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Este trabajo se debe, no de manera directa sino de manera indirecta, que, pienso, es la más creativa de las

maneras, a Maite Alvarado, en cuyo nombre está organizado este congreso. Creo, por el recuerdo que a mí me
dejó, que nada le hubiera resultado más desagradable que nombrarla como causante principal de algo que decir.
Primero, por su modestia abrumadora y segundo, porque siempre estaba esperando una palabra que la
sorprendiera, venida de otro, de la creación, que tanto hizo por promover.

Trazos para una poética de la escritura.


Rosana Bollini *
Incluido en Actas del V Congreso Nacional de Didáctica de la lengua y la literatura.
Homenaje a Maite Alvarado, Bs. As., El Hacedor –Jorge Baudino Ediciones, 2007.

Dice Nietzsche que únicamente tienen valor los pensamientos que se nos ocurren
andando. En alguna medida, este texto resulta de una larga serie de andanzas por
la escritura, propia y ajena, de cierto camino, de marcas y de huellas pero, sobre
todo, de un comienzo. De esto quisiera hablar: ni en la mitad, ni en un punto fijo ni
de transición hacia un mejor destino, me dije, se trata de andanzas terrestres. Si
recuerdo ciertas situaciones en que trabajé la escritura, es porque me vuelve una
sensación de ensueño. En parte, supongo la presencia de la magia de lo que no se
puede prever y, en parte, está lo que no se puede atrapar de lo vivido, que se
conserva, maravillosamente, fuera de las palabras. Cuando se hace literatura, uno
se enfrenta a lo que no se puede decir del todo y a esas apariciones que
sorprenden por haber llegado a ser lo único posible de decir. También en lo real de
la experiencia se abre un vacío, un blanco, y, tal vez, entonces, una necesidad de
palabra.

Lo que más me interesa cuando voy a un encuentro para “hacer escribir” es dejarme
llevar por alguna modalidad del ensueño, la disposición hacia lo inesperado, la
apuesta por la palabra que se va a producir. Si como dice Raúl Gustavo Aguirre: “En
cada poema hay una poética, y en cada poética, una concepción del mundo”, creo
que un texto surge de una determinada poética que lo ha hecho realizarse, además
de que pueda contener una propia, y creo también que en cada propuesta hay una
poética de la escritura, una concepción conjeturada acerca de las posibilidades de
que alguien escriba y sobre todo acerca de qué texto se espera que escriba. De
esta manera, sorteo deliberadamente el hecho de que haya textos más o menos
creativos para reinstalar la creatividad en la escena de la escritura. Todo texto que
se ha de escribir la requiere. Ahora bien, si vamos a darle a la dimensión poética,
ficcional, literaria el máximo de potencial imaginativo y lúdico, que le corresponde,

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lo mejor que podemos hacer es no minimizar su importancia en los efectos de
cualquier escritura.

A lo largo de los años, me vuelve una frase que los surrealistas tomaron de
Lautréamont, que es en sí misma de una belleza extraña, si acaso lo es, que dice
que el hecho poético debe ser “Bello como el encuentro fortuito sobre una mesa de
disección, de un paraguas y una máquina de coser”. Yo tengo, en el fondo, muchos
reparos con esta frase, pero pocas dudas respecto a que en lo creativo hay o suele
haber una potencia que surge cuando se trabaja entre lo cercano y la lejanía, entre
cierta distancia y cierta proximidad, cuando se pone a funcionar cierta diferencia.
Eso que está en Rodari y en las consignas del grupo Grafein, “la valla y el
trampolín”, como una enseñanza que proviene de la práctica, traducible en múltiples
formas del encuentro entre lo lejano y lo próximo, un movimiento entre cosas que se
buscan y se dificultan. Como en el encuentro amoroso, al que también se refiere
Max Ernst, al dar a esa reunión de realidades distantes, el paraguas y la máquina
de coser, sobre un medio “adecuado”, la mesa de disección, su valor de acto
poético puro: el acto amoroso. Los objetos, dice, han sido desviados de su destino
esperable.

Sin necesidad de que seamos Beatrices conduciendo del infierno al paraíso, previa
pasada por el purgatorio, es fundamental un acompañamiento, que empieza por dar
un espacio para que el otro escriba. Y aparecerán cosas sorprendentes. Vale aquí
hacerse la pregunta sobre qué lenguas esperamos encontrar, cuánta curiosidad
tenemos respecto de ellas. Me temo que a veces eso es un obstáculo: se espera
una lengua que no se encuentra y se desestima lo que se encontró. He trabajado
con chicos y con adultos, con alumnos, con maestros, con profesores, y otros
profesionales. En todos esos sujetos hay una reticencia, para usar una palabra de
Borges, antes de escribir, un pudor, una dificultad para la intimidad, para usar todas
las palabras con que Borges nos caracteriza a los argentinos. En la escritura eso es
máximamente evidente. Yo lo llamo “inestabilidad frente a la palabra”. El
componente movilizador y las dificultades emocionales como parte del escribir son
bien visibles en los niños, donde parece claro el lema de “la letra con sangre entra”,
a pesar de que, si se tuviera más en cuenta esta dimensión del lenguaje sobre
nosotros, no atribuiríamos a otras causas algunos problemas y apostaríamos a
diversos caminos para ir atravesándola. Se trata, además, del mostrarse, de las

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vergüenzas del saber y el no saber. Resulta que la escritura tiene cierto misterio,
porque uno no sabe de antemano qué va a escribir sino que va escribiendo y ahí se
entera. Inevitablemente, eso produce inquietud. No es menos cierto que los chicos,
convocados a escribir vía la lectura de cuentos, con más soltura, escriben cosas
increíbles. Y también dicen verdades cuando son invitados a escribir cosas muy
personales. La escritura aquí es básica para mostrarles cuánto se puede decir,
cómo les pertenece esa posibilidad de decir. Cada consigna, cada puesta en juego
de la escritura tiene que ser una opción para observar qué ha pasado ahí, qué se
ha presentado.

Cuanto más viva esté nuestra práctica, mayor necesidad tendremos de inventar
formas nuevas para hacer escribir. Ahora bien, a mí me atrae la práctica de la
escritura por esos momentos en que surge algo inesperado, una palabra verdadera.
Admito que son las situaciones que más me atrapan porque se trata de hechos
singulares, únicos, que, además, rompen con el estereotipo de que la gente no sabe
escribir. Me mueve la curiosidad frente a algo que se abre, que despeja cierta
opresión, incluso de los discursos de los que estamos cargados. Esto trae a cuento
el uso de la primera persona, la marca superficial de la subjetividad, tan vapuleada
en ciertos textos escritos, cuando, en rigor, es la única capaz de movilizar en
ocasiones una posición y hasta una reelaboración de la impersonalidad, como ese
discurso que es “solo de los otros”.

Hacer escribir y pensar en cómo hacer escribir tienen que mantener, para mí, una
apertura constante. Siempre salgo en busca de eso que llamamos “la palabra
propia”, y me gusta enterarme de cuáles son ahora las voces, de qué tramas están
hechas. Por el momento, parto de dos movimientos básicos: o bien escriben a partir
de uno o varios textos que han leído o cuyas lecturas presupongo, o bien busco una
palabra más directa, no medida desde una lectura previa. Implica que quien se
ponga a transitar esa palabra propia movilice un conjunto de textos que están como
adormecidos, latentes, esperando ser convocados, que constituyen un cúmulo de
experiencias con el lenguaje. Todo esto no es más que una simplificación de lo que
ocurre. Siento que lo único capaz de iluminarlo a uno es el encuentro con lo real de
una experiencia y que, si uno sigue adentrándose ahí, acaso empieza realmente a
pensar o a dar cabida a otra manera de pensar que es como una puerta abierta. Y

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cuando se trata de una práctica, termina por reconocer que, por suerte, hay que
reelaborarlo todo a partir de ella.
Para ejemplificar, voy a tomar cuatro escenas plasmadas en distintos ámbitos de
formación.
En el año 2004, en una escuela, estando en tareas de capacitación en servicio,
trabajé con un grupo de chicos de 2º grado, que tenían dificultades varias para
escribir; era, como todos, un grupo de muy diversas experiencias y relación con la
palabra escrita. Se me ocurrió tomar “Los tres astronautas “ de Umberto Eco, que se
prestaba para satisfacer el tópico de los valores en la escuela. Los chicos, por
cierto, se peleaban mucho, algunos eran bastante inquietos y las autoridades
estaban preocupadas, de modo que hice como que daba un cuento adecuado a la
situación. Lo curioso fue que, después de trabajarlo con ellos, que escucharon la
lectura, después de haber convertido la situación y el libro en un objeto de deseo,
les pedí que me dijeran a dónde les gustaría viajar. Me dijeron a Marte, el planeta
del cuento, a donde en ese momento, en la vida real, estaban enviando ondas
espaciales; otros dijeron a Júpiter, a Mar del Plata, a Egipto. Les pregunté si, para la
semana siguiente, se animaban a escribir un viaje a un lugar al que ellos quisieran
ir. (Lamentablemente, no guardé los textos, que la maestra incorporó a una
antología con otros cuentos.) No hicimos un plan, ni un orden, ni nada que se le
pareciera. Salvo preguntar cosas como qué les gustaría encontrar o qué había en
ese lugar. Todo era muy difícil si lo pensamos en términos de discurso, ¿qué tenían
que hacer? ¿narrar, describir? No existió casi nada de esa procuración que solemos
construir para ayudar o cuando prejuzgamos las dificultades de la escritura del otro.
Yo me sentía un poco asustada porque estaba ahí para intentar que esos chicos
salieran de su dificultad para escribir. Y pensé que iba a ser un fracaso. Pero fui
sorprendida por bellos universos de planetas imaginados, por ejemplo: “Viaje al
planeta mujer”. Recuerdo un chico que escribió un texto puramente poético en el
que, entre otras cosas, los hombres eran “peludos” y “pelados” . Todo el texto era un
juego de palabras que nadie le había enseñado. Yo me pregunté qué damos los
docentes cuando damos clase. De un texto y un autor que a mí no me gustan,
donde todo cierra demasiado bien y del que muchos chicos supieron sacar la
conclusión políticamente correcta “no hay que discriminar”, hice de la escritura la
posibilidad de plasmar un deseo. Esa posibilidad de la literatura la construí a través
de la consigna, que indirectamente retomaba algo del cuento. Por supuesto que
había dificultades, pero los chicos que no pudieron inventar tanto reescribieron a su

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manera un viaje a Marte, con diálogos entre un astronauta y un marciano. Es decir
que se sirvieron del texto como forma para estructurar otro texto aunque, insisto, no
habían leído sino solamente escuchado. Me acerqué a una nena con serios
problemas familiares** para ver si había logrado escribir pero no lo había hecho. Le
pedí que escribiera y, entonces, frente a mis ojos “puso”: “Viaje a Marte”. Yo,
exagerando con sinceridad, le dije : “Ah, pero sabés escribir.” Y en la exageración
había algo verdadero, pues aunque fuera por quedar bien conmigo había escrito
sobre un viaje, en una frase perfecta y sin pegar las palabras. Más tarde, con la
maestra al lado, escribió un texto muy hermoso sobre un paseo, que vi en la
antología del grado. Ella necesitaba de su maestra para escribir. Claro, es una tarea
de profunda paciencia. La nena que había escrito sobre el viaje a Egipto tenía
muchos libros y un padre lector: aquí estaba puesto su deseo, o el deseo que debía
satisfacer. Los que no escribieron nada, al menos, pudieron pronunciarse sobre un
viaje a Mar del Plata como destino agradable.
Ahora bien, ¿qué elementos se habían puesto en juego? Un libro, una lectura que
yo y la maestra hicimos para ellos, un único libro que circuló después entre las
mesas como deseo creado, un libro de edición muy bella de la colección Florcita de
ediciones de la Flor. Yo tuve que estudiarme un manual de Física para explicarles
cómo volaba un cohete, que la explosión era una fuerza que empujaba hacia arriba,
despegando del suelo a los cohetes que ellos conocían, como las cañitas voladoras,
porque en el cuento se hablaba de la fuerza de gravedad. Por suerte como los
chicos son espontáneos cuando no entendían una parte difícil o una palabra me
preguntaban. Había entonces mucho lenguaje en juego. Todo pasaba entre las
palabras.
De manera intuitiva, instintiva, me reconozco muchas veces siguiendo esa forma
poética, quizás surrealista, que promueve el encuentro entre puntos en cierta
medida disímiles, distanciados, a la manera de lo fortuito. Hubo, en este caso,
ciertas distancias y ciertas proximidades, bastante dificultad y una apuesta a la
ayuda que un cuento que se “da” puede proporcionar e incluso a un
aprovechamiento indirecto como continuidad para escribir.
En esta línea de disonancias, trabajé este año con mis alumnos de Comunicación
en la escritura de textos sobre las experiencias cotidianas del viaje, los hábitos y
conductas que observan a diario, la vida en la universidad, nimiedades que no son
puestas en palabras, que podían narrar o describir, como sujetos participantes o
espectadores, todos los cuales breves textos irían a conformar una revista cuyo

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título sería “Buenos Aires, 2005”, una miscelánea de experiencias que
expresamente rescataban lo banal de la vida diaria o aquello de lo diariamente
vivido que les llamaba la atención. Debieron, pues, hacer un recorrido para
recuperar algo que ahora se les pedía que escribieran. Aquí lo cercano era
supuestamente lo vivido y lo distante ese ponerlo en palabras, con el operador (la
mesa de disección) aún más distante de la ficción realista de una publicación a la
que esos artículos irían a parar. Luego, establecí unos separadores para dar forma
a esa radiografía minúscula. Estos textos no fueron casi tocados, solo corregidos en
sus aspectos básicos, ya que se respetó la forma que cada uno había elaborado, de
manera que mi intención era que aparecieran esas lenguas más “directas”, menos
mediadas por las lecturas, para saber sobre qué ponían la mirada, con qué formas y
con qué grado de brevedad la resolvían, pues era un pedido expreso recurrir a la
condensación. Hubo extrañamientos del viaje en colectivo, instructivos para viajar,
recomendaciones turísticas, más extrañamientos para el vértigo del subte, la rareza
de la proximidad con los extraños, el reclamo por la falta de saludos, la conmoción
por esos seres que son los de la calle, el hartazgo ante las campañas políticas con
una crítica in extenso a la política en general. Incluso un detenimiento en la baldosa
que se afloja, hace caer a una persona y un montón de papeles frente a la
impasividad de los que miran. Más tarde, al reflexionar sobre esta experiencia, los
chicos hablaron sobre distintas cosas, entre ellas, las ventajas y desventajas de
escribir a partir de una consigna amplia. Yo trabajo con consignas cuya
estructuración es al mismo tiempo mínima y móvil, es decir, muy abierta para que
cada uno se incluya ahí. Una vez dada la pauta, abro una serie conjetural de
posibilidades de resolución, para activar la mayor cantidad posible de asociaciones.
Creo en esto más que en la restricción profunda o sucesiva a través de distintas
instancias de operaciones procedimentales porque me resulta muy artificiosa. Suele
haber aquí una concepción muy intelectualista de la escritura, contaminada de hiper
reflexiones. Creo que toda propuesta de escritura está ligada a nuestra propia
concepción de la escritura y también al grado de poeticidad que le atribuyamos, es
decir, a qué movimientos le supongamos al acto creativo, a la poética en el sentido
de la poiesis, con lo que me remito libremente a Aristóteles. Yo descarto mis propias
consignas, las desecho y voy produciendo nuevas de acuerdo con las situaciones
reales en que realizo mis prácticas, dentro de las que hago aparecer la escritura.
Con lo cual quiero decir que no construyo una metodología, ni, aunque me es
posible hacerlo, me valgo de mis propias consignas siempre, como caballitos de

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batalla. Una vez que se me ocurrieron, salvo alguna excepción, las utilizo una o dos
veces más porque tengo algún propósito específico: por ejemplo, ver qué obtengo
en tal o cual grupo.
En el caso de la revista, trabajada con grupos de chicos jóvenes, cuyas lenguas y
miradas necesito conocer, me entero de qué se detienen a observar, cómo, por
primera vez quizás, autoobservan sus hábitos, por ejemplo, las salidas que hacen
los sábados, o a esos otros que son los cartoneros, o a los que viven en la calle, o
la mala educación, la falta, paradójicamente, de urbanidad. El mérito de estas
consignas es que los chicos entienden rápidamente cuándo hay un problema en el
texto porque han lidiado de cerca con una dificultad o un rasgo inherente a la
poética de la escritura, como lo es repetir, que indica con ese error el problema que
no han advertido o el que no han podido resolver, en cualquier orden: esa
repetición, la elisión, una imprecisión en la imagen para conceptualizar. Permite
entrar en el problema de cómo ubicarse ya que o bien forman parte de la dinámica
que describen y critican o bien empiezan a formar parte de ella, si es que son del
interior y ya no les resulta tan fácil decidir dónde están. Otros, francamente, se
ubican por fuera de ciertas conductas, otros deben reírse de aquello en lo que están
involucrados. Lo cierto es que en este ejemplo, deliberadamente, no pasé antes por
ningún texto que les construyera la mirada sobre la ciudad. Solo después, leímos
algún aguafuerte de Arlt y algún ensayo de Alfonsina Storni.
Los dos últimos ejemplos que voy a dar, en cambio, estuvieron mediados por Joyce
y por Cortázar. En el primer caso, en un curso para maestros y profesores, les conté
el Ulises de Joyce para ilustrar la manera en que la novela había sustituido los
relatos de experiencia, siguiendo y ampliando por mi cuenta, lo que plantea Walter
Benjamin en “El narrador”. Es decir, tomé la hipótesis de Benjamin sobre el
desplazamiento de los relatos comunitarios, condensadores de experiencia, a la
forma de crisis con el saber que implicaba la narración novelística. Después del
Quijote, me metí en el Ulises. Puse el libro sobre la mesa del escenario (el curso se
dio en un teatro) y recreé para ese público la fama de esta novela, su extensión y la
paradoja de que se trata temporalmente del recorrido en un solo día por la ciudad
de Dublín. A medida que contaba las principales cosas que vive el personaje
Leopold Bloom, leía pequeños fragmentos de esa interioridad en que se abre la
novela, donde se describe una calle, una tetera que humea, la gata que se sube a la
mesa. Les conté cómo se usaba el discurso periodístico para narrar la situación del
personaje en una visita al diario. Y muchas otras cosas que mostraban cómo, si de

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experiencia se trataba, ese torbellino de un día en una ciudad había requerido
tantas páginas y tantos procedimientos, que casi ninguno quedaba afuera, con ser
esta novela, un intento por meternos adentro de alguien, que podríamos ser, en
gran medida, nosotros mismos. Aunque esto último no lo dije así.
Yo había estado hablando sobre la experiencia, sobre lo desatendida que estaba,
sobre la imposibilidad de definirla, pues solo cada uno podía decir qué era. Luego,
les conté la novela y les leí pequeñísmas partes para que por el oído se les fuera
activando el estilo. Finalmente, les pedí que escribieran un relato cuyo título era “Un
día en la vida de...” a completar con el nombre del escritor, fingido o auténtico, en
primera o en tercera. Estaba yo también jugando con el título de una canción de
John Lennon que es “Un día en la vida”. Me arriesgaba mucho: apelaba a cierta
intimidad que debían compartir, les había contado cómo Bloom va al baño,
desayuna, tiene una mujer que lo engaña, aunque creo que lo ama, ha perdido un
hijo, se masturba, se escribe cartas de amor con una desconocida, es objeto de
burla, etc. Y el juicio que tuvo que enfrentar Joyce por la novela. Y la forma en que
su abogado lo defendió.
Pues bien, me encontré con unos relatos cotidianos llenos de ironía, sin lugares
comunes o con lugares comunes parodiados, que nos hacían reír, que apelaban a
formatos de instructivo para denotar la obsesión y la maquinalidad de nuestra
velocidad contemporánea, críticas agudas, condensadas en escenas de trabajo.
Ninguna amplificación innecesaria. Diálogos desopilantes, tonos románticos,
angustia, comedia. Por cierto, también textos más modestos, no terminados, gente
que no se atrevió a leer, etc. Aprovecho para introducir una frase de Borges, que he
leído con algunas variantes: “La belleza no es un hecho extraordinario” y más
afirmativamente “La belleza es común”o “La belleza es frecuente”. Yo creo que esta
frase dice la verdad. Y creo también que no hay nada mejor que convocarla. Uno
puede preguntarse si esos textos que los maestros y profesores escribieron son
literatura, son ficcionales, son ficcionalizados, son experiencias mediadas por una
forma literaria, lo que se quiera. Pero hubo ahí un trabajo a partir de la literatura,
patrimonio de todo sujeto. Hubo escritura porque se les dio algo muy cercano.
Por último, contaré una experiencia con un grupo de maestras hecha a través de
Julio Cortázar. “Continuidad de los parques”...nada de análisis, puro efecto
atragantado, sin procesar, para que juegue, deba jugarse, en la escritura. A lo sumo
un comentario mío en forma de onomatopeya cómplice del tipo “Mmm”. La consigna
inmediata fue “Narrar una escena cotidiana, vivida o inventada, de algo insólito,

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inquietante o cálidamente triste”. Hice luego algunas amplificaciones para disparar
las asociaciones permisivas, dije, por ejemplo, “Esas cosas que todos vivimos a
diario, sobre las que no tenemos respuesta, que nos dejaron pensando y después
olvidamos, que nos vuelven a algún punto abandonado del recuerdo”, y cosas así.
Aquí la combinación de un texto condensado, extraño, puro efecto, se trasladó a
narraciones breves, con un manejo poderoso de la síntesis, a situaciones
desopilantes y absurdas como alguien a quien llamaban equivocada pero
reiteradamente para instalarle una alarma, situaciones amorosas, equívocas o de
malentendidos, motivadas por la tramas del cuento: el romance, el crimen, lo oculto,
además de palabras provenientes del cuento desparramadas aquí o allá,
ambigüedad, entresueño.
Digo con todo esto que hacer escribir no se consigue solamente con lecturas, pero
ellas son fundamentales; que no se consigue necesariamente con el análisis previo
o exhaustivo de las lecturas, pero quizás sí con cierta frecuentación; que hay
aspectos indirectos que pueden tomarse para ir hacia un orden donde se juegue
una materia cercana que no es meramente “cuente su vida”, y que hace a cada uno
caer en la cuenta de que puede escribir. Que hay una posibilidad siempre de “dar”
textos, incluso aquellos que quizás jamás leerán, como si los hubieran leído porque
les pertenecen, hablan de ellos o les hablan a ellos. Todo eso favorece
inmensamente la escritura y he de decir también que a esta altura de mi relación
con ella me encuentro muchas veces contradiciendo ciertas pautas para crear una
supuesta estabilidad cuando, por ejemplo, la literatura los hace de inmediato hablar
como una fuerza expansiva, como en un bombardeo de neutrones. Con unos
supuestos mínimos, luego me ocupo de ver qué sucedió.
Es decir, me interesa volver a una escena inicial en donde estoy siempre pensando
de nuevo cómo empieza la escritura. No les digo que sean Cortázar pero él los hace
escribir, no les digo que lean el Ulises pero hago de cuenta que lo han leído. Pongo
en cercanía materias distantes para que se encuentren creando una combustión,
apelo a la expansividad que ese encuentro va a suscitar, sin grandes mediaciones,
pero, cuando es el caso, acercando lo que parece distante, alejando lo que parece
inhibitorio. Del mismo modo, los hago volverse sobre lo vivido, en algún orden de lo
experiencial, abandonado, despreciado, para que se reencuentren con lo que está
cercano y vayan hacia lo distante de su puesta en palabras. Espero siempre que el
que escribe, escriba un texto, no un ejercicio, que su propio texto le deje una marca,
y a mí una emoción, una sorpresa incesante. Procuro aunque no siempre resulte,

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encontrame con esa belleza frecuente, extraordinaria, debida a ciertas magias
terrenales con las que todavía podemos provocar.
Notas:
La frase de Niesztche se encuentra en El ocaso de los ídolos.
1) V. Raúl G.Aguirre, Las poéticas del siglo XX, Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, 1983.
2) V. André Breton, Manifiestos del Surrealismo, “Situación surrealista del objeto”, Buenos Aires,
Guadarrama, 1974.
3) V. Gianni Rodari, Gramática de la fantasía.
4) El grupo Grafein, del que formó parte Maite Alvarado, trabajó durante los años 70 con una apuesta
muy fuerte al poder creativo del propio material lingüístico que era convocado por una consigna, a
veces, a partir de un fragmento, otras, a través de un procedimiento. Había, además, una concepción
de sujeto proveniente de la Semiótica de Kristeva, es decir, de la dispersión del sujeto, que era el
texto. La frase específica les pertenece.
5) Esta situación, que es muy soslayada en la escritura, la inhibición, la conmoción afectiva que
causa escribir, es tomada por una autora francesa, Cristina Barré-de Miniac, desde la perspectiva del
psicoanálisis, como problema con la investidura, positiva o negativa, que representa el escribir y en
relación con la posibilidad de cada quien para construir un sentido desde su lugar de sujeto. Es
llamativo, para mí, que en este país, en esta ciudad, tal vez, tan psicoanalizada, rara vez se haga
referencia a esto.
**La mamá de esa nena había muerto de S.I.D.A., su hermano estaba enfermo y se suponía que ella
también. Habíamos realizado otras prácticas previas de escritura, por ejemplo, de cartas a alguien a
quien desearan dirigirse, y en el caso de esta nena, su maestra de 1º se había sorprendido por lo que
había podido escribir.
6) Se trata de una consigna que hago en el Lenguas Vivas, que consiste en escribir un ensayo a
partir de una palabra de uso frecuente, que puede variar según las épocas.

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