿quién no podría apreciar que en la anterior descripción la lírica es presentada
como un arte que no resultó adquirido con perfección; uno que arriba a su objetivo
intermitentemente y en contadas ocasiones? En mayor medida todavía: ¿tal como si fuese
un arte a medias, uno cuya esencia estribaría en una rara mezcla del querer y la
contemplación pura, o sea, entre el estadio que no es estético y aquel que sí lo es?
Sostenemos que esa antítesis que aún guía a Schopenhauer en función de separar las
artes –tal como si se tratara de una premisa para establecer valoraciones–, la
confrontación entre lo que es subjetivo y lo que es objetivo, no es algo adecuado en el
campo estético, dado que el sujeto que quiere y favorece sus metas propias es pasible de
ser pensado exclusivamente como antagonista, no como origen de lo artístico. Mas según
el individuo es artista, resulta redimido de su voluntad individual y se ha transformado en
un medium, merced al cual el exclusivo sujeto genuinamente existente celebra su
salvación en el campo de la apariencia.
Debe quedar en claro, fundamentalmente –para nuestra propia vergüenza y
encumbramiento– que la completa comedia del arte no es representada de ningún modo
por nosotros, quizá con la meta de optimizarnos y formarnos. Todavía más: que tampoco
somos los genuinos creadores de tal universo artístico; lo que en vez nos está permitido
presuponer acerca de nosotros es que para el criterio del verdadero creador de ese
universo somos imágenes y proyecciones del arte, así como que nuestra mayor dignidad
estriba en nuestro significado como obras artísticas, porque solamente en calidad de
fenómenos artísticos encuentran permanentemente su justificación la vida y el universo,
al tiempo que, concretamente, nuestra conciencia respecto de ese sentido nuestro en muy
poca medida difiere de la que unos soldados pintados tienen del combate que representa
esa pintura. Por ello, el conjunto de nuestro conocimiento artístico es, en definitiva, uno
absolutamente ilusorio, puesto que como dueños de él, no nos hallamos unidos ni
tampoco identificados con ese ser que –al ser creador y exclusivo espectador de esa

35
comedia artística– se consigue un placer perpetuo para sí.
El genio conoce algo respecto de la esencia perenne del arte exclusivamente según –en
su acto procreativo artístico– se funde con ese primigenio artista del mundo. Cuando
transita por tal estadio resulta maravillosamente semejante a la inquietante imagen de la
narración, la que es capaz de dar vuelta los ojos y observarse a sí misma. Entonces es
simultáneamente tanto sujeto como objeto, simultáneamente poeta, histrión y espectador.

6
En lo referido a Arquíloco, la pesquisa erudita comprobó que fue él quien incluyó en la
literatura la canción popular y que es este acontecimiento lo que le brinda en la estima
general de los griegos esa ubicación exclusiva junto a Homero. Pero, ¿en qué consiste la
canción popular, confrontada con la absolutamente apolínea epopeya? Concretamente el
perenne vestigio de una reunión de lo apolíneo y lo dionisíaco. Su inmensa difusión –que
se expande al conjunto de los pueblos y que se incrementa con resultados repetidamente
renovados– a nuestro criterio consiste en un alegato de la energía de ese duplicado
instinto artístico de la naturaleza; uno que deja su impronta en la canción popular de
modo similar al que se puede constatar en los movimientos orgiásticos de un pueblo que
se eterniza en su música. Todavía en mayor medida, debería poderse corroborar asimismo
que, históricamente, cualquier período que haya generado numerosas canciones populares
ha sido al mismo tiempo fuertemente sacudido por caudales dionisíacos, a los que
debemos continuadamente estimar como sustrato y presuposición de la canción popular.
Sin embargo, para nuestro punto de vista, fundamentalmente la canción de tipo popular es
la reflexión musical del mundo, la original melodía, que actualmente busca una apariencia
onírica paralela y la expresa mediante la poesía. En consecuencia la melodía resulta ser lo
inicial y lo universal que, por ende, puede tener asimismo numerosas objetivaciones, en
numerosos textos. La melodía es, asimismo –según la cándida suposición popular– algo
de mayor importancia y necesidad que cualquier otra cosa. La melodía hace brotar de sí la
poesía, y torna en múltiples ocasiones a generarla; no otro significado posee la forma
estrófica de la canción popular: fenómeno que estimé invariablemente con extrañeza,
hasta que logré dar con un explicación. Aquel que bajo este criterio revise una serie de
canciones populares –por ejemplo “El Cuerno maravilloso del muchacho”– dará con
incontables muestras del modo en que la melodía, que permanentemente está
engendrando cosas, arroja en su torno chispazos/imágenes que delatan su policromía, lo
súbito de sus transformaciones... Incluso más: su enloquecida premura. Se trata de una
energía absolutamente ajena a la apariencia épica, con su sereno transcurrir. De acuerdo
con la óptica epopéyica, ese desparejo universo de imágenes propio de la lírica debe ser
meramente sentenciado. Eso fue lo que hicieron definitivamente en tiempos de
Terpandro 29 los serios rapsodas épicos de los festejos apolíneos.
En la poesía de la canción popular observamos al lenguaje hacer un mayúsculo
esfuerzo por imitar la música. Por esa causa, con Arquíloco, tiene inicio un novedoso
mundo poético, que en lo más hondo de su seno confronta al universo homérico. Con lo

36
anterior marcamos la exclusiva relación que es factible entre la poesía y la música, entre
la palabra y el sonido. La palabra, la imagen, la noción buscan una expresión semejante a
la musical y sufren entonces, en sí, la violencia de la música. En tal sentido nos está
permitido diferenciar dos corrientes fundamentales en el acervo lingüístico griego, de
acuerdo con que la lengua haya imitado el universo de lo aparente y las imágenes o el de
la música. Alcanza con meditar con mayor hondura acerca de la diferencia respecto del
color, la terminología en el lenguaje empleado por Homero y el utilizado por Píndaro 30
para alcanzar a entender el sentido de esta contraposición. Todavía en mayor medida se
volverá nítido que entre ambos deben haber retumbado las melodías orgiásticas de la
flauta olímpica, que aún en la época de Aristóteles –en la mitad de unos acordes
muchísimo más desarrollados– llevaban a las multitudes a un fervor embriagador, las que
indudablemente, en sus orígenes llevaron al conjunto de los medios expresivos poéticos
de sus contemporáneos a buscar imitarlas. En este punto voy a rememorar de qué modo
una sinfonía de Beethoven fuerza a quienes la escuchan a expresarse sobre ella
empleando imágenes, aunque la mixtura de los diferentes universos de imágenes creados
por un trabajo musical presenta un aspecto espectral y abigarrado, todavía más:
contradictorio. Incita a ejercitar el menguado ingenio acerca de esas combinaciones y
obviar el hecho que ciertamente debe ser explicado es cosa muy característica de la
naturaleza de tal estética. Incluso cuando el poeta musical se haya referido a su obra
mediante imágenes, definiendo –como ejemplo– una sinfonía como “pastoral” o a un
tiempo de “escena junto al riacho” y otro como “divertida tertulia aldeana”. Todos estos
aspectos resultan ser –de igual forma– representaciones que en ningún detalle pueden
brindarnos instrucción acerca del bagaje dionisíaco de la música; en mayor medida, que
no poseen, junto a otras imágenes, algún tipo de valor único. Este desarrollo por el que la
música se desgrana en imágenes debemos transportarlo entonces a una masa popular
fresca y jovial, en el campo de lo lingüístico creadora, para percibir de qué modo brota la
canción popular estrófica, y de qué manera la capacidad lingüística completa resulta
excitada por el novedoso principio de imitación de la música.
Por consiguiente, si nos está permitido conceptualizar la poesía lírica como un fulgor
imitativo de la música en cuanto a imágenes y conceptos, podemos consiguientemente,
formularnos la siguiente pregunta: “¿como qué se muestra la música en el espejo de las
imágenes y de los conceptos?”. Surge como voluntad –entendido en el sentido que le da
Schopenhauer– o sea, como antítesis del estadio anímico estético, absolutamente
contemplativo, carente de voluntad. En este punto se debe establecer un distingo lo más
notorio que resulte factible entre la noción de la esencia y la de la apariencia, porque –por
su misma esencia– no es factible que la música sea voluntad, dado que (si así fuera)
debería ser desterrada del campo del arte; efectivamente, la voluntad es lo que no es
estético en sí mismo, mas se muestra como voluntad.
A fin de manifestar mediante imágenes la apariencia de la música el lírico precisa el
conjunto de los movimientos de la pasión, desde los murmullos afectuosos hasta el tronar
de la locura. Forzado a referirse a la música empleando símbolos apolíneos, el lírico
concibe completa la naturaleza y se concibe a sí mismo en su interior, exclusivamente
como lo que de modo perpetuo resulta volitivo, deseante. Empero, según que interpreta la

37
música mediante imágenes, él mismo descansa en el sereno océano de lo contemplativo
apolíneo; aunque cuanto observa en torno mediante el medium musical se halla
subyugado a un movimiento pasional y alterado. Inclusive, cuando el lírico se avizora a sí
mismo a través de ese medium, su imagen se le manifiesta en un estadio insatisfecho. Su
mismo querer, desear, gemir, aullar de alegría es para su criterio un símbolo para
interpretar la música. En esto consiste el fenómeno del lírico, quien como genio apolíneo,
interpreta la música mediante la imagen de la voluntad, en tanto que él mismo,
absolutamente desprendido de la codicia de lo volitivo, constituye un ojo solar puro e
imperturbable.
El conjunto de este análisis se reduce al hecho de que, tal como la lírica se halla en
situación de dependencia del espíritu musical, de esa manera la misma música –en su
entera soberanía– no precisa de la imagen o del concepto, exclusivamente aguanta que
estén presentes junto a ella. La poesía del lírico no alcanza a expresar algo que no se
encuentre ya, con total generalidad y validez universal, implicado en la música; ella es el
factor que ha obligado al lírico a utilizar un lenguaje figurado. Mediante el lenguaje no es
posible alcanzar de manera integral el simbolismo universal musical, justamente a causa
de que se refiere de modo simbólico a la discordancia y el padecimiento primigenios,
presentes en el seno mismo de la Unidad Primigenia; por ende, es el símbolo de un campo
que se halla situado sobre y de manera previa a cualquier clase de apariencia.
Parangonada con ella, cualquier apariencia resulta ser mero símbolo. Por esa razón, el
lenguaje –entendido como órgano y a la vez símbolo de lo aparente– en sitio algo y en
tiempo alguno logra verter hacia fuera la intimidad más recóndita de la música; en vez,
apenas se aplica a imitarla, se halla exclusivamente en un contacto externo con ella, al
tiempo que no nos puede aproximar en lo más mínimo su más hondo sentido, inclusive
con la máxima elocuencia de la lírica.

7
En este punto debemos apelar al auxilio de la suma de los principios artísticos que
hemos investigado hasta ahora, a fin de conducirnos adecuadamente en el interior del
dédalo, porque de tal manera tenemos que nombrar el origen de la tragedia griega. Estimo
que no estoy realizando una afirmación descabellada si establezco que, hasta el presente,
el dilema representado por dicho origen ni siquiera fue seriamente planteado. En mucha
menor medida ha sido resuelto, pese a que muy repetidamente los harapos al viento de la
añeja tradición fueron remendados y combinados, para posteriormente tornar a ser
desagarrados.
Aquella tradición decididamente afirma que brotó la tragedia del coro trágico y que en
los tiempos en que surgió consistía exclusivamente en el coro. De ello extraemos el deber
de acceder hasta el seno mismo de tal coro trágico –el genuino drama primigenio– sin
satisfacernos con las habituales frases retóricas, las que señalan que el coro resulta ser el
mejor espectador, o que su sino es la representación del pueblo ante la región regia de la
escena. Esta aclaración, que para los políticos es algo eminentísimo, tal como si la
perenne norma moral fuera representada por los demócratas atenienses mediante el coro

38
popular –que invariablemente tendría razón sobre los desbordes de pasión de los
monarcas– quizás es sugerida por una frase de Aristóteles, mas no tiene influencia alguna
sobre la conformación primera de la tragedia, dado que de esos orígenes eminentemente
religiosos está ausente cualquier confrontación entre la plebe y el señor y, desde un punto
de vista generalizado, todo campo político y social. Asimismo, acerca de la conformación
clásica del coro en Esquilo y en Sófocles que nosotros conocemos, estimaríamos como
una herejía referirnos en este punto a que existe una intuición de “representación
constitucional popular”, siendo, sin embargo esta, una herejía ante la que otros no han
retrocedido. Una representación de la plebe no existió jamás en la práctica en las añejas
constituciones políticas y como es de suponer, de igual manera jamás la “intuyeron” en
sus tragedias. En mucha mayor medida famosa que esta explicación de índole política del
coro es el criterio de A.W. Schlegel 31, quien recomienda que veamos al coro como si
fuera un resumen de las masas espectadoras, tal como si fuera “el público ideal”.
Comparado este criterio con esa tradición histórica que indica que en sus comienzos la
tragedia consistió exclusivamente en un coro, devela qué es: una afirmación basta, carente
de toda índole científica, aunque brillante, pero cuyo fulgor proviene solamente de lo
concentrado de su manifestación, de la inclinación completamente alemana hacia cuanto
es supuesto como “ideal” y de nuestro efímero estupor.
Nos deja atónitos, ciertamente, apenas efectuamos la comparación entre el
acabadamente conocido público teatral actual con ese coro, y nos interrogamos acerca de
si será cosa factible obtener de ese público, sobre la base de su idealización, alguna cosa
parecida a un coro trágico. Descartamos silenciosamente esa posibilidad y nos
asombramos en tanta medida de la temeraria afirmación de Schlegel como del carácter
absolutamente distinto del público griego. Opinamos invariablemente, antes, que el
auténtico espectador –fuera cual fuera– debe seguir consciente en todo instante de que lo
que tiene ante sí es una obra artística, no una realidad empírica; en tanto que el coro
trágico griego está constreñido a identificar en las figuras de la escena existencias
corporales. El coro de las oceánidas 32 supone cierto ver ante sí al titán Prometeo y se
estima a sí mismo real en tanta medida como el dios del escenario. Acaso, ¿la variedad
más elevada y de mayor pureza de los espectadores vendría a estar constituida por
aquellos que estimaran, como las oceánidas, que Prometeo se halla sobre el escena de
cuerpo presente, que es una realidad? En cuanto a la señal característica de ese supuesto
espectador ideal, ¿ella consistiría en lanzarse sobre la escena y liberar al titán de sus
cadenas y torturas?
Creímos en un público estético y estimamos antes al espectador individual como
dotado de mayor capacidad en la medida en que estuviera capacitado para estimar la obra
artística como arte, o sea, de modo estético. Entonces lo expresado por Schlegel ha
sugerido que el ideal como público es aquel que permite que el mundo del escenario actúe
sobre él, no al modo estético, sino corporal y empírico... ¡Ah, los griegos!, nos
lamentábamos, ¡acaban con nuestra estética!
Mas ya acostumbrados a ello, repetíamos lo dicho por Schlegel invariablemente,
cuando se hacía referencia al coro.
Empero esa tradición tan manifiesta hablaba en este punto en contra de Schlegel: el

39
coro en sí mismo, sin la escena, es la forma primigenia de la tragedia, y ante ese coro de
espectadores ideales no resultan coincidentes el uno con el otro... ¿Qué clase de género
artístico sería ese, uno que estaría desprendido de la noción de espectador, y el que nos
tendríamos que ver obligados a estimar como forma genuina del “espectador en sí
mismo”? El espectador sin espectáculo es algo descabellado... Lamentamos que el origen
de la tragedia no sea pasible de explicación ni siquiera con una elevada apreciación de la
inteligencia moral de la plebe, ni con la noción de espectador sin espectáculo. Nos resulta
excesivamente hondo ese dilema, como para que unas formas tan superfluas de estimarlo
alcancen siquiera a aproximarse a él.
Una suposición indescriptiblemente más preciosa sobre el sentido del coro nos la había
brindado ya el célebre prefacio de La novia de Mesina, de Schiller, que estima al coro
como una pared viviente levantada por la tragedia en torno de sí, para separarse
palmariamente de lo real y conservar su piso ideal y su libertad poética.
Con este armamento capital pugna Schiller en contra de la concepción vulgar de lo
natural, contra la ilusión habitualmente exigida en el campo de la poesía dramática. En
tanto que en el teatro el día mismo es apenas un día artificial, y la arquitectura
exclusivamente simbólica, el lenguaje métrico brinda un carácter ideal, en el conjunto,
manifiesta Schiller, y sigue así predominando el equívoco; no alcanza con que se soporte
exclusivamente como libertad poética eso que conforma la esencia misma de toda poesía.
La inclusión del coro es el paso determinante que deja establecida la guerra a cualquier
naturalismo en el campo del arte. Estimo que es esta manera de sopesar los asuntos
aquella para designar la cual nuestro tiempo –que se cree superior– emplea el despectivo
mote de “pseudoidealismo”. Me temo que con nuestra veneración contemporánea por lo
natural y lo real hayamos arribado, contrariamente, al extremo contrario de cualquier
idealismo, o sea, al área de los museos de cera. Asimismo en estos hay arte, tal como
también lo encontramos en determinadas novelas que hoy están de moda, mas no vayan a
molestarnos con la suposición de que el “pseudoidealismo” de Schiller y de Goethe fue
superado mediante tal tipo de arte.
Definitivamente es un campo “ideal” aquel donde, según el correcto vislumbre de
Schiller, acostumbra vagar el coro satírico griego, el de la tragedia original, un terreno
situado muy por arriba de los caminos reales por donde transitan los mortales. Para dicho
coro ha fabricado el griego los montajes colgantes de un simulado estadio natural. En
esos montajes colocó el griego simulados seres naturales: sobre esa base se ha erigido la
tragedia y ya anteriormente tuvo permiso –desde el inicio mismo– para ofrecer una
lamentable representación fotográfica de la realidad. Mas no se trata en este caso de un
mundo fantasmal, entrecruzado con plena arbitrariedad entre el firmamento y la tierra. En
mejor medida es un mundo provisto de la misma realidad y verosimilitud que para el
griego religioso tenían el Olimpo y sus habitantes. El sátiro –como coreuta dionisíaco–
existe en una realidad aceptada por la religión, bajo la autorización del mito y del culto.
Que la tragedia principie con él y que por sus labios se exprese el saber dionisíaco de la
tragedia es algo que nos asombra tanto como que la tragedia tenga su origen en el coro.
Quizás obtengamos un punto de partida para el examen de este dilema si manifiesto que
el sátiro –el ser natural simulado– mantiene con el humano civilizado una relación igual a

40
la que la música dionisíaca sostiene con la civilización. Respecto de esta señala Richard
Wagner que la música la deja en suspenso, así como la luz diurna deja en suspenso el
fulgor de una lámpara. De igual modo, estimo, el griego civilizado se percibía a sí mismo
en suspenso ante el coro satírico. El efecto más inmediato de la tragedia dionisíaca
consiste en que el estado y la sociedad y, desde una óptica general, las hondas simas que
distancian a un individuo de otro dejan su lugar a un abusivo sentimiento de unidad, que
devuelve el conjunto de las cosas al seno de la naturaleza. El bálsamo metafísico, aquel
que –como sugiero yo– nos deja la tragedia, de que en definitiva y no obstante el cambio
de las apariencias, la vida es inevitablemente potente y gozosa, tal alivio surge corporal y
evidentemente como un coro de sátiros, uno de criaturas naturales que perennemente
subsisten detrás de toda civilización y que, pese a toda la transformación de las
generaciones y de la historia de los pueblos, persisten perpetuamente. Dicho coro es el
factor que brinda consuelo al griego provisto de hondos sentimientos y de una
extraordinaria aptitud para el padecimiento de mayor delicadeza y peso, aquel que ha
ingresado con su aguda mirada en el tremendo procedimiento de aniquilación
característico de la así llamada historia universal tanto como en la crueldad de lo natural,
aquel que se halla en riesgo de desear una negación de la voluntad de índole budista. A
ese griego el arte le brinda la salvación y a través del arte es que la vida lo salva para sí.
El éxtasis propio del estadio dionisíaco, con su destrucción de todas las barreras y los
límites acostumbrados de la existencia, posee en tanto perdura un factor de letargo, donde
se hunden las experiencias individuales pretéritas. De tal manera quedan distanciados
entre sí –gracias a este abismo de olvido– la realidad cotidiana y la dionisíaca. Mas en
cuanto la primera torna a ingresar en la esfera de la conciencia resulta percibida como
náusea. Es un estadio anímico ascético, uno que niega lo volitivo, aquel que resulta de
tales estadios. Por este camino el sujeto dionisíaco se asemeja a Hamlet, pues ambos han
vislumbrado por una vez lo esencial de las cosas, lo han conocido y sufren náuseas de
actuar en consecuencia. Dado que su accionar en ningún aspecto puede cambiar la esencia
perenne de las cosas, entienden que es risible u ofensiva la exigencia de retornar a
asegurar un universo salido de sus márgenes. El saber aniquila el accionar, ya que para
actuar es necesario estar envuelto por el manto de la ilusión; tal es la lección de Hamlet,
no esa sabiduría barata y tan propia de Juan el Soñador, quien no alcanza a actuar por un
exceso reflexivo, por una exagerada provisión de oportunidades, no es el reflexionar: es el
genuino conocimiento, la mirada que ha ingresado en la espantosa verdad, aquello que
pesa en mayor medida que la suma de las razones que llevan a actuar, en Hamlet como en
el sujeto dionisíaco. Entonces ya ningún alivio genera su efecto, el deseo va más allá de
un universo tras la muerte, inclusive allende las deidades, la existencia resulta negada,
con su brillante reflejo en las divinidades o en un más allá eterno. Consciente acerca de la
verdad que fue intuida, entonces el sujeto ve en todo sitio exclusivamente lo horroroso y
descabellado del ser y entiende lo simbólico del sino de Ofelia, al tiempo que identifica el
saber de Sileno y sufre de náuseas. Ante este riesgo mayúsculo de la voluntad, al sujeto
en cuestión se le acerca el arte –tal como un prestidigitador salvífico y curativo– único
elemento que puede hacer retroceder ese pensamiento nauseoso acerca de lo horrendo y
descabellado de lo existencial, transformándolo en representaciones con las que puede

41
convivirse. Dichas representaciones son lo sublime, sumisión artística de lo horrendo, y lo
cómico, artística descarga de la náusea ante lo descabellado.
El coro satírico del ditirambo es el acto salvífico del arte griego; en el universo
intermedio de estos compañeros de Dionisos terminaron sin fuerzas esos vértigos que
anteriormente describimos.

8
En igual medida el sátiro y el idílico pastor de nuestro tiempo resultan ser frutos
originados de un deseo dirigido hacia lo primario y natural. Sin embargo, ¡con qué segura
y valerosa zarpa retiene el griego a su hombre de los bosques, y de qué abochornado y
débil modo juega el hombre contemporáneo con la imagen halagadora de un pastor
delicado, reblandecido, que ejecuta su flauta! Una naturaleza no laborada todavía por
alguna variedad de saber, una en la que aún las cerraduras de la cultura no fueron
violadas... de tal manera apreciaba el griego al sátiro, quien, por esa causa, todavía no
coincidía en su opinión con un simio. De modo opuesto, era el sátiro la imagen
primigenia del hombre, la manifestación de sus más elevadas y vigorosas emociones, en
tanto que era el entusiasmado extasiado por la cercanía de la deidad, el compañero que
comparte el padecer, aquel en el que es repetido el sufrimiento de la deidad, el heraldo de
un saber que se expresa desde lo más profundo de la naturaleza, símbolo de la plena
potencia sexual de lo natural, que el griego está acostumbrado a apreciar con un asombro
colmado de respeto. El sátiro era un ser sublime y divino y aquello debe de haber
representado particularmente para el sujeto dionisíaco, cuya mirada se hallaba transida
por el padecimiento. Al individuo dionisíaco le hubiese resultado una afrenta el arreglado
pastor de ficción, pues con sublime placer su mirada se demoraba en los magníficos
detalles naturales, no disminuidos ni velados. En este punto la ilusión cultural había
resultado arrancada de la imagen humana primigenia; en tal lugar se delataba el individuo
genuino, aquel sátiro barbado que vocifera de contento ante su deidad.
Frente a él, el individuo civilizado disminuye su ser hasta llegar a convertirse en una
falsedad caricaturesca. Asimismo en lo que hace a esos inicios del arte trágico está
Schiller en lo cierto, pues el coro es una pared viviente, levantada como oposición ante el
salto de lo real, pues el coro de sátiros es reflejo de la realidad en una medida más cierta,
definitivamente más genuina y acabada que el sujeto civilizado, que habitualmente se
estima a sí mismo como la exclusiva realidad. El campo de la poesía no se halla fuera del
mundo, como si fuera un fantasmal imposible característico de la mente del poeta. La
poesía desea ser definitivamente lo opuesto, la manifestación de la verdad no engalanada
y precisamente por esa causa debe lanzar lejos de sí el mentiroso disfraz de esa supuesta
realidad del individuo civilizado. La desigualdad entre la genuina verdad natural y el
embuste de la civilización, que actúa como si él fuese la exclusiva forma de lo real, es una
disparidad parecida a la que se aprecia entre el centro perenne de las cosas –la cosa en sí
misma– y el universo de lo aparente entendido en su conjunto. De igual manera como con
su bálsamo metafísico la tragedia señala la vida imperecedera de ese centro de lo que
existe, en el transcurso de la permanente aniquilación de lo aparente, el simbolismo del

42
coro de sátiros manifiesta mediante un símbolo ese nexo primigenio presente entre la cosa
en sí misma y lo aparente. Ese bucólico pastor ideal del hombre contemporáneo es apenas
la imitación del conjunto de las ilusiones de la cultura que este sujeto actual estima que es
la naturaleza. El griego dionisíaco aspira a la verdad y lo natural a su máxima potencia; él
se contempla a sí mismo metamorfoseado mágicamente en un sátiro. Con estos estadios
anímicos y estos saberes la multitud enfervorizada de Dionisos vocifera jubilosamente. El
poder de dichos estadios y saberes los convierte ante sí mismos, de manera que suponen
ser entidades naturales transformadas, sátiros. La conformación ulterior del coro trágico
es el remedo artístico de tal suceso natural. En ese remedo fue preciso concretar –de todas
formas– un distanciamiento entre la concurrencia dionisíaca y los individuos
metamorfoseados por la magia de Dionisos; solamente que es indispensable tener
invariablemente en mente que los espectadores de la tragedia griega volvían a encontrarse
consigo mismos en el coro orquestal, que en definitiva no existía oposición alguna entre
la concurrencia y el coro, porque lo que exclusivamente hay es un grande y sublime coro
satírico que danza y canta, o el de aquellos que son representados por ellos.
La expresión de Schlegel debe mostrarse ante nosotros con un sentido más hondo: el
coro es el “público ideal”, según es el exclusivo espectador aquel que contempla el
mundo visionario del escenario.
El público –tal como lo entendemos los hombres de hoy– no fue algo que conocieran
los helenos. En sus teatros, tomando en cuenta la estructura en terrazas del campo
adjudicado al público –elevada en arcos paracéntricos– a los espectadores les resultaba
factible observar desde arriba, definitivamente, el entero universo cultural que los
circundaba; asimismo podían imaginarse a sí mismos como coreutas, en su satisfecha
observación. Según esta suposición tenemos permiso para denominar al coro –en la
condición primigenia de la tragedia– como un reflejo propio del sujeto dionisíaco.
Aquello que en mayor medida es capaz de esclarecer este suceso es el proceso que tiene
lugar en el histrión, quien cuando resulta ser genuinamente talentoso, observa flotar
concretamente ante sí la figura del carácter que representa. El coro satírico es
fundamentalmente una visión del público dionisíaco, similarmente a como el universo
escénico es, por su lado, una visión de ese coro satírico. La potencia de tal visión es
suficientemente vigorosa como para embotar la mirada y tornar a los individuos
civilizados ubicados alrededor de los asientos no sensibles a la impresión de “realidad”.
La conformación del teatro griego hace rememorar un aislado valle y la arquitectura
escenográfica se muestra como una refulgente nube, una que las bacantes, vagabundas
entre las montañas, avizoran desde la cima, tal como el grandioso cuadro en cuya porción
central se les muestra la imagen de Dionisos.
Merced a nuestra apreciación erudita de los procedimientos artísticos básicos, dicho
suceso artístico primigenio –aquel al cual nos referimos aquí para brindar una explicación
del coro trágico– se muestra prácticamente como un genuino escándalo; ello, cuando cosa
alguna puede ser más verdadera, como que el poeta resulta ser tal exclusivamente en
razón de que se ve circundado por figuras que acccionan frente a él, y a cuya esencia más
profunda él accede.
A causa de un singular debilitamiento de la inteligencia contemporánea, tendemos a

43
establecer la representación del suceso artístico primigenio de modo excesivamente
complejo y abstracto. Según el criterio del poeta genuino, la metáfora no es un recurso de
la retórica, siendo para él una imagen sustitutiva que ciertamente flota frente a él, en vez
de una noción. Para el poeta el personaje no consiste en un conjunto de pormenores
separados y tomados de tal sitio y de tal otro: es algo reiteradamente viviente ante su
mirada, que se diferencia de la visión similar del artista plástico exclusivamente a causa
de que sigue existiendo y accionando eternamente. ¿Por qué razón lo que describe
Homero resulta en mucha mayor medida de índole intuitiva que las descripciones de los
demás autores? Pues: porque él intuye en mucha mayor medida que los otros poetas.
Acerca de la poesía nos referimos de manera tan marcadamente abstracta debido a que
nosotros, en conjunto, resultamos ser malos poetas. En verdad el fenómeno estético
resulta ser algo muy simple. Para ser poeta, alcanza con poseer la idoneidad como para
observar permanentemente el juego de la vida y vivir sin tregua rodeado por multitudes
de espíritus. Para ser dramaturgo, alcanza con percibir el impulso de metamorfosearse a sí
mismo y de hablar mediante otros cuerpos y espíritus.
La excitación dionisíaca tiene la capacidad de comunicar a la totalidad de una masa el
presente artístico de estar ella circundada por tal multitud espiritual, aquella con la que la
masa conoce que se halla profundamente unida. Este procedimiento coral trágico es el
acontecimiento dramático fundamental, el de estar metamorfoseado ante uno mismo y
accionar como si ciertamente se hubiera ingresado en otro cuerpo, en otra entidad. Este
acontecimiento se encuentra al principio del desenvolvimiento dramático y en este punto
hay algo que es diferente del rapsoda, quien no se une a sus imágenes, en cuanto que, a
semejanza del artista plástico, ve esas imágenes fuera de sí mismo, con una mirada
contemplativa. En este asunto encontramos ya una interrupción de lo individual, a causa
del acceso a una índole extraña al individuo. Ciertamente tal suceso adviene como una
epidemia, dado que una completa multitud se percibe a sí misma metamorfoseada de
dicha manera.
Por esta razón el ditirambo resulta fundamentalmente diferente de cualquier otro canto
de coro: las vestales que avanzan con toda solemnidad hacia el templo consagrado a
Apolo, portando ramas de laurel mientras entonan un himno procesional, siguen siendo
aquellas personas que ellas son, en posesión plena de sus nombres civiles; el coro
ditirámbico es uno compuesto por seres metamorfoseados, en quienes fue abolido su
pretérito civil y su rango social. Transformados en seguidores de la deidad fuera del
tiempo, existen asimismo ajenos a la suma de los campos de lo social. Lo demás de la
lírica coral griega es apenas un ciclópeo incremento del cantante apolíneo individual. En
tanto, en el ditirambo aquello que se presenta frente a nosotros es una colectividad de
histriones no conscientes, que se aprecian los unos a los otros en su condición de
metamorfoseados.
La metamorfosis de índole mágica es la premisa previa de cualquier arte dramático. Así
metamorfoseado, el fervoroso dionisíaco se aprecia a sí mismo como sátiro, y como tal ve
asimismo a la deidad, o sea que aprecia, en su metamorfosis, una novedosa visión fuera
de sí, como conclusión apolínea de su estadio. Con esta novedosa visión el drama se
completa.

44
Según este conocimiento, debemos apreciar la tragedia griega tal como un coro
dionisíaco que reiteradamente desemboca en un universo apolíneo de imágenes. Esas
porciones del coro combinadas en la tragedia resultan ser, por ende y de determinada
manera, el núcleo materno de cuanto llamamos el diálogo, o sea, de la suma del universo
de la escena, del drama en sí mismo.
Gracias a las reiteradas ocasiones en las que dicho fondo primordial de la tragedia
desemboca de la manera explicitada, de él emana esa visión en que el drama se concreta.
Se trata de un tipo de visión que en su conjunto resulta una apariencia onírica, y por ende
de carácter épico. Pero, asimismo, en tanto que estadio objetivo del momento dionisíaco,
no encarna la salvación apolínea en la apariencia; de modo opuesto, al hacerse trizas el
individuo y fusionarse con el ser primigenio. El drama es, consecuentemente, la expresión
apolínea sensible de saberes y efectos dionisíacos, y por dicha razón –como por un
inmenso abismo– se halla distanciado de la epopeya.
El coro trágico griego, como símbolo de las masas sacudidas por el entusiasmo
dionisíaco, da con su explicación completa mediante esta noción que tenemos de él; en
tanto que anteriormente, al estar acostumbrados a la ubicación que tiene el coro en la
escena contemporánea –particularmente, el coro operístico– no éramos capaces de
entender que el coro griego resultara ser más antiguo y original, hasta de mayor medida
fundamental que la “acción” en sí misma, tal como lo señalaba nítidamente la tradición.
En tanto, anteriormente tampoco teníamos la capacidad de compatibilizar con esa alta
importancia y condición de original –a las que la tradición alude– el hecho de que, pese a
todo, el coro se hallase conformado por entes caracterizados por su bajeza y servilismo;
en mayor medida todavía, en un comienzo apenas por sátiros caprinos, al tiempo que
pretéritamente la ubicación de la orquesta frente a la escena seguía siendo para nosotros
un dilema. Actualmente entendimos que en definitiva la escena, junto con la acción,
fueron diseñadas exclusivamente como una visión y que la exclusiva “realidad” es
ciertamente el coro, del que emana la visión y que se refiere a ella mediante el total
simbolismo de la danza, la música y las palabras.
Dicho coro contempla mediante su visión a su amo y maestro, Dionisos, y por esa
razón resulta ser ininterrumpidamente el coro de los servidores, dado que él ve de qué
manera el dios padece y se cubre de gloria y es por esa causa que él mismo no actúa. En
esta instancia de total servicio a la deidad el coro viene a ser, empero, la máxima
expresión, o sea, la expresión dionisíaca de la naturaleza, y por dicha razón –similarmente
a ésta– expresa en su fervor anticipos y declaraciones de sabiduría. Al ser el coro que
toma parte en el padecimiento es simultáneamente el coro de la sabiduría, aquel que
manifiesta lo cierto desde el centro del mundo. De tal modo es como aparece esa figura
espectral, que resulta en tanta medida escandalosa, del sátiro sapiente y entusiasmado,
que al mismo tiempo es el “sujeto bobo” en antítesis a la divinidad, como reflejo de la
naturaleza y de sus instintos más vigorosos. En mayor medida todavía: resulta ser el
símbolo de tal naturaleza y simultáneamente heraldo de su saber y su arte; músico, poeta,
danzarín. El visionario, en un solo ser.
De acuerdo con este saber y la tradición, en un comienzo –el momento más antiguo de
lo trágico– Dionisos, héroe auténtico de la escena y centro de la visión, no está

45
ciertamente presente, solamente se encuentra representado como si se hallara presente. O
sea, que originariamente la tragedia es exclusivamente “coro” en vez de “drama”.
Posteriormente se ensaya exhibir a la deidad como real y representar visiblemente y para
cualquier mirada la figura de la visión, así como el entorno de la transfiguración. De tal
guisa es que da principio el “drama” en su concepción más rigurosa. Entonces se le
encarga al coro ditirámbico el trabajo de entusiasmar dionisíacamente a tal nivel el ánimo
de los espectadores, que cuando el héroe trágico se presente en escena ellos no vean al
individuo enmascarado sino la figura de una visión surgida de su mismo éxtasis.
Debemos imaginarnos a Admeto 33 recordando sumido en honda cavilación a su esposa
Alcestis 34, recién fallecida, consumiéndose en la contemplación espiritual de ella, y en
cómo, súbitamente, llevan ante él, envuelta completamente con un manto, una figura
femenina de formas y de maneras de caminar parecidas a las de la difunta; imaginemos su
repentino y tembloroso desasosiego, su impulsiva comparación, lo instintivo de su
certeza. Procediendo así, accederemos a algo semejante a la sensación con la que la
asistencia convulsionada por el fervor dionisíaco contemplaba el avance por la escena de
la deidad, con cuyo padecimiento ya se había identificado. Inconscientemente trasladaba
toda la imagen de la deidad –aquella que, por arte de magia, se agitaba frente a su
espíritu– a esa imagen con máscara y difuminaba la realidad de ella en una espectral
irrealidad. Tal resulta ser el estadio apolíneo del sueño, cuando el mundo diurno es
cubierto con un velo, y ante nuestra mirada surge –en perenne cambio– un universo
novedoso, uno que resulta más nítido y entendible que el otro, que conmueve en mayor
medida pero simultáneamente resulta más semejante a las sombras.
De acuerdo con esto, lo que apreciamos en la tragedia es una confrontación estilística
fundamental: en la lírica dionisíaca coral y, por otra parte, en el onírico mundo apolíneo
del escenario, lenguaje, color, movimiento, dinamismo de la palabra se diferencian como
campos expresivos absolutamente distanciados. Las apariencias apolíneas –aquellas en las
que Dionisos se torna objetivo– ya no resultan ser “un océano perpetuo, un balanceo
siempre cambiante, un ígneo existir”, tal como lo es la música coral; no se trata de esas
energías apenas percibidas aunque no concretadas en imágenes, donde el fervoroso
sirviente de Dionisos intuye la proximidad de la divinidad. Entonces las que le hablan son
la nitidez y la solidez de la forma épica desde la escena; entonces Dionisos no se expresa
mediante potencias sino en su condición de héroe épico, prácticamente con el lenguaje
homérico.

9
Cuanto se muestra en la superficie en la porción apolínea de la tragedia griega, en el
diálogo, posee una apariencia simple, traslúcida y hermosa. En esta tesitura resulta el
diálogo un reflejo del griego, cuya índole se manifiesta en la danza, puesto que en ella la
energía suprema apenas resulta potencial, mas se delata en la elasticidad y abundancia del
movimiento. De tal manera en el lenguaje de los héroes de Sófocles nos asombra su
exactitud y nitidez apolíneas, de modo que rápidamente sentimos que ingresamos con

46
nuestra mirada en el seno más profundo de su esencia, donde determinado asombro se
produce a causa de que resulta tan breve el recorrido hasta ese núcleo. Mas si quitamos
los ojos de la naturaleza que se manifiesta superficialmente y se torna visible en el héroe,
una que no es en definitiva más que una imagen lumínica proyectada sobre una pantalla
oscura, o sea, completa apariencia, e ingresamos en el mito que se exhibe a sí mismo en
tales espejismos de la luz, apreciaremos repentinamente un acontecimiento que tiene
lugar de un modo opuesto a como se concreta en un notorio fenómeno de la óptica. En
ocasión de haber realizado el vigoroso esfuerzo de mirar el sol, apartamos posteriormente
la mirada cegada por el astro, tenemos ante nuestros ojos manchones oscuros que
remedian la ceguera. De modo opuesto, esas aparentes imágenes luminosas del héroe de
Sófocles –en definitiva, lo que la máscara posee de apolíneo– son resultados necesarios
de una mirada que atraviesa hasta lo profundo y horrendo de lo natural, unos que son
manchones luminosos y curativos para la mirada herida por la espantosa noche.
Exclusivamente en tal sentido nos está permitido suponer que entendemos
acertadamente el serio y fundamental concepto del “optimismo griego”, en tanto que por
todas las sendas del presente nos hallamos, de manera opuesta, con la noción de ese
optimismo equivocadamente entendida, tal como si resultara ser una bienaventuranza que
no se halla bajo riesgo alguno.
El carácter más doloroso del teatro griego, el desventurado Edipo, fue creado por
Sófocles como el individuo dotado de nobleza que –a pesar de ser sabio– está
predestinado a caer en el error y la miseria, aunque finalmente establece en torno de sí,
gracias a su tremendo padecimiento, una energía benéfica y mágica, una que sigue
accionando hasta después de su muerte. “El sujeto que es noble no incurre en pecado”,
quiere significar el hondo poeta. Quizás en razón de su proceder sea aniquilada toda
forma de la norma y el orden natural, hasta el mismo universo moral, mas definitivamente
ese accionar dibuja un círculo mágico y superior de los efectos, que por encima de los
desechos del antiguo mundo destruido establecen uno nuevo.
Tal es lo que nos manifiesta el poeta, quien simultáneamente es un pensador religioso.
En su condición de poeta, inicialmente nos pone enfrente el nudo extraordinariamente
enrevesado de un proceso, uno que el juez va desanudando paulatinamente, sección tras
sección, para su misma desgracia. El júbilo, tan auténticamente griego, a causa de ese
desanudar es tan mayúsculo, que sobre el conjunto de la obra se expande una brisa de
optimismo elevado, que de todo sitio arranca las espinas de los supuestos de tal proceso.
En la obra Edipo en Colono 35 damos con ese mismo optimismo, mas elevado hasta una
transformación sin final. Ante el anciano que padece una excesiva miseria, subyugado
enteramente a la condición de paciente sujeto que soporta cuanto sobre él se precipita, se
halla el optimismo extraterreno, aquel que desde lo divino baja hasta nuestro plano y nos
lleva a comprender que es con su conducta meramente pasiva que el héroe accede a su
actividad máxima, una que se expande allende su existencia, en tanto que la suma de sus
pensamientos y anhelos conscientes, en la existencia pasada, lo llevaron exclusivamente a
la pasividad.
El núcleo del proceso de la historia de Edipo, que para la mirada mortal estaba
embrollado de manera imposible de resolver, resulta de tal modo paulatinamente resuelto;

47
nos embarga entonces el mayor júbilo humano frente a esa respuesta divina de lo
dialéctico. Aunque con tal explicación le hayamos hecho justicia al poeta,
invariablemente es posible interrogarse asimismo acerca de si lo que contiene el mito se
halla agotado con esto. En este punto se manifiesta que la idea completa del poeta es
directamente esa imagen luminosa que la saludable naturaleza coloca por delante nuestro,
tras haber nosotros avizorado el abismo mismo... ¡Edipo, aquel que mató a su propio
padre! ¡Edipo, quien desposó a su propia madre! ¡Edipo, quien resolvió el dilema
presentado por la Esfinge! ¿Qué cosa expresa el enigmático trío de acciones tan fatídicas?
Existe una arcaica creencia popular –particularmente persa– que señala que un mago
dotado de sabiduría exclusivamente puede surgir de una unión incestuosa. Es algo que, en
relación a Edipo, quien soluciona el dilema y desposa a su misma progenitora, debemos
contemplar inmediatamente como que allí donde unas potencias oraculares y mágicas
fuerzan el hechizo del presente y el porvenir, la severa norma de lo individual y, desde un
punto de vista más generalizado, la mismísima magia natural, debe estar presente con
anterioridad una inmensa afrenta a la naturaleza, tal como en el caso lo es la unión
incestuosa. Ello, porque, ¿de qué manera se podría obligar a la naturaleza a brindar lo que
esconde de no ponerle en contra una triunfante oposición, o sea, a través de lo que no es
natural?
Tal es el saber que observo expresado en ese horrendo trío de sinos edípicos: aquel que
resuelve el dilema de la naturaleza, representada por la Esfinge monstruosa, debe violar
asimismo –en su condición de asesino de su progenitor y marido de su madre– los
ordenamientos más consagrados de lo natural. En mayor medida todavía: parece que el
mito desea murmurar en nuestros oídos que la sabiduría –justamente, la dionisíaca– es un
atentado contra la naturaleza, y que aquel que con su sabiduría arroja la naturaleza al
abismo del exterminio, debe sufrir asimismo y en sí mismo tal difuminación de lo natural.
“Las espinas de la sabiduría se revuelven contra el sabio. La sabiduría consiste en una
violación de la naturaleza”; esas son las horripilantes máximas que el mito nos arroja a la
cara. Pero el poeta griego toca como un rayo solar esa excelsa y tremenda columnata de la
memoria en que consiste el mito, de manera que este principia a resonar súbitamente... ¡y
lo hace con melodías de Sófocles!
Al aura de lo pasivo le opongo en este punto la referida a la actividad, que con su
fulgorrodea a la obra Prometeo, de Esquilo: aquello que el autor tenía para decirnos aquí,
mas que, en su condición de poeta, apenas nos permite presentir merced a su imagen
simbólica; tal cosa supo revelarnos el joven Goethe en los audaces versos de su propio
Prometeo:

¡Estoy yo aquí sentado, moldeo hombres


según mi propia imagen,
un linaje igual a mí;
una estirpe que sufra y llore,
que goce y sienta alegría,
una que no se preocupe por ti,
como yo lo hago!

48
Al elevarse hasta el nivel de lo titánico, es como el ser humano alcanza su cultura y
obliga a las deidades a establecer una alianza con la humanidad, porque tiene en sus
manos, merced a su saber, la vida y las fronteras de los dioses.
Sin embargo lo más extraordinario de ese poema acerca de Prometeo, que gracias a su
pensamiento básico es el genuino himno de lo no piadoso, la honda inclinación de
Esquilo por la justicia, el sufrimiento imposible de medir de aquel “individuo” temerario,
por una parte, y por la otra, la intemperie divina, todavía más: la intuición de un ocaso de
los dioses, el poderío que es característico de esos dos universos de padecimiento, que los
empuja a pactar una componenda, un acuerdo metafísico... El conjunto de estas cosas
lleva a recordar con la mayor potencia el núcleo central y la tesis fundamental de la visión
que tiene Esquilo del mundo, quien ve al sino gobernar como la justicia inalterable tanto
sobre las deidades como sobre la humanidad.
Tomando en cuenta la llamativa temeridad con la que Esquilo sopesa el universo
olímpico en la balanza de la justicia, debemos reconocer que el griego dotado de
profundidad tenía a su disposición, en sus misterios, una veta soberanamente afirmada del
pensamiento metafísico y que la suma de sus antojos de escepticismo podía desembocar
en los dioses del Olimpo. Acerca de las deidades el artista heleno sentía un particular y
oscuro sentido de interdependencia y en el Prometeo de Esquilo dicho sentimiento se
halla simbolizado.
El artista titánico encontraba en sí mismo la soberbia certeza de que podía crear a la
humanidad, en tanto que –por lo menos– tenía la capacidad de acabar con las divinidades
olímpicas; ello, merced a su elevada sabiduría, una que debía resarcir –de todas maneras–
gracias a un padecimiento permanente. El extraordinario “poderío” del magno genio,
aquel que no resulta caro ni teniendo el precio de un padecer sin final, el rústico orgullo
artístico, es el contenido y el espíritu mismo de la poesía de Esquilo, en tanto que
Sófocles entona en su obra Edipo, tal como un prefacio, el cántico triunfante del santo.
Mas tampoco con esa interpretación brindada por Esquilo acerca del mito queda
investigada totalmente la sorprendente hondura de su espanto. Mejor aún, el goce del
artista por el porvenir, el optimismo de la creación artística, una que desafía a cualquier
adversidad, consisten apenas en una nube y un firmamento iluminado cuyo reflejo
aparece en un oscuro lago de abatimiento. El mito prometeico pertenece primigeniamente
a la suma de los pueblos de origen ario y manifiesta su capacidad para lo trágico y hondo;
en mayor medida todavía, no resultaría poco creíble que dicho mito acreditara para el ario
un igual significado que la leyenda del pecado original para los semitas, así como que
ambos mitos tuviesen un tipo de parentesco similar al que hay entre hermanos. El
supuesto del mito prometeico posee un valor inmenso, aquel que la cándida especie a la
que pertenecemos le atribuye al fuego, genuino Paladium 36 de cualquier cultura en
ascenso; mas que la humanidad pueda disponer del fuego con entera libertad, no como un
exclusivo obsequio celeste, como rayo destructor o quemadura solar, originada por el
mismo astro que brinda calor, es un asunto que a esos primordiales contemplativos les
resultaba una profanación, un latrocinio efectuado en perjuicio de la divina naturaleza.
Así, el problema filosófico inicial instituye en el acto una lamentable e irresoluble
discordancia entre el hombre y la deidad y la ubica como un monte a la entrada de

49
cualquier tipo de cultura.
Merced a una profanación es que alcanza el hombre las cosas mejores y más elevadas a
las que puede acceder y debe aceptar por su lado los derivados de dicho acto, o sea, la
lluvia de padecimientos y castigos que los dioses ultrajados le asignan a la humanidad
que, con tanta nobleza, desea las alturas. Esta es una noción abrupta que –a causa de la
dignidad que le otorga a la profanación– desentona notablemente con la leyenda semita
del pecado original, considerando éste como origen de todo mal la curiosidad, el embuste,
lo fácil que resulta ser obnubilado, la lujuria. En definitiva, una secuencia de defectos
marcadamente femeninos. Lo que diferencia a la postura aria es la noción excelsa del
pecado de índole activa como una cualidad ciertamente prometeica. Con ello fue hallado
inicialmente el estrato ético de lo trágico pesimista, en tanto que justificación del mal a
escala de lo humano, o sea, de la culpa de la humanidad tanto como del padecimiento
originado por dicha culpabilidad. La desgracia que subyace en la esencia de todas las
cosas y que el caviloso ario no está dispuesto a quitar con interpretaciones arbitrarias y la
incoherencia que reside en el corazón mundano se manifiestan como un entrecruzamiento
de distintos universos, de uno divino y otro humano. Cada uno de ellos, tomado
individualmente, tiene la razón, mas puesto como universo individual junto a uno distinto,
debe padecer por su individualidad. En el anhelo heroico individual en aras de acceder a
lo universal, y en la intentona de ir allende el hechizo de la individuación y desear ser él
mismo la esencia exclusiva del universo, sufre el individuo en sí mismo la antítesis
primordial que se halla escondida en las cosas; o sea, que profana y padece.
Tal como los arios estiman la profanación como algo masculino y los semitas al pecado
como algo femenino, igualmente es el varón quien profana por primera vez y la mujer la
que primeramente peca. Asimismo, el coro de las hechiceras manifiesta:

En nuestro caso no
lo tomamos tan severamente:
dando mil pasos lo hace la mujer,
pero aunque se apure,
de un salto lo concreta el varón.

Aquel que entienda el más hondo núcleo de la leyenda prometeica, o sea, lo necesaria
que es la profanación, obligada para el sujeto que aspira a lo titánico, deberá sentir
asimismo lo no apolíneo de esa visión pesimista, porque a los seres individuales Apolo
desea llevarlos a la serenidad justamente trazando fronteras entre ellos y rememorando a
repetición, con su imperativo de conocerse a sí mismo y observar templanza, que esos
límites resultan ser las normas más sagradas del universo. Sin embargo en función de que,
tomando en cuenta dicha inclinación por lo apolíneo, la forma no culminara adoptando la
inmovilidad gélida de lo egipcio, y a fin de que la movilidad del conjunto del agua no se
desvanezca por esa labor de establecer para cada franja de oleaje un trayecto y un espacio,
de tanto en tanto la alta marea de lo dionisíaco torna a aniquilar la suma de esos
diminutos círculos en los que trataba de contener la “voluntad” apolínea de manera
unilateral. Dicha marea repentinamente acrecentada de lo dionisíaco carga sobre sus
lomos en ese momento las breves ondas que resultan ser los individuos, de igual forma

50
que el hermano de Prometeo, Atlas, soportó sobre su espalda la Tierra. En ese anhelo
ciertamente titánico de alcanzar a ser el Atlas del conjunto de los individuos y conducirlos
cada vez a un punto más alto y lejano, estriba el factor común entre lo prometeico y lo
dionisíaco. Entendido de tal manera el Prometeo de Esquilo resulta ser una máscara
dionisíaca, en tanto que con esa honda inclinación por la justicia de la que hablamos
antes, Esquilo le hace comprender al individuo dotado de inteligencia que su padre es
Apolo, deidad de la individuación y de las fronteras de la justicia. Así la dualidad del
Prometeo de Esquilo, su índole simultáneamente dionisíaca y apolínea, se podría
manifestar mediante una formulación particular, como sigue: “cuanto existe es justo y
también injusto, algo que está justificado en ambos casos”.
¡Tal es tu mundo! ¡A eso se lo denomina mundo!

10
Resulta una tradición imposible de impugnar, una que en su estilo más arcaico, indica
que la tragedia griega tuvo por único objeto el padecimiento de Dionisos y que durante un
extenso período el exclusivo héroe de la escena fue ciertamente esta deidad. Sin embargo
y con semejante certeza es posible aseverar que jamás, hasta la aparición de Eurípides,
cesó este dios de encarnar al héroe trágico y que la suma de las célebres figuras del teatro
griego –Prometeo, Edipo y otros– apenas son disfraces de ese héroe del origen, Dionisos.
La causa exclusiva y tan particular de la “idealidad” característica –tan seguidamente
celebrada– de esas famosas figuras estriba en que detrás de esos disfraces se oculta una
deidad. Ignoro quién aseguró que el conjunto de los individuos, como tales, son cómicos
y por lo tanto, no son trágicos. De ello se barruntaría que los griegos no fueron capaces de
aguantar a individuos en la escena trágica. En concreto, esos parecen ser sus sentimientos
y de igual manera están hondamente establecidas en los griegos la estima y la distinción
de índole platónica de la “idea” confrontada con el “ídolo”, la imitación. Empero, para
aprovechar los términos platónicos respecto de las figuras trágicas del teatro griego,
debería referirse en mayor o menor medida de la siguiente manera: el único Dionisos
cabalmente real se muestra bajo una serie vasta de figuras, con el disfraz de un héroe que
pugna, y aparece preso en la red de la volición individual. En su modo de hablar y de
actuar entonces, la deidad que se muestra se parece a un sujeto que se equivoca, padece y
desea; aquel que alcance a aparecer con tanta exactitud y nitidez épicas es un resultado
del dios Apolo, quien interpreta lo onírico, quien a través de esa apariencia simbólica le
brinda al coro una interpretación de su estadio dionisíaco. Empero ciertamente ese héroe
es el Dionisos que sufre de los Misterios 37, esa deidad que padece en sí la individuación,
aquel de quien extraordinarios mitos son narrados: en uno de ellos, cuando niño, es
desmembrado por los titanes, y en ese estadio es adorado bajo el nombre de Zagreo. Con
ello se insinúa que dicho desmembramiento –el padecimiento dionisíaco por excelencia–
se equipara a una metamorfosis en los elementos (aire, agua, tierra y fuego) y que
debemos considerar, por ende, el estadio de individuación como el origen y la causa
fundamental del padecer, como algo que debe ser rechazado incontestablemente. Del

51
sonreír de aquel Dionisos aparecieron las divinidades olímpicas, mientras que de sus
lágrimas lo hicieron los humanos. En esa vida como deidad desmembrada, Dionisos tiene
un carácter doble: es un demonio impiadoso y salvaje y también un monarca dulce y pío.
Empero aquello que los iniciados aguardaban era un renacer de Dionisos, uno que para
nuestro criterio, pleno de intuiciones, debemos imaginar como el fin de la individuación:
en honor de esa tercera forma futura de Dionisos tronaba el aullante cántico alegre de los
iniciados y exclusivamente por tal esperanza surge un alegre rayo en el semblante del
mundo desgarrado, disgregado en individuos. El mito manifiesta todo esto bajo la figura
de Deméter 38 ensimismada en un interminable duelo, que por primera vez torna a sentir
alegría cuando le avisan que nuevamente podrá alumbrar a Dionisos. En los
presentimientos señalados encontramos reunidos los ingredientes de una estimación
honda y pesimista del mundo. Junto con ello, la doctrina misteriosa de la tragedia: el
saber básico de la unidad de cuanto existe, la estimación de la individuación como causa
primigenia del mal, el arte como jubilosa esperanza de que pueda echarse por tierra el
hechizo de la individuación, como intuición de una unidad nuevamente establecida.
Anteriormente ya insinuamos que la epopeya homérica es la composición poética
característica de la cultura olímpica, mediante la cual ésta entonó su canción triunfal
sobre los espantos de la titanomaquia. Entonces, con la influencia imperativa de la poesía
trágica, los mitos homéricos renacen bajo un diferente apariencia, señalando con esa
transfiguración que asimismo la cultura olímpica fue derrotada, mientras tanto, por una
estimación del mundo todavía más honda. El soberbio titán Prometeo le informó a su
olímpico torturador que su primacía se hallará cierta vez corriendo el máximo riesgo si no
establecen un pacto recíproco.
En la obra de Esquilo nos percatamos de la componenda con el titán por parte de un
Zeus aterrorizado ante la perspectiva de su fin próximo. Así la arcaica época titánica es
exhibida nuevamente, desde los Infiernos, recapitulando sobre ella. La filosofía de la
naturaleza silvestre y desnuda observa, con el gesto abierto de lo auténtico, los mitos
homéricos, que pasan danzando frente a ella. Los mitos empalidecen, temblequeando ante
la mirada fulgurante de dicha deidad, hasta el momento en que el vigoroso puño del
artista dionisíaco los fuerza a rendir vasallaje a la novedosa deidad. La verdad dionisíaca
se apropia del mito y lo emplea como símbolo de sus saberes; ello es señalado
parcialmente en el culto público de la tragedia, y también en los rituales esotéricos de los
festejos dramáticos de los Misterios, mas invariablemente eso sucede bajo el arcaico
manto de lo mítico. ¿Qué energía liberó a Prometeo de su tormento y qué cambió el mito
en instrumento del saber dionisíaco? La potencia –parecida a la de Heracles– de la
música. Esa potencia –la que arriba a su expresión máxima en la tragedia– conoce cómo
interpretar el mito en un novedoso y muy hondo sentido, tal como anteriormente
caracterizamos el hecho como la mayor capacidad de lo musical, porque es el sino de
cualquier mito deslizarse paulatinamente por la angostura de una supuesta realidad de
índole histórica, y ser considerado –en cualquier tiempo por venir– como un
acontecimiento que en alguna ocasión tuvo efectivamente lugar, como algo
supuestamente integrado a la historia. Los griegos ya se encontraban en camino de
transformar –con suspicacia e iniquidad– la suma de su sueño mítico juvenil en una

52
historia juvenil histórica y práctica. De tal modo es como los dogmas religiosos
acostumbran morir: en ocasión en que, bajo la mirada rigurosa y racional de una doxa
severa, los supuestos míticos de un sistema religioso resultan estructurados como un
conjunto de hechos de carácter histórico. Entonces se principia a sostener con entusiasmo
lo creíble de tales mitos, aunque simultáneamente se manifiesta oposición a que perduren
y naturalmente se reproduzcan; o sea, cuando se apaga la sensibilidad ante el mito y en su
lugar surge la ambición, por parte de la religión, de poseer un basamento histórico. De
este mito agónico se adueña entonces el talento de la música dionisíaca, que acaba de
nacer y gracias a ella tornó a florecer con un colorido inédito y un aroma que favorecía la
añorante intuición de un universo metafísico. Después de esta postrera inflorescencia del
mito, este se desploma y se marchita; enseguida los socarrones lucianos 39 del mundo
antiguo intentan recoger las floraciones marchitas y llevadas por la brisa de aquí para allá.
A través de la tragedia es como el mito arriba a su sentido más profundo y su mejor
expresión. Nuevamente se eleva, tal como un héroe malherido. Con un postrero y
vigoroso fulgor relumbra en su mirada cuanto le resta de potencia, sumada a la serenidad
plena de sabiduría del agonizante.
¿Qué cosa anhelabas, blasfemo Eurípides, en la instancia en que probaste de obligar
otra vez a ese agonizante para que te rindiera servicio? El moribundo falleció en tus
garras bestiales y a continuación necesitaste la imitación de un mito, uno que tal como el
simio de Heracles, lo que apenas sabía hacer era arreglarse con la añeja ostentación. Así
como se desvaneció para ti el mito, de igual manera desapareció para ti el genio musical;
incluso cuando desvalijaste con presteza el huerto de la música, exclusivamente te hiciste
de una música imitada, una simulación. Dado que ya habías abandonado a Dionisos,
luego Apolo te dejó. Quita la suma de las pasiones de allí donde se ocultan y consérvalas
cautivas en tu antro. Dale filo a una dialéctica de sofista para los parlamentos de tus
héroes: ellos también poseen pasiones apenas imitadas y proclaman asuntos imitados.

11
Falleció la tragedia griega de un modo diferente que las demás disciplinas artísticas de
la Antigüedad. Se suicidó merced a un conflicto imposible de resolver, o sea, lo hizo de
modo trágico, en tanto que todos los otros géneros expiraron de viejos, hermosa y
serenamente. Dado que si acuerda con un estadio natural, contento de abandonar este
mundo sin convulsiones y dejando una hermosa prole, el fin de esas disciplinas artísticas
pretéritas exhibe para nosotros un estadio dichoso y natural de esa clase. Los géneros se
han sumergiendo paulatinamente y frente a sus ojos agonizantes se elevan ya sus brotes,
más hermosos todavía, los que con valiente ademán elevan con impaciencia sus cabezas.
Con el deceso de la tragedia griega se alzó, en vez, un inmenso espacio vacío. Ello fue
percibido en todo sitio muy hondamente. Como en la época de Tiberio, los marinos
helenos dejaban oír el aterrador aullido: “El gran Pan 40 se ha muerto”, retumbó en el
mudo heleno el pesaroso gemir: “¡Murió la tragedia y con ella se ha ido toda poesía!
¡Lárguense ya, seguidores lisiados, raquíticos, al Infierno con ustedes y allí engorden con

53
los restos de los maestros de otrora!”.
Pero después, cuando aún vino a brotar una novedosa disciplina artística, una que
veneraba la tragedia entendiéndola como su ancestro y mentora, en dicha oportunidad
pudo sentirse con espanto que definitivamente tenía las facciones maternas, mas eran esos
rasgos percibidos en su lento agonizar... Agonía de la tragedia resultaron las obras de
Eurípides. Esa disciplina artística ulterior se llamó nueva comedia ática y en ella
sobrevivió la figura aberrante de la tragedia, como recuerdo de su muy trabajoso y
violento fallecimiento. En este marco se entiende la fervorosa tendencia de los poetas de
la “comedia nueva” hacia Eurípides y no nos extraña el anhelo de Filemón 41 de que lo
colgaran de la horca enseguida, a fin de poder entrevistarse rápidamente con Eurípides en
los Infiernos, mientras tuviese plenas garantías de que el fallecido conservaba intactas sus
facultades mentales. Mas si lo que se desea es indicar cortamente y sin mayores
ambiciones de hacerlo a fondo, qué factor en común poseen Eurípides, Menandro 42 y
Filemón, aquello que en estos tuvo un efecto en tan gran medida ejemplar y modélico,
alcanza con señalar que Eurípides condujo al espectador al escenario.
Aquel que haya apreciado con qué materiales conformaban a sus héroes los trágicos
prometeicos que precedieron a Eurípides, qué lejana de ellos se encontraba la intención de
subir al escenario una máscara fiel de la realidad, conocerá asimismo la inclinación
desviada que animaba a Eurípides. Merced a su concurso, el hombre cotidiano abandonó
el sitio propio de los espectadores e irrumpió en la escena, reflejo en el que anteriormente
se mostraban exclusivamente las facciones grandes y valerosas. A partir de Eurípides se
mostró esa cuidadosa representación que incluye las líneas peor marcadas de lo natural.
Ulises, como el griego característico del arte antiguo, fue menoscabado por los nuevos
autores a la estatura del graeculus 43. A partir de entonces este personaje es el centro de
lo dramático, como un esclavo que se destaca por su bonhomía y descaro. Aquello que en
“Las Ranas”, de Aristófanes, Eurípides incluye en el inventario de sus virtudes –haber
liberado a la tragedia de su pomposa hinchazón merced a sus medicinas caseras–, es cosa
que puede hallarse fundamentalmente en sus héroes trágicos. Esencialmente, aquello que
el público observaba y escuchaba en el escenario con Eurípides era su duplicado,
llenándose de contento al comprobar que se expresaba en tan buena forma. Pero no fue
ese el exclusivo motivo de su júbilo: con Eurípides el espectador aprendió a examinar,
actuar y colegir de acuerdo con las normas artísticas y apelando a sofisticadas
estratagemas. Merced a esta súbita modificación del lenguaje del público, Eurípides
posibilitó la comedia nueva. Porque desde entonces no se ocultó de qué manera y con qué
expresiones era factible representar la vida diaria sobre el escenario. La mediocridad
burguesa –basamento sobre el que Eurípides levantó el conjunto de sus ambiciones de
orden político– se adueñó de la palabra, una vez que aquellos que habían establecido la
índole del lenguaje habían sido, en la tragedia. el semidiós, y en la comedia, el sátiro
embriagado (o sea, un casi hombre). Así el Eurípides de Aristófanes subraya en su honor
que lo que expuso fue la existencia y los afanes en sentido general, aquello conocido por
la multitud, lo cotidiano. Todos son capaces de hablar sobre el asunto y si entonces el
conjunto del público es quien filosofa y, en cuanto hace al manejo de sus propiedades y la
manera de llevar sus asuntos, procede con inédita habilidad, ello es en opinión de

54
Eurípides una virtud suya, fruto del saber que él le proveyó a la plebe.
A la comedia nueva –de la que Eurípides se transformó en cierta forma en maestro de
coro– le está permitido, desde ese instante, dirigirse a esa plebe preparada, esa multitud
ilustrada, mas en esta ocasión quien debía recibir instrucción era el coro de los
espectadores. En cuanto ese coro aprendió a entonar a lo Eurípides se conformó esa
variedad de espectáculo ajedrecista, la comedia nueva, con su permanente victoria de la
astucia y la simulación; mas el maestro de coro, Eurípides fue incesantemente alabado.
Todavía en mayor medida: la plebe se hubiese dejado matar con tal de aprender algo más
de Eurípides, de no haber sabido que los poetas trágicos estaban tan muertos como la
mismísima tragedia. Empero, al dejarla, el griego había abandonado asimismo la creencia
en su propia inmortalidad; no solamente en un idealizado pretérito: también dejó de lado
la creencia en un porvenir ideal. El sentido de la inscripción en la famosa lápida: “en la
vejez, cambiante y estrambótico”, es aplicable asimismo a la provecta Grecia. El
momento, lo ingenioso, la ligereza, el antojo, constituyen sus mayores deidades. El quinto
estado, el propio de los esclavos, es entonces el factor dominante, como mínimo en lo que
se refiere al pensamiento. Y si sucede que entonces continúa siendo permitido aludir al
“optimismo griego”, este consiste en el optimismo del esclavo, quien no se hace cargo de
cosa alguna que revista seriedad, no ambiciona nada dotado de grandeza, no estima
mayormente algo pretérito o por venir.
Esta apariencia del “optimismo griego” fue motivo de indignación de los caracteres
hondos y tremendos tan propios de las primeras cuatro centurias de la era cristiana. A esas
naturalezas corresponde el desdén y la condena, como manera de pensar
fundamentalmente contraria al cristianismo, de ese femenino escape de cuanto es serio y
honorable, esa miedosa resignación de satisfacerse con el placer confortable. La
influencia de ese tipo de pensamiento debe ser vista como la responsable de que la visión
de la Antigüedad helénica –que sobrevivió durante centurias– se aferrara, casi con
siempre victorioso empeño, al empalidecido rosado del optimismo, tal como si nunca
hubiera tenido lugar un siglo VI con el surgimiento de la tragedia, sus misterios, con su
Pitágoras y su Heráclito... Más todavía: como si no existiera la presencia de las obras de
arte del período magno, las que, de por sí, no resultan entendibles como surgidas del
campo de ese goce de vivir y ese optimismo de condición envejecida y servil, los que se
dirigen –como basamento de sus vidas– rumbo a una estima absolutamente diferente de
las cosas mundanas.
Al sostener que Eurípides condujo al público a la escena para ciertamente capacitarlo y
por primera vez para establecer un criterio sobre el drama, podría interpretarse que el
pasado arte de la tragedia no rehuyó el sostener un nexo tenso con el público; se estaría
dispuesto a lisonjear, como si fuera un avance sobre Sófocles, la inclinación de Eurípides
a lograr una relación conveniente entre la obra artística y el público.
Ahora que “espectador” es apenas un término y de ninguna manera una categoría
pareja y duradera... ¿De dónde provendría entonces la obligación del artista, en cuanto a
adecuarse a una potencia que solamente es tal en función de su fuerza? Y en caso de que
por su genio y sus objetivos el artista se percibiera a sí mismo como ubicado sobre ese
público, ¿de qué manera podría sentir mayor respeto por la manifestación de la

55
comunidad de la suma de esas capacidades que estarían sometidas a él, que por el
individuo que es el espectador, poseedor de un talento en cierta forma entendido como
alto? Ciertamente ninguno de los artistas helénicos se comportó con su público, en toda
una vida, con una audacia mayor y una petulancia como las de Eurípides. Eurípides, que
hasta para las masas postradas a sus plantas, tenía lista siempre una bofetada, tanto
orgullo como sentía respecto de sus propias inclinaciones, aquellas con las que había
alcanzado justamente a derrotar a las masas. Si ese genio hubiera tenido siquiera en la
menor estima posible al público, se hubiera desplomado bajo el golpe del fracaso, mucho
antes de arribar a la mitad de su trayectoria artística. Tomando en cuenta este aspecto,
observamos que nuestro supuesto de que Eurípides condujo al público hasta la escena
para lograr que juzgara convenientemente fue apenas algo ocasional, y que debemos
acceder a un entendimiento más profundo del caso. De modo contrario, es notorio que
tanto Esquilo como Sófocles, mientras estuvieron vivos, y hasta bastante después, se
granjearon el aprecio del pueblo; asimismo, en cuanto a los antecesores de Eurípides no
se puede sostener de ninguna manera la existencia de un nexo en tensión entre la obra
artística y el espectador. ¿Qué factor separó tan violentamente a este talentoso artista,
siempre necesitado de forjar nuevas obras, del sendero donde fulguraba la luminaria de
los artistas más ilustres y el abierto firmamento del apoyo del pueblo? ¿Qué deferencia
particular, en relación al público, lo indujo a enfrentarlo? ¿De qué manera logró, merced a
un favor excesivamente crecido de los espectadores, no estimarlos?
En su calidad de poeta, con toda seguridad Eurípides se sentía (y en ello reside la
resolución del dilema recién planteado) ubicado por sobre las masas, aunque no superior a
dos de sus espectadores. Eurípides condujo a las masas a la escena, pero esos dos
espectadores merecían sus respetos en cuanto a que los consideraba como los exclusivos
jueces y maestros de su arte, los que tenían la capacidad para establecer un juicio. De
acuerdo con sus prevenciones e indicaciones, inculcó en el espíritu de sus héroes teatrales
el universo completo de sentimiento, pasión y vivencia que hasta aquel momento, en las
gradas del público, habían asistido a cuanta solemne representación se concretaba a modo
de coro imposible de ver; acató sus exigencias buscando asimismo novedosas expresiones
y sonidos nuevos para esos nuevos personajes. Exclusivamente en sus voces escuchaba
Eurípides el juicio idóneo acerca de sus obras, tanto como oía el aliciente que prometía el
triunfo, cuando tornaba a verse sentenciado por el tribunal público. Uno de tales
espectadores es él mismo, entendido como pensador, no como poeta. Acerca de Eurípides
puede afirmarse que –de modo semejante a lo que le sucedió a Lessing– la exuberancia
fuera de lo común de su genio crítico no produjo, mas fecundó ininterrumpidamente una
producción artística marginal. Poseyendo tanto talento, tantas como eran su lucidez y
agilidad como crítico, se había sentado en el teatro y aplicado meticulosamente al
reconocimiento de las obras capitales de sus magnos antecesores; tal como en las pinturas
que se tornan oscuras, cada trazo, cada línea. Entonces había dado Eurípides con un factor
que no dejaba de esperar aquel que se hallaba iniciado en los secretos más hondos de las
tragedias de Esquilo; en cada trazo y línea se percató de la existencia de un elemento
imposible de mensurar, determinada nitidez engañosa y simultáneamente de una hondura
enigmática, en definitiva, un infinito trasfondo.

56
La más nítida figura invariablemente ofrecía en sí misma, como sumatoria, una estela
de cometa, una que al parecer indicaba la dirección de lo impreciso, lo que no puede ser
aclarado. Dicha media sombra ocultaba lo estructural del drama y, fundamentalmente, el
sentido del coro. ¡Cuán ambigua seguía siendo para Eurípides la resolución de los dilemas
éticos y qué pasible de discusión el trato de lo mítico! ¡Cuán despareja la distribución de
dicha y desdichas!
Incluso en el lenguaje de la tragedia anterior había para él muchas cosas chocantes, o al
menos enigmáticas; en especial, encontraba demasiada pompa para situaciones sencillas,
demasiadas imágenes y aberraciones en relación a lo simple de los personajes. De tal
manera, meditando desasosegadamente, ocupaba su grada en el teatro y Eurípides, el
espectador Eurípides, debía admitir que no comprendía la grandeza de sus antecesores;
sin embargo, dado que estimaba que la comprensión es el exclusivo origen de cualquier
placer y creación, debía preguntar y observar en torno suyo para confirmar si no había
alguno que coincidiera con sus apreciaciones y admitiera aquello no mensurable. Mas la
mayor parte de los individuos –entre ellos, los que son mejores– apenas le respondían con
una sonrisa plena de suspicacia y ninguno era capaz de darle explicaciones acerca de la
causa por la cual, ante sus hesitaciones y acotaciones, los mayores maestros tenían la
razón. En tan arduas instancias, dio Eurípides con el otro tipo de espectador, aquel que no
entendía lo trágico y, por ende, no apreciaba la tragedia. En alianza con esta clase de
espectador, tuvo permitido entonces animarse a principiar –desde su aislada condición– la
inmensa pugna en contra de las obras de esquilo y Sófocles, mas no mediante textos
polémicos sino como poeta dramático, quien enfrentaba con su concepción de lo trágico
el concepto ya tradicional.

12
Previamente a designar por su apelativo propio a este segundo tipo de espectador,
rememoremos la sensación que mencionamos antes, referida a un elemento incompatible
e imposible de medir y que es parte de la esencia de la tragedia en Esquilo. Sopesemos
nuestra extrañeza frente al coro y el héroe trágico de ese autor, a los que no podríamos
compatibilizar con nuestras costumbres ni con la tradición, hasta que advertimos que ese
desdoblamiento resulta ser el origen y lo más esencial de la tragedia ática, como
manifestación de un dupla de instintos artísticos entrelazados: lo apolíneo y lo dionisíaco.
Arrojar fuera de la tragedia ese factor dionisíaco primigenio y omnipotente y volver a
erigirla con pureza sobre la base de un arte, una moral y una estimación del mundo de una
índole que no sea dionisíaca, a ello se inclina Eurípides, quien entonces nos revela su faz
genuina con toda nitidez.
En el ocaso de su existencia, Eurípides expuso muy vigorosamente, a los hombres de
su época y empleando para ello un mito, el tema del valor y el sentido de esa inclinación.
¿Posee la atribución necesaria para pervivir lo dionisíaco? ¿Se lo debe o no arrojar de
Grecia empleando la violencia? El poema nos indica que sí, efectivamente, en caso de que
fuera factible tal cometido. Empero Dionisos es excesivamente poderoso. Su más
inteligente antagonista –sin que pueda intuirse ello previamente– es víctima de su magia,

57
como Penteo en Las Bacantes. Metamorfoseado por las artes mágicas, ese enemigo
inteligente se precipita a la carrera en su propia perdición.
El juicio de los ancianos Cadmo y Tiresias parece ser asimismo el del viejo poeta. La
reflexión de los más inteligentes, señala, no logra aniquilar esas añejas tradiciones
populares, esa veneración permanentemente difundida de Dionisos. Más todavía: acerca
de esas energías prodigiosas es mejor exhibir como mínimo una inclinación prudente.
Inclusive de esa guisa sigue siendo factible que la deidad se irrite por la tibieza del apoyo
y termine por metamorfosear al mesurado adorador en un monstruo, tal como procedió
con Cadmo. Así lo expresa aquel poeta contrario a Dionisos con un vigor heroico y
sostenido durante una existencia bien prolongada. En el final, culmina su trayectoria con
la glorificación de su enemigo y el propio suicidio, tal como uno que siente insufribles
mareos y que, para ponerles fin, se lanza desde una torre.
Esta tragedia protesta contra la probabilidad de concretar su inclinación, cuando... ¡ya
fue implementada! Un prodigio había tenido lugar: cuando el poeta abjuró de sus
inclinaciones, ya estás habían resultado victoriosas. Habían expulsado a Dionisos de la
escena de la tragedia, merced a un poderío demoníaco (siempre en el sentido de la nota
19) que se manifestaba en los labios de Eurípides.
Asimismo él era, en determinada forma, apenas una máscara. La deidad que a través de
él se expresaba no era Dionisos ni Apolo, sino un demonio que terminaba de ver la luz:
Sócrates. La nueva contraposición: lo dionisíaco versus lo socrático, fue la causa de la
desaparición de la tragedia. Pese a la intentona de Eurípides de brindarnos un bálsamo
merced a su renunciamiento, fracasa en su cometido... El mejor de los templos reposa
desplomado, ¿de qué utilidad es la queja de aquel que lo derribó, su confesión de que
aquel era el más hermoso de todos los edificios religiosos?
Aunque, como castigo, Eurípides haya sido metamorfoseado en un monstruo por los
jueces artísticos de cualquier época, ¿a quién podría brindarle satisfacción tan miserable
recompensa?
En esta instancia, vamos a aproximarnos a continuación a esa inclinación socrática
merced a lo que Eurípides luchó contra la tragedia de Esquilo y la derrotó. Debemos
preguntarnos: ¿rumbo a qué objetivo pudo, en lo general, desplazarse en la más elevada
idealidad de su factura, el objetivo de Eurípides en cuando a establecer exclusivamente el
drama sobre la base de lo que no es dionisíaco?
¿Qué modelo de drama aún restaba, tomando en cuenta que este no tenía que surgir del
corazón de la música en esas tinieblas enigmáticas de lo dionisíaco? Pues,
exclusivamente, la epopeya dramatizada: un segmento artístico apolíneo donde el efecto
trágico es definitivamemente imposible de alcanzar. Lo que en este punto debe ser
tomado en cuenta no es el contenido de lo expuesto. Inclusive se diría que Goethe no
habría alcanzado a darle ese sentido tan conmovedor, en su proyectada obra Nausicaa, el
suicidio de esta criatura ideal, hecho que estaba previsto que abarcara el quinto acto,
porque la potencia de lo épico-apolíneo es tan imponente, que con tanto goce y tanta
salvación a causa de lo aparente metamorfosea de un modo mágico, ante nosotros, los
asuntos más espantosos. El poeta de lo aparente no puede mixturarse por completo con
sus imágenes, así como no puede hacerlo el rapsoda épico, quien sigue siendo

58
invariablemente una intuición serenamente inmóvil, una que observa todo con los ojos
bien abiertos, y que ve las imágenes frente a sí. En su epopeya dramática, el histrión sigue
siendo siempre, en lo más profundo, un rapsoda. La solemnidad característica del ensueño
interior involucra la suma de su accionar y es así como nunca es completamente un actor.
¿Qué nexo sostiene con este ideal del drama apolíneo una obra de Eurípides? Aquel
que con el rapsoda solemne de los añejos tiempos sostiene el rapsoda más joven, aquel
que en el Ión platónico hace la descripción de su ser como sigue: “Cuando realizo un
recitado triste, se llenan de lágrimas mis ojos. Pero cuanto recito algo horrendo, mis
cabellos se erizan y se agita mi corazón”. En este punto no nos percatamos ya de la
presencia de ese extraviarse –de índole épica– en lo aparente; no advertimos nada de esa
frialdad carente de afecto tan propia del genuino actor, que exactamente en su máxima
actividad es absoluta apariencia y goce merced a la apariencia.
Eurípides es el histrión del corazón alborotado, de cabello erizado, que establece el
plan como pensador socrático y lo concreta como un actor apasionado. No es un artista
puro al proyectar ni al implementar; así el drama de Eurípides es un asunto
simultáneamente gélido e ígneo, con tanta capacidad para congelar como para abrasar y
se halla imposibilitado de alcanzar el efecto apolíneo de la epopeya, en tanto que, por otra
parte, se ha librado en la mayor medida que es factible de los factores dionisíacos.
Entonces, para generar algún efecto, tiene necesidad de novedosos excitantes, los que no
pueden hallarse en los dos exclusivos instintos artísticos: el apolíneo y el dionisíaco.
Tales excitantes son helados pensamientos paradójicos, en vez de intuiciones apolíneas, y
afectos de naturaleza ígnea en lugar de éxtasis dionisíacos. Por supuesto, se trata de
imitaciones muy logradamente realistas de pensamientos y afectos, mas de ninguna
manera involucrados en la atmósfera artística. Comprobado entonces que Eurípides no
logró erigir el drama exclusivamente sobre la base de lo apolíneo, y que su tendencia –
que no es dionisíaca– se desvió en una inclinación naturalista, de índole no artística,
tendremos permitido a continuación acercarnos a lo esencial de la ética socrática. Su
norma máxima dice aproximadamente lo que sigue: “Todo tiene que resultar inteligible
para que sea bello”, cosa que es la ley en paralelo del seguidor socrático: “Solamente el
sabio es virtuoso”. Con este dogma fue que Eurípides revisó todas las cosas y según él fue
que las modificó; nos referimos al lenguaje, los caracteres, la estructura dramática, la
música del coro. Aquello que acostumbramos endilgarle tan seguidamente a Eurípides en
calidad de defecto e involución poética, parangonado con la tragedia de Sófocles,
habitualmente es producto de ese incisivo desarrollo crítico, de ese audaz racionalismo. El
prefacio dedicado a Eurípides nos servirá como ejemplo acerca de lo productivo de tal
procedimiento racionalista. Ningún otro factor puede resultar tan opuesto a nuestra
técnica escénica que el prefacio con que principia el drama de Eurípides. Que un carácter
individual aparezca al inicio de la obra narrando quién es, qué cosa precede a la acción,
cuanto hasta ese momento ha tenido lugar... Más todavía: qué va a suceder durante el
desarrollo de la obra, sería algo calificado como de pomposo e imposible de perdonar por
parte de un autor actual. Ciertamente es conocido cuanto va a tener lugar; y entonces,
¿quién va a esperar que tenga lugar, puesto que en este punto no está presente la atractiva
relación que existe entre el sueño oracular y una realidad que se presentará

59
posteriormente? Completamente diferente resulta ser esa reflexión que Eurípides se
formulaba. Suponía que el efecto de la tragedia nunca estribó en la tensión de tipo épico,
en la atrayente falta de certeza acerca de qué tendrá lugar ahora y después. En mayor
medida en esas magnas escenas retóricas y líricas en donde la pasión y la dialéctica del
protagonista se acrecentaban hasta transformarse en un caudal amplio y vigoroso.
Para el pathos –no para la acción– disponía previamente todas las cosas; aquello a lo
que no convidaba el pathos era entendido como reprochable. Pero aquello que con mayor
energía obstaculiza el entregarse gozosamente a dichas escenas es algo de lo que carece
quien escucha, un hueco en la trama de la historia que antecede; en tanto que quien oye
debe tener que continuar calculando qué significa tal y cuál personaje, qué supuestos
animan a este y aquél otro conflicto de tendencias y objetivos, no podrá involucrarse
plenamente en el padecimiento y la actuación de los caracteres principales, no podrá
participar, ya perdido el resuello, en sus padecimientos y temores. Las tragedias de
Esquilo y Sófocles utilizaban los instrumentos artísticos de mayor ingenio para –desde las
escenas iniciales– brindarle al espectador, y ello de un modo fortuito, la suma de los
lineamientos fundamentales para inteligir. Es un rasgo que abarca a aquellos nobles
artistas que disfrazan –vamos a expresarlo así– lo formal que es necesario y se permiten
que aparezca como un asunto casual.
De todas maneras Eurípides suponía que en esas escenas iniciales el público sentía una
particular inquietud, deseando darle solución al dilema de cálculo en que consistía la
historia de marras, de modo que para su criterio se extraviaba la belleza poética y el
pathos expositivo. Por dicha razón, Eurípides colocó el prefacio antes de la exposición y
en labios de un carácter a quien le estaba permitido inspirar confianza. Muy seguidamente
una deidad debía darle garantías al espectador acerca del desarrollo de la tragedia y
acabar con cualquier duda respecto de lo real que era el mito. De manera parecida a como
hizo Descartes, quien no tuvo la capacidad de demostrar lo real del universo empírico
como no fuera echando mano de lo veraz de Dios y su imposibilidad de decir mentiras.
Eurípides precisa de esa misma veracidad nuevamente para el final de su drama, a fin de
garantizarle al espectador el porvenir de sus personajes heroicos. Ese es el cometido de su
célebre deus ex machina 44; entre el mirar épico al pretérito y el épico dirigido al porvenir
se encuentra el presente de índole lírica, dramática, o sea el “drama” propiamente
explicitado. De tal modo, como poeta, Eurípides es particularmente un eco de sus saberes
conscientes y precisamente eso es el elemento que le brinda un sitial tan relevante en el
arte heleno. Muy repetidamente debe de haber pensado, acerca de su capacidad creativa
de naturaleza crítica y productiva, que él debería hacer resucitar para el campo dramático
el principio de aquel texto de Anaxágoras, que señala: “Al principio todas las cosas se
hallan mezcladas. En ese instante arribó el entendimiento y las ordenó”. Con su nous 45,
Anaxágoras surgió entre los filósofos como el primer sujeto en sus cabales entre una
horda de borrachos; asimismo e indudablemente Eurípides estableció una imagen
semejante para su relación con los otros poetas trágicos griegos. En tanto que el nous –
elemento ordenador y regente exclusivo del universo– continuó separado de la creatividad
artística, el conjunto de las cosas siguió entremezclado en un pandemónium primigenio.
De tal manera debe de haberlo entendido Eurípides, de manera que debió establecer su

60
juicio y de tal modo debe haber tenido que condenar, en su condición de primer “poeta en
sus cabales” a sus “embriagados” colegas. Cuanto Sófocles refirió acerca de Esquilo: que
hacía lo correcto, aunque de modo inconsciente, no estaba siendo manifestado por él con
el sentido dado por Eurípides, quien solamente hubiese admitido que Esquilo, a causa de
que crea de manera inconsciente, crea lo que no es correcto. De la capacidad de crear
propia del poeta, según que no se trata de inteligencia consciente, asimismo el divino
Platón se refiere prácticamente siempre empleando la ironía; la parangona con el genio
del adivino y el que interpreta las secuencias oníricas, debido a que el poeta, señala
Platón, no puede poetizar hasta que no ha llegado a la inconsciencia, cuando nada de
entendimiento resta en él.
Eurípides se puso como meta demostrarle al mundo
–como asimismo lo hizo Platón– cuál era el otro lado del “poeta irracional”. Su axioma en
orden de lo estético: “para ser bello todo debe ser consciente” implica la posición paralela
de que “para ser bueno todo debe ser consciente”. Según lo antedicho tenemos permitido
estimar que Eurípides es el poeta del socratismo estético. Sócrates era, aquel “segundo
espectador” que no alcanzaba a comprender la tragedia antigua y que, por dicha causa, no
la apreciaba. En alianza con él, Eurípides se animó a ser el mensajero de un nuevo tipo de
creación artística. Si la tragedia antigua desapareció por su culpa, el socratismo estético es
el principio aniquilador. Dado que la pugna estaba dirigida en contra de lo dionisíaco del
arte que lo antecedió, en Sócrates advertimos al antagonista de Dionisos, el novedoso
Orfeo que se levanta en contra del dios. Aquel que, pese a estar predestinado a ser
despedazado por las ménades del tribunal ateniense, es capaz de forzar la huida de la
todopoderosa deidad, una que –como antaño hizo al fugarse del acoso de Licurgo 46 m ,
soberano de los tracios– buscó la salvación en las honduras marinas, esto es en las míticas
ondas de un culto esotérico que paulatinamente se adueñó del mundo.

13
Algo que no fue ignorado por la Antigüedad fue que Sócrates, a causa de sus
inclinaciones, mantenía estrechos vínculos con Eurípides. La manifestación más notoria
de tan afortunada perspicacia es esa leyenda tan conocida por los atenienses, la que
indicaba que auxiliaba Sócrates a Eurípides con sus obras. Ambos resultaban aludidos
simultáneamente por los seguidores de la “buena y vieja época”, si se trataba de nombrar
a los que seducían al pueblo de aquel entonces. Referían que su influencia venía de que el
antiguo, maratónico y cuadrangular poder corporal y espiritual fuera ofrendado cada vez
más frecuentemente, en aras de una ilustración ciertamente pasible de ser puesta sobre el
tapete, en un proceso de menoscabo paulatino de la fortaleza del cuerpo y el alma.
Empleando ese matiz entre indignado y desdeñoso, acostumbraba referirse a eso
sujetos la comedia de Aristófanes, para espanto de los contemporáneos, que complacidos
dejan de lado a Eurípides, mas que no alcanzan en adecuada medida a fascinarse porque
Sócrates aparezca en Aristófanes como el inicial y más elevado de todos los sofistas, tal
como el reflejo y la síntesis del conjunto de las metas de los sofistas. En ello, lo que

61
exclusivamente produce un consuelo es colocar en entredicho a Aristófanes, mostrándolo
como un libertino y embaucador Alcibíades poético. Sin permanecer más tiempo en este
punto, para defender de tales acosos a los hondos instintos propios de Aristófanes, me
aplicaré a la demostración del fuerte nexo entre Sócrates y Eurípides, sobre la base de la
antigua sensibilidad. En tal tesitura, debemos rememorar en particular a Sócrates, en su
condición de antagonista de lo trágico, quien no iba al teatro a presenciar tragedias y
exclusivamente se sumaba al público cuando se ponía en escena una obra de Eurípides.
Lo más notorio resulta ser, empero, la cercanía de ambos en la sentencia del oráculo de
Delfos, quien manifestó que era Sócrates, entre todos los hombres, el mejor dotado de
sabiduría, al tiempo que el segundo era Eurípides. El tercer sitial le correspondió a
Sófocles, quien tenía permitido, ante Esquilo, proceder a vanagloriarse de concretar lo
correcto, y hacerlo a causa de que conocía qué cosa era lo correcto.
Es cosa evidente que justamente el nivel de nitidez de tal conocimiento es aquello que
diferencia a este trío como los
“3 sabios” de su época; mas la expresión de mayor agudeza apoyando esa novedosa y
antes inhallable consideración del conocimiento y la inteligencia debemos atribuírsela a
Sócrates, quien encontró que era el único que confesaba nada saber. En tanto, durante su
crítico vagabundeo ateniense, en todo sitio daba con la vanagloria del saber, al tomar
contacto con los más honorados estadistas, oradores, artistas y poetas. Asombrado
comprobaba que todos esos famosos personajes carecían de una noción adecuada y segura
siquiera acerca de sus profesiones, las que instintivamente ejercían. “Exclusivamente por
instinto” es la expresión y con ella hacemos contacto con el corazón y el núcleo de la
inclinación socrática. Mediante ésta, el dogma socrático sentencia simultáneamente al arte
y a la ética vigentes. Sea cual sea el lugar a donde dirija sus ojos inquisidores, cuanto
avizora es la carencia de inteligencia y el poderío de la ilusión. De tal ausencia extrae que
cuanto existe resulta ser hondamente descabellado y digno de repudio. A partir de este
exclusivo punto, supuso Sócrates que su deber era aplicarse a la corrección de la
existencia. Exclusivamente él ingresa con aires de rebelión y superioridad, como
antecesor de una cultura, un arte y una moral de naturaleza absolutamente diferente, en un
universo de tales características que –de aferrar nosotros respetuosamente sus extremos–
lo estimaríamos como la mayor de todas las suertes. Tal resulta ser la tremenda desazón
que acerca de Sócrates se adueña invariablemente de nosotros, la que repetidamente nos
empuja a averiguar cuál es el significado y la meta de dicha aparición, la dotada de mayor
ambigüedad del mundo antiguo.
¿Quién resulta ser este que se da permiso para atreverse, para de manera solitaria negar
el ser griego, aquel que –como Homero, Píndaro y Esquilo, Fidias, Pericles, Pitia y
Dionisos– como la sima más honda y la cima más alta, tiene la seguridad de nuestra
veneración más desconcertada? ¿Qué clase de diabólica energía es, cuando se otorga
permiso para arrojar de costado tal poción mágica? Qué criatura tan sobrenatural es esta,
que obliga a los espíritus dotados de mayor nobleza entre todos los de la humanidad, a
aullar: “tú lo aniquilaste, era un mundo tan hermoso, con tu mano vigorosa... ¡un mundo
que sucumbe y se desploma!”.
Una señal para interpretar el ser socrático nos la brinda ese prodigio denominado

62
“demonio de Sócrates”; en singulares instancias, aquellas en las que su tremendo
entendimiento hesitaba, hallaba una firme base merced a una intervención divina. Cuando
se pronuncia, dicha voz invariablemente desalienta. En este carácter, absolutamente fuera
de lo normal, el saber instintivo se evidencia exclusivamente para pugnar aquí y más allá
con el saber consciente, obstraculizándolo. Al tiempo que en la suma de los individuos
productivos es justamente el instinto la potencia creativa y afirmante, y la conciencia
toma una postura crítica y desalentadora, en Sócrates se transforma el instinto en un
crítico y la conciencia en creadora. Se trata de una genuina aberración por defecto 47.
Definitivamente en este punto se aprecia un defecto de cualquier disposición mística,
hasta el extremo de que a Sócrates podemos conocerlo como aquel que no es místico
específicamente, como aquel en quien, por una extremada producción embrionaria, la
índole lógica adquirió un desarrollo tan exagerado como en el místico resulta excesivo el
saber instintivo. Por otro lado, a ese instinto lógico que se evidencia en Sócrates le estaba
prohibido volverse en su propia contra. En tal desborde sin límites demuestra Sócrates
una violencia de carácter natural que solamente reencontramos –para nuestro mayor
horror– en las energías instintivas de mayor envergadura. Aquel que haya apreciado en
los textos platónicos siquiera un hálito de esa divina candidez y seguridad, tan
características de la existencia socrática, percibirá asimismo que la inmensa rueda del
socratismo lógico se encuentra en movimiento “detrás” de Sócrates y que se debe
adivinar su presencia a través de Sócrates como atravesando una sombra. Que él mismo
presentía esa instancia se manifiesta en la digna seriedad con la que en todo sitio –hasta
frente al tribunal– hizo pesar su vocación divina. Refutar a Sócrates en ese terreno era tan
imposible de lograr como aprobar su influencia subversiva de lo instintivo. En tal
conflicto sin solución posible, en momentos en los que Sócrates es llevado ante el Estado
heleno, solamente una sentencia era de aplicación factible: el destierro. Debería haberse
permitido su expulsión fuera de las fronteras, como si él fuera algo absolutamente
enigmático e imposible de categorizar. Algo que no era posible explicar, sin que ningún
porvenir pudiera tener permiso para acusar a los habitantes de Atenas de haber cometido
algo reprobable. Que fuera sentenciado a la pena capital, no sólo al destierro, es cosa que
al parecer fue impulsada por el mismo Sócrates, con absoluta nitidez y carente del natural
terror que provoca la muerte. Tomó el camino hacia la desaparición definitiva con la
misma serenidad con que –según Platón– es el último de los bebedores que deja el
simposio cuando sale el sol y principia una nueva jornada. Mientras tanto, detrás suyo
permanecen en sus asientos y por el suelo, los embriagados contertulios, a fin de soñar
con Sócrates, el genuino erótico. El “Sócrates en agonía” se transformó en el novedoso
ideal –antes inédito– de la más noble juventud griega y ante esa imagen cayó esta de
rodillas –particularmente ese fue el caso de Platón, un característico joven griego– con
todo el fervor de su espíritu.

14
En este punto debemos imaginarnos –fijado en la tragedia– el ojo de cíclope de

63
Sócrates, ese que nunca brilló con la benevolente insanía del fervor artístico.
Imaginémonos cómo le estaba prohibido a tal ojo complacerse atisbando los abismos
dionisíacos... ¿Qué cosa debió descubrir en el “sublime y tan alabado” arte trágico, como
lo llama Platón? Algo absolutamente irracional, con razones que parecían no tener
efectos, y con efectos que semejaban carecer de causas. Asimismo, todo ello es en tanta
medida heterogéneo, que una mente dotada de sensatez debe sentir asco y debe
representar para los espíritus sensibles un detonante muy riesgoso. Conocemos cuál fue el
tipo exclusivo del arte poético que resultó comprendido por él: la fábula de Esopo.
Indudablemente esto lo realizó con ese radiante afán de contemporización con que el
bonachón y honrado Gellert elogia la poesía, en aquella fábula referida a una abeja y una
gallina:

Tú aprecias en mí para qué ella es útil:


a ese que no entiende demasiado
le sirve para manifestar en una imagen la verdad.

Mas Sócrates suponía que el arte trágico ni siquiera “manifiesta la verdad”. Dejando de
lado que está dirigido a “ese que no entiende demasiado” y que, por ende, no es un
filósofo: una duplicada causa para conservarlo lejos de él. Tal como Platón, Sócrates
incluía el arte trágico entre las artes de la lisonja, aquellas que exclusivamente representan
lo grato, de ninguna manera lo que es de utilidad. Por esa razón exigía de sus seguidores
que se negaran severamente a esos atractivos de índole no filosófica y con tanto éxito que
el joven poeta trágico Platón la primera cosa que efectuó para alcanzar a convertirse en
discípulo de Sócrates, fue destruir sus poemas.
Sin embargo, donde ciertas imbatibles disposiciones pugnaban con los principios de
Sócrates, la potencia de estos se sumó al vigor de su tremendo carácter y continuó siendo
idóneo ese conjunto para llevar a la poesía a unas posturas novedosas; ejemplo de lo
anterior es el mencionado Platón, que en la condena de la tragedia y de la generalidad del
arte no se quedó atrás en relación al cándido cinismo de su mentor. Sin embargo y por
mera necesidad artística, Platón se vio forzado a crear una variedad de arte cuya empatía
con las variedades imperantes y rechazadas por él es muy estrecha. El fundamental
cuestionamiento que le haría Platón al arte previo: su condición de remedo de una imagen
aparente, o sea, su correspondencia a un campo inferior inclusive al universo de lo
empírico, tenía menos derecho a dirigirse contra la novedosa obra artística. Se aprecia que
Platón se empeña en ir allende la realidad y manifestar la noción que se halla en el
basamento mismo de esa casi realidad. Pero con ello el pensador Platón había arribado –
tras hacer un rodeo– exactamente al sitio donde, en su condición de poeta, había erigido
su hogar, aquel desde donde Sófocles y el conjunto del arte pretérito muy seriamente
alzaban sus voces de protesta contra ese cuestionamiento. Si la tragedia había abarcado la
suma de los géneros del arte anteriores, se puede expresar algo igual acerca del diálogo
platónico desde un punto de vista excéntrico; aquel que, surgido de una mixtura de los
estilos y variedades vigentes, se balancea entre la narración, la lírica y el drama, la prosa
y la poesía. Ello, habiendo transgredido de tal manera la severa norma pretérita de que la
forma lingüística debe ser una unidad. Mediante esta vía avanzaron todavía más los

64
escritores cínicos, con una mezcolanza muy mayor de estilos y su oscilar entre la prosa y
la métrica dieron alcance asimismo a la imagen literaria de “Sócrates iracundo”, aquella
que acostumbraban representar en sus vidas. El diálogo platónico resultó ser la
embarcación que salvó a la añeja poesía que había naufragado, así como a sus retoños.
Apretujados en un estrecho espacio y asustados, unidos al exclusivo timonel que era
Sócrates, ingresaron entonces en un paraje novedoso, que no se fatigó de observar la
espectral imagen de ese corro. Ciertamente Platón brindó a la posteridad el modelo de una
inédita manera artística, el de la novela. De ella se puede afirmar que consiste en la fábula
de Esopo ampliada hasta la infinitud donde la poesía tiene un nexo jerárquico con la
filosofía dialéctica, un nexo parecido al que durante centurias tuvo con la teología, en
condición de esclava de ella. Tal fue la nueva condición poética a la que condujo Platón
por presión del demoníaco Sócrates. En este punto, el pensamiento filosófico, creciendo,
se superpone al arte y lo fuerza a aferrarse apretadamente al tronco dialéctico. En el
esquema lógico, la inclinación apolínea se ha convertido en una crisálida; así como
avizoramos en Eurípides algo similar y, asimismo, un cruce de lo dionisíaco al efecto de
carácter naturalista. Sócrates, el héroe dialéctico propio del drama platónico, nos recuerda
el carácter parecido de los héroes de Eurípides, que deben defender sus actos apelando a
argumentaciones y contraargumentaciones y, por ende, muy seguidamente bajo el riesgo
de no granjearse nuestra piedad trágica, dado que ninguno dejaría de apreciar el factor
optimista presente en lo esencial de la dialéctica, factor que festeja alegremente cada
deducción y que solamente puede respirar en la nitidez y la conciencia fría. Un factor de
optimismo que ya inoculado en el cuerpo de la tragedia, debe recubrir paulatinamente los
campos dionisíacos de ella y conducirlos obligadamente a su propia aniquilación, hasta el
brinco mortal hacia el espectáculo de naturaleza burguesa. Alcanza con rememorar los
frutos de las tesis socráticas: “el saber consiste en la virtud; se yerra exclusivamente por
ignorancia; el virtuoso es dichoso”. En este trío de formas elementales del optimismo
reside el fallecimiento de la tragedia, dado que entonces el héroe virtuoso debe ser
dialéctico, debe estar presente un nexo imprescindible y nítido entre la virtud y el saber,
la fe y la moral; entonces la solución trascendente de la justicia de Esquilo termina
reducida a la pueril e impertinente noción de la “justicia poética”, con su acostumbrado
deus ex machina.
¿Cómo surge en esa instancia, ante a este nuevo mundo escénico, socrático y optimista,
el coro y, desde lo general, cuanto conforma en la tragedia el sustrato dionisíaco y
musical? Pues como algo fortuito, como un recuerdo –del que indudablemente es
procedente privarse– del origen mismo de la tragedia, en tanto que apreciamos, de manera
opuesta, que solamente se puede entender el coro como razón de la tragedia y aun de lo
trágico entendido desde una óptica general.
En Sófocles se aprecia dicho desconcierto acerca del coro, evidencia importante de que
ya en Sófocles da comienzo la quebradura del sustento dionisíaco de la tragedia; él no se
anima en tal instancia a confiarle al coro la porción fundamental del efecto. En vez,
reduce de tal modo su espacio que casi se diría que el coro está coordinado con los
histriones, tal como si habiéndolo elevado desde el plano de la orquesta, se lo hubiese
insertado en la escena. Con ello, evidentemente, su esencia es absolutamente aniquilada,

65
pese a que Aristóteles apruebe justamente esa noción del coro. Ese cambio de ubicación
de lo coral –el que Sófocles recetó en todo caso con su praxis, y si hemos de creerle a la
tradición, hasta apelando a un texto– es el primer escalón rumbo a la destrucción del coro,
cuyas etapas se suceden las unas a las otras con horrorosa celeridad en las obras de
Eurípides, Agatón y la nueva comedia. Con el azuzar de sus silogismos, la dialéctica
optimista separa a la música de la tragedia; o sea, aniquila la esencia misma de la
tragedia, esa que exclusivamente puede ser interpretada como expresión de estadios
dionisíacos, como una simbolización visual de lo musical, como el universo onírico de
una borrachera dionisíaca.
Si debemos concluir en consecuencia que hasta previamente a Sócrates tuvo lugar una
inclinación dionisíaca, una que solamente en él tiene una inusitada y magna
manifestación, no podremos asustarnos de inquirir por la dirección que toma un
advenimiento como el de Sócrates. Si tomamos en cuenta los diálogos de Platón, no
podremos entender su llegada como una potencia exclusivamente diluyente y de carácter
negativo. Incluso si siendo verdadero que el efecto más instantáneo del instinto socrático
iba detrás de una disgregación de la tragedia dionisíaca, empero una honda experiencia
vital de Sócrates nos obliga a preguntarnos si entre el socratismo y el arte existe
obligadamente apenas una relación como la de las antípodas, y si el surgimiento de un
“Sócrates artístico” es una contradicción en sí misma.
Ese déspota lógico tenía en ocasiones, al enfrentarse con el arte, el sentimiento de estar
ante un lago, un vacío; el sentimiento de un casi cuestionamiento, de una obligación no
cumplida. Frecuentemente se le aparecía en sueños –él mismo lo dice en prisión ante sus
amistades– un mismo espectro, que le repetía: “Sócrates, ¡debes cultivar la música!”.
Hasta el final serena a Sócrates el criterio de que su filosofía es el máximo arte de las
musas; no cree que una deidad lo convide a cultivar esa música “ordinaria, popular”. En
su final, ya en prisión, a fin de descargar plenamente su conciencia moral, toma la
decisión de cultivar asimismo esa música que tenía en tan bajo concepto. Es con tales
sentimientos que compone un preámbulo en honor de Apolo y versifica ciertas fábulas de
Esopo. Aquello que lo llevó a concretar esos ejercicios fue un factor parecido a esa
demoníaca voz de advertencia, su intuición apolínea de no entender –tal como si fuese un
monarca bárbaro– la noble estatua de una deidad, bajo el riesgo de cometer pecado en
contra de su dios a causa de su falta de comprensión.
Esa expresión manifestada por el espectro onírico a Sócrates es la exclusiva señal de un
desconcierto respecto de las fronteras de la naturaleza lógica. De este modo debía
Sócrates preguntarse: quizá, ¿sucede que aquello que no puedo comprender es ya,
asimismo, lo que no se puede inteligir sin más ni más? Tal vez, ¿existe un campo de la
sabiduría del cual está privado el pensador lógico? Quizás, ¿hasta el arte es un relato
paralelo y una adición imprescindible de lo científico?

15
En lo referente al contenido del último interrogante, pleno de intuiciones, es preciso
manifestar que hasta ahora

66
–e inclusive en lo que respecta al porvenir– la influencia socrática se ha difundido en el
cuerpo de la posteridad tal como una sombra que se torna cada vez más extensa bajo el
sol del ocaso, así como esa misma influencia fuerza repetidamente a volver a crear el arte.
Además y por supuesto, el arte en una interpretación metafísica, más vasta y honda.
Tomando en cuenta su misma infinitud da garantías asimismo de la de éste.
Mas previamente a que todo esto pudiese ser reconocido, antes de que fuera
demostrada de modo persuasivo la tan íntima dependencia que cualquier variedad del arte
mantiene respecto de los griegos –desde Homero hasta Sócrates– en nuestro caso nos fue
con esos griegos del mismo modo que a los atenienses con Sócrates. Prácticamente cada
período y cada nivel cultural intentaron en alguna ocasión –con agrio talante– librarse de
los griegos; ello porque en su presencia, ante cuanto ellos concretaron (aparentemente tan
original y honestamente admirado) cualquier otra cosa semejaba decolorarse y
marchitarse, reduciéndose a una copia malograda o, peor todavía, a una mera caricatura.
Así explota invariablemente una íntima furia en contra de ese soberbio hombrecito que se
animó a motejar definitivamente como “bárbaro” a cuanto no fuera originario de su
patria. Mas inquirimos: ¿quiénes son estos que pese a que apenas pueden exhibir un cenit
histórico tan efímero, esas instituciones ridículamente limitadas y estrechas, un
cuestionable vigor moral y que hasta adolecen de horribles vicios, que pretenden erigirse
de entre los pueblos con la dignidad y la ubicación singular que le corresponde al genio
entre la masa?
Desgraciadamente ninguno tuvo hasta el presente la fortuna de hallar el copón de
cicuta con el que tal ser pudiera ser definitivamente aniquilado. Ello, porque toda la
ponzoña generada por la envidia, la injuria y la furia no alcanzó para eliminar esa
magnitud tan satisfecha de sí misma. De ese modo nos avergüenzan e intimidan los
griegos, si alguno no aprecia la verdad por sobre todas las cosas y se anima a admitir
asimismo esta verdad: que los griegos tienen en su poder, como guías, nuestra cultura y la
suma de todas las demás, mas casi invariablemente el carruaje y los caballos tienen una
factura tan mediocre y son tan poco idóneos para el aura de sus aurigas, quienes estiman
después como un chiste dejar que ese carro caiga en el precipicio; carruaje que ellos
mismos ponen a resguardo apelando al salto de Aquiles. Con el objetivo de demostrar que
asimismo a Sócrates le compete la dignidad de tal ubicación como guía, alcanza con
apreciar en él ese prototipo de una existencia inaudita antes de su aparición: la variedad
propia del teórico, cuyo sentido y objetivos intentaremos entender en lo que sigue.
Asimismo el teórico halla una indiscriminada satisfacción –como le sucede al artista– en
lo existente. Como al artista, lo resguarda esa satisfacción contra la ética práctica del
pesimismo y contra sus ojos de Linceo 48, que fulguran exclusivamente en las tinieblas.
En caso de que, efectivamente, a cada develar de lo cierto el artista –con detenida
mirada– se encuentra siempre suspendido de eso que asimismo ahora, después de la
revelación, sigue siendo un velo, el téorico, en cambio, disfruta y encuentra satisfacción
merced al velo retirado y halla su más elevado objetivo de goce en el desarrollo de un
develamiento que es en cada oportunidad más venturoso, alcanzado gracias a su propio
poderío. Si la ciencia estuviese relacionada exclusivamente con esa única deidad desnuda
no existiría; en tal caso sus seguidores deberían sentirse como sujetos que desearan cavar

67
un agujero justamente atravesando la tierra; cada uno de ellos comprende que, apelando a
sus máximas fuerzas, durante toda su existencia, apenas podría cavar un diminuto
segmento de tan tremebunda hondura, segmento que ante su propia mirada es rellenado
por la labor del siguiente excavador, de modo que un tercero parece que estuviese
haciendo lo correcto seleccionando por las suyas un nuevo sitio para sus intentonas.
Si entonces alguno realiza la persuasiva demostración de que tomando esa directa
senda no es factible alcanzar las antípodas, ¿quién va a desear continuar laborando en los
antiguos huecos, a menos que mientras tanto se satisfaga encontrando gemas o
descubriendo las normas naturales?
Por dicha razón Lessing, el más honrado de los teóricos, se animó a manifestar que a él
le importa en mayor medida la pesquisa de la verdad que la propia verdad. Con ello
quedó expuesto el secreto primordial de la verdad, para mayor asombro y hasta fastidio
de los científicos. En verdad, junto a este saber aislado encontramos –con demasiada
honradez o tal vez excesiva soberbia– una honda representación ilusoria, que por primera
vez llegó al mundo con Sócrates. Esa incuestionable suposición de que –si se sigue el
hilván de lo fortuito– el pensamiento arriba hasta las simas más hondas del ser; que el
pensamiento tiene la capacidad no solamente de conocer, sino hasta de reformar el ser.
Esta excelsa ilusión metafísica fue sumada en calidad de instinto a la ciencia, y
repetidamente la guía hacia esos límites en los que debe metamorfosearse en arte, aquel
en el que tiene puesta justamente la mirada este procedimiento.
Entonces observemos a Sócrates iluminados por este criterio y él nos parecerá como el
primero que, conducido por ese instinto de la ciencia, supo no solamente vivir, sino
también mucho más que eso: supo morir. Por esa causa la imagen de “Sócrates
agonizando”, como sujeto al que el saber y las argumentaciones han librado del terror a la
muerte, es el blasón que sobre la puerta de ingreso a la ciencia le recuerda a todos el sino
de la ciencia: hacer aparecer como comprensible y por lo mismo, aceptable, la existencia.
Meta para la que, definitivamente, si es inalcanzable para las argumentaciones, debe ser
útil asimismo el mito, del cual termino de manifestar que consiste en la consecuencia
necesaria, más todavía, el propósito de la ciencia.
Para aquel que tenga un nítido concepto luego de Sócrates –sacerdote iniciático de la
ciencia– una corriente filosófica suplanta a la anterior repetidamente, de qué modo una
universalidad nunca antes intuida del afán de conocer, en los más alejados dominios del
universo culto, y entendida como genuina labor para cualquier individuo de elevada
capacidad, ha llevado a la ciencia hasta mar abierto, latitud de donde nunca después pudo
retornar a ser lanzada por completo. De qué manera, merced a esa misma universalidad se
ha expandido por ocasión primera una red común de pensamiento sobre el globo. Hasta se
piensa en extenderla sobre las normas de un sistema solar completo. Aquel que tome en
cuenta todo lo anterior, así como la elevada pirámide del conocimiento contemporáneo,
no obviará apreciar en Sócrates un lugar de inflexión y un vértice de la llamada historia
universal, porque toda la inconmensurable suma de energía desperdiciada a favor de esa
inclinación mundial la imagináramos como no puesta al servicio del conocimiento, sino al
de los objetivos prácticos, o sea, egoístas de los sujetos y de los pueblos; en tal instancia
es factible que en las pugnas generales de aniquilación y en las perpetuas traslaciones de

68
pueblos se hubiese debilitado tanto el goce instintivo de existir, que, tomada en cuenta la
costumbre del suicidio, el sujeto tendría quizá que sentir el último remanente de sentido
del deber cuando –tal como lo hacen los pobladores de Fidji– estrangulase como hijo a
sus progenitores y como amigo a su amigo. Un pesimismo práctico que podría generar
hasta una espantosa ética de la aniquilación por piedad, pesimismo que, por ende, está y
estuvo presente en todo el mundo allí donde no ha surgido el arte en determinada forma,
particularmente como religión y ciencia, para accionar como remedio y defensa ante ese
hálito repelente.
Ante tal pesimismo práctico, Sócrates es el modelo del optimismo teórico, que, con la
referida creencia en la probabilidad de observar la índole de las cosas, le brinda al saber y
al conocimiento la potencia de un remedio universal, y aprecia en el yerro el mal en sí
mismo. Escrutar esas razones de las cosas y establecer una distancia entre el
conocimiento genuino y la apariencia y el error, resultó ser para el socrático la tarea más
noble entre todas, inclusive la que era exclusivamente humana. De igual modo que ese
dispositivo de los conceptos, juicios y razonamientos fue entendido por Sócrates como la
labor suprema y como muy admirable obsequio de la naturaleza, superior al conjunto de
las otras capacidades.
Hasta las acciones morales de índole más elevada, las emociones de la piedad, el
sacrificio, el heroísmo y esa serenidad espiritual –tan arduo es alcanzarla...– que el
apolíneo denominaba sophrosyne, resultaron provenir para Sócrates y sus seguidores,
hasta la actualidad, de la dialéctica del saber y, por ende, fueron entendidas como
susceptibles de ser aprendidas. Aquel que ha tenido la vivencia del goce de un
conocimiento socrático y percibe cómo éste procura abrazar –en círculos cada vez más
vastos– el completo universo de las apariencias, no va a percibir, contando desde esa
instancia, un espolón que sea capaz de arrastrarlo a la existencia con mayor energía que el
anhelo de completar esa conquista y tejer la red con tanta firmeza que termine por ser ésta
una malla imposible de atravesar. Aquel que albergue tales sentimientos, entenderá al
Sócrates platónico como el maestro de una variante absolutamente novedosa de
“optimismo griego” y de la felicidad de vivir, variante que prueba de aliviarse en acciones
y que dará con dichas descargas prácticamente siempre con influencias mayéuticas y
educativas sobre los jóvenes nobles, con el objetivo de generar, por fin, el genio.
Mas entonces la ciencia –acicateada por su poderosa ilusión– se apresura con carrera
imposible de detener rumbo a esas fronteras contra las que choca su optimismo, oculto en
la esencia de la lógica. Dado que la periferia del círculo de la ciencia ofrece un sinnúmero
de puntos, y en tanto todavía no es factible anticipar de ninguna manera de qué modo
sería posible alguna vez mensurar absolutamente el círculo, el hombre noble y dotado
inevitablemente se topa –previamente a arribar a la mitad de su vida– con dichas fronteras
de la periferia, allí donde su mirar queda fijado en aquello que no es posible clarificar. En
el instante en que en este punto se aprecia –para el mayor horror– que al llegar a estas
fronteras la lógica se enrolla sobre sí misma y termina por morder su misma cola, en tal
instancia se pronuncia la novedosa manera de conocer, el conocimiento trágico; aquel que
–incluso exclusivamente para ser soportado– precisa del arte a manera de resguardo y
medicamento.

69
En caso de que entonces, con mirar vigorizado y reconfortado por los griegos,
observemos los campos más elevados de ese universo que se derrama sobre nosotros,
veremos metamorfosearse en resignación trágica y en necesidad de arte la ambición de
conocimiento, tan insaciable y jovial que surgió modélicamente en Sócrates. En tanto
que, en sus regiones inferiores, esa ambición debe expresarse como antagonista del arte y
debe abominar íntimamente, en particular, el arte trágico y dionisíaco, como lo señalamos
mediante el ejemplo de la pugna del socratismo en contra de la tragedia de Esquilo.
Conmovido el ánimo, golpeamos en este punto los portones del presente y el porvenir...
¿Va a llevar esa “metamorfosis” a configuraciones repetidamente nuevas del genio, y
justamente del Sócrates que cultiva la música? La malla del arte extendida sobre la vida,
¿será tejida de manera en cada ocasión más firme y sutil, bajo la denominación de
religión, bajo el nombre de ciencia, o estribará su sino en hacerse harapos, por la acción
de la conmoción y el torbellino infatigables y bárbaros que se otorgan actualmente a sí
mismos el apelativo de “presente”?
Inquietos pero no sin consuelo, seguimos un instante más ubicados al margen, como
sujetos contemplativos a quienes les permite presenciar esas pugnas y tales inmensas
mudanzas.
¡Ah! ¡Lo mágico de esos combates estriba en que aquel que los observa debe asimismo
tomar parte en ellos!

16
Mediante el modelo histórico al que apelamos quisimos remarcar de qué manera la
tragedia –como exclusivamente puede surgir del espíritu de la música– asimismo es
aniquilada si se desvanece tal espíritu. Con el objetivo de aliviar lo inaudito de esta
afirmación y asimismo demostrar cuál es el origen de este conocimiento, debemos en este
punto afrontar con liberal mirada los hechos parecidos de la actualidad, ingresar en esas
pugnas que, como referí antes, son concretadas en las más elevadas áreas del mundo
contemporáneo, por parte del conocimiento imposible de hartar y jovial y la necesidad
trágica artística. Dejaré de lado los demás instintos adversos que en todo momento operan
antagonizando al arte –justamente en contra de la tragedia– y que asimismo hoy se
extienden en tanta medida plenamente seguros de su triunfo que, como ejemplo, apenas la
farsa y el arte del ballet florecen, quizá sin un adecuado buen perfume en opinión de
todos, con una abundancia hasta podemos decir que indescriptible. Me voy a referir
exclusivamente a la más famosa oposición a la concepción trágica del universo y de tal
manera me estaré expresando acerca de la ciencia, que íntimamente resulta optimista, con
su padre Sócrates a la cabeza. Enseguida nos referiremos asimismo llamándolas por su
nombre a las energías que, estimo, dan garantías de un renacer de la tragedia, así como a
otras venturosas esperanzas del ser alemán... Mas previamente a adentrarnos en estas
contiendas, vamos a resguardarnos con la armadura de esos saberes que adquirimos hasta
esta instancia. De modo opuesto al de aquellos que ansían hacer provenir las artes de un
solo principio, estimado como el manantial vital imprescindible de cualquier obra
artística, clavo mis ojos en ese par de deidades del arte griego, Dionisos y Apolo y en

70
ellas señalo las representaciones vivas e intuitivas de un par de universos artísticos
distintos en su más íntima médula, así como en sus más elevados objetivos. Apolo se
presenta ante mí como el genio metamorfoseador del principio de individuación, el medio
exclusivo por el cual se puede acceder verdaderamente a la salvación por lo aparente. En
tanto que, con el aullido alegre de Dionisos, se quiebra el hechizo de la individuación y
queda franco el sendero rumbo a la madre del ser, el centro más profundo de todas las
cosas. Esta tremenda confrontación que surge como un abismo entre el arte plástico –
entendido como arte apolíneo– y la música –como arte dionisíaco– se tornó tan expreso
para solamente uno de los magnos pensadores, que inclusive sin contar con esta guía del
simbolismo de las deidades griegas, le pudo reconocer a la música una naturaleza y un
origen distintos en relación a las otras formas del arte, pues la música no resulta ser –
como esas otras formas artísticas– un reflejo de lo aparente, sino de modo inmediato uno
de la voluntad misma, y por ende representación –en relación a lo físico del mundo–, de
lo metafísico, y en relación a cualquier apariencia, la cosa en sí misma.
Acerca de tal conocimiento –el de mayor importancia de la totalidad de la estética, y
sólo con el cual la estética da comienzo tomada en un sentido ciertamente serio– ha
dejado Richard Wagner su impronta, confirmando su perenne verdad, cuando en su
Beethoven manifiesta que la música debe ser juzgada de acuerdo con unos principios
estéticos absolutamente diferentes de aquellos correspondientes a las artes figurativas; por
supuesto que no de acuerdo con la categoría de la belleza. Pese a que una estética
equivocada, guiada por un arte extraviado y aberrante, se haya acostumbrado a establecer
la exigencia dirigida a la música, a partir de esa noción de belleza actuante en el universo
de lo figurativo, un efecto parecido al que le es exigido a las obras artísticas figurativas, o
sea, la “excitación del agrado por las formas bellas”. Después de conocer esa
confrontación inmensa sentí una vigorosa propensión a aproximarme a lo esencial de la
tragedia griega y así, a la más profunda revelación del genio heleno; porque
exclusivamente en ese instante supuse haberme adueñado de la magia precisa para –
allende la fraseología de nuestra habitual estética– alcanzar a hacerme el planteo palpable
del problema fundamental de la tragedia. Con ello me tocó en suerte arrojar un vistazo tan
raramente particular sobre lo griego, que me pareció que nuestra ciencia de la Grecia
clásica –la que ofrece un semblante tan soberbio– en lo fundamental solamente había
logrado pastorear en juegos de sombras y asuntos externos... Tal vez podríamos encarar
este dilema principal con este interrogante: ¿qué clase de efecto estético se presenta
cuando ese par de potencias artísticas, definitivamente diferenciadas, lo apolíneo y lo
dionisíaco, ingresan en mutua compañía en la actividad? Si se quiere, con mayor
brevedad: ¿qué tipo de relación tiene la música con la imagen y el concepto?
Schopenhauer, –tan alabado como era por Wagner justamente por este aspecto– merced
a su nitidez incomparable y lo transparente de su expresión, se manifiesta
minuciosamente sobre este tema en el fragmento que sigue: “Debido a todo esto estamos
en condiciones de estimar que el mundo de lo aparente, o naturaleza, y la música
constituyen dos expresiones diferentes de una misma cosa, la que por esa razón es la
exclusiva mediación de la analogía de ambas, cuyo conocimiento configura una exigencia
para lograr comprender dicha analogía. Cuando es tomada como expresión del mundo, la

71
música es –de acuerdo con esto– un lenguaje señaladamente universal, que hasta
mantiene con la universalidad de los conceptos una relación semejante a la que ellos
tienen con las cosas individuales.
“Mas su universalidad no es de ninguna manera esa huera universalidad tan propia de
la abstracción; pertenece a una variedad absolutamente diferente, y se halla unida con una
determinación completa y nítida. En cuanto a ello se parece a las figuras geométricas y
los números. Estos –como formas universales del conjunto de los objetos posibles de la
experiencia, y aplicables a priori a todos– empero no resultan ser de índole abstracta: son
intuitivos y absolutamente determinados. La suma de las aspiraciones, excitaciones y
manifestaciones posibles de la voluntad, aquellos procesos que se producen en la
interioridad humana y que la razón sumerge bajo el vasto concepto negativo de
sentimiento, pueden dar con su expresión a través de las infinitas melodías que son
posibles, mas invariablemente en la universalidad de la sencilla forma, sin la materia,
siempre exclusivamente de acuerdo con el en-sí –no según la apariencia– como el alma
más íntima de ésta, sin el cuerpo. A partir de esta relación íntima que posee la música con
la esencia genuina de la suma de las cosas es como puede explicarse asimismo que,
cuando para toda escena, acción, todo suceso, todo ambiente retumba una música idónea,
ésta semeje franquearnos el sentido más secreto de aquéllos y se manifieste como su
comentario en mayor medida justo y claro. De igual manera, que quien se entrega por
completo a la impresión de cierta sinfonía, cree estar presenciando el desfile de la
totalidad de los factibles hechos de su existencia y del universo. Empero, cuando procede
a meditarlo no es capaz de señalar alguna clase de parecido entre ese juego de los sonidos
y cuanto pasó por su pensamiento.
“Dado que como anteriormente mencionamos, la música se distingue de las otras artes
porque ella no constituye un reflejo de lo aparente o –con mayor exactitud– de lo objetual
adecuado de la voluntad, sino que y de forma inmediata, es el reflejo de la misma
voluntad y como tal la representación –acerca de cuanto es físico en el mundo– lo
metafísico y en referencia a cualquier apariencia, la cosa en sí misma. De acuerdo con lo
anterior sería posible denominar al mundo como música hecha cuerpo, como voluntad
hecha cuerpo. A partir de este concepto es posible la explicación de por qué causa la
música destaca inmediatamente y con una significación más elevada cualquier pintura; en
mayor medida todavía, cualquier escena de la existencia real y del mundo. En mayor
medida, se sobreentiende, cuanto más análoga resulte su melodía al espíritu interno de la
apariencia dada. En ello tiene su basamento en que la música puede ser ubicada bajo un
poema como canto o una representación intuitiva como pantomima o ambas cosas en
tanto ópera. Dichas imágenes individuales de la existencia humana, colocadas bajo el
lenguaje universal de la música, no se funden o corresponden jamás a ella por una
absoluta necesidad; mantienen con la música apenas una relación de ejemplo casual para
un concepto de índole universal. Representan en la determinación de la realidad eso que
la música manifiesta en la universalidad de la simple forma, porque –al igual que las
nociones universales– las melodías son, de determinada manera, una abstracción de la
realidad. Efectivamente ésta, o sea, el mundo de las cosas individuales, es el elemento que
provee lo intuitivo, lo particular e individual, el caso singular, tanto a la universalidad de

72
los conceptos como a la universalidad de las melodías, aunque ambas universalidades se
confrontan en determinado sentido, en tanto que los conceptos contienen apenas las
formas primeramente abstraídas de la intuición, la capa externa, retirada de las cosas, y
por lo tanto constituyen, con absoluta propiedad, abstracciones. De modo opuesto, la
música pone de manifiesto el núcleo más medular, previo a cualquier configuración, en
definitiva, el corazón de las cosas. Se podría manifestar adecuadamente esta relación con
el lenguaje de los escolásticos, expresándolo como sigue: los conceptos son los
universales posteriores a la cosa, la música expresa, por su parte, los universales
anteriores a la cosa y la realidad expresa los universales en la cosa. Mas que en general
resulte factible la relación entre una composición musical y una representación intuitiva
tiene por cimiento –como referimos anteriormente– que ambas resultan ser expresiones,
aunque absolutamente diferentes, de una igual esencia interna del mundo. De tal manera,
cuando en el caso particular se evidencia ciertamente dicha relación, o sea, cuando el
compositor musical supo expresar en el lenguaje universal de la música los movimientos
de la voluntad que edifican el núcleo de un hecho, entonces la melodía de la canción, la
de la ópera, se hallan plenas de expresión. Empero la analogía hallada por el compositor
entre ambas cosas debe de haber emanado del conocimiento súbito de la esencia del
mundo, sin que su razón posea conciencia de ello, y no está permitido que sea, con
intencionalidad consciente, una imitación arbitrada por conceptos. En caso opuesto la
música no manifiesta la esencia interna, la voluntad misma; solamente imita
insuficientemente su apariencia, tal como procede cualquier música de índole imitativa”.
Por lo tanto y siguiendo los postulados de Schopenhauer estimamos la música como el
lenguaje inmediato de la voluntad y es azuzada nuestra fantasía para darle forma a ese
mundo espiritual que se comunica con nosotros, invisible, mas empero tan enérgicamente
convulsionado, corporizándolo mediante un ejemplo semejante. Por otra parte, y bajo la
influencia de una música ciertamente idónea, la imagen y el concepto arriban a una más
elevada significación. Un par de efectos son –en consecuencia– aquellos que la música
dionisíaca acostumbra producir sobre la facultad artística apolínea. Por un lado la música
compele a intuir de manera simbólica la universalidad dionisíaca, y la música hace surgir,
asimismo, la imagen simbólica en una significación suprema. De los referidos sucesos –
que son en sí mismos pasibles de ser entendidos y no inaccesibles para una observación
algo honda– concluyo cuál es la capacidad de la música para inducir el nacimiento del
mito, o sea, el ejemplo de significación, y justamente el mito trágico, aquel mito que se
expresa mediante símbolos respecto del conocimiento dionisíaco. Sobre la base del
fenómeno del lírico expliqué de qué manera en éste la música hace el esfuerzo de dar a
conocer a través de imágenes apolíneas su misma esencia. En caso de que en este punto
imaginemos que en su máxima intensidad la música debe intentar alcanzar asimismo una
máxima simbolización, debemos estimar que es factible que ella pueda asimismo dar con
la expresión simbólica de su genuina sabiduría dionisíaca. ¿En qué otro sitio buscaremos
dicha expresión como no sea en la tragedia y, desde un punto de vista generalizado, en el
concepto de lo trágico?
No se puede derivar honradamente lo trágico de la esencia artística, aunque
habitualmente se procede de tal forma, de acuerdo con la exclusiva categoría de la

73
apariencia y la belleza. Exclusivamente a partir del espíritu musical entendemos el júbilo
originado por el final del individuo; porque en los ejemplos individuales de dicha
desaparición es donde comprendemos el fenómeno del arte dionisíaco, que se manifiesta
mediante la voluntad en su omnipotencia, tras el principio de individuación, la existencia
perpetua allende las apariencias y pese a la aniquilación. El júbilo metafísico originado
por lo trágico es un traslado del saber dionisíaco –instintivamente algo inconsciente– al
lenguaje de la imagen. El héroe –como apariencia magna de lo volitivo– para nuestro
goce es negado a causa de que consiste en mera apariencia y la existencia eterna de la
voluntad no es alcanzada por su destrucción. “Creemos en la vida eterna”, expresa la
tragedia, en tanto que la música es la noción instantánea de esa existencia.
Un objetivo absolutamente diferente posee el arte de la escultura. El padecimiento del
individuo es superado en él por Apolo a través de la refulgente glorificación de lo eterno
de la apariencia. La belleza vence en esta instancia sobre el padecimiento característico de
la existencia. El sufrimiento termina de cierta manera arrasado de las facciones de la
naturaleza merced a una falsedad. En el campo del arte dionisíaco y su simbolismo
trágico es la mismísima naturaleza quien nos exhorta empleando su genuina voz, no
trasformada: “¡Sean como yo soy! ¡Sean, debajo del perpetuo transformarse de lo
aparente, la madre primigenia que incesantemente está creando, la que permanentemente
impulsa a existir, que perennemente se calma mediante dicha transformación de lo
aparente!”.

17
Asimismo, el arte dionisíaco anhela persuadirnos del perpetuo goce de la vida, mas
dicho goce no tenemos que buscarlo en lo aparente, sino detrás de lo aparente. Tenemos
que comprender que cuanto nace debe estar preparado para sufrir un crepúsculo doloroso
y estamos obligados a contemplar secuencias espantosas de la vida individual. Empero,
no debemos congelarnos de horror, pues un bálsamo de índole metafísica nos libra de
momento de la cinta sin fin de las cambiantes imágenes. Ciertamente somos,
efímeramente, el ser primigenio, y percibimos su indomable afán y goce de vivir: la
pugna, la tortura, la destrucción de lo aparente nos resultan entonces imprescindibles,
tomando en cuenta la exuberancia de las formas innúmeras de vida que se esfuerzan y
compelen a existir. Resultamos atravesados por el furioso aguijón de esas torturas en el
mismo momento en que nos fundimos con el ilimitado goce primigenio por la vida;
intuimos en un éxtasis dionisíaco lo perpetuo e invulnerable que es dicho gozo. Pese al
temor y la piedad, somos aquellos que viven dichosos, no en condición de individuos,
sino como aquello que es lo que exclusivamente está vivo, con cuyo goce suponemos
estar mixturados.
La génesis de la tragedia griega nos explicita entonces –con refulgente claridad– que la
obra artística trágica surgió definitivamente a partir del espíritu musical. Con tales
concepciones estimamos haber sido justos, por primera vez, con el significado original y
asombroso del coro; mas simultáneamente debemos admitir que el sentido anteriormente
planteado acerca del mito trágico jamás alcanzó a resultarles a los poetas helenos algo

74
traslúcido, dotado de nitidez conceptual. En menor medida todavía lo fue para los
filósofos griegos. Sus héroes se expresan con mayor superficialidad de lo que actúan y el
mito no da en absoluto con su idónea objetivación mediante la palabra hablada. La
articulación de las escenas y las imágenes intuitivas dan pruebas de una sabiduría de
mayor hondura que aquella que el mismo poeta puede capturar merced a palabras y
nociones. Lo mismo se pone en evidencia en el caso de Shakespeare: Hamlet, como
ejemplo, en un sentido similar, se expresa con mayor superficialidad que como actúa, de
manera que de una visión y apreciación ahondada del conjunto, no de las palabras, es de
donde se colige ese dogma
hamletiano al que nos referimos anteriormente.
En lo que hace a la tragedia griega, que se nos presenta exclusivamente como un drama
hablado, sugerí inclusive que esa falta de congruencia existente entre la palabra y el mito
muy fácilmente podría llevar a suponerla en mayor medida superficial y carente de
significado de lo que verdaderamente resulta ser y, por ende, a prejuzgar asimismo que
ella generaba un efecto más superficial que el que debe de haber generado, de darle fe a
las aseveraciones de los antiguos en tal sentido. Ello, porque: ¡con qué facilidad se echa al
olvido que aquello que el poeta de la palabra no había logrado, o sea, alcanzar lo ideal y
la máxima espiritualidad del mito, podía obtenerlo en todo momento en la condición de
músico creador! Es verdad que debemos reconstruir los abusos del efecto musical
prácticamente por el camino de la erudición, con el fin de acceder a una porción de ese
consuelo sin parangón que debe ser característico de la genuina tragedia; hasta dicho
abuso musical, solamente siendo nosotros antiguos griegos, podríamos percibirlo como
fue. En tanto, en el desarrollo completo de la música helénica, que es indescriptiblemente
más rica que aquella que conocemos y con la que ya estamos familiarizados, suponemos
escuchar solamente el canto juvenil del genio musical, entonado con un apocado sentido
de energía. Al decir de los sacerdotes de Egipto, los griegos son niños eternos y asimismo
en el campo del arte trágico son apenas unos chicos que ignoran qué magno juguete nació
y quedó destrozado entre sus dedos. Este esfuerzo del espíritu musical por dar con una
revelación mítica y también figurativa, que se va acrecentando desde el inicio de la lírica
hasta la tragedia griega, súbitamente se interrumpe en cuanto arriba a un superabundante
desarrollo; se esfuma de la superficie del arte griego. En tanto que la imagen dionisíaca
del universo –surgida de dicho esfuerzo– pervive en los Misterios y mediante las más
prodigiosas transformaciones y aberraciones, no deja por ello de atraer a las naturalezas
dotadas de mayor seriedad... Es que... ¿tornará a elevarse alguna vez artísticamente, desde
su hondura mítica?
Nos embarga ahora el dilema de conocer si el poderío que obtuvo que la tragedia –tras
chocar con sus antagonistas– se destrozara, tendrá en cualquier momento el adecuado
vigor como para evitar el nuevo despertar artístico de la tragedia y de la imagen trágica
del universo. Si resultó que la tragedia de la Antigüedad fue extraída de sus vías por el
dialéctico instinto dirigido al saber y el optimismo de la ciencia, debería colegirse de ello
la presencia de una contienda perpetua entre la consideración de índole teórica y la
consideración de naturaleza trágica del universo. Solamente luego de que el espíritu
científico sea llevado hasta sus límites y que su aspiración de vigencia universal esté

75
destruida por la evidencia de dichas fronteras, estaría permitido tener esperanzas de un
resurgimiento de la tragedia. En calidad de símbolo de esa variedad cultural deberíamos
ubicar al Sócrates que cultiva la música, en el sentido que anteriormente explicitamos. En
tal antítesis yo admito como espíritu científico esa creencia, surgida por primera vez con
Sócrates, en la probabilidad de explorar la naturaleza y en la universal cualidad sanadora
del conocimiento.
Aquel que rememore los resultados inmediatos de ese espíritu científico arrojado sin
pausa hacia el porvenir, comprobará rápidamente que el mito resultó destruido por él y la
poesía desterrada de su tierra ideal; de allí en más, se convirtió en una poesía sin hogar. Si
estuvimos acertados al atribuirle a la música la energía de tornar a hacer surgir de ella el
mito, asimismo el espíritu científico debemos buscarlo en el sendero aquel donde le hace
frente esa energía creadora de mitos que tiene la música. Ello sucede en el proceso del
ditirambo griego nuevo, cuya música no manifestaba ya la médula interna, la mismísima
voluntad, que apenas reproducía insuficientemente lo aparente, un remedo mediatizado
por nociones. De tal música internamente aberrante se distanciaron las naturalezas
genuinamente musicales, con tanto asco como el que sentían por la inclinación de
Sócrates, homicida de lo artístico. .
El instinto de Aristófanes –que actuaba con seguridad– dio indudablemente en el
blanco cuando reunió en un solo aborrecimiento a Sócrates, las tragedias de Eurípides y la
música de los nuevos ditirámbicos; asimismo intuyó en estos fenómenos las señales
propias de una cultura en proceso de degeneración. De modo blasfemo, ese novedoso
ditirambo hizo de la música un remedo de la apariencia. Como ejemplo de lo anterior, de
una contienda, de una tormenta oceánica, y con ello la despojó absolutamente de su
potencia creadora de mitos. Dado que si la música prueba producirnos goce
exclusivamente obligándonos a salir en busca de semejanzas externas entre un hecho de
la vida y de la naturaleza y determinadas figuras rítmicas y sonoridades propias de la
música; en caso de que nuestro raciocinio deba satisfacerse con conocer dichas
semejanzas, nos hallamos reducidos a un estadio anímico donde no es posible articular
una concepción de lo mítico. Dado que el mito desea ser percibido intuitivamente como
ejemplo exclusivo de una universalidad y una verdad que mantienen fijos sus ojos en la
infinitud. Aquella música que auténticamente es de índole dionisíaca se nos presenta
como dicho reflejo universal de la voluntad del mundo y el suceso intuitivo que en ese
espejo se refleja se acrecienta rápidamente para nuestro sentir, hasta transformarse en
reflejo de una verdad perpetua.
De modo opuesto, ese suceso de índole intuitiva resulta velozmente desposeído de
cualquier factor mítico por la pintura musical del nuevo ditirambo. Entonces se ha
transformado la música en un miserable espejo de lo aparente y por esa causa es
indeciblemente más pobre que ello. Con dicha pobreza, la música degrada más todavía la
misma apariencia, hasta el grado de que esa manera se extingue en sonidos de marchas,
trompetas y demás. Nuestra fantasía queda paralizada ante dichas banalidades. Por ello es
que la pintura musical resulta, en cualquier detalle, el revés de la potencia creadora de
mitos que es la característica de la genuina música. Con ella lo aparente se empobrece en
mayor medida, en tanto que con el concurso de la música dionisíaca lo aparente

76
individual se ve enriquecido y se acrecienta hasta el punto de transformarse en la imagen
del mundo. El espíritu que no es dionisíaco alcanzó a hacerse de un magno triunfo en
momentos en que, con el desarrollo del nuevo ditirambo, produjo la enajenación de la
música respecto de sí misma y la redujo a esclava de lo aparente.
Eurípides –quien en un sentido más elevado debe ser entendido como un carácter no
musical– es, precisamente por dicha causa, un seguidor fervoroso de la novedosa música
ditirámbica y con la generosidad característica de un ladrón, hace uso del conjunto de sus
recursos de efectos y amaneramientos.
Observamos activa –en otro aspecto del asunto– la potencia de tal espíritu que no es
dionisíaco, posicionado contra el mito, al tornar a mirar el acrecentamiento en el terreno
de la tragedia (desde Sófocles) de la representación de caracteres y la exquisitez
psicológica. Ya no permitirá el carácter su ampliación hasta transformarse en tipo
perpetuo; de modo opuesto, a través de artificiosas tonalidades y detalles marginales,
merced a una finísima nitidez del conjunto de las líneas, generará un efecto en tan elevada
medida individual, que el público no percibirá ya el mito, sino la potente verdad de índole
naturalista y la potencia imitativa del artista. Asimismo, en este punto apreciamos el
triunfo de lo aparente sobre lo universal, de manera similar a cómo, en el goce por el
preparado anatómico individual, percibimos la atmósfera de un universo teórico, para el
que el saber científico tiene un valor mayor que el reflejo artístico de una regla mundana.
El desplazamiento sobre la vía de lo típico adelanta con gran velocidad; en tanto que aun
Sófocles pinta caracteres completos y rinde el mito bajo el yugo del despliegue exquisito
de ellos mismos, Eurípides ya no pinta otra cosa que amplios detalles aislados de carácter,
que conocen cómo expresarse en pasiones fogosas. En la nueva comedia griega ya no
encontramos otra cosa que máscaras con la misma e idéntica expresión, ancianos frívolos,
truhanes embaucados, esclavos rebosantes de picardía, en una agotadora repetición...
Entonces, ¿en qué dirección huyó el espíritu creador de mitos, tan característico de la
música? Cuanto resta de música aún o bien es música dirigida a la excitación o para el
recuerdo, o sea: un estímulo adecuado para nervios abotagados y desgastados o pintura
musical. En el primer caso sigue pesando el texto ubicado por debajo; ya en Eurípides –
cuando principian a entonar sus héroes o sus coros– los asuntos no marchan
correctamente... ¿hasta qué punto llegaron sus impertinentes herederos? Mas en el campo
de los desenlaces de los dramas nuevos es donde más nítidamente se expone el novedoso
espíritu que no es dionisíaco. En el contexto de la tragedia antigua se podía percibir, en el
desenlace, el bálsamo metafísico, sin cuyo concurso resulta imposible brindar una
explicación acerca del goce por la tragedia. Tal vez sea en Edipo en Colono donde con
mayor pureza retumba el ruido conciliador, venido de un diferente universo. Entonces,
cuando el genio musical se había fugado de la tragedia, ella falleció concretamente. Ello,
porque, ¿de qué sitio se podría sacar actualmente ese consuelo de tipo metafísico? Se
buscó por esa causa una solución terrena de la discrepancia trágica. Después de haber
sido adecuadamente atormentado por su sino, el héroe recibía una bien ganada
recompensa: un casamiento extraordinario, durante unas horas divinas. Se había
transformado en gladiador, uno que –ya convenientemente despellejado y bañado de
heridas– recibía el obsequio de su liberación, en ciertas oportunidades. El deus ex

77
machina pasó a ubicarse en el sitial del consuelo de carácter metafísico. No deseo
significar que la estimación trágica del mundo quedara aniquilada en cualquier sitio y
absolutamente a manos del hostigador espíritu de lo no-dionisíaco; lo único que
conocemos es que aquélla debió escapar del arte y refugiarse en el submundo,
degenerando hasta metamorfosearse en un culto esotérico. Mas sobre el tan vasto terreno
superficial del ser griego originaba catástrofes el soplido arrasador de ese espíritu que se
exhibe en esa forma de “optimismo griego”, al que ya anteriormente nos referimos como
a un provecto y estéril goce de la existencia. Ese optimismo es el revés de la
extraordinaria “candidez” tan propia de los antiguos helenos, la que se debe entender –de
acuerdo con la advertida cualidad– como la flor (surgida de un tenebroso precipicio) de la
cultura apolínea, como el triunfo que con su reflejo de la belleza alcanza la voluntad
griega sobre el padecimiento y la sabiduría del padecimiento. La variedad dotada de
mayor grado de nobleza de ese otro tipo del “optimismo griego”, el alejandrino, es el
optimismo del teórico. Este exhibe iguales señales típicas que aquellas que yo derivo del
espíritu de lo que no es dionisíaco: la contienda contra la sabiduría y el arte dionisíacos, el
intento de disolver el mito, el reemplazar el bálsamo metafísico por una armonía terrena;
hasta por un deus ex machina propio, el dios de las máquinas y los crisoles. O sea, las
energías de los espíritus de la naturaleza conocidas y puestas al servicio del egoísmo más
elevado: el creer en la posibilidad de una corrección del mundo merced al saber, en una
existencia dirigida por la ciencia; asimismo tener la capacidad de enjaular al individuo en
un área muy angosta de cometidos solubles, dentro de la cual se le manifiesta con
optimismo a la existencia: “te amo y eres digna de ser conocida”.

18
Se trata de un perpetuo fenómeno, uno en el que merced a una ilusión expandida sobre
las cosas, la codiciosa voluntad halla invariablemente la manera de conservar a sus
criaturas en el campo de lo viviente u obligadas a seguir existiendo. A unos los seduce el
goce socrático de saber y la ilusión de alcanzar a curar, por su intermedio, la perenne
herida del existir; a otros el magnético velo de la belleza artística, que flamea ante su
mirada; a unos terceros el bálsamo metafísico de que sigue fluyendo –bajo el remolino
fenoménico– la invulnerable existencia eterna. Por no referirnos a las más ordinarias
ilusiones, prácticamente dotadas de mayor energía todavía, que la voluntad tiene listas en
todo momento. Esos tres niveles ilusorios están generalmente reservados a las naturalezas
dotadas de mayor nobleza, que perciben el peso y la gravedad de la vida –desde una
óptica general– con profundo desagrado, a los que es necesario liberar falsamente de ese
desagrado merced a elegidos estimulantes. De dichos estimulantes se conforma cuanto
denominamos cultura. Depende de cuál sea la proporción de la mixtura, estaremos ante
una cultura fundamentalmente socrática, artística o trágica. En caso de que nos den
permiso para brindar ciertos ejemplos extraídos de la historia, existe un cultura de índole
alejandrina o una griega u otra budista.
La suma del mundo contemporáneo se halla cautivo dentro de la malla de la cultura
alejandrina e identifica como ideal al teórico, quien está provisto de las más elevadas

78
energías del conocimiento y labora en apoyo de la ciencia, cuyo modelo y antecedente
inicial es Sócrates. El conjunto de nuestros instrumentos educativos mantiene su mirada
originariamente en tal ideal y cualquier otra existencia deberá esforzarse por llegar a su
nivel, en calidad de existencia permitida, no en calidad de existencia propuesta. En un
sentido prácticamente espantoso, por un extenso lapso el hombre dotado de cultura
solamente en tal lugar fue hallado bajo la variedad del docto. Hasta en las artes de la
poesía se ha tenido que evolucionar partiendo de remedos doctos y en el fundamental
efecto de la rima aún identificamos el origen de nuestra manera poética partiendo de
artificiosos experimentos concretados con un lenguaje que no es familiar, uno
genuinamente docto. ¡Cuán imposible de entender debe de haber sido para un genuino
griego el Fausto, el típicamente entendible hombre culto actual, aquel Fausto que se
arroja sin satisfacción a través de la suma de las facultades de la universidad, sometido
por su anhelo de conocer a la magia y el diablo, aquel que alcanza con parangonar con
Sócrates para comprender que el hombre contemporáneo principia a advertir las fronteras
de ese goce socrático del conocer, el que desde el inmenso y deshabitado océano del
saber, desea dar con alguna playa.
Cuando cierta vez Goethe le dice a Eckermann, acerca de Napoleón: “Así es, mi
amigo, también existe una productividad de los actos”, con eso rememora, de un modo
fascinantemente cándido, que para el hombre actual el teórico resulta alguien imposible
de creer y que asombra, de manera que otra vez se necesita la sabiduría de un Goethe para
poder admitir y todavía más, para que se pueda perdonar un tipo de vida tan raro.
¡En este punto no debemos obviar aquello que se oculta en el seno de dicha cultura
socrática! ¡Un optimismo que supone no tener fronteras! ¡No debemos sentir miedo si los
resultados de ese optimismo llegan a madurar, si la sociedad, avinagrada hasta en sus
niveles más inferiores por tal cultura, paulatinamente tiembla con ebulliciones y anhelos
mayúsculos, en caso de que la dicha terrena de todos, si la creencia en la factibilidad de
esa cultura universal del conocimiento, se transforma paso a paso en la amenazante
exigencia de tal dicha terrena de signo alejandrino, en el conjuro de un deus ex machina
al estilo de Eurípides! Debemos subrayar que la cultura alejandrina precisa de una
dotación de esclavos para poder así tener una existencia perdurable. Mas gracias a la
estimación de índole optimista de la existencia, reniega de la necesidad de dicha dotación
de esclavos y por esa causa –en ocasión de estar ya desgastado el efecto producido por
sus hermosas, tranquilizadoras y seductoras expresiones referidas a la “dignidad del ser
humano” y la “dignidad del trabajo”– se dirige paulatinamente rumbo a una horrorosa
destrucción. No existe cosa más tremenda que una dotación bárbara de servidores que
haya logrado estimar su vida como una injusticia y que se apreste a tomar revancha no
solamente para sí, sino para la suma de las generaciones.
Ante borrascas tan amenazantes, quién será aquel que se anime a recurrir con sereno
talante a nuestros empalidecidos y tan cansados credos religiosos, los que se han
degradado en sus cimientos hasta transformarse en religiones doctas. De esa forma el
mito, elemento indispensable para cualquier religión, se encuentra paralizado en cualquier
sitio. Hasta en este terreno logró prevalecer ese espíritu optimista del que recién
mencionamos que es el origen de la destrucción de la sociedad contemporánea.

79
En tanto la desventura que subyace en el núcleo de la cultura de índole teórica principia
a acongojar paulatinamente al individuo de nuestro tiempo, quien desasosegado apela –
extrayéndolos del cofre de su experiencia– a determinados instrumentos a fin de rehuir el
riesgo, aunque no cree en ellos; o sea, al tiempo que nuestro contemporáneo principia a
intuir cuáles son sus mismas consecuencias.
Determinadas naturalezas magnas, de inclinaciones universales, supieron cómo
emplear con inaudita cordura el arsenal científico a fin de probar las fronteras y la
naturaleza sometida del conocimiento, desde una óptica generalizada y con el objetivo de
negar de esa forma la ambición científica de tener una vigencia y una meta universales.
De tal demostración fue admitida por primera vez en condición de tal esa noción
engañosa que, conducida por la causalidad, se atribuye a sí misma la factibilidad de
sondear la médula más íntima de lo existente.
El coraje y la sabiduría, inmensos, de Kant y de Schopenhauer, lograron el triunfo más
arduo, aquel contra el optimismo oculto en la esencia de la lógica, que simultáneamente
constituye el basamento de nuestra cultura. Si tal optimismo, apoyado en las verdades
eternas y para su concepto imposibles de poner en duda, supuso que existía la
probabilidad de conocer y apreciar la suma de los dilemas del mundo y trató al espacio, el
tiempo y la causalidad como normas absolutamente libres de condiciones, dotadas de una
vigencia extremadamente universal, Kant demostró que justamente esas reglas resultaban
útiles apenas para elevar la simple apariencia, como obra de Maya, al rango de realidad
exclusiva y suprema y para ponerla en el sitial de la esencia más íntima y genuina de las
cosas, haciendo de tal modo imposible el auténtico conocimiento respecto de esa esencia,
o sea –de acuerdo con una expresión de Schopenhauer– para adormecer todavía más a
quien sueña. Con dicho conocimiento ingresa una cultura que llamo trágica. Su
característica fundamental es que la ciencia es suplantada –como objetivo mayor– por la
sabiduría, la que, sin que las seductoras desviaciones de las ciencias logren embaucarla,
se vuelve con mirada aquietada hacia la imagen completa del mundo y trata de hacer
contacto, en ella, con un sentimiento simpático de amor, el padecimiento perpetuo como
uno que es propio. Imaginemos una generación que se desarrolle con esa temeridad de la
mirada, con esa heroica inclinación hacia lo inmenso; imaginemos el temerario andar de
estos cazadores de dragones, la soberbia temeridad con que le dan la espalda a las
doctrinas de debilidad de ese optimismo, para “vivir con decisión” en lo que es completo
y es pleno. Quizá, ¿no resultaría preciso que el hombre trágico de dicha cultura, en su
autoeducación para la seriedad y lo espantoso, anhelara un arte novedoso, un arte del
bálsamo metafísico, la tragedia, como la Helena que a él le adeudamos? Y que
manifestara como Fausto:

“¿No debo, con la violencia más plena de deseo,


atraer hasta la luz esa exclusiva figura entre todas
las demás?”

Mas luego de que la cultura trágica fue quebrantada desde dos sitios y ya no puede
sostener el signo de su infalibilidad como no sea con manos temblequeantes, en primer
término por el pánico ante sus mismas derivaciones –esas que ella principia a intuir

80
paulatinamente– y después a causa de que ella misma ya no se halla persuadida –merced
a la cándida confianza pretérita– de la vigencia perpetua de su basamento, es un pesaroso
espectáculo observar cómo la danza de su pensamiento se arroja deseosa hacia figuras
repetidamente nuevas, con el objetivo de abrazarlas, y luego, súbitamente, las deja ir
aterrorizada, tal como lo efectúa Mefistófeles con los fantasmas tentadores. El signo
típico de este “quebrantamiento”, del que todos acostumbran referir que es el dolor
primigenio de la cultura moderna, estriba en que el teórico se aterra de sus derivaciones y
que, sin satisfacción, no se anima después a confiar en el tremendo caudal gélido de la
existencia: acongojado se dirige de un sitio al otro, corre de un lado al otro por la ribera y
ya no desea poseer algo totalmente, con una completud que abarque asimismo la
completa crueldad tan natural de las cosas. Hasta dicho nivel lo ablandó la estimación de
índole optimista. Asimismo, percibe que una cultura erigida sobre el criterio de la ciencia
debe desplomarse cuando principia a tornarse ilógica, o sea, a volver atrás frente a sus
derivaciones.
Nuestro arte exhibe esta catástrofe de tipo universal y es inútil apoyarse como
imitación en la suma de los magnos períodos y las mayores naturalezas de tipo
productivo, inútil reunir en torno del hombre contemporáneo, para su mayor consuelo, la
suma de la literatura universal, y ubicarlo en mitad de los estilos artísticos y de los artistas
de toda época a fin de que –tal como lo concretó Adán con todas las bestias– les otorgue
un nombre. Él sigue siendo perpetuamente famélico, el “crítico” sin goce y privado de
energías, aquel sujeto alejandrino, quien en definitiva es un bibliotecario y un corrector de
pruebas y que termina miserablemente cegado gracias al polvillo de los libros y los
errores de imprenta.

19
El contenido mayoritariamente íntimo de aquella cultura socrática no puede ser
categorizado de modo más agudo que como “cultura de la ópera”, porque es en este
terreno donde la cultura ha manifestado con singular candidez su querer y conocer,
llenándonos de estupor cuando parangonamos el nacimiento de la ópera y el
acontecimiento del desarrollo de esta con las perennes verdades de lo apolíneo y lo
dionisíaco.
Voy a rememorar primeramente el origen del estilo representativo y del recitado.
¿Resulta posible creer que esta música operística plenamente dirigida a lo exterior y sin
capacidad de alguna devoción, haya sido elegida y cobijada con entusiasmo, tal como si
resultara ser el renacer de cualquier música genuina, por parte de un tiempo en el que
terminaba de pronunciarse esa música indeciblemente excelsa y sacra de Palestrina? Por
otra parte, ¿quién le endilgaría la responsabilidad de la predilección por la ópera, que se
expandió con tanta energía, exclusivamente a la sensualidad, codiciosa de
entretenimiento, de esos ámbitos florentinos y a la soberbia de sus ejecutantes
dramáticos? Que en igual período, más todavía, en el seno del mismo pueblo despertara,
junto al edificio abovedado de la armonía de Palestrina, en cuya edificación trabajó el
conjunto del Medioevo cristiano, esa pasión por una manera submusical de expresar, es

81
cosa que apenas puedo explicarme como causada por una inclinación extraartística
presente en lo esencial del recitado. Al espectador ansioso de apreciar con nitidez la
palabra que subyace bajo el canto, el cantante se adecua al hablar más que al cantar,
subrayando con tal casi canto la patética expresión de la palabra; con un incremento del
pathos el cantante hace más fácil el entendimiento de la palabra y así sobrepasa esa mitad
de la música que aún se halla como remanente. El verdadero riesgo que entonces lo
acecha es que en alguna oportunidad le dé fuera de tiempo predominio a la música, por lo
que el pathos discursivo y la nitidez de la palabra deberían sucumbir inmediatamente. Al
tiempo que por otra parte el cantante invariablemente percibe el instinto de desfogarse en
la música y mostrar su voz virtuosísticamente. En este punto viene en su auxilio el
“poeta”, quien conoce cómo brindarle adecuadas oportunidades para las interjecciones
líricas, las repeticiones de palabras, máximas y demás. En estos segmentos el cantante
tiene la posibilidad de reposar en el factor simplemente musical, sin prestar atención a la
palabra. Esta alternación de un discurso afectivamente reiterado, mas de interjecciones
cantadas a medias solamente, presente en lo esencial del estilo representativo, este
empeño que intercala velozmente, porque actúa en ocasiones sobre el concepto y la
representación y en otras sobre el fondo musical del que escucha, es cosa tan
absolutamente opuesta a lo natural, tan medularmente contraria a los instintos artísticos –
tanto de lo dionisíaco como en igual medida opuesto a lo apolíneo– que es necesario
deducir que el origen del recitado se halla ubicado fuera de la suma de los instintos
artísticos.
Según lo descrito, se debe determinar que el recitado es una suerte de mixtura de
declamaciones, la épica y la lírica. No se trata de una mezcla definitivamente inestable,
una que constando de elementos tan diferentes sería impensable: se trata de una
aglutinación absolutamente exterior, como de mosaico, de la que no existe un patrón ni un
ejemplo en la naturaleza ni en la experiencia. Sin embargo, no opinaron así sus creadores;
ellos y su tiempo supusieron que ese estilo representativo resolvía el enigma de la antigua
música y que por su intermedio era factible brindarle una satisfactoria explicación al
inmenso efecto de Orfeo, de Anfión... Todavía más: a la misma tragedia griega. El
novedoso estilo fue entendido como el retorno de la más eficiente de las músicas, la
griega antigua. Y más aún: tomando en cuenta la apreciación generalizada y
absolutamente popular del universo homérico como el primigenio, tenían las personas
permitido abandonarse a la ensoñación de que entonces había descendido nuevamente a
los inicios edénicos de lo humano, cuando también la música debe de haber tenido,
indudablemente, esa pureza, poderío y candidez insuperables, cualidades a las que se
referían los poetas de manera conmovedora en sus comedias bucólicas. Ingresamos en
este punto en el proceso más medular de tal género artístico verdaderamente actual, la
ópera. Una vigorosa necesidad crea imperativamente una forma artística, mas se trata de
una obligación de una naturaleza que no es estética, como la melancolía idílica, la
suposición de una vida ancestral del humano bueno y además, artístico. Fue estimado el
recitado como el lenguaje –nuevamente descubierto– de ese hombre ancestral y la ópera
como el rincón natal vuelto a hallar de esa criatura ideal o heroicamente buena, una que
en la suma de sus acciones acata simultáneamente un instinto artístico natural. Un ser que,

82
en todo lo que nos va a manifestar, cantará en alguna proporción, para rápidamente
hacerlo con toda su voz, apenas aparezca en él un sutil entusiasmo afectivo. Nos resulta lo
mismo, actualmente, que con esa restablecida imagen del artista edénico los humanistas
de aquel tiempo lucharan contra la añeja noción eclesiástica respecto del sujeto corrupto y
extraviado en sí mismo. De esa manera hubo que estimar la ópera como si fuese un credo
contrario, respecto del buen sujeto, un dogma con el que entonces se habría hallado,
simultáneamente, un instrumento consolador contra ese pesimismo hacia el que con
mayor energía se sentían llamados, tomando en cuenta la espantosa falta de seguridad de
la suma de las instancias, justamente esos espíritus serios de la época. Nos alcanza con
haber observado que la magia en sí misma, y con ello el origen de esta novedosa forma
del arte, tienen residencia en la satisfacción de una necesidad de índole absolutamente no
estética, en la glorificación de signo optimista del hombre en sí mismo, en la noción del
individuo primitivo como naturalmente bueno y artístico. Ese principio operístico se fue
metamorfoseando paulatinamente en una horrenda y amenazante exigencia; una que,
tomando en cuenta los avances del socialismo en la actualidad, no podemos dejar de
escuchar. El “buen hombre primitivo” reclama por sus derechos... ¡Ah! ¡Qué magníficas
perspectivas!
Sumaré otra confirmación, de semejante nitidez, acerca de mi criterio en cuanto a que
la ópera está estructurada sobre la base de los mismos conceptos que la cultura
alejandrina. En primer lugar, es el resultado la ópera del teórico, del profano crítico, no es
fruto del artista. Se trata de uno de los más raros sucesos que contabiliza la historia del
arte. Resultó ser algo exigido por los oyentes no musicales, una que pide que se
comprenda fundamentalmente la palabra. De modo que, de acuerdo con la opinión de
aquellos, solamente se podía esperar una devolución del arte de la música si se daba con
la manera de cantar en la que el texto dominara sobre el contrapunteado, tal como el amo
lo hace sobre sus sirvientes. Porque las palabras, se mencionaba, son más nobles que el
sistema armónico que les da su compañía, así como el espíritu es más noble que el
cuerpo. Con la rusticidad profana y no musical de tales criterios se intentó en los
comienzos operísticos concretar la fusión de la música, las imágenes y las palabras. Por
esta vía estética arribaron –en las aristocráticas tertulias profanas florentinas– a los
iniciales intentos realizados por poetas y cantantes patrocinados por aquellos mecenas. El
sujeto que en el campo del arte resulta impotente, genera para sí mismo una suerte de arte,
justamente por su condición de sujeto que no es artístico; como él no intuye la hondura
dionisíaca de la música, convierte el placer musical en una retórica de índole intelectual,
compuesta por palabras y sonidos, en esa pasión en estilo representativo y en una
sensualidad de las artes cantoras. Dado que no posee la capacidad necesaria para la
contemplación de una visión, fuerza al maquinista y al decorador a darle sus servicios.
Porque no sabe cómo percibir la genuina esencia del artista, obliga a que surja por artes
mágicas ante él y a su capricho, aquel “hombre artístico primitivo”, o sea, el sujeto que
cuando se enfervoriza canta y asimismo habla en verso. Se muda oníricamente a un
tiempo en que alcanza con la pasión para generar el canto y la poesía, tal como si en
alguna oportunidad lo afectivo hubiese sido capaz de crear alguna obra artística.
El presupuesto operístico consiste en una creencia falsa respecto del proceso del arte, o

83
sea, la idílica suposición de que cualquier hombre sensible es un artista. Por la vía de tal
creencia, la ópera sería la expresión de los profanos en el campo del arte, que dictan sus
normas con el jovial optimismo característico del teórico. En caso de que nuestro anhelo
fuera agrupar en una exclusiva noción ambas ideas, las antes señaladas, que toman parte
en el origen de la ópera, no nos quedaría otra cosa que referirnos a una inclinación idílica
de la ópera. En ella nos serviríamos exclusivamente de la manera de expresión y de la
explicación de Schiller. O en todo caso, señala Schiller, la naturaleza y el ideal resultan
ser un objeto de duelo, cuando la naturaleza es representada como extraviada y el ideal
como no alcanzado... O ambos son objeto de júbilo, al ser representados como reales. El
factor primero genera el júbilo en una interpretación rigurosa, mientras que el segundo, el
idilio en su sentido más vasto. En este punto debemos remarcar el factor que comparten
ambas nociones, las que residen en el origen de la ópera, cualidad que consiste en que el
ideal no es percibido en ellas como el que no fue alcanzado, ni es entendida como
extraviada la naturaleza. De acuerdo con esta manera de sentir, existió un período
primigenio de lo humano en el que el hombre estaba junto al núcleo de lo natural y en
dicha naturalidad, simultáneamente, había alcanzado el ideal humano, con una bondad y
una vida artística ciertamente edénicas. Dicho sujeto primigenio sería nuestro ancestro
directo y nosotros su fiel reproducción. Sin embargo, deberíamos quitarnos determinados
aspectos para poder reconocernos nuevamente como aquel hombre primitivo,
desprendiéndonos por nuestra propia voluntad de la innecesaria erudición, de la cultura
excesiva. El culto renacentista se hacía conducir otra vez, debido a su remedo operístico
de la tragedia griega, a esa conjunción de ideal y naturaleza, a una realidad idílica.
Empleaba el hombre culto renacentista esa tragedia –tal como Dante empleó a Virgilio–
para ser guiado hasta la entrada del paraíso, en tanto que a partir de ellas continúa
adelantando por sus propios medios y cruza de un remedo de la suprema forma griega
artística a un “restablecimiento de las cosas”, a una reproducción del original universo
artístico humano. ¡Qué cándida bondad anímica hallamos en estas audaces ambiciones, en
el corazón mismo de la cultura teórica! Se lo puede explicar exclusivamente a través de la
balsámica suposición de que “el hombre en sí mismo” es el héroe de ópera perpetuamente
dotado de virtud, aquel pastor que sin tregua ejecuta la flauta o canta, y que debe acabar
invariablemente reencontrándose a sí mismo como tal, si es que en cierta oportunidad
genuinamente se extravió a sí mismo por un lapso, fruto exclusivo de ese optimismo que
se eleva como un perfume dulcemente seductor de las profundidades de la consideración
socrática del universo.
En los rasgos operísticos no encontramos, consecuentemente, ese dolor elegíaco de una
pérdida perpetua; hallamos la jovialidad del reencuentro permanente, el confortable goce
de un universo real e idílico... o que como mínimo podemos suponer permanentemente
como si fuera real. Quizás en alguna ocasión se intuya en este punto que esa supuesta
condición de realidad no es otra cosa que un juego absurdo y espectral, uno al que
cualquiera que tenga la capacidad de afrontarlo con la tremenda seriedad de la genuina
naturaleza y parangonarlo con las verdaderas instancias primigenias de los inicios de lo
humano se vería impulsado, con náuseas, a manifestar: “Alejen de mí ese espectro”.
Empero caeríamos en el error de suponer que meramente con un vigoroso aullido sería

84
factible espantar a un fantasma como esa criatura chistosa que es la ópera. Aquel que
desee exterminar la ópera debe combatir contra ese optimismo alejandrino que se expresa
a través de ella con tan manifiesta candidez respecto de su noción predilecta, cuya
genuina forma artística es ella misma. Pero ciertamente, ¿qué puede esperarse para el arte
de la actuación de una variedad artística cuya génesis de ninguna manera está en el medio
estético y que en mayor medida se ha colado en dicho medio, proveniente de un campo
que solamente a medias resulta ser moral y exclusivamente por aquí y por allá pudo
embaucarnos en cierta oportunidad acerca de ese origen mestizo? Además, ¿de que se
nutre esa criatura parásita que es la ópera, sino de la savia del arte genuino? ¿No se puede
suponer que, debajo de sus idílicas seducciones, debajo de sus alejandrinas mañas
lisonjeras, la labor máxima y que debemos denominar ciertamente seria del arte –la
redención del ojo en cuanto a contemplar en medio del terror nocturno y salvar al sujeto
merced al salutífero consuelo de lo aparente, de la agitación de la voluntad– se rebajará a
una inclinación huera y disipante hacia el entretenimiento? ¿Qué sucede con las verdades
perennes dionisíacas y apolíneas, con esa mixtura estilística que, ya demostré, existe en la
médula del estilo representativo? Allí, donde se estima que la música es un sirviente, la
palabra un amo, la música el cuerpo, la palabra el alma... En el caso mejor, ¿allí donde el
máximo objetivo es una pintura musical que transcriba, tal como sucedió otrora con el
ditirambo griego nuevo? ¿Allí donde la música fue absolutamente despojada de su
genuina dignidad, esa de ser un reflejo dionisíaco del universo, de modo que lo que
exclusivamente le resta es imitar, tal como una esclava de lo aparente, la médula formal
de la apariencia y generar un goce externo con el juego de líneas y proporciones?
Bajo un severo examen, esa nefasta influencia operística sobre la música cabalmente
tiene una coincidencia con el desarrollo completo de la música actual. El optimismo
subyacente en el origen de la ópera y en lo esencial de la cultura que representa logró
arrebatarle a la música –con una inquietante presteza– su sino universal dionisíaco e
inocularle una índole entretenida, como de juego con las formas. Merced a esa
transformación apenas sería permitido parangonar quizá la transformación del sujeto de
Esquilo en el optimista individuo alejandrino. Mas en caso de que nos haya asistido la
razón en los ejemplos aportados para ello, en cuanto a relacionar el esfumarse del espíritu
dionisíaco con una metamorfosis y un rebajamiento ciertamente llamativos, mas aún no
definidos, del hombre griego... ¡qué esperanzas deben recuperar nuevos bríos en nosotros,
si los mejores augurios nos aseguran un desarrollo contrario, un paulatino despertar del
espíritu dionisíaco en la actualidad!
No es cosa factible que la divina potencia de Heracles se degrade permanentemente en
la sensual servidumbre a Ónfale 49. Del sustrato dionisíaco del alma alemana se irguió
una potencia que nada tiene en común con las instancias primigenias de la cultura
socrática y que no puede ser explicada ni disculpada sobre la base de dichas
circunstancias, sino que es percibida por esa cultura como cosa horrenda e inexplicable,
antagónica y abusiva –la música alemana– que debemos entender particularmente en su
vigoroso trayecto solar a partir de Bach hasta Beethoven y desde este último hasta
Wagner. ¿Qué cosa podría hacer el actual socratismo, anhelante de conocimientos, con
este demonio que ha emergido de honduras insondables?

85
Ni siquiera a partir de los encajes y arabescos de la melodía operística, ni con el auxilio
del tablero aritmético de la fuga y de la dialéctica contrapuntística se dará con la fórmula
bajo cuya iluminación triplemente poderosa sea factible someter a ese demonio y
obligarlo a confesar. ¡Qué espectáculo dan nuestros estetas cuando prueban de golpear y
capturar con las mallas de una “belleza” –tan característica de ellos– al genio musical que
frente a su mirada se mueve con una existencia imposible de entender, con movimientos
que no aspiran a ser juzgados con la noción de la belleza eterna ni con el criterio de lo
excelso!
Alcanza con apreciar personalmente, de cerca –y en una exclusiva ocasión– a estos
benefactores de la música, cuando sin tregua reclaman: “¡belleza!, ¡belleza!”; sea que al
manifestarse de tal manera se conduzcan como los hijos favoritos de la naturaleza,
mimados y conformados en el corazón de lo bello, o que en mayor medida busquen una
forma que oculte fementidamente su misma rusticidad, una coartada estética para su
misma frialdad, empobrecida en lo que hace a los sentimientos... En este punto recuerdo,
como mejor ejemplo, a Otto Jahn. Pero que el embustero y el hipócrita se cuiden de la
música alemana, porque justamente ella resulta ser –en medio de nuestra cultura– el
exclusivo espíritu de fuego higiénico, puro y además purificador, desde el cual y hacia el
cual (tal como en el dogma del magno Heráclito de Éfeso) se movilizan en doble órbita
las cosas. Cuanto denominamos actualmente cultura, educación y civilización, deberá
presentarse en alguna oportunidad ante el tribunal de Dionisos, el que no se equivoca.
Si después nos acordamos de cómo Kant y Schopenhauer le brindaron al espíritu de la
filosofía alemana –que surgió de fuentes similares– la chance de destruir el satisfecho
goce de existir característico del socratismo científico, al señalar los límites de éste, en
qué medida con esta demostración tuvo su comienzo una manera indescriptiblemente
honda y muy seria de estimar los dilemas éticos y artísticos, proceder que ciertamente
estamos en condiciones de denominar como sabiduría dionisíaca manifestada mediante
conceptos: ¿a qué elemento se dirige actualmente el misterio de esa unidad existente entre
la música y la filosofía alemanas, si no es hacia una novedosa variedad de la existencia,
sobre cuyo contenido podremos obtener información exclusivamente intuyéndolo sobre la
base de analogías griegas?
Nosotros, que nos hallamos en la frontera entre las dos formas de existencia,
apreciamos que el prototipo griego preserva el inmedible valor de que en su seno se
hallan esas modificaciones y pugnas conservadas de manera clásicamente didáctica.
Solamente sucede que revivimos de modo analógico y en orden contrario los magnos
períodos fundamentales del ser griego; por ejemplo, actualmente nos parece hacer un
retroceso desde la etapa alejandrina hasta la época de la tragedia. En este punto sentimos
que el origen de un lapso signado por lo trágico debe implicar para el alma alemana
exclusivamente una vuelta a sí misma, un venturoso reencuentro, luego de que por un
extenso período inmensos poderíos, que irrumpieron desde el exterior, habían obligado a
llevar una vida de esclavitud a lo que dormitaba en una indefensa barbarie de las formas.
Finalmente, hoy, después de su retorno al origen primigenio de su ser, tiene permitido
mostrarse temerario y libre ante los demás pueblos, sin necesidad de las muletas de la
civilización latina, mientras conozca cómo aprender de un pueblo del que puede señalar

86
que el poder aprender de él ya es una elevado honor y algo extraordinario y que honra:
aprender de los griegos. De esos excelsos maestros: ¿cuándo en mayor medida que
actualmente, precisaríamos nosotros, que asistimos al renacer de la tragedia bajo el riesgo
de ignorar de dónde proviene ella, el peligro de no alcanzar a explicarnos hacia dónde se
dirige?

20
Sería cosa adecuada que en alguna ocasión se mensurara
–bajo la mirada de un juez incorruptible– en qué momento y en qué hombres el alma
alemana se esforzó hasta el presente con su mayor empeño por aprender de los griegos. Si
admitimos confiadamente que esa lisonja exclusiva debería ser endilgada a la muy noble
contienda de Goethe, Schiller y Winckelmann por la cultura. Se debería sumar a ello que
desde esa época
–tras las influencias inmediatas de esa pugna– se tornó a cada ocasión más débil,
incomprensiblemente, el esfuerzo de arribar por una sola vía a la cultura y los griegos.
Con el objetivo de no tener que desesperar enteramente por causa del alma alemana,
acaso, ¿no debería permitírsenos extraer de este asunto la conclusión de que, en
determinado punto fundamental, ni siquiera aquellos combatientes lograron ingresar en el
centro del ser griego, como tampoco lograron formalizar un acuerdo de índole amorosa
entre la cultura alemana y la cultura griega?. Ello, de modo tal que quizás un
reconocimiento no consciente de ese fallo habría asimismo originado en las naturalezas
dotadas de la mayor seriedad la asustada hesitación de que, en caso de que ellas llegaran –
tras tener antecesores como aquellos– más lejos que sus ancestros por el trayecto de la
cultura y de tal manera arribarían en absoluto a la meta. Por esa razón, desde aquel
período observamos cómo se degrada –y ello, del modo más inquietante– el juicio acerca
del valor de los griegos según la cultura. En los más diversos terrenos espirituales y
asimismo en los más distintos campos de lo que no es espiritual, es factible escuchar la
presencia de una piadosa superioridad. En otras partes una ineficiente retórica se divierte
jugando con “la armonía helénica”, la “belleza griega” y el “optimismo griego”.
Exactamente en los círculos cuya dignidad puede residir en extraer sin pausa agua del río
griego, a fin de lavar la cultura de Alemania; en los círculos de aquellos que se ocupan de
la enseñanza en el ámbito de las instituciones culturales superiores, allí es donde de mejor
modo se aprendió cómo arreglárselas con los griegos temprano y confortablemente. Así
fue como se arribó en varias ocasiones a un abandono descreído del ideal griego e
inclusive a una completa tergiversación del genuino objetivo de los estudios de la
Antigüedad. Aquel que en esas tertulias no haya terminado exhausto por completo en la
labor de convertirse en un afiatado corrector de textos antiguos o un experto
microscopista histórico y natural del lenguaje, quizás ande buscando hacerse
“históricamente” de la Antigüedad helénica (amén de otras “antigüedades”). Mas de todas
formas de acuerdo con el procedimiento propio y las expresiones de superioridad
características de nuestra historiografía culta del presente. Si por ende la genuina potencia
formativa de las instituciones educativas superiores ciertamente nunca fue tan reducida ni

87
estuvo tan debilitada como ahora y si el “periodista” –ese esclavo del papel cotidiano–
resultó victorioso en cuanto se relaciona con lo cultural, por encima del educador de
grado superior y a este no le resta otra cosa que una transformación, ya frecuentemente
contemplada, para manejarse él también con el estilo característico del periodismo, con
esa “liviana distinción” tan propia de tal terreno, como si fuese una mariposilla cultural y
plena de optimismo... Acaso, ¿con qué lamentable confusión tendrán dichos individuos
cultos, los de tal presente, que observar de hito en hito dicho fenómeno, el regreso del
espíritu dionisíaco y el retorno de la tragedia, que solamente se podría entender apelando
a una analogía, a partir de la mayor hondura del espíritu griego, llegado hasta nuestro
tiempo algo que no fue comprendido nunca antes? No existe otro segmento del arte en
que lo que denominamos cultura y el genuino arte hayan sido tan distantes y antagónicos
como en nuestra época y así lo confirmamos en el presente. Entendemos la razón por la
cual una cultura tan debilitada aborrece el genuino arte: es que siente temor de su
crepúsculo. Mas, ¡sucede que no habría agotado sus energías toda una variedad de la
cultura, esa, la socrática y alejandrina, cuando pudo terminar en algo tan débil y delgado
como lo es la cultura actual! Siendo que héroes como Schiller y Goethe no alcanzaron a
violentar ese mágico portón que lleva a la montaña mágica griega, si, con la suma de su
empeño tan pleno de coraje, no avanzaron allende esa melancólica mirada que, desde la
barbárica Táuride, conduce atravesando las aguas rumbo a la tierra natal a la Ifigenia de
Goethe, qué clase de esperanzas les restarían a los epígonos de esos héroes, si el portón
por sí mismo no se entreabriera por un costado absolutamente diferente, no tocado por
alguno de los empeños de la cultura que hasta el presente se tuvo, a los místicos sonidos
de la música trágica, vuelta a nacer.
Que ninguno pruebe de amenguar la fe que mantenemos en un renacer y una
purificación del alma alemana merced a la magia ígnea de la música. ¿Qué otro asunto
estaríamos en condiciones de nombrar que –habida cuenta de la desolación y el
debilitamiento de la actual cultura– lograra despabilar una esperanza consoladora acerca
del porvenir? Inútilmente acechamos un exclusivo germen que haya soltado ramaje
poderoso; en vano buscamos un terreno rico y fértil; solo hallamos arenales, rigideces,
páramos consumidos. Aquí un individuo separado y desconsolado no sería capaz de optar
en mejor forma por un símbolo adecuado como lo es el caballero con la Parca y el Diablo
–como Durero los mostró–: el caballero vistiendo de armadura, dotado de una mirada de
bronce, durísima, que hace su sendero de horror, sin desviarse a causa de sus horrendos
camaradas... Empero y sin esperanzas, a solas con el caballo y el perro. Schopenhauer fue
un caballero a lo Durero, de esta misma clase. Carecía de cualquier tipo de esperanza,
mas buscaba dar con la verdad: no tiene igual. Sin embargo... lo roza la magia dionisíaca,
¡y cómo repentinamente se transforma ese páramo, tan tenebrosamente descrito recién, de
nuestra marchita cultura! El huracán se adueña de la suma de las cosas inmóviles y
corrompidas, rotas, mutiladas... Las envuelve en un torbellino, en una colorada nube
polvorienta y las conduce lejos, como un ave rapaz, por el aire. Nuestros ojos,
confundidos, buscan aquí y allá lo que se ha desvanecido, porque cuanto avizoran se
elevó desde una zanja hasta un áureo fulgor, tan verde y henchido, viviente en un grado
tan exuberante, tan nostalgiosamente imposible de medir...

88
La tragedia se aposenta en la mitad de ese desborde vital, goce y padecimiento, con un
excelso éxtasis, y oye un cantar distante y pleno de melancolía, uno que se refiere a las
matrices del ser. Sus nombres son ilusión, voluntad y dolor.
Así es, mis amigos: deben creer como yo en la existencia dionisíaca y el renacer de la
tragedia. El período del hombre socrático ha fenecido. Corónense de hiedras, tomen en
sus manos el tirso y no se asombren si el tigre, la pantera, se acuestan cariñosos a sus
pies. Ya anímense a ser sujetos trágicos, porque así darán con su redención. ¡Ustedes van
a acompañar al corro dionisíaco desde la India hasta llegar a Grecia! ¡Hagan sus
preparativos para sostener una ardua pugna, pero crean, crean en los prodigios de su
deidad!

21
Ya retornando de estas exhortaciones dirigidas al estadio anímico, como les conviene a
los contemplativos, insisto en que exclusivamente de los griegos es posible aprender qué
es aquello, parecido a un prodigioso despertar, uno repentino, de la tragedia, ese que va a
significar para el fondo vital más íntimo de un pueblo. El pueblo de los misterios trágicos
es aquel que entabla los combates contra el persa; simultáneamente, el que atravesó esas
contiendas precisa de la tragedia como de un imprescindible medicamento. ¿Quién
intuiría que justamente en ese pueblo habría aún esa efusión tan dotada de fuerza y
equilibrio, esa del sentimiento político más simple, de los instintos patrios naturales, del
genio bélico original y varonil, tras que a lo largo de múltiples generaciones había sido
sacudido hasta la médula por los poderosísimos alicientes del demonio dionisíaco? Dado
que así como cuando está presente una diseminación de importancia de excitantes
dionisíacos se puede invariablemente comprobar que la liberación dionisíaca de las
barreras del individuo se expresa fundamentalmente en una reducción –una que alcanza a
convertirse en indiferencia– y más todavía, hasta el antagonismo, respecto de los instintos
políticos también es verdad que Apolo, como creador de estados, resulta asimismo el
genio del principio de individuación. Ni el Estado ni el sentimiento patrio logran vivir sin
una confirmación de la personalidad individual. Para que un pueblo logre evadirse del
orgiasmo 50 no queda más que una exclusiva senda, esa que conduce al budismo de la
India. Este, para poder ser soportado en su deseo de sumergirse en la negación, precisa de
esos exóticos estadios de éxtasis que colocan las cosas sobre el nivel del espacio, del
tiempo y del individuo. De modo similar a como tales estados exigen, por su parte, una
filosofía que enseñe de qué manera superar con una representación el inefable displacer
de los estados medios.
Un pueblo –de modo asimismo imprescindible– partiendo de una permanencia no
condicionada de sus instintos en política, se desmorona por un sendero de marcada
mundanización y su mayor manifestación, que es también la más horrenda, fue el Imperio
Romano. Los griegos, habitando a medio camino entre Roma y la India, cuando fueron
llevados a una opción tentadora, alcanzaron a crear con una pureza de corte clásico una
nueva forma. La verdad es que no la emplearon por mucho tiempo, mas precisamente por

89
esa razón su destino era ser inmortal. Dado que los favoritos de las divinidades fallecen a
temprana edad, ello tiene lugar en todo asunto; sin embargo está comprobado que después
conviven con las deidades para siempre.
A las cosas dotadas de máxima nobleza no se les debe exigir que sean tan resistentes
como el cuero. La perduración robusta que era característica del instinto romano como
nación, auténticamente no es una particularidad de la perfección. Pero si nos interrogamos
acerca de cuál fue el remedio que les posibilitó a los helenos en su mejor momento –a
pesar de la fortaleza fuera de lo común de sus instintos dionisíacos y políticos– no
terminar extenuados por una extasiada introversión o por una famélica ambición de
poderío y gloria universal, sino en vez hacerse de esa extraordinaria mixtura que
caracteriza a los vinos espirituosos, que calientan y simultáneamente generan la
contemplación, debemos traer a la memoria el inmenso poderío de la tragedia, uno que al
mismo tiempo excita, purifica y produce la descarga de la completa existencia del pueblo.
Su valor excelso solamente lo vamos a intuir en caso –como sucedía entre el pueblo
griego– de que ese poderío se nos represente como la síntesis de las energías salutíferas y
preventivas, como la magna mediación entre las virtudes más vigorosas y a la vez más
fatídicas de un pueblo.
La tragedia sorbe en sí el orgiasmo musical más elevado, de manera que es la tragedia
la que –para los griegos tanto como para nosotros– conduce rectamente la música a su
rango más perfecto. Sin embargo, después, ubica a su vera el mito trágico y al héroe
trágico, quien en esa instancia, parecido a un vigoroso titán, carga sobre su espalda la
suma del mundo dionisíaco y nos quita de él. Por otra parte, merced a ese mismo mito
trágico la tragedia conoce cómo redimirnos, en el héroe trágico, de la ambiciosa pulsión
hacia dicha existencia. Con gesto admonitorio nos obliga a rememorar un ser y goce más
elevados, para los que el héroe luchador, pleno de intuiciones, se va a preparar no gracias
a sus triunfos sino merced a sus derrotas. Entre la perduración a escala universal de su
música y el oyente dionisíacamente receptivo, la tragedia intercala un símbolo magnífico,
el mito, y hace surgir en aquél la apariencia de que la música es apenas un medio
mayúsculo de exposición, designado para darle vida al plástico universo del mito. Con su
confianza depositada en esa noble falsedad, tiene permitido la tragedia agitar sus
extremidades en la danza ditirámbica y consagrarse sin freno a un sentimiento orgiástico
de liberación. Con este sentimiento a ella no le sería permitido gratificarse –como música
en sí misma– si la mediación de aquel engaño que referimos. El mito es aquel elemento
que nos protege de la música, de igual modo que es él ese factor que le brinda a la
tragedia su máxima libertad. Como contraprestación, la música le cede en préstamo al
mito una significación metafísica tan repetida y en tanta medida dotada de capacidad de
persuasión como él no podría nunca poseer, de no mediar ese exclusivo auxilio, la palabra
y la imagen. En particular, merced a ella es que obtiene el público trágico esa garantizada
intuición de un excelso goce, uno al que lleva el sendero que atraviesa por el crepúsculo y
la negación, de manera que supone oír que el abismo en mayor medida medular de las
cosas le habla notoriamente a él.
Si con las postreras afirmaciones no tuve la capacidad, quizá, de dar a esta ardua idea
algo que superara una mera manifestación temporaria –que unos pocos entenderán

90
rápidamente– no me voy a echar atrás, justamente ahora, en cuanto a inducir a mis
camaradas a que prueben nuevamente ni a suplicarles que apenas con un solo ejemplo de
nuestras vivencias compartidas se apresten a conocer cuál es la tesis general. En este
ejemplo no me voy a explayar acerca de quienes emplean las imágenes de los hechos de
la escena, las palabras y los afectos de los caracteres que actúan, para acercarse contando
con tal auxilio al sentimiento musical. Ello, a causa de que ninguno de ellos emplea la
música como su lengua materna, y tampoco –pese a contar con ese auxilio– alcanzan más
que los portones de la percepción musical, sin que tengan nunca permitido tocar siquiera
sus más íntimos santuarios. Gran número de ellos –Gervinus 51 es uno– no se arriman
siguiendo esa senda ni hasta los portones. De modo opuesto, voy a dirigirme
exclusivamente a aquellos que tienen nexos parentales directos con la música. Voy a
hablarles a esos que la tienen por seno materno y exclusivamente se relacionan con los
asuntos y las cosas mediante nexos musicales de manera no consciente. A esos músicos
verdaderos los interrogo acerca de si se pueden imaginar a uno que tenga la cualidad de
escuchar el tercer acto de “Tristán e Isolda” sin el auxilio de las palabras y las imágenes,
meramente como un inmenso movimiento sinfónico, y que no expire, desplegando entre
convulsiones lo alado del espíritu. Un sujeto que haya pegado –tal como sucede aquí– el
oído a la cavidad cardíaca de la voluntad universal, que perciba el modo como el frenético
anhelo de existir se derrama a partir de esto en las arterias del mundo, como un barullero
caudal o un sutilísimo arroyuelo vuelto polvo... Acaso, ¿no terminará súbitamente
destrozado? Resguardado gracias a la mísera cobertura cristalina de lo individual, tendría
que aguantar la percepción del reverbero de incontables aullidos de goce y dolor que
arriban hasta él desde “el amplio vacío de la noche de los mundos”, sin refugiarse en su
tierra primigenia mediante este baile bucólico de la metafísica. Mas si tal creación se
puede escuchar como un conjunto, sin negar la existencia primigenia y si fue creada sin
haber destrozado a su creador, ¿en qué sitio conseguiremos resolver tanta contradicción?
En esta instancia se interponen el mito y el héroe trágicos entre nuestro excelso
entusiasmo musical y esa música; ellos no son otra cosa más que un símbolo de sucesos
de índole extremadamente universal. Respecto de ellos solamente la música es capaz de
hablar directamente. Pero como es un símbolo, si nuestro modo de sentir fuera el de
criaturas intrínsecamente dionisíacas, el mito seguiría a nuestra vera absolutamente sin ser
atendido y carente de toda eficacia. Ni un momento él nos separaría de dar oídos al eco de
los universales previos a la cosa. La potencia apolínea, empero, direccionada hacia el
establecimiento del prácticamente destrozado sujeto, ingresa en este punto con el
consuelo salutífero de un embuste encantador. Súbitamente suponemos estar viendo
exclusivamente a Tristán, quien sin moverse y sofocado se pregunta: “la añeja melodía,
¿por qué causa me despierta?”. Cuanto anteriormente creíamos que era un lamento huero
surgido del núcleo del ser, entonces anhela manifestarnos solamente “qué desierto y qué
vacío se halla el mar”. Cuando suponíamos fenecer sin hálito, inmersos en un
convulsionado estiramiento de los sentimientos y apenas una diminuta cosa nos ligaba a
la existencia, escuchamos y avizoramos solamente al héroe mortalmente herido, quien
empero no fallece y aúlla: “¡Desear, desear! ¡Desear, al morir, no hacerlo de deseo!”.
Si con anterioridad la alegría del cuerno –después de tanto desborde y sobreabundancia

91
de famélicos sentimientos– destrozó nuestro corazón, prácticamente como la mayor de
todas las torturas, entonces entre nosotros y esa “alegría en sí misma” se halla
Kurwenal 52, quien aúlla de júbilo al ver la nave que transporta a Isolda. Por más
bruscamente que nos domine la piedad, en determinado sentido es este sentimiento
aquello que nos salva del padecimiento primigenio del mundo, tal como la imagen
simbólica del mito nos salva de la intuición instantánea de la idea suprema del mundo; el
pensamiento y la palabra nos salvan de la efusión sin límites de la voluntad inconsciente.
Merced a este magno embuste de índole apolínea suponemos que hasta el mismísimo
dominio de los sonidos surge ante nosotros –tal como un mundo plástico– que asimismo
este mundo fue moldeado y labrado de manera plástica, como empleando de todos los
materiales el más delicado y expresivo, el sino propio de Tristán e Isolda.
Así es que lo apolíneo nos extrae de la universalidad dionisíaca y nos lleva a
extasiarnos con los individuos. A los individuos se liga nuestro movimiento piadoso y
merced a ellos aplaca el sentimiento de belleza, que ambiciona hacerse de formas
excelsas y vastas. Hace pasar ante nosotros imágenes de vida y nos induce a percibir
mediante el pensamiento el centro vital que se halla en ellas. Con la tremenda potencia de
la imagen y el concepto, con la doctrina ética y la excitación simpática, lo apolíneo
conduce al sujeto allende su destrucción orgiástica por mano propia; obviando
tramposamente la universalidad del hecho dionisíaco, lo conduce hacia la ilusión de que
él avizora una exclusiva imagen del mundo –como ejemplo, Tristán e Isolda– y que,
merced a la música, solamente la verá en mejor medida, más íntimamente. ¿Qué cosa no
logrará la magia sanadora de Apolo, si hasta en nosotros puede provocar el embuste de
que ciertamente lo dionisíaco, al servicio de lo apolíneo, puede incrementar los efectos de
éste? En mayor medida todavía, ¿que la música es, inclusive en misma esencia, el arte de
representar un contenido apolíneo?
Con dicha armonía previamente establecida, aquella que rige entre el drama óptimo y
su música, el drama llega a un máximo nivel de visualidad, inalcanzable, al drama
hablado. De igual manera que la suma de las figuras vivientes de la escena se tornan más
simples frente a nosotros en las líneas melódicas que se movilizan con independencia,
hasta llegar a la nitidez de la línea ondulada, la mixtura de dichas líneas retumba para
nosotros en la transformación armónica, que compatibiliza muy delicadamente con el
suceso en movimiento. Merced a esas transformaciones los nexos de las cosas se tornan
para nosotros súbitamente sensibles, se pueden percibir de modo sensible
–en lo más mínimo de manera abstracta– de modo semejante a como asimismo y merced
a esta transformación comprendemos que solamente en dichos nexos se devela puramente
lo esencial de una naturaleza y una línea melódica. En tanto que la música nos fuerza
apelando a esa vía a percibir en mayor medida y de más íntimamente que el habitual y a
desenrollar frente a nuestros ojos –tal como una sutil telaraña– el hecho escénico, para
nuestra espiritualizada mirada, la que ingresa en lo íntimo, el mundo escénico se tornó
más vasto, alcanzando la infinitud, al tiempo que se muestra alumbrado por dentro. ¿Qué
análogo asunto podría ofrendar el poeta de las palabras, que se empeña en alcanzar ese
agrandamiento interior del universo de lo visible escenográfico y su iluminación desde
dentro con un dispositivo notoriamente más imperfecto, por un sendero indirecto,

92
partiendo de la palabra y la noción? Si es verdad que asimismo la tragedia musical suma
la palabra, ella puede demostrar simultáneamente el substrato y el sitio de origen de la
palabra y aclararnos desde dentro el porvenir de ésta.
Sin embargo, de este hecho que fue descrito podríamos comentar con la misma
entereza que es apenas una espléndida apariencia, o sea, ese embuste apolíneo
previamente descrito, merced a cuyo efecto tenemos que permanecer nosotros despojados
del avance y el desborde dionisíacos. A una escala más profunda, la relación de la música
con el drama resulta ser la contraria, siendo la música la genuina idea del mundo y el
drama apenas un reflejo de dicha idea, una incomunicada sombra de esta. Esa identidad
que media entre la línea melódica y la figura viva, entre la armonía y las relaciones de
carácter de dicha figura, es auténtica en un sentido contrario al que podríamos suponer
cuando apreciamos la tragedia musical. Incluso cuando movamos la figura del modo más
notorio y la animemos y la iluminemos desde el interior, persistirá invariablemente y
solamente la apariencia, desde la que no hay tendido un puente que lleve a la genuina
realidad, núcleo del universo. Empero desde ese núcleo es desde donde nos habla la
música; pese a que innúmeras apariencias de tal guisa desfilaran al ritmo de una música
igual, jamás agostarían su esencia; invariablemente constituirían apenas reflejos de ella
saliendo al exterior.
Merced a la confrontación popular y completamente engañosa del cuerpo y el espíritu
nada puede ser aclarado, por supuesto, de la ardua relación que mantienen la música y el
drama; muy por el contrario, todo puede ser embarullado. Mas quién conoce las causas...
Cabalmente entre nuestros estetas la grosería no filosófica de esa confrontación semeja
haberse transformado en un dogma de fe placenteramente seguido, en tanto que ninguna
cosa aprendieron respecto de la confrontación entre la apariencia y la cosa en sí. Por
causas de igual manera ignotas, ninguna cosa desearon comprender.
Si con el presente análisis se hubiese arribado al resultado de que eso que de apolíneo
está presente en la tragedia ha logrado –merced a su embuste– un absoluto triunfo contra
el factor dionisíaco primigenio de la música, y que ha hecho buen uso de ésta para sus
fines, o sea, para la aclaración mayor del drama, deberíamos sumarle, por supuesto, un
límite fundamental. En el sitio más esencial ese embuste quedó trunco y destruido. El
drama, que con el auxilio de la música se muestra ante nosotros con una nitidez –tan
iluminada por dentro– de la suma de los movimientos y las figuras, tal como si
estuviésemos apreciando el surgimiento del tejido en el telar, ascendiendo y
descendiendo, alcanza como totalidad un efecto que se encuentra allende el conjunto de
los efectos artísticos apolíneos. En el efecto de la suma de la tragedia, lo dionisíaco
recupera el papel fundamental. Termina la tragedia con un acento que nunca podría surgir
del dominio del arte apolíneo. Así el embuste apolíneo se exhibe tal como es, tal como el
velo que en tanto perdura la tragedia reviste el genuino efecto dionisíaco. Empero este
resulta ser tan vigoroso que finalmente fuerza el avance del drama apolíneo hasta un
terreno donde principia a expresarse sabia, dionisíacamente, allí donde concreta la
negación de sí mismo y su visibilidad de índole apolínea. La ardua relación que se
presenta entre lo apolíneo y lo dionisíaco en la tragedia, podría ser simbolizada
cabalmente merced a un pacto fraterno entre ambos dioses. Dionisos habla la lengua de

93
Apolo, mas finalmente es Apolo quien habla de Dionisos y con ello se arribó al magno
objetivo de la tragedia y del arte desde un punto de vista general.

22
Que el camarada que esté atendiendo rememore puramente y sin mixtura, de acuerdo
con sus mismas vivencias, aquel efecto que le produjo un genuina tragedia musical.
Estimo que describí de tal modo el fenómeno de tal efecto, por ambas partes, que ese
amigo sabrá en este momento brindarse una explicación de sus mismas vivencias
personales. Recordará, ciertamente, que en lo referido al mito que se agitaba en frente de
él, se sentía ascendido a una suerte de conocimiento absoluto, tal como si su potencia
visual no solamente fuese capaz de apreciar lo superficial sino también lo interno, como
si –con el auxilio de la música– los burbujeos volitivos, la pugna por las causas, el caudal
inatajable de las pasiones fueran contemplados de manera cabalmente visible, como una
multitud de líneas y formas en movimiento; como si asimismo le resultara factible
acceder a los más sutiles secretos de las emociones no conscientes. Al tiempo que toma
conciencia de que sus instintos orientados a la visibilidad y la metamorfosis sufren un
incremento mayúsculo, percibe con semejante claridad que esa extensa secuencia de
efectos artísticos de índole apolínea no genera, empero, esa dichosa vigencia en una
intuición carente de voluntad, esa que en él alumbran gracias a sus obras artísticas el
escultor y el poeta épico, o sea, los artistas que son verdaderamente apolíneos. En otras
palabras, la justificación –que resulta alcanzada merced a dicha intuición– del mundo de
la individuación. Una justificación que implica la cima y la síntesis del arte de tipo
apolíneo. Observa el metamorfoseado mundo escénico, mas empero lo niega. Mediante
una nitidez y belleza de índole épica aprecia frente a él a ese héroe trágico, mas se llena
de júbilo ante su destrucción. Entiende íntimamente el hecho escénico, pero le agrada
guarecerse en lo que no se puede entender. Percibe que el accionar del héroe tiene
justificación, pero se enardece en mayor medida cuando ese accionar acaba con su autor.
Tiembla frente al padecimiento que va desplomarse sobre el héroe, mas intuye en ese
sufrimiento la presencia de un goce elevado, un abusador mayor. Avizora en mayor
medida y profundidad que jamás antes, pero anhela no ver. No podemos hacer provenir
esta prodigiosa duplicidad por mano propia –esta quiebra del aguijón apolíneo– de otro
origen que no sea la magia dionisíaca. Aquella que con toda apariencia, al excitar al
máximo la emoción apolínea, tiene empero la cualidad de obligar a ese desborde de
potencia apolínea a servirle.
Exclusivamente se torna comprensible el mito trágico en tanto una representación
simbólica del saber dionisíaco merced a medios artísticos apolíneos. Este mito conduce el
mundo de la apariencia a las fronteras donde ese mundo se niega a sí mismo y prueba de
guarecerse nuevamente en el seno de las realidades genuinas y únicas. Por supuesto que
con Isolda parece entonar de este modo su metafísico canto de cisne:

Del océano de las delicias


en la ondulada crecida,

94
de las ondas perfumadas
en el batiente sonido,
de la respiración mundana
en el deseante todo,
ahogarse y después hundirse.
¡Inconsciente y máximo placer!

De tal manera es que, orientándonos según las vivencias del que escucha y es
genuinamente esteta, imaginamos al artista trágico mismo y cómo crea sus figuras, como
si resultara ser un exuberante dios de lo individual. En esta tesitura arduamente se podría
estimar su obra como un “remedo de la naturaleza”. Empero, cómo después su inmenso
instinto dionisíaco devora todo ese mundo apariencial, para llevarnos a intuir detrás de él
–merced a su destrucción– una excelsa alegría primigenia y artística en el núcleo de la
Unidad Primigenia. En verdad nuestros estetas nada pueden referirnos acerca de este
regreso a la patria primigenia, del pacto fraterno de ambas deidades artísticas en la
tragedia, ni del entusiasmo –a la vez apolíneo y dionisíaco– que embarga al oyente, al
tiempo que no se cansan de manifestar que lo genuinamente trágico es la pugna del héroe
con el sino, el triunfo del orden moral mundano, o una descarga de los afectos generada
por la tragedia. Dicha condición de incansable me conduce a suponer que de modo alguno
pueden los hombres sentir un entusiasmo estético; que al presenciar la tragedia, quizá su
conducta sea exclusivamente la propia de un ser moral. Jamás, contando desde
Aristóteles, se dio del efecto trágico una explicación que posibilitara concluir la presencia
de ciertos estadios artísticos, una actividad estética del público.
En ciertas oportunidades resultan ser la piedad y el temor los que deben ser orientados
por unos serios acontecimientos rumbo al alivio de su descarga; en otras, debemos
sentirnos elevados y entusiastas con el triunfo de los positivos y nobles principios, el
sacrificio entendido como una estimación moral del mundo. Con igual certidumbre que la
mía acerca de que para gran número de individuos es cabalmente este, aunque no
solamente este, el efecto que produce la tragedia, con similar nitidez se saca de esto que
ellos, en su conjunto, mas los estetas que realizan su interpretación, no tuvieron la
vivencia de la tragedia entendida como el arte máximo. Esa patológica descarga, la
catarsis aristotélica, que los filólogos no saben si ubicar entre los fenómenos de la
medicina o de la moral, nos hace recordar una llamativa intuición de Goethe: “Sin un
marcado interés patológico, jamás logré tratar una instancia trágica. Por esa razón preferí
evitarla antes que buscarla. Acaso ¿habrá sido uno de los privilegios de los hombres de la
Antigüedad que entre ellos lo más patético era apenas un juego estético, en tanto que para
nosotros la verdad de índole natural debe cooperar para producir esa obra?”. A esta
postrera pregunta tan honda nos está permitido darle en este punto una respuesta positiva,
después de las extraordinarias vivencias que tuvimos. Después de haber experimentado
con asombro, concretamente en la tragedia musical, cómo aquello que resulta ser lo más
patético puede ser ciertamente apenas un juego estético. Por ello nos está permitido
suponer que actualmente solo es posible establecer con alguna posibilidad de éxito el
fenómeno fundamental de lo trágico. Aquel que, inclusive en el presente, exclusivamente
pueda referirse a esos efectos sustitutivos venidos de unas áreas externas a lo estético, y

95
no se perciba a sí mismo ubicado sobre el proceso patológico y moral, lo único que puede
hacer es desesperarse por causa de su índole estética. En vez, nosotros le recetamos –a
guisa de inocente sucedáneo– la interpretación de Shakespeare al estilo de Gervinus y la
aplicada búsqueda de la “justicia poética”.
Así, con el renacimiento de la tragedia, torno a surgir asimismo el oyente estético, cuyo
sitio acostumbraba hasta el presente poseer en el teatro un raro tipo de quid pro quo 53,
con ambiciones mitad morales y mitad doctas. Estoy hablando del “crítico”. En su área
todo fue hasta el presente algo artificial, y solamente estaba “blanqueado”, con cierta
apariencia de vida. El artista actuante no sabía ya –en concreto– qué hacer con ese oyente
que tenía pretensiones de crítico, el que por esa causa acechaba con desasosiego, junto
con el dramaturgo o el compositor de ópera que le inspiraban, los postreros restos
existenciales de esa criatura ambiciosamente yerma e incapaz de experimentar algún tipo
de goce. El público espectador, hasta el presente, estuvo conformado por tal variedad de
“críticos” y el estudiante, el párvulo de colegio y hasta la más banal mujer ya poseía la
preparación para recepcionar de igual modo la obra artística, merced a la educación y la
prensa. Tomando en cuenta estos espectadores, en las filas de los artistas las más nobles
índoles tenían a su favor la excitación de las energías de tipo moral y religioso, así como
la posibilidad de invocar el “orden moral del mundo”, como un sustituto de la vigorosa
magia del arte que debía originar el éxtasis del verdadero espectador. O una inclinación
de mayor grandeza o como mínimo excitante, del presente político y social era expresada
tan nítidamente por el dramaturgo, que el espectador alcanzaba a olvidarse de su fatiga
crítica y se abandonaba a unos efectos parecidos a los provocados por instancias
patrióticas o bélicas o bien, frente a la tribuna parlamentaria o la condena del crimen y los
vicios. Dicha alienación de los objetivos del arte debía llevar ciertamente a un culto de las
inclinaciones. Empero, sucedía aquello que permanentemente ha sucedido en las artes que
se tornan artificios, una degradación vigorosamente acelerada de tales inclinaciones, de
manera que –como ejemplo– la inclinación a usar el teatro como una herramienta para la
formación moral de las masas –algo que en la época de Schiller se estimaba como un
propósito serio– revista ya entre las inefables antigüedades de un tiempo ya pasado. En
tanto que el teatro y el concierto eran dominios del crítico, en la escuela el periodista y en
la sociedad la prensa, el arte se degradaba hasta volverse una diversión de baja estofa,
mientras que la crítica era usada como elemento agrupador de un cuerpo social soberbio,
libertino, ególatra y sumado a todo ello, míseramente falto de toda originalidad. Su
sentido lo hace comprender la fábula de Schopenhauer acerca de los puercoespines; de
modo que en ningún otro momento se ha chismorreado en tanta medida acerca del arte y
se lo ha menospreciado tanto. Mas ¿aún es posible tratar con uno capaz de hablar respecto
de Beethoven y Shakespeare? Que cada uno responda de acuerdo con su personal criterio.
En definitiva, con lo que diga va a demostrar qué es lo que representa para él la “cultura”,
suponiendo que trate por lo menos de responder y no se quede mudo por la mayúscula
sorpresa.
En vez, algunos que están dotados por la naturaleza con cualidades más nobles y
sutiles, incluso cuando se hayan convertido paulatinamente –como se dijo anteriormente–
en unos barbáricos críticos, podrían referirse a ese efecto, en tanta medida no aguardado

96
como imposible de entender, que sobre ellos tuvo, como ejemplo, una buena
representación de “Lohengrin”. Solamente que quizá no tuvieron a su disposición alguno
que les hiciese advertencias y les brindara interpretaciones, de modo que asimismo ese
sentimiento múltiple –imposible de imaginar y tan por completo imposible de parangonar
con otro– que en dichas instancias los emocionó, siguió aislado y se apagó después de
tener un efímero fulgor, como una misteriosa estrella. En esos momentos intuyeron en
qué consiste un espectador estético.

23
Aquel que desee examinarse a sí mismo con la máxima severidad, a fin de averiguar
hasta qué nivel se asemeja a un espectador estético o si corresponde al grupo de los
socráticos críticos, solamente tiene que interrogarse acerca de cuál es el sentimiento con
que recibe el prodigio que se está representando sobre la escena. Si se ofende su sentido
histórico, que está dirigido hacia la causalidad psicológica severa o si mediante una
magnánima liberalidad admite el prodigio como un fenómeno que la infancia puede
entender, pero que para él se ha vuelto algo extraño, o si experimenta alguna otra
sensación. Sobre la base de lo antes expresado estará en condiciones de mensurar hasta
qué nivel puede él entender lo mítico, una imagen que resume el mundo, una que, como
síntesis de lo aparente, no puede dejar de lado lo prodigioso. Mas lo factible es que en una
revisación severa prácticamente todos nosotros nos sintamos tan desparramados por el
espíritu histórico-crítico tan propio de nuestra cultura, que la existencia en otra época del
mito nos resulte creíble exclusivamente por la senda de lo docto, a través de
intermediaciones abstractas. Pero cualquier tipo de cultura, si carece de mitos, carece de
su potencia natural, sana y creativa. Solamente un panorama circundado de mito brinda
frontera y unidad a un movimiento cultural completo.
Solamente merced al mito permanecen a salvo las energías de la fantasía y del sueño
apolíneo de su andar vagabundeando azarosamente. Las imágenes míticas tienen que ser
las centinelas demoníacas, en todo sitio presentes sin ser percibidas, bajo cuyo cuidado
prospera el alma joven, y con cuyas señales se brinda el varón una interpretación de su
existencia y sus luchas. Ni siquiera el Estado conoce normas no escritas más potentes que
el basamento mítico, que asegura su nexo con la religión, su acrecentamiento partiendo de
representaciones míticas.
Comparemos a continuación lo antes expresado con el hombre abstracto, no orientado
por el mito; la educación, los hábitos, el derecho, el Estado, todos estos elementos, de
índole abstracta. Recordemos la digresión carente de normas, no sostenida por algún mito
patrio, de la fantasía artística; imaginemos una cultura que no posea una ubicación
primordial, fijada y sacra, sino que esté condenada a agostar todas las posibilidades y
alimentarse miserablemente de la suma de las culturas. Tal es la actualidad, fruto de ese
socratismo orientado a la destrucción de lo mítico. Actualmente el sujeto que no es mítico
se encuentra permanentemente famélico, entre todos los pretéritos, cavando en busca de
raíces, incluso cuando tenga que ir en búsqueda de ellas a las más lejanas antigüedades.
El inmenso apetito histórico de la insaciable cultura actual, de colectar en torno nuestro

97
incontables y diferentes culturas, el famélico deseo de conocer... ¿a qué se dirige si no es
a la pérdida de lo mítico, a la ausencia de la patria mítica, del seno materno de tipo
mítico? Pregúntese cada uno si la enfebrecida y desconcertante agitación de esta cultura
es otra cosa que el ansioso estirar la mano y andar en busca de alimentos característicos
del que sufre hambre... ¿quién está en condiciones de brindar aún algo a esa cultura, esa
que no puede hartarse pese a cuanto ingiere? Esa, a cuyo contacto la nutrición más
poderosa y saludable acostumbra convertirse en “historia y crítica”.
Con extrema pesadumbre habría que perder asimismo las esperanzas acerca de nuestro
ser alemán si éste estuviera ya indisolublemente ligado –más todavía, unificado– con su
cultura de igual modo que podemos observar que se encuentra, para nuestro mayor
horror, en la tan civilizada Francia. Aquello que durante tanto tiempo constituyó la mayor
ventaja de Francia y la razón de su inmenso liderazgo –exactamente esa unidad
representada por el pueblo y la cultura– tal vez nos forzaría, ante tal panorama, a alabar la
suerte de que nuestra cultura tan dificultosa no haya tenido hasta el presente ningún factor
en común con el noble centro de nuestra índole popular. Nuestras esperanzas se inclinan,
plenas de deseo, a avizorar que debajo de esta existencia y esta convulsión culturales que
se agitan desasosegadas hacia arriba y hacia abajo, se oculta una energía ancestral
extraordinaria, íntimamente sana... Se trata de una, es verdad, que exclusivamente en
instancias extraordinarias se revuelve violentamente y después tornó a continuar soñando
y esperando un despertar futuro.
De esa sima profunda surgió la Reforma alemana y en su coro sonó por primera vez la
melodía del porvenir de la música alemana. Tan hondo, animado e inspirado, tan
ilimitadamente bueno y sutil sonó ese coro luterano, tal como si constituyera el primer
anuncio dionisíaco que, ya próxima la primavera, surge de la enmarañada maleza. A él le
dio su respuesta, con una resonancia de imitación, ese corro festivo, solemnemente
soberbio, de entusiasmados dionisíacos a los que les debemos la música alemana, ¡y a los
que les vamos a deber el renacimiento del mito alemán!
Conozco que al camarada que me sigue brindando su simpatía debo orientarlo a
continuación a una meseta de consideraciones solitarias en donde tendrá poca compañía,
y para darle ánimo le grito que debemos atenernos a nuestros iluminados guías: los
griegos. De ellos fuimos tomando prestados, hasta este punto y a fin de clarificar nuestro
conocimiento estético, esas dos imágenes divinas, cada una de las que rigen un dominio
artístico por separado. Sobre su contacto e incremento recíprocos alcanzamos a tener una
intuición merced a la tragedia griega. El crepúsculo de la tragedia griega nos resultó
generado por el llamativo fenómeno de que ambos instintos artísticos primigenios se
separaran: con ello coincidían una degradación y una metamorfosis caracteriológica del
pueblo griego, convidándonos a una seria reflexión respecto de cuán imprescindible y
estrechamente se hallan relacionados en sus basamentos el arte y el pueblo, el mito y los
hábitos, la tragedia y el Estado. Ese crepúsculo de la tragedia fue simultáneamente la
decadencia del mito. Hasta ese momento, más allá de su voluntad, los griegos habían
permanecido obligados a enlazar inmediatamente con sus mitos sus experiencias.
Inclusive más todavía: se hallaban forzados a entender esas experiencias exclusivamente
meced a dicho nexo. Con ello, simultáneamente el presente inmediato tenían que

98
suponerlo bajo la apariencia de lo eterno y de alguna manera, como algo de índole
intemporal. En este caudal de lo intemporal se sumergían el Estado y el arte, para hallar
en él reposo ante el pesar y la avidez del presente. El valor que tiene un pueblo –así como
el de un individuo– se mide justamente por su mayor o menor competencia para darle a
sus experiencias la impronta de lo perpetuo, ya que con ello se aparta de lo mundano al
tiempo que da pruebas fehacientes de su convencimiento, no consciente y medular, acerca
de lo relativo del tiempo y el genuino sentido –o sea, el sentido metafísico– de la
existencia. Lo opuesto sucede en la instancia en la que un pueblo principia a entenderse a
sí mismo de manera histórica y se torna iconoclasta, tumbando en torno de sí las
barricadas míticas. Con ello habitualmente tiene lugar una mundanidad persuadida, un
apartarse de la metafísica no consciente respecto de su vida pasada, en todos los
resultados de índole ética. El arte griego y en particular, la tragedia, demoraron
especialmente la destrucción del mito; resultaba necesario destruirlos asimismo a ellos
para acceder, desconectados de la patria, a vivir sin frenos en el páramo del pensamiento,
de los hábitos y la acción. Inclusive hasta el presente ese instinto metafísico prosigue
tratando de fabricarse una forma –aunque debilitada– de metamorfosis en un socratismo
científico que fuerza a existir. Mas en los niveles más bajos ese preciso instinto condujo
apenas a una búsqueda enfebrecida, paulatinamente perdida en un caos de mitos y
creencias supersticiosas que se han acumulado provenientes de múltiples sitios. En el
núcleo de ese caos, empero, tuvo su asiento el griego de corazón insatisfecho, hasta que
en la condición de graeculus pudo disfrazar esa fiebre meced al optimismo heleno y con
helénica liviandad, o bien adormecerse completamente apelando a alguna tenebrosa
superchería oriental.
Desde que se produjo la resurrección de la antigüedad romano-alejandrina en el siglo
XV, después de una dilatada pausa que sería arduo detallar, nos acercamos del modo más
curioso a dicho estadio.
En la cima, el mismo y tan abundante afán de saber, la misma dicha no satisfecha de
hallar, tal mundanidad inmensa, y junto con ello un vagabundeo sin patria, un ambicioso
acercarse a las mesas foráneas, una superficial glorificación del presente, o un
distanciarse confuso y aturdido, todo ello bajo la apariencia de la centuria, del “tiempo
presente”, iguales señales que posibilitan intuir en el núcleo de dicha cultura un fallo
similar, la destrucción de lo mítico. Al parecer apenas resulta factible el injerto de un mito
foráneo con alguna chance de obtener un éxito perdurable, sin generar con ello un daño
luego imposible de subsanar a todo el árbol que lo recibe. Éste quizás en algún momento
resulte ser lo adecuadamente vigoroso y saludable como para tornar a rechazar tras una
pugna tremenda ese factor extraño, mas generalmente debe marchitarse, en ocasiones
débil y atrofiado, en otras oportunidades sufriendo una proliferación convulsiva. Tenemos
mientras tanto en tal alto concepto al centro puro y fuerte del alma alemana, que
justamente respecto de él nos animamos a esperar ese rechazo de factores foráneos
trasplantados forzadamente y estimamos factible que el alma alemana nuevamente medite
acerca de sí misma. Quizá varios supondrán que esa alma debe principar su contienda por
el rechazo del factor latino y admitirán una preparación y un estímulo para ello de índole
externa en el victorioso coraje y la sanguinolenta aura de la postrera batalla, mas la

99
necesidad interior debe buscarse en la imitación de nuestros excelsos paladines en este
sendero, tanto en el caso de Lutero como en los de nuestros mayores artistas y poetas.
Más, ¡que jamás se suponga que pueden concretarse tales pugnas sin la intervención de
las deidades domésticas, sin la patria mística, sin “restablecer” todo lo que es alemán! Si
el alemán observara con hesitación en torno de sí, buscando una orientación que
nuevamente lo oriente hacia la patria que lleva tanto tiempo extraviada, cuyos senderos ya
apenas reconoce, que preste atención a la llamada encantadoramente atractiva del ave
dionisíaca, que se hamaca sobre él y deseo mostrarle la senda hacia aquella.

24
Entre los efectos artísticos característicos de la tragedia musical destacamos un engaño
apolíneo, que se halla predestinado a salvarnos de una unificación súbita con la música
dionisíaca, en tanto que nuestra excitación musical es capaz de descargarse en un área
apolínea y sobre la base de un universo intermedio visible e insertado. En este punto
supusimos percatarnos de que ese universo intermedio del hecho escénico y –desde un
punto de vista generalizado– del drama, se tornaba, precisamente en razón de dicha
descarga, algo palpable y entendible desde el interior en un rango que en cualquier otro
arte de tipo apolíneo no puede ser alcanzado; de manera que en en este punto es donde
este tipo de arte es provisto de alas y conducido hacia la altura por el espíritu de la música
y donde debimos admitir la presencia de un máximo acrecentamiento de sus energías.
Consecuentemente, al mismo tiempo debimos admitir en ese pacto fraterno celebrado
entre Dionisos y Apolo la cumbre de los objetivos artísticos apolíneos y el cenit de las
metas dionisíacas.
Ciertamente, con precisión en la iluminación interna por la música, la imagen lumínica
no alcanzaba el efecto particular de los grados más débiles del arte apolíneo. Aquello que
la epopeya o la roca animada son capaces de realizar, obligar al ojo que mira a
abandonarse a ese éxtasis sereno en el universo de la individuación, no podría ser
alcanzado en este punto, a pesar de una animación y nitidez de índole superior.
Observamos anteriormente el drama y nuestra mirada ingresó en el movedizo universo
medular de sus motivaciones; empero, suponíamos que si a nuestra vera pasara
exclusivamente una imagen simbólica, cuyo más profundo significado supusimos intuir y
quisimos distanciar –tal como si se tratara de un cortinado– para avizorar detrás de él la
imagen primigenia. La preclara nitidez de la imagen no nos alcanzó, porque ella al
parecer revelaba algo en tanta medida como lo velaba, en tanto que merced a su
revelación simbólica parecía azuzar a desgarrar el velo, a descubrir el enigmático
trasfondo, justamente esa iluminada visibilidad absoluta conservaba embrujado –
simultáneamente– el ojo y no le permitía ir más allá.
Para aquel que nunca ha sufrido esta experiencia –la de deber mirar y simultáneamente
anhelar proseguir allende la mirada– será cosa muy ardua imaginar qué claros
permanecen unidos y resultan percibidos ambos procesos en la estima del mito trágico.
En tanto que los espectadores genuinamente estéticos van a corroborar que, entre los
efectos característicos de la tragedia, el más llamativo es esa paralela existencia. Alcanza

100
con trasladar dicho fenómeno del espectador estético a un proceso similar que se produce
en el artista trágico para haber abarcado la génesis del mito trágico. Con el área del arte
apolíneo comparte éste el placer completo por la apariencia y la visión, y
simultáneamente niega dicho goce y tiene una satisfacción todavía más elevada en la
destrucción del mundo de la apariencia visible. El contenido del mito trágico es, en
primer lugar, un hecho épico, con la glorificación del héroe combatiente. Empero, ¿de
dónde viene esa inclinación –de por sí un dilema– a que el padecer presente en el sino del
héroe, las superaciones más dolorosas, aquellas antítesis más atormentadoras de las
razones, en definitiva, la ejemplificación de esa sabiduría de Sileno, o –manifestado en
términos estéticos– lo feo y carente de armonía tengan representación repetida y
novedosa, en variedades tan múltiples y con tanta predisposición y justamente en la edad
más animosa y jovial de de un pueblo, si justamente en todos esos asuntos no se evidencia
un goce más elevado?
El hecho de que en la existencia el desarrollo de los hechos se produzca de modo tan
trágico es el elemento que en menor medida daría una explicación de la génesis de una
variante artística. Dado que: el arte no es solamente un remedo de la realidad natural, sino
un suplemento metafísico de ésta, aplicado junto a ella con el fin de ir más allá. Según
cuánto corresponda al arte, el mito trágico participará asimismo ampliamente de ese
objetivo metafísico de transformación, tan característico del arte. ¿En qué consiste
aquello que metamorfosea el mito de índole trágica, empero, en la ocasión en que
presenta con la imagen del héroe sufriente el mundo de la apariencia? En la menor
medida “lo real” de ese universo de la apariencia, porque justamente nos está diciendo:
“¡Miren, miren bien, esta es su existencia, la aguja del reloj de sus vidas!”.
¿Es que el mito mostraba esta existencia para transformarla así ante nosotros? Si no es
de tal manera, en ese caso, ¿en qué reside el goce estético con que pasamos revista
asimismo a esas imágenes? Yo me pregunto por el goce estético, y sé muy bien que buena
cantidad de esas imágenes pueden generar, asimismo, en ciertas oportunidades, un
disfrute moral, como ejemplo, en forma de piedad o de victoria moral. Pero aquel que
desee hacer provenir el efecto de lo trágico exclusivamente de esos orígenes morales, tal
como acostumbraba suceder en la estética no hace tanto tiempo, no vaya a dar por cierto
con ello que hizo algún aporte al arte. Este, en su esfera debe exigir primeramente pureza.
Con el objetivo de aclarar el mito trágico, la inicial exigencia es ciertamente buscar el
goce particular de él en el área de la estética pura, sin invadir el campo de la piedad, el del
temor, el de lo moralmente excelso.
Entonces, ¿de qué modo lo feo y lo carente de armonía, que constituyen el contenido
del mito trágico, pueden generar un goce estético?
En este punto es indispensable tomar vuelo, con temerario impulso, hasta el nivel de
una metafísica del arte, al repetir yo mi pretérita tesis de que solamente como fenómeno
estético resultan tener justificación la existencia y el mundo. En tal sentido, el mito
trágico es precisamente el elemento que nos va a persuadir de que hasta lo que es feo y
carece de armonía resulta ser un juego artístico que la voluntad establece consigo misma,
en la perpetua plenitud de su goce. Este hecho primordial del arte dionisíaco, difícil de
captar, no se torna comprensible si no es por la senda directa, y enseguida es

101
comprendido mediante el prodigioso sentido de la disonancia musical: de similar manera
que en general solamente la música, sumada al mundo, es el elemento capaz de brindar
una noción de qué es lo que se debe suponer como justificación del mundo en tanto
fenómeno estético. El goce que el mito trágico genera posee una idéntica patria que la
sensación agradable de la disonancia musical. Lo dionisíaco, con su goce primordial
percibido hasta en el dolor, es el molde que tienen en común la música y el mito trágico.
¿No se habrá facilitado fundamentalmente, mientras tanto, ese arduo dilema del efecto
trágico, por haber recurrido nosotros al auxilio de la relación musical de la disonancia?
Puesto que actualmente entendemos qué significa manifestar que en la tragedia queramos
mirar y simultáneamente ir allende la mirada. En lo que hace a la disonancia usada con
fines artísticos, habríamos de categorizar ese estadio manifestando que deseamos
escuchar y simultáneamente ir allende la mirada. Esa ambición de infinito, el golpe del
deseo en el interior del supremo goce a causa de la realidad nítidamente aprehendida,
traen a nuestra memoria que en los dos estadios debemos identificar un fenómeno
dionisíaco, que torna en una y otra oportunidad a mostrarnos, como emanación de un
goce primordial, la construcción y la destrucción por juego del universo individual, de
manera semejante a como resulta parangonada la energía conformadora del mundo –por
parte de Heráclito el Oscuro– con un niño que, mientras juega, coloca rocas por aquí y
por allá, erigiendo montoncitos que luego destruye.
En consecuencia y con el fin de avizorar adecuadamente la aptitud dionisíaca de un
pueblo deberemos evocar no exclusivamente la música del pueblo, sino, con similar
necesidad, el mito trágico de ese pueblo como otro necesario testigo de esa aptitud. Ello,
dado el tan estrecho grado de parentesco que hay entre la música y el mito, permite
aventurar de igual manera que con la aberración y depravación de uno vendrá la atrofia
del otro. Aunque, por una parte, en el marchitamiento del mito se pone de manifiesto un
debilitarse de la cualidad dionisíaca. Respecto de ambos asuntos, una ojeada al desarrollo
del alma alemana no nos dejaría albergar ninguna duda: así en la ópera como en la
naturaleza abstracta de nuestra vida carente de mitos, en un arte rebajado a simple goce
como en una existencia dirigida por lo conceptual, nos había sido revelado aquel carácter
propio del optimismo socrático, tan extraño al arte como corrosivo de lo viviente.
Sin embargo y como bálsamo para nosotros, existían señales de que, a pesar de todas
las cosas, el alma alemana, cuya salud es magnífica y su hondura y vigor dionisíaco no
estaban aniquilados, reposaba y soñaba en una sima a la que no se podía llegar, tal como
alguien que se consagró a dormir. Desde esa sima se levanta hasta donde estamos el
cantar dionisíaco, a fin de hacernos comprender que asimismo en la actualidad tal
caballero germánico sigue soñando con su ancestral mito dionisíaco, mediante visiones
venturosas y serias.
Que ninguno suponga que el alma alemana perdió definitivamente su patria mítica,
dado que sigue entendiendo con nitidez las voces de las aves que hablan de esa patria...
Cierta vez esa alma despertará, con la frescura matinal de un inmenso sueño y aniquilará
al dragón, los malignos gnomos, y despertará a su vez a Brynhildr 54... ¡Ni la lanza de
Wotan 55 entorpecerá su rumbo! Camaradas, ustedes que creen en la música dionisíaca
conocen asimismo qué significado tiene la tragedia para ustedes; en ella apreciamos,

102
resurrecto de la música, el mito trágico. En él tienen permitido aguardarlo todo y arrojar
al olvido cuanto es pesaroso. Pero lo que más pesar nos ocasiona es la pertinaz falta de
dignidad en que ha permanecido el genio alemán, alejado de su hogar y su patria,
sirviendo a malignos gnomos. Ustedes entienden estas palabras, así como finalmente
entenderán cuáles son mis esperanzas.

25
Música y mito trágico son de igual modo la expresión de la aptitud dionisíaca de un
pueblo y no pueden ser separados; ambos vienen de un área artística ubicada allende lo
apolíneo. La música y el mito trágico trasuntan un terreno en cuyas gozosas melodías se
aplacan encantadoramente la disonancia y la tremenda imagen del mundo. Ambos
juguetean con el aguijón de lo que no es placentero, con la confianza depositada en sus
artilugios mágicos, tan poderosos. Ambos, con esos juegos, avalan la existencia del “peor
de todos los mundos”. Aquí lo dionisíaco, parangonado con lo apolíneo, se presenta como
el poderío artístico perpetuo y originario que hace que exista el completo mundo de la
apariencia. En el centro de este se vuelve imprescindible una novedosa luz
metamorfoseadora, a fin de conservar vivo el animado mundo de la individuación. En
caso de que pudiéramos imaginar una encarnadura de la disonancia –¿qué otra cosa es el
hombre?– para vivir precisaría dicha disonancia una ilusión extraordinaria, una que
tendiera un velo de hermosura sobre su misma esencia. Tal es la genuina meta artística de
Apolo y bajo su nombre incluimos la suma de esas incontables ilusiones de la bella
apariencia que –a cada momento– tornan algo digno de ser vivido la existencia; las
mismas ilusiones que nos impulsan a vivir el instante que sigue. Empero, la conciencia
individual solamente tiene permitido ingresar en esa porción del basamento de cualquier
existencia, esa sección del sustrato dionisíaco del mundo que puede ser nuevamente
superada por la potencia apolínea metamorfoseadora, de manera que ese par de instintos
artísticos están obligados a desarrollar sus potencias en una severa proporción mutua, de
acuerdo con la norma de la perpetua justicia.
Allí donde los poderíos dionisíacos se levantan con tanto impulso como lo estamos
viviendo, asimismo el dios Apolo debe de haber bajado ya hasta nuestro nivel, oculto por
una nube. Indudablemente una generación futura admirará sus innumerables efectos de
belleza; mas que ese efecto resulte ser algo necesario, eso es un asunto que seguramente
lo intuirían todos, mientras que se sintieran llevados en alguna oportunidad –siquiera en
sueños– a una vida propia de la antigua Grecia, transitando bajo las altas columnas de
estilo jónico, levantando los ojos hacia un panorama trazado por puras y nobles líneas;
teniendo a su costado, esculpidos en brillante mármol, reflejos de su metamorfoseada
figura, y en torno de sí sujetos que se desplazan solemne o delicadamente, individuos
cuyas voces y su ritmado lenguaje gestual se dejan oír con plena armonía. En tal
situación, se debería indudablemente expresar, elevando las manos hacia Apolo, en este
perenne caudal de belleza: “¡Felices griegos, qué magno debe de haber sido entre ustedes
Dionisos, cuando la deidad de Delos estima precisas magias como estas para sanar la
locura ditirámbica de ustedes!”.

103
Pero a alguno que sintiera tales cosas un anciano le diría, mirándolo con los ojos
excelsos de Esquilo: “Manifiesta asimismo esto, raro forastero: cuánto debió de padecer
este pueblo para alcanzar a ser tan hermoso... Empero, ya, ¡sigue conmigo hasta la
tragedia y en mi compañía ofrenda un sacrificio en el templo de Apolo y en el de
Dionisos!”.

104
Escritos preparatorios de
El origen de la tragedia

El drama musical griego


No exclusivamente memorias y ecos del arte dramático griego es lo que podemos
determinar en nuestra escena contemporánea. Asimismo las básicas formas del teatro
actual surgen de la tierra griega, sea mediante un crecimiento de tipo natural o como
resultado de un préstamo artificial.
Los nombres fueron cambiados y trasladados de ubicación en variados detalles. De
modo parecido, la música medieval seguía teniendo cabalmente las escalas musicales
helenas, hasta con sus nombres griegos; solamente que –como ejemplo– aquello que los
griegos denominaban locrio es llamado en las tonalidades eclesiásticas “dórico”. Con
malentendidos como estos nos topamos en el campo de los términos dramáticos. Aquello
que el ciudadano de Atenas asumía como tragedia nosotros lo englobamos en la noción
que tenemos de la “gran ópera”; como mínimo, así procedió Voltaire en una misiva
dirigida al prelado Quirini. En cambio, en nuestras tragedias un griego como mucho
podría identificar algo que pudiera achacarle a su tipo de tragedia; empero, sí supondría
que la completa estructura y la naturaleza elemental de la tragedia shakesperiana
provienen de la llamada comedia nueva helénica. Concretamente, de ella vienen –
cruzando inmensas extensiones temporales– los misterios y las moralidades latinas
germánicas y, postreramente, la tragedia de Shakespeare. De manera parecida a como no
podrá obviarse en la manera externa de la escena shakesperiana la relación parental con la
comedia griega nueva. De tal forma, entonces, al tiempo que en este punto nos vemos
forzados a admitir un proceso que se desarrolla de modo natural y que persiste durante
millares de años, esa auténtica tragedia antigua, la obra artística de Esquilo y Sófocles,
fue insertada en el arte contemporáneo arbitrariamente. Aquello que actualmente
denominamos ópera –una caricatura del drama musical pretérito– emergió a causa de un
remedo simiesco y directo de la Antigüedad. Remedo carente de la potencia no consciente
de un instinto de índole natural, conformado según una teorización abstracta, que se ha
comportado como si fuese un homúnculo 56 producido artificiosamente, tal como el
malvado gnomo de nuestro contemporáneo proceso musical. Esos aristocráticos y tan
cultos eruditos de Florencia que al principio del siglo XVII impulsaron el surgimiento
operístico, tenían por meta nítidamente manifestada la renovación de esos efectos que la
Antigüedad había tenido en su momento, tal como es testificado con la mayor y probada
elocuencia. Qué asunto, este, tan raro...
El inicial pensamiento colocado en la ópera fue la búsqueda de efectos. Con dichas
experimentaciones resultan obliteradas –o, como mínimo, mutiladas– las raigambres de
un arte no consciente, surgido de la existencia popular. De tal modo en Francia el drama

105
popular fue sustituido por la llamada tragedia clásica, o sea, por un género que emergió
exclusivamente por un camino docto, cuyo sino era dar cabida –sin mixturas de ningún
tipo– a la esencia misma de lo trágico. Asimismo en Alemania y a partir de la Reforma
fue menoscabada la natural raíz dramática, o sea, la comedia carnavalesca, y a partir de
ese momento rara vez se tornó a hacer el intento de renovar algo mediante una variedad
nacional. En vez, se ha pensado y poetizado según las pautas imperantes en otros países.
Para desarrollar las artes contemporáneas son un genuino obstáculo la erudición, el saber
y el falso saber conscientes; cuanto crece y evoluciona en el campo artístico debe hacerlo
en medio de la hondura de la noche. La historia musical nos ilustra acerca de que la sana
y paulatina evolución de la música helénica repentinamente fue obliterada y dañada en el
Alto Medioevo. En ese instante fue que –así en la práctica como en lo teórico– de modo
muy docto se retornó a lo antiguo. La consecuencia fue una indescriptible atrofia del
gusto y en las permanentes contradicciones surgidas entre la supuesta tradición y el oído
de índole natural se alcanzó a no componer música destinada al oído sino a la mirada. Los
ojos debían admirar las habilidades para el contrapunto e identificar las capacidades de la
música para la expresión. ¿De qué manera se podía hacerlo? Se le dio a las notas los tonos
de las cosas referidas en el texto, o sea, “verde” cuando este hablaba de vegetales,
terrenos, viñas. “Púrpura” cuando se refería el texto al sol y la luz. Era aquello música y
letras, una música para la lectura. Ello, que no resulta tan descabellado como notorio, en
el campo al que en este punto voy a referirme, solamente para unos pocos fue visible. Yo
estimo, efectivamente, que aquello que conocemos de Esquilo y Sófocles resulta
conocido exclusivamente en su condición de poetas textuales, libretistas, o sea, que
justamente nos resultan ignotos, porque mientras en el terreno musical ya hace tiempo
que superamos esa quimera docta que consiste en música para la lectura, en el área de la
poesía la falta de naturalidad del poema/libreto predomina de modo tan excluyente, que
obliga a reflexionar acerca de en qué medida resultamos ser necesariamente injustos con
Píndaro, Esquilo y Sófocles. Más todavía: por qué causa justamente los desconocemos.
Cuando los denominamos “poetas”, estamos exactamente manifestando “poetas de libro”
y con ello perdemos toda comprensión de su esencia, que se nos hace evidente
exclusivamente cuando, en cierta ocasión, en un instante pleno de intensidad y fantasía,
logramos hacer desfilar frente a nuestro espíritu la ópera de una manera tan idealizada,
que nos permite tener justamente una intuición de lo que fue el antiguo drama musical.
Porque aunque se hallen extremadamente mutiladas las proporciones en la llamada gran
ópera, inclusive cuando ella es resultado de la dispersión en vez de serlo del
recogimiento, es sirviente de las peores versificaciones y de una música carente de toda
dignidad. Incluso cuando en este punto todo resulte falso y desvergonzado, no hay otro
camino disponible para hacerse una nítida idea acerca de Sófocles como no sea probando
de adivinar –partiendo de tal caricatura– su imagen primera, eliminando del pensamiento
en un período entusiasta, cuanto fue deformado y mutilado. Esta imagen fantasiosa debe
ser examinada consecuentemente con minuciosidad y comparada en cada uno de sus
segmentos con la tradición antigua, a fin de que no ultrahelenicemos lo griego e
inventemos una obra artística que carece de patria en cualquier sitio del globo. Este riesgo
no es mínimo, porque hasta no hace mucho se estimó en calidad de axioma sin

106
condiciones del arte que cualquier plástica de naturaleza ideal debe carecer de color, que
la escultura pretérita no da permiso para el empleo del color. Paulatinamente y con la
mayor reticencia de esos ultrahelenistas se fue haciendo evidente una visión
policromática de la escultura de la Antigüedad, de acuerdo con la cual no debe ser
imaginada desnuda, sino cubierta de color. De modo parecido disfruta de mundial
aceptación la teoría estética de que la reunión de dos o más artes no es capaz de generar
un alza del placer estético, sino que en mayor medida consiste en un desvarío barbárico
en cuanto al gusto. Mas esa teoría como mucho señala el pésimo hábito actual, que nos
lleva a no alcanzar a disfrutar como completos individuos; nos hallamos fragmentados
por las artes de índole absoluta y disfrutamos como fragmentos: en ocasiones como oídos,
en otras oportunidades como ojos y así en más. Comparemos con ello el modo como el
genial Anselm Feuerbach 57 representa ese drama antiguo como un arte total: “No es raro
que, tomando en cuenta su afinidad electiva, que tiene unas causas profundas, las artes
particulares terminen nuevamente fundiéndose en un conjunto imposible de disgregar,
que constituye una novedosa variedad artística. Los juegos olímpicos unían en un
conjunto político y religioso a las tribus griegas antes separadas; el festival dramático se
asemeja a una fiesta de unificación de las artes helénicas. Su prototipo se encuentra en
esas celebraciones de los templos en las que la aparición plástica de la deidad resultaba
festejada frente a una multitud de devotos, apelando a la danza y el canto. Tal como en
esa escena, asimismo en ésta el marco y el basamento lo conforma lo arquitectónico,
merced a lo cual el campo poético más elevado termina notoriamente separado de la
realidad. En la decoración apreciamos que el pintor se halla ocupado y en la fastuosidad
de los vestidos observamos el despliegue del completo encanto de un heterogéneo juego
de los colores. Del espíritu del conjunto se apropió el arte poético. Mas nuevamente no lo
hizo en calidad de una forma poética separada, tal como sucede en la liturgia, como
ejemplo, en calidad de himno. Esas narraciones tan indispensables para el drama
helénico, del angelos y el exangelos o de los mismos personajes actuantes, nos remiten a
la epopeya. En las escenas pasionales, así como en el caso del coro, ocupa su sitio la
poesía lírica, y, definitivamente, de acuerdo con la suma de sus progresiones: desde la
irrupción súbita de los sentimientos, mediante interjecciones o desde la flor sutilísima del
canto, hasta el himno y el ditirambo. Con el recitado, el canto y la música de flauta, y con
la cadencia de la danza todavía no termina resuelto el círculo, porque si la poesía es el
factor fundamental y más íntimo del drama, a su paso sale, bajo esta su nueva forma, la
escultura”.
Hasta este punto, lo que manifestó Feuerbach. Seguramente ante una obra de arte como
esta debemos aprender cómo disfrutar en calidad de hombres completos, en tanto que
debe temerse el caso de que, incluso ante ella, nos fragmentaríamos para poder
incorporarla. Hasta supongo que si uno de nosotros fuera colocado súbitamente en medio
de una festividad celebrada en Atenas, su primera impresión estribaría en la de un
espectáculo absolutamente barbárico y raro. Ello tendría múltiples causas: bajo el sol en
su mayor plenitud, carente de los enigmáticos efectos del crepúsculo y de la luz artificial,
en la más vocinglera de las realidades apreciaría una enorme área abierta y atestada de
personas. Las miradas de esa muchedumbre estarían clavadas en un grupo de disfrazados

107
que se desplazan extraordinariamente en el fondo y en unos escasos muñecos de
proporciones más que humanas, entes que, en una escena alargada y angosta, se mueven
hacia arriba y hacia abajo muy lentamente. Qué otra denominación que la de “muñecos”
debemos otorgarle a esas criaturas que, sobre coturnos, con el semblante oculto por
enormes máscaras que exceden sus cráneos, máscaras de colores contrastantes, con el
pecho, el abdomen y las extremidades acolchonados y rellenos hasta lo innatural, muy
dificultosamente alcanzan a moverse, sepultados por lo que pesa un traje provisto de una
cola que alcanza el suelo y una inmensa peluca. Por otro lado, estas figuras deben hablar
y cantar a través de los desproporcionados agujeros de sus máscaras, con una tonalidad
muy fuerte a fin de que una multitud de más de 200 mil espectadores logre
comprenderlas. Ciertamente es un acto de heroísmo, propio de un combatiente de
Maratón. Mas nuestra admiración crece al saber que cada uno de esos histriones y
cantantes debía esforzarse en pronunciar, durante diez horas, unos 1600 versos, con un
mínimo de media docena de intercalaciones de porciones cantadas, tanto mayores como
menores.
Todo ello frente a unos espectadores que criticarían sin dilaciones cualquier exceso
tonal o acento erróneo; en Atenas, allí donde –de acuerdo con Lessing– incluso el pueblo
bajo tenía el juicio afinado y muy sutil. Cuánto entrenamiento y cuánta capacidad de
concentrarse, que extenso ensayo, cuánta seriedad y fervor al tomar sobre sus espaldas la
labor artística debemos suponer que hay allí... ¡Cuán ideales esos histriones! Los trabajos
estaban reservados a los ciudadanos dotados de la más alta nobleza. Aquí no sufría
deshonra, hasta en su fracaso, un combatiente de Maratón: el actor sentía que así
equipado, con tal vestuario, era la encarnación de algo elevado sobre la forma habitual de
ser humano. Sentía asimismo en sí un fervor que convertía las expresiones patéticas y
formidables de Esquilo en una lengua natural. Mas pleno de devoción, tal como el
histrión, asimismo escuchaba el espectador, sobre quien se extendía un estado anímico de
inaudito fervor, desde hacía mucho ambicionado. Lo que a aquellos sujetos los llevaba al
teatro no era el angustioso escape del tedio, el deseo de liberación momentánea y como
fuera de sí mismo y de sus miserias: el heleno escapaba de la disgregante existencia
pública cotidiana, de la vida mercantil, callejera y tribunalicia, resguardándose en la
solemne existencia teatral, una solemnidad que generaba un estado anímico sereno y que
convidaba al ensimismamiento. No, definitivamente, como el viejo germano que, si en
alguna oportunidad quebraba el círculo de su vida íntima, cuanto anhelaba era divertirse y
tal entretenimiento genuino y alegre lo hallaba en el debate judicial, lo que estableció el
aire y las formas asimismo de su drama. De modo opuesto, el espíritu griego que
concurría a presenciar la tragedia en las grandes celebraciones dionisíacas seguía
conservando una porción de aquel factor de donde se originó la tragedia. Ese factor es el
impulso primaveral, que estalla con una potencia fuera de lo común, un enfurecimiento,
una cólera con mixturados sentimientos, los que bien conocen –ya cercana la joven
estación– el conjunto de los pueblos cándidos y la completa naturaleza. Es notorio que
asimismo nuestras comedias y mascaradas carnavalescas son originalmente celebraciones
consagradas a la llegada de la primavera, que exclusivamente por causas religiosas fueron
modificadas para que se concretasen en fecha algo más temprana. El conjunto de las

108
cosas es en este punto un instinto muy hondo; esos inmensos corros dionisíacos tan
propios de la Grecia antigua tienen parentesco con los bailes de San Juan y San Vito del
Medioevo, celebrados por danzarines que viajaban de poblado en poblado bailando,
cantando y brincando, conformando a cada trayecto una muchedumbre más crecida.
Inclusive pese a que la ciencia médica contemporánea se refiera a esos hechos como una
epidemia de índole popular del Medioevo, vamos exclusivamente a quedarnos con que el
drama pretérito surgió partiendo de tal variedad de epidemia popular; lo lamentable es
que las artes actuales no surgieron de tal origen enigmático. No se trata de un capricho ni
una fortuita broma que, en los principios de lo dramático, multitudes enfervorizadas hasta
el extremo del salvajismo, bajo disfraces de sátiros y silenos, pintados los semblantes con
hollín, con minio y otros zumos vegetales, portando coronas florales en sus cráneos,
vagabundearan por parajes y selvas. El todopoderoso efecto primaveral, que tan
abruptamente se evidencia, acrecienta en esto asimismo las energías vitales de tal modo
que por todo sitio se evidencian repentinamente estados de éxtasis, visiones y una certeza
acerca de una metamorfosis mágica de sí mismo. De acuerdo con ello se mueven las
multitudes por las comarcas: he allí el surgimiento del drama, porque su principio no
estriba en que alguno adopte un disfraz e intente embaucar a otros. Definitivamente el
sujeto se halla fuera de sí mismo y se supone a sí mismo metamorfoseado y encantado.
En ese estado particular –el de encontrarse “fuera de sí”– un estado de éxtasis, ya no se
necesita más que dar el siguiente paso, no volver a nosotros mismos e ingresar en otro ser,
de manera que actuamos como criaturas metamorfoseadas por arte de magia. De esto
viene, en definitiva, el hondo asombro frente al drama. Tiembla el piso, la supuesta
imposibilidad de disgregación y lo fijo del individuo. De semejante manera que –
contrastando completamente con Bottom 58 en el Sueño de una noche veraniega 59– el
enfervorizado dionisíaco cree en la realidad de su metamorfosis, el poeta dramático cree
en la realidad de sus personajes. Quien no tenga esa creencia está en condiciones de
seguir correspondiendo, indudablemente, al grupo de los agitadores de tirsos, a los
dilettanti, pero no a los genuinos seguidores de Dionisos.
En tiempos de apogeo del drama griego, parte de esa existencia natural y dionisíaca se
conservaba aún en el espíritu de lo espectadores, quienes no consistían cabalmente en un
lerdo, cansado público con abono para cada tarde, que arriba a la sala teatral con sus
sentidos adormecidos, para poder sentir alguna emoción allí. En contrapartida –
confrontado con ese tipo de público que es el chaleco de fuerza de nuestra escena actual–
el espectador heleno ubicado sobre las gradas seguía conservando sus sentidos frescos,
matinales, festivamente activados. En su caso lo simple aún no era excesivamente simple
y su erudición estética estribaba en los recuerdos de los dichosos momentos pretéritos del
teatro, su fe en el talento dramático de su pueblo no conocía fronteras. Sin embargo lo
fundamental consiste en que eran muy raras las ocasiones en que absorbía el brebaje
trágico e invariablemente lo paladeaba como la primera vez... Al respecto citaré las
expresiones del mayor arquitecto viviente, quien otorga su voto a favor de los frescos del
techo y las cúpulas pintadas y manifiesta: “Nada ofrece ventajas mayores para la obra
artística que el hecho de que esté separada del contacto directo y ordinario con aquello
que es inmediato y habitual. Por la costumbre de observar confortablemente tan

109
adormecido termina el nervio óptico, que el hechizo, las proporciones de los colores y las
formas ya no los identifica de otra manera que como si se hallaran tras un velo”.
Indudablemente será factible vindicar algo semejante en cuanto al extraño placer
dramático; las pinturas y los dramas se benefician de que sean apreciados con una actitud
y cierto sentimiento no comunes. Aunque tampoco deseamos recetar con ello la añeja
costumbre de los romanos, esa de estar de pie ante la escena.
Hasta llegar a este punto nos enfocamos exclusivamente en el actor y el público.
Orientémonos a continuación a fijarnos asimismo, en tercer término, en el poeta.
Expresión que tomo, la de poeta, en su significado más vasto, así como fue entendida por
parte de los helenos. Es cosa cierta que los trágicos griegos han tenido importantísimos
efectos sobre el arte contemporáneo exclusivamente en lo que hace a los autores de
libretos. Sin embargo, estoy persuadido de que una completa y real representación de una
trilogía de Esquilo –con actores, público y poetas griegos– debería generar cabalmente un
efecto abrumador: nos mostraría al sujeto estético con tanta perfección y armonía que
ante ello nuestros mayores poetas parecerían esculturas hermosamente comenzadas a
esculpir, pero nunca terminadas de hacer.
En la Antigüedad helena el dramaturgo tenía planteado su trabajo del modo más arduo
de todos; para un antiguo juez griego del arte, resultaría una grave afrenta a la disciplina
la amplia libertad de opción temática, el libre número de actores a emplear y tantas otras
cosas que se hallan hoy disponibles para el poeta escénico. El conjunto del arte helénico
está atravesado por la soberbia norma de que exclusivamente la meta más dificultosa es
digna del hombre libre. De tal modo, la preeminencia y la fama de una obra plástica se
hallaban en gran medida en relación de dependencia de lo arduo que resultara su
concreción, de la resistencia opuesta por la materia utilizada. Entre los obstáculos
particulares que contribuyeron a que la senda hacia la gloria teatral no resultara jamás
demasiado amplia, figura la acotada cantidad de histriones, el uso del coro, la reducida
serie de mitos disponibles, pero fundamentalmente esa imperiosa cualidad del atleta
múltiple: tener destreza como poeta y también como músico, tanto en lo orquestal como
en la dirección, así como actoralmente.
Aquello en lo que invariablemente estriba el salvavidas de los modernos poetas
dramáticos es lo novedoso e interesante del tema seleccionado para sus obras. Al
respecto, meditan de modo semejante al de los improvisadores de Italia, quienes cuentan
una historia inédita y están convencidos de que ninguno se irá antes de saber el desenlace.
Ahora que el recurso de acaparar la atención hasta la conclusión apelando al retén de lo
que interesa es cosa impensable para los trágicos helenos. Los temas de sus
extraordinarias creaciones eran bien sabidos y ello desde mucho tiempo antes; desde la
épica y la lírica, asimismo, eran asuntos archiconocidos por el público desde la niñez.
Hacer surgir genuina atracción por Orestes o Edipo era en sí mismo un logro heroico; mas
asombra comprobar qué reducidos y veleidosamente acotados eran los medios permitidos
para hacer brotar esa fascinación... Debe considerarse en este punto, en particular, el coro,
tan fundamental para el poeta otrora como para el trágico francés los caracteres
aristocráticos ubicados a ambos flancos del escenario y que convertían la escena en una
cámara regia. De similar manera que –tomando en cuenta ese particular “coro” que no

110
tomaba parte pero sí participaba de la representación– no tenía permitido el trágico del
teatro francés cambiar el decorado, el lenguaje y la gestualidad escénicos, orientados por
la impronta de aquel “coro”. De tal modo, el añejo coro hacía imperar que la acción
completa debía desarrollarse públicamente y que el ambiente de la acción trágica debía
ser un sitio abierto. Esta última es una premisa audaz, porque la acción trágica y su
preparación no acostumbran presentarse en plena calle, sino que en mejor medida
acontecen a resguardo. El conjunto plasmado públicamente, bajo luz plena, siempre ante
el coro. En esto consistía el cruento imperativo. No vaya a suponerse que ello se haya
manifestado en alguna ocasión como exigido, por causa de una delicadeza estética de
cualquier orden; en mejor medida, ese estadio se había alcanzado durante el extenso
proceso de desarrollo de lo dramático y así se lo había conservado, conociendo
instintivamente que para el talento sobresaliente se afincaba en ese punto una labor
importantísima y que debía ser resuelta. Resulta notorio que la tragedia no fue al
comienzo otra cosa que un magno canto coral; mas este saber de corte histórico nos
brinda la clave de este extraño dilema. En las épocas mejores, el efecto principal y la
suma de la tragedia de la Antigüedad seguía reposando sobre lo coral, que constituía el
elemento a tomar en cuenta antes que a todos los otros, el que no podía obviarse de modo
alguno. Ese rango en que se conservó el drama más o menos desde las obras de Esquilo
hasta las de Eurípides es uno en el cual el coro ya había pasado a una segunda posición,
para seguir brindando precisamente el matiz al conjunto. Un paso más y fue la escena el
factor que domeñó a lo orquestal, como una colonia a la ciudad capital. Lo dialéctico de
los caracteres de la escena y sus cantos particulares ocuparon el primer plano y
sobrepujaron a la impresión del coro y la música del conjunto, imperante hasta esa
instancia. Ese paso adelante fue concretado y alguien de por entonces, Aristóteles, lo
estableció en su célebre afirmación –en tanta medida desconcertante– que no manifiesta
para nada lo esencial del drama de Esquilo.
Por ende, la inicial preocupación al tiempo de planear un poema dramático
imperativamente debía consistir en crear un grupo de hombres o mujeres muy
relacionados con los caracteres de la acción; luego era preciso dar con oportunidades para
que pudiesen manifestarse sentimientos líricos y musicales multitudinarios. De alguna
forma el histrión observaba desde el coro a los caracteres escénicos y a través de él lo
hacía el espectador griego. En nuestro caso no tenemos más elementos que el libreto y
observamos desde la escena en dirección al coro. El sentido del coro no puede ser
abarcado enteramente mediante un parangón; si Schlegel lo categorizó como el “ideal del
espectador” ello implica exclusivamente que, según el coro entiende los hechos, el poeta
por su parte alude al modo –de acuerdo con su anhelo– en que tiene que comprenderlos el
público. Pero así se ha subrayado solamente una faceta, la de que particularmente es
fundamental que aquel que encarna al héroe le grite al público cuáles son sus sentires
mediante el coro, como si fuera éste un megáfono, un titánico engrandecimiento.
Inclusive aunque se trate de un colectivo de caracteres, en el sentido de lo musical el coro
no está encarnando a las masas, sino apenas a un inmenso individuo, provisto de un
aparato pulmonar más allá de las proporciones propias de la naturaleza. Este punto no es
el adecuado para señalar en qué consiste el pensamiento ético presente en la música coral

111
unánime griega, la que conforma la antítesis más vigorosa del desarrollo musical
cristiano, donde la armonía –ese genuino símbolo de lo mayoritario– se enseñoreó por tan
amplio período, hasta que asfixió a la melodía y se vio obligado a descubrirla otra vez. El
elemento que estableció las fronteras de la fantasía poética ha sido el coro, fantasía que se
revela en la tragedia. La danza coral religiosa, con la solemnidad de su “andante”,
levantaba barricadas en torno del espíritu creativo poético, tan revoltoso otrora. En tanto
que la tragedia inglesa –que carece de tales limitaciones– se conduce (con su realismo
fantástico) en mucha mayor medida impulsivamente, es más dionisíaca, empero resulta
ser más entregada a la melancolía... casi como un allegro de Beethoven. Justamente la
teoría más capital en lo económico del drama de la Antigüedad consiste en que el coro
tenga diversas y mayúsculas oportunidades para consagrarse a expresiones líricas y
patéticas. Empero ello se consigue fácilmente, asimismo, en el más corto segmento de la
leyenda y por dicha causa existe una completa carencia de lo complejo, lo que tiene por
basamento la intriga, todo aquello que está mixturado de modo artificioso y delicado. En
definitiva, hablamos de cuanto se refiere justamente a la naturaleza misma del drama
contemporáneo. En su antecedente musical antiguo nada había que obligara al público a
hacer cálculos de ninguna especie; en ese drama antiguo hasta las mañas de algunos
héroes míticos poseen un matiz de simplicidad y honradez. Jamás se convirtió lo esencial
del asunto en lo esencial del ajedrez –ni en el caso de Eurípides– en tanto que ese juego
de ajedrez se transformó en la particularidad primera de la así llamada nueva comedia.
Por esta específica razón cada drama antiguo se asemeja –con su sencillez estructural– a
un solo acto de la tragedia actual, particularmente al quinto acto, que conduce a la
hecatombe con marcha breve y veloz. La tragedia clásica francesa –que desconocía cuál
era su prototipo, el drama musical griego– más que justamente en tanto que libreto y con
la suma del coro se desplomaba en el estupor, se vio llevada a permitir el ingreso de un
factor novedoso en extremo, exclusivamente para rellenar los cinco actos recomendados
por Horacio 60. Dicha carga, sin cuyo concurso esa variante artística no hubiese tenido las
agallas suficientes como para aventurarse en mar abierto, no era otra que la intriga, o sea,
un dilema que hay que resolver a favor del entendimiento y un desafío de las pequeñas
pasiones, las que en definitiva nada tienen que ver con lo trágico. Así, la variante artística
de referencia se acercó llamativamente a la comedia nueva griega, en lo que a su índole se
refiere. Si la comparamos con ella, la tragedia antigua era pobre en cuanto a su acción y
tensión y hasta se puede afirmar que en las fases de su evolución previa no contemplaba
de ninguna manera el obrar sino el sufrir. La acción se sumó en la instancia en la que
retoñó el diálogo; hasta en tiempos del cenit dramático el genuino obrar no tuvo su lugar
al descubierto sobre el escenario. En su origen la tragedia no fue más que una lírica
objetiva, una canción entonada a partir del estado de ciertas criaturas de la mitología y
asimismo, bajo la piel de ellas.
Al comienzo, un coro ditirámbico de individuos disfrazados como sátiros y silenos
debía dar a entender qué asunto era ese que tanto lo había excitado. Se refería a un
pormenor que el público era capaz de captar velozmente, referido a la historia de las
contiendas y padecimientos de Dionisos. Posteriormente se sumó la mismísima deidad,
con dos sentidos. Primeramente narrar en persona las peripecias en las que se halla

112
involucrada la divinidad en ese mismo instante y que fuerzan a sus seguidores a tomar
parte en esas andanzas y aventuras de un modo muy brioso. También, en el curso de esos
fervorosos cantos del coro, Dionisos resulta en cierta medida la imagen viva de la
divinidad y el histrión antiguo se parece con ello al “invitado de piedra” de Mozart. Un
experto musical de nuestro tiempo realiza sobre este asunto una muy adecuada referencia:
“Con ese actor disfrazado sale a reunirse con nosotros un hombre natural. En el caso de
los griegos en la máscara trágica salía a su encuentro uno artificial, estilizado como héroe,
si de tal manera se lo desea. Nuestros hondos escenarios, en los que se halla muy
seguidamente un centenar de caracteres, transforman con tanto entusiasmo como pueden
la escena en pinturas coloreadas. El angosto escenario de la Antigüedad, con el muro de
fondo tan adelantado, transformaba a las escasas figuras que estaban presentes en la
escena y se movilizaban entre pausas en animados bajorrelieves o móviles estatuas de la
fachada de algún templo. Si un prodigio hubiese animado a las figuras de mármol de la
pugna entre Atenea y Poseidón fijada en la fachada del Partenón, hablarían sin duda como
personajes de Sófocles”.
Volviendo a la óptica antes insinuada, acerca de que el subrayado se dibuja en el caso
del drama helénico sobre el sufrimiento en vez de remarcar el obrar, va a ser cosa más
fácil entender por qué mi criterio es que necesariamente resultamos ser injustos con
Esquilo y Sófocles, cuando en verdad los desconocemos. Ciertamente carecemos de
cualquier reglamentación para dominar la opinión pública griega sobre un obra poética
debido a que no conocemos –o conocemos muy poco– de qué manera se conseguía que el
padecimiento y desde lo más general, la existencia afectiva en sus manifestaciones,
generara un efecto conmovedor. Ante una tragedia griega, no tenemos mayores
capacidades gracias a que, en su mayor proporción, su fundamental efecto reposaba sobre
un factor que perdimos: la música. En lo referido al sitial que ocupaba la música en
relación al drama antiguo se le puede hacer la exigencia que Gluck 61 estableció en aquel
célebre prefacio a su ópera Alceste. La música estaba designada como apoyo para el
poema, para vigorizar la expresión de los sentimientos y el interés de las instancias, sin
cortar la acción ni alterarla con inútiles adornos. La música tenía que ser, para la poesía,
aquello que son para un dibujo impoluto y bien organizado lo vivo de los colores y una
dichosa mixtura de sombras y luces, que exclusivamente son útiles para vitalizar a las
figuras sin aniquilar sus nitideces. Por esa razón la música fue empleada solamente como
una herramienta para un objetivo. Su labor era metamorfosear lo pasional de una deidad y
del héroe en una poderosa piedad entre los espectadores. Indudablemente una labor
idéntica es la de la palabra; sin embargo, para la palabra es cosa ardua en mucha mayor
medida su resolución, que solamente puede concretar haciendo rodeos. Es mucho más
difícil resolverla y sólo puede hacerlo dando vueltas, indirectamente. La palabra actúa en
primer término sobre el universo de lo conceptual, y solamente a partir de él actúa sobre
el sentimiento. Más todavía: muy seguidamente no llega de ningún modo a su objetivo,
por lo extenso que es ese trayecto. En cambio, la música alcanza de manera directa el
corazón, dado que es el genuino lenguaje universal, ese que en todo sitio es entendible.
Ciertamente aún en la actualidad se dejan oír opiniones acerca de la música griega
afirmando que ésta no habría sido de ningún modo ese supuesto lenguaje que todos

113
podemos entender; según esos criterios la música griega debería ser interpretada de mejor
manera como un universo sonoro surgido por una senda docta, separado de unos dogmas
acústicos, algo absolutamente ajeno para nosotros. Por aquí y por allá las personas
sostienen –es un ejemplo– la creencia que dicta que en la música griega la tercera mayor
fue percibida como disonante; de esas nociones debemos deshacernos por completo y
jamás obviar que la música griega está mucho más cerca de nuestros sentimientos que la
medieval. Aquellas antiguas piezas que han llegado hasta nosotros rememoran
completamente –gracias a la clara articulación de su ritmo– las actuales melodías
populares y ciertamente fue del canto popular de donde surgió el conjunto del arte poético
y musical de la Antigüedad. En verdad hay asimismo música de tipo instrumental pura,
pero en su contexto exclusivamente tenía valor lo virtuoso; el verdadero griego
invariablemente percibía en esta variedad musical algo foráneo, traído de Asia. La
genuina música helénica es absolutamente vocal y el nexo natural entre las palabras y la
música sigue vigente aún. Ello en tanta medida que el poeta obligadamente era asimismo
quien sumaba música a sus canciones. Los helenos no alcanzaban a conocer una canción
si no era mediante el canto, mas al escucharlo simultáneamente percibían la tan medular
unicidad de las palabras y la música. Crecimos con la influencia de la rusticidad artística
actual, sometidos al aislamiento artístico, y ya apenas podemos gozar de las palabras y la
música juntas. Nos acostumbramos justamente a gozar separadamente del texto mediante
la lectura, razón por la que no tenemos confianza en nuestra comprensión cuando
asistimos al recitado de un poema o la representación dramática: entonces solicitamos el
libro y la música. Asimismo soportamos el texto más descabellado mientras que sea
hermosa la música. Ello, para un griego, sería una irrefutable demostración de barbarie.
Amén de esta fraternidad remarcada antes entre la poesía y el arte musical, la música
antigua poseía otro par de particularidades: su sencillez y hasta pobreza armónica, así
como su riqueza expresiva rítmica. Antes aventuré que el canto del coro se destacaba del
canto del solista exclusivamente por la cantidad de voces y que solamente los
instrumentos acompañantes tenían permitida una bien reducida polifonía, o sea, un tipo
armónico en el sentido que nosotros le otorgamos. La inicial condición entre todas
estribaba en que fuera comprensible el sentido que tenía la canción y si ciertamente era
comprensible el canto del coro en las obras de Píndaro o en las de Esquilo, con sus
audaces metáforas y brincos del pensamiento. Ello involucra un arte interpretativo que
causa estupor y simultáneamente un acento y un ritmo de la música peculiarísimos. Junto
a la estructura rítmica y musical en períodos, que se movía en un muy angosto
paralelismo con el texto, se deslizaba por otro lado –en calidad de expresión externa– el
movimiento de la danza, lo orquestal. En las evoluciones de los miembros del coro –
quienes realizaban ante el público algo semejante a unos arabescos sobre la amplia
superficie de la orquesta– de alguna manera percibían los espectadores la música como
una cosa visible. En tanto que la música aumentaba el efecto que generaba la poesía, lo
orquestal volvía a la música más nítida. Con ello se le presentaba simultáneamente al
poeta y compositor el trabajo de ser asimismo un maestro de ballet bien productivo. En
este punto debemos señalar aun algo más acerca de las fronteras musicales en el contexto
dramático. El más profundo sentido de tales fronteras –en las que estriba el genuino talón

114
de Aquiles del drama musical de la Antigüedad, dado que en esos límites principia su
disolución– no es tema adecuado para discutirlo aquí, dado que en mi siguiente
conferencia veré de ocuparme de la decadencia de la antigua tragedia. Por esa razón me
ocuparé en esa oportunidad, asimismo, del asunto recién sugerido. Alcanza en esta
instancia con un hecho, el de que el conjunto de lo poetizado podía ser cantado y, en
ocasiones, asimismo hablado, tal como sucede en nuestros melodramas con la compañía
de la música instrumental. Mas eso debemos imaginarlo invariablemente como si fuera un
cuasirrecitado, de manera que el singular retumbar de éste no implicaba ninguna dualidad
en el drama musical. De modo opuesto, asimismo en el lenguaje se presentaba la
predominancia musical. Una suerte de eco de tal tonalidad de recitado lo hallamos en el
llamado “tono de lección”, aquel que durante la liturgia católica se emplea para la lectura
de los evangelios, las epístolas y un crecido número de oraciones.
“El sacerdote que lee realiza, en las pausas y los finales de las frases, determinadas
flexiones de la voz y con eso garantiza la nitidez de su lectura y rehuye paralelamente el
caer en la monotonía. Mas en instancias fundamentales del accionar sacro la voz clerical
debe elevarse: el Padre Nuestro, el prólogo y la bendición se transforman en un cantar que
declama”. Desde un punto de vista generalizado, numerosos aspectos rituales de la misa
solemne nos hacen acordar del drama musical griego; mas en Grecia todo era en mucha
mayor medida fulgurante y solar. En definitiva era más hermoso pero también en menos
íntimo y carente de ese simbolismo de carácter enigmático e infinito, rasgo tan
característico del cristianismo.
Apreciados oyentes, llegamos al fin. Anteriormente comparé al autor del drama
musical griego con el atleta de múltiples habilidades, aquel que tomaba parte en el
pentatlón 62; ahora una comparación diferente tornará más prístino el sentido que ese
atleta múltiple, musical y dramático, implicó para el conjunto del arte de la Antigüedad.
Tiene Esquilo una importancia fuera de la habitual en cuanto a la historia indumentaria
pretérita, porque fue Esquilo aquel que incorporó la vestimenta libre, elegante, espléndida
y graciosa del traje principal. Antes de este autor, eran bárbaros los helenos en lo
referente a su vestuario y desconocían la libertad de la vestimenta.
El drama musical griego es –en lo que hace al conjunto del arte antiguo– tal como
aquel traje libre. Cuanto no es libre, todo lo aislado de las artes es relegado con él, que en
su compartida celebración sacrificial hace entonar himnos a la belleza y la audacia al
mismo tiempo. Hablamos de retención y empero, de gracia y pluralidad y sin embargo,
también de unidad, de numerosas artes en excelsa tarea y –otro “sin embargo”– asimismo
de una sola y exclusiva obra artística: tal resulta ser el drama musical antiguo. Pero el
sujeto a quien contemplar le lleva a recordar el ideal del contemporáneo reformador
artístico, deberá al mismo tiempo tomar en cuenta que esa obra artística del porvenir no es
quizás un fulgurante espejismo, aunque falaz. Aquello que aguardamos del futuro
anteriormente ya constituyó una realidad, hace más de dos milenios.

Sócrates y la tragedia

115
La tragedia helénica desapareció de diferente modo que los demás géneros del arte de
la Antigüedad. Lo hizo de modo trágico, en tanto que los otros géneros del arte sufrieron
una aniquilación muy hermosa. Porque si acuerda con un estado natural ideal abandonar
la vida sin convulsiones, y dejando una espléndida descendencia, el fin de esos géneros
artísticos del pasado nos señala un mundo ideal de tal índole; se esfuman y se sumergen,
al tiempo que se erigen con vigor sus brotes, aún más hermosos. Tras la aniquilación del
drama musical griego se pronunció un inmenso hueco que resultó apreciado en todo sitio.
Se decía que había perecido cualquier variedad poética y, para mofarse, se mandaba a los
Infiernos a los mutilados y enclenques seguidores, a fin de que en ellos se nutrieran de los
desechos de los grandes poetas. Tal como refiere Aristófanes, las personas sufrían de una
nostalgia tan medular y ardiente por el postrer magno desaparecido, similar a cuando
alguno siente un repentino y vigoroso deseo de engullir coles; pero cuando
posteriormente brotó un genuino y novedoso tipo de arte, que celebraba a la tragedia
como maestra y ancestro, fue posible apercibirse espantado de que conservaba las
facciones maternas. Sin embargo se trataba de los propios de su larga agonía. Dicha
agonía estriba en Eurípides y el tipo de arte siguiente es la tragedia griega nueva. En ella
sobrevivió la figura aberrante de la tragedia, como recuerdo de su extremadamente
dificultoso fallecimiento.
Es notoria la veneración fuera de lo común de que Eurípides gozó entre los poetas de la
comedia griega nueva: uno de los más destacados, Filemón, manifestó que permitiría que
lo colgaran de la horca de hallarse persuadido de que el fallecido seguía vivo y
disfrutando de razonamiento. Mas lo que Eurípides tiene en común con Menandro y
Filemón, y aquello que tuvo sobre ellos tan particular influencia se puede resumir en que
ellos condujeron al espectador hasta el escenario. Previamente a Eurípides, eran hombres
convertidos en héroes, en los que rápidamente se evidenciaba que venían de las deidades
y los semidioses propios de la tragedia más añeja. El público apreciaba en ellos un
pretérito ideal griego y por dicha razón lo real de cuanto, en instancias excelsas, pervivía
asimismo en su espíritu. Con Eurípides ingresó en la escena el espectador, el hombre en
la realidad de la existencia diaria. El reflejo que anteriormente había reproducido
exclusivamente los pormenores magnos y temerarios se tornó más fiel y más vulgar. La
ropa de gala se volvió más traslúcida y la máscara se tornó semimáscara: las formas de la
existencia de todos los días nítidamente ocuparon el primer plano. Esa imagen
genuinamente característica del griego, la figura de Ulises, había sido llevada por el arte
de Esquilo hasta el rango de grandiosidad, astucia y nobleza simultáneas que tenía
Prometeo. En manos de la nueva generación de poetas aquel carácter degeneró en el
esclavo de la casa, bonachón y pícaro al mismo tiempo, que muy seguidamente se halla,
como audaz conspirador, en el núcleo del drama completo. Aquello que en Las ranas, de
Aristófanes, Eurípides contabiliza entre sus virtudes: haber producido el adelgazamiento
del arte trágico merced a una curación a base de agua, es algo que se aplica
particularmente a las figuras heroicas. Esencialmente aquello que el público veía y
escuchaba en el teatro de Eurípides consistía en su misma duplicación, embalada en la
vestimenta lujosa de lo retórico. Lo ideal se ha refugiado en la palabra, escapando del
pensamiento. Mas precisamente en este punto damos con el aspecto fulgurante y evidente

116
del aporte de Eurípides, en cuyas obras el pueblo aprendió a expresarse. Ello lo elogia el
mismo Eurípides, en competencia con Esquilo y merced a este factor el pueblo aprende a
usar las reglas, las escuadras para la métrica; aprende cómo cavilar, observar,
comprender, embaucar, querer, andar, descubrir, engañar, estimar. Merced a él se le soltó
la lengua a la comedia nueva, en tanto que hasta la aparición de Eurípides se ignoraba por
qué vía expresar la vida diaria en el teatro.
La clase media burguesa, sobre la que Eurípides alzó el conjunto de sus expectativas de
índole política se hizo cargo del discurso, en tanto que con anterioridad los amos del
lenguaje eran el semidiós en la tragedia, el sátiro ebrio o el mismo semidiós en la antigua
comedia.
“Representé la casa y el patio donde moramos y realizamos nuestros tejidos, y por
dicha razón me entregué al juicio, porque cada uno, sabiéndolo, pudo juzgar cuál era mi
arte”.En mayor medida todavía, se vanagloria de lo que sigue Eurípides: “Exclusivamente
fui yo quien insertó en los que nos rodean tanto saber, haciéndoles el préstamo del
pensamiento y lo conceptual del arte, de manera que ahora todos filosofan y rigen la casa
y el patio y la hacienda con mayor sapiencia que antes... Sin pausa averiguan y meditan:
¿por qué causa?, ¿para qué propósito?, ¿quién fue?, ¿dónde lo hizo?, ¿cómo lo efectuó?,
¿qué cosa hizo? ¿Adónde llegó este asunto, quién me quitó eso otro?”.
De esas masas adiestradas y así educadas surgió la comedia nueva, ese juego de ajedrez
dramático con su fulgurante júbilo ante los golpes astutos; de alguna manera y para esta
novedosa forma de la comedia se transformó Eurípides en el maestro coral. Solamente
que en esa oportunidad se trataba del coro de los que oían aquel que debía ser educado.
En cuanto aprendieron ellos a cantar al estilo de Eurípides principió el drama de los
jóvenes acuciados por sus deudas, de los ancianos bonachones y superficiales, de las
cortesanas a lo Kotzebue 63, de los sirvientes prometeicos; mas Eurípides, como maestro
coral, fue ensalzado sin tregua. Las personas hubiesen aceptado morir con tal de ser
ilustradas por él, de ignorar que los poetas trágicos estaban tan desaparecidos como la
mismísima tragedia. Al abandonarla, el griego había abandonado asimismo la creencia en
su misma condición de inmortal, no solamente la certeza de haber tenido un pretérito
ideal, sino también la creencia en un porvenir de igual índole. La sentencia del famoso
epitafio: “en la vejez, cambiante y excéntrico” puede ser aplicada al mismo tiempo a la
Grecia provecta. El momento y el talento son sus mayores dioses, mientras que entonces
el estado del esclavo era el predominante, como mínimo en lo que hace al pensamiento.
Una mirada al pasado como la presente lleva a estar fácilmente tentado a endilgarle a
Eurípides –en su calidad de supuesto embaucador del pueblo– injustificadas culpas,
aunque fervorosas. También a concluir, sobre la base de los dichos de Esquilo: “¿qué
maldad no viene justamente de él?”. Mas sean cuales sean las negativas influencias que le
achaquemos a Eurípides, invariablemente hay que tener en mente que se manejó según su
leal saber y comprender y que durante toda su existencia ofrendó magnos sacrificios en el
altar de un ideal. En su manera de combatir contra una malignidad inmensa y que suponía
poder identificar; en el brío con el que afronta esa malignidad a fuerza de genio, se
muestra nuevamente el alma heroica de los añejos años de Maratón.
En mayor medida todavía, puede señalarse que en el caso de Eurípides el poeta se ha

117
metamorfoseado en un semidiós, tras haber sido el semidiós arrojado de la tragedia por el
poeta. Mas la inmensa malignidad que Eurípides supuso identificar y contra la que pugnó
toda su vida con sin igual heroicidad, era el marchitamiento del drama musical. Empero,
¿dónde lo descubrió? Pues halló ese marchitamiento en las tragedias de Esquilo y
Sófocles, autores contemporáneos de él y sus mayores. Aquí damos con un raro asunto...
Acaso, ¿habrá incurrido en un yerro? ¿Fue injusto con estos colegas suyos? Quizá, ¿su
accionar contra la supuesta decadencia no terminó siendo, justamente, el principio del
final? La suma de estas interrogaciones levantan su voz en este punto, en nuestro interior.
Eurípides resultó ser un pensador solitario y de ninguna forma uno del gusto de las
masas que entonces era la inclinación predominante. En las masas Eurípides generaba
desconfianza, como un excéntrico enojón. La fortuna le resultó adversa, tal como las
masas, y tomemos en cuenta que, para un poeta trágico de esos tiempos, las masas
conformaban exactamente la fortuna; así comprendemos por qué causa alcanzó en tan
pocas oportunidades, durante su existencia, los honores de la victoria en el terreno del arte
trágico. ¿Qué llevó a aquel talentoso autor a ir contra la corriente del gusto de la época?
¿Qué lo desvió de un sendero que había sido atravesado por maestros de la talla de
Esquilo y Sófocles, un camino que brillaba bajo el sol del reconocimiento del pueblo? Un
exclusivo factor: precisamente esa creencia en el marchitamiento del drama musical;
certeza que había tenido sentado entre el público del teatro. Por largo lapso observó
Eurípides con honda penetración qué sima se abría entre la tragedia y el espectador
griego; eso que para el poeta había sido lo más alto y lo más arduo, no resultaba de
ningún modo percibido igualmente por el público más que como algo indiferente.
Numerosas causas, de ninguna manera resaltadas por el poeta, generaban en las masas un
repentino efecto y en su reflexión acerca de esta incoherencia entre la meta poética y el
efecto producido, Eurípides paulatinamente arribó a una forma poética cuya norma
fundamental rezaba: “todo debe ser entendible, para que todo pueda resultar
comprendido”. Frente al tribunal de esta estética racional fue llevado entonces cada uno
de los elementos componentes: en primer lugar comparecieron el mito, los personajes
principales, la estructura dramática, la música del coro... Finalmente y con la mayor
decisión, se presentó el lenguaje. Eso que debemos sentir tan seguidamente en el caso de
Eurípides como una falla y un retroceso en el campo de lo poético, parangonado con las
tragedias de Sófocles, es el producto de ese vigoroso desarrollo crítico, de ese audaz
razonamiento. Sería factible acotar que es un ejemplo de cómo el comentarista puede ser
capaz de transformarse en poeta. Solamente que al escuchar el término “comentarista” no
está permitido dejarse influenciar por la sensación de que estas criaturas debiluchas e
insolentes impiden ya absolutamente al público actual expresarse acerca de asuntos
artísticos. Aquello que Eurípides probó de concretar fue justamente realizar las cosas de
un modo mejor que el implementado por los poetas cuestionados por él. Aquel que no
tiene la capacidad necesaria para colocar la acción después de las palabras –como
Eurípides lo hizo– no tiene permitido expresar públicamente sus criterios. Deseo o tengo
la posibilidad de ofrecer en este punto un exclusivo ejemplo de tal crítica productiva,
incluso cuando justamente sería imprescindible realizar la demostración de ese criterio
estableciendo todas las diferencias del drama de Eurípides. Ninguna cosa puede ser más

118
opuesta a nuestra técnica sobre la escena que el prefacio que implementa Eurípides. Que
un carácter individual, una deidad o un héroe, aparezca al principio de la obra y relate
cuál es su identidad, qué asuntos preceden a la acción dramática, qué sucedió hasta ese
instante... Más todavía: qué va a suceder después sobre el escenario, sería calificado por
un poeta actual –sin trepidar por ello en lo más mínimo– como una soberbia renuncia a
todo efecto derivado de la tensión dramática. ¿Es conocido, ciertamente, todo lo sucedido,
amén de aquello por venir? Entonces, ¿quién esperará hasta el final? Absolutamente
diferente era la reflexión de Eurípides: El efecto de la tragedia antigua nunca descansó en
la tensión, en el atractivo de no saber qué iba a suceder a continuación.
Fundamentalmente residió en esas vastas escenas de pathos en las que tornaba a retumbar
la naturaleza musical elemental del ditirambo dionisíaco.
Mas aquello que con máxima potencia obstaculizaba el placer en esas escenas es un
tramo ausente, un hueco en el contexto de la anterior narración; en tanto que el espectador
deba continuar calculando cuál es el significado que tienen este personaje y aquel otro,
esta y esa otra acción, no podrá implicarse por completo en la pasión y en la actuación de
los héroes fundamentales y, por ende, será inviable la piedad trágica. En las tragedias de
Esquilo y Sófocles prácticamente siempre con mucho arte está previsto que –en las
escenas iniciales y de modo fortuito hasta determinado punto– se brindarán al espectador
los hilvanes necesarios para el entendimiento de la obra. Asimismo en este detalle se
evidenciaba esa nobilísima destreza artística que encubre la necesidad formal. De todas
maneras, Eurípides estaba persuadido de avizorar que –en esas escenas iniciales– el
espectador sentía un particular desasosiego, anhelando dar con la solución para el dilema
de cálculo que implicaba la historia anterior. Asimismo entendía este autor que para el
público se extraviaba la hermosura poética de lo expuesto y por dicha causa redactaba un
prefacio y lo mandaba recitar por un carácter que fuera digno de confianza: una deidad.
Entonces asimismo él podía establecer más libremente lo mítico, dado que merced al
prefacio, era capaz de eliminar cualquier motivo de duda acerca de su diseño del mito.
Con toda certeza respecto de esa ventaja dramática, Eurípides le echa en cara a Esquilo en
Las ranas de Aristófanes:

“¡De tal manera iré prontamente a tus prefacios,


para así principiar por criticar
la porción inicial de la tragedia a este magno espíritu!
Confusa resulta su exposición de los asuntos”.

Mas aquello que referimos en cuanto al prefacio puede simultáneamente señalarse para
lo que hace a su célebre deus ex machina, que establece el futuro, como el prefacio lo
pretérito. Entre esa mirada épica al ayer y esa épica dirigida al porvenir se encuentran la
realidad y el presente lírico y dramático. Eurípides es el primero de los dramaturgos que
sigue el camino de una estética consciente. Con plena intención es que él busca aquello
que es en mayor medida entendible y así sus héroes son ciertamente así como ellos
hablan; mas dicen cuanto son, en tanto que los personajes de Esquilo y Sófocles poseen
mayor hondura y resultan más completos que sus diálogos. Justamente apenas balbucean
cuando se expresan respecto de sí mismos. Eurípides crea los personajes mientras

119
simultáneamente los vivisecciona. Frente a su anatomía, nada sigue oculto en ellos. Si
Sófocles opinó acerca de Esquilo que éste hacía lo adecuado, mas sin conciencia de estar
haciéndolo, Eurípides habrá supuesto de él que hacía aquello que no es correcto, dado que
lo hace inconscientemente. Lo que conocía de más Sófocles, parangonado con Esquilo, y
de lo que se vanagloriaba, nada era que estuviera ubicado fuera del terreno de los recursos
de índole técnica. Hasta la aparición de Eurípides, ningún poeta antiguo había tenido la
capacidad de defender justamente lo mejor con razones estéticas, porque ciertamente lo
prodigioso de este proceso del arte griego es que el concepto, la conciencia y la teoría no
se habían pronunciado todavía, y cuanto el discípulo podía aprender del maestro estaba
relacionado con lo técnico del asunto.
De tal modo, eso que como ejemplo brinda ese fulgor añejo a Thorwaldsen consiste en
que éste meditaba en poca medida y hablaba y escribía malamente, en que la genuina
sabiduría artística no había ingresado en su conciencia. En cambio, alrededor de Eurípides
se aprecia un fulgor reflejado, ese que es característico de los artistas actuales. Es su
naturaleza artística casi no griega, y que puede ser abarcada con la noción del socratismo.
“Todo debe ser consciente para ser hermoso”, es la tesis de Eurípides que corre en
paralelo a la muy socrática de que: “todo debe ser consciente para ser bueno”. Eurípides
resulta ser el poeta característico del racionalismo socrático.
En la Antigüedad helénica se sentía un sentimiento de la unidad de los dos nombres, el
de Sócrates y el de Eurípides. En Atenas era común la opinión de que Sócrates auxiliaba a
Eurípides para escribir sus obras; de ello puede derivarse qué grande era el fino oído de
que disponían las personas para percatarse del socratismo en la tragedia de Eurípides. Los
partidarios de “aquellos buenos y viejos tiempos” acostumbraban mencionar reunidos los
nombres de Sócrates y Eurípides como los de aquellos que corrompían al pueblo.
Asimismo conocemos la tradición de que Sócrates evitaba concurrir a la tragedia, y
solamente ocupaba un asiento cuando se representaba otra nueva tragedia de Eurípides.
Vecinos en un sentido más hondo aparecen sus nombres en la célebre sentencia del
oráculo de Delfos, que tuvo una influencia tan marcada sobre la completa concepción
vital de Sócrates. La frase de la deidad de Delfos, acerca de que Sócrates es el hombre
más sabio, simultáneamente contenía el criterio de que a Eurípides le correspondía el
segundo sitial en el concurso de la sabiduría.
Es notorio que al principio Sócrates fue muy desconfiado ante esa afirmación divina;
con el objetivo de confirmar su acierto, trata con estadistas, oradores, poetas y artistas,
intentando dar con alguien más sabio que él. Sitio donde va, sitio donde aprecia
confirmado lo señalado por la deidad. Corrobora que los hombres más célebres de su
época poseen una noción errónea sobre sí mismos y que tampoco son conscientes de su
oficio, que simplemente ejercen instintivamente. “Solo instintivamente” es un dicho del
socratismo. El racionalismo no mostró jamás tanta candidez como esta inclinación vital
de Sócrates, quien jamás dudó acerca de lo correcto del planteo completo del dilema.
“La sabiduría estriba en el saber”, y “nada se sabe que no pueda expresarse y de lo que
no se pueda persuadir a otro”. Es esta –en mayor o menor medida– la ley de esa rara
actividad misionera de Sócrates, que seguramente originó alrededor de él un remolino de
oscura cólera, pues ninguno tenía la capacidad de hacerle frente a esa ley en sí misma,

120
llevándola a enfrentar a Sócrates. Para que eso sucediera hubiese sido preciso asimismo
eso que de ninguna manera se tenía, esa superioridad socrática en el arte de la
conversación, en la dialéctica. Observado a partir de la conciencia germánica
ilimitadamente ahondada, tal socratismo se muestra como un universo por completo
apreciado al revés. Empero puede suponerse que asimismo a los poetas y artistas de aquel
entonces –ya en esa época– tuvo Sócrates que resultarles enormemente aburrido y
absurdo, en particular cuando, en su no productiva erística, continuaba haciendo pesar la
seriedad y la dignidad de una vocación de índole divina. Los fanáticos de la lógica son
insufribles en tanta medida como lo son las avispas. Debemos imaginarnos en este punto
una tremenda voluntad detrás de un entendimiento tan unívoco y la tan personal potencia
primigenia de una naturaleza tan firme, sumada a un fealdad externa de un inimaginable
atractivo. Se entiende que hasta un genio de las dimensiones de Eurípides, tomando en
cuenta la hondura y seriedad de su pensamiento, debió ser impulsado de modo imposible
de rehuir a la abrupta senda de una creación artística de índole consciente. El
marchitamiento de la tragedia –de la manera en que supuso apreciarlo Eurípides–
consistía en una ilusión socrática. Dado que ninguno conocía el modo de transformar en
nociones y palabras la añeja técnica del arte, Sócrates negó esa forma de saber y con él la
negó asimismo el seducido Eurípides. A ese “saber” no demostrado le opuso entonces
Eurípides la obra artística socrática, pero envuelta en múltiples acomodamientos a la obra
artística preferida.
La siguiente generación comprendió en qué consistía ese embalaje y cuál era el núcleo;
le desprendió la envoltura y el producto del socratismo en el arte terminó por ser el juego
del ajedrez hecho espectáculo, la obra de intriga. Siente desdén el socratismo por el
instinto y, así, también desprecia el arte; reniega del saber justamente donde se encuentra
el dominio más exacto de esta sabiduría. En una exclusiva ocasión Sócrates admitió el
poderío del saber instintivo, justamente de un modo muy peculiar. En instancias
singulares, cuando dudaba, Sócrates hallaba un sólido basamento merced a una voz
demoníaca que prodigiosamente se podía percibir. Cuando esa voz se pronuncia,
invariablemente persuade; en este sujeto completamente anormal el saber instintivo
levanta su voz para hacerle frente en un sitio y en otro a lo consciente, colocando
impedimentos. Asimismo en este punto se evidencia que Sócrates corresponde
cabalmente a un universo colocado de cabeza: en la suma de los caracteres productivos lo
no consciente genera ciertamente un resultado creativo y reafirmante, en tanto que la
conciencia se conduce de manera crítica y persuasiva. En su caso, el instinto se
transforma en un crítico y la conciencia en creadora. A otro crítico –amén de Eurípides–
el desdén de Sócrates por lo instintivo lo llevó a concretar una reformulación de lo
artístico y por supuesto, un cambio más pronunciado todavía. Asimismo el divinal Platón
resultó en este aspecto una víctima del socratismo. Platón, que en el arte pretérito
solamente contemplaba el remedo de las imágenes aparentes, ubicó “la excelsa y tan
alabada” tragedia (así lo manifiesta Platón) entre las formas artísticas de la lisonja, que
acostumbran representar exclusivamente lo grato, lo que alaba la naturaleza sensible, no
lo no grato pero simultáneamente de utilidad. A propósito es que ubica el arte trágico
junto las artes de la higiene y lo culinario. Para una mente dotada de sensatez resulta

121
asqueroso, señala Platón, un arte tan abigarrado, que para un espíritu excitable y
susceptible viene a encarnar un detonador peligroso. Esa causa basta para arrojar de la
patria ideal a los poetas trágicos. Desde lo general, de acuerdo con Platón, los artistas son
parte constitutiva de los acrecentamientos inútiles de lo estadual, así como las amas de
leche, las modistas, los peluqueros y los maestros de pastelería.
En lo que hace a Platón, esta condena –adrede amarga y carente de toda consideración–
posee rasgos patológicos. Platón, quien se había elevado hasta esa noción sólo por
ensañamiento en contra de su misma sangre. Platón, quien a favor del socratismo, había
vapuleado su índole francamente artística, evidencia en la saña de esos juicios que la
afrenta más profunda de su ser todavía no fue restañada. La genuina capacidad creativa de
los poetas recibe por parte de Platón prácticamente sin interrupciones con sarcasmo, pues
esa cualidad no consiste –asevera– en una comprensión de tipo consciente de lo esencial
de las cosas y las compara al genio adivinatorio. Recalca que el poeta no puede poetizar
mientras no está enfervorizado e inconsciente, cuando ningún poder de razonamiento
persiste ya en su espíritu. Le opone Platón a dichos “artistas no racionales” la imagen del
genuino poeta, el poeta filosófico, y permite comprender nítidamente que es él el único
que llegó a ese sitial y que son sus diálogos lo que está permitido leer en ese, su Estado
ideal.
Empero la esencia de la obra platónica de arte –el diálogo– estriba en la falta de forma
y estilo, generada por la mixtura del conjunto de las formas y los estilos existentes.
Particularmente a la nueva obra artística no se le debería reprochar aquello que –de
acuerdo con el dogma platónico– fue el yerro principal de la antigua obra de arte, o sea,
que no tendría que ser el remedo de una imagen aparente, de acuerdo con el concepto
habitual. Según el diálogo platónico no tendría que existir ninguna cosa natural y real que
hubiese sido imitada. De tal modo, ese diálogo hace equilibrio entre el conjunto de los
géneros artísticos –la prosa y la poesía, la narración, la lírica, el drama– de manera similar
ha profanado la añeja y severa norma de que la forma lingüística y estilística está
obligada a ser unitaria. A una deformación de mayores proporciones conducen los autores
cínicos al socratismo. En el revuelto mayor del estilo, en el ir y venir entre las formas de
la prosa y las métricas, se afanan ellos por representar la extremadamente silénica índole
de Sócrates, sus ojos de cangrejo, sus labios hinchados y su abdomen caído.
Ante los resultados en el campo del arte del socratismo, que calan profundamente y que
apenas hemos reseñado superficialmente, cómo no adjudicarle la razón a Aristófanes,
quien lleva al coro a entonar lo que sigue:

“¡Salud a ese que no gusta


de sentarse al lado de Sócrates y hablarle,
a quien no sentencia el arte de las musas
y no desdeña, mirándolo por sobre el hombro,
lo más alto que tiene la tragedia!
Es una tontería
aplicar un celo perezoso
a discursos hueros
y fantasías sin cuerpo.”

122
Sin embargo aquello más hondo que se puede enrrostrarle a Sócrates lo manifestó una
figura que se le aparecía durante el sueño. Con frecuencia –cuenta Sócrates en la prisión a
sus seguidores– tenía reiteradamente un mismo sueño, donde le decían: “¡Cultiva la
música!”. Mas hasta su día postrero le brindó serenidad el criterio de que su filosofía era
la música más excelsa de todas. Al final, en su encierro y con el objetivo de producir la
descarga completa de su conciencia, se decidió por practicar asimismo esa “música
ordinaria”. Ciertamente versificó ciertas fábulas prosaicas que conocía, pero no estimo
que con esa mera ejercitación métrica haya complacido a las musas.
En Sócrates cobró materia una faceta de lo griego: esa nitidez apolínea, no mixturada
con ningún elemento ajeno. Él surge como si fuese un puro rayo lumínico, traslúcido,
antecedente y mensajero de la ciencia, otra creación esta de los griegos.
Mas la ciencia y el arte se excluyen mutuamente y desde esta óptica es muy llamativo
que resulte ser Sócrates el primer magno griego en ser feo. De igual manera que en él,
cabalmente, todo es de orden simbólico. Él es el progenitor de la lógica, que representa
con toda claridad la naturaleza de la ciencia en estado puro y es el destructor del drama
musical, que había concentrado en sí mismo los rayos del conjunto del arte antiguo; esto
de un modo más hondo todavía de cuanto pudimos sugerir hasta llegar a esta instancia.
El socratismo es anterior a Sócrates y su influencia disgregadora del arte se percibe con
mucha anterioridad. El factor de la dialéctica –tan característico de su parte– ingresó
furtivo en el seno del drama musical mucho antes de Sócrates: en su hermoso organismo
generó resultados catastróficos. El mal partió del diálogo; como es bien notorio, al
comienzo el diálogo no se encontraba presente en la tragedia y solamente se desarrolló
muy tarde: cuando hubo dos actores. Previamente encontramos algo semejante en el
discurso alternado que sostienen el héroe y el corifeo. Mas en dicha instancia –tomando
en cuenta el sometimiento de uno al otro– la pugna dialéctica no era posible. Empero
apenas se enfrentaron los dos actores fundamentales –provistos de un derecho similar– se
pronunció según un hondo instinto griego, el antagonismo. Ciertamente este fue
manifestado empleando argumentaciones y palabras; en tanto que el diálogo enamorado
siguió perpetuamente lejos de la tragedia griega. Mediante dicho antagonismo se empleó
un factor ya presente entre los espectadores; uno que hasta ese momento era estimado
como enemigo de lo artístico y execrado por las musas, que había permanecido exiliado
de los solemnes salones del arte dramático. Me refiero a la maligna Éris, la diosa de la
discordia, la “maligna” deidad.
La Éris “bondadosa” regía desde tiempos inmemoriales en la suma de las acciones de
las musas; en la tragedia conducía a tres poetas rivales frente al pueblo reunido para
juzgarlos. Mas cuando la imitación de esa contienda verbal se filtró asimismo en la
tragedia desde el juzgado, fue la primera ocasión en que surgió una dualidad en la esencia
y el efecto del drama musical. Desde entonces hubo porciones de la tragedia donde la
piedad cedía ante la esplendente alegría por el cotejo ruidoso de la dialéctica. No estaba
permitido que muriera el héroe dramático y por ello se debía convertirlo asimismo en un
héroe de las palabras. El desarrollo –que comenzó con la llamada esticomitia (la
concentración en un solo verso de un entero pensamiento), perduró y se inmiscuyó
también en los discursos más prolongados de los actores protagonistas. Paulatinamente el

123
conjunto de los personajes se expresan con tanto despilfarro de agudezas, nitideces y
transparencias, que ciertamente leer las tragedias de Sófocles nos deja perplejos. Para
nuestro criterio parece como que la suma de esas figuras no fueran aniquiladas en razón
de lo trágico, sino merced a un exceso reproductivo de lo lógico. Alcanza con establecer
un parangón con la manera tan diferente en que establecen la dialéctica los héroes de
Shakespeare: el conjunto del pensamiento, las suposiciones e inferencias de ellos está
oculto por determinada forma de belleza e interiorización de índole musical; en tanto, en
la postrera tragedia griega predomina una dualidad estilística que nos lleva a cavilar a ese
respecto. Por una parte, el poderío musical y por otra el poderío dialéctico. Esto último se
va evidenciando cada vez en mayor medida, hasta el extremo de que resulta ser la
dialéctica la que tiene la palabra determinante en el estructura completa del drama. Ese
desarrollo culmina con la obra de intriga y exclusivamente con ella resulta plenamente
superada esa dualidad, merced a la cabal destrucción de uno de lo antagonistas: la música.
Llegados a esta instancia adquiere alta significación que este desarrollo culmine en la
comedia, cuando empezó en el campo de la tragedia, venida de la honda fuente de la
piedad, resulta esencialmente pesimista. La vida es en ella espantosa y el hombre carece
de sensatez. El héroe trágico no se pone en evidencia –aunque así lo supone la actual
estética– en la pugna contra el sino y tampoco padece en la medida en que se lo merece.
Cae en desgracia cegado y rapado; el infeliz pero noble aire que emplea para detenerse
frente a ese universo horroroso recién descubierto por él, se inserta como un aguijón en
nuestro espíritu. De modo opuesto la dialéctica se muestra optimista desde la misma
hondura de su ser; ella confía en la causa y el efecto y por ende en un nexo imprescindible
entre culpa y castigo, virtud y dicha. Sus ejemplos del cálculo matemático no deben
conservar un resto y niega cuanto no pueda analizar conceptualmente. La dialéctica arriba
permanentemente a su objetivo y cada conclusión es una alegre celebración para ella. La
nitidez y la conciencia son la exclusiva atmósfera donde logra respirar. Al momento en
que este factor se filtra en el cuerpo de la tragedia brota una dualidad similar a la del día y
la noche, parecida a la vigente entre la música y las matemáticas. El héroe que está
obligado a defender sus actos con argumentaciones y contraargumentaciones se halla bajo
el riesgo de perder nuestra piedad, porque la desgracia que pese a todo después le da
alcance, exclusivamente confirma que en alguna parte el héroe erró su cálculo. Mas una
calamidad generada por un mal cálculo ya resulta en mayor medida una base de comedia.
Cuando el goce causado por la dialéctica acabó con la tragedia, apareció la nueva
comedia, con su invariable victoria de la astucia y las estratagemas.
La conciencia socrática y su jovial creencia en la reunión necesaria entre la virtud y el
conocimiento, entre la dicha y la virtud, provocó en una crecida cantidad de las obras de
Eurípides que en sus desenlaces se pronuncie una perspectiva hacia una existencia
posterior muy grata, prácticamente siempre culminando con la unión matrimonial.
Apenas surge el dios en una máquina, nos percatamos de que quien está oculto tras de la
máscara no es otro que Sócrates, quien prueba de alcanzar el punto de equilibrio en su
balanza entre la dicha y la virtud. Todos conocen las tesis socráticas: “La virtud es el
conocimiento: se comete pecado solamente por causa de la ignorancia. Quien es virtuoso
es dichoso”. Estas tres formas elementales del optimismo implican la muerte de la

124
tragedia, que es de índole pesimista. Mucho tiempo antes que Eurípides, esas nociones se
ocuparon de destruir la tragedia. Si la virtud es el conocimiento, en consecuencia el héroe
virtuoso debe ser un dialéctico. Tomando en cuenta la superficialidad y la indigencia
fuera de lo común del pensamiento ético, que en ningún aspecto se encuentra
desarrollado, con excesiva frecuencia el héroe que pone en práctica éticamente la
dialéctica surge como un mensajero de la banalidad y el filisteísmo en el terreno de lo
ético. Lo único que precisamos es animarnos a confesarnos este asunto, tenemos la
necesidad perentoria de confesar, para nada manifestar acerca de Eurípides, que asimismo
a las figuras más hermosas de las tragedias de Sófocles –Antígona, Electra, Edipo– tienen
en ocasiones ocurrencias banales que son absolutamente insufribles, y aceptar que por lo
general los personajes dramáticos son más hermosos y magníficos que su expresión a
través de las palabras. Desde esta óptica nuestro juicio acerca de las iniciales tragedias de
Esquilo debe ser en mucha mayor medida positivo, dado que Esquilo creó sus mayores
piezas, asimismo, de modo no consciente. En el lenguaje y en el dibujo de los personajes
de Shakespeare hallamos el permanente sitio de apoyo para esas comparaciones.
En Shakespeare podemos dar con una saber de índole ética tal que, ante él, el
socratismo se muestra impertinente y sabelotodo. Adrede, en mi última conferencia me
referí muy escasamente a las fronteras de la música en el drama musical griego: en el
contexto de estos análisis es cosa muy entendible que yo haya manifestado que las
fronteras musicales en el drama musical son las áreas de riesgo donde tuvo inicio su
destrucción. La tragedia feneció por una dialéctica y una ética de tipo optimistas; ello
implica manifestar que el drama musical desapareció por una carencia de música. El
socratismo introducido en la tragedia evitó que la música se mixturara con el diálogo o el
monólogo. Pese a que en la tragedia de Esquilo la música había empezado a hacer eso con
gran éxito.
Otro factor derivado fue que la música, cada vez en mayor medida reducida,
aprisionada en unos límites cada vez más angostos, no sentía ya que la tragedia era su
casa; entonces se desarrolló más libre y temerariamente fuera de esos límites, bajo la
condición de un arte absoluto. Resulta descabellada y risible la aparición de un espíritu
durante la celebración de una comida; absurdo solicitar, de una musa tan enigmática, de
un fervor dotado de tanta seriedad como la musa de la música trágica, que entone su canto
en la sala de una corte, en los intermedios entre las guerrillas de la dialéctica. Sintiendo
ese absurdo la música se llamó a silencio en la tragedia, aterrada de esa increíble afrenta.
Cada vez en menos ocasiones se animaba a dejar oír su voz. Postreramente se confundió,
cantó asuntos que nada tenían que ver, se abochornó y salió a escape del teatro.
Digámoslo directamente: la floración y el punto decisivo del drama musical griego es
Esquilo en su inicial y magna etapa, previa a la influencia de Sófocles. Con Sócrates da
principio el marchitamiento progresivo, hasta que finalmente Eurípides, merced a su muy
consciente reacción en contra de la tragedia de Esquilo, genera el fin a una velocidad
imparable.
Solamente la estética imperante en nuestra época es puesta en contradicción por estos
juicios. Ciertamente, a favor de ellos se alcanza a sumar lo que atestigua Aristófanes –
nada más y nada menos–; Aristófanes, quien tiene como ningún otro una electiva

125
conexión con Esquilo. Mas lo que es igual resulta solamente conocido por aquello que es
igual. Como conclusión, ahora una exclusiva interrogación. Esta es: ¿efectivamente ha
muerto el drama musical, fallecido para cualquier época? Acaso, ¿no tendrá permitido
cabalmente el alemán colocar junto a esa obra de arte difuminada del pretérito, nada más
que la “gran ópera”, de modo semejante a como en compañía de Hércules, acostumbra
venir el simio? Este es el interrogante dotado de mayor seriedad en nuestro arte y aquel
que no entienda como alemán lo serio de esta interrogación, resulta ser víctima del actual
socratismo, uno que, por supuesto, no tiene la capacidad de generar mártires y tampoco
emplea el lenguaje del “más sabio de los griegos”; uno que cabalmente no se vanagloria
de nada saber, mas ciertamente nada es lo que sabe. La prensa actual es tal socratismo.
No agrego una sola palabra a todo esto.

La visión dionisíaca del mundo

1
Los antiguos griegos, cuyas deidades simultáneamente manifiestan y reducen al
silencio su visión del mundo, elevaron a dos dioses –Apolo y Dionisos– como el
manantial duplicado del arte. En la esfera de éste, estas deidades encarnan estilos
antagónicos pero que marchan a la par, habitualmente en mutua pugna. Exclusivamente
en una oportunidad se mixturan estos estilos y ello sucede cuando florece la voluntad
griega, conformando la tragedia ática.
Ciertamente en dos estadios el hombre alcanza el deleite existencial: en el sueño y
también en la embriaguez. El hermoso aspecto del universo de los sueños –donde cada
individuo se constituye en un artista absoluto– constituye el origen del conjunto del arte
figurativo y asimismo de una proporción fundamental de lo poético. Sentimos placer al
comprender la figura de modo inmediato, pues la suma de las formas es lo que se
comunica con nosotros: nada hay que nos resulte en ellas carente de significado o que
reduzcamos a lo indiferente.
En la suprema vida de esta realidad onírica, empero, percibimos transparentemente su
aspecto y apenas cuando esa sensación fenece es que tienen lugar los efectos de índole
patológica, aquellos en cuyo curso lo onírico deja de curarnos. Pero en el estadio positivo
del sueño, no exclusivamente buscamos las imágenes gratas, cordiales, dotados de un
pleno entendimiento. Asimismo los asuntos dotados de seriedad, pesar y oscuridad los
contemplamos con igual goce. En su contemplación, lo aparente debe mantener su velo
ondulando y no debe ocultar por completo las primarias formas de la realidad.
De tal manera, en tanto que lo onírico es el estadio en el que el individuo juega con la
realidad, en el caso del artista escultor éste juega con lo onírico, al menos según un
criterio vasto. El mármol de una estatua es un elemento absolutamente real, mas lo real de
esa obra de arte, como figura onírica, es la presencia viva de la deidad. En tanto que
frente a la mirada artística de su creador la estatua permanezca como una imagen
fantástica, el escultor se encuentra jugando con la realidad, pero cuando el escultor lleva

126
esa imagen a la materia, está jugando con el sueño.
¿Cómo, de qué modo, resultó factible proclamar a Apolo como la divinidad propia de
lo artístico? Exclusivamente por su condición de deidad de las representaciones de los
sueños. Apolo es “el que resplandece”, de una manera absoluta y en su sentido más
profundo es la divinidad solar, cuya condición se evidencia al resplandecer; es el dios de
la luz y reside en cuanto es hermoso. La perenne juventud invariablemente va con él, mas
asimismo la hermosura del universo de los sueños es su dominio. La superior verdad, lo
perfecto de esos estadios –que hacen contraste con la apenas comprensible realidad de la
vigilia– lo erigen en su condición de deidad dotada del don de los vaticinios, mas
asimismo y cabalmente Apolo es el dios del arte. La divinidad de cuanto es bello de
aspecto, debe paralelamente ser el dios del genuino saber.
Sin embargo, esta frágil demarcación que a la imagen de los sueños no le está
permitido transgredir –so pena de generar un resultado patológico: la apariencia que nos
hace creer en ella también entonces nos engaña– no debe faltar en lo esencial del dios
Apolo; es un equilibrado límite, un seguir estando liberado de las emociones de índole
bestial. Es la calma y la sabiduría propias del dios que también es escultor, aquel cuyo ojo
tiene una solar tranquilidad. Tanto, que aun furioso y de pésimo talante, nos mira
envuelto en un solemne aire de grato aspecto.
Por su parte, el arte dionisíaco se basa en el juego con la embriaguez y el éxtasis. En
particular dos fuerzas son las que elevan al hombre natural hasta alcanzar el olvido de sí
mismo, tan característico de la embriaguez: ellas son el instinto primaveral y la bebida
narcótica, y sus efectos tienen por símbolo la figura del dios Dionisos. En ambos estadios
el principio de individuación queda escindido y la subjetividad se esfuma ante la
irrupción violenta de lo humano general; hablando con todavía mayor exactitud, con el
surgimiento de lo universal y natural. Las celebraciones dionisíacas, además de establecer
un pacto entre los hombres, generan una reconciliación de lo humano con la naturaleza.
La tierra ofrece espontáneamente sus regalos, las fieras silvestres se acercan en paz y
sobre un carruaje engalanado con flores –al que tigres y panteras están uncidos– viene
Dionisos. Los límites de casta que tanto lo necesario como lo arbitrario han trazado, se
desvanecen. El esclavo se vuelve libre y el aristócrata y el hombre de modesto linaje
entonan juntos el himno báquico. Entre multitudes crecientes circula el evangelio de la
armonía de los mundos y con bailes y canciones se hace el hombre miembro de una
comunidad superior e ideal; dejó de lado el andar y el habla. Todavía más, se siente
metamorfoseado el hombre como por arte de magia y, ciertamente, se ha transformado en
otro. Así como la tierra brinda miel y leche, de igual manera que los animales conversan,
en el hombre retumba algo más allá de lo natural. El hombre siente que ha devenido un
dios y cuanto antes sucedía exclusivamente en su imaginación, entonces él lo siente en sí
mismo.
¿Qué cosa son para él, en ese instante, las estatuas, las imágenes? En tal instancia, el
hombre no es más un artista, pues él mismo se ha convertido en una obra de arte y anda
en éxtasis y de pie, tal como antes veía marchar a las divinidades. El poder artístico
natural –ya no se trata de la capacidad para el arte del individuo– es lo que entonces se
manifiesta; se trata de una arcilla de mayor nobleza, de un mármol más valioso, tales los

127
materiales que son amasados y tallados: los que constituyen al ser humano. Ese hombre
transfigurado por el arte de Dionisos tiene con el mundo natural exactamente una igual
relación que la que une a la obra de arte con el artista apolíneo.
Tal como la embriaguez constituye el juego de la naturaleza con el hombre, de igual
manera es el juego con la embriaguez el acto creativo del arte dionisíaco.
Cuando no se lo experimentó en sí mismo, tal estadio solamente puede ser
comprendido de modo simbólico, como algo parecido a cuanto sucede en los sueños,
mientras se colige que es un sueño. De manera similar el servidor de Dionisos debe
encontrarse embriagado y simultáneamente ubicarse detrás de sí, acechando como uno
que todo lo observa. En la simultaneidad de estos aspectos reside el artista dionisíaco, no
en el cambio del estadio de sobriedad a embriaguez.
Esta amalgama es la característica del cenit del mundo griego: en el origen solamente
Apolo constituye la deidad del arte en Grecia, y su poder fue el que así morigeró a
Dionisos, que venía del Asia: de tal manera se estableció, fraternalmente, la alianza
dotada de la mayor belleza.
En este punto es donde se comprende el formidable idealismo de la esencia de lo
griego, un culto de lo natural que entre los asiáticos implica la brusca manifestación de
los instintos inferiores, una existencia animal primitiva, que durante un determinado lapso
diluye los lazos sociales; esto se convirtió entre los orientales en una fiesta que celebraba
la redención del universo, su metamorfosis. La suma de sus más elevados instintos se
manifestó en esta orgía idealizada. Mas el universo helénico se encontró ante un
gravísimo riesgo cuando irrumpió así la novedosa deidad y, asimismo, la sabiduría del
Apolo délfico relumbró entonces con su luz más hermosa. En un comienzo se resistió a
ello, envolviendo a su poderoso antagonista en un sutil tejido, de manera tal que su
enemigo apenas pudo comprender que marchaba prácticamente como un cautivo. A causa
de que los sacerdotes de Delfos entendieron el hondo efecto que ocasionaría el nuevo rito
sobre los procesos sociales regenerativos y lo favorecieron según el dictado de sus
objetivos políticos y religiosos; a causa de que el artista apolíneo extrajo moderadamente
enseñanzas del arte revolucionario de los rituales báquicos; a causa de que en el culto
délfico el dominio del año fue repartido entre Apolo y Dionisos, ambas deidades
resultaron triunfantes en el cotejo y se trató ciertamente de una reconciliación concretada
en el mismo terreno del combate.
Si se desea apreciar claramente de qué manera tan potente la esencia apolínea frenó la
irracionalidad sobrenatural de Dionisos, se debe entender que en el período más arcaico
del arte musical el género ditirámbico era simultáneamente el hesicástico 64. A medida
que se fortalecía más y más el espíritu artístico apolíneo, también más se desarrollaba el
dionisíaco. Simultáneamente, mientras el espíritu apolíneo alcanzaba la visión absoluta e
inmóvil de la belleza, como sucedió en tiempos de Fidias 65, el dionisíaco expresaba en la
tragedia los dilemas y horrores del mundo, manifestando en la música trágica el
pensamiento más interior de la naturaleza: que la voluntad hila en y por encima del
conjunto de las apariencias.
Aunque la música sea asimismo un arte apolíneo, en rigor solamente lo es en cuanto al
ritmo, cuya potencia figurativa se fue desarrollando hasta convertirse en la manifestación

128
de estados apolíneos: la música apolínea equivale a la arquitectura hecha sonido, y ello en
sonidos apenas insinuados, como los de la cítara. Minuciosamente se apartó el elemento
que conforma la índole de la música dionisíaca; más todavía el propio de la música como
tal: la potencia estremecedora del sonido y el mundo absolutamente fuera de toda
comparación posible de la armonía. Para percibir a esta última disponía el griego antiguo
de una sensibilidad afinadísima, como se deduce de la estricta caracterización de las
tonalidades, aunque en ellos es menor que en el mundo contemporáneo la necesidad de
una armonía acabada, una armonía que ciertamente se deje oír. En la sucesión armónica,
ya desde su abreviatura, en la así llamada melodía, la voluntad se manifiesta con absoluta
inmediatez sin haber necesitado antes apelar a ninguna apariencia. Cualquier sujeto puede
ser un símbolo y servir como caso particular de una norma general. Mas de modo
opuesto, la esencia de lo aparente será expresada por el artista dionisíaco de una manera
espontáneamente comprensible. En efecto, el artista dionisíaco rige sobre el caos de la
voluntad no convertida todavía en una figura, y es capaz de extraer de esa confusión a
cada acto creativo un nuevo universo, mas asimismo el antiguo, conocido como
apariencia. En este último aspecto, él es un músico trágico.
En la embriaguez de lo dionisíaco, en el impetuoso recorrido de la suma de las escalas
anímicas en el curso de las excitaciones narcóticas, o en la irrupción de los instintos
primaverales, la naturaleza se expresa con su mayor potencia y torna a religar a los
individuos, haciendo que se sientan una sola cosa. Así es que el principio de
individuación se muestra como un perenne estadio de debilidad de la voluntad. Más
alicaída está la voluntad, más se disuelve todo en lo individual. Más egoísta y
arbitrariamente el sujeto se desarrolla, más débil es el organismo al que sirve. Por esta
razón en aquellos estadios surge un aspecto sentimental de la voluntad, un “llanto de la
criatura” a causa de las cosas perdidas… en medio del placer más potente suena el aullido
del horror, los gemidos nostálgicos de una pérdida irrecuperable. La naturaleza exultante
festeja simultáneamente sus fiestas saturnales y sus exequias. Los afectos de sus
sacerdotes están entremezclados de la manera más asombrosa, los padecimientos hacen
surgir el goce, la alegría hace nacer del pecho sonidos de dolor. La deidad liberadora libró
al conjunto de las cosas de sí mismas, metamorfoseándolo todo.
El canto y la mímica de las multitudes así excitadas, en las que lo natural recuperó su
voz y sus movimientos, constituyeron para el mundo greco-homérico algo absolutamente
novedoso, nunca antes visto. Eso era algo oriental, algo a lo que se sometió con su
inmensa fuerza rítmica y plástica, y a lo que subyugó, como subyugó también, en aquellas
épocas, al estilo de los templos egipcios. Fue el pueblo apolíneo el que sometió al instinto
poderoso con las cadenas de lo bello y quien subyugó a los elementos naturales más
peligrosos, a sus fieras más feroces. Mayormente admiramos la fuerza idealista de los
antiguos griegos cuando comparamos su espiritualización de la festividad de Dionisos
con lo que en otras culturas emanó de similar origen. Fiestas parecidas son de una gran
antigüedad y las podemos hallar en todas partes; las más célebre en su especie son las que
se realizaban en Babilonia, conocidas como las saces. Se prolongaban por cinco días y
durante su celebración quedaban abolidos todos los nexos políticos y sociales. El núcleo
de las saces eran la sexualidad sin límite y la abolición de las relaciones familiares. La

129
otra cara de la moneda la ofrecía la festividad griega de Dionisos que nos señala
Eurípides en Las Bacantes. De tal imagen emerge igual hechizo, una similar embriaguez
musical, aquella que Escopas y Praxíteles plasmaron en estatuas.
Un mensajero cuenta que bajo el bochorno del mediodía ascendió con los rebaños a las
montañas, en el momento y el lugar adecuados para presenciar asuntos no vistos antes,
cuando el dios Pan dormita, el cielo es el quieto trasfondo de una aureola, cuando florece
el día. En una llanura el mensajero ve tres coros femeninos, que yacen dispersos en
actitud decente: diversas mujeres se apoyan en los pinos y el conjunto de las cosas
duerme. De pronto la madre de Penteo 66 lanza gritos de alegría, cesa el sueño general,
las mujeres se yerguen, liberan sus cabellos y ponen en orden sus vestidos. Ellas se ciñen
serpientes a sus cuerpos, dan de comer a los lobos, de mamar a los ciervos, se engalanan
con adornos confeccionados con hiedra 67 y enredaderas. Golpean con el tirso las rocas y
de éstas brotan manantiales; dan de bastonazos contra el suelo y mana el vino. Las ramas
de los árboles brindan mieles, y al pegar con las puntas de los pies contra la hierba surge
leche pura.
Se trata de un universo mágicamente metamorfoseado en su totalidad, es la naturaleza
que festeja su reconciliación con el mundo de lo humano. Nos dice la mitología que fue
Apolo quien restañó las heridas del desmembrado Dionisos… Esta es la versión de
Dionisos en una recreación de Apolo, salvado por él de su desgarramiento asiático.

2
Las deidades griegas, tal como nos las presenta Homero, dotadas de absoluta
perfección, no podemos entenderlas como el resultado de la necesidad, no pudieron ser
concebidas bajo un estadio de angustia. No fue una imaginación atormentada para
apartarse de la urgente realidad. Se trata de una doctrina religiosa de lo vital, no basada
sobre el deber o el ascetismo, ni erigida sobre la espiritualidad.
La suma de esas magníficas figuras exhalan el victorioso aire de lo existencial y su
culto y los rituales consagrados a ellas están impregnados por la exuberancia de lo vivo.
No exigen esos dioses, porque ellos son la divinización de lo que existe, tanto lo “bueno”
como lo “malo”. Comparemos el panteón griego con la solemnidad, el rigor y la santidad
propios de otros cultos y veremos que corre el riesgo de ser poco valorado, cual si fuese
un fantástico juego; ello, si no tomamos en cuenta la característica que tantos olvidan
considerar, la honda sabiduría por la que esas deidades epicúreas surgen de improviso
como la creación del singularísimo pueblo del arte, prácticamente como el cenit de su
creatividad.
La filosofía popular es aquella que el dios silvestre, encadenado, le enseña a los
mortales: lo mejor es no tener existencia, y en segundo lugar, morir enseguida. Esta
postura filosófica es la base de ese universo divino de lo griego. El hombre de la Hélade
sí conoció los horrores existenciales, pero con el objetivo de sobrevivir a ellos, los cubrió,
pues una cruz se esconde bajo las rosas, tal el símbolo que nos dejó Goethe. Ese
resplandeciente Olimpo alcanzó a imponerse exclusivamente debido a que el siniestro

130
imperio del destino, el que establece una muerte en plena juventud para Aquiles y un
matrimonio abominable para Edipo, debía quedar ensombrecido por las fulgurantes
figuras de Zeus, Apolo, Hermes, y demás deidades. Si a ese mundo intermedio alguno le
hubiese arrebatado el refulgir artístico, habría sido preciso seguir la sabiduría de la
divinidad silvestre, compañera de Dionisos. Esa necesidad hizo que la genialidad artística
de este pueblo diera forma a tales deidades. Por esa causa, una teodicea no constituyó
jamás un problema para los griegos y las gentes se cuidaban de achacarle a los dioses la
existencia mundana y, por ello, toda responsabilidad por lo que sucede en ella. Asimismo
los dioses están sometidos a la necesidad y es ésta una confesión expresada por la más
singular sabiduría. Observar la propia existencia, tal como es ahora, en un espejo
transformador y ampararse con dicho espejo contra la Medusa, tal fue la estrategia genial
de la voluntad griega para alcanzar a vivir en lo absoluto. De qué otra manera habría
logrado soportar la vida este pueblo de altísima sensibilidad, tan esplendorosamente
dotado para el padecimiento, si en sus deidades aquélla no se le hubiese presentado
rodeada de una aureola superior. El mismo instinto que le brinda existencia al arte, como
un complemento y una consumación de la vida –destinados tal complemento y esa
consumación a llevar a continuar viviendo– fue el elemento que hizo surgir asimismo el
universo olímpico, pleno de belleza, placer y sosiego.
Gracias al resultado producto de dicho culto, la existencia es entendida en el universo
homérico como lo más deseable, como la existencia bajo el refulgente brillo solar de esas
divinidades. El padecimiento del hombre homérico se relaciona con la partida de esta
vida, particularmente con la temprana muerte; así, cuando retumban las lamentaciones, se
refieren ellas a Aquiles, el de la corta vida, nos están hablando con ello de la veloz
transformación de la humanidad, del final de la era heroica. No resulta indigno, de parte
del mayor de todos los héroes, el deseo de continuar existiendo, así sea como un mísero
obrero. Jamás se ha manifestado con mayor evidencia que en Grecia la voluntad, cuyo
sollozo continúa siendo un cantar de alabanza, y por dicha causa el hombre
contemporáneo añora esa era en la que cree escuchar la melodía de lo natural en armonía
con lo humano, y por esa causa también lo griego es la contraseña de cuantos buscaron en
torno de sí fulgurantes modelos para su consciente afirmación de lo existente.
Asimismo, por la misma causa surgieron de los dedos de escritores propensos al goce,
los conceptos de la “jovialidad helénica”, de manera que una negligente vida ociosa se
atreve a engalanarse con la palabra “griego”.
En el conjunto de estas representaciones que se desvían encaminándose a partir de lo
más noble hacia lo dotado de mayor vulgaridad, el universo griego ha sido tomado de una
manera excesivamente grosera y mera, y en determinado modo ha sido asociado a la
imagen de naciones unívocas y unilaterales, como los antiguos romanos. Deberíamos
albergar sospechas respecto de que existe una necesidad de apariencia artística también en
la visión del mundo de un pueblo que acostumbra convertir en oro cuanto toca.
Ciertamente nosotros también –como antes lo sugerimos– nos damos de bruces en este
punto de vista con una inmensa ilusión, aquella que la naturaleza emplea tan
seguidamente para llegar a sus metas. El genuino objetivo termina oculto por una imagen
ilusoria y hacia ella extendemos nuestras manos; con esa engañifa la naturaleza alcanza

131
su meta. Entre los griegos la voluntad anheló contemplarse metamorfoseada en una obra
de arte, para autoglorificarse, sus criaturas debían sentirse dignas de la glorificación,
debían tornar a verse elevadas a una esfera superior, proyectadas a lo ideal, sin que este
universo perfecto de la intuición se comportara como un imperativo o un reproche. Esta
es la esfera de lo bello, en la que los helenos ven reflejadas sus imágenes como en un
espejo: los dioses olímpicos. Con esta arma combatió la voluntad de los griegos contra el
genio y la sabiduría para el sufrimiento, que son paralelos a lo artístico. De esta pugna, y
como memoria de su triunfo, surgió la tragedia.
La embriaguez producto del sufrimiento y el hermoso sueño tienen sus diferentes
mundos divinos. La citada embriaguez devenida del sufrimiento, con su ser omnipotente,
penetra en los pensamientos más profundos de la naturaleza, conoce el tremendo instinto
existencial y simultáneamente la perenne muerte de cuanto principia a existir. Crea
deidades buenas y malvadas. Se parecen al azar, espantan por su irregularidad, que surge
de improviso. Ignoran la compasión y no gozan con lo que es bello. Son afines a la
verdad, y se acercan al concepto; dificultosa y raramente encarnan en alguna figura.
Dirigir la mirada a esas deidades transforma en piedra a quien así lo hace; entonces ¿de
qué modo convivir con ellas? Mas tampoco debemos hacerlo: esa es su enseñanza.
Como este mundo divino no puede ser ocultado completamente, como si fuera un
criticable secreto, la mirada debe ser desviada por el resplandor del resultado onírico
ubicado junto a él, o sea, el universo de lo olímpico. Por esa causa la intensidad de su
color, el sensible carácter de sus figuras, las que se intensifican según mayormente hacen
valer la verdad por sí mismas o se tornan el símbolo de ésta. Mas la pugna entre lo bello y
lo cierto jamás fue más crecida que cuando tuvo lugar la irrupción invasiva del culto
dionisíaco; en éste lo natural perdía los velos que lo escondían y narraba su secreto de un
modo tan transparentemente horrendo, que ante un tono como ése la cautivante apariencia
prácticamente perdía todo su hechizo.
En el Asia surgió ese manantial, pero fue entre los griegos que se transformó en un río,
ya que allí por primera vez halló lo que en Asia no le habían ofrecido: la sensibilidad más
excitable y la capacidad más refinada para padecer, hermanadas con la sensatez y la
perspicacia de mayor ligereza. ¿De qué manera fue que Apolo salvó a Grecia? El recién
llegado fue obnubilado por el mundo de la bella apariencia, el universo olímpico, y le
ofrecieron en sacrificio la mayoría de los honores otorgados a las deidades de mayor
prestigio, como Zeus y Apolo. Jamás se le habían hecho mayores homenajes a un
extranjero, pero ello fue así pese a que el recién llegado era asimismo un tremendo
forastero, un enemigo en todo el sentido de la palabra; uno lo suficientemente potente
como para arruinar la casa que le brindaba su hospitalidad. Una singular revolución se
inició en el conjunto de las formas de vida y por todas partes se coló Dionisos. También
irrumpió en el arte.
La mirada, lo bello y la apariencia limitan el espacio del arte apolíneo; tal es el
universo metamorfoseado del ojo, que en lo onírico y con los párpados cerrados, crea lo
artístico. A dicho estadio onírico desea llevarnos, asimismo, la epopeya. Con los ojos
abiertos, no tenemos nada que ver, sino gozar con las imágenes de lo interior, que el
rapsoda intenta llevarnos a producir mediante conceptos. El efecto de las artes figurativas

132
es logrado apelando a un rodeo; en tanto que con el mármol el escultor nos lleva a la
divinidad viviente que él intuyó en sus sueños –de manera que la figura que flota como
finalidad se torna nítida, tanto para el artista como para el espectador y aquél induce a
éste, mediante la figura intermedia de la estatua, a volver a intuirla– el poeta épico
contempla una idéntica figura viva y quiere presentarla asimismo, para que otros también
la contemplen. Mas ya no interpone una estatua entre él y los espectadores; lo que hace es
contar de qué manera esa figura se muestra como viviente, con movimientos, sonido,
palabras, actos, nos induce a reducir a su causa una multitud de efectos, nos impulsa a
concretar una composición artística. Arribó a su objetivo cuando vemos nítidamente la
figura, el grupo o la imagen, cuando nos hace participar de ese estadio onírico en el que
engendró previamente esas representaciones. Lo que requiere la epopeya es que
concretemos una creación plástica y ello demuestra qué diferente de la epopeya es la
lírica, ya que ella no tiene nunca como objetivo formar imágenes. Lo que existe de común
entre ellas es algo de índole material: la palabra. De manera más general, el concepto.
Cuando nos referimos a la poesía, no tenemos con ello una categoría coordinada con el
arte plástico y la música, sino una amalgama de dos medios artísticos que –en sí mismos–
son completamente diferentes. El primero de ellos implica un sendero rumbo al arte
plástico, y el segundo una ruta que conduce hacia la música. Mas ambos son tan sólo
rutas hacia la creación artística, no siendo ellos mismos artes. En tal sentido asimismo la
pintura y la escultura son apenas medios artísticos. El arte propiamente dicho consiste en
la capacidad para crear imágenes, con total independencia de que sea una creación previa
o una posterior. En esta propiedad, que es una propiedad humana de índole general, se
encuentra la base de la significación cultural del arte. El artista –quien nos obliga al arte
empleando para ello medios artísticos– no puede constituirse simultáneamente como el
órgano que debe absorber la actividad del arte. El culto dado a las imágenes en la cultura
apolínea –tanto en su expresión en el templo como en la estatua, o en la epopeya
homérica– tenía su objetivo sublime en la exigencia ética de la templanza, requisito
paralelo a la exigencia estética de la belleza. La templanza establecida como requisito no
resulta factible en otro ámbito que allí donde se estima que la templanza, el límite, puede
ser conocido. Para respetar los propios límites es preciso primeramente conocerlos: de allí
la prevención apolínea que indica: “conócete a ti mismo”. Mas el exclusivo espejo en el
que el griego apolíneo podía contemplarse –o sea conocerse– era el universo de las
deidades olímpicas. En él podía reconocer su esencia más personal, cobijada en la
hermosa apariencia de lo onírico La templanza, bajo cuya férula se desarrollaba el
novedoso mundo divino –ante un derrotado mundo titánico 68– era la templanza de la
belleza. La frontera que el griego debía respetar era la de la hermosa apariencia. La
finalidad más propia de una cultura dirigida hacia la apariencia y la templanza solamente
puede ser el ocultamiento de la verdad. Ello, tanto en lo que respecta al incansable
investigador que consagra sus esfuerzos al servicio de la verdad, como en lo relacionado
con el arrogante titán: se les gritaba como amonestación: “nada en exceso”. En Prometeo
se le da a Grecia el ejemplo de cómo el excesivo beneficio del conocimiento humano
genera negativos resultados, tanto para quien beneficia como para quienes son
beneficiados. Aquel que desee salir airoso con su sabiduría ante la deidad debe –al modo

133
de Hesíodo– respetar las medidas propias de la sabiduría. En un universo estructurado de
tal manera, además de artificialmente resguardado, surgió el éxtasis de la celebración
dionisíaca, donde la total falta de mesura de lo natural se manifiesta a la par como goce,
conocimiento y padecer. Cuanto hasta esa instancia era estimado como un límite, una
exigencia de la templanza, probó ser un artificio. La falta de templanza se reveló como lo
cierto. Fue esa la primera ocasión en que dejó oír su aullido la canción popular,
demoníacamente fascinante, con toda la prepotencia de la embriaguez. Qué significado
podía albergar ante tal espectáculo, el salmodiar del artista apolíneo, cuyo instrumento
dejaba oír una melodía apenas insinuada...
Lo antaño difundido mediante un sistema de castas, de corporaciones musicales y
poéticas y simultáneamente alejado de cualquier intervención profana; aquello que, con la
energía de la genialidad apolínea, debía permanecer en el nivel de una arquitectónica
simple, el elemento musical, eso se libró del conjunto de los límites. El ritmo –que otrora
se movía exclusivamente en un zig–zag muy sencillo– se desencadenó y transformó en el
baile de las bacantes: el sonido dejó de ser, como antiguamente lo era, una fantasmal
sutileza, se intensificó mil veces y se hizo acompañar por instrumentos de viento de
hondo sonar. Además, aconteció algo enigmático, pues advino la armonía, que hace en
forma directa comprensible –en su movimiento– la voluntad natural. Se oyeron cerca de
Dionisos asuntos que en el universo apolíneo se encontraban sepultadas con artificio. El
fulgor olímpico empalideció frente a la sabiduría de Sileno. Un arte que en el éxtasis de
su embriaguez decía la verdad espantó a las musas de la apariencia. El sujeto desapareció
en el olvido de sí mismo generado por los estados dionisíacos y con el individuo se
desvanecieron sus límites y templanzas. En suma: un ocaso de los dioses se avecinó de tal
manera.
¿En qué consistía el objetivo de la voluntad, la que es una sola, al permitir el ingreso de
lo dionisíaco? Lo dionisíaco, que iba en contra de su misma creación, lo apolíneo. Pues se
inclinaba por una novedosa y elevada invención de la vida, tendía al surgimiento del
pensamiento trágico.

3
El estado extático de lo dionisíaco, con su liquidación de las censuras y los límites
acostumbrados de la existencia, incluye en tanto que permanece, un adormecimiento en el
que se hunde el conjunto de las vivencias pretéritas. Quedan así distanciados por esta
sima de olvido, el mundo real cotidiano y el propio de la realidad dionisíaca. Mas en
cuanto lo primero torna a ingresar en la conciencia, es sentido con náusea: un estadio de
ánimo impregnado de ascetismo, uno que niega la voluntad, es el producto de esos
estados. Para el pensamiento lo dionisíaco queda confrontado –como un orden más
elevado del mundo– con un ordenamiento vulgar y negativo. Los antiguos griegos
buscaban un completo escape de este mundo signado por la culpa y el sino. El consuelo
que podía depararles la creencia en la existencia de algo posterior a la muerte era mínimo.

134
El deseo de los griegos buscaba algo superior, ubicado allende el mundo de las deidades;
los griegos antiguos negaban la existencia, junto con su colorido y fulgurante espejo
divino. En la conciencia del despertar de la embriaguez veían por todos lados lo horrendo
y lo absurdo de la condición humana. Ello les producía náuseas. Entonces entendieron
cuál era la genuina sabiduría de la deidad silvestre. Entonces llegaron a la más peligrosa
frontera de la voluntad de su pueblo, cuanto con su concepto básico optimista-apolíneo
podía admitir. Esa voluntad, rápidamente, tuvo su papel –con su potencia sanadora
natural– en darle la vuelta a ese estadio de ánimo negador. El medio que utilizó fue la
obra de arte trágica y también la idea de lo trágico. Su objetivo no podía ser jamás
aniquilar el estado dionisíaco y menos todavía suprimirlo. No era posible establecer un
sometimiento directo. En caso de que dicho sojuzgamiento fuera posible, resultaba
excesivamente riesgoso, porque lo interrumpido en medio de su desborde se abría camino
en todas direcciones e ingresaba a raudales por la suma de las arterias vitales.
Particularmente el asunto consistía en metamorfosear esas náuseas ante lo horrendo y
absurdo de la vida en representaciones con las que fuese posible convivir. Tales
representaciones consisten en lo sublime, el sojuzgamiento por la vía del arte de lo
horrendo y lo risible; en la descarga por medio de lo artístico de la náusea ante lo absurdo.
Ambos elementos intercalados se reúnen para conformar una obra artística que evoca la
embriaguez; una obra de arte capaz de jugar con la embriaguez.
Tanto lo sublime como lo risible se encuentran un paso adelantados respecto del
mundo de la hermosa apariencia, porque en ambos conceptos se percibe la presencia de
una contradicción. Asimismo, no coinciden con la verdad; constituyen un ocultamiento de
ésta. Un ocultamiento que resulta más translúcido que la belleza, mas que no por esa
causa deja de ser un ocultamiento.
Son una instancia a medio camino entre la belleza y la verdad y en ese terreno es
factible la reunión de Dionisos y Apolo. Ese mundo se manifiesta en un juego con la
embriaguez, no en permanecer por completo inmerso en ella. En el actor se reconoce al
hombre dionisíaco, el poeta, el cantor, el bailarín instintivo, más como hombre dionisíaco
representado. El actor intenta llegar al modelo del ser dionisíaco en el estremecimiento de
lo sublime, o asimismo en el estremecimiento de la risa. El actor llega allende la belleza,
mas empero no se halla en busca la verdad. Sigue el actor a medio camino entre la belleza
y la verdad y no quiere alcanzar la hermosa apariencia, mas sí la apariencia. No quiere
hallar la verdad, pero si aspira a lo verosímil. Claramente el actor no fue, al comienzo, un
individuo; cuanto debía ser representado era la masa dionisíaca, o sea el pueblo. De allí
proviene el coro ditirámbico. A través del juego con la embriaguez el actor y el coro de
espectadores que lo rodeaba debían descargarse de la embriaguez. Desde la óptica del
mundo apolíneo fue preciso salvar y alcanzar la expiación de Grecia. Apolo, la genuina
deidad salvadora y expiadora, salvó al griego antiguo del éxtasis clarividente y de la
náusea generada por la existencia y para tal cometido empleó la obra de arte del
pensamiento trágico-cómico.
El novedoso mundo artístico, el mundo de lo sublime y lo ridículo, el de lo verosímil,
se apoyaba en un punto de vista respecto de lo divino y el mundo diferente de la añeja,
signada por la bella apariencia. El conocimiento de lo espantoso y absurdo de la

135
existencia, del orden alterado y la irracionalidad, así como del inmenso padecimiento
propio de todo lo natural, le había quitado su veladura a las figuras tan artificiosamente
ocultadas del destino y de las Erinias 69, de la Medusa y de la Gorgona: las deidades
olímpicas se encontraban en el mayor riesgo. En la obra artística de índole trágica-cómica
fueron salvados, al quedar sumidos en el océano de lo sublime y lo ridículo. Dejaron los
dioses de ser exclusivamente “bellos” y absorbieron ese orden divino anterior, más su
sublimidad. Los dioses se separaron en dos tipologías y apenas algunos oscilaban entre la
condición de deidades ora sublimes y otras veces ridículas. Particularmente Dionisos
recibió esa condición separada. En dos autores es donde mejor se exhibe de qué manera
fue factible tornar a existir en el período trágico griego; fueron ellos Esquilo y Sófocles.
Esquilo, como pensador, donde más subrayó lo sublime fue en la grandiosidad de la
justicia. Los hombres y los dioses conservan en Esquilo una poderosa comunidad
subjetiva: lo divino, lo justo, lo moral y lo feliz están en sus obras fundidos en un solo
elemento. Con esta báscula es mensurado el individuo, ya se trate de un ser humano o un
titán. Los dioses son recreados según esta ley de justicia. De tal modo, como ejemplo de
lo antedicho, la creencia popular en el demonio cegador que conduce a la culpa, un
elemento remanente del arcaico mundo de los dioses disuelto por la dinastía olímpica,
recibe su corrección cuando es metamorfoseado ese demonio en un servidor de Zeus, el
dios que castiga por justicia. El pensamiento también arcaico (y del mismo modo ajeno al
criterio olímpico) de la maldición del linaje queda desposeído de cualquier aspereza, ya
que en las obras de Esquilo no está presente en relación al sujeto, la necesidad de
perpetrar un crimen y así todos son capaces de escapar de ella.
En tanto que Esquilo halla la condición de lo sublime en la sublimidad de la justicia
ejercida por los dioses olímpicos, en el caso de Sófocles asombrosamente eso se aprecia
en lo sublime de la impenetrabilidad de esa misma administración de justicia. Sófocles es
quien reinstaura por completo el criterio popular. La falta de merecimiento de un sino
horrendo le resultaba sublime a este autor teatral y aquellos dilemas concretamente
insolubles de la vida humana fueron su inspirada musa trágica. El padecer alcanza en sus
obras una metamorfosis y es entendido como fuente de santidad. La distancia entre lo
humano y lo divino es enorme y por esa causa cuanto resulta adecuado y procedente es la
sumisión y la resignación de mayor profundidad. La virtud genuina es la cordura,
ciertamente una virtud de índole negativa. La humanidad heroica es la más noble entre
todas, mas sin la referida virtud; su destino señala esa sima insalvable. Apenas está
presente la culpa, en su más mínima expresión, exclusivamente estriba en una ausencia
del saber respecto del valor del ser humano y sus límites.
Esta óptica resulta ser en todo caso más honda y más íntima que en Esquilo: se acerca
llamativamente a la verdad dionisíaca. A ésta la manifiesta sin demasiados símbolos y,
pese a eso, podemos reconocer el criterio ético de Apolo mixturado con el punto de vista
dionisíaco. En las obras de Esquilo la náusea resulta diseminada en el horror sublime ante
la sabiduría del orden mundano, ardua de conocer exclusivamente a causa de la débil
naturaleza del hombre. En las creaciones de Sófocles tal espanto es aun mayor, porque
esa sabiduría es completamente imposible de indagar. Es el estadio del ánimo de mayor
pureza, el piadoso, aquel en el cual la pugna no tiene un lugar, en tanto que el estado del

136
ánimo en Esquilo posee permanentemente como deber la justificación de la
administración de la justicia a cargo de los dioses. Por esa razón se detiene
invariablemente ante dilemas nuevos. El “límite de lo humano”, aquel que Apolo manda
investigar, puede ser conocido según Sófocles, mas resulta ser más angosto y reducido de
lo que Apolo creía previamente al advenimiento de Dionisos. La falta de conocimiento
que el hombre tiene respecto de sí mismo es el problema para Sófocles, mientras que para
Esquilo el problema estriba en la falta de conocimiento que la humanidad tiene respecto
de lo divino.
Apiádate, singular máscara del instinto vital, y entrega a un mundo onírico de
perfección, al que se le atribuye la mayor sabiduría moral. Fuga de la verdad, para
alcanzar a adorarla desde lejos, oculto entre las nubes. Reconciliación con lo real, porque
la realidad es un enigma. Rechazo al develamiento de los enigmas, debido a que no
somos dioses. Delicioso lanzarse al polvo, feliz tranquilidad de la infelicidad. Superior
alienación del hombre en su mayor expresión. Glorificación y transformación de los
medios de lo horrendo y lo espantoso de la vida, estimados como panaceas de la vida.
Vida repleta de regocijo en el desprecio de la existencia. ¡Victoria de la vida a través de
su negación!
En tal nivel del saber hay solamente dos senderos: uno el propio del santo y otro el
característico del artista trágico. Ambos se semejan en cuanto a que, inclusive teniendo un
conocimiento altísimo de lo nulo de la vida, pueden seguir viviendo sin colegir la
presencia de una fisura en su punto de vista respecto del mundo. La náusea que origina el
seguir viviendo es percibida como instrumento para crear, ya consista ello en un crear que
sacraliza o estribe en un crear de índole artística. Lo horrendo o lo absurdo termina siendo
sublimador, porque sólo aparentemente es horrendo o absurdo. La potencia dionisíaca de
la mágica metamorfosis continúa ubicándose aquí en la cima más alta de esta
cosmovisión. Cuanto es real se difumina en apariencia, y tras esta apariencia se expresa el
carácter unitario de la voluntad, absolutamente involucrado en el aura de la sabiduría y la
verdad, con un fulgor que ciega. La ilusión y el delirio alcanzan su cenit.
A partir de ese punto ya no resultará imposible de concebir que dicha voluntad –la que
como apolínea que era, instauraba el orden en el universo griego– recibiera en su seno
otra concepción, esto es, precisamente la voluntad dionisíaca. La pugna entre estas
expresiones volitivas poseía un objetivo fuera de lo común: la creación una posibilidad
más elevada de la vida y asimismo arribar en ella a una glorificación mayor a través del
arte. Un arte que ya no era el de lo aparente, sino que era el arte trágico la manera de la
glorificación. Empero en este último termina por ser absolutamente absorbido el arte de la
apariencia. Tal como lo dionisíaco se infiltró en la existencia apolínea, y tal como la
apariencia se estableció asimismo como límite, de igual modo el arte trágico/dionisíaco
no constituye ya la “verdad”. Ese cantar y aquel bailar no son ya nada semejantes a la
embriaguez instintiva y natural. La masa coral, dominada por una excitación dionisíaca,
no es ya la masa popular poseída por el instinto de lo primaveral, de un modo
inconsciente. Entonces la verdad fue simbolizada, hizo uso de la apariencia. Por esa razón
pudo y tuvo que emplear asimismo el arte de lo aparente. Mas se manifestó una vasta
diferencia en relación a la índole del arte anterior, ya que se apeló simultáneamente al

137
auxilio del conjunto de los medios artísticos de lo aparente, de modo que la estatua
caminara y las pinturas de los periactos se desplazaran. En unas ocasiones fue el templo y
en otras el palacio lo presentado a través de ese muro posterior. Apreciamos entonces una
determinada indiferencia en relación a lo aparente, lo que debe renunciar entonces a sus
pretensiones eternas y a sus marcadas exigencias. La apariencia ya no es disfrutada como
una apariencia pues lo es en calidad de símbolo, como un signo de lo verdadero. De ello
proviene la fusión, chocante en sí misma, de los medios artísticos. El indicio más prístino
de este desprecio por la apariencia está constituido por la máscara.
Dionisíacamente, al espectador se le exige al presentarle todo mágicamente
modificado, y él verá siempre algo más que el símbolo, donde todo, el mundo visible del
escenario y el de la orquesta será el reino de lo prodigioso. ¿Mas dónde se encuentra
entonces el poder que conduce al espectador a ese estadio de ánimo capaz de creer en
prodigios, uno a través del cual vea transfiguradas, como por un hechizo, la suma de las
cosas? ¿Quién triunfa ante el poder de lo aparente y el de la potencia, menoscabándola
hasta la condición de símbolo? Eso, la música.

4
Aquello que denominamos “sentimiento”, esa filosofía que sigue el sendero trazado por
Schopenhauer, indica que debe ser entendido como un conjunto complejo de estados
volitivos ajenos a la conciencia, con el agregado de representaciones. Las ambiciones de
la voluntad se manifiestan, empero, a modo de placer o displacer y por esa vía su
diversidad es meramente cuantitativa; no existen diferentes tipos de placer, pero sí
encontramos que hay diversos grados de éste y una innumerable cantidad de
representaciones.
Como placer, hay que entender la satisfacción de la voluntad única, mientras que por
displacer se entiende su falta de satisfacción. ¿De qué modo se establece la comunicación
del sentimiento? De modo muy parcial se lo puede transformar en pensamiento, o sea, en
representaciones de índole consciente. Ello abarca, desde luego, exclusivamente a una
porción de las representaciones. Mas invariablemente resta, en esta área del sentimiento,
un remanente insoluble. Sólo con la porción que es soluble tiene el lenguaje relación, o
sea el concepto. De acuerdo con lo expresado, la frontera de lo poético queda demarcada
por el grado de lo expresable del sentimiento. Las otras dos variedades de comunicación
son absolutamente pertenecientes al campo de lo instintivo, actúan fuera del área de la
conciencia, mas empero lo efectúan de un modo que resulta adecuado a su objetivo.
Son ellas el lenguaje gestual y el sónico. El lenguaje gestual consiste en símbolos que
todos pueden comprender y es generado por movimientos de tipo reflejo. Son símbolos
visibles y el ojo que los ve transmite enseguida el estadio que disparó el gesto y al que
éste simboliza. Generalmente quien ve esa acción percibe una inervación simpática de las
mismas partes visuales o de los mismos miembros a cuyos movimientos asiste. Símbolo
significa en esta instancia una copia absolutamente imperfecta y fragmentaria –un signo
alusivo– sobre cuya comprensión hay que alcanzar un acuerdo: solamente que en este
caso peculiar la comprensión general es una de índole instintiva, o sea, que se trata de una

138
comprensión que no atravesó la claridad de la conciencia. ¿Qué aspecto de esa entidad
dual, el sentimiento, es simbolizado a través del gesto? Con certeza, la representación
concomitante, ya que solamente ella es pasible de ser insinuada, aunque de modo
incompleto, fragmentario, mediante el gesto visible. Recordemos que una imagen
exclusivamente puede ser simbolizada por una imagen.
La pintura y la escultura representan al hombre en el gesto. O sea que remedan el
símbolo y alcanzan sus efectos cuando logramos entender el símbolo. El placer de
observar estriba en la comprensión del símbolo, pese a su apariencia. En vez el actor
representa el símbolo en realidad, no exclusivamente como una apariencia. Mas el efecto
que nos produce no se basa sobre la comprensión de éste; en vez, nos sumergimos en el
sentimiento que ha sido simbolizado y nos quedamos absortos en el placer debido a la
apariencia, en la bella apariencia.
Así en el drama la escenografía no genera en modo alguno el placer de la apariencia,
sino que la comprendemos como un símbolo y entendemos cuál es la cosa real a la que
alude. Monigotes de cera y plantas reales son para nosotros absolutamente admisibles,
junto a plantas y muñecos meramente pintados, como demostración de que lo que allí se
hace presente es la realidad, no la apariencia artística. Allí la tarea es la verosimilitud, no
la belleza.
Mas ¿en qué consiste la belleza? “La rosa es bella” quiere decir, exclusivamente, que la
rosa posee una apariencia buena, algo gratamente fulgurante. Con ello no se desea decir
otra cosa respecto de su esencia. La rosa es agradable, induce placer, pero lo hace por su
apariencia; o sea que la voluntad se siente satisfecha por el aspecto de la rosa y el placer
por la existencia queda así fomentado. De acuerdo con su apariencia, la rosa es una copia
fidedigna de su voluntad, lo que es algo igual a esta afirmación: de acuerdo con su
apariencia, la rosa corresponde a la determinación genérica. Cuanto más hace esto, más
bella resulta ser, y si de acuerdo con su esencia corresponde a esa determinación, la rosa
resulta ser “buena”.
“Una pintura bella” es una afirmación que solamente quiere decir que la representación
que nos hacemos de tal pintura se da por cumplida con ella, mas cuando designamos
como “buena” a una pintura, afirmamos que la representación que nos hicimos de una
pintura es la representación correspondiente a la esencia de la pintura. Empero y por lo
general, entendemos por una pintura bella alguna que contiene la representación de algo
que es bello. Tal el juicio que establecen los legos. Ellos gozan de la belleza material y de
tal manera es como nosotros debemos gozar de las artes figurativas en el drama, mas aquí
la tarea no puede exclusivamente estribar en la representación de algo que es bello;
alcanza con que semeje ser verdadero. El objeto representado debe ser alcanzado del
modo más sensible y vivo que resulte posible. Debe generar como efecto una sensación
de verdad, el caso contrario de tal requisito es aquello que se reivindica en cualquier obra
de la bella apariencia. Mas cuando lo que el gesto simboliza del sentimiento consiste en
las representaciones concomitantes, ¿bajo qué símbolo nos son comunicadas las
emociones de la mismísima voluntad, a fin de que logremos comprenderlas? ¿Cuál es, en
esta instancia precisa, la mediación instintiva? Pues la mediación del sonido. Tomando las
cosas rigurosamente, aquello que el sonido simboliza son las diversas maneras de placer y

139
de displacer, sin ninguna clase de representación concomitante.
Cuanto podemos alcanzar a manifestar para caracterizar los diversos sentimientos de
displacer son imágenes de las representaciones que se tornaron prístinas a través del
simbolismo gestual. Como ejemplo, vamos a citar cuando nos referimos al horror
repentino, al “golpeteo, arrastre, estremecimiento, pinchazo, corte, mordisco, cosquilleo”
atributos que son característicos del dolor. Con ello parecen encontrar su expresión
determinadas “maneras intermitentes” de la voluntad; en definitiva y apelando al
simbolismo propio del lenguaje sonoro, nos estamos refiriendo el ritmo. La multitud de
intensificaciones de la voluntad, la mutante cantidad de placer y displacer, son factores
que reconocemos en el dinamismo sónico. Mas la esencia genuina del dinamismo del
sonido se oculta, sin que por ello vaya a dejarse expresar mediante el simbolismo, en la
armonía. La voluntad y su símbolo, que es la armonía... ¡ambas, en último término, la
lógica pura! En tanto que el ritmo y el dinamismo siguen siendo en algún aspecto, los
aspectos externos de la voluntad expresada a través de símbolos, y prácticamente siguen
llevando en sí mismos la variedad de la apariencia, la armonía constituye el mismísimo
símbolo de la esencia pura de lo volitivo. En el ritmo y en el dinamismo, según se
desprende de lo anteriormente expresado, debemos aún caracterizar la apariencia
individual entendida como tal, como apariencia. Por esta parte, la música puede ser
desarrollada hasta transformarse en arte de la apariencia. El remanente que no se puede
solubilizar –o sea, la armonía– habla de la voluntad afuera y adentro del conjunto de las
formas de apariencia y no es entonces simplemente el simbolismo del sentimiento, porque
lo es del mando. El concepto es, en su esfera, algo absolutamente impotente.
A continuación vamos a aprehender el significado que el lenguaje gestual y el lenguaje
sónico poseen, en lo referente a la obra artística dionisíaca. En el primigenio ditirambo
primaveral popular, el hombre desea expresarse no en calidad de individuo, sino como un
humano general. Dejar de ser un individuo es algo que resulta expresado por el
simbolismo del ojo y el lenguaje gestual, de modo que como sátiro, como ser natural
entre otros seres también naturales, se expresa mediante gestos; obviamente, apelando al
lenguaje potenciado de lo gestual, con el gesto del baile. Mediante el sonido, empero,
expresa los pensamientos más hondos de la naturaleza: lo que en esta instancia se torna de
manera directamente comprensible no es en forma exclusiva el genio de la especie, como
sucede en el caso del gesto, sino el genio de la existencia en sí mismo, esto es, en
definitiva, la voluntad. Mediante el gesto, en consecuencia, continúa tras las fronteras del
género, o sea, del universo de la apariencia. Por su parte, con el sonido se resuelve el
mundo de la apariencia en su unidad originaria y en suma el mundo de Maya se esfuma al
enfrentarse con su magia. Pero la pregunta es ésta: ¿en qué momento el hombre natural
arriba al simbolismo sónico? Y también podemos formularnos ésta: ¿en qué instancia
sucede que el lenguaje gestual no alcanza? Asimismo, debemos preguntarnos: ¿cuándo es
que el sonido se transforma en música? Particularmente, en los estados superiores del
placer y del displacer volitivos, en cuanto voluntad plena de alegría o voluntad angustiada
hasta la muerte, en definitiva, en la embriaguez del sentimiento, esto es, en el grito.
Cuánto más poderoso e inmediato resulta ser el grito, si nosotros lo comparamos con la
mirada. Mas asimismo las excitaciones más leves de la voluntad poseen un simbolismo

140
sonoro. Habitualmente hay un sonido que es paralelo a cada gesto, mas la intensificación
del sonido hasta alcanzar el nivel de la sonoridad pura es algo que exclusivamente alcanza
a lograr la embriaguez del sentimiento.
A la fusión muy íntima y también muy frecuente entre una suerte de simbolismo
gestual y el sonido se la llama lenguaje. En la palabra, la esencia de la cosa resulta
simbolizada a través del sonido y su cadencia, por la energía y el ritmo de su sonar, y en
la representación concomitante –esto es, la imagen– la apariencia de la esencia son
simbolizadas por el gesto bucal. Los símbolos pueden y deben ser numerosas cosas, mas
surgen de modo instintivo, con una regularidad vasta y sabia.
Un símbolo notado constituye un concepto. Puesto que, al conservarlo en la memoria,
el sonido desaparece por completo, sucede que en el concepto queda conservado
exclusivamente el símbolo de la representación concomitante. Lo que podemos designar y
percibir, eso es aquello que nosotros “concebimos”.
Cuando el sentimiento se torna más intenso, la esencia de la palabra se manifiesta más
clara y sensiblemente en el símbolo sónico y es por esa razón que suena más. El recitado
constituye un retorno a lo natural, el símbolo que se va desgastando con su reiterado
empleo recupera su potencia original.
Con la sucesión de las palabras, o sea a través de una secuencia de símbolos, se intenta
lograr la representación simbólica de algo novedoso y mayor. En esta potencia el ritmo, el
dinamismo y la armonía tornan a ser necesarios. Este círculo más elevado domina
entonces al círculo más reducido de la palabra única y resulta preciso elegir las palabras,
debe tener lugar una nueva colocación de éstas: da comienzo la poesía. El recitado de una
frase no es quizás una secuencia de sonoridades verbales, porque una palabra apenas
posee una sonoridad meramente relativa. Ello es debido a que su esencia –su contenido,
que está representado por el símbolo– es diferente en cada caso, de acuerdo a cual resulte
ser su ubicación. En otras palabras, desde la unidad superior de la frase y del ser
simbolizado por ella, es determinado permanentemente y de una novedosa forma el
símbolo individual de cada palabra. Una secuencia de conceptos constituye un
pensamiento y éste es –consecuentemente– la unidad superior de las representaciones
concomitantes. La esencia de la cosa no puede ser alcanzada por el pensamiento, mas que
éste actúe sobre nosotros como un motivo, como una incitación de lo volitivo, se entiende
debido a que el pensamiento se ha transformado simultáneamente en símbolo notado de
una apariencia de la voluntad; de una emoción y una apariencia de la voluntad. Mas el
pensamiento que es hablado, o sea, con el simbolismo sónico, actúa de un modo
incomparable en lo que respecta a que es más poderoso y directo, y cuando es cantado,
alcanza la cima de su efecto en la instancia en que la melodía constituye el símbolo
inteligible de su voluntad. Si así no sucede, lo que actúa sobre nosotros es la secuencia de
sonidos. En vez, la secuencia de palabras, el pensamiento, permanece lejano, indiferente.
De acuerdo con que la palabra deba actuar fundamentalmente como símbolo de la
representación concomitante o como símbolo de la emoción original de la voluntad, o sea,
según se trate de simbolizar imágenes o de simbolizar sentimientos, es que se tornan
divergentes los rumbos de la poesía, la epopeya y la lírica. El primero lleva al arte
plástico y el segundo conduce a la música: el placer por la apariencia rige en la epopeya,

141
la voluntad se manifiesta en la lírica. El primero se separa de la música, la segunda
continúa en la condición de aliada de ella. En cambio, en el caso del ditirambo dionisíaco,
el exaltado dionisíaco es excitado hasta la intensificación mayúscula del conjunto de sus
capacidades simbólicas. Algo que nunca antes fue sentido pugna por expresarse: es el
aniquilamiento de lo individual, la unidad en el linaje de la especie, más todavía, de la
naturaleza. Entonces la esencia natural es aquello que va a expresarse y así se hace
preciso un novedoso universo de símbolos, las representaciones concomitantes llegan
hasta el símbolo en las imágenes de una humanidad potenciada; son representadas con la
mayor potencia física por el completo simbolismo corporal: tal el gesto del baile.
Mas asimismo el mundo de la voluntad exige una expresión simbólica jamás antes
oída, los poderes de la armonía, del dinamismo, los del ritmo, se acrecientan repentina y
enérgicamente. Dividida entre estos universos, asimismo la poesía alcanza una esfera que
resulta nueva, simultáneamente sensibilidad de la imagen –como acontece en la epopeya–
y embriaguez sentimental del sonido, tal como sucede en la lírica. Para abarcar este
desencadenamiento masivo del conjunto de las energías simbólicas se necesita una
intensificación del ser similar a la del que creó ese desencadenamiento: el sirviente
ditirámbico dionisíaco es comprendido exclusivamente por aquellos que son sus iguales.
Por esa razón, el conjunto de este nuevo universo artístico, en su rara, cautivante
prodigiosidad, fue rodando entre pugnas tremendas a través de la Grecia de Apolo.

142
Apéndice
Principales obras de
Friedrich Wilhelm Nietzsche

Fatum e historia (1862)


Libertad de la voluntad y fatum (1868)
Homero y la filología clásica (1869)
El drama musical griego (1870)
Sócrates y la tragedia (1870)
La visión dionisíaca del mundo (1870)
El Estado griego (1871)
El origen de la tragedia en el espíritu de la música (1872)
Sobre el porvenir de nuestras instituciones educativas (1872)
Cinco prefacios para libros no escritos (1872)
La filosofía en la época trágica de los griegos (1873)
Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (1873)
Primera consideración intempestiva: David Strauss, el confesor y el escritor (1873)
Segunda consideración intempestiva: Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia
para la vida (1874)
Tercera consideración intempestiva: Schopenhauer como educador (1874)
Cuarta consideración intempestiva: Richard Wagner en Bayreuth (1876)
Humano, demasiado humano. Un libro para espíritus libres (1878)
El caminante y su sombra (1880)
Aurora. Reflexiones sobre los prejuicios morales (1881)
La ciencia jovial. La gaya ciencia (1882)
Así habló Zaratustra. Un libro para todos y para ninguno (1883–1885)
Más allá del bien y del mal. Anticipo de una filosofía futura (1886)
La genealogía de la moral. Un escrito polémico (1887)
El Anticristo. Maldición sobre el cristianismo (1888)
El caso Wagner. Un problema para los amantes de la música (1888)
Ditirambos de Dionisos (1888-1889)
El crepúsculo de los ídolos, cómo se filosofa con el martillo (1889)
Ecce homo. Cómo se llega a ser lo que se es (1889)
El Origen de la Tragedia. Helenismo y Pesimismo

143
Notas al pié

1 En Die Welt als Wille und Vorstellung (El mundo como voluntad y representación),
obra principal del filósofo germano, publicada en 1819 (editorial Brockhaus, Leipzig,
Alemania).
2 Deutsches Reich, nombre oficial del estado alemán entre 1871 y 1945.
3 Personaje de la mitología griega, un titán (criatura sobrehumana) que apiadado de la
condición miserable en la que vivía la humanidad, robó el fuego de los dioses olímpicos y
se lo brindó a los hombres. El dios Zeus, por esa causa, lo castigó condenándolo a
permanecer encadenado a la montaña del Cáucaso, donde cada día un buitre le devoraba
el hígado, que tornaba a crecerle.
4 Tito Lucrecio Caro, poeta y filósofo de la antigua Roma, nacido en el 99 a.C. y
fallecido en el 55 a.C. Su obra máxima es el extenso poema didáctico De rerum natura
(Acerca de la naturaleza de las cosas).
5 Poeta alemán nacido en Nuremberg el 5 de noviembre de 1494, ciudad donde falleció
el 19 de enero de 1576. También es el personaje principal de Die Meistersinger von
Nürenberg (Los maestros cantores de Nuremberg), ópera en tres actos con música y
libreto de Richard Wagner.
6 Extenso poema de Dante Alighieri, poeta italiano nacido en Florencia, el 29 de mayo
de 1265 y fallecido en Rávena el 14 de septiembre de 1321.
7 Una de las secciones en las que se divide la Divina Comedia (ver nota 6).
8 En “El mundo como voluntad y representación” (ver nota 1).
9 Maya es la engañosa apariencia del mundo, según el credo religioso y filosófico hindú.
10 Festejos desenfrenados que se celebraban en la antigua Babilonia, en honor de ciertas
divinidades.
11 En la mitología griega, Medusa era una de las tres hermanas Gorgonas, cuya cabellera
había sido convertida en serpientes. Tenía el poder de transformar en piedra a quien la
contemplara. Fue muerta por el héroe Perseo, quien empleando un escudo espejado
proporcionado por el dios Hermes, le cortó la cabeza. Perseo guardó la cabeza de Medusa
en un morral y la empleó en varias ocasiones para petrificar a sus enemigos.
12 Delfos era un célebre templo de Apolo en la Antigüedad helénica, donde se brindaban
oráculos a los fieles.
13 Rey mitológico de la ciudad de Tebas, que era hijo de Layo y Yocasta y quien,
ignorándolo, asesinó a su padre y tomó por esposa a su propia madre.
14 Los Atridas son los descendientes de Atreo, rey de Micenas, cuya estirpe fue
maldecida por los dioses porque se estableció con la sangre del hermano de Atreo,
Tiestes. Su destino estuvo señalado por el asesinato de padres e hijos y el incesto.

144
Solamente el dios Apolo pudo terminar con tanta violencia, haciendo que uno de los
Atridas, Orestes, quien había asesinado a su propia madre, fuera sometido a juicio por el
primer jurado criminal ateniense.
15 Antiguo pueblo que habitó la Toscana, en Italia, de quienes proviene el nombre de esa
región.
16 Émile, ou de l’Éducation (Emilio, o De la Educación) es un tratado de índole
filosófica escrito por Jean–Jacques Rousseau en 1762. La obra indica de qué modo el
sujeto puede ser capaz de preservar su naturaleza bondadosa aunque sea parte de una
sociedad irremisiblemente corrompida.
17 Jean–Jacques Rousseau fue un escritor y filósofo nacido en Ginebra, Suiza, el 28 de
junio de 1712 y fallecido en Ermenonville, Francia, el 2 de julio de 1778. Es uno de los
principales precursores de la Ilustración, de enorme influencia en la Revolución Francesa.
18 Raffaello Sanzio, nacido en Urbino, Italia, el 6 de abril de 1483, y fallecido en Roma
el 7 de abril de 1520, fue un célebre pintor y arquitecto del Renacimiento.
19 No en el sentido habitual, judeocristiano, sino en el que le daban los griegos antiguos,
se refiere el autor. El “demon” en aquella cultura era una suerte de genio o espíritu
protector de los hombres, a quienes guiaba en el trascurso de la vida.
20 Barbaroi llamaban los griegos antiguos a todos los pueblos que no eran de su misma
cultura.
21 La Esfinge era un ser monstruoso, mitad mujer y mitad león alado, que guardaba el
camino entre las montañas que llevaba a Tebas. Formulaba a los viajeros un enigma y en
caso de que no supieran la respuesta adecuada, los arrojaba al abismo. A ese peligro se
enfrentó Edipo, cuando el monstruo le preguntó quién era el ser que al comienzo del día
anda en cuatro patas, en dos al mediodía y en tres al ocaso. El héroe respondió que era el
hombre, quien gatea de niño (la mañana de la vida), camina sobre sus dos pies en la
adultez (mediodía de la existencia) y sobre ellos con la ayuda de un bastón en la vejez (el
ocaso de la vida). Derrotada, la Esfinge se arrojó al precipicio.
22 Para la mitología griega, Antígona es la hija de Edipo y Yocasta. Ella acompañó a su
padre Edipo al exilio y cuando él falleció retornó a la ciudad de Tebas.
23 Hija de Príamo, que reinaba en Troya, según los antiguos griegos. Casandra fue
sacerdotisa del dios Apolo, quien le confirió el don de la profecía. Entonces Casandra
rechazó el amor de esa deidad, quien la maldijo disponiendo que ninguno creería en sus
pronósticos. Cuando estaba cercana la caída de Troya en manos de los griegos, nadie
prestó crédito al aviso del peligro señalado por Casandra.
24 Arquíloco fue un poeta lírico nacido en la isla de Paros, actual Grecia.
25 Johann Christoph Friedrich Schiller fue un poeta, filósofo e historiador germano,
nacido en Marbach am Neckar el 10 de noviembre de 1759 y fallecido en Weimar, el 9 de
mayo de 1805.
26 Nietzsche se refiere a un grupo de composiciones de carácter francamente ofensivo,
contenidas en el documento conocido como “papiro de Colonia”, atribuidas a Arquíloco.
Este se hallaba comprometido con una joven llamada Neobula, mas Licambes, el padre de

145
la muchacha, le concedió la mano de su hija a quien consideraba un mejor partido para
ella. La respuesta del poeta fueron las referidas composiciones, donde proclama que
Neobula carece de toda moral y narra minuciosamente cómo mantuvo relaciones sexuales
con la menor de sus hermanas. Según la tradición esos versos resultaron tan afrentosos
que empujaron al suicidio a Licambes y sus hijas.
27 Criaturas divinas, de sexo femenino, que cuidaron de Dionisos en su niñez. Poseídas
por el dios, este les inspiró una demencia de índole mística.
28 Título de una tragedia del poeta trágico griego Eurípides, nacido en Salamina en el
480 a.C. y muerto en Pella en el 406 a.C. Las bacantes eran mujeres griegas adoradoras
del dios Dionisos.
29 Poeta y músico griego, nacido en la isla de Lesbos en la primera mitad del siglo VII
a.C. Según la tradición antigua, Terpandro trajo la paz a los espartanos mediante la
música, mandado por el oráculo délfico, regido por el dios Apolo.
30 Célebre poeta lírico griego, nacido en Cinoscéfalos, se supone que al rededor del 518
a.C.
31 August Wilhelm von Schlegel, nacido en Hannover el 8 de septiembre de 1767 y
fallecido en Bonn el 12 de mayo de 1845, fue un crítico, traductor, filólogo y profesor
universitario alemán. Fue quien dio comienzo en Alemania al estudio del sánscrito y
quien propuso una clasificación tipológica de las lenguas conocidas.
32 En la mitología griega eran seres sobrenaturales, hijas del titán Océano y de la ninfa
Tetis, asociadas a las corrientes de agua y los lagos.
33 Rey mitológico de Tesalia, una región de la Grecia antigua, cuya esposa, Alcestis, se
ofreció a morir por él cuando a su marido le llegó la hora.
34 Título de un drama del gran poeta griego Eurípides (ver asimismo la nota anterior).
35 Última de las tragedias escritas por Sófocles, cronológicamente ubicada, en cuanto a
la ficción, posteriormente a los sucesos referidos en Edipo Rey pero antes de los propios
de Antígona.
36 Famosa estatua de madera de la diosa Palas Atenea, que tuvieron que robar los griegos
antes de alcanzar a apoderarse de Troya.
37 Ceremonias iniciáticas que tenían lugar en determinados santuarios, en la Grecia
antigua.
38 Diosa griega que regía los cultivos.
39 Referencia a Luciano de Samosata, sofista y autor famoso por sus sátiras, nacido en
Siria en 125, donde falleció en 181.
40 Criatura sobrenatural –mitad hombre, mitad macho cabrío– que regía sobre los
pastores y sus rebaños.
41 Poeta nacido en Siracusa (362–262 a.C.), uno de los grandes nombres de la comedia
nueva griega.
42 Poeta nacido en Atenas, (circa) en el año 342 a.C. y fallecido allí en el año 292 a.C.,

146
otro de los grandes autores de la comedia nueva helénica.
43 Expresión latina que literalmente significa “grieguito”. Es un término despectivo y
burlón, que también se le aplicó al emperador romano Publio Elio Adriano (Roma, 76–
Bayas, Italia,138) por su encendida pasión por las letras helenas.
44 En latín significa literalmente “un dios en una máquina”, y designa la instancia propia
del teatro grecolatino en la que un artefacto hace ingresar al escenario un personaje
divino. Modernamente se emplea esta expresión para indicar un factor externo que brinda
la resolución de una historia sin tomar en cuenta su lógica propia.
45 Literalmente “pensamiento”, es un concepto aportado por el filósofo griego
Anaxágoras (500 – 428 a.C.), entendido como un factor fundamental para su estimación
de orden físico.
46 Rey de Tracia que prohibió el culto de Dionisos.
47 La expresión designa una aberración que no se produce por exceso sino por lo
contrario, por falta.
48 Personaje de la mitología helénica que, se decía, tenía un poder visual tan prodigioso
que era capaz de ver a través de los muros.
49 Para la mitología griega, reina de Lidia que tuvo por esclavo a Hércules (en griego,
Heracles) a quien los dioses condenaron a servir como tal durante 3 años por haber
cometido el héroe un crimen.
50 El término está referido a la práctica de ritos orgiásticos y esotéricos en la antigua
Grecia, relacionados con el culto a Dionisos.
51 Georg Gottfried Gervinus fue un historiador y escritor nacido en Darmstadt,
Alemania, el 20 de mayo de 1805, y fallecido en Heidelberg el 19 de marzo de 1871.
52 Escudero de Tristán en la citada ópera de Wilhelm Richard Wagner.
53 Expresión latina que significa “cambiar una cosa por otra”.
54 Una valkiria, divinidad menor de la antigua mitología nórdica. El dios Wotan la envió
a decidir la pugna entre dos monarcas, Hjalmgunnar y Agnar. Brynhildr optó por este
último, por lo que Wotan la sancionó encerrándola en un castillo donde debía permanecer
dormida hasta que fuera rescatada por un héroe. Se supone que este mito inspiró el cuento
de “la Bella Durmiente”.
55 Dios mayor de la mitología nórdica.
56 Criatura equivalente a un hombre en miniatura, que decían los magos y alquimistas
que eran capaces de crear.
57 Artista plástico alemán nacido en Espira el 12 de septiembre de 1829 y fallecido en
Venecia el 4 de enero de 1880.
58 Personaje fundamental de Sueño de una noche veraniega.
59 Comedia en cinco actos de William Shakespeare, escrita y puesta en escena en 1595.
60 Quinto Horacio Flaco, poeta lírico y satírico romano, nacido en Venusia el 8 de

147
diciembre del año 65 a.C. y fallecido en Roma el 27 de noviembre del 8 a.C.
61 Christoph Willibald Ritter von Gluck fue un compositor alemán nacido en Erasbach el
2 de julio de 1714 y fallecido en Viena el 15 de noviembre de 1787.
62 Competencia deportiva propia de la antigua Grecia, en cuyo desarrollo los atletas
debían superar cinco pruebas, a saber: la carrera, el salto en largo, el pugilismo y el
lanzamiento del disco y la jabalina.
63 August Friedrich Ferdinand von Kotzebue fue un dramaturgo germano nacido el 3 de
mayo de 1761 en Weimar y fallecido el 23 de marzo de 1819 en Mannheim.
64 Tipo de composición antigua que buscaba favorecer la quietud y la armonía interior.
65 Fidias, nacido en Atenas, circa 490 a.C. y fallecido en Olimpia, circa 431 a.C., fue un
célebre escultor, pintor y arquitecto de la Grecia clásica.
66 En la mitología griega, un rey de Tebas que prohibió el culto de Dionisos y no
permitió que las mujeres participaran en sus ritos. Dionisos como venganza indujo a
Penteo a espiar los ritos báquicos, celebrados por su madre y sus tías, quienes lo
confundieron con un ciervo por influjo del dios y le dieron muerte.
67 Planta consagrada a Dionisos.
68 El autor se refiere a un episodio consagrado por la mitología helénica, cuando los
titanes, raza monstruosa engendrada por la unión de la Tierra y el Cielo, intentó hacerse
con el poder invadiendo el Olimpo. La victoria acompañó a los olímpicos, quienes
desterraron a los titanes. Otra interpretación asigna a los titanes el papel de representantes
del orden anterior al olímpico, cuando la naturaleza paría monstruos e imperaba el caos;
la llegada al poder de Zeus y el panteón olímpico significaría el final de esa edad oscura
representada por la raza de los titanes.
69 Deidades de la venganza.

148

S-ar putea să vă placă și