Sunteți pe pagina 1din 233

Orientación Lacaniana III, 13

Jacques-Alain Miller

Primera sesión del Curso 2011 / Miércoles 19 de enero 2011

(I)

Pues bien, les doy los buenos días.


Si ubiqué lo que pude decirles el año pasado bajo el título VIDA DE LACAN,
me pregunto si fue acaso para conversar con Uds. este año acerca de la obra de
Lacan. « Vida y obra » es un binario conocido, pero a decir verdad, ¿existe la
obra de Lacan? Si hay un término ausente a lo largo de su producción, un
término del que Lacan no se vale jamás para designar el fruto de su trabajo, es
precisamente el de «obra» (l’œuvre). Con mayor precisión, insistió en presentar
lo que ofrecía al público sólo como entradas (hors-d’œuvre), si puedo expresarme
así, anunciando indefinidamente el plato principal; toda una variedad de
entradas destinadas a abrir el apetito para lo que habría de venir a continuación.
¡Sigue en el próximo número! Lacan nunca propuso un menú, como no sea
bajo la forma de una novela por entregas, en la tradición del folletín. Si la
actualizamos, la encontramos, por ejemplo, en las series de televisión que
responden al modelo americano y hoy están de moda. Año tras año, en ellas se
ve salir al ruedo a los mismos personajes, embarcados en nuevas aventuras. El
Seminario de Lacan es una serie de este tipo.
Si puede hablarse de la existencia de una obra en Lacan, el eje de esa obra
lo constituye en todo caso el Seminario. El Seminario es, me atrevo a decir, la
Gran Obra de Lacan (le Grand Œuvre),1 un interminable work in progress cuyo
cuerpo abarca no menos de veinticinco libros, como los di en llamar, que van
desde « Los escritos técnicos de Freud » hasta aquél al que acordó el título de « El
momento de concluir ».
Ese cuerpo de veinticinco libros aun resulta desbordado en sus extremos:
antes, corresponde situar dos Seminarios, ofrecidos en la intimidad de su casa;
se ocupa en ellos de dos casos de Freud: « El Hombre de las Ratas » y « El Hombre
de los Lobos ». Y después de « El momento de concluir », siguen tres Seminarios.
Dos de ellos están consagrados a la topología de los nudos y llevan por título,
respectivamente: « La topología y el tiempo » y « Objeto y representación ». De

1 - JAM se reporta en estos párrafos al valor diferente que tiene en francés el mismo término,
œuvre (obra), según se lo emplee en género femenino o masculino. En el primer caso (aquí:
œuvre / hors-d’œuvre), designa el trabajo del agente o bien aquel producto que subsiste
después de su intervención. En el segundo (aquí: le Grand Œuvre), la acepción remite, por
un lado, a la búsqueda de la piedra filosofal planteada por los alquimistas y por otro, al
conjunto de las obras de un artista. Diferenciamos en lo sucesivo el género indicando (fem.)
/ (masc.) según aparezca empleado el término en el original (N de la T.)
este último queda muy poco; a partir de lo que permite recuperar la copia
taquigráfica, pude poner a salvo algunas articulaciones. Del tercero y último,
contemporáneo de la disolución de la Escuela Freudiana de París, así como del
intento de Lacan de crear una nueva Escuela, subsisten íntegramente las
lecciones escritas por anticipado.
Se trata, en suma, de una amplitud que se extiende a lo largo de treinta
años, entre 1951 y 1980. Treinta años que constituyen, se diría, la época
lacaniana del psicoanálisis, si no fuese porque se hacen necesarios otros treinta
años más aún para que ese Seminario termine de cobrar una forma cumplida.
En eso estamos. Es decir, el conjunto está allí, o casi, porque todavía falta
la publicación. Evoqué recién los dos Seminarios topológicos de Lacan; lo que
pudo ser recuperado de ellos será publicado bajo forma de anexo del Libro XXV,
“El momento de concluir”. En cuanto a los dos Seminarios iniciales, sólo
disponemos de indicaciones para el segundo de ellos, aquél consagrado al
Hombre de los Lobos. Se trata de notas de los auditores que circularon entre los
alumnos; cuento publicarlas con el último de los Seminarios, el contemporáneo a
la disolución de la Escuela; lo haré en un pequeño volumen titulado “En los
extremos del Seminario” / “En los confines del Seminario” (“Aux extrêmes du
Séminaire”).
Recapitulando la publicación por venir del Seminario, diré que reúno en
un volumen los Seminarios XXI (“Los no incautos andan errantes” / “Les non-
dupes errent”) y XXII (“RSI”), y en otro el XXIV (“L’insu que sait ...”) y el XXV,
“El momento de concluir”. Entonces, aparte del pequeño volumen referido a los
extremos del Seminario, quedan otros ocho por publicar. Trataré de convencer
al editor para que vayan apareciendo a razón de dos por año. Como las
intenciones de su parte son las de seguir un ritmo de uno por año, cuento con la
insistencia de la que sabrá valerse la vox populi, para manifestarse de manera
tal que logre acelerar esa producción editorial y dispongamos por fin del séquito
de los Seminarios que deja tras de sí Jacques Lacan.

Decía, entonces, que Lacan nunca habló de “mi obra” (fem.); no era por eso
que hablase más de “mi teoría”, sino que la designaba como “mi enseñanza”. No
pretendió ser un autor, no se pensó como tal ni se identificó con la posición del
autor, sino con la del enseñante. Como este término ha sido desgastado por el
mal uso que se hizo de él, recurramos a uno empleado por el propio Lacan, el de
enseigneur. 2

2 - enseigneur: enseignant / seigneur. Enseignant: quien transmite un saber teórico o una


práctica.
Por homofonía, próximo de: Enseigne: insignia / inscripción / emblema // Oficial encargado de
llevar la bandera // Señal de reunión en las formaciones militares.
Seigneur: además de las connotaciones religiosas, el término remite al poseedor de tierras en
la Edad Media (Cf. « feudos »). Califica asimismo a quien detenta la potencia y la autoridad
(Cf.: « Amo y señor »). (N. de la T.).

2
Esto no quiere decir sólo que su Gran Obra (masc.) es oral.
¿Cómo se distingue un autor de un enseigneur? Ocurre, en primer lugar,
que el autor tiene lectores, en tanto el enseigneur tiene alumnos. Más aun, el
autor habla potencialmente para todos, en tanto el enseigneur habla para
algunos, para un cierto grupo. Esto nos evoca, por supuesto, los happy few desde
Shakespeare hasta Stendhal.
Ese pequeño número que constituía el auditorio a quien destinaba Lacan
su discurso, destino constante más allá de los obstáculos y las dificultades que
determinaron la renovación de esa audiencia, eran psicoanalistas. Lacan eligió
delimitar ese auditorio de manera tal que resultase compuesto por psicoanalistas
y específicamente, por aquellos que se desplazaban para escucharlo,
psicoanalistas que aportaban su cuerpo como uno lo aporta a una sesión de
psicoanálisis.
Si la publicación del Seminario se demoró tanto durante la vida de Lacan
-diría que así fue hasta mi llegada-, no es sólo debido a la incapacidad de los
demás alumnos para asegurarla, ni tampoco sólo a causa de las exigencias y de
las reticencias que habría manifestado al respecto Lacan. Ocurre que la materia
misma de ese discurso, dirigido a un pequeño número, en cierto modo entraba en
contradicción, resultaba antinómica de lo que representaba venir a ofrecerla a
quienquiera que fuese en librería y Lacan, en definitiva, se habituaba muy bien
al hecho que sus Seminarios se acumularan en un pequeño placard, Rue de Lille,
placard que abrió un día delante de mí.
No cabe duda que al mismo tiempo, ejercía en él una presión importante
el anhelo de que todo eso no quedase allí. Pero fue necesario que surgiese la
ocasión y surgió tardíamente. El Seminario sólo se convierte en obra (fem.) y
Lacan en autor por mediación, por intermedio de un otro que toma a su cargo esa
transformación, que se posiciona como el agente de ella.
¿En qué consiste dicha transformación? En pasar de aquello que fue más
o menos audible al registro de lo lisible. Una transformación que, si puedo decirlo
así, universaliza el discurso.

Sin duda Lacan ha sido, por otra parte, un autor. Allí están los “Escritos”
y, desde hace diez años, los “Otros escritos”. Por cierto, Lacan empezó a escribir
antes de hacer su Seminario, pero una vez iniciado el Seminario, sus escritos son,
según sus propias palabras, otros tantos depósitos, cristalizaciones del
Seminario; son recortes, desechos, desprendimientos del Seminario; testimonios
de los momentos en los que él había sentido que se manifestaban allí especiales
resistencias a seguirlo. Se trata también, cabe decirlo, de manera muy general,
de ocasiones que suscitaron en Lacan el movimiento de cerrar por escrito el
despliegue de una articulación. Y esto es así, con mayor frecuencia, bajo presión
de una demanda. De modo que los Escritos, cada uno de ellos, también tienen
una destinación precisa. Se dirigen, uno por uno, a quienes le solicitan que
escriba.

3
Es el caso de mi propia demanda, en el sentido de que escriba un prefacio
para el Seminario XI, que escriba “Televisión”, cuando él se mostraba incapaz de
improvisar delante de una cámara... En fin, lo que quiero decir es que Lacan era
perfectamente capaz de improvisar, pero cuando uno filma, uno corta y reanuda,
hay empalmes y entre tanto, entre cada toma, la reflexión de Lacan continuaba
avanzando. El resultado era que cuando uno se proponía hacer el empalme,
jamás había una ligadura que lo asegurase como tal. Al cabo de una jornada,
caíamos en la cuenta de que su pensamiento no se tenía quieto un momento; me
decidí entonces a decir: no nos gastemos más. Y a Lacan: será necesario que
escriba todo esto. Fue lo que hizo.
De una manera que ignoro –pero sin duda menos familiar–, sus Escritos
fueron todos escritos respondiendo a una demanda: la de presentar un informe
para un congreso, la de participar en una enciclopedia o en un coloquio, la de
redactar un prefacio o presentarse en la radio o en la televisión –como acabo de
consignarlo–, es decir, para ocasiones puntuales.
El último texto de los “Escritos”, titulado La ciencia y la verdad, Lacan lo
compuso porque le pedí uno para el primer número de una publicación de la
Escuela Normal de la que por entonces yo era alumno. Me proponía hacer salir
esa revista y a instancias de mi pedido vino ese texto que cierra la compilación
de los “Escritos”. Por eso digo que se trata de ocasiones, ya que la redacción de
esos textos –a mi entender, sin excepción– está marcada por la contingencia, en
tanto la continuidad del Seminario obedece a una necesidad, diría, interna.
Es respecto de esta extraordinaria continuidad a lo largo de treinta años
del Seminario que corresponde situar los Escritos, cada uno de los escritos de
Lacan, en tanto vienen a escanciar un momento, cristalizar una aritulación,
precisar aquello que había figurado a título aproximativo. Digamos que de ahora
en más, Lacan será leído según una dialéctica entre los Escritos y el Seminario.
En fin, esta perspectiva existía ya por cierto con el buen número de sus
Seminarios que estaban en circulación –trece si no me equivoco–, pero desde mi
propio punto de vista, después de haber completado el recorrido –algo que
ustedes sólo podrán hacer cuando esté todo publicado, dentro de poco–, el
conjunto cambia, hay un efecto de après-coup que viene a resituar la naturaleza
de los elementos.
Lejos de mí la idea de desvalorizar la obra escrita de Lacan. Nada de lo
evocado aquí se orienta en ese sentido. ¡Oh, sí! Sé bien que una cierta cantidad
de prosistas, tanto como pueden alabar a Lacan en su Seminario porque los hacía
vibrar, pueden deplorar la rugosidad de su estilo escrito, calificándolo de ilegible,
torpe, torturado. En fin, ése no es en absoluto mi punto de vista. Es en el texto
escrito y a través de él –ese escrito cuya función distinguió Lacan mucho antes
de que se ponga a la orden del día en la filosofía contemporánea–, donde Lacan
fija su doctrina, el uso que él hace de los términos que emplea.
En especial, Lacan acordó su lugar a la escritura en el Seminario IX, “La
identificación” y lo hizo en términos precisos, señalando su primacía. Separando,
por decir así, el grano de la paja, Lacan selecciona en su Seminario aquello que

4
a su entender merece ser aislado, preservado. Es allí donde acumula intentos,
se adelanta en múltiples direcciones, a veces arriesga –mesuradamente, pero
aun así lo hace– evocaciones difusas, empuja hasta su límite ciertas analogías.
En sus escritos, establece la línea divisoria entre lo que merece ser
preservado bajo esta forma y lo que puede permanecer en su placard, por decir
así. Y tanto menos me inspira la idea de desvalorizar los escritos, la obra escrita
de Lacan, cuanto que, en el plano personal, son esos escritos los que me
condujeron a Lacan. Exhortado por Louis Althusser, hacia fines de 1963 tomé
conocimiento de lo que estaba disponible en librería por entonces; abordé esos
artículos de Lacan y fue por ahí que quedé atrapado.
Pero una vez señalado esto, vuelvo a subrayar que la obra escrita de
Lacan, sus “Escritos”, se recortan sobre el fondo del Seminario, se desprenden a
partir de él, que constituye hablando con propiedad el lugar de la invención de
un saber.
Precisamente porque Althusser –o sus allegados– remitieron a un
instituto-museo sus archivos, contamos hoy con una carta que Lacan le dirigiera
a Althusser en noviembre de 1963, en el momento en que a la búsqueda de un
refugio, había entrado en relaciones con este enseñante de la Escuela Normal
para obtener allí una sala donde habría de ofrecer “Los cuatro conceptos
fundamentales del psicoanálisis” y los cuatro Seminarios siguientes.
En esa carta, Lacan hablaba de su Seminario en los términos siguientes:
“El Seminario donde intentaba desde hacía diez años [por consiguiente, a partir
de “Los escritos técnicos de Freud”, primer Seminario público que tuvo lugar en
un anfiteatro del hospital Sainte Anne, cuando su protector era el Dr. Jean
Delay] trazar las vías de una dialéctica, cuya invención fue para mí una tarea
maravillosa”
Ese último adjetivo, “maravillosa”, nos aporta, al fin de cuentas, un
pequeño panorama acerca de lo que fue para Lacan la alegría (joie) de llevar
adelante ese Seminario, del que fue por entonces su goce (jouissance) –para decir
la palabra– y del que algo alcanza a entrar en circulación, pasa lo suficiente como
para que esos Seminarios que tienen más de medio siglo, cuando son publicados
y se publicarán hoy, no sean recibidos como el testimonio de lo que se pensaba
por entonces, sino conjugados en presente e indicando vías para el futuro.
Puedo sacar partido de esta expresión de Lacan para dar testimonio, al
menos una vez, acerca de mi tarea en lo que hace al Seminario de Lacan: esa
tarea también es para mí maravillosa. Es algo que, para decirlo todo, voy a
extrañar (ça va me manquer). Dentro de un rato me detendré precisamente en
el detalle acerca de cómo la veo, cómo vivo esa tarea.

Leer el Seminario es asistir a la invención de un saber en el momento en


que surge. Y no es posible decir que esa invención proceda a partir de un diálogo,
aun cuando Lacan, aquí, acuerde la palabra a algunos de los presentes. Pero es
una invención que supone, como ya lo indiqué, una formulación destinada al otro,
a los psicoanalistas. Esto es así sin que su calificación como tales venga a quedar

5
necesariamente validada por Lacan; por el contrario, es un tema recurrente en
el Seminario la discusión abierta acerca de ese otro constituido en su
destinatario, el examen de la calificación de los psicoanalistas, su
cuestionamiento. En el fondo, no es algo que cobre la forma del elogio –es lo
menos que pueda decirse. Pero hay un homenaje permanente: precisamente el
hecho que ese discurso los elige como destinatarios.
Recorriendo el último de los Seminarios a los que me consagré –que me
guardé como lo mejor para el final–, “La identificación”, quedé sorprendido por
la cantidad de veces que Lacan dice: “Para Uds.”; “Aquí está lo que construí para
Uds.”; “Aquí les dejo para que Uds. vean”, ... y otra vez “para Uds.” y una vez
más “para Uds.”... A tal punto que me decidí a retirar algunos de ellos, algunos
de esos “Uds.” (Vous), porque ya empezaban a funcionar como tapones (faire
bouchon). Pero desde este punto de vista, el Seminario es como tal un homenaje
constante a los psicoanalistas.
No obstante, en el marco mismo de ese homenaje... ¡qué mal los trata!
¿Acaso están tan siquiera a la altura? Antes de consagrarse a pensar aquello
con lo que tienen que vérselas, la mayoría de ellos recurre a coartadas, olvida lo
esencial de las cosas que les fueron dichas, de modo que es preciso repetírselas,
insistir en ellas. Y según lo señala Lacan, la insistencia es, si puedo decirlo así,
el pecho nutricio de la enseñanza.
Al mismo tiempo, no obstante, esos psicoanalistas son los testigos de la
invención, por cuanto son ellos quienes pueden dar testimonio de la adecuación
de los propósitos de Lacan a lo que está en juego en la experiencia, a lo que pasa
en ella y en ella se revela de cuanto se refiere a la transferencia, de una verdad
íntima, incluidas sus variaciones.
En el fondo, Lacan lleva adelante su Seminario teniendo en cuenta esta
comunidad de experiencia, aquello mismo que esos psicoanalistas –tan
desfallecientes como los muestra en su discurso– comparten con el enseigneur,
esto es: la experiencia de los fenómenos analíticos. Entonces, que esos
psicoanalistas no entiendan nada de lo que está en juego allí, es una cosa; que lo
consideren al revés y lo conduzcan a impasses, en el fondo poco importa, porque
no obstante están en contacto con aquello mismo de lo que se trata.

En el momento de iniciarlo, califiqué mi trabajo de intermediario, de


intérprete, señalando que establecía un texto. Lo dije con cierto humor, en la
medida en que indicaba, al mismo tiempo, que era cuestión de establecer un texto
cuyo original no existía. Hablé de “establecer”, porque es el verbo empleado
cuando se trata de ofrecer ediciones de textos antiguos, griegos o latinos; en esos
casos, en francés se consigna: “texto establecido por...”. En el momento en que
me puse manos a la obra con el Seminario, cuando encaré la tarea del Seminario,
no había dejado atrás desde hacía tanto tiempo la época en que recorría los textos
de Tácito e incluso de Aristóteles en las ediciones de las Belles Lettres, donde
esa indicación se repetía y donde las notas marcaban las diferentes versiones,
según las copias de los manuscritos a las que se reportaran.

6
Pero, claro está, aquí el original no existe. En primer término, no hay otro
manuscrito que no sea la copia taquigráfica de un discurso oral. Si afirmo que
el original no existe no es sólo en función de los errores de la taquigrafía, sino el
hecho que se desprende de la naturaleza misma de un discurso auténticamente
oral, esto es, que no se reporta simplemente a la lectura de un texto escrito.
Como es sabido, Lacan improvisaba su discurso a partir de notas escritas, pero
acordando libre curso, a partir de esos pilotes, a la invención en el momento.
Pues bien, la copia taquigráfica guarda la huella de aquello que distingue
profundamente el discurrir oral de la expresión y su discurrir escrito: ustedes
empiezan a decir algo y se explayan hasta que llega el momento en que se les
ocurre una manera de decirlo mejor o un ángulo preferible para captar lo
abordado; abandonan así la intención primera para seguir la dirección de lo que
surgió después. Podrían detenerse y decir: “Retomo, para expresarme mejor”,
pero resulta pesado: sería algo así como subrayar el propio error. Entonces,
cuando les surge una mejor manera de formular lo que están abordando,
establecen una continuidad con lo que venían diciendo para derivar siguiendo el
nuevo curso. La copia estenográfica conserva así sólo una frase, pero esta frase
se encuentra rota en su interior por el modo en que fue divagando la intención;
de haber llegado a reproducir ese divagar, la continuidad se hubiese disgregado
y se hubiesen encontrado en medio de un galimatías. Si pudo llegar a ser audible
en su momento, es en función de la distracción general, del conjunto de los gestos
y actitudes, de la entonación incluso. Ocurre también que el discurso oral se
precipite hacia una conclusión, donde el mismo orador queda atrapado
bruscamente, quemando las etapas.
Por consiguiente, en mi trabajo no se trata sólo de restituir sin más lo
dicho por Lacan. Si así fuese, bastaría dactilografiar la copia taquigráfica, tarea
a la que se consagra gran cantidad de personas, a quienes nunca impedí que lo
hiciesen. De lo que se trata en mi trabajo... ¡es de reencontrar lo que Lacan quiso
decir! Y que no dijo –o que dijo de manera imperfecta, oscura.

De toda evidencia, se trata de algo arriesgado. Es un ejercicio arriesgado


el de evaluar lo que quiso decir y no dijo. ¡No lo dijo porque el significante resiste!
Resiste a la intención de decir. Por consiguiente, es cuestión de reencontrar lo
que quiso decir tan cerca como posible de lo que dijo, pero sustrayéndose a la
dictadura ejercida por lo que permanece en la copia taquigráfica de lo dicho. Esto
resulta especialmente válido cuando se trata –como ocurre con el Seminario “La
identificación” – de múltiples figuras topológicas, cuyo aprendizaje hacía Lacan
al mismo tiempo que las enseñaba. En todo caso, se adiestraba en dibujarlas y
queda claro que una parte de lo que dice al respecto, lo enunciaba mientras
dibujaba. De no reportarse allí a la regla de lo que quiso decir, hay que reconocer
que uno no entiende absolutamente nada.
Por lo tanto, allí domina precisamente la intención, tal como se la puede
reconstituir teniendo en cuenta lo que dijo. Dicho de otro modo, si desde este

7
punto de vista tuviese que calificar lo que hice y, quizás, lo que hubiese debido
hacer aún más, diría que reside en traducir a Lacan. Se trata de una traducción.
Lacan se expresaba en una lengua, no hablada más que por uno solo y su
esfuerzo consistía en enseñarla a los demás. Se trata de comprender esta lengua
y puedo decir que estos últimos años me di cuenta que en definitiva, no la
comprendía verdaderamente sino después de haberla traducido. Antes de
hacerlo, sin duda, en el recorrido hecho repetidas veces de sus Seminarios –¿cómo
decirlo? –, sentía de qué se trataba. Lo registraba con suficiente nitidez como
para deducir a partir de allí los teoremas susceptibles de inspirarme a mí mismo
para este Curso. Pero al fin de cuentas, es sólo una vez que establecí, que escribí
el texto y en el movimiento de ir haciéndolo, que se pusieron de manifiesto para
mí, de manera decisiva, los lineamientos, la trama bien ajustada de la invención
de Lacan.
En efecto, cuando digo: traducir, digo: hacer aparecer la arquitectura.
Cuando Lacan afirma haberse consagrado a la invención de una dialéctica,
un filósofo –como lo era yo en otros tiempos– habría hablado, por ejemplo, de
dónde reside la autodeterminación arquitectónica del Seminario. Esto es, de esa
sucesión de opciones que determina la unidad interna, orgánica, articulada del
discurso. Allí reside el registro de lo arquitectónico según Kant. Al respecto, en
la medida en que “arquitectónico” guarda cierta relación con “arquitectura”,
podría evocar la doctrina de la arquitectura propuesta por Lacan en su Seminario
“La identificación”, donde se trata para él –digámoslo así– de arrancarle el
volumen a la arquitectura, para acercarla a la superficie cuya topología trabaja
Lacan.
“La arquitectura –dice entonces– presenta una singular ambigüedad, en
la medida en que, por un lado, este arte parece poder, en función de su
naturaleza, ligarse a la plenitud y a los volúmenes, vaya a saberse a qué
completud, en tanto por otro revela, en definitiva, estar siempre sometido al
juego de los planos y de las superficies. No resulta menos interesante reparar
en cuanto queda ausente: toda una clase de cosas que el uso concreto de la
extensión nos propone, por ejemplo, los nudos.”
Vemos allí aparecer, como por un atajo, aquello que ocupará de inmediato
todo el interés de Lacan. Agrega entonces: “Antes de ser volumen, la
arquitectura se habituó a movilizar, a disponer, a ordenar superficies alrededor
de un vacío”.

Así es como me represento yo la arquitectónica lacaniana: organizada a la


manera de superficies alrededor de un vacío. Llegado a este punto, podría
incluso acordar como emblema a este Seminario, camino de la invención de un
saber, este primer objeto topológico introducido por Lacan en el psicoanálisis: el
toro.
Este objeto llega a quedar representado de la mejor manera por la imagen
de una cámara de aire, de un anillo o argolla, es decir, de un cilindro encorvado
cuyos dos extremos vienen a reunirse. Es el primer objeto puesto en escena por

8
Lacan en su Seminario “La identificación”, pero acerca del cual ya encontramos
una alusión hecha al pasar en su escrito “Función y campo de la palabra y del
lenguaje”, donde se refiere, sin detenerse en la cuestión, a la forma de un anillo.
Es siguiendo esa dirección que Lacan introduce la topología en el
psicoanálisis y lo hace oponiendo, con muchas precauciones, dos formas, dos
dimensiones de la existencia del agujero, a saber:
ü el agujero interno, aquél que ya está presente en el cilindro, agujero
alrededor del cual disponemos en rodillo, enrollamos una superficie cuyo
interior presenta una cavidad y resulta, por consiguiente, hueca;
ü el agujero central del toro, es decir aquél gracias al cual está en
comunicación con el espacio que lo rodea.
De modo que nos encontramos así ante un objeto perforado: por un lado,
el agujero perfora el toro verticalmente y por otro, está el agujero ubicado dentro
del cilindro.
Lacan despliega extensamente la oposición entre esos dos agujeros e
inmediatamente después, propone un uso metafórico de uno y otro, valiéndose
de ellos para ilustrar la relación entre la demanda y el deseo. Avanza entonces
dos representaciones:
1. Invita a trazar círculos en espiral alrededor del cuerpo cilíndrico del
toro y propone metafóricamente que esos círculos en espiral, que
giran alrededor de la cámara de aire, representan la repetición, la
insistencia de la demanda, su reiteración;
2. Alrededor del agujero interno, las múltiples vueltas de la demanda
terminan por encontrarse y cerrarse sobre sí mismas al final del
circuito. Lacan subraya entonces que por el mero hecho de haberse
cerrado alrededor del cuerpo cilíndrico, el agujero central llega a
quedar invisiblemente rodeado. Es ese agujero central el que viene
a identificarse entonces, siempre metafóricamente, con el objeto del
deseo: aquél que cada una de las vueltas y los giros de la demanda
–cada uno y ninguno de ellos– envuelve. No es ninguno de esos
giros el que envuelve ese objeto, sino que es el cuerpo completo –por
decir así– de las vueltas de la demanda el que termina por dibujar
el agujero central.

Este año volveremos eventualmente a considerar la cuestión. Sólo la evoco


aquí para decir que hoy me represento el Seminario de Lacan siguiendo ese
modelo. Ocurre que esos Seminarios, unos a continuación de otros, enrollándose
como las vueltas de la demanda, reiterándose año tras año (y es preciso decir que
esto fue así hasta el final, mientras le quedó voz), al mismo tiempo cercan y
rodean, forman como el entorno de un vacío central. Es en dirección de ese vacío
central que el Seminario progresa; de cierta manera, en ese vacío se funda el
dinamismo de su reiteración, el dinamismo de ese work in progress.
Probablemente resulte necesario que le demos un nombre a ese vacío.

9
¿Cómo procede Lacan en su Seminario? Es algo que se distingue bastante
de los Escritos. En mi parecer, procede esencialmente apelando a la
argumentación y en lo que a mí respecta, es por ahí que resulté capturado.
¿Por qué digo esto? Uno constata que el Seminario de Lacan ejerció un
efecto de captación sobre algunos, porque para ellos Lacan poetiza, profiere,
declama, eso es lo que los deja K.O. Constato que para una gran cantidad, Lacan
es algo así como un profeta romántico. Y hay, por cierto, estrofas de Lacan, hay
coplas donde, en un momento dado, uno siente los trémolos, vibran los violines...
Lacan hace una gestión pródiga de todo eso... ¡No es incauto! (Pas dupe!) Quiero
decir que una vez producido el efecto, suspende ahí mismo esas estrofas y
refranes y retoma con el tono habitual.
Entonces, esos pasajes tienen ciertamente su lugar, pero lo tienen en el
seno de una argumentación. ¿En qué consiste esa argumentación? Por un lado,
es una deducción. Al respecto, si Lacan no es un lógico, sin duda procede al
menos de manera lógica, es decir, siguiendo el paso a paso de la demostración.
Por ejemplo, en los Seminarios del primer período, especialmente del Seminario
III al Seminario VI, lo hace, en efecto, siguiendo una dialéctica de inspiración
hegeliana; en acuerdo con esa dialéctica, avanza planteando demostraciones.
Luego lo hará siguiendo otras modalidades diferentes de la hegeliana.
Es preciso subrayar que cuando se trata, por ejemplo, de la topología, hay
pasos de la demostración que es necesario restituir, porque Lacan, en ciertas
ocasiones, se precipita, intenta decir en una sola frase algo que demanda ser
desglosado en varias operaciones y como esos tiempos no fueron desplegados en
la exposición, uno no entiende nada.
Además, en sus últimos Seminarios intentó demostrar que había una
relación de pertenencia muy grande entre la topología y el tiempo, precisamente.
Hay cosas que es necesario hacer primero y que uno hace después y eso cambia
según el orden en que se hacen las operaciones. Así, en primer término se puede
ubicar la argumentación como deducción, pero hay también en Lacan –creo
haberlo dicho ya en este Curso– una argumentación de abogado. Es decir, él
defiende una causa, la causa de lo que se propone demostrar. Al hacerlo, aporta
argumentos de prueba.
No olvidemos que una de las primeras referencias consignadas por Lacan,
particularmente en la época de “Función y campo...”, es el “Tratado de la
argumentación”, del Profesor Perelman. Por mi parte, veo allí el indicio de que
no cabe situar la argumentación de Lacan simplemente como una argumentación
lógica, sino que es preciso entenderla como la de un retórico, un maestro de
oratoria: fija una dirección y acumula las pruebas en apoyo para ir en el sentido
contrario. De ahí el efecto de desorientación que esto produce en quien lo escucha
y cree en la simultaneidad del discurso de Lacan.
Todo lo cual hace pensar en la pieza de Courteline, “Un cliente serio”. En
ella, Barbemolle, abogado de Lagoupille, aporta en el alegato de su defensa lo
necesario para enmendar a Lagoupille. Después, de repente, en mitad de la
audiencia, es nombrado fiscal y cambia de lugar en el tribunal. Reconfecciona

10
de inmediato los argumentos de su alegato y agobia entonces al desdichado
Lagoupille, quien reclama por otra parte la devolución de la suma desembolsada
para pagarle a su abogado. Pues bien, hay efectivamente en Lacan algo de esto
–es posible percibirlo muy nítidamente en ciertos pasajes–: para validar una
orientación escogida en un momento dado, por las mejores razones del mundo,
moviliza en una lección todos los argumentos que la justifican; no escatima
medios; pasa tanto por argumentos lógicos como por esas estrofas cerradas por
un refrán, vibrato incluido, que se inscriben en una estrategia de oratoria muy
precisa.
Dicho de otro modo, mi traducción de Lacan se orienta ante todo sobre la
base de la argumentación, partiendo de la idea según la cual si la deducción es
correcta en su procedimiento, debe haber allí una argumentación impecable,
cuyos residuos taquigráficos son los que llegan a mi lectura. Constato que, en
efecto, allí está presente esa deducción; lo constato porque, en fin, ya hice lo
suficiente como para tener la convicción de antemano.
Reconstituyo entonces una cadena de deducciones y a veces, cuando un
eslabón saltó, lo restituyo en su lugar. Hago eso ahora más a menudo que antes.
¿Qué ocurría antes? ¿Era más tímido? Diría que antes dejaba un mayor margen
al lector para que se las arregle; por mi parte, en ocasiones hacía el despeje en
mi Curso. Digamos que ahora desenredo más que antes el texto.
Comencé a hacerlo, por lo demás, con la estructura de la frase de Lacan,
que confía siempre el término más importante a la última palabra pronunciada
y, por consiguiente, obliga a previas acrobacias. Había conservado largamente
esta secuencia y a partir de cierta fecha, decidí destorcer la frase, constatando
las dificultades que implicaba para el lector. Hoy avanzo un paso más, cuando
intento proveer, en esos ocho Seminarios, un texto que resulte tan poco equívoco
como sea posible. Para lograrlo, procedí a restituciones de modo tal que se llegue
a ver más claramente, por ejemplo, cuáles son los antecedentes de los
pronombres relativos; lo hice pensando que si no lo hacía yo, no lo haría nadie.
Bien, ahí queda.
Es preciso decir que al proceder así, de ese desbrozamiento emerge una
suerte de Atlántida sumergida. O bien se diría que como resultado de la
excavación, uno toma en sus manos algo lleno de polvo, lo barre con una escobilla
y ve aparecer entonces el relieve. Esto es lo que se produce para mí en el
transcurso mismo del trabajo, que llevo adelante entonces con el júbilo de un
arqueólogo que ve remontar a la superficie inscripciones enterradas. Esto no
quita, sin duda, por muy destorcida y completada que llegue a quedar la
argumentación de Lacan, que sea necesario hacer esfuerzos, poner algo de sí.

Evocaré aquí a un autor al que, según creo, el mismo Lacan había hecho
referencia una vez, aunque me parece que no quedó huella al respecto. Fue en
ocasión de anunciar la creación de su Escuela. Se refirió entonces a Fichte –
quizá porque yo le había hablado de él–, alumno de Kant.

11
En la segunda introducción a la Wissenschaftlehre, La doctrina de la
ciencia, porque se le objeta que no se entiende estrictamente nada en lo
enunciado por él como curso de filosofía, Fichte escribe: “Se dice que es preciso
contar con la actividad autónoma del otro y acordarle, no tal o cual pensamiento
determinado, sino sólo las indicaciones para que él mismo lo piense.”
Es lo que hace Lacan, tanto en sus Escritos como en el Seminario: aporta
indicaciones para que uno piense por sí mismo. Se trata de una idea que el propio
Lacan expresa a su manera, hacia el final de la apertura de los Escritos, cuando
dice: “Queremos, a partir del recorrido del que estos escritos son los jalones (...)
conducir al lector a una consecuencia donde le sea necesario poner algo de sí.”
Se trata de la misma idea. Y ya que me detuve en uno de los mayores
autores del idealismo trascendental, concluiré aportándoles una orientación que
encontraba en uno de los pequeños tratados de Schelling, acerca de la explicación
que el idealismo formula en cuanto a la doctrina de la ciencia:
“Sería preciso pensar que sólo un hombre, cuando en ocasión de librarse a
investigaciones empíricas ha sentido bastante a menudo hasta qué punto por sí
mismas contentan poco su espíritu; ha sentido que precisamente los problemas
más interesantes allí encontrados reenvían muy a menudo a principios
superiores y con qué lentitud e incertidumbre se avanza en esas investigaciones
sin ideas directrices –únicamente un hombre que aprendió, gracias a una
múltiple experiencia, a discernir la apariencia de la eficacia, la inanidad y la
realidad de los conocimientos humanos, sólo un hombre así–, fatigado por más
de una búsqueda que se propuso a sí mismo, en la ignorancia de lo que es capaz
el espíritu humano, únicamente un hombre así promoverá en sí mismo, con
íntegro interés, con una clara conciencia del sentido de lo que demanda, la
pregunta: ¿finalmente, qué es real en nuestras representaciones?”
Esta pregunta está presente en Lacan, no con respecto a la representación,
llevada a su punto culminante por el idealismo trascendental, sino en lo que hace
a la dimensión de las palabras, a todo cuanto la corriente de un análisis arrastra
consigo de relatos, anécdotas, deploraciones, reproches, estimaciones, anhelos,
mentiras –semiverdades–, arrepentimientos, suspiros... palabras que, decía
Lacan, en definitiva tienen muy poco valor.
En el conjunto de todo eso, al fin de cuentas, ¿qué es lo real?
Por mi parte, afirmo que la tarea maravillosa de esta invención de la
dialéctica de la que habló Lacan y que se encuentra allí, depositada en los giros
en espiral del Seminario, se orienta siguiendo la fórmula de la pregunta que
Schelling planteara en estos términos: ¿QUÉ ES, AL FIN Y AL CABO, DAS REALE ?
En el fondo, la gran respuesta aportada por la enseñanza de Lacan a esta
pregunta es: LO REAL ES LO SIMBÓLICO.
Es lo simbólico, porque lo situado como real por entonces estaba excluido
del análisis y por consiguiente, lo aislado como real por Lacan en la cura, en el
sujeto, es el núcleo simbólico, en ocasiones encarnado por la frase, y en tanto se
sitúa como opuesto a aquello que se trata de atravesar como si fuese una
pantalla, esto es, lo imaginario. Por consiguiente, digamos que en el transcurso

12
de los seis primeros Seminarios de Lacan –desde “Los escritos técnicos de Freud”
hasta “El Deseo y su interpretación” –, la enseñanza de Lacan apunta a situar lo
simbólico como lo real de lo imaginario: LO SIMBÓLICO ES LO QUE HAY DE REAL EN
EL IMAGINARIO.
Es preciso que se produzca la ruptura introducida por el Seminario VII,
“La ética del psicoanálisis”, para que lo real reencuentre sus colores a distancia
de lo simbólico y de lo imaginario, para que empuje y aparte a lo simbólico y a lo
imaginario, arrojándolos al estatuto de semblante. Ese real aparece entonces
indexado por el término alemán de das Ding, la cosa. Es por eso mismo que me
refería a Fichte y a Schelling, autores a ubicar entre Kant y Hegel. El reenvío
de Lacan a das Ding, por su parte, indicaba LA PULSIÓN.

Pues bien, siguiendo el hilo del Seminario de Lacan, nuestra pregunta de


este año será: ¿QUÉ ES AL FIN DE CUENTAS LO REAL?
En Freud, para decirlo rápido, lo real al fin de cuentas, en última
instancia, es la biología. Y si quiero proceder una vez más por cortocircuito, si
quiero ir por atajos, diré que en Lacan, al fin de cuentas, LO REAL ES LA
TOPOLOGÍA. Es decir, aquello que no es materia alguna, sino pura relación de
espacio, un espacio que debemos incluso, respecto del nuestro, marcar de una
negación, un “no” indicando en este caso que no se trata de nada sensible.
Si en el Seminario “La Identificación” Lacan utiliza todavía esas figuras a
la manera de otras tantas ilustraciones o metáforas, si más allá incluso de su
“Momento de concluir” buscó cercar, acosó a la topología, es porque vio en ella,
situó en su no-sentido (non-sens) 3 lo real.
Las comillas son constantes en todo cuanto enuncia Lacan. Nunca se
expresó en su Seminario sin decir: Si puedo decir, por así decir, lo que se da en
llamar... Todo lo toma con pinzas, es decir, todo lo toma precisamente como
significantes con los cuales uno intenta, torpemente, captar aquello que se refiere
a lo real. Por esa misma razón estoy obligado, cuando me consagro a darle una
forma legible, a retirar gran parte de esas formulaciones, de otro modo la frase
resulta inabordable y el volumen total, por otra parte, llegaría al doble. Dejo en
su lugar no obstante el suficiente número para que se mantenga presente y
pueda ser captada la atmósfera misma de su discurso, la esencia de su
enunciación, que es la de tomar las palabras entre comillas. Son maneras de
hablar –actitudes proposicionales como decía Bertrand Russell– y como tales,
son también maneras de borrar aquello de lo que se trata.
Esta actitud fue la de Lacan desde siempre. Él contaba que desde su época
de estudiante, se había hecho conocer como el que siempre agregaba “no es
exactamente eso”. Pero ocurre que a veces, precisamente cuando uno se atiene
a esa disciplina, esa réplica no cabe. Es el caso, en particular, cuando uno
encuentra la palabra justa y en ocasiones es necesario deformarla un poco,

3 - non-sens: sin razón, absurdo (N. de la T.).

13
porque de otro modo no atraviesa el muro del significante y del significado. Y
ocurre que a veces, es exactamente eso.
Pues bien, en particular, cuando digo en nombre de Lacan –él lo dijo una
o dos veces–: LA TOPOLOGÍA ES LO REAL, lo digo sin comillas, en el sentido en que
para Lacan era exactamente eso.

Hasta la semana próxima.

(Aplausos)

FIN DE LA PRIMERA SESIÓN 2011 (19.01.11)

----- ♠ -----

14
Orientación Lacaniana III, 13

Jacques-Alain Miller

Segunda sesión del Curso 2011 / Miércoles 26 de enero 2011

( II )

La vez pasada recurrí a mis manos para hacerles la mímica de la relación


entre dos círculos cuya articulación constituye este objeto topológico llamado
toro, el primero de este tipo introducido por Lacan en el psicoanálisis. Esta
topología es, en cierto modo, un nuevo imaginario inventado por Lacan, a medida
que lo iba descubriendo en las matemáticas, para entrenarnos en nuevas formas.
Por otra parte, el uso que hago de esta expresión, “nuevo imaginario”,
queda justificado aunque más no sea porque Lacan, según creo, se vio conducido
en esa dirección por una obra titulada “La geometría de la imaginación”. Los
autores son dos; el más conocido de ellos, David Hilbert, fue un matemático de
primera línea a fines del s. XIX, oráculo de las matemáticas; en la ocasión se
adjuntó un con vocent 4 que ubico menos, en fin, que desconozco. Es allí, en esa
obra, donde Lacan encontró la banda de Mœbius, el toro y el cross-cap y proveyó
así a los psicoanalistas de nuevos recursos, esencialmente de nuevas referencias,
relaciones, puntos de vista, que además admitían ser representados.
Él mismo se ejercitó en dibujarlos en sus seminarios, dando muestras de
una virtud que por mi parte admiro, tanto más cuanto que no lo igualo ni lo
supero al respecto. Por otra parte, cabe subrayar –creo haberlo hecho ya hace
tiempo en este Curso–, que no encontramos representadas estas figuras
topológicas en ningún escrito de Lacan, lo cual no quiere decir que estén por
completo ausentes: están allí a título de soporte –y de un soporte constante.
Lacan escribió acerca de esta topología en un texto que figura en los “Otros
escritos”: “El atolondradicho” / “L’étourdit”, título tomado de Molière, “L’étourdi”
(“El atolondrado”), con el agregado de una “t” final que apela, precisamente, a
las vueltas de lo dicho, las ubicadas por mí alrededor de ese círculo que llamaba
cilíndrico del toro.
Puedo llevar ante la barra mi testimonio (evidentemente, pueden
considerarlo como sujeto a caución, ya que soy el único testigo de lo que relato,
pero en fin, un cierto número de ustedes sabe que me esfuerzo en no contar
pavadas...) de que Lacan se comprometió a redactar ese texto para satisfacer una
demanda que le había sido formulada; se trataba de incluirse en una compilación
–si mi memoria es buena, aquélla elaborada por el servicio del Hospital Sainte

4 - Son varios los términos en latín de los que hará uso JAM a lo largo de esta conferencia. Los
reproducimos tal como figuran en el original. (N. de la T.).

15
Anne, donde él hacía su presentación–; una vez concluida la redacción de una
cierta cantidad de páginas, donde leerán aquello de “lo que permanece olvidado
detrás de lo que se escucha...”, vayan a ver, se encontró de pronto detenido en
ruta y me dijo: “Me pregunto por dónde voy a continuar...”
Preferí no dejarlo pasar y escogí la alternativa de tomar en serio lo que me
decía; le señalé entonces: “En el fondo, Ud. no escribió nunca nada acerca de la
topología, algo que sin embargo considera fundamental...”. “Esa es una idea” –
me respondió.
Así, hasta donde sé del asunto, ustedes deben el despliegue acerca de la
topología que encuentran en ese escrito, sin ninguna representación, a esa
sugestión de mi parte. Podemos decir, entonces, que después de todo Lacan
prescindía de escribir sobre el tema hasta 1972.

La vez pasada los invité a considerar que la espiral de las vueltas,


encadenadas unas a otras del círculo cilíndrico, espiral que rodea y ciñe el cuerpo
del toro, dibuja cuando se cierra sobre sí misma el círculo central del toro, aquél
que comunica con el espacio donde está situado el toro y hace uno con él. A
diferencia de lo que ocurre con una pelota, que ustedes pueden atrapar, sostener
y relanzar, pero cuya superficie no pueden atravesar, el toro tiene un agujero en
el medio, ése es el agujero central.
Cuando Lacan introduce el toro, de inmediato se sirve de él para formular
la invitación de representar allí las vueltas de la demanda por los giros del círculo
cilíndrico; cuando esos giros terminan encontrándose, dibujan el círculo que
rodea y ciñe el agujero central, agujero del objeto del deseo.
Como les dije, utilicé por mi parte esta representación para indicar la
relación del discurso de Lacan con su objeto, con aquello que a su entender está
en juego –y precisé: se trata de lo real. Me refiero a ese discurso cuyos giros,
cuyas vueltas prosiguieron año tras año, per inde ac cadavre, hasta la muerte.

Recién dije objeto y lo ubiqué en el lugar de aquello que está en juego para
Lacan. Ocurre que en esta ocasión, el término objeto me presta servicio de
manera simple. Trae consigo el prefijo ob, el mismo que, por decir así, tenemos
dificultades para tragar (gober). En latín, ob remite, en primer término, a
delante de, frente a. Nuestra lengua lo procura en vocablos tales como obstáculo,
objeción –eso que a uno le echan en cara– o bien, el obstáculo con el que tropiezan
cuando se adelantan, se acercan o sobresalen–; pero lo encontramos también en
oblación, el don que ofrecen en las narices del otro, con las mejores intenciones
del mundo –me estoy refiriendo a lo dicho por Freud acerca del regalo, algo que
evoqué en su momento–; también está presente en obligación, obscuridad,
obscenidad ... En el fondo, la lengua francesa privilegió en ese ob del latín el
valor de frente a, opuesto a. Lo encontramos asimismo bajo la forma de oc, op,
os o simplemente, bajo la forma de la o, cuya presencia puede señalarse tanto en
ocasión como en omisión.

16
Esto es lo que trae dificultades con el término objeto, ya que cuando me
refiero a él aquí, no se trata de nada que se encuentre frente a, como ustedes
están ahora frente a mí y yo estoy frente a ustedes. Si en mi frase decía aquello
que está en juego para referirme a aquello que Lacan designa como objeto, es
porque apuntaba al enunciarlo así a la substancia del discurso de Lacan,
entendiendo por substancia de ese discurso lo que hay bajo las manifestaciones,
bajo lo que percibimos, bajo los fenómenos.
Pero en fin, Lacan conservó el término de objeto cuando habló del objeto
a.
Y precisamente no se trata entonces del objeto en el sentido de lo que está
frente a. Si bien comenzó por ahí, porque ése era el uso del término en vigencia
en el discurso psicoanalítico, Lacan explotó otro valor del prefijo latino ob, aquél
que reenvía a la causa: a causa, por causa de. Fui a verificar en mi Gaffiot que
Cicerón dice: ob eam causam, “por esa razón”.
Es así como Lacan pudo ubicar su objeto a en sus esquemas,
particularmente aquél del discurso del analista, por debajo, por detrás, del sujeto
del deseo y no delante, no como el objeto que les meten a ustedes bajo la nariz
para atraerlos, sino como aquél que por detrás causa el deseo de ustedes.
No es por casualidad que a partir del momento en que podemos avanzar
un primer paso a propósito de lo real, nos topemos con la noción de causa. Para
decirlo como podrían decirlo los filósofos, en el plano del concepto hay una
pertenencia esencial entre lo real y la causa, al punto que cuando nos servimos
del término real, podríamos hacer de la causa su rasgo distintivo en cuanto a su
adecuación: lo real es causa. No es legítimo hablar de real, como no sea a
condición de atribuir esa cualidad de real a aquello que es causa de un cierto
número de efectos.
Es la razón por la cual, desde esta perspectiva, pude decir que la cuestión
de lo real era, después de todo, natural, lo más natural que hay en el mundo para
un psicoanalista. Incluso podría haber dicho que la cuestión de lo real viene a
quedar planteada para toda acción que designemos como terapéutica, a medida
que se trata allí, para esa acción, de alcanzar lo real en su condición de reino,
reinado, dominio de la causa, siempre y cuando se busquen obtener efectos de
transformación. Es preciso entonces poder intervenir allí donde eso está en
juego, donde se decide.

En este sentido, por consiguiente, la cuestión de lo real es perentoria,


apremiante; lo es, en particular, para todas las terapias que se valen de la
palabra, multiplicadas desde la invención del psicoanálisis; no es el tema aquí
considerar que esto haya ocurrido bajo una forma que podemos juzgar
degradada. La cuestión de lo real es apremiante para todas las parloterapias,
manera de nombrarlas que hace resonar en esa designación la cháchara, el
parloteo (parlote).
¿En qué punto la cháchara puede alcanzar lo real?
¿Qué debe ser ese real para que una parloterapia tenga efectos?

17
No sé si al respecto podemos ir más allá del axioma clásico, según el cual
hay una homogeneidad entre la causa y el efecto, causa y efecto son del mismo
orden.
En fin, si nos alineamos siguiendo este axioma –al menos por hoy–, si
admitimos la necesidad de que lo real y aquello que tiene efectos sobre él sean
de un mismo orden, entonces es preciso que por algún sesgo lo real se nutra de
palabra.
Introduje esto mismo la última vez por un atajo, pasando por el joven
Schelling, aquél que –decía Hegel– llevó adelante su educación ante el público:
cada seis meses, todos los años, cambiaba más o menos de doctrina, en fin, lo
digo así para ir rápido. Fue Schelling quien hizo resonar esta pregunta, cuando
siendo todavía propagandista de Fichte, a su vez propulsado en su doctrina de la
ciencia por su lectura de la “Crítica de la Razón Práctica” de Kant, había
encontrado como punto de capitón para reordenar esa “Crítica...” esta pregunta
verdaderamente valiosa y noble: EN NUESTRAS REPRESENTACIONES, AL FIN DE
CUENTAS, ¿QUÉ ES LO REAL? –das Real, en alemán.
Se trata, sin duda, de la pregunta más valiosa que pueda haber sido
planteada en el marco del idealismo trascendental. Puedo atreverme a decirlo,
sencillamente porque en algún momento fui, desde cierta perspectiva, un
idealista apasionado, no en el sentido clínico sino en el de la historia de la
filosofía. En mis años jóvenes, efectivamente, había en mí una parte que buscaba
la verdad entre Kant, Fichte, Schelling y Hegel.

¿Qué es lo real? Esta pregunta se volvió apremiante en la filosofía a partir


de Descartes, ese Descartes al que Lacan vuelve en el intento de desprender de
él su concepto de sujeto. Califico la pregunta de apremiante en el sentido que
está marcada por la urgencia y la insistencia. Fue un tal Heidegger quien supo
hacer al respecto el bosquejo más nítido; avanza su apreciación en un artículo de
1938 titulado “La época de las concepciones del mundo”, donde subraya, indica
que hablando con propiedad, el mundo se transformó en una imagen concebida
a partir de Descartes. El término empleado en alemán para hablar de imagen
especular es Bild, en tanto la imagen que existe desde el origen es Urbild.
Llegados a este punto marcado por Descartes, el discurso filosófico no nos
invita a aplicar la categoría de universal, sino a reunir todo cuanto es, en lo
designado por el término técnico de ente (étant) – “ente” y no “estanque” (étang),
los patos somos nosotros... – aquello cuyo devenir procede de y por la
representación. Si para los filósofos la marca está dada por Descartes, en
realidad la cuestión es solidaria de todo un conjunto.
Para captar la novedad de la que se trata, es preciso pensar que la idea de
representarse el mundo, la idea del mundo como representación del sujeto,
estaba por completo ausente en la filosofía escolástica y, por decirlo así, de la
ideología medieval; en ella, si el mundo se sostenía era en tanto creado por el
Creador, con mayúscula. No era un mundo representado por y para el sujeto,

18
sino un mundo creado por y también para la divinidad, ubicando bajo el
significante Dios la causa suprema.
Evoco la Edad Media para no remontarme a los Griegos, para quienes lo
que es, está en primer lugar –al menos para Platón– determinado a partir de la
esencia y digamos, responde antes, sin duda, a la descripción que a la causalidad.
En todo caso en Platón, cuanto hay de causalidad viene a quedar indicado por un
modelo óptico; se trata más exactamente de la proyección de siluetas en la célebre
caverna, algo respecto de lo cual, si se puede utilizar el término, lo real es el Uno,
la idea del Bien –en tanto las apariencias son las sombras proyectadas. Volveré
sobre el tema después de haber reflexionado en él.
La representación es un término capital en Freud, quien habla de la
Vorstellung –la representación inconsciente– y pese a todo cuanto Lacan se
esforzó en demostrar, resulta difícil borrar que para Freud el inconsciente está
tejido de representaciones inconscientes.
La representación emerge como tal cuando aquello que Heidegger llama
el mundo –y tenemos allí una herencia de la fenomenología de Husserl– se
convierte en lo convocado por el cogito, cuando el mundo es lo que debe subir a
la escena del sujeto, si puedo decir así, presentarse ante él y ser evaluado por él.
Nos rompimos demasiado los cuernos criticando a los evaluadores... ¡pero
la culpa es de Descartes! Es allí donde encontró su origen la iniciativa de evaluar
lo representado según su grado de realidad. Precisamente, para que emerja el
cogito es necesario, en primer lugar, haber revisado, haber puesto en duda,
suspendido, tachado, todo cuanto reenvía a la representación, hace falta
reconocer que allí no hay real. Esto es lo que gentilmente se da en llamar duda
cartesiana, como si se tratase de un obsesivo del montón, que incluso sabiendo
de qué se trata, se dice: “Quizá, pero aun así ...”
¡Nada que ver! ¡La duda cartesiana es de terror! Es el terror ejercido por
el sujeto que emerge como única instancia que resiste a la suspensión de toda
representación, a medida que surge vaciada de real.
Así es como vivimos todavía en nuestra época. El hombre, como se expresa
Heidegger, se convierte en el centro de referencia del ente como tal. Heidegger
extiende esta noción de centro de referencia incluso más allá del individuo,
diciendo que, llegada la ocasión, vendrá a constituirse como centro de referencia
del ente la sociedad, la historia, etc. Es entonces en la época de la representación
que se vuelve necesariamente perentoria –decía por mi parte– la pregunta:
¿acaso todo esto es sólo sueño? (¿O sólo pesadilla?) ¿Es sueño o es real?
Como Uds. saben, una vez que esta operación cartesiana de terror sobre
la representación fue realizada, puede decirse que el mundo se convirtió en
representación y viene a quedar recusado precisamente por serlo. Esto es así al
punto que sólo queda como residuo, en el fondo de la botella, en fin, como borra,
el cogito, por cuanto no resulta posible demolerlo con lo que se tiene al alcance.
Allí se llega, en efecto, a una certeza, pero esto no permite representar
nada. Es decir, ese cogito no es una cosa representable y uno tampoco tiene la
garantía de su permanencia; se trata de una certeza instantánea, que se

19
desvanece, respecto de la cual se plantea la pregunta: ¿pero cuánto tiempo va a
durar? Por consiguiente, uno no puede reconocerle a ese cogito pícaro la calidad
de una substancia, uno de cuyos atributos es, justamente, la permanencia bajo
la diversidad de sus manifestaciones. Esto es lo que tentó a Lacan para
establecer su cercanía respecto del sujeto del inconsciente, que según él lo concibe
tampoco es substancial.
Dicho de otro modo, el cogito por sí mismo no asegura que podamos pasar
de la representación a lo real; no permite la transición de la representación a lo
real. Para llevar a cabo esta operación, entonces, es preciso ir a buscar, ir a
distinguir, entre las representaciones del sujeto, una bien distinta, especial, que
tendría la propiedad excepcional de determinar la confluencia de la
representación y de lo real.
Se trata de la transición expuesta por Descartes en la Tercera Meditación,
donde él explica el estatuto singular de la idea de Dios, idea que tiene
necesariamente un correlato en lo real –plantea–, que no puede ser una fantasía.
Por consiguiente, en un contexto renovado por la emergencia del cogito,
Descartes recupera en la escolástica algo que corresponde al registro de las
pruebas de la existencia de Dios; al hacerlo, vuelve a poner en funcionamiento –
digamos, para simplificar– el argumento de San Anselmo.
Una vez planteado ese punto de partida, volvemos a encontrar todo, todo
cuanto había sido demolido al comienzo para aislar el cogito : uno respira
tranquilo, ahí está la idea de Dios y esa idea no puede sino tener un correlato
real; la idea de Dios conlleva que Él no puede querer ser tramposo, puesto que
es lo que hay de más real y ser de buena fe es superior a ser tramposo –tal cual–
; por consiguiente, uno respira y ve volver (simplifico) todo cuanto había dejado
en suspenso en el punto de partida. Lo ve volver por el canal de un gran Otro,
que viene a ubicarse allí, ni más ni menos, y que es el pasador en la frontera
entre la representación y lo real.
No diremos que se trata de un gran Otro supuesto saber. Es más que eso:
se supone que ese gran Otro dice la verdad, por cuanto decide acerca de ella.
Nada es superior a él, ni siquiera la verdad. Es él quien dice lo que es verdadero
y lo que es falso, por consiguiente, es de manera eminente el lugar de la verdad,
en el sentido en que es él quien la produce. Es lo que designamos como doctrina
de la creación de las verdades eternas.
Esto es, en definitiva, lo que surgió con Descartes: al mismo tiempo la
conversión del mundo en representación y después, el gran encierro por el cual
todo se ordena por el sesgo de una reintroducción de la escolástica en un ciclo de
operaciones complejas, un reciclado de la prueba de la existencia de Dios.
Voy rápido, pero en fin, los cartesianos, los grandes cartesianos –quienes
no obstante se distanciaron de Descartes respecto de numerosos puntos–, ya se
trate de Malebranche o de Spinoza, en el fondo, reconocen al significante Dios
esta función de pasador entre la representación y lo real, como asimismo
reenvían la procedencia de la representación a Dios. Se distinguen de Descartes
por el hecho que, en cierto modo, su enunciación se instala desde el vamos en el

20
lugar del Otro; se privan así de la vertiente patética propia de la experiencia
cartesiana y que nos resulta accesible cuando leemos las “Meditaciones”: la
soledad del sujeto que procura ubicarse, hacer sus cuentas, que se encamina
penosamente y ve derrumbarse sus certezas, sus creencias, después el conjunto
del ente, para emerger, por fin, reducido a una ínfima porción a partir de la cual
todo se recompone.
Los demás, tanto Malebranche como Spinoza, se dirigen desde un
comienzo al lugar del Otro; el resultado es lo que Malebranche designa como la
visión en Dios y Spinoza la equivalencia Deus sive natura : Dios –es decir, la
naturaleza–, extiende ese lugar del Otro al conjunto del ente. Por esa vía nos
acercamos al punto donde estamos situados, con Freud y con el psicoanálisis, a
partir del momento en que esta conexión divina entre el registro de la
representación y lo real viene a romperse ... (Les hago un curso de filosofía para
psicoanalistas, pero en fin, es necesario pasar por aquí, al menos con respecto a
lo que quiero decir este año.)

Sin extenderme demasiado, diré que esa conexión se rompe a partir de


Kant. Como quiera que sea, es Kant quien nos hace salir decididamente de la
Edad Media –¿salimos acaso de la Edad Media? No es seguro... –, en fin,
liquidamos con Kant el residuo escolástico de Descartes. Allí reside el valor de
conservar aquello que fue objeto de la burla manifiesta de varias generaciones
de filósofos –y de quienes no lo eran también–, el valor de este límite planteado
por Kant cuando habló de la cosa en sí, aquélla que no es precisamente para el
sujeto, la cosa que es, como tal, imposible de conocer; la cosa a situar en el orden
de lo real que no pasa a la representación.
Es a partir del momento en que ya no fue posible servirse del significante
Dios para asegurar la transición entre representación y real –y al respecto, Kant
moviliza recursos de la lógica para demostrar que el razonamiento de Descartes
acerca de la idea de Dios es un paralogismo, pero no me detengo en la cuestión–
, es a partir del momento en que se introduce esa ruptura que se vuelve
perentoria la pregunta de lo real, tal como resuena en la frase del joven Schelling:
si Dios ya no está allí para asegurar la transición, EN NUESTRAS
REPRESENTACIONES, AL FIN DE CUENTAS, ¿QUÉ ES LO REAL?

Uds. disculparán que continúe un poco más tomando como referencia la


historia abreviada de la filosofía. En el fondo, para nosotros, a partir de allí hubo
dos grandes vías: la de Hegel y la de Schopenhauer –quien consagraba a Hegel
una antipatía particular–, Schopenhauer que engendró a Nietzsche.
Tenemos entonces allí toda una corriente del pensamiento filosófico. Voy
a decir rápidamente algo acerca de Schopenhauer porque está por completo
ausente de las referencias de Lacan. Muy claramente, el punto de partida de
Lacan fueron Hegel y Platón; es en esos autores donde encontró la noción de la
dialéctica apropiada para fundar la operación del psicoanálisis. Pero echemos
una mirada del lado de Schopenhauer, quien se pronuncia acerca de lo que tiene

21
que decir en el título de su gran libro: “El mundo como voluntad y
representación”. El primero de esos libros se titula “El mundo como
representación”; el segundo, “El mundo como voluntad”.
Aquello designado por Schopenhauer como voluntad –diré para
simplificar– es uno de los nombres del sujeto. En el fondo, Schopenhauer asume
la escisión de la representación: por un lado, el orden lógico que arrastra consigo
para llegar a sostenerse, y por otro el sujeto, que es otra cosa, a la que él le asigna
el nombre de voluntad, remota herencia de la “Crítica de la Razón Práctica”.
Por mi parte diría que, en el fondo, el Libro I de Schopenhauer es la
“Crítica de la Razón Pura” revisitada, en tanto el libro II hace otro tanto con la
“Crítica de la Razón Práctica” –y lo hace explicando que se trata de dos órdenes
distintos.
El Libro I de Schopenhauer comienza así: “El mundo es mi
representación”.
Esa frase traduce aquello que Heidegger llamará, más tarde, el mundo
como imagen concebida. Se trata del mundo que comenzó con Descartes. Que el
mundo sea mi representación constituye la modalidad de toda experiencia
posible e imaginable: todo cuanto existe, existe para el sujeto; respecto del sujeto,
el universo entero no es más que objeto. En definitiva, traduce así, de una
manera extremadamente compacta, ese prefijo ob presente en objeto, en el
sentido de: frente a, extendiéndolo al conjunto de lo que existe.
En todo caso, lo sorprendente para mí en Schopenhauer es la simplicidad.
Claro está, es incluso tan simple que todo podría venir a quedar contenido en dos
o tres carillas y él escribe ... seiscientas páginas. Si esto es así es porque se trata
de alguien que maneja de manera admirable su retórica y aporta, una tras otra,
pruebas evidentes en apoyo, pero siempre conserva la simplicidad a la que hice
referencia.
El Libro II, “El mundo como voluntad”, es la exaltación del sujeto. Allí,
Schopenhauer designa voluntad del sujeto aquello que Kant reservaba para lo
real imposible de conocer de la cosa en sí. La voluntad del sujeto no es
representable, pero es posible alcanzarla, acercarse a ella, a través de la
contemplación, según el modelo platónico, expresado especialmente en la vida –
la vida que no es otra cosa que simple representación–: lo que la voluntad quiere,
es la vida. Schopenhauer instala entonces como categoría central del sujeto la
voluntad de vivir (le vouloir vivre) y es a partir de allí, siguiendo ese surco, que
vendrá a inscribirse Nietzsche. Schopenhauer lo hará estableciendo una
graduación en esa voluntad de vivir, los enemigos de la voluntad de vivir, y
celebrará, por el contrario, la carrera acordada al deseo y a esa voluntad de vivir.
Todo esto condujo a Schopenhauer, por ejemplo, a acordarle un lugar
especial en ese Libro II a lo que da en llamar el acto de la procreación. No hay
muchos filósofos que hayan hecho otro tanto. Sí, está Aristóteles ... pero él le
hace un lugar a todo; en su historia de los animales, claro está, hay un lugar
consagrado a la procreación. Pero en Schopenhauer es distinto. Como quiera
que sea, él considera que el acto de procreación es una encarnación de la voluntad

22
de vivir que se distingue muy nítidamente por sus propios méritos. Llega incluso
a evocar el goce carnal, donde la voluntad de vivir muestra que supera la vida
del individuo, que es transindividual. Los exégetas, por lo demás, constataron
este lugar acordado por Schopenhauer a la relación entre los sexos, tal como lo
hace en dos, tres páginas fulgurantes; algo que los condujo a pensar que
Schopenhauer había sido compulsado por Freud en esa dirección –algo que no
parece haber ocurrido.
En todo caso, Lacan no se orientó siguiendo esa perspectiva, sino la de
Hegel. No lo siguió a Schopenhauer, quien se consagra a constatar la escisión
entre aquello que se ubica en el registro de la representación y la voluntad de
vivir, así como entre lo que pertenece al de la representación y lo que corresponde
al orden de lo real sin representación, que es la voluntad de vivir. En efecto,
Schopenhauer identifica lo que él llama voluntad de vivir con lo designado por
Kant como cosa en sí.

Pues bien, Lacan siguió la dirección de Hegel; se dirigió hacia allí donde,
como quiera que sea, había una ecuación entre lo racional y lo real.
Como Uds. saben, Hegel afirma en su prefacio: “Todo lo que es real es
racional y todo lo que es racional, es real.”
Entendámonos bien a propósito de esta cuestión. Acerca de la segunda
parte, “todo lo que es racional, es real”, Lacan no insistió o bien la recusó. Pero
en cuanto a la primera, “Todo lo que es real es racional”, en el fondo, es
apoyándose en ella que hizo su entrada en el psicoanálisis. Entonces,
entendámonos acerca de lo que es aquí lo real.
En su prefacio a la “Fenomenología del espíritu”, Hegel no emplea el
término Real para decir real, sino que recurre al de Wirklich, efectivo o de hecho,
actual, y cuya etimología lo enlaza a wirken, activo o efectivo (que tiene efectos),
como también lo encontramos en el término Wirkung, efecto. Por consiguiente,
lo designado por Hegel como real, es lo real en tanto causa que produce efectos.
No es el caso de la cosa en sí kantiana. Los fenómenos no pueden
deducirse de ella como sus efectos, puesto que precisamente se plantea la
constitución a priori de las categorías, de modo que uno no tiene la menor idea
de cómo operaría la cosa en sí. En el fondo, es esto mismo lo que ha provocado
la burla respecto de las formulaciones de Kant: la cosa en sí duerme tranquila.
Ella es en sí, no está para nadie, si puedo decir así, se queda entre bambalinas,
no pasa de la escalera.
Aquí, en cambio, se trata de un real que tiene efectos y al que se accede
por vía de la razón, puesto que es racional de un extremo al otro. Si me
propusiese simplificar aún más, podría distribuir, como se hacía en la
Antigüedad, y plantear la diferencia entre Hegel y Schopenhauer a la manera de
aquélla que establece la distinción entre Heráclito y Demócrito: Hegel que ríe y
Schopenhauer que llora. Schopenhauer, el pesimista, para quien se trata de un
asunto que no puede terminar bien, y Hegel, para quien opera en permanencia
la racionalidad de lo real, de modo que en última instancia, al final de todas las

23
astucias y los engaños, sostiene la idea de una gran reconciliación en el Saber
absoluto –en todo caso, es así como fue leído. Schopenhauer, en el personaje del
terco zafado y marginal que exclama: “¿Saber absoluto? ... ¡Tomá de acá!” ... y
que Nietzsche vendrá a retomar.
Hay, desde entonces, dos grandes familias en la filosofía: los pesimistas y
los optimistas. Simplifico, para que tengan presente la dominación exclusiva de
Hegel en las ideas a partir de Lacan y, al mismo tiempo, exagero un poco la figura
de Schopenhauer, que no tiene el mismo lugar; la refuerzo con el apoyo de quien
se presentó como su discípulo, Nietzsche, de donde procede toda la escuela anti-
hegeliana del pensamiento, que desembocó en Francia en el s. XX, con filósofos
como Georges Bataille, Blanchot, Deleuze, entre otros.
Evidentemente, a partir del momento en que el pensamiento hegeliano
plantea lo real como Wirklich, determina una jerarquía de lo que es respecto de
lo que existe. Lacan la hizo valer, sacó provecho de ella, por cuanto esos mismos
términos, das Real y Wirklich, son los que están presentes en el texto de Freud.
En el fondo, hay una ontología baja, hay entidades aparentes,
contingentes, transitorias, de una manera general, diría, las entidades
subdesarrolladas desde el punto de vista de la razón. Esas entidades dependen
de otras; se trata de entidades parásitas, en cierto modo, o simplemente posibles,
que pueden existir o no. Y por otro lado, existe lo que es, en el sentido fuerte, es
decir, aquello que, en cierto modo, absorbe esas condiciones de existencia, se
presenta como necesario; aquello que desarrolló su necesidad hasta una forma
superior de ser.
No se puede decir que Hegel sencillamente bendijese todo lo que era, en
nombre de lo que era Wirklich. Por el contrario, establecía diferencias,
distinguía entre aquello que es sólo aparente, que no ha desarrollado la
necesidad de su existencia, por un lado, y por otro las formas plenas del ser; lo
hacía de manera tal que en la cúspide viniese a quedar un Dios. Ese Dios hizo
funcionar, a través de las astucias de la razón, un absoluto en cierto modo
substancial, en el sentido en que lo es el Dios de Spinoza. Un absoluto que es
una reedición del Dios de Spinoza.

Dije todo esto para venir a subrayar, en sentido contrario de lo que se


remacha de manera aproximativa y grosera acerca del estructuralismo, lo que
está en juego en el estructuralismo de Lacan; estructuralismo que, claro está, se
desprende de Jakobson y de Lévi-Strauss. Lo que está en juego allí, es la cuestión
de lo real.
LACAN ENCONTRÓ EN LA ESTRUCTURA UNA RESPUESTA A LA CUESTIÓN DE LO
REAL QUE LE PARECIÓ OPERATORIA –SUSCEPTIBLE DE PRODUCIR EFECTOS– EN EL
PSICOANÁLISIS. Entendió que permitía pasar de la cháchara, del parloteo a lo
real y lo condujo a plantear que aquello que es real y que es causa en el campo
freudiano, ES LA ESTRUCTURA DEL LENGUAJE.
Me digo que al fin de cuentas, cuando escribí en mi juventud temprana,
después de haber hecho una primera lectura de Lacan, un artículo como “Acción

24
de la estructura”, había captado al menos eso, es decir, en qué sentido para Lacan
la estructura es lo real.
Lacan fue a buscar esto, en efecto, en una página de Lévi-Strauss. Hablar
de la eficacia de lo simbólico, es una manera de decir que se trata de la acción de
la estructura. Presenta sobre el tema una conferencia, antes de la escisión de
1953 y de su primer Seminario público. Uds. pueden encontrarla reeditada en
un pequeño volumen, al que di por título “Des Noms-du-Père”, ya que más tarde
Lacan dijo que Real, Simbólico e Imaginario eran, en el fondo, los Nombres del
Padre (les Noms-du-Père) o bien distintas versiones de los Nombres del Padre
(des Noms-du-Père.)
Por supuesto, se trata de algo que uno recita desde antes de haber nacido,
esta tripartición: real, simbólico, imaginario. La da por adquirida y, en el fondo,
queda validada por el uso que hacemos de ella y la clarificación que aporta a los
fenómenos a los cuales nos confrontamos en la experiencia analítica. Pero en fin,
aun cuando Lacan, en el último tramo de su enseñanza, haya puesto su empeño
en ubicar a los tres en un mismo plano, si puedo decir así, como si se tratase de
anillos de cuerda, en el comienzo el planteo no era para nada ése. Hay una
tripartición y una jerarquía ontológica entre esos tres términos.
En primer lugar, la tripartición permite excluir lo real, en el sentido de
das Real, esto es, aquí, en el sentido de lo dado, de lo que es natural. Al mismo
tiempo, excluye aquello que habría de substancial en el cuerpo. Sólo emergen,
sólo se hacen visibles en el campo freudiano los giros, las vueltas de lo dicho,
l’étourdit, el resto no es tenido en cuenta. En efecto, no nos ocuparemos de
abordar eso que viene a ser dicho en la perspectiva de: “¡Ah, Ud. me dice eso de
su padre! Pues bien, vayamos a interrogar a su padre para conocer su punto de
vista, así y todo.” Algo que se lleva adelante con toda naturalidad en las terapias
familiares, donde se trata de llegar a un acuerdo acerca de lo ocurrido, tener en
cuenta el parecer de cada uno; a la manera de un ejercicio de negociación, una
terapia de negociación deal –trata, negocia, reparte.
La exclusión de lo real supone decir: todo eso es muy legítimo, pero no
forma parte del campo freudiano. Nosotros no decimos: “¡Ah, bueno! Si es así,
venga con su madre y voy a ...” En fin, a Uds. les parecerá muy natural, pero es
algo que viene a traducirse en el hecho que uno se fía a lo que ustedes dicen; uno
se fía en las mentiras que ustedes dicen, estima más esas mentiras que todas las
verificaciones emprendidas en ciertos casos por los analisantes, quienes van a
verificar en su lugar de nacimiento, van a interrogar a los vecinos para saber si
verdaderamente... Bueno, en general, nada de eso da grandes resultados. De
modo que la exclusión de lo real traduce con precisión algo concreto, para
nosotros tan evidente que, por eso mismo, es necesario conceptualizarla.

Lo simbólico, tal como lo señalé la última vez, es uno de los nombres de lo


real. Es lo real como Wirklich, como causa. Y todo cuanto queda como imagen
de Lacan en la opinión, aquello que puede considerarse su marca, quedó
precisamente a título de haber sido aquél que demostró en qué sentido lo

25
simbólico era lo real, lo que podía considerarse más real en el psicoanálisis y en
la constitución del sujeto.
En cuanto al imaginario, fue el punto de partida de Lacan, planteado
incluso antes de comenzar su enseñanza propiamente dicha; cuando la comienza,
siguiendo la voluntad de lo simbólico, se consagra justamente a demostrar que
lo imaginario es, de una manera u otra, una categoría menor del ser. Esto es así
porque el imaginario pertenece al registro de la representación, de la Bild, de
modo que aun cuando las imágenes parecen soportar lo esencial, dominar,
gobernar, sólo ejercen su potencia sobre el sujeto en función de su lugar
simbólico.
Tal como lo señalé en el comienzo de este Curso en otros tiempos, la
operación de Lacan era sin duda la de demostrar cómo todos los términos
utilizados por los analistas en el registro imaginario, sólo encontraban su
verdadero lugar a medida que se los retranscribía en términos simbólicos.
Es en ese punto donde la primera opción hegeliana de Lacan, le permite
inscribir al psicoanálisis en el registro de la ciencia. Es ella la que le permite
afirmar que lo real del que se trata en el psicoanálisis es un real estructurado; lo
dice bajo la forma de: El inconsciente está estructurado como un lenguaje.
Ha sido repetida como si se tratase de una fórmula de levitación, pero sólo
guarda el sentido lacaniano siempre y cuando llegue a captarse... ¡que el
inconsciente es real!
Claro, esto último Lacan lo guardó para él y sólo lo largó, bajo una forma
escrita, en el último de sus textos: el Prefacio a la edición inglesa del Seminario
XI, que es el último de los “Otros escritos”. Y lo hace en el interior de un
paréntesis: “El inconsciente, si es aquello que... sea real” (“L’inconsciente s’il est
ce que ... soit réel.”). Tuve ocasión de comentarlo extensamente tiempo atrás.

La opción hegeliana de Lacan es por completo coherente con su


estructuralismo, a diferencia de los estructuralistas que llamaré “comunes”,
naturalmente anti-dialécticos y antihegelianos, más exactamente positivistas.
Lévi-Strauss llevó este modelo muy lejos, al punto de mostrarse del todo
dispuesto a naturalizar la estructura. Es por eso que nuestros caviladores, según
ellos neo-cientistas, pueden coincidir en sus planteos al respecto sin dificultad
alguna. Pero para Lacan, la afirmación de Hegel “Todo lo que es real es racional”,
se traduce en la proposición: HAY SABER EN LO REAL. Algo que constituye, al fin
de cuentas, desde Galileo, el postulado científico según el cual la naturaleza está
escrita en signos matemáticos.
Desde esta perspectiva, el inconsciente es para Lacan una estructura, es
decir, un saber en lo real. Se trata de saber cuál, pero hay saber en lo real. Es
partiendo de aquí que pudo pensar el encuentro entre psicoanálisis y ciencia y
recurrió a la topología para exhibir lo real de la estructura.
Extraje el pasaje siguiente del Seminario acerca de “Los problemas
cruciales...”: “La topología que construyo para ustedes es algo a entender,

26
hablando con propiedad, como lo real, así fuese lo real del que una de las
dimensiones, quizá la más específica y esencial, es lo imposible.”
La topología no es representación; representa algo que son, de hecho,
fórmulas, relaciones matemáticas, un saber; para Lacan, ese saber corresponde
a lo exigido por la estructura del lenguaje.
Esta categoría de lo real que yo presentaba como muy natural, en un
primer momento, para quien lleva adelante una práctica, categoría de la que
muestro al mismo tiempo la génesis de la pregunta acerca de ella, a través de un
panorama a vuelo de pájaro de varios siglos de filosofía, así como la promoción
que de ella hizo Lacan, quien no hizo sino ir aumentando la potencia de la
categoría de lo real a lo largo de su enseñanza, cayó de toda evidencia como una
sorpresa para sus alumnos. Durante mucho tiempo, no pudieron acomodarse a
ella, por cuanto todo había comenzado por la exclusión de lo real y en la lengua
francesa no existe la diferencia entre Real y Wirklich. Y correlativamente, no
habían captado que la estructura era, para Lacan, uno de los nombres de lo real.
“Función y campo de la palabra y del lenguaje”, primer escrito de Lacan
que lo inicia en su enseñanza, celebra la potencia de la estructura y, en primer
término, su potencia combinatoria. Así concibe Lacan, esta es su versión de lo
racional hegeliano: se trata de la potencia combinatoria de la que hace la
jurisdicción, la competencia, la causa motriz propia del inconsciente, es decir, el
soporte de la causalidad específica que está en juego cuando se trata del
inconsciente.
Claro está, resulta esencial para Lacan enlazar estructura y combinatoria,
de modo que cuando presenta estructuras demuestra sin cesar sus
combinaciones, sus permutaciones. Es lo que hace cuando les presenta la
privación, la frustración, la castración, con las categorías de agente, objeto y
falta; construye un cuadro y procede a permutar perfectamente los términos.
Años más tarde será el turno de los cuatro discursos y allí veremos también
cuatro elementos que permutan en cuatro lugares. Resulta esencial para Lacan
acentuar el carácter combinatorio de la estructura, es decir, sus potencialidades
de desplazamiento, porque es allí justamente donde reside la conexión entre
estructura y dialéctica. Insiste en un momento en el que, se puede decir, es el
único que establece esa conexión, cuando por el contrario, de una manera
general, los estructuralistas tomaban posición como anti-dialécticos.
Es también siguiendo esa perspectiva que puede decir, desde esa posición
estructuralista, que el inconsciente es historia. Lo dice porque ve la historia
como el despliegue de una combinatoria.
Si Uds. quieren, del lado de lo simbólico podemos ubicar, a la vez, la
estructura y la combinatoria, la dialéctica, la historia, en tanto queda para el
imaginario la fijación, la inercia; en su optimismo inicial, Lacan considera que
son sólo sombras y serán manejadas a partir del momento en que los términos
simbólicos giren, den su vuelta. Allí reside el rasgo más patente de la primera
enseñanza de Lacan, diría: su triunfalismo optimista, en contraste evidente
respecto de lo que distribuyó como atroz pesimismo en el último tramo de su

27
enseñanza. Tenemos así una completa inversión, ya que partimos, por el
contrario, al son de las trompetas que anunciaban el triunfo de lo simbólico sobre
lo imaginario.

Al respecto –diré para terminar–, Lacan ubicaba el goce del lado del
imaginario, no era algo que viniese a quedar incluido, hablando con propiedad,
en lo real; para Lacan el goce era un efecto imaginario. Teniendo en cuenta que
su punto de partida había sido “El estadío del espejo”, Lacan no retenía del
cuerpo más que la forma imaginaria, la imagen; por consiguiente, una vez más,
en su escrito acerca de Schreber, en sus esquemas, el goce viene a quedar
calificado de imaginario y se lo supone destinado a obedecer con precisión al
próximo desplazamiento de lo simbólico.
Se puede decir entonces que hay una suerte de promesa de reabsorción de
lo imaginario, proferida por Lacan y, diría por mi parte, una dominación –me
explicaré al respecto la próxima vez– ejercida por la verdad sobre lo real; mejor
aún: la idea según la cual en el psicoanálisis, lo verdadero es lo real.
El drama de la enseñanza de Lacan –quizás también el drama de quien
lleva adelante la práctica del psicoanálisis–, reside en el desenganche de lo
verdadero y lo real, en aquello que de lo Real viene a quedar aislado, que escapa
a la potencia de lo Wirklich. Eso es lo que vuelve siempre al mismo lugar.
Esa es la primera definición de lo real avanzada por Lacan: LO REAL ES LO
QUE VUELVE SIEMPRE AL MISMO LUGAR. Era descalificador venir a situarlo así, es
tan estúpido como los astros, si me puedo permitir decirlo así. Cuando Lacan
definía de esta manera lo real, como lo que vuelve siempre al mismo lugar, lo
oponía a la potencia dialéctica.
En la dialéctica, el cambio de lugar y de traje es incesante –no lo voy a
llevar a cabo en lo que a mí respecta–: uno se da vuelta la camiseta, el ser se
convierte en no-ser... Por el contrario, lo real es por cierto algo así como: “¿Me
llamaron...?” Y, estúpidamente, al mismo lugar.
De toda evidencia hay, en la enseñanza de Lacan, el redescubrimiento del
hecho que el cuerpo tiene un estatuto que no se agota en lo imaginario, en la
forma, en la visión del cuerpo. El sitio donde eso se juega en el psicoanálisis,
donde se juega la apuesta de esa pregunta de Schelling: “Al fin de cuentas, ¿qué
es lo real?”, ESE LUGAR ES EL FANTASMA. Hacia ese punto converge la
interrogación de Lacan: la idea del atravesamiento del fantasma donde al fin de
cuentas concluye... para de inmediato desmentir esa conclusión.
En cierto modo, el pase fue para él un momento de concluir acerca del final
de análisis. Así como en su Seminario continuó hablando después de lo que había
anunciado como el momento de concluir, también en su elaboración se vio
obligado de ir más allá del fantasma y de su atravesamiento.
Al hacerlo desembocó, al fin de cuentas, en una separación (clivage) entre
la verdad y lo real que, es preciso decirlo, era simétrico e inverso del triunfalismo,
del optimismo de sus comienzos. Así como yo decía que podíamos establecer un
orden según el cual hay un Hegel que ríe y un Schopenhauer que llora, pues bien,

28
en el Seminario de Lacan, tenemos un Lacan que ríe y un Lacan que llora: por sí
solo, él asegura todos los personajes del repertorio.

Voy a continuar con la cuestión del fantasma la semana próxima.

FIN DE LA SEGUNDA SESIÓN 2011 (26.01.11)

----- ♠ -----

29
Orientación Lacaniana III, 13

Jacques-Alain Miller

Tercera sesión del Curso 2011 / Miércoles 2 de febrero 2011

( III )

Hubo una época durante la cual Lacan hablaba de la cura analítica (cure
analytique). Esto se debía a que por entonces le era necesario rehabilitar al
psicoanálisis, haciéndolo pasar por una terapéutica, cuya finalidad era obtener
una recuperación de la salud (guérison).5
Como Uds. saben, sustituyó ese término de « cura », en su empleo más
corriente, por otro del que ya venía sirviéndose tiempo atrás, el de experiencia
analítica. Experiencia en el sentido que en un análisis ocurren cosas, uno vive
allí algo por completo singular; ese término presenta así la ventaja de no
especificar que de allí se desprenda algo que pueda situarse como una
recuperación de la salud, lo cual resulta prudente y realista.
Conceptualizar la experiencia en términos de « cura », como se hizo
durante un tiempo y tal como Lacan lo hizo en su momento, obliga a distinguir
de ella el psicoanálisis llamado didáctico, aquél cuya finalidad es la formación.
Dicho de otro modo, el psicoanálisis se encontraba, hasta Lacan, desdoblado: por
un lado, estaba la experiencia como cura que apuntaba a una recuperación de la
salud, y por otro, la experiencia como pedagogía, con una finalidad de formación.
La incidencia de la enseñanza de Lacan quedó marcada de la manera más
evidente por el hecho de haber llevado a cabo la reunificación de esos dos
aspectos, de esas dos vertientes de la práctica. El término experiencia designa
precisamente eso: califica un proceso único; se podría decir de él, inversamente,
que es al mismo tiempo de recuperación de la salud y de formación, si no fuese
porque ambos términos demuestran ser por completo inadecuados para designar
aquello de lo que se trata.
La manera según la cual Lacan abordó el psicoanálisis y nos invitó a llevar
adelante su práctica, no encontraba cómo alinearse bajo la rúbrica de la
recuperación de la salud ni de la formación, ni aun cuando se las fundiera en una
sola. Todo cuanto se puede decir o conceder respecto del proceso único del
psicoanálisis es que de él se desprenden, sin duda, efectos de recuperación de la
salud, efectos terapéuticos, así como también se desprenden otros que pueden

5 - En francés, los términos cure y guérison reenvían a etimologías diferentes. Cure: del latín
curare = poner cuidado en… // prestar atención a… ▲ guérison : del germánico warjan ; var.
de guarir, garir = proteger, de ahí uno de los valores del verbo guérir = recuperar la salud.
(Cf. Dictionnaire Hachette de la Langue Française). (N. de la T.).

30
calificarse de didácticos, de formación. Pero esos efectos susceptibles de ser
señalados, no cristalizan en una recuperación de la salud ni en una formación.
En contrapartida, de la práctica del psicoanálisis derivan consecuencias
que tienden hacia un mismo punto: el fantasma del sujeto que se analiza, el
fantasma del analizante. Lacan entendía que esos efectos no se cristalizaban ni
en la recuperación de la salud ni en la formación, sino en lo designado por él como
el pase.
Nombraba así el atravesamiento de un impasse (punto muerto,
atascamiento) constitutivo del sujeto, original, hablando con propiedad. El efecto
mayor de ese cruce viene a ser situado por Lacan valiéndose de un término que
retuve en mi lectura de sus Escritos, donde lo designa como atravesamiento del
fantasma. No avanzó esta formulación antes del décimo tercer año de su
enseñanza pública; lo hizo en un escrito de circunstancia, titulado “Proposición
acerca del psicoanálisis en la Escuela”, fechado el 9 de octubre de 1967. Es allí,
sin embargo, donde culmina todo su esfuerzo de enseñanza hasta ese momento;
se trata de un texto situado entre sus Seminarios “La lógica del fantasma” y “El
acto analítico”.

¿Qué se puede decir de ese fantasma? En primer lugar, diré que se trata
de aquello que se interpone entre el sujeto y lo real, en tanto se supone que el
atravesamiento de esa pantalla habrá de permitirle acceder a lo real, tener una
comprensión, una inteligencia de lo real de la que estaba hasta entonces excluido,
de la que era incapaz. Ese fantasma no sólo se interpone como pantalla entre el
sujeto y lo real, sino también entre el sujeto y su ser de sujeto; de ahí que sea la
pregunta “¿Quién soy yo?” la que precipitaría a un sujeto en análisis, en la
medida que el sujeto no dispondría de esa clave para buscar su ser, ya que algo
habría vuelto opaco su “yo soy”. Esto determina que en tanto analizante se
sostenga, en términos del álgebra, como una incógnita, una x. Entonces, el efecto
mayor de la experiencia analítica en lo que respecta al sujeto, no es situable en
términos de recuperación de la salud ni de formación, sino hablando con
propiedad, de revelación ontológica.
Ahora bien, el fantasma no sólo se interpone a manera de pantalla entre
el sujeto y lo real, sino que al mismo tiempo es una ventana a lo real; esos dos
valores del fantasma –pantalla y ventana- merecen ser confrontados. Cito a
Lacan en su “Proposición...”, variando un poco la frase: el fantasma es aquello
donde se constituye para cada uno su ventana a lo real. En este sentido, el
fantasma es una función subjetivada, singularizada de lo real. Es lo real para
cada uno; aquello que deja en el horizonte la posibilidad de que una vez
atravesada esa ventana singularizante, el sujeto tenga acceso a lo real para
todos, un campo común de lo real, acceso que en su momento –al comienzo de su
enseñanza-, Lacan tuvo ocasión de festejar. Veía en la experiencia analítica el
camino por el cual el sujeto iba a despojarse de su singularidad para dar alcance
a un “para todos”, con una tonalidad indiscutiblemente hegeliana.

31
En 1967, Lacan no evoca este horizonte del “para todos”; afirma sólo que
la posición del sujeto se asegura a partir del fantasma, es decir, desde un punto
de vista –se trata de la ventana– singular, punto de vista que el análisis puede
permitirle superar, por no decir trascender, dejar atrás.
Esta travesía concebida por Lacan no es la formulada por Freud, es incluso
una concepción hecha según Lacan, para Lacan, a los fines de superar el impasse
donde Freud veía desembocar todo análisis, tanto del lado del hombre como de
la mujer, impasse precisamente sexual y que obligaba a retomar
indefinidamente el análisis. Se trata de una travesía que tiene entonces, según
Lacan, efectos de saber. Más allá de la recuperación de la salud y de la
formación, más allá de la terapéutica y de la didáctica, están para Lacan los
efectos epistémicos adquiridos en el final de análisis.
El primero de ellos es un efecto de desconcierto y desarraigo. Se desprende
precisamente del hecho que la seguridad, fundada por el sujeto en el fantasma
que le fija su lugar respecto de lo real –dice Lacan–, a un mismo tiempo viene a
ser puesta en completo desorden y zozobra. Es el momento en que un sujeto
puede, en efecto, darse cuenta del hecho que las categorías significativas que
organizaron su mundo, no son otra cosa que eso: su propio mundo.
Es esto mismo lo que tiene la oportunidad de confirmar cuando, en
ocasiones, intenta ocupar el lugar del analista: ve llegar a unos y otros, cada uno
con sus significaciones dominantes, sin nada que ver con las del vecino. Es desde
la posición del analista que uno se pregunta cómo alcanza a sostenerse un mundo
para todo el mundo, cuando cada uno está en correlación con un mundo
organizado de manera por completo disyunta del mundo del vecino. Así como
existe el mundo del buen samaritano y de la buena samaritana, existe el del
bribón –ya van dos–; el mundo donde se engaña y el mundo donde se hace el bien
y después, el mundo donde a la vez se engaña y se hace el bien ... Pero hay una
relatividad que, de ser percibida, lo es bajo el modo de “Es sólo mi manera de
entender...”; “No es más que mi modo de situar las cosas...”, que se traduce en
primer lugar por un desconcierto, un desorden antes de que llegue a abrirse,
eventualmente, una expansión del ser.
En segundo lugar, se produce un efecto de deflación del deseo, en la
medida que el deseo no llega a capturar ningún ser, hablando con propiedad, ya
que el ser en condiciones de suscitar el deseo no funda su esplendor, su atractivo,
sino en la libido que invisto en él. Lacan lo expresa diciendo que la captura del
deseo revela ser sólo captura de un des-ser (désêtre), un no-ser que uno creía ser
y queda destituido de esta calidad –algo que viene a señalar el prefijo des.
Hay allí una ontología del deseo. Mientras el objeto del deseo está
investido, tiene el valor del agalma; la desinvestidura libidinal hace de él un des-
ser, sólo queda una esencia desvanecida, es decir, una significación que se disipa
y acerca de la cual viene a revelarse que ella envolvía –ya puedo introducir ese
término– mi goce. Lo que determinaba el esplendor del deseo era sólo lo que
recubría mi goce.

32
En tercer lugar, tercer efecto epistémico según Lacan, viene a quedar
desanudado, resuelto, el lazo con el analista como representante del sujeto
supuesto saber. Se revela, en efecto, que ese saber supuesto que me sostenía en
mi búsqueda como analizante, no era sino una significación que dependía de mi
deseo. Y con la deflación del deseo, el viraje de su objeto hacia el des-ser, al
mismo tiempo se distiende y se rompe mi lazo con el sujeto supuesto saber.
Lacan traduce esto en términos de metamorfosis: el ser del deseo deviene
un ser del saber. Hay allí una suerte de verdadera conversión, donde el fantasma
se disipa, ese fantasma que al mismo tiempo –en tanto y en cuanto no había
saber– era sostenido por el deseo y lo soportaba. El deseo se sostiene de no saber
qué lo causa; en el fondo, habría fin de análisis cuando el deseo pasa al saber. Es
allí donde Lacan situó el momento de concluir de un análisis. Y así como en su
Seminario continuó expresándose más allá del momento de concluir, debió
constatar –tal como lo verificamos desde que inventó el pase, desde hace
cuarenta años con la experiencia del pase– que hay un más allá de la conversión
del deseo en saber.
Ese más allá del que diría, por mi parte, que no viene a ser modificado por
esa metamorfosis, es lo relevado por Lacan con el nombre de sinthome, el ser del
goce. El ser del deseo se deja convertir en ser del saber. El fantasma es
susceptible de revelar, de atravesar la causa del deseo. Pero el ser del goce, por
su parte, sigue siendo rebelde al saber. Y la pregunta sobre la cual Lacan nos
dejó, es aquélla de la relación entre el goce y el sentido.
A la resolución de la conversión del deseo en saber, le dio por nombre el
pase. Pero ya resulta más complicado, si puedo decir así, dar cuenta de la
relación entre goce y sentido, no es algo que se preste a un atravesamiento.

En el comienzo de este Curso evoqué el término de real; lo retomé todavía


aquí y para fijar las ideas, me veo obligado a señalar que debemos inscribir un
capítulo cuyo título sería “Las anfibologías de lo real”. El término “real” no puede
decir siempre lo mismo, ni en el uso que le asigna Lacan, ni en el que nosotros
hacemos de él; hay allí un equívoco que es preciso circunscribir.
Por mucho que Lacan diga que lo real vuelve siempre al mismo lugar, es
esta fórmula referida a lo real la que ha vuelto siempre al mismo lugar, a la
manera de Aquiles, el de los pies ligeros. Podría figurar en un Diccionario de
ideas preconcebidas, estilo Flaubert, en lo referido al discurso de Lacan. Sin
embargo, no quiere decir siempre lo mismo. Que vuelva siempre al mismo lugar,
en todo caso, indica que lo real no es dialéctico y desde ese punto de vista,
conlleva un elemento, un carácter rebelde. Y desde el vamos, a partir del
momento en que Lacan introduce esta categoría, hace de ella un elemento
excluido acerca del cual podemos expresarnos así: en el análisis, no hay real.
Es lo enunciado por Lacan cuando se esfuerza por dar algunas directivas
acerca de la cura, no sin un cierto cinismo. Cuando hablaba de la cura y de la
dirección que el analista podía imprimirle, indicaba con mucha precisión cuál es
el primer tiempo de la dirección de la cura. Los reenvío a los Escritos, en los

33
comienzos del texto de 1958: la dirección de la cura reside, en primer término, en
hacer aplicar por el sujeto la regla analítica. No dice nada más al respecto.
Sustituyámonos a él para considerar que se trata de una invitación a decir
sin censura, en toda libertad, lo que pasa por la cabeza, puesto que allí reside,
hablando con precisión, el sentido de lo designado por Freud en términos de
Einfall. Einfall es lo que cae; lo que les cae en la cabeza en ese momento inicial,
dice Lacan; reducirlo a su verdad consiste –esta es la afirmación a la que aplico
la tasa de cinismo– en hacer olvidar al paciente que se trata sólo de palabras.
Queda allí expuesta una suerte de primera impostura de la experiencia
analítica: se trata sólo de palabras, no es cuestión de real; no se les pide siquiera
que digan la verdad. Sería por completo erróneo considerar que la regla analítica
requiere que la verdad sea dicha, la verdad entendida según la definición clásica,
como la adecuación de la cosa y el pensamiento.
Decir la verdad es una exhortación jurídica: “Juro decir la verdad, toda la
verdad...”. Uno se cuida bien de recurrir a ella, en la medida en que le
reservamos a la verdad su carácter de incógnita, su estatuto de algo venidero.
La exhortación analítica específica es la de decir cualquier cosa, no lo verdadero
ni tampoco lo real, sino aquello que se les ocurre. Y desde el vamos, cuando
Lacan aportó su tripartición de lo real, lo simbólico y lo imaginario, hizo de lo
real aquello que, de una manera u otra, queda excluido de la experiencia.
Ahora que ya está publicada, Uds. pueden reportarse a la conferencia del
8 de julio de 1953 –incluida en el pequeño volumen titulado “Los nombres del
padre” (Les noms du père), donde Lacan pregunta si de veras en análisis uno
tiene que vérselas con la relación entre lo real y el sujeto y rechaza esa
alternativa. En su camino encuentra, de inmediato, lo imaginario; dice de él que
es analizable –pero que no se confunde con lo analizable– y se centra a
continuación en la función simbólica, en aquello que Lévi-Strauss llamaba “las
leyes de estructura”, aquéllas que se imponen a elementos articulados
provenientes de todos los registros de la realidad y del imaginario. Lévi-Strauss,
quien inspira en esta elaboración a Lacan, llega a decir en su artículo acerca de
“la eficacia simbólica” que el inconsciente siempre estaba vació y no se constituía
sino de leyes de estructura, impuestas por él a un material de imágenes.
Retomando su manera de expresarse: el vocabulario importa menos que la
estructura. Es en este sentido que en tanto lo real-realidad está excluido, es lo
simbólico lo que resulta wirklich, lo que se muestra como real eficaz, lo real en
tanto de él se desprenden efectos.
Queda marcado aquí un paso que da Lacan respecto de su primer abordaje
del psicoanálisis, tal como lo formulara, por ejemplo, en “Propósitos acerca de la
causalidad psíquica”, donde los efectos psíquicos son remitidos al modo
imaginario. Ese texto de Lacan, fechado en 1946, está hecho para afirmar que
la causalidad psíquica se reporta a lo imaginario y para hacer de la imago el
objeto propio de la psicología, asimilada al punto material inerte que define la
física de Galileo. Podremos volver a la cuestión.

34
Pero la enseñanza de Lacan comienza cuando aísla como causa al
significante, en tanto el significante domina todo cuanto tiene significación para
el sujeto. Es lo que ilustra su célebre exégesis de “La carta robada”. Son las
permutaciones significantes, tal como vienen a escandirse en el relato, las que
engendran los efectos psíquicos, de modo que cada uno resulta diferente según
la ubicación donde se encuentra en un momento dado. El significante de la carta
robada se constituye en el paradigma de la Wirklichkeit, de la eficacia real de lo
simbólico.
Podemos decir entonces que allí, lo real queda esencialmente ligado a lo
designado por Lacan como orden simbólico. Corresponde tomar el sustantivo en
su valor, el de orden: lo simbólico está ordenado. No se trata de símbolos
desglosados, disyuntos; no se trata de significantes en montón, sino de
significantes ligados por una ley, por ejemplo, en La carta robada, una ley de
permutación. Podemos decir que lo real se identifica con el orden, al punto tal
que, por mi parte, hablaría de un real-orden, así, separados y enlazados por un
guión.

Bastará ahora referirme a un texto que para un cierto número de Uds.


sirvió de introducción a la enseñanza de Lacan, el Seminario XI, “Los cuatro
conceptos fundamentales (...)”, para venir a oponer de inmediato otro sentido de
lo real.
En efecto, Uds. encuentran expuesto allí, demostrado, un desenganche de
lo real y de lo simbólico donde lo real, sin duda, sigue siendo lo que vuelve
siempre al mismo lugar, pero es así en tanto el pensamiento no lo encuentra, no
da con él. Lo real aparece allí, esencialmente, como lo que es evitado y como
aquello que, precisamente, no se encuentra en el orden.
Se trata de la oposición establecida por Lacan entre esos dos términos
aristotélicos que son automaton y tyché.
Automaton es el circuito de los significantes; es allí donde se encarna el
orden simbólico y donde uno ve volver los significantes; allí los ve insitir,
permutar, ser solidarios, ordenarse, ser calculables. Tyché, en cambio, es una
brecha, un boquete; no obedece a una ley sino que se efectúa, es un encuentro
que tiene lugar como al azar. Ya está ahí, ese “como al azar” la anuncia, a partir
de lo que hará valer Lacan, en el muy último tramo de su enseñanza, en
términos de “lo real es sin ley”. Digamos que allí tenemos, respecto del real-
orden, el real trauma, es decir, lo real como inasimilable –adjetivo que Uds.
encontrarán en el Seminario XI, (V), “Tyché y automaton.”
Allí es preciso no equivocarse respecto de la repetición: ¿de qué lado
viene a ubicarse?
Lacan la había situado, muy al comienzo de su enseñanza, del lado del
orden simbólico, como si fuese por excelencia automaton. Pero más tarde, por
muy regular que pueda mostrarse, la repetición viene a alinearse
fundamentalmente del lado del real trauma. La repetición freudiana es la

35
repetición del real trauma como inasimilable. Y es precisamente la calidad de
inasimilable de esa repetición lo que determina que ese real sea el motor de la
repetición.
Allí también entonces, de una cierta manera, uno se pierde si no distingue
esas dos interpretaciones de la repetición planteadas por Lacan. En primer
término, la interpretó como manifestación del orden simbólico y después, como
repetición del real trauma: una repetición que viene a agujerear, a molestar, si
puedo decir así, la tranquilidad del orden simbólico, su homeostasis. Desde esta
perspectiva, el orden simbólico trabaja para un principio del placer, la felicidad,
es decir, el confort, en tanto la repetición, por el contrario, es un factor de
intranquilidad, por decir así.

Alguien que entendió lo dicho por Lacan al respecto y a su manera lo


tradujo muy bien, alguien que sin duda situó muy bien lo expuesto por Lacan en
el Seminario XI, es Roland Barthes, especialmente en “La chambre claire”(la
cámara clara), el último libro que publicó mientras vivía. Se ocupa allí de la
fotografía, es decir, de aquello que parecería ser cuanto podemos encontrar de
representación en bruto de lo real. Y en el fondo, siguiendo la dirección señalada
por Lacan, Barthes distingue en ella dos dimensiones, designadas por él con los
nombres latinos de studium y punctum, algo que responde al clivaje entre
homeostasis y repetición, así como entre automaton y tyché.
En una foto –dice Barthes– hay lo que da en llamar, tomándolo prestado
del latín, el studium, lo que interesa, aquello que es objeto de una investidura
general –dice–, sin un poder de discriminación particular; algo que uno mira,
considera, algo que tiene su propio sustento. Es, en cierto modo, el porte, la
presentación y la armonía de la imagen. Y después –cuando se trata de una
buena foto–, hay allí algo que retiene, un punctum, algo que viene a romper o a
escandir el studium, algo que viene –dice Barthes– a atravesarme como una
flecha; es un azar que me marca, así como también me da un puñetazo. Ese
punctum es, en cierto modo, un detalle que moviliza especialmente y que produce
un contraste chocante en el studium estabilizado de la imagen.
Considero, por mi parte, que se trata de un planteo inspirado directamente
en el Seminario XI de Lacan, desplegado según el estilo, el genio propio de Roland
Barthes. Pensar en esta referencia me condujo asimismo a otro artículo del
autor, que dejó alguna marca en los estudios literarios y lleva por título “Effet
de réel.” (efecto / impresión de real).
Les puedo aportar uno de los ejemplos de los que parte Barthes, tomado
de “Un corazón simple”, uno de los cuentos de Flaubert : “Un viejo piano servía
de soporte, bajo un barómetro, a un formidable montón de cajas y cartones.”
¿Qué son esos detalles? Él concede entonces que se trata de algo
encontrado en casa de la patrona de la doméstica, Félicité. Precisar que es
cuestión de un “viejo piano” puede todavía venir a señalar su rango social; las
“cajas y cartones” indican que hay algún desorden en la casa, que no está bien
cuidada. Pero lo del barómetro es algo que no se explica; su interés se centra

36
sobre todo en él, es decir, en un determinado detalle que parece superfluo, en
exceso. Constituye, en cierto modo, el punctum de la descripción y hace de él –
se necesita también buena voluntad para eso– un elemento que no se explica por
la estructura del relato, un elemento al que no se llega a atribuirle una función
en la descripción y que resulta entonces –dice Barthes– escandaloso desde el
punto de vista de la estructura, como un lujo de la narración y, en el fondo, como
una notación insignificante, que se aparta de la estructura semántica del relato.
Pero precisamente por eso, porque uno no le encuentra significación, en el fondo
es enigmática, como lo es en cierto modo toda descripción respecto de la acción.
Se trata de dos dimensiones del relato que corresponde distinguir: la descripción
y la acción.
Hay, en efecto, muchas escansiones históricas a señalar en el uso de la
descripción, pero en el fondo, aquí, él trata de situar en ese desdichado barómetro
algo así como el residuo irreductible de todo análisis funcional del texto; dice, por
consiguiente, que ese detalle que está de más, que no es funcional ni se ve para
qué sirve, pues bien, ese detalle representa lo real. Está allí para representar lo
real en tanto lo real es aquello que resiste a la estructura, en el fondo, como un
puro HAY, EXISTE, de manera tal que esta insignificancia viene a quedar, en
definitiva, recuperada. Queda recuperada allí donde la insignificancia está para
significar lo real, es decir, para que se produzca en el lector un efecto de real y
en cierto modo, para sostener el lugar de representante de lo real.
Se trata de un texto de Barthes –decía– que marcó un momento en los
estudios literarios; fue retomado luego y sus comentadores lo hicieron más
complejo, pero por sí mismo, según mi parecer –se trata de un análisis– es
testimonio indiscutible de una inspiración lacaniana, aun cuando Barthes, más
tarde, se haya consagrado a demostrar que en un relato todo significaba. Procuró
demostrarlo a partir de un breve relato de Balzac, llamado “Sarrazine”, del que
por lo demás había ido a pescar la referencia en la revista que publicaba yo en
esos años, “Les cahiers pour l’analyse” –el mismo Barthes lo señala, por otra
parte.
Se dedicó allí a examinar minuciosamente el texto, frase por frase,
buscando demostrar que todo en él era funcional. Pero en su escrito acerca del
efecto de real, se orienta en el sentido de lo real que se presenta por el detalle,
fuera de la estructura, como residuo de aquello de lo que se puede dar cuenta a
partir de la estructura. Se trata, en el fondo, de lo designado más tarde por
Lacan como trozo, fragmento de real (bout de réel) , situado de toda evidencia en
el extremo opuesto a la ley que rige la estructura.

Pues bien, ¿dónde se ubica ahora la topología y su relación con lo real?


Porque de toda evidencia, la topología no se presenta bajo el aspecto de
“trozo o fragmento de”. En todo caso –al menos tal como se la representa–, viene
a quedar figurada bajo la apariencia de construcciones complejas, que en
definitiva pueden reducirse a un álgebra.

37
Les señalé que Lacan había tropezado con ella en un momento dado, hacia
el final del primer desarrollo de su escrito El atolondradicho, para continuar más
tarde, en respuesta a mi insistencia, hablando de topología. Ese momento está
indicado en el texto de los “Otros escritos”, cuando Lacan dice –sin tomarse ya la
molestia de formular transiciones: viene ahora un poco de topología. Lo plantea
después de haber avanzado la elaboración que hizo a propósito de la relación
sexual.
Allí, en dos o tres páginas sorprendentes, peresenta sucesivamente el toro,
la banda de Mœbius, la botella de Klein, el cross-cap, el plano proyectivo. Es
decir, los cuatro objetos esenciales de su topología desfilan sin ninguna imagen
y Lacan indica que ese desarrollo debe ser tomado –lo cito– como la referencia de
mi discurso.
Este término de referencia tiene mucha fuerza. La referencia es aquello
de lo que se trata, tiene valor de real y Lacan insiste para señalar que él no lo
dice metafóricamente. Esto es así aun cuando haya hecho imagen de ella –dibujó
las figuras topológicas–, algo que la desvaloriza; lo hizo a título de concesión a su
audiencia, la concesión de un conjunto de imágenes con un común denominador
–dice Lacan–, cuando esa referencia que constituye la topología podría haber sido
presentada por un álgebra expresada puramente en letras.

Esta topología indica la necesidad de revisar la estética de Kant. Por


cierto, no es un azar que el nombre de Kant venga a ser evocado al respecto, pero
en fin, la referencia de la que se trata en la topología es la referencia a la
estructura, que Lacan define aquí como lo real que emerge en el lenguaje. En
este punto vemos que lo designado por Lacan desde siempre en términos de
estructura era lo real, pero lo real en tanto se manifiesta en el lenguaje por un
cierto número de relaciones. No podemos desconocer aquí las afinidades que,
desde siempre, el pensamiento reconoció entre las matemáticas y lo real, entre
el orden de lo matemático y el orden de lo real. Lacan se inscribe en esta vía.
Se trata de aquel Lacan que, según se dice, a los 13 años, en su primera
juventud, se ejercitaba en establecer un cuadro ordenado de La ética de Spinoza
y de las inferencias que se desprendían de sus teoremas. Un autor, Spinoza, que
se esforzaba en proceder según el orden geométrico. Es preciso no olvidar que
para el pensamiento clásico, la referencia a la geometría, al razonamiento
geométrico euclidiano, era la vía mayor de la razón. Ahora bien, cuando Lacan
se refiere al campo del lenguaje, no consideremos subsidiario que lo entienda a
la manera griega, esto es, como logos.
Cuando Lacan habla del lenguaje en “Función y campo de la palabra...”, el
lenguaje es para él asimismo la razón, un término que insiste en el seno mismo
de su construcción lingüística, ya que cuando escribe “Instancia de la letra en el
inconsciente...”, donde presenta sus fórmulas de la metáfora y la metonimia,
asigna como subtítulo al texto: “o la razón a partir de Freud”.
Dicho de otro modo, el lacanismo es un racionalismo.

38
De toda evidencia, hay realistas patentados, reunidos en asociaciones en
defensa de la razón, que desde hace décadas se multiplican increpando a los
irracionalistas, en cuyas filas, por supuesto, inscriben a Lacan –a quien no
leyeron jamás–, considerando que tienen que vérselas con un místico difuso del
psicoanálisis, cuando por el contrario, si hay una línea mantenida por Lacan
desde el comienzo hasta el final, es la de no ceder en este esfuerzo racionalista,
hablando con propiedad, así como su constante referencia al elemento
matemático.
Encontramos esta geometría bajo la forma de la óptica en el esquema de
los espejos que se supone da cuenta de la identificación. Uds. lo encuentran en
su Escrito “Nota acerca del informe de Daniel Lagache”, pero se trata de algo que
reenvía bien al comienzo del Seminario de Lacan. Tienen luego su construcción
del grafo que es, en efecto, una representación geométrica de relaciones
algebraicas. Algo que vuelve a encontrarse más tarde bajo la forma de la
topología de las superficies y, en el tramo último de su enseñanza, como topología
de los nudos. Dicho de otro modo, hay en Lacan una postulación hacia las
matemáticas y la afirmación de una afinidad entre lo real y las matemáticas que
reenvía a lo más clásico de la inspiración filosófica.

Podría intentar establecer un paralelo, al menos en un punto, entre la


“Crítica de la Razón Pura” de Kant y lo que constatamos viene a quedar
formulado en Lacan como la convergencia en el fantasma. El tiempo del que
dispongo no me permite desplegarlo hoy; quizá lo haga la próxima vez o nunca,
pero me contentaré indicando las cosas en los términos que constituyen lo más
simple y elemental de la doctrina kantiana, cuando procede a separar, a
distinguir en el conocimiento dos fuentes fundamentales y heterogéneas: la
sensibilidad y el entendimiento:

Ø La sensibilidad corresponde al registro de lo que Uds. obtienen de


lo designado por Kant como experiencia, aquello que releva, desde
Aristóteles, del sentir, de la sensación supuestamente primaria,
bruta.
Ø El entendimiento es la facultad, el poder de los conceptos en función
del cual uno puede generalizar lo recibido por vía de la sensación,
por el canal de la intuición. De modo que lo intuitivo es siempre
singular, en tanto aquello que corresponde al registro del concepto
es, por el contrario, general. Entonces, si Uds. quieren oponer lo
concreto y lo abstracto, encuentran lo siguiente:

S a
imaginación
sensibilidad entendimiento
sensación concepto
intuición

39
receptividad espontaneidad
esquema

Según la fórmula del conocimiento que viene a ser planteada, éste supone
siempre una cierta conjunción de la intuición y del concepto, por cuanto la
intuición siempre corresponde al registro de lo que se recibe del mundo, del
exterior –por consiguiente, de la receptividad–, en tanto el concepto pertenece a
la espontaneidad del sujeto. De modo que la tarea consiste en pensar cómo se
acuerdan y se conjugan entendimiento y sensibilidad. Lacan lo evoca al pasar,
rápidamente y dice –es bastante divertido– que se ve en Kant cómo el acuerdo
de la sensibilidad y el entendimiento, en cierta medida, se atraganta en el
desagüe.6
Ese atragantamiento suscitó todas las controversias imaginables entre los
comentadores para que se pueda llegar a tener una idea de cómo funciona la
cuestión, pero por mi parte me contentaré señalando lo siguiente: en su
construcción, en su arquitectónica, Kant necesita encontrar un mediador entre
esas dos dimensiones, encontrar un elemento que, por algún lado, pertenezca a
la intuición y, así y todo, releve también del concepto. Lo encuentra en lo que da
en llamar esquema e inventa para él un poder propio del alma: el esquematismo.
Dice al respecto que se trata del arte más misterioso; lo voy a citar exactamente,
es muy curioso: “Ese esquematismo es un arte oculto en las profundidades del
alma humana”.
Vienen allí a continuación once páginas de la “Crítica de la Razón
Práctica”, acerca de las cuales Heiddeger decía que constituían el núcleo de la
obra. En efecto, las diferencias entre los comentadores se juegan a propósito de
la interpretación de ese esquematismo, de la importancia que se le acuerda o de
la negligencia que lo afecta.
Pues bien, quizá sea necesario, así y todo, que retome la próxima vez esta
función esquematizante porque es muy elemental. Se la asigna, de una manera
muy tradicional, a la imaginación, a esa facultad de las imágenes, a ese
fantasmaticum que ya a partir de Aristóteles, por lo demás, cumple esa función,
ese rol de intermediario entre el sentir y el pensar. Y es el esquematismo el que
viene a ser puesto en juego, especialmente cuando se trata de que los conceptos
encuentren su intuición. Algo exigido, en particular, en el terreno de las
matemáticas, donde algo del concepto debe acceder a la intuición y, de toda
evidencia, son imágenes del concepto –las imágenes matemáticas, imágenes de
un tipo especial– las que deben conllevar en sí mismas algo de la estructura; es
decir, deben presentar por sí mismas la regla de su variación, de su permutación.

6 - “(...) el acuerdo de la sensibilidad y el entendimiento pasa por un cierto goulot d’étranglement”:


“goulot d’étranglement” designa en francés aquello que limita o dificulta la circulación, la
salida, el despacho en una red caminera o en un circuito de fabricación (calle demasiado
estrecha, máquina demasiado lenta). No encontramos su equivalente literal en español.
Proponemos “Se atraganta” como el equivalente más aproximado, incluyendo el sentido
figurado al que suele aludir con frecuencia JAM. (N. de la T.).

40
Es en ese punto donde se conjuga, donde culmina la dificultad de la Razón
Práctica. Por mi parte, debo decir que comprendí verdaderamente a Kant
leyéndolo a Heidegger. Se dice que Heidegger es confuso, pero en su obra “Kant
y el problema de la metafísica”, aportó la lectura más límpida que se conozca de
la “Crítica de la Razón Pura”. Explica allí que el propio Kant reculó ante la
dificultad planteada por ese arte misterioso y que en la segunda edición de la
“Crítica de la Razón Práctica” tapó todo eso, afectó el esquematismo al
entendimiento, de modo tal que cuanto había de agudo en la dificultad resulte
desdibujado.

Pero en definitiva, si quiero traer a Kant por un atajo hasta nosotros, lo


que es esencialmente receptividad para el sujeto, aquello que constituye la
dificultad del término, es el goce. Tanto en Freud como en Lacan, el goce, el estilo
de goce de un sujeto, está siempre ligado a un primer acontecimiento de goce, un
acontecimiento con valor traumático del que depende en lo que respecta a su
sensibilidad, a la manera en que registra al otro, lo que le viene del otro.
Para nosotros, la espontaneidad no es la del sujeto sino, a pesar de todo,
la espontaneidad del juego de los significantes. Y allí, ¿quién hace la ligadura,
quién se encarga del encaje, de hacer la junta? ¿Qué hacemos funcionar nosotros
a título de esquema, con un pie de cada lado? Precisamente, es el fantasma, así
como Lacan lo escribe: $ ◊ a , el que en su escritura inicial, justamente, une dos
elementos heterogéneos: uno que depende del significante –el sujeto barrado– y
el otro que, en su origen, proviene de una escritura imaginaria, a la que Lacan
le acuerda más tarde valor de real.

S a
esquema imaginación
sensibilidad entendimiento
sensación concepto
intuición
goce fantasma
receptividad espontaneidad

Por consiguiente, en la enseñanza de Lacan es el fantasma el que juega el


rol de esquema entre la receptividad del goce y la espontaneidad del juego de los
significantes. Después de todo, no resulta indiferente que el esquematismo sea
afectado a la imaginación, es decir, a aquello que en Aristóteles corresponde a la
fantasía, de donde proviene el término del que nos valemos para designar el
fantasma. Dicho de otro modo, hay allí una suerte de estructura trans-histórica,
para expresarme así, de manera tal que a partir del momento en que separamos
los órdenes, distinguimos registros diferentes y estamos obligados a encontrar, a
la vez, algo que corresponda a un término mediador y a un término que se abre
paso, horadando, de un nivel a otro.

41
Aquí se ubica el fantasma que juega en nuestro discurso, que juega esta
función. Podría incluso avanzar e ir más lejos en el paralelo entre Kant y Lacan,
porque al fin de cuentas hay en Lacan un afecto que se distingue entre todos los
demás, ya que en cierto modo, desde el interior de los afectos está en conexión
con lo real. Es lo que designa como angustia y a diferencia de los demás afectos,
sería lo que no engaña, el indicador, el índice de lo real. Pues bien, mutatis
mutandis, ese es el rol que juega el sentimiento del respeto en Kant. Es
precisamente un sentimiento, pero tiene la función de indicador de lo
suprasensible, cuyo dedo apunta hacia otra dimensión que la de la sensibilidad.

Tuve que abreviar aquí lo que había preparado y algo que tal vez no
exponga nunca ante ustedes, un comentario más detallado de la “Crítica de la
Razón Práctica”. Podemos remarcar no obstante que suscitó el interés de Lacan
en su Seminario acerca de “La identificación”, antes de su primera elaboración
de la topología. Algo que responde al hecho que, en efecto, la “Crítica...” se refiere
de manera muy rigurosa a las afinidades entre lo real y las matemáticas, sobre
las cuales volveremos y progresaremos, así lo espero, la próxima vez.

Hasta la semana próxima.

(Aplausos)

FIN DE LA TERCERA SESIÓN 2011 (02.02.11)

----- ♠ -----

Orientación Lacaniana III, 13

Jacques-Alain Miller

Cuarta sesión del Curso 2011 / Miércoles 9 de febrero 2011

( IV )

La última vez tuve que comprimir en algunos minutos el desarrollo que


contaba hacer acerca de la función global del fantasma, donde converge, según
Lacan, toda la práctica del psicoanálisis. Debí hacerlo así porque antes me había

42
entretenido, sin duda impaciente por retomar con ustedes mis antiguos amores
con Kant, Fichte, Schelling, como así también con Aristóteles y el Heidegger del
libro “Kant y el problema de la metafísica”, que era el punto donde yo estaba
situado cuando el encuentro con Lacan me produjo cierto efecto.
No voy a retomar ese desarrollo hoy, porque medí el peligro que había para
mí de seguir avanzado en esa dirección. Es necesario que prepare ese despliegue
más cuidadosamente, para presentarlo ante un auditorio que no está preparado
y para ordenar un conjunto de materiales de distinta índole; amplio y complejo
como es, requiere ser trabajado para simplificarlo. Creo que es culpa mía si Uds.
no captaron nada de lo que presenté la última vez.
Voy a tomar hoy las cosas, entonces, por otra punta, suponiendo que con
Uds. puedo pasearme por Freud y Lacan, porque tienen al respecto
conocimientos o al menos apreciaciones suficientes.
Para cerrar lo que constituye esta primera parte, ya que retomaré el 2 de
marzo, les daré cuenta de mis progresos en la lectura de Lacan acerca de aquello
donde se centra nuestro interés este año. Progresos bastante lentos, podrían
decir Uds., parafraseando un título de Paulhan. No es todo leer a Lacan, ahora
lo veo claramente. En el fondo, lo más interesante es leer lo que él no dice,
aquello que Lacan no escribe. De otro modo, uno se da por satisfecho –algo que
presenta ya una cierta dificultad– con reconstituir (voy a retomar un término
que utilicé la primera vez que los vi este año) la arquitectónica conceptual de un
texto, de un Escrito, de la lección de un Seminario; pero hacerlo no dice nada
acerca del por qué, no dice nada de lo que el escrito deja de lado o pone de
manifiesto no haber discernido.
Se trató de algo comparable a lo dicho por Heidegger respecto de su lectura
de Kant. No se trata sólo de entrar en la potente mecánica conceptual puesta en
marcha, por ej., en la “Crítica de la Razón Pura”, sino de captar dónde viene a
ubicarse el acento y, precisamente –diría por mi parte en términos lacanianos–,
lo que ese pensamiento se esfuerza en evitar. Desde este punto de vista, la
“Crítica de la Razón Pura” es un buen ejemplo, ya que Kant aportó una segunda
edición sensiblemente modificada de esa obra; Heidegger procura con gran
esfuerzo demostrar que esa nueva versión constituye un retroceso respecto del
horizonte trazado por la primera. Utiliza entonces la segunda para demostrar lo
que allí se cierra de cuanto había abierto la primera.
Entre las diferentes partes de la “Crítica de la Razón Pura”, Heidegger
privilegia “La Estética”; es a partir de ella que se ocupa de la analítica y la
dialéctica. Otros comentadores de Kant acuerdan preeminencia a la analítica o
a la dialéctica, de modo que uno tiene así como tres tipos de lectura, por lo demás
ordenados en un libro muy recorrido por mí en esa época, en mi juventud, escrito
por un filósofo llamado Villemin, autor de una obra acerca de “La herencia de
Kant y la revolución copernicana.”
Lacan también aportó a veces una segunda edición de algunos de sus
Escritos; en ellas, las modificaciones son siempre significativas pero leves,
concentradas en dos o tres párrafos: el arrepentimiento no era asunto suyo, no

43
era su fuerte. En todo caso, es en la continuidad de su reflexión que él se corrige,
pero su vocabulario no cambia o cambia muy poco y como su tono es siempre
asertivo, uno puede creer que procede a un despliegue, cuando en verdad
introduce modificaciones, zigzaguea.
En otros tiempos, me ocupé durante algunos años en este Curso de
reconstituir y divulgar eso que yo designaba como la arquitectónica de Lacan.
La distancia, la perspectiva que me acuerda quizá la satisfacción de haber casi
concluido la redacción del conjunto de los Seminarios, creo que me permite
apreciar bien un relieve, de manera tal que lo abordado hasta este momento como
dificultades conceptuales, me parece ahora guardar una relación de dependencia
con otro orden; pude constatar un cambio en mi manera de leer hoy los escritos
canónicos de Lacan, aquellos a los que yo mismo consagré mucho tiempo.
Cambió, en particular, lo que acuerda un título, una graduación a la obra de
Lacan, a saber, EL ESTATUTO DE LO REAL.

Vuelvo entonces a lo que decía respecto de la FUNCIÓN NODAL DEL


FANTASMA. La designé así porque Lacan promovió el fantasma como aquello que
anuda, conjuga imaginario y simbólico, de manera tal que hace de él la ventana
del sujeto a lo real. Agregué que es la matriz a partir de la cual el mundo, la
realidad, toma sentido y se ordena para el sujeto. Cuando digo nudo, apunto a
lo desarrollado y tematizado por Lacan bajo esa especie topológica; escrita bajo
su forma corriente; encontramos muy temprano esta función nodal bajo la forma
del losange, cuyo uso corresponde al de una pura forma de relación entre dos
términos, a y b. No lo inventó Lacan, sino que en lógica formal y precisamente
en lógica nodal, se utiliza el losange para designar lo posible, así como se utiliza
el cuadrado para significar lo necesario.
En efecto, Lacan indica una vez, al pasar, que ese símbolo nos sirve para
representar todas las relaciones posibles entre dos términos; dicho de otro modo,
es un símbolo para todo uso, cuya escritura indica que hay relación y que esa
relación puede constatarse –y esto no es no decir nada.
Imaginen el hecho de una proposición como aquélla de “No hay relación
sexual”, donde queda indicado, precisamente, que en ese asunto no se puede
utilizar semejante símbolo. Prueba al menos que, cuando se lo utiliza, no es en
vano. De manera privilegiada, Lacan lo emplea en lo que respecta al fantasma,
como el indicador de una relación entre dos cosas que hablando con propiedad no
son elementos, sino registros, órdenes; se sirve de él para indicar una relación e
incluso una interpenetración de lo simbólico y de lo imaginario.
El término mismo de orden merecería ser comentado en cuanto al uso que
de él hace Lacan, quien se sirve sobre todo de él en la fórmula del orden simbólico.
Entonces, los tres registros que distingue como real, simbólico e imaginario, ¿a
qué corresponden? Son registros del ser, ontológicos. Se trata de la tripartición
de lo que más tarde designará dimensiones –jugando con las palabras–,
despejando en dimensiones el término de dicho (di-mension / dit).

44
Son diferentes maneras de alojar aquello que se dice; cada una de ellas
obedece a reglas sensiblemente diferentes. La imagen, en particular, se reporta
a un funcionamiento por completo distinto del que corresponde al significante,
articulado por su parte en esquemas o sistemas.
Ahora bien, Lacan desarrolla ampliamente lo que ocurre en cada uno de
esos órdenes por separado. En el simbólico, destacó un cierto número de
relaciones matemáticas, de circuitos, como así también las relaciones
específicamente lingüísticas más importantes, en tanto ubica en el imaginario
aquello que la literatura analítica, por su propia cuenta, reúne bajo ese título
cuando establece el inventario del depósito de imágenes prevalentes que juegan
un rol para el sujeto, respecto de las cuales era corriente suponer que algunas de
ellas resultasen inaccesibles a la conciencia.
Por consiguiente, lo específico del fantasma es, en este punto, una
conexión, una interpenetración especial de lo simbólico y de lo imaginario. Basta
referirse al fantasma “Pegan a un niño” para ver en él, a la vez, la puesta en
escena de una representación imaginaria y la articulación de una frase. La
perspectiva tomada por Lacan nos permite distinguir que una y otra se
componen de elementos que dependen de órdenes diferentes. Es preciso decir –
no me extiendo demasiado al respecto– que Lacan educó nuestra percepción de
manera tal que gracias a la insistencia de su enseñanza, nos surge de manera se
diría espontánea distinguir, en cuanto puede revelarnos una cura analítica,
entre lo que releva de lo imaginario y lo que reenvía a lo simbólico. Es respecto
de esa percepción educada que el fantasma se distingue por esa conjugación y
esa interpenetración de esas dos dimensiones. Aunque más no fuese a partir de
esto, es posible comprender por qué hay en el fantasma una convergencia
especial de la práctica. Está presente en él aquello que releva del significante y
está presente el tesoro imaginario; es en ese lugar, en la escena del fantasma,
donde encontramos la reunión de ambos.
Se concreta en el fantasma la conjugación de esos dos órdenes y en ella se
particulariza; lo hace tanto bajo la graduación de lo simbólico, a título de sujeto
barrado, como bajo la graduación de lo imaginario, la del objeto a, escritura de
la cual Lacan se servirá a lo largo de toda su enseñanza, hasta llegar al último
tramo, momento en el que liquida toda construcción, incluidos esos elementos.
El sujeto barrado que releva de lo simbólico, fue construido por Lacan a
partir de la noción de negación; lo construyó como vacío, negación de la sustancia
e incluso como negación de ser –y por eso mismo, a ese título, prometido a
identificarse. A diferencia de él, el objeto a encierra en su paréntesis todas las
formas imaginarias que pueden cautivar el interés del sujeto en lo que respecta
al deseo, desde su propia imagen en el espejo –una suerte de encarnación de su
narcisismo– y, a partir de ella todo lo que sea imagen. Es preciso decir que las
fronteras al respecto son imprecisas, en la medida que van tan lejos como las de
aquello que la filosofía clásica llamaba representación, algo a lo que ya tuve
ocasión de aludir. En el fondo, en su acepción más amplia el imaginario abarca
todo cuanto es representación. Por lo demás, el Fantasieren del que se ocupara

45
Freud se inclina, en todo caso, de ese lado: es más aristotélico que lacaniano o
francés.
Tuve en el curso de esta semana una pequeña conversación con Jean-
Pierre Lefevre, quien se ocupa desde el año pasado de aportar las nuevas
traducciones de Freud y ya tradujo la “Traumdeutung” bajo el título de “La
interpretación del sueño”. Puedo decir que yo lo había recomendado como
traductor, cuando todo lo que conocía de él era su excelente traducción de la
“Fenomenología del espíritu”. J.-P. Lefevre me decía que muy pronto aparecería
el texto de Freud acerca de Leonardo Da Vinci, con un prefacio de Clotilde Leguil,
aquí presente. Relamiéndose, Lefevre me dijo: “Se va a armar una...” Ocurre
que en ese texto, lo traducido habitualmente por fantasma, él lo tradujo como
representación imaginaria. Consideró para hacerlo que lo designado como
fantasma es una creación del psicoanálisis en Francia y no da cuenta del empleo
freudiano del término. Mi comentario fue que en lo que a mí respecta, caía justo,
resulta del todo coherente con mi manera de pensar la cuestión. Es todo cuanto
puedo decir y no es eso lo que reducirá el escándalo, aunque quizá sí lo haga en
el ámbito de la Escuela de la Causa Freudiana.
Entonces, lo imaginario tiene, en efecto, la amplitud de la representación.
Resulta formidable, por otra parte, que Lacan haya continuado utilizando esta
escritura, que haya mantenido su validez en ese marco, cuando pasó a considerar
que el fantasma conjugaba lo simbólico y lo real, es decir, cuando introdujo un
giro que hizo pasar su símbolo a de un orden al otro. Ocurrió cuando planteó que
ese a pertenecía al orden de lo traumático e inasimilable y que, no obstante, está
presente en el fantasma.
Para ordenar esa relación, contamos con la indicación de ese algoritmo del
que se sirvió Lacan –particularmente en su Seminario “La transferencia” – para
despejar esta conjugación que yo evocaba, la de un agujero y un tapón. Se trata
del algoritmo a / - φ :
a

Y es una vez más este algoritmo el que prevalece cuando Lacan propone
el pase como final de análisis. Considera dos versiones de ese final: una, la de
acceder a la marca de la gran abertura del complejo de castración, - φ, otra, la
del objeto que la obtura, a, acerca del cual evoca el estatuto que le acuerda Freud,
el de objeto pregenital. Es preciso saber que si Lacan elige referirse a lo
pregenital como una aproximación a lo que es el objeto a, se debe a que por
entonces no puede todavía escribir si ese objeto a es imaginario o real. Es la
razón por la cual da una estocada imprevista cuando dice: es lo que nos preparó
Freud bajo la forma del objeto pregenital.
Uds. tienen aquí un primer ejemplo de lo que evocaba un poco antes,
cuando me refería a una lectura de Lacan que se ocupa de lo que él no dijo.
Precisamente, en lo referido a esta cuestión, uno puede apreciar que el estatuto

46
del objeto a es muy equívoco; en el fondo, de una manera general, podría decir
que se trata de saber si para Lacan el goce es imaginario o real, puesto que el
goce siempre estará allí.
Dado que el punto de partida elegido por Lacan para su enseñanza, el que
se ofreció a él, por el que fue capturado, se apoya en una bipartición o, más
exactamente, en el acento, en la primacía acordada al campo del lenguaje, campo
que en función de su propio dinamismo conceptual obliga a una partición entre
lo que se ubica del lado del campo del lenguaje y la función de la palabra –
vertiente de lo simbólico, lo articulado, lo causal, en tanto wirklich–, campo que
aparta el resto, arrojándolo al estatuto de la representación, al imaginario. No
faltan así los argumentos para acordarle al goce un estatuto imaginario.
Precisamente, la imagen del cuerpo –el cuerpo en tanto encuentra su soporte en
la representación– es la fuente principal, es el objeto de satisfacción, de
contemplación, objeto de una extrema complacencia donde se da a conocer, se
denota precisamente que allí está el goce.
Se trata de algo que resulta perfectamente claro cuando Lacan aborda el
caso Schreber: el goce se despliega allí como imaginario. Schreber feminizado y
rodeado de objetos supuestamente femeninos, es una idea que constituye la
fuente activa de la satisfacción más extrema para él, que ya se anunció en el
fantasma bajo una forma muy pura: Qué hermoso sería ser una mujer... La
exaltación de lo bello está allí para sostener la referencia del goce al imaginario.
Me gustaría, por lo demás, defender esa causa del goce imaginario, si fuese
necesario, ya que se trata de una causa mucho más agradable que los
argumentos aportados por nosotros para hablar de su estatuto real, argumentos
que son la ocasión para atascarnos en el desperdicio, en el malestar y el
desasosiego, mientras hay un estatuto imaginario del goce que es, por el
contrario, exaltante, estético y permitiría movilizar aquí, además, todo cuanto es
obra de arte.

Decía entonces que en función del punto de partida tomado por Lacan, el
goce se ubica para él, en un primer momento, del lado del imaginario. Recién en
un segundo movimiento viene a distinguir –y lo hace siguiendo las huellas de
Freud– que el núcleo del goce, si puedo expresarme así, es real.
Particularmente en “Construcciones en psicoanálisis”, texto que releía
hace poco, Freud habla, a propósito del delirio, del Wahrheitskern, del núcleo de
verdad presente en los delirios. Pues bien, podríamos decir que el núcleo de goce,
el Lustkern –es una creación mía, aunque quizá la expresión esté en algún pasaje
de los textos freudianos–, es de orden real. Está en juego en esa aserción un
largo trayecto, no se trata de algo adquirido vía un malabarismo.
Para Lacan, en el punto de partida, el a es imaginario. Por el contrario,
aquello designado como – φ ya es el resultado de una operación simbólica, porque
la negación como tal releva de lo simbólico. En las imágenes, la operación de la
negación no funciona y en este sentido, captamos en definitiva el imaginario

47
como un velo de aquello que depende de lo simbólico. Algo que prescribe para la
práctica analítica apuntar a reducir el imaginario para despejar la castración.
Todo el mundo se dio cuenta de que el análisis, cuando funcionaba, tenía
un efecto de reducción del imaginario; cuando esto no sucede, uno se inquieta.
Esta reducción del imaginario es algo que en la lengua inglesa había sido
designado como shrink, el que reduce. Llegó a captarse con una cierta evidencia
que había una reducción. En esta problemática, el fin del análisis se pone en
juego con la nada, según las modalidades de la nada. Ese es el Wahrheitskern,
el núcleo de verdad, cualquiera sea el modo según el cual se lo enuncie, como
asunción de lo que falta (du manque), reconocimiento de la nada o reconciliación
con esa nada.
Cualquiera sea la perspectiva desde donde se considere esta problemática,
lo que hay en el fondo de la botella –si puedo expresarme así, de manera trivial–
es la falta; incluso cuando Lacan llegue a hablar, ya bien avanzada su enseñanza,
del Wahrheitskern, cuando lo diga en términos de “No hay relación sexual”, se
trata aun así de una declinación de la nada. Son otros tantos términos que
podemos ubicar en serie. La cuestión cambia cuando el esquema es diferente,
cuando la R de real viene a inscribirse por encima de lo simbólico, cuando el
objeto a toma valor de real.
Aunque uno se imagine que es lo mismo, puede apreciar bien que Lacan
se consagra a hablar mucho más del goce y enuncia entonces como modelo de la
práctica lacaniana del psicoanálisis el de contrarrestar el goce (il faut contrer la
jouissance) 7, así como antes había sido cuestión de reducir el imaginario.
Y los analistas se arman de pies a cabeza para contrarrestar el goce. Pero
se trata de otra cosa: es cuestión, aquí, de lo real como resto ineliminable.
Precisamente por eso, no habremos de consagrarle cuidado, terapia alguna,
supuestamente ese es un asunto terminado. Simplemente ocurre que ese real,
también él, se presenta desde diferentes ángulos. Uno puede abordarlo a título
de resto, como lo hacía el propio Freud y siguió haciéndolo Lacan; no en tanto
resto fantasmático, sino de resto sintomático.
Por esa vía se llega a la célebre constatación según la cual, aun después
de un análisis concluido satisfactoriamente, hay restos sintomáticos. En el
fondo, es algo que se puede abordar como un defecto, la marca de que todo no es
posible, de que nadie está obligado a lo imposible. Esto, al fin de cuentas –es
preciso decirlo–, no cuadra exactamente con el culto de la nada, está en infracción
respecto de él. Lacan lo evoca cuando alude al dedo de San Juan que señala el
horizonte deshabitado del ser y mientras lo está haciendo, mientras indica ese
horizonte, el resto sintomático se le trepa a la cara, por decir así. Quizás el
horizonte del ser esté siempre deshabitado, pero San Juan, por su parte, está
habitado, parasitado. Le decimos que mire hacia arriba, que no mire hacia abajo;
él mira, se rasca y después...

7 - “Contrer” = “doblar” en el bridge (desafiar al adversario de cumplir su baza) // Contrarrestar


con éxito (Dic. Hachette Langue Française // Dic. Uso del Español, M. Moliner). (N. de la T.).

48
Hago el payaso para ponerles en imágenes una contradicción profunda,
que puede ser leída también en la manera que tienen los analistas de captar la
experiencia analítica.
Entonces, eso es lo real a título de troncho de real (trognon de réel), de
trozo, fragmento, tramo final de real (bout de réel). “Troncho” porque nos
comimos toda la manzana, de la que se dice que es imaginaria: no hay más nada
y tiramos el troncho, pero el troncho está allí y como tiene algo de boomerang,
nos rebota en la cara. Este es el registro del trozo de real. Algo que todavía pasa.
El fondo es sano. Se trata de los fragmentos que hay en los bordes, nadando en
la sopa por decir así, a la manera de los trozos de carne en el caldo del “Buscón”
de Quevedo –no me acuerdo bien siquiera si es cuestión de trozos de carne, de
pescado o de pan, pero en fin, está el caldo.
Hay no obstante una segunda versión de lo real, diferente de la del trozo,
fragmento o tramo final, aquélla que Lacan llama el sinthome. Se trata por
cierto de otra cosa; en la medida que el sinthome es un sistema, se sitúa mucho
más allá del trozo de real: EL SINTHOME ES LO REAL Y SU REPETICIÓN. Hacemos
ingresar en el crédito de lo real la repetición, cuyo motor es lo real; en
consecuencia, por esa vía lo real aparece por sí mismo como principio y motor de
lo simbólico.
Así, cuando Lacan había educado a su público en la idea de lo simbólico
como motor de lo imaginario, pues bien, venimos a descubrir una puerta oculta,
donde se revela que en los pasillos es lo real el motor de lo simbólico; de modo
que si hablamos tan bien, si pensamos esas grandes cosas hasta la “Crítica de la
Razón Pura”, es porque hay algo debajo, hay algo en las intimidades que imprime
un movimiento y que es el sinthome.
Aquello que constituía en Lacan la última palabra cambió. Durante cierto
tiempo, se creyó que la palabra última y definitiva era verdaderamente: “No hay
relación sexual”; pero aun cuando constituya una formulación de Lacan, basculó
en: “HAY EL SINTHOME.”
¿Cómo darse maña entonces, cuando lo que inspira el sinthome reenvía a
las que fueron, según se dice, las palabras de Hegel ante la montaña, palabras
inmortales: “Es eso”. Allí está la montaña y es incluso demasiado venir a
pronunciar palabra alguna. Esto es lo que se trata de situar, de encuadrar.
Llegados a este punto, sería necesario reportarse a los últimos textos de
Freud, ya que es cuestión de ocuparse, en efecto, de lo que se descubre en el final
de análisis. Me refiero tanto a “Análisis terminable e interminable”, escrito en
los comienzos de 1937, así como al último texto que ocupó su pluma –recuerda
Lacan–, bien en los comienzos de 1938, acerca de “La escisión del yo en el proceso
defensivo”, Die Ichspaltung.
Como Uds. saben, en la octava y última parte de “Análisis terminable (...)”,
Freud indica cuál es, según su parecer, el obstáculo donde viene a tropezar la
terminación definitiva del análisis; se trata de algo en común a los dos sexos,
pero que toma formas de expresión diferentes en uno y otro: Eindruckform. En
la mujer, el Penisneid, la nostalgia de tener un pene, de tener el órgano genital

49
masculino –y dios sabe cuánto se le ha reprochado ese diagnóstico–; en el
hombre, la rebelión contra la pasividad inducida por otro hombre: Das sträuben
(Suzanne Hommel, si está aquí, me dirá si pronuncio correctamente). Freud
agrega: más exactamente, lo designaré en términos de un rechazo de la
feminidad en el hombre, Ablehnung, pero finalmente, más adelante en el texto
retoma el término sträuben. En tanto verbo, sträuben se emplea cuando se trata
de un puercoespín que eriza sus púas; en ese caso, uno dice: sträub. Término
bien elegido entonces: él se eriza cuando sospecha que el otro hombre quiere
feminizarlo.
Así y todo, el factor común despejado por Freud es una aspiración, un
esfuerzo: Streben nach Männlichkeit, él tiende a alcanzar la virilidad como
valor... (Algo así como pretender que la hora dure 55 minutos). Algo muy difícil
de alcanzar, dice Freud; precisamente por eso, agrega, sería cuestión de intentar
que el hecho de seguir a otro hombre no tenga para el hombre la significación, la
Bedeutung de la castración. Uds. ven que Freud emplea muy a menudo el
término Bedeutung a propósito del falo o de la castración; Lacan, por su parte, lo
retomó en el título de su célebre artículo.
Tanto Freud como Lacan explican también que el Penisneid no alcanza a
ser resuelto; constituye una fuente de depresión en la mujer, quien permanece
habitada por una íntima certeza –innere Sicherheit– de la inutilidad de la cura
al respecto. Resumo así, precipitadamente, las consideraciones de Freud que
deben ser tomadas al pie de la letra.
La idea de Lacan apunta a considerar que se trata de algo susceptible de
ser resuelto en la escena del fantasma –¡y eso es el pase! –; Freud no lo dice,
pero aquello que está en juego en esa 8va. parte de “Análisis terminable e
interminable” es a situar en la escena del fantasma ; se trata de un debate que
puede ser superado si se reconoce su identidad fantasmática.
¿De qué operación se vale Lacan para hacer del fantasma el campo donde
es cuestión de resolver ese obstáculo mayor que encuentra el final de análisis?
Entiendo que se puede decir simplemente en estos términos: Lacan pone en
evidencia que lo designado por Freud como Streben nach Männlichkeit, la
aspiración a la virilidad es, por excelencia, del orden del fantasma. (Sería
necesario que yo encontrase otra manera de traducir esa expresión alemana,
porque lo de “aspiración” tiene un cierto perfil “Madame Bovary”... Espero tener
tiempo de retomar esto). Es decir: la virilidad se apoya en ese rellenamiento por
un a de la castración de todo ser hablante que es – φ, eso es lo que se llama la
virilidad. Esto es, para decirlo aún más simplemente, que en tanto a tapona a –
φ, pues bien, tenemos φ.
Allí mismo reside la institución del sujeto, aquello delimitado por Freud
como el carácter radical de la institución fálica del sujeto, institución que sigue
el sesgo de un fantasma fálico. Cualquiera sea el ángulo desde el cual se lo
aborde, el fantasma instituyente del sujeto es fálico.
Llama incluso la atención en Freud, cuando se lo lee de cerca –como lo hice
hoy–, el hecho de que hable a propósito del Penisneid y del rechazo de la

50
feminidad indicando que son dos temas, dos elementos diferentes, pero sin
indicar dónde se sitúan en el aparato psíquico. En Lacan, por el contrario, no
hay ambigüedad: se trata de algo situado en la escena del fantasma, se sustenta
en la elevación, en la potenciación fantasmática del falo.
De eso se trata desde esta manera de ver, si puedo expresarme así: de
curar a la gente para reconciliarla con la falta, con la castración simbólica, de
modo que sean capaces de pronunciar esas palabras de Hegel –“Es eso” o “Es así”
–, ya no ante la montaña, sino ante el agujero: “Eso me faltará siempre.”
Está en Lacan presente así la idea de que es posible destituir al sujeto de
su fantasma fálico, la idea –si puedo poner esto en imágenes aun más
sencillamente– de que es posible hacer que el ser hablante (no simplemente el
hombre) le diga sí a la feminidad, renuncie a ese rechazo de la feminidad que lo
afecta.
Por otra parte, el mejor ejemplo al respecto lo constituye, a los ojos de
Lacan, el psicoanalista como tal. Es por eso que la posición analítica es la
posición femenina o, al menos, es análoga a ella. Esto quiere decir que no
podemos ser analistas mientras estemos instituidos por el fantasma fálico.
Lacan vuelve entonces, por sesgos, por rodeos diversos, sobre la afinidad especial
de la posición del analista y la posición femenina.
Resulta ser algo verificable: en el s. XXI, como ya lo dije, ¿quién puede
dudar que el psicoanálisis estará en manos de las mujeres? ¡Conserven a los
hombres como una especie a proteger en el psicoanálisis! Por lo demás, es preciso
decir que están en vías de desaparición rápida. No sólo en el psicoanálisis: hoy,
esa aspiración a la virilidad de la que hablara Freud, das Streben nach
Männlichkeit, no es algo que esté muy a la vista; lo que parece constituir con
mayor precisión la corriente dominante es das Streben nach Weiblichkeit, la
aspiración a la feminidad.
Hay quienes no están de acuerdo, pero esto produce, en efecto, un cierto
número de fundamentalismos que buscan reconducir esta aspiración al orden
androcéntrico, del que las grandes religiones de la humanidad constituyen un
espléndido ejemplo. Es algo que los pone especialmente nerviosos. Por supuesto,
están las causas sociales, históricas, todo lo que Uds. quieran, ciertos
movimientos a los que asistimos... A partir de todo eso pienso que el fenómeno
más profundo es la aspiración contemporánea a la feminidad, así como las
resistencias, el desorden, el delirio y la rabia en los que vienen a quedar
inmersos, a causa de todo esto, los partidarios del orden androcéntrico. Es a
partir de esto mismo que las grandes fracturas a las que asistimos entre el
antiguo orden y el nuevo, pueden descifrarse –al menos en parte– como el orden
viril que recula ante la protesta femenina. No digo que el debate quede zanjado
así, pero lo que está en juego parece al menos poder ser planteado en esos
términos.

La idea de ATRAVESAMIENTO articulada por Lacan, resulta como quiera que


sea muy dependiente de un ordenamiento imaginario de la cuestión. Es de un

51
modo u otro la idea de que hay una pantalla, la pantalla del fantasma, expresión
utilizada por el propio Lacan, pantalla que puede así y todo ser perforada,
traspasada en dirección de lo que yo di en llamar hace un rato la nada. Toma el
valor ya sea de la castración simbólica o bien de aquello señalado por Lacan en
términos de No hay relación sexual; en ambos casos, el soporte de esta pantalla
es la referencia al falo.
Se trata de un planteo muy convincente respecto del deseo. En efecto, en
lo que hace al deseo, se puede decir que ese falo que está en el principio de la
institución fantasmática del sujeto, es un semblante. Pero lo que no es un
semblante, lo que es real, es el goce; de modo que haber atravesado la pantalla
sobre la cual se dibujaba el falo, el semblante fálico, incluso elevado a la dignidad
del significante, no resuelve sin embargo la cuestión del goce.
Admitamos que lo designado por Lacan como ATRAVESAMIENTO DEL
FANTASMA deje resuelto el problema de la verdad, es decir, la cuestión acerca del
deseo del otro, aquélla que reenvía a la pregunta: “¿Qué quieres?”, dirigida al
otro ; es el nivel que corresponde a “eso habla”. Pero queda lo real. Y lo que se
juega a nivel de lo real, no se juega en el nivel del “eso habla”, sino en el nivel
que corresponde a eso que se goza.
Dicho de otro modo, el pase es una respuesta a la 8va. parte de “Análisis
terminable e interminable”, respuesta que se sostiene en la reducción de la
apuesta fálica al fantasma. El mismo término de atravesamiento, empleado por
Lacan sólo una vez –y si por mi parte lo distinguí es porque traduce bien la
problemática imaginaria donde queda capturada la cuestión–, precisamente no
resuelve para nada lo planteado por Freud en un texto que es necesario leer al
mismo tiempo que esa 8va. parte de “Análisis (...)” a la que nos referimos. Se
trata del Capítulo X de “Inhibición, síntoma y angustia”, el capítulo escrito en
último término por Freud.
Freud intenta discernir allí lo que designa “causa última de la neurosis”,
entre comillas; la sitúa a nivel del ello, donde opera el automatismo de repetición,
el Wiederholungszwang, donde queda capturada la pulsión. Agreguen a este
planteo una frase esencial, que en otros tiempos yo había señalado en la Addenda
B de “Inhibición, síntoma y angustia”, donde Freud designa, sin omitir nada, que
“la exigencia pulsional es algo real”, etwas reales.
El término utilizado en esa ocasión por Freud, Triebanspruch, traducido
como exigencia pulsional, significa reivindicación, reclamación. Por
consiguiente, se trata de un enunciado y Lacan hizo de él, en su grafo, una
demanda; se puede decir que domesticó como una demanda aquello que el
Triebanspruch pone en juego. Y el adjetivo que aplica a la demanda de amor,
cuando la califica de incondicional, querría aplicarlo con mayor precisión al
Triebanspruch, para señalar que se trata de una reclamación incondicional.
Por supuesto, Lacan tuvo en cuenta el planteo de Freud que introduce ese
algo de real de la exigencia pulsional, del que hace el fundamento de la angustia.
Es precisamente lo afirmado por Lacan cuando dice: “la angustia no es sin
objeto.” No es sin objeto porque tiene como fundamento real aquello que hay de

52
real en la exigencia pulsional. Cuando Lacan afirma que el objeto a fue abordado
como pregenital, alude al hecho que es Freud quien habla de las exigencias
pulsionales de la sexualidad infantil.
Pero Lacan llevó muy lejos en su grafo la domesticación de la pulsión.
Espero que Uds. conozcan la arquitectura de ese grafo en dos pisos: la pulsión en
el piso superior, respecto de lo que se ubica como palabra –es algo que pasa entre
palabra y pulsión–; esos dos pisos funcionan simultáneamente y responden a un
mismo modelo, esto es, se trata de dos cadenas significantes. Lacan lo dice sin
omisión alguna: habla de “significantes constituyentes de la cadena superior”.
Hace esta construcción para resolver lo referido a la doble inscripción, tema que
no abordaré. En todo caso, esto supone hacer de la pulsión un cierto tipo de
enunciado, pero hacerlo no resuelve la cuestión del etwas reales.
Formulemos la pregunta: ¿acaso la relación del sujeto con la pulsión se
juega en la escena del fantasma? Lacan intentó todo para decir que sí. En una
oportunidad emplea la expresión “fantasma fundamental”. Uno podría decir
entonces: está por un lado el fantasma ordinario; se trata de la pequeña historia,
de un escenario con un soporte simbólico y representaciones imaginarias. Pero
más allá del fantasma ordinario, está el fantasma fundamental y allí es cuestión
de lo real. En este sentido, se podría decir que desde una cierta perspectiva, la
enseñanza de Lacan es una defensa ante lo real; las salientes, las molduras
construidas por Lacan, como en una arquitectura a la Vauban –a la que él mismo
alude en una ocasión– deben ceder poco a poco, bajo los efectos de una fuerte
presión, ante un real que él procuró domesticar, transformándolo en una
demanda articulada en el nivel superior de su grafo, donde sería posible ir del
goce a la castración, los dos términos extremos, pasando por esos dos lugares:
aquí, la pulsión escrita a partir de la demanda, $ ◊ D, y aquí el célebre S ( A/ ).
Me llevó mucho tiempo captarlo, entender de qué se trataba. ¿Qué quiere
decir esto? Lacan quiere demostrar que en la pulsión eso habla, que la pulsión
habla; tal sería la manera más sencilla de concebir la incidencia que la palabra
puede tener en la pulsión.
Por supuesto, el sujeto no tiene la menor idea de que él habla en la pulsión
–se trata de algo que no lo molesta. Nosotros decimos, como Lacan en los
Escritos, “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo”: en la pulsión, el sujeto
está “tanto más lejos de hablar cuanto más habla.” Es formidable. Uds. ahí no
ven nada, pero no se inquieten, allí el sujeto habla. Y así Lacan resuelve el
carácter de demanda de la pulsión, indicado por esa D y a la vez, como se trata
de la demanda, pone en evidencia que se trata de distinguirlo de lo que ocurre
en el fantasma.
Por ejemplo, en el fantasma “Pegan a un niño”, “Le pego a un niño”..., todas
esas frases aparecen –hay una que no, pero las demás sí, en exceso–; en la
pulsión no, es preciso entonces hacer desaparecer al sujeto, al $. De lograrlo,
tendríamos ocasión de decir que se trata del mismo que está en juego en el
fantasma; si bien Lacan habla de desvanecimiento del sujeto, no de fading del
sujeto –término empleado cuando se trata del fantasma–, quiere decir lo mismo.

53
Prefiere sin embargo, no emplear respecto de la pulsión el mismo término,
aunque se refiera al mismo símbolo, $ –y demuestra por qué no lo hace. En
efecto, Lacan demuestra todo; es preciso en primer lugar saber esto para
comprender lo que dice. Lacan es mucho más inteligente que ustedes y yo;
cuando quiere demostrar algo, lo hace y él mismo lo dice sin omitir nada: si me
dejan hablar el tiempo suficiente, estoy seguro de poder acordar el sentido que
fuese a cualquier término. Alguien que afirmó esto, les ha revelado como quiera
que sea algo de su manera de proceder.
Entonces, en la medida que es preciso demostrar que la pulsión habla, no
faltarán las pruebas para llegar a hacerlo. En primer término, tenemos todo
aquello que en Freud demuestra la obediencia de la pulsión a un orden
gramatical, con reversiones del sujeto al objeto. Ya está presente en el caso
Schreber, como así también en su texto “Pulsiones y destinos de pulsión”: la
pulsión es gramatical. A continuación, Lacan destaca el carácter de corte que
presentan las zonas erógenas, zonas que son bordes y el borde es, para Lacan,
una función significante. Y por fin, lo que resulta formidable: la pulsión insiste.
Esto quiere decir que está dotada de memoria y una memoria es significante.
Lacan trae, además, otra idea; la encontré en ocasión de redactar el
Seminario VII, “La ética del psicoanálisis”; cuando vi por entonces que llegaba a
asignarle una dimensión histórica a la pulsión, tengo el recuerdo de haberme
dicho que empujaba las cosas un poco lejos. En nombre de la insistencia de la
pulsión, que responde a una fijación precisamente invariable, Lacan afirma: es
cuestión de memoria, por lo tanto de historia.
Busca así todo cuanto puede volver a traer la pulsión a la palabra, defiende
la causa que restablece la pulsión a la palabra. Es siguiendo ese modelo
enunciativo que presenta la pulsión.
Tranquilizo a quienes se espantan por la horrible crítica que hago del
pensamiento de Lacan; es preciso decir que siempre tuve ganas de hacerla, pero
me dedico a criticar un Lacan en nombre de otro Lacan, doy ese paso que daba
el propio Lacan: muestro cómo...
Entonces, dado que se trata de un modelo enunciativo, así como hay un
cierre del circuito de la significación en el nivel de la palabra, es preciso que haya
otro cierre aquí. Es el del célebre S(A/), convertido después en el Santo de todos
los Santos del psicoanálisis.
Algo tuve que ver yo en eso, por lo demás; se trata, en efecto, de una
construcción amanerada, cuando en definitiva, allí situado, ¿qué significa S
(A/)? Viene a dar cuenta del estatuto de la pulsión como enunciado, a saber: no
hay garantía en el Otro; es lo que corresponde a su vertiente de “ilustre
desconocido”. Uno toma la guía telefónica, busca “Pulsión”... ¡No hay nadie! No
figura en la guía, el número que Uds. buscan no corresponde a ningún abonado.
Para decirlo en términos arquitectónicos, es algo que responde a una falta
en el Otro, al hecho que toda la pulsión, según Lacan, está organizada en
significantes; esos objetos de la pulsión –aunque Lacan se cuide mucho de
decirlo- son significantes. La pulsión busca trato, es una correa significante ; no

54
decimos que como tal está fuera de la palabra sino al final, una vez reunido y
concentrado todo lo que hace a su descalce respecto del Otro. Mientras la pulsión
avanza sobre la cadena significante, está bien situada allí; es hacia el final que
Lacan toma el problema en su conjunto y en ese punto, no hay significante que
responda. Por consiguiente, allí, en cierta forma, no es posible dar cuenta de la
pulsión desde el nivel del significante.
En efecto, ¿cómo dar cuenta desde el nivel del significante, el nivel del
Otro, de todo cuanto hay de arbitrario –o con mayor precisión, de contingente–
en el goce que no se despliega? Podemos incluso decir que justamente por eso,
Lacan ya formula en ese momento que el Otro no existe a nivel de la pulsión; el
Otro de la palabra, del saber, del lenguaje, no está allí.
Hay así visiblemente una gran tensión entre el estatuto de esta respuesta,
S (A/), por un lado, y por otro aquél acordado a la pulsión como cadena de
significantes. Lo cual no impide que Lacan hable de la pulsión y sitúe para el
goce un lugar preciso, ubicándolo en el punto de partida de un vector. Ahora
bien, ¿cómo hablar de la pulsión sin tener en cuenta el goce? Pero también, ¿cómo
hacer entrar el goce en ese sistema?
Se trata de algo que, por supuesto, en su momento comenté, pero no lo
había visto en ese momento desde este ángulo. Aquí, Lacan reduce el goce al
complejo de castración; llega a decir incluso que la falta en el Otro es
precisamente ésa, la ausencia de un significante del goce, pero aborda el goce a
partir de la interdicción, de un “No” antepuesto al goce, esto es, remitiéndolo a
una problemática fundamentalmente edípica. La paradoja se pone en evidencia
en la frase que llega a emplear cuando introduce un comentario acerca de
Sócrates, un poco más adelante en “La significación del falo...”; dice entonces: “El
falo da cuerpo al goce”.
Como quiera que sea, el goce no esperó el falo para tener un cuerpo; más
aun, el goce como tal es impensable sin un cuerpo que goza. De modo que en la
dialéctica analítica, “El falo da cuerpo al goce” es otra cosa, tiene que ver con el
discurso analítico. De hecho, lo que surge en ese momento de la elaboración de
Lacan no es que el falo dé cuerpo al goce, sino que le da una significación muy
precisa de transgresión, correlativa de la interdicción. Es en la medida que fue
dicho: “No debes gozar” –no debes gozar de la madre, de la vecina, de tu órgano,
etc.–, en la medida que el goce llega aparejado a un discurso de interdicción, que
toma la figura de la transgresión.
Es la razón por la cual Lacan puede asignar a esta significación –así y
todo, lo dice un poco en broma– el símbolo √–1 ; agrega que es preciso
multiplicarlo para acceder a la falta de significante, –1. Dicho de otro modo, se
trata de diferentes modalidades de lo negativo.
Lo que resulta divertido, al fin de cuentas, es que la cosa analítica resiste.
Esta es mi manera de leerlo a Lacan en este punto. Veo los aportes prodigiosos,
las argumentaciones que él despliega y el hecho que, así y todo, el asunto propio
del psicoanálisis del que Freud había dado el contorno, resiste. Como su abordaje

55
es muy preciso, opera a la manera de un péndulo, de la varilla de los
radiestesistas: uno siente que allí precisamente hay algo.
Por supuesto, es necesario así y todo que Lacan acuerde su lugar a ese
goce respecto del cual la negación no interviene en absoluto, un goce que está
fuera de la negación; es lo que él llama –tuve ocasión de señalarlo en otros
tiempos– el falo simbólico, significante del goce imposible de negativizar. Ahora
bien, ¿cómo abordar lo imposible de negativizar en un sistema articulado por
entero alrededor de la negación? Podemos considerarlo a partir de una frase.
Vean Uds. cómo Lacan lo hace pasar: “Aun en su condición de soporte del (–1),
el φ se convierte en Φ, imposible de negativizar.”
Intenten representárselo. Por mi parte lo hice, pero uno entiende que en
esa manera de construir la frase está concentrado todo el problema. Problema
que reside en traer al mundo, a partir de lo que expresa una negación, algo que
resulta imposible inscribir como negativo. Uno intenta la vía de la
multiplicación, todo eso, hasta el momento en que abandona todo. Porque en
definitiva, ¿qué es Lacan? Una avanzada. Lo que recompongo aquí, es preciso
sin duda que él lo haya transitado antes de descartarlo. Y lo descartó, al menos
fue más allá de eso.
Sólo les doy este ejemplo que vengo de sintetizar. Supongo que Uds.
aprendieron el a-b-c de la pulsión, sin duda en el Seminario “Los cuatro conceptos
fundamentales del psicoanálisis”; retomen allí los dos capítulos consagrados a la
pulsión y compárenlos con lo planteado por Lacan dos años antes. Se trata de
formulaciones por completo distintas, no se reconoce nada entre ellas; son
construcciones profundamente distintas porque en “Los cuatro conceptos...”,
Lacan regula sus planteos reportándose a la cuestión del goce, la toma allí como
punto de partida y no de llegada.
Así considerada, la pulsión ya no es en absoluto un enunciado, sino un
vector que viene a rodear al objeto a. Ya no hay más S (A/), etc.; hay una
problemática de la pulsión donde la interdicción no domina más la cuestión del
goce.
En el texto que vengo evocando a propósito del grafo, el de “Subversión del
sujeto...”, la cuestión evitada por Lacan sobre el cierre, es la de tener que
pronunciarse acerca del final de análisis remitiéndose a su punto de partida.
Cuando en las últimas líneas de ese trabajo de los Escritos llega considerar el
tema, dice: “Llegados a este punto, no avanzaremos más.” Por lo general, no
terminamos de esta manera un texto; si lo damos por terminado, no avanzamos
más; si tenemos necesidad de decirlo, es precisamente porque algo queda
pendiente acerca del trabajo de cómo ir más lejos.
Lacan no avanza más, pero se ocupa de la clínica. Es decir, una vez
discernido su S (A/) y sus cuestiones respecto del goce, estudia el goce en la
relación con el Otro en la neurosis, la perversión y las psicosis. ¡Hace clínica!
Una clínica dominada por la relación del goce con el Otro, precisamente por la
relación con el goce del Otro.

56
Entonces, ¡vuelve a empezar! Como le dio resultado, cuando fue cuestión
del deseo, abordarlo a partir del Deseo del Otro, se dedica a considerar el goce a
partir del goce del Otro y lo que dice al respecto es, por lo demás, formidable. Lo
será hasta el día que considere que esto no marcha así: el otro en cuestión, es el
cuerpo. ¡Ah, de acuerdo! Pero entre tanto, aquí, se trataba del goce del Otro con
mayúscula, goce que trató de insertar en el pequeño juego que él conocía, que ya
había ajustado con gran éxito, como de costumbre.
No es esto lo que molesta. Lo molesto con Lacan es que siempre lo consiga;
como siempre tiene éxito, es preciso ubicar el punto respecto del cual se puede
pensar que él no estaba contento –y le resultaba necesario entonces continuar y
cambiar.
Precisamente aquí, de toda evidencia, se trata de un cambio total el que
introduce cuando deja de hablar del goce del Otro, bajo el modo en que antes
había hablado del deseo del Otro, para hablar del goce del cuerpo. De modo que
cuando Uds. leen el Seminario “El sinthome”, pueden situar que Lacan intenta
considerar el nudo en todas sus variantes –lo desdobla, lo triplica, lo estira, lo
tortura, lo vuelve irreconocible a ese nudo–, pero si hay algo respecto de lo cual
no quiere oír hablar, es del goce del Otro –y esto es así porque acaba de captar
de qué se trata. Vio lo que de él resultaba y afirma: ¡No hay más goce del Otro!
¡La cuestión no está allí!

Entonces, hay un contexto donde la interdicción del goce, puesta en


funciones por Lacan, de una manera muy edípica, muy encuadrada en el
“complejo de castración”, responde al deseo del Otro. Lacan define desde esta
perspectiva al neurótico en términos del sujeto para quien el Otro estaría
habitado por una voluntad de castración. Cuando Lacan dice “voluntad”,
corresponde entender deseo decidido. Ese Otro habitado por una voluntad de
castración, no es por consiguiente el Otro que diría: “¡Goza!” Es el Otro que dice:
“¡No goces!”, el Otro que interpone un “No” al goce.
En el fondo, todo cuanto articula en esa última parte sobre la cual trabajé
tanto, está articulado alrededor del “No” que interpondría el Otro al goce. ¿Las
soluciones ante ese “No”? Una, decir « Sí » a esa voluntad de castración, esto es,
grosso modo, suicidarse consagrándose a la famosa causa perdida, momificarse,
quedarse por completo encogido bajo esta voluntad de castración del Otro. Lacan
no llega siquiera a considerar en el momento en que avanza este planteo, que se
pueda llegar a decir “No” a la aspiración a la virilidad. Es algo que vendrá más
tarde, como ya lo señalé, con el pase: poder decir “No, esa voluntad de castración
no me atañe.”
En el texto de los Escritos que considerábamos, “Subversión del sujeto...”,
in extremis, justo antes de decir “Llegados a este punto, no avanzaremos más”,
Lacan introduce así y todo una frase donde se concentra todo cuanto puede decir
en ese momento acerca del final de análisis. Se presenta bajo la forma de la
pregunta: ¿qué es la castración? Y pasa a darnos su Bedeutung : la castración
quiere decir que el goce debe ser rechazado para ser alcanzado.

57
He leído mucho esta frase, la hice leer mucho, Uds. saben, la he comentado
con frecuencia, pero ahora entiendo, más allá de lo que dice, dónde está fundada.
“La castración quiere decir que el goce debe ser rechazado para ser alcanzado”.
¿Cómo se llama esto? Se llama la dialéctica. Lacan logró –y esto es lo que
intentaba con la pulsión– hacer entrar el goce en la misma dialéctica que la del
deseo. Porque la esencia de la dialéctica reside allí: decimos “No” y, por esa vía,
podemos decir un “Sí” de un orden superior. ¡Es la Aufhebung!
Es preciso comenzar consintiendo a la interdicción del goce, para volver a
encontrarlo pero en un grado superior, purificado, admirado y permitido. En
cierto modo, es necesario hacerse cargo de la astucia de la razón, como decía
Hegel. Esa astucia residiría en prohibir y después, reencontrar lo mismo pero
exaltado y en otra dimensión. Lacan dice incluso exactamente dónde habrá de
ser reencontrado el goce, dónde se lo alcanzará: “en la escala invertida de la ley
del Deseo.” ¡Ah! Entonces, el goce va a ser alcanzado, en primer lugar, en algo
que tiene que ver con el deseo. Se trata de la operación hecha por Lacan con el
goce: hacerlo entrar en la dialéctica del deseo.
¿Qué es la escala de la Ley del deseo? ¿Por qué es necesario invertirla?
Resulta muy claro. Lacan lo explicó refiriéndose a San Pablo y la Epístola
a los Romanos, citada en “La ética del psicoanálisis”, precisamente el pasaje
donde San Pablo dice que el pecado nació con la ley. Lacan explica que es
precisamente la interdicción formulada por la ley lo que hace deseable al objeto.
Las prohibiciones son –“No habrás de hacer esto”; “No te acostarás con tu
madre”... – otros tantos indicadores de lo deseable. A partir de allí, la ley del
deseo, es la ley en tanto creadora del deseo por vía de la interdicción y la
negación.
Lacan afirma que es preciso invertir esta escala y acceder, precisamente,
a lo que estuvo en otros tiempos prohibido. De modo que si el goce es rechazado,
es para que puedas alcanzarlo. Así queda introducido el goce en la dialéctica del
deseo.

El desenganche respecto de esta formulación se hace perfectamente


sensible en el Seminario “Los cuatro conceptos fundamentales...” Allí, el objeto
a ya no es más que un substituto; Lacan dice incluso que no es sino un vacío:
poco importa, cualquier objeto puede venir a este lugar; lo que cuenta es la
satisfacción obtenida por la pulsión en el trayecto recorrido por ella. Ese trayecto
no depende de la prohibición, a diferencia del planteo precedente, donde se puede
decir que el deseo viene a ser creado por la prohibición –esto es, tiene un origen
edípico– y el goce depende de él, ya que se sostiene en la transgresión de la
prohibición.
Pues bien, es precisamente más allá de esa problemática que Lacan pudo
pensar el goce positivado como aquél de un cuerpo que se goza, un goce más allá
de la interdicción –y la diferencia es sensible–: se trata de un goce situado como
acontecimiento del cuerpo.

58
El valor de ese estatuto de acontecimiento del cuerpo es el de oponerse a
la interdicción: el goce no está articulado a la ley del deseo, sino que corresponde
al orden del traumatismo, del choque, de la contingencia, del puro azar. Se opone
término a término a la ley del deseo, no está tomado en una dialéctica, sino que
es el objeto de una fijación.
Es precisamente porque Lacan pudo pasar más allá de la problemática de
la interdicción, que pudo despejar el goce femenino como tal, es decir, dejar de
centrarlo en el Penisneid, una función negativa por excelencia. Lo designado por
Lacan como este goce especial, reservado a la mujer, es precisamente la parte
que existe sin quedar sometida a la interdicción, sin quedar tomada en el sistema
interdicción recuperación y su Aufhebung, sistema que ya sabemos dónde
conduce en general.
Del lado de la sexualidad femenina consiste en decir, al fin de cuentas, que
un hijo es todavía mejor que el órgano faltante. Y una vez introducido el amor
materno en esta partida, listo, todo se desprende de allí: la familia, la sociedad,
la religión y lo que sigue... Algo que borra aquello que en la feminidad resiste,
precisamente, a la lógica de la Aufhebung, a la lógica dialéctica de perder para
reencontrar.
Es preciso ver entonces cómo funciona esto del lado del hombre y una vez
allí ..., pues bien, quedan todavía muchas cosas por decir y que cuento decir; sólo
pude ocuparme hoy de una pequeña porción. Retomaré todo esto el 2 de marzo.

Hasta pronto.

FIN DE LA CUARTA SESIÓN 2011 (09.02.11)

----- ♠ -----

59
Orientación Lacaniana III, 13

Jacques-Alain Miller

Tercera sesión del Curso 2011 / Miércoles 2 de marzo 2011

(V)

Periódicamente planteo en este Curso la pregunta acerca de lo real. Lo


hice una primera vez bajo el título Respuestas de lo real. ¿De qué se trataba?
De la cuestión planteada por la práctica del psicoanálisis a lo real del hombre,
en el sentido genérico: del hombre y de la mujer, de lo que se da en llamar el
individuo, cuando se presta a la experiencia propuesta por nosotros. Más
exactamente, la experiencia a la cual él aspira, que él demanda y a la cual
nosotros aceptamos introducirlo.
A decir verdad, lo aceptamos con muchas liberalidades. En otros tiempos,
era habitual interrogarse acerca de las indicaciones y contraindicaciones en
cuanto al análisis; nos preguntábamos si verdaderamente era adecuado indicar
el análisis a éste o aquél, dadas sus capacidades o su estructura. Se trata de una
cuestión que perdió en gran medida su urgencia, porque el análisis es hoy un
derecho del hombre, si puedo decir así, de modo que rehusarle a alguien el acceso
a la experiencia analítica, es por cierto denigrarlo y en consecuencia, uno lo hace
cada vez menos, prefiriendo adaptar el instrumento, dosificarlo según las
capacidades de cada uno, aun a riesgo de ser infiel a los términos que sirven de
fundamento a la experiencia.
Sería injusto no tener en cuenta la evolución de las cosas, determinante
respecto de que cada uno considere como propio el derecho a ser escuchado y
tome consciencia de él, ya que el discurso jurídico vino a ocupar en el malestar
de la cultura una función prevalente.
Entonces, ¿por qué uno aspira a acceder a esta experiencia? Para decirlo
de la manera más general, es algo que ocurre cuando uno no sabe bien quién es;
es decir, si nos valemos de los términos que solemos usar, cuando uno está algo
despegado de lo que se llama la identificación. Uno aspira a la experiencia de
hablar y de ser escuchado cuando sospecha que por debajo del significante-amo
o del enjambre, de la multiplicidad de los significantes a los cuales el sujeto está
identificado, hay todavía alguna otra cosa. Lo dejo indicado así: S1 / $
Aquí, esta S barrada, $, designa aquello que no se agota en el registro de
la identificación, registro –como quiera que se lo considere– de ser el mismo que,
ser un semejante. Uno aspira a la experiencia analítica cuando uno se siente
desemejante. En fin, lo que viene a quedar escrito aquí como $ es, al respecto,
un signo de interrogación que aparece cuando se manifiesta una falla en la

60
identificación, cuando por algún sesgo se pone de manifiesto que no soy aquél
que pensaba ser y no soy el amo de lo que soy.

Algo puesto de relieve por un tal Descartes es lo que se conoce como el


cogito ergo sum, proposición que tiene algo de un “Mr. Homais”, cosa que por lo
demás el propio Flaubert no dejó pasar. En efecto, podemos encontrar en sus
notas esta fórmula cartesiana, hacia el final de un relato autobiográfico del
célebre farmacéutico que es el epítome de la suficiencia burguesa. Fue algo que
me señaló ayer por la tarde Rose-Marie Bognar-Cremniter, quien hizo a pedido
mío algunas investigaciones acerca de Flaubert y a quien se lo agradezco.
El cogito de Descartes –decía– tiene algo de un “Mr. Homais”, en el sentido
en que prolongo así: Yo pienso, entonces soy... el que yo pienso ser. Y si hay
respuesta de lo real en el escollo, en el tropiezo, el acto fallido es la respuesta que
cobra la forma de: No eres el que tú piensas que eres. En mi manera de abordar
las respuestas de lo real, mi idea era, precisamente, que cuando se obtiene esta
respuesta, cuando el sujeto es esta respuesta, pues bien, en nuestros días recurre
al análisis.

Retomé la cuestión de lo real una vez más en otro Curso, bajo el título de
La experiencia de lo real en el psicoanálisis. En esa ocasión, me interrogaba
acerca de la resistencia de lo real, aquélla que ofrece a la acción del psicoanálisis
o, en términos de Lacan, al acto psicoanalítico. La experiencia de esta resistencia
en psicoanálisis es la experiencia de los límites del psicoanálisis. El primero que
la hizo fue Freud, quien se vio conducido a partir de ella a modificar lo que él
llamaba su Primera Tópica, para formular la Segunda, aquélla que distingue el
Ello, el Yo y el Superyó. Siguiéndole los pasos, otros también hicieron la
experiencia de los límites.
Y finalmente abordé la cuestión de lo real cuando les hablé del último y
muy último tramo de la enseñanza de Lacan, donde la pregunta acerca de qué es
lo real se vuelve apremiante, urgente, dominante, hasta llegar a cuestionar la
pregunta en sí misma: no es seguro que lo real tenga una esencia; por el
contrario, es por el sesgo de su existencia que lo real se impone y apaga cuanto
se refiere a su esencia.
Ese muy último tramo de la enseñanza de Lacan fue proferido a ese título,
por cuanto Lacan sabía que se acercaba hacia el final de su existencia y no
hablaba más para sí, sabía que hablaba para nosotros, hablaba –diría yo– en
profeta. Y en esto que hacemos todos los días, tenemos que preguntarnos cómo
nos situamos respecto de lo que él nos dejó entrever en cuanto a ese ¿qué es lo
real?
Pues bien, considero que aquello que le abrió la puerta a ese muy último
tramo de la enseñanza de Lacan, aquello que le permitió ir más allá del campo
que él mismo había abierto y circunscrito, pensar de veras contra Lacan, tomar
la posición contraria a la que había argumentado durante más de veinte años, es

61
lo que él designa el goce femenino. Es por aquí que Lacan se despegó con esfuerzo
de sí mismo.

Si retomamos esa cuestión del goce femenino ¿qué entendemos? En


primer lugar, es muy probable, que su régimen es fundamentalmente distinto
del que corresponde al goce del hombre. Se trataría, por consiguiente, de un
binarismo: la mujer tendrá el goce femenino y el hombre tendrá el masculino;
distinguimos uno de otro comparándolos entre sí: para uno tal cosa, para otro,
tal otra.
Pues no, justamente no es así. Por cierto, en un primer momento Lacan
discernió lo específico del goce femenino respecto del goce masculino. Lo hizo en
la serie de sus Seminarios XVIII, XIX, XX y en su Escrito titulado “El
atolondradicho”. Pero hay un segundo tiempo, su planteo no se detuvo allí.
Aquello que llegó a entrever por el sesgo del goce femenino, lo generalizó hasta
transformarlo en el régimen del goce como tal. Digamos que siguiendo la
vertiente del goce femenino, Lacan apreció cuál era el régimen del goce como tal;
apreció que hasta entonces había sido pensado siempre en psicoanálisis desde el
lado masculino, en tanto la puerta de su última enseñanza viene a abrirse con la
concepción del goce femenino como principio del régimen del goce como tal.
¿Qué quiere decir aquí “como tal”? Se trata de una cláusula que abunda
en Lacan y entre los lacanianos, distribuida de una manera que no guarda
siempre un rigor muy grande. Pero aquí, “el goce como tal” quiere decir algo muy
preciso: EL GOCE COMO TAL ES EL GOCE NO EDÍPICO, el goce concebido en tanto
sustraído, fuera de la maquinaria del Edipo, ES EL GOCE REDUCIDO AL
ACONTECIMIENTO DEL CUERPO.
Es preciso que diga todavía qué es el goce edípico, para que su negación
tome un valor para Uds. El goce edípico, en el sentido de Lacan, lo encuentran
definido hacia el final de su Escrito “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo”,
al que me referí la vez pasada: el goce edípico es aquél que debe ser rechazado
para ser alcanzado, el goce que debe pasar por un no (non) –No, es muy poco para
mí–, prohibido en primer término, para ser luego positivizado, permitido. Este
es el goce que responde al Nombre del Padre, que escribimos así, nombre (nom),
pero contiene, como es percibible, un “no”. Está permitido en la medida que pasa
primero por el “no” de la prohibición.

Cabe creer que el “no” de la interdicción, en transcurso del tiempo a lo


largo del cual se desplegó la experiencia analítica, cobró suficiente evidencia
como para que unos y otros se detuviesen en él, se centrasen en la función de la
interdicción.
Ahora bien, avanzando en la exploración atenta del goce propio de la
mujer, Lacan no desmintió la incidencia de la interdicción, pero aisló una
fracción de goce que no responde al esquema susceptible de ser resumido en
términos de rechazar para alcanzar, donde la interdicción es una etapa en el
camino de la permisión. Aisló entonces un goce insimbolizable, indecible, que

62
guarda afinidades con el infinito, que no fue triturado por la máquina “no-sí” que
yo evocaba. En ocasiones, lo encontramos en los sueños. Es el caso, al menos,
de uno que alguien de sexo femenino me contaba ayer: bajo el aspecto de un
géiser turbulento, impetuoso, efervescente de vida inagotable se le había hecho
presente aquello que siempre había buscado, a lo que siempre había querido
equipararse. Es algo que el sueño puede procurar.
Pero si hablando con propiedad este goce no es decible, si no es posible
designarlo como no sea agregando que faltan los términos para hacerlo, no es por
accidente, por impotencia, sino que se trata, si puedo decir así, de un imposible
de estructura. Hay una porción de este goce de la mujer a propósito de la cual es
admisible su obediencia al régimen de la castración, en tanto hay otra a situar
como fuera del significante, entendiendo que el significante, el lenguaje es la
castración. Afirmación de Lacan vigente a partir de “Función y campo de la
palabra y del lenguaje”, donde plantea que la palabra es el asesinato de la cosa,
hasta lo formulado en “Subversión del sujeto (...)”, acerca de la interdicción del
goce al ser hablante como tal. Imposible expresar mejor la antinomia del goce y
del lenguaje, con la sola reserva de que llegue a ser dicho entre líneas.
Esta interdicción del goce orienta en este punto el pensamiento de Lacan;
lo encontró en Freud y es lo que elabora acerca de la regulación vital bajo el
nombre de Principio del Placer. En el fondo, Lacan hace del Principio del Placer
el motivo que aporta sus límites al goce; a ese Principio se superpone lo que él
designa como Ley para dar cabida a la interdicción. Es decir, cuando Lacan
retoma las elaboraciones de Freud acerca del Principio del Placer, designa un
límite que califica de casi natural, impuesto por el placer al goce, en tanto los
significantes transforman ese límite casi natural en una Ley que, por su parte,
se inscribe en el registro de la cultura.
Llegados a este punto podemos preguntarnos: ¿qué es la Ley –así, con “L”
mayúscula–, tal como Lacan la hizo valer antes de abordar el último tramo de su
enseñanza?
Tenemos allí, al fin de cuentas, un elemento que corre a lo largo de todos
sus Seminarios, desde el primero. Lo que da en llamar Ley lo orienta en su
elaboración acerca de las psicosis, en la conclusión a la que llega en cuanto a la
relación con el objeto, en lo que define respecto del deseo: la Ley es la Ley edípica,
la Ley del Nombre del Padre que dice “No”, en el sentido de la prohibición. El
conjunto de los textos reunidos en los Escritos, a su vez, se sitúa bajo esta
dominante: la de la Ley que dice “No”.
La Ley dice “No” porque el campo del lenguaje está hecho de ese “No”; el
campo del lenguaje, el significante que es el elemento que lo constituye, se
sostiene en una anulación. En particular, esta interdicción legal, jurídica, de
derecho –por oposición al hecho–, es para Lacan constitutiva del deseo: deseamos
aquello que no tenemos el derecho de tener, de poseer. Y esta interdicción es
asimismo constitutiva del goce –los remito a los Escritos–, en tanto es “la marca
de su interdicción”. Implica, a la vez, un símbolo –el falo– y su sacrificio, la
castración.

63
Hay aquí entonces un nudo muy ajustado entre lenguaje, Ley y falo.
La Ley del Nombre del Padre, al fin de cuentas, no es más que la Ley del
lenguaje. Se puede decir que, si quiero responder a la pregunta que me
planteaba yo mismo acerca de qué es la Ley, pues la Ley es el lenguaje.
En su momento se creyó que allí donde Freud reenviaba el psicoanálisis a
la biología, a la neurología, Lacan hacía entrar la lingüística. En efecto, Lacan
puso en evidencia que en su “Borrador-proyecto...”, los esquemas de Freud
referidos a las neuronas son de hecho esquemas lingüísticos, así como demostró
la potencia del abordaje lingüístico de las formaciones del inconsciente.

Pero es más exacto considerar que Lacan trajo a Hegel al psicoanálisis. Él


recusó esta idea, diciendo que se trataba sólo de una concesión que había hecho
a quienes integraban su audiencia, para hacerse entender mejor. Se trata de
algo que va mucho más lejos: hay todo un sector de la enseñanza de Lacan que
corresponde verdaderamente situar en el registro de “Freud con Hegel”, “Hegel
para llegar a comprender a Freud”.
En primer término, para llegar a comprender que el significante
lingüístico, sin duda, trae consigo la negación, que el significante como tal es una
potencia de negación y que negando satisface la demanda, eleva, sublima.
Esto es lo que Lacan pasa en limpio en su artículo “La significación del
falo”, en los Escritos, donde él mismo se sirve del término hegeliano de
Aufhebung para indicar que todo significable, todo cuanto puede ser significado
está marcado por la latencia “(...) a partir del momento en que es elevado
(aufgehoben) a la función de significante.” Todo lo que ha sido admitido, ya se
trate de cosa o representación, a partir del momento en que pasa al lenguaje, se
encuentra barrado y es esta barra la que constituye al significante como tal. A
partir de allí, el significante de esta Aufhebung semántica es el falo, esto es, el
falo es el significante del poder de significancia.
Dicho de otro modo, si bien la lingüística de Lacan procede, sin duda, de
Saussure, de Jakobson, retomada por Lévi-Strauss, queda concebida según su
lógica hegeliana, según una dialéctica hegeliana. Es cuestión de esto mismo con
cada una de sus demostraciones respecto del hecho que las categorías de las que
se valen los psicoanalistas son sólo del orden imaginario y es preciso hacerlas
pasar al orden simbólico, a saber: negarlas como tales para acordarles su
estatuto sublimado en lo simbólico, orden donde entonces se articulan bajo la
forma de sistema. Ese registro del “Freud con Hegel” al que aludía, es entonces
también, en primer lugar, un “Saussure con Hegel.”

Lacan hace marchar al mismo ritmo el Edipo freudiano, centrado en una


interdicción destinada a elevar y sublimar. Así, aquello que impone como
interdicción al goce está hecho para permitir que se acceda a él de una manera
legítima. Pues bien, es toda esta construcción extremadamente rigurosa, que
deja poco margen de maniobra –donde no sólo es Freud quien resulta despejado
por Saussure, sino que Freud y Saussure son despejados por Hegel–, la que

64
tropieza y vacila cuando se topa con aquello que Lacan aisló en el goce femenino,
en la porción del goce femenino que es un puro acontecimiento del cuerpo, que
no resulta susceptible de Aufhebung. En el fondo, la mujer hace objeción a Hegel.
Por algún rasgo, por algún sesgo, por alguna parte, la mujer se rehúsa al juego
malabar de la dialéctica. Es algo admitido desde siempre: se rehúsa a entrar en
razones.
Un representante del estado francés había explicado en África, no sin
cierta grosería, hay que reconocerlo, que el negro no había entrado nunca en la
historia. Pero de algún modo, la dificultad que se presenta con Hegel ... ¡es que
la mujer no entró nunca en la historia de él! De manera que hay un punto en el
cual, por muy complaciente que ella sea, no se da por complacida, al menos,
respecto de una parte de aquello que la concierne –y esto queda planteado de
manera incondicional–; [se trata de algo que no pasa por el lenguaje, en el sentido en que no se
puede decir] (Cf. pág. 8 orig.: falta partíc. neg. “pas”), como tampoco es algo susceptible de
castración; no está afectado por el impacto de una interdicción y de la permisión
que de ella se desprende.
Cuando Lacan recurrió a escrituras de la lógica para dar cuenta de la
sexuación, planteó que todos aquellos que se consideran alineados con el ser
masculino, caen bajo el impacto de castración. Se puede decir que no es ambiguo;
del lado de lo masculino, la cuestión funciona así: $x . Fx, interdicción y
permisión diferida. Pero al mismo tiempo, esta relatividad era relativa en sus
alcances, puesto que era imaginable la excepción de un “al menos uno” que no
sería sometido a la castración, indicado por el trazo horizontal sobre Fx:

$x . Fx

$x . Fx

En definitiva, Lacan explicó que Freud no pasó de aquí, se quedó en esto.


El Edipo, es sabido, es un mito; también lo es Totem y tabú. ¿Qué fue lo
despejado por Lacan? Que Totem y tabú aporta la verdad del Edipo, un mito
ofrece la verdad del otro, de modo que la interdicción que está en el centro del
Edipo encuentra su estructura cuando oponemos el conjunto de los hijos
castrados al Padre –evidentemente imaginario, mítico, que no lo sería–; es a
partir de ese modelo que Freud concibió la lógica del deseo, en tanto Lacan se
sostuvo allí para lo que construyó, por su parte, a propósito del goce.
Entonces, en lo que se refiere a la mujer, no escribió frente a estas
fórmulas:

∀x . Fx

Escribir por encima de la función una línea horizontal que expresa la


negación, querría decir que toda mujer escapa a la castración. De una manera

65
mucho más sutil, esa negación la escribió también por encima de “todo”, de
manera tal que la lectura de la fórmula pasa a ser: no toda mujer escapa a la
castración:
∀x . Fx

Hay algo de la mujer que escapa a la castración, todo de la mujer no está


incluido en la castración. Y esta manera de escribirlo es la que cobra más fuerza,
porque de haber recurrido simplemente a escribir lo contrario de la primera, nos
hubiésemos encontrado en una lógica puramente binaria, donde la mujer sería
aún complementaria del hombre, su imagen invertida. Aquí, la cuestión se
plantea estrictamente fuera de toda simetría; esta escritura, ∀x . Fx , consigna
que hay algo en las mujeres que no queda tomado en la castración.
Es la razón por la cual Lacan podía decir –y escribirlo de una manera que
pudo sorprender– que es en esa vertiente donde reside el misterio, lo que resulta
misterioso del goce femenino; es, en efecto, el continente explorado por él, el
continente del goce femenino. Se jactó de ponerlo en evidencia, pero más allá de
esto, digamos que el muy último tramo de la enseñanza de Lacan explora el más
allá del Edipo y no lo hace sólo en beneficio de la mujer. En definitiva, ese último
tramo de su enseñanza afirma que esa es también la Ley a la cual responde como
tal el ser hablante: ∀x . Fx
Si es a partir de la mujer que pudo apreciar esa Ley en primer lugar, esto
le permitió situar que en el goce no todo obedece a los esquemas freudo-
hegelianos, por decir así. Así, es en definitiva porque generalizó esta fórmula,
que pudo despejar algo que dio en llamar el sinthome, indicado aquí como ∑:

∃x . Fx

Es también la razón por la cual (y al analista le resulta difícil formarse al


respecto en su práctica), nos invita a que no veamos el Edipo únicamente como
un mito, sino como un mito sólo regulador de la práctica analítica. Es decir,
nosotros abordamos lo referido al goce, en mayor o menor medida, atrapándolo
por la castración. Pero ese es asunto nuestro. La práctica analítica vuelca,
inclina las cosas del lado del Nombre del Padre, ofrece una solución –que no es
necesariamente la más interesante– siguiendo el rodeo del Nombre del Padre,
reenviando las cosas a la función ψ. Verificamos no obstante que queda un resto,
que en efecto “no todo” responde a esta vertiente; en el final de análisis nos vemos
forzados a constatar que hay aquello designado por Freud como los restos
sintomáticos.
La última enseñanza de Lacan conserva una referencia a la castración,
pero desglosa la castración de la interdicción y procura hacer de modo tal que la
castración no sea nada más que la negación lógica: el hecho que no sea posible

66
sostener, retener todos los significantes juntos. Es también en el transcurso de
ese último recorrido de su enseñanza –a mi entender, profético para nosotros–,
que Lacan invita a la práctica analítica a centrarse en el goce como
acontecimiento del cuerpo, es decir, abordarlo en tanto escapa a la dialéctica de
la interdicción / permisión.

Se trata de un planteo que llega a poner en cuestión lo designado por


Lacan en términos de objeto a, aunque ese objeto fuese ya de por sí, de toda
evidencia, un presentimiento de esto. Lacan lo había forjado a partir del objeto
llamado, hasta entonces, pregenital; quedaba indicado así aquello que en
ocasiones se llegaba a aislar, en la experiencia analítica, como un goce
considerado pulsional, esto es, exterior al goce fálico. En efecto, había allí un
presentimiento, pero ese goce sólo llegaba a ser aislado en tanto relativo al falo.
En el psicoanálisis de los alumnos de Freud que llamamos los post-
freudianos, este goce residual estaba destinado a confluir en el goce fálico, a
reabsorberse en él. Lacan, si puedo decir así, le devolvió su dignidad, su
autonomía; había intentado a veces demostrar cómo este goce pulsional se
anticipaba al goce fálico; en cierto modo complementario o suplementario de la
castración, jugaba su propio juego, pero en todos los casos se puede decir que el
objeto a prosperaba al abrigo del falo. Es la razón por la cual, al encarar el último
recorrido de su enseñanza, puede afirmar –como lo hace en el apartado VIII del
Seminario XX, “Aun” – que el objeto a es sólo un semblante de ser, que parece
darle soporte al ser pero no puede sostenerse en el abordaje de lo real. Se trata
de un pasaje de “El saber y la verdad” que por mi parte en otros tiempos
destaqué.
Esto nos incita a precisar la diferencia entre el ser y lo real.

Volvemos a encontrar aquí a nuestro Roland Barthes, quien busca en la


literatura el efecto de lo real (effet de réel), no lo real sino el efecto de lo real en
la ficción. Lo aísla allí donde ya no se puede acordar sentido, allí donde uno se
topa con un elemento que resiste a la estructura, en tanto que esa estructura fue
elaborada por un análisis funcional del texto. En ese caso, este elemento tomaría
la significación de real. Su ejemplo, que ya tuve ocasión de traerles, lo toma de
“Un corazón simple”, uno de los cuentos de Flaubert, que habla de Félicité: “Un
viejo piano servía de soporte, bajo un barómetro, a un formidable montón de cajas
y cartones.”
Barthes admite que el piano es un índice de confort burgués –de modo que
ya tiene un sentido–, que el formidable montón de cajas y cartones es signo de
desorden, pero el barómetro en sí, sería verdaderamente el efecto de lo real
porque estaría desprovisto de sentido.
Por cierto, se trata de una manera de abordar lo que se ha conocido en
literatura como el realismo y hacerlo a partir de aquello que constituiría la
excepción: todo tiene sentido, salvo el barómetro –lo cual respondería a la lógica
propia de la vertiente masculina de la sexuación:

67
∃x . Fx

Resulta muy difícil aislar la excepción de este modo.


Jakobson, en su artículo acerca de la metáfora y la metonimia –en fin, allí
se ocupa de dos formas de la afasia–, reduce la retórica a la oposición entre esas
dos figuras; considera que el realismo obedece al régimen de la metonimia, por
cuanto pasa de un significante al otro, sin centrarse en un elemento que
constituiría la excepción: se trata de algo que se desliza en la cadena significante.
Este punto de vista es el opuesto al que Barthes intenta explicitar cuando hace
del barómetro el elemento superfluo, índice de lo real.
Rose-Marie Bognar, a quien cité hace un momento, hizo a mi pedido una
búsqueda acerca de “Madame Bovary” y descubrió otro barómetro en esta novela.
Aparece en un episodio crucial e indica bien cuál es, en definitiva, la significación
del barómetro para Flaubert.
En ese pasaje de la novela, Monsieur Bovary –que existe, aunque no figure
en el título–, pierde verdaderamente todo prestigio y consistencia al lado de
Madame, cuando toma la iniciativa de enderezar el pie contrahecho, patizambo,
de Hyppolite. Como Uds. saben, la gangrena hace entonces su entrada y
finalmente hay que proceder a una amputación. Tenemos así, en el momento de
la amputación, se puede decir, una representación de la ablación de un miembro
(no resulta excesivo establecer una pequeña relación con la castración). Allí,
cuando vienen a quedar confirmados el alejamiento del hombre y de la mujer,
del marido y de la esposa, encontramos esta descripción de Flaubert, donde hace
intervenir un barómetro:
“(...) Sobresaltándose, Emma levantó la cabeza para adivinar qué quería
decir él; y se miraron silenciosamente, casi pasmados de verse, hasta ese punto
se encontraban en su conciencia alejados el uno del otro (...) [JAM: ¿En su
conciencia? ¡No sólo!] Charles la consideraba con la mirada turbia de un hombre
ebrio, al mismo tiempo que escuchaba, inmóvil, los últimos gritos del amputado
que se encadenaban en modulaciones rezagadas, cortadas por sofrenadas
agudas, como el aullido lejano de alguna bestia pasada a cuchillo.”
JAM: Una castración tiene lugar.
“Emma mordía sus labios lívidos y deslizando entre sus dedos las pizcas
del coral que ella había roto, clavaba en Charles el buril ardiente de sus pupilas,
como dos flechas de fuego dispuestas al disparo. Todo en él la irritaba ahora, su
rostro, su traje, aquello que no decía (...)”
JAM: ¡Ahí exagera!
“(...) toda su persona, en definitiva, su existencia. Se arrepentía, como si
se tratase de un crimen, de su virtud pasada y lo que aún le quedaba de ella se
derrumbaba bajo los furiosos golpes de su orgullo (...)”.
“(...) Hubo un ruido de pasos en la vereda. Charles miró; y a través de la
persiana baja, percibió a la salida del mercado, a pleno sol, al doctor Canivet [es
quien debía intervenir en la amputación] enjugándose la frente con su foulard.

68
Homais, detrás de él, llevaba en las manos una gran caja roja, y ambos se
dirigían hacia la farmacia (...)”
De modo que el miembro amputado está allí, en esa gran caja roja.
“Con súbita ternura y desaliento, Charles se volvió hacia su mujer
diciéndole:
- ¡Bésame, querida mía!
- ¡Déjame! –dijo ella, encendida de cólera.
- ¿Qué te ocurre? ¿Qué tienes? –repetía él, estupefacto. ¡Cálmate!
¡Recobra tus espíritus! ... Sabes bien que te amo... ¡Acércate!
- ¡Basta! –exclamó ella de un modo terrible.
Y escapándose de la sala, Emma cerró la puerta tan fuerte que el
barómetro se desprendió con un brinco del muro y se estrelló en el piso.”

Aquí tenemos el brinco del barómetro en Flaubert mostrando en qué


momento, en definitiva, este objeto inanimado –¿Uds. tienen un alma? Pues
bien, ¡éste sí que la tiene! – adquiere un alma que es un correlato exacto de la
estupidez de Charles Bovary y del hecho que la castración por él encarnada, por
decirlo trivialmente, determina que Madame Bovary haga estallar el barómetro.
Precisamente, la función del barómetro... ¡es la de medir la presión atmosférica!
Uno entiende perfectamente cómo encuentra su lugar por encima del viejo piano
y del montón de cartones: allí ubicado podemos entender que nunca pegará un
brinco. Allí está la indicación de la atmósfera intemporal, en esa inamovilidad
propia del salón de la patrona de Félicité. No lo sé, pero uno podría creer que se
trata de la descripción de la diplomacia francesa: no se mueve nada, es una
maravilla...
Pienso que esto refuta o en todo caso muestra al mismo tiempo, por un
lado, lo que aporta como modelo la investigación de Barthes y por otro, el hecho
que en el universo de la ficción es imposible, en efecto, aislar un elemento que
registrase, que llevase consigo la significación de lo real, porque él mismo no
tendría significación.
Centradas en el barómetro, creo que las consideraciones de Barthes son
discutibles en ese punto. Es posible, en cambio, encontrar en Flaubert un detalle
sin duda superfluo; lo ubicó Rose-Marie Bognar y reside en una frase amputada
del texto, porque el editor consideró que verdaderamente no cabía publicar eso...
y Flaubert le dio su consenso. Se trata de un momento en que Rodolphe, el
amante de Madame Bovary, examina las viejas cartas que ella le había enviado
y queda establecida una cierta lista: esas cartas “(...) estaban llenas de
explicaciones referidas al viaje de ellos, breves, técnicas y apremiantes, como
cortas circulares de negocios. Quiso volver a ver las extensas, aquéllas de
antaño, y para encontrarlas en el fondo de la caja Rodolphe desordenó todas las
otras; [y aquí viene la frase que la Revue de Paris pidió que fuese suprimida] sus
ojos se toparon con esta frase: [de Madame Bovary] “No olvides la centolla,
encanto” (N’oublie pas le homard, amour d’homme”).

69
Hay allí, a todas luces, un juego de palabras entre “homard” y “homme”.
Uno comprende, en efecto, que Emma quedó prendada por el hombre, que su
amor está allí como atenazado, atrapado entre dos fuegos; cabe decir que en el
fondo, con “Madame Bovary” Flaubert intentó mostrar hasta qué punto algo de
la sexualidad femenina no encontraba su lugar en el mundo del hombre, algo que
puede llegar incluso a conducirla al suicidio. También lo demostró con
“Salammbô”: Salammbô y Madame Bovary son dos figuras de esta vertiente de
lo femenino que resulta imposible ubicar en el mundo del hombre, al punto que
por mi parte hablaría de Salammbôvary.
Por otra parte, “La educación sentimental” está hecha para demostrar que
todas las Salammbô son en verdad otras tantas Bovary. La solución ofrecida por
Flaubert es, al fin de cuentas, “Bouvard et Pécuchet”, es decir, para nada Adán
y Eva, sino dos hombres juntos, consagrados a la repetición del saber.
En definitiva, si constatamos el fracaso en cuanto a situar algún efecto de
lo real, cualquiera fuese, en el universo de la ficción, es preciso retomar como
punto de partida lo planteado por Lacan en su primera definición: LO REAL ES LO
QUE VUELVE SIEMPRE AL MISMO LUGAR. Lo real es lo fijo. Lacan lo definía así
respecto de la dialéctica, que es por excelencia aquello que se desplaza, empujado
por la contradicción, por el “No”.
Yo lo había convencido a Lacan de ubicar su texto acerca de “La carta
robada” en el comienzo de los Escritos, argumentando diversas razones; en
primer término, porque la primera página de ese Seminario me parecía indicar
la orientación principal de su enseñanza, a saber, la supremacía de lo dialéctico
respecto de lo fijo, del significante respecto de lo real. Cuando Lacan situaba la
función de lo fijo como inercia, lo hacía en relación con la dialéctica donde el
significante se desplaza. En particular, en ese texto de “La carta robada” es
posible seguir los desplazamientos del significante, en este caso bajo la
apariencia de esta carta robada, que transforma en cada ocasión a su propietario
momentáneo y le acuerda atributos diferentes.
Entonces, aquello que es fijo o inerte son los factores imaginarios; según
Lacan, no son más que sombras y reflejos. Se puede decir que es allí donde mejor
se expresa ese optimismo que impregna el punto de partida de la enseñanza de
Lacan; ese optimismo no es el equivalente de un amoromniavincit –todo lo
vencerá el amor–, sino de el significante puede vencer todo –incluido lo real.
Podemos decir que el último tramo de su enseñanza, por el contrario, marca con
el sinthome una cierta supremacía de lo inerte; Lacan intenta reconciliar con
ella al psicoanalista, enseñarle a vérselas, a manejarse con ella.

Entre esos dos extremos, ¿QUÉ ERA EL PASE? Era la idea según la cual una
cierta revelación de la verdad podía tener consecuencias en lo real; con mayor
precisión, podía tener esta consecuencia que se llama la caída del objeto a, es
decir, despegar al sujeto de su ventana abierta a lo real, de aquello que otorga
para él significación a lo real. El punto de vista del sinthome, en cambio, es el
de considerar que esa revelación de algo de la verdad deja intacto lo real; puede

70
tener incidencia, en efecto, respecto de aquello que para el sujeto le da
significación a lo real, pero lo real como tal se mantiene intacto; no sólo es inerte,
sino que encuentra su engranaje en la cadena del sinthome.
Encontramos allí la idea de una lucidez sin consecuencias sobre lo real, la
idea de que subsiste –más allá del fantasma, más allá incluso de cómo se resuelva
la relación con el objeto a– algo del goce con lo que todavía hace falta ponerse de
acuerdo. Porque el fantasma, después de todo, no es más que la significación
acordada al goce, a través de un escenario. Pero incluso cuando esta significación
llega a ser evacuada, el goce persiste.
El pase, entonces, queda todavía tomado en la máquina de la transgresión:
es necesario hacer estallar, atravesar el velo. Ahora bien, como se expresa Lacan
en su Seminario “... O peor”: la transgresión resulta inverosímil cuando se trata
del verdadero imposible, el verdadero imposible es lo real.
Por consiguiente, no es cuestión de transgredir, como lo planteaba todavía
el pase; sólo se trata de que el sujeto, en el final del análisis, pueda delimitar un
cierto número de puntos donde reside lo imposible para él. Y lo imposible, así y
todo, admite ser demostrado. Si existe una vía más allá de la verdad mentirosa,
esa vía sería –diría por mi parte –y retomaré a partir de aquí la próxima vez– la
de LO REAL QUE SE DEMUESTRA. Será, en cierto modo –si alcanzo a hacerlo– la
definición de UN NUEVO PASE.

Hasta la semana próxima.

FIN DE LA QUINTA SESIÓN 2011 (02.03.11)

----- ♠ -----

71
-Orientación Lacaniana III, 13

Jacques-Alain Miller

Sexta sesión del Curso 2011 / Miércoles 9 de marzo 2011

( VI )

Voy a saldar hoy una vieja cuenta que tengo con Lacan, desde la época de
mis veinte años. Se trata de algo que en otros tiempos me había producido un
cierto displacer y que no había tenido la ocasión de abordar con él. Pero en fin,
allí quedó y se inscribe bien en lo que trazo este año.
Tiene su origen en un momento muy preciso y viene a quedar indicado
hacia el final del Seminario “Los cuatro conceptos fundamentales del
psicoanálisis”, allí donde Lacan, por entonces, cedía la palabra a quienes
formaban parte de su auditorio.
Ustedes encontrarán consignado en ese pasaje: “Faltan preguntas y
respuestas”. En efecto, por excepción singular, la trascripción estenográfica no
las incluyó, lo cual no quita que tal vez puedan emerger un día. En lo que a mí
respecta, esa era la primera vez que me dirigía a Lacan en público –no recuerdo
si había tenido ya ocasión de hacerlo en la semana o bien después de pasar a
verlo por la Rue de Lille...–; en fin, Lacan responde a la pregunta formulada por
mí en esa oportunidad y cuando uno aborda el comienzo del Capítulo III, que
corresponde a la semana siguiente, es posible reconstituir lo que yo le había
dicho, al menos captar de qué se trataba.
Fue muy gentil conmigo, dio un buen recibimiento a mi construcción y
además, inmediatamente después de mi pregunta escribió algunas líneas a mi
consejero, Louis Althusser –a quien Lacan debía su puesto en la Escuela
Normal–, líneas que Althusser me mostró, donde quedaba consignado
sencillamente: “”Bastante bien su muchacho”. En efecto, yo formaba parte del
equipo de esos alumnos de la École Normale cuyo referente era Althusser y ellos
mismos se daban en llamar althusserianos.
Lacan resume mi pregunta en estos términos: “La semana pasada, mi
introducción del inconsciente tomando como referencia la estructura de la marca
o signo de una gran abertura, fue la ocasión para que uno de los integrantes de
mi audiencia, Jacques-Alain Miller, proponga un esquema de aquello que en mis
escritos precedentes él reconoció como la función estructurante de una falta
(manque), articulándola, mediante un arco audaz, a lo que pude designar como
falta en ser (manque-à-être) para referirme a la función del deseo.”
“Una vez hecha esta sinopsis, que sin duda no ha sido inútil –no al menos
para quienes tenían algunas nociones de mi enseñanza, me interrogó acerca de
mi ontología. No supe qué responderle en los límites asignados al diálogo de

72
acuerdo al horario y hubiese sido conveniente obtener de él, en primer lugar, la
precisión acerca de cuál es su manera de circunscribir el término de ontología.
Pero no debe creer por eso que yo haya considerado su pregunta en absoluto
inapropiada.”
Lacan aborda a continuación el curso de la semana, subrayando lo que
designa entonces como la “marca de una gran abertura” (béance) propia del
inconsciente, algo que a su entender merece un estatuto pre-ontológico, en la
medida que la primera emergencia del inconsciente no se presta a la ontología,
no es del orden del ser y del no-ser, sino –dice Lacan– de lo “no-realizado”.
Hay en el planteo algo que ya por entonces me irritó, pero en fin, cubierto
de flores como estaba, no iba a protestar. El caso es que no había sido yo quien
había traído el término de ontología; mi recuerdo es muy preciso al respecto, tan
es así que ni siquiera fui a verificar en el texto. Había descubierto de su pluma
no sólo eso que Lacan llamaba falta en ser, sino precisamente la expresión falta
ontológica en los Escritos, –si mi recuerdo es bueno, se encuentra en “La
dirección de la cura”. Precisamente, porque yo encontraba, tanto entonces como
hoy, el término “ontología” desplazado en el asunto del que se trataba, había
interrogado a Lacan y lo había provocado gentilmente a propósito del uso que de
él hacía.
Uds. podrán notar que en lo enunciado por él la semana siguiente, soy yo
quien viene a quedar decorado con el término de “ontología” –¡yo, que lo interrogo
acerca de su ontología! – Lacan señala que es necesario saber qué quiero decir
cuando hablo de ontología y que, de todos modos, cuando el inconsciente emerge,
estamos en la pre-ontología. Dejémoslo ahí.
Pero encontramos otra referencia al mismo episodio. La podrán ubicar si
se reportan a los “Otros escritos”, en el texto de “Radiofonía”, a partir del cual
uno podría creer que desde el momento mismo en que Lacan pone los pies en el
refugio de los filósofos, se lo toma por asalto con preguntas acerca de la ontología
... ¡cuando el ontólogo era él! En el desarrollo de lo que viene a quedar situado
allí como respuesta de Lacan a la pregunta IV, encontrarán lo siguiente: “(...)
Volví a la ENS [École Normale Supérieure, Lacan subraya las iniciales, ens, que
hacen un ente (étant)]; el primer día que ocupé mi lugar, fui interpelado acerca
del ser que le acordaba a todo eso. De allí resultó que me rehúse a sostener mi
enfoque en ontología alguna.”
Sí, esa era toda la cuestión. ¿Por qué haber dicho “falta ontológica”?
“Es que por hecho de ser ella lo que era, objetivo preciso de un auditorio a
entrenar en mi logia (discurso), de su onto hacía yo lo vergonzoso (honteux) (...)”
Por consiguiente, algo ocurrió para Lacan: hizo lo vergonzoso de su
ontología.
“Toda onto bebida ahora8, yo responderé y no por cuatro caminos ni por
bosque que oculte el árbol (...)”
¡Pero responde en 1970 algo que le planteé en 1964!

8 - Cf.: « toute onto bue maintenant » = bebida toda la vergüenza.

73
“Mi prueba no se refiere al ser sino para hacerlo nacer de la falla que
produce el ente por decirse (...)”. Etc.
Pues bien, esto se inscribe en un discurso dirigido a los psicoanalistas;
discurso, por lo demás, bastante vehemente, donde Lacan –el desdichado– tiene
que responder a los reproches a él dirigidos por formar parte de la camarilla de
quienes por entonces eran llamados, en el medio psicoanalítico lacaniano, con
una cierta mezcla de desprecio y terror, los normalistas (les normaliens).
Esto es lo que me gustaría incluir en el programa de hoy, ESTA DIFICULTAD
CON LA ONTOLOGÍA; forzado como estoy de precisar diré: CON LA DOCTRINA DEL SER.
Lacan tuvo un problema con la ontología. Anuncio de inmediato que no se trata
de un debate secundario sino central, así como el hecho que LA ONTOLOGÍA VENGA
A SER REGULADA EN EL TRANSCURSO DE LA ENSEÑANZA DE LACAN APELANDO AL
RECURSO DE UN TÉRMINO QUE SE UBICA EN SU POLO OPUESTO: LA ÓNTICA.
En la ontología se trata del ser (être), en la óntica de aquello que en la
jerga se da en llamar el ente (étant) –como ya tuve ocasión de aclararlo, la letra
final es una “t”, no una “g” –: aquello que es. Tal sería el camino a recorrer y lo
que ese camino pone en juego no es la filosofía del asunto, sino la categoría cuyo
justo manejo y apreciación nos parece hoy indispensable en la experiencia
analítica, a saber, LA CATEGORÍA DE LO REAL. Esta categoría no se desprende con
toda su potencia conceptual sino a condición de circunscribir, de limitar la
función del ser.

Para reponerlos de ese comienzo en el que subrayé lo que pudo, en mi fuero


interior, irritarme de los enunciados de Lacan, voy a leerles ahora algunas líneas
que expresan muy bien, en una prosa no desprovista de acentos poéticos, las
afinidades entre las matemáticas y lo real. Quien se expresa así respecto del
matemático es un filósofo, profesor y periodista, quien inspiró sólo sarcasmos a
Lacan, pero esos sarcasmos son sin duda la huella de una preferencia de
juventud, como es el caso de Paul Valéry, autor de quien se burla con frecuencia;
respecto de él tenemos sin embargo el testimonio de que, siendo joven psiquiatra,
Lacan lo consideraba el más importante de los escritores, hablaba todo el tiempo
de Valéry, al menos para seducir a la dama que nos ha dejado precisamente ese
testimonio escrito.
Voy entonces al pasaje de Alain que me propuse leerles para enmarcar las
afinidades de las matemáticas y lo real:
“El matemático nunca piensa sin objeto. Más aún, afirmo que es el único
hombre que piensa un objeto por completo desnudo. Definido, construido, ya se
trate de una figura trazada o de una expresión algebraica. No resulta por ello
menos cierto que una vez propuesto ese objeto, no hay esperanza alguna de
vencerlo, quiero decir, de fundirlo, disolverlo, cambiarlo, volverse dueño de él, en
fin, por otro medio que no sea el del justo y exacto conocimiento y el manejo
correcto que de él resulte. El deseo, la plegaria, la loca esperanza pueden incidir
aún menos que en el trabajo con las cosas mismas, donde se encuentra mucho
más de lo que llega a saberse y al fin de cuentas, un azar feliz puede aportar la

74
salida acertada de la cólera. Un golpe desesperado puede romper la piedra. El
objeto del matemático ofrece otro tipo de resistencia, inflexible, pero por
consentimiento y, diría yo, incluso por juramento. En ese momento viene a
cobrar evidencia la necesidad externa, es ella la que da pie. El matemático es,
entre todos los hombres, aquél que sabe mejor lo que hace.” [Cf. “Esquisses de
l’homme” (Bosquejos del hombre), capítulo 44, “El matemático”, fechado el 24 de
junio de 1924].
El autor del texto es ese personaje eminente de la IIIa República,
referencia del partido radical en su apogeo, aquél conocido simplemente por el
seudónimo que había adoptado: Alain, profesor en el liceo Henri IV, de donde
nunca quiso moverse y que rechazó todos los honores. Profesor de filosofía en
khâgne 9, tuvo como alumno a Sartre y fue el autor de numerosas obras, entre
otras de “Mars ou la guerre jugée” (Marte o la guerra juzgada). En ella relata su
experiencia de la guerra del ′14–′18, donde se alistó como voluntario cuando
podría haber sido dado de baja; de allí trajo esta elaboración que es la de un
“guerrero aplicado”, para retomar el título de un libro de Jean Paulhan, en este
caso acerca de la Segunda Guerra Mundial y que fue bien recibido por Lacan en
su momento.
No voy a extenderme a propósito de la filosofía de Alain; diré simplemente,
para centrarme en este texto, que su invento reside en definir al matemático
como un proletario; quiere decir así que en el trabajo del matemático no hay sitio
para la gentileza, la adulación o la mentira; tiene que vérselas con las cosas y no
con las pasiones, lo suyo no es persuadir ni litigar. Por el contrario, a diferencia
de él, el burgués se define para Alain por el hecho de movilizar y dominar un
aparato de signos, pero no está directamente en contacto con las cosas.
Por debajo, hay una filosofía que opone la palabra a la acción, un poco
escueta, en efecto, y aun más, Alain llega a decir que “en el trabajo sobre las
cosas mismas” hay todavía lugar para el azar; esto es así porque, en el fondo, le
ocurre a veces que llega a hablar del plomero y del matemático un poco en los
mismos términos. La habilidad manual, dice, dispensa de la gentileza.
Pero lo que por mi parte retengo es que, en efecto, cuando uno tiene que
vérselas con las pasiones, como Alain y los filósofos las designan, se vale de la
retórica, del arte del bien decir para dirigirlas, para ponerse en conexión con
ellas. Por lo demás, cuando los eruditos buscan recomponer la teoría de las
pasiones en Aristóteles, se dirigen en primer lugar a su “Retórica”, es decir, van
allí donde se trata del arte de conmover, de emocionar.
En el texto que vengo de citar, Alain dibuja el objeto del matemático como
aquél que no se deja conmover, que se muestra rebelde, reacio precisamente a
todos los amaneramientos y los halagos de la palabra. Muestra bien así la

9 - « khâgne » / « cagne »: término familiar para designar el nivel superior del liceo que
corresponde al 2º año de la clase preparatoria para el concurso de entrada a la ENS (letras,
nivel terciario) – Derivado de « cagne » (pereza, iron.) o de « cagneux » (patizambo). (N. de la
T.) (Dictionnaire Hachette de la Langue Française).

75
oposición polar que hay entre retórica y matemáticas: “el deseo, la plegaria, la
loca esperanza”, según él, en todo caso, no encuentran lugar, son impotentes
respecto del objeto de los matemáticos.
Es preciso acordarse en este punto de aquello que Lacan no hesitó en
afirmar: Soy un retórico; es preciso escuchar esta declaración no en el sentido de
un reconocimiento de sus capacidades, sino justamente señalando que el
psicoanalista tiene que vérselas con algo que se mueve y se conmueve por la
palabra. Por eso mismo digo “cosa” y no “objeto”: la cosa del psicoanalista se
sitúa en el polo opuesto de lo que viene a perfilarse en esta presentación como el
objeto del matemático. Esto es lo que significa la afirmación: El inconsciente
está estructurado como un lenguaje. Quiere decir que es movido por la palabra,
afectado por ella.
Se habla de la formación del psicoanalista; a partir sobre todo de la
práctica de lo que designamos como control, vemos que cuando hay aprendizaje
se trata, en primer término, de una formación retórica: ¿qué es preciso decir y
dejar de decir? Uno aprende a actuar sobre las pasiones –sobre el deseo, que las
resume a todas– valiéndose de la palabra; esto es lo que llamamos la
interpretación.
Al comienzo de su enseñanza, sin duda, Lacan se refirió a la lingüística,
pero lo hizo en la perspectiva de una práctica con eje en la retórica y finalmente,
lo que extrajo como más destacado de la lingüística es el recorte operado sobre la
retórica por Roman Jakobson, quien la redujo a dos grandes figuras de estilo: la
metáfora y la metonimia. Lacan dice entonces: “¡Eureka!” Había encontrado lo
que le hacía falta.
Es precisamente porque el psicoanalista, a diferencia del matemático,
tiene que vérselas con una cosa afectada por la palabra, a la que la palabra
inquieta, que se moviliza con la palabra, como decimos nosotros en nuestra jerga,
que Lacan define lo designado por él la Cosa freudiana como una cosa que toma
la palabra.
En el texto de sus Escritos que lleva ese título la hace hablar por sí misma
para decir: “Yo, la verdad, hablo” (“Moi, la vérité, je parle”). Uds. jamás
escucharán un objeto matemático decirles algo así. Es justamente porque la
COSA FREUDIANA HABLA QUE SE PUEDE HABLAR CON ELLA y que el psicoanalista es
supuestamente aquél que sabe hacerla hablar y hablar con ella. Basta
reportarse a la experiencia del sueño en el transcurso de un análisis, a la manera
en que un sueño es memorizado, por ejemplo, la víspera de ser retomado después
de una interrupción, o bien, como suele observarse en los comienzos de un
análisis, aquellos sueños que emergen como signos de que la cosa comienza a ser
conmovida. También vemos en el transcurso de una cura, en aquellos sujetos en
quienes los sueños son un índice esencial de su verdad, que el estilo de sus sueños
se modifica.
Así, una joven que tuve como paciente solía llegar con sueños de tipo
acuático, de un verde claro grisáceo, respecto de los cuales todo cuanto le quedaba
era chapotear en una suerte de pozo o deslizarse en mares opacos. Después,

76
afirmándose en el relato de sus sueños, a partir de un elemento que en efecto,
así y todo, había sido despejado, que yo había logrado atrapar, ambos pudimos
asistir del mismo lado respecto de la cosa –como dice Lacan– al modo según el
cual el sueño cambiaba de estilo: un personaje empezó a aparecer, después otro,
comenzaron a discernirse algunos objetos y luego todo un pequeño mundo que en
dos años comenzó a ocupar el lugar de aquello que al principio ponía en cartel la
masa informe. Al mismo tiempo, ella se desprendía del dominio ejercido por un
deseo que obturaba, que inhibía en ella incluso su desarrollo intelectual.
Sabemos hasta qué punto el sueño puede resultar dúctil a la situación con
el analista. Tenemos ejemplos al respecto, así como del modo en que el sueño
llega a ser el elemento de un verdadero diálogo, que se revela verdaderamente a
partir de sus rasgos de engaño. Los reenvió a lo subrayado por Freud en los
sueños del caso conocido como el de “La joven homosexual”, así como a la manera
en que Lacan los retoma.
Al menos con el sueño, uno tiene el sentimiento de palpar la cosa que habla
y esta cosa, la Cosa freudiana, Lacan la define como verdad; en el fondo, esto es
lo que desemboca en la fórmula que apareció como el punto culminante, el colmo
de su enseñanza: Ello habla (Ça parle). La Cosa freudiana, ello habla, Lacan la
promueve como el término esencial del descubrimiento de Freud, en particular,
del descubrimiento de que allí donde eso sufre, eso habla. Para decirlo en
términos más técnicos, el síntoma está estructurado como un lenguaje o
pertenece a un orden de lenguaje, es una palabra que pertenece a un orden de
lenguaje: una palabra rechazada, rehusada, desconocida, que se trata de
recuperar.
Hay un secreto del ello habla de Lacan, secreto que se traduce en términos
metapsicológicos –si puedo recurrir a las dos tópicas de Freud– por esta fórmula:
el ello no es otra cosa que el inconsciente. Inconsciente y ello se confunden: la
primera enseñanza de Lacan está edificada a partir de esta confusión; sobre esta
base se funda la afirmación según la cual lo determinante para el sujeto es lo
simbólico, sus mecanismos, sus efectos, es decir, la palabra en tanto es la palabra
la que crea, la que hace surgir la verdad –no hay verdad sin palabra– y puesto
que la crea, puede crearla al revés, como también obstaculizarla, estorbarla.
Lo real, en la primera enseñanza de Lacan, está afuera y el imaginario,
respecto del cual yo subrayaba la última vez que para Lacan estaba asociado a
la inercia, no es más que “sombras y reflejos”, como queda consignado en las
primeras líneas del texto situado al comienzo de los Escritos, el “Seminario sobre
La carta robada”. Simplifico sin duda, pero muy poco, si traduzco esto en
términos de: con la palabra, todo es posible. Si el inconsciente es simbólico, todo
es posible.
La atmósfera que se desprende de los primeros escritos de Lacan en su
enseñanza –una vez más, simplifico–, es la atmósfera de un mundo sin real. Es
la razón por la cual tiene tanto empuje, resulta un discurso con acentos tan
conquistadores, al que nada resiste, precisamente.

77
¡Oh, no lo critico! Era algo que por cierto hacía falta en 1952, 1953 para
empujar, para hacer saltar el tapón instalado en el psicoanálisis; era necesario
sin duda este eclipse del ello en el inconsciente. Resulta perfectamente límpido
que en la primera enseñanza de Lacan la causa defendida por Lacan es ésta,
parte de esta base, del deseo de demostrar esto, de argumentarlo. Los
argumentos uno los encuentra siempre, sobre todo alguien como Lacan; de lo que
se trata es de no repetir sus argumentos, sino de captar cuál es la causa que él
defiende.
Freud, por supuesto, dice: el ello, lugar de las pulsiones, donde el silencio
reina. Pues bien, incesantemente Lacan argumenta, con una sutileza notable o
con lo que él da en llamar –encontré la expresión releyendo una vez más un
pasaje de los Escritos– “una inexorable agudeza”, se consagra a demostrar
valiéndose de ella que como quiera que sea, la pulsión también es una palabra.
Es una demanda, una exigencia, una reivindicación, por cierto silenciosa, pero el
silencio no nos molesta en absoluto para atribuirla al campo del lenguaje. No
nos da miedo hacerlo, puesto que encontramos ese pasaje de “Subversión del
sujeto y dialéctica del deseo” al que ya tuve ocasión de referirme, pero vuelvo a
citarlo porque me hizo falta tiempo para desengancharme de él y poder apreciar
el relieve: en la pulsión, el sujeto está “tanto más lejos de hablar cuanto más
habla.” ¡Es insuperable!
Queda sin embargo establecida alguna diferencia con la pulsión freudiana
y a partir de ese momento, Lacan la escribe así: $ ◊ D, una forma de la demanda
donde el sujeto desaparece y la demanda también. Es el cuchillo sin hoja al que
le ha sido retirado el mango, pero queda el corte y con el corte, volvemos al campo
del lenguaje. Y todo el grafo, la arquitectura del grafo que Lacan llamó del deseo,
está hecha para demostrar el paralelismo entre pulsión y palabra.
En el piso inferior, se ubica la palabra, aquélla que no está lejos del habla,
que es el habla, en tanto en el piso superior se ubica la pulsión, concebida de la
misma manera, valiéndose de expresiones que pueden, de un modo u otro, ejercer
cierta fuerza de arrastre.
Lacan está allí, es preciso reconocerlo, en posición de reescribir a Freud.
Repórtense a su Escrito « La cosa freudiana » – Orden de la cosa, ¿qué dice en el
pasaje donde se refiere al libro de Freud « El Yo y el Ello » ?
« (…) Freud (…) escribe Das Ich und das Es para conservar la distinción
fundamental entre el sujeto (…) del inconsciente y el yo (…) »
Para Lacan, en consecuencia, es suficiente con superponer las cosas. Para
él, das Es es el sujeto del inconsciente. Aquello que Freud habría designado como
Es, el lugar de las pulsiones, sería el nombre del sujeto del inconsciente y Lacan
juega con la homofonía entre el Es freudiano y la S inicial del término sujeto.
Suscitó mucha admiración la manera en que había sabido destacar la frase de
Freud « Wo Es war, soll Ich werden », que en efecto había sido aplastada por la
traducción francesa, formulada en términos de « El yo debe desalojar al ello ».
Pero la lectura propuesta por Lacan se apoya, de manera muy explícita, en la
localización del sujeto del inconsciente dentro del ello, por eso plantea “Allí donde

78
ello estaba...” Subraya que en esta frase, el Es freudiano no está precedido por
el artículo, no se trata de das Es ; en efecto –señala–, no es por consiguiente un
objeto, el Es no está objetivado, de manera que se trata de un “lugar de ser”.
Tendrá ocasión de argumentar acerca de ese lugar de ser diciendo que es
asimismo un lugar de falta en ser (manque-à-être), un vacío, un claro quemado
en el seno del bosque, es decir, $. Dicho de otro modo, aquello que en Freud es,
precisamente, la jungla de las pulsiones, el lugar de las pulsiones como jungla,
se convierte en Lacan en el claro de esa jungla, un lugar de ser, un lugar
ontológico.
¡Oh! ¡Qué dije! “Lugar de ser”, también quiere decir muy exactamente
esto: no es el lugar del goce. La cuestión del goce no será planteada a nivel del
ello, ya que el estatuto asignado entonces por Lacan al goce es un estatuto
imaginario; por consiguiente, no guarda relación alguna con el lugar de ser; tiene
que ver con la imagen y, en particular, la imagen de sí mismo.
En la otra vertiente, de toda evidencia, el matemático Alain, por su parte,
no piensa nunca sin objeto, en el sentido de un objeto que resiste. Esto funda la
dimensión del matemático, precisamente el hecho que todo no es posible. Tiene
que vérselas con un objeto que ofrece una resistencia inflexible, un objeto
incorruptible, que la retórica de las pasiones deja por completo intacto y que está
habitado por una necesidad, llamada por Alain exterior, calificación que es
preciso situar en el contexto: objetiva, desligada de los estados de ánimo del
sujeto. Y cuando Alain dice que el matemático es “quien mejor sabe lo que hace”,
lo dice en el sentido en que es él quien construye incluso el objeto que le resiste.
Nos presenta entonces una modalidad propia, un aspecto de lo real
especialmente desprendido de todo cuanto es sentimiento, afecto –como decimos
nosotros–, especialmente despejado de todo sentido. No es posible atrapar al
objeto matemático por los sentimientos; sólo se puede intentar hacerlo por el
cálculo; es un objeto que se mantiene sordo a la palabra, a diferencia de la Cosa
freudiana que habla, escucha, se moviliza y va, esta Cosa, hasta lo más íntimo
del organismo. Por consiguiente, lo que hace real está verdaderamente en el
perímetro; en fin, no es que Lacan sólo sueñe con la palabra, piense siempre que
con el psicoanálisis uno le hace crecer el brazo al manco... pero así y todo hay
órganos que se dejan mejorar por la palabra en su funcionamiento, sin duda.

Espero haber dado, de manera simple, susceptible de quedar grabada, la


idea del fundamento a partir del cual Lacan estableció su enseñanza, cuyo
segundo movimiento es, diría yo, el de la emergencia progresiva de la cosa que
no habla, el redescubrimiento de la escisión necesaria entre el inconsciente y el
ello, a un punto tal que Lacan, a quien sin embargo no le gusta subrayar las
rupturas por él introducidas, indica así y todo al pasar, en su Seminario 14 “La
lógica del fantasma”, que debía sin duda tachar su ello habla –algo a lo cual, por
mi parte, acordé hace tiempo su lugar en mi curso.
Se trata de una emergencia progresiva, no de una ruptura; es, digamos,
una evolución de su pensamiento o, más exactamente, como le gustaba al propio

79
Lacan creer, una deformación topológica de su sistema, sin discontinuidad,
precisamente sin corte. Es por eso que recalco esas oposiciones que se dan a
veces en la misma frase, en un mismo texto se lo ve a Lacan oscilar en un pasaje.
Pero en fin, por ejemplo, al final de los Escritos, en el último texto titulado “La
ciencia y la verdad”, donde Lacan se apoya en el esquema de las cuatro causas
de Aristóteles para definir cuatro discursos –no se trata todavía de los célebres
cuatro discursos despejados más tarde, sino de una forma de prepararlos–, ¿cómo
desconocer que lo evocado allí es justamente la cosa que habla? Sólo que la evoca
para recusarla: clasifica la cosa que habla en la magia.
Si Uds. se reportan al texto, verán que presenta en esos términos la
eficacia del chamanismo, propuesta por Lévi-Strauss como el modelo, la
referencia del psicoanálisis en su artículo acerca de “La eficacia simbólica”,
planteo que tomaba el valor de una cierta sátira del psicoanálisis. Lacan no se
irritó contra ese texto; allí encontró y de allí extrajo lo real, lo simbólico y lo
imaginario. En esa ocasión, cuando evoca la experiencia del chamanismo, dice
que en ella “(...) la Cosa en tanto habla, responde a nuestros reproches”. Bastaría
que reemplacen reproches por interpretaciones para encontrarse en el contexto
de la Cosa freudiana.
Toda la primera enseñanza de Lacan supone, precisamente, que la cosa en
tanto habla, responde a nuestras interpretaciones, responde a la palabra. Y en
ese punto es preciso admitir, sin duda, que se produjo en algún sitio un
desplazamiento, de manera tal que la cosa en tanto habla venga a ser clasificada,
catalogada como objeto de la magia, en fin, el pragma, algo que tiene que ver con
la magia.
Uds. pueden pensar que exagero. Subrayo que de inmediato, en ese mismo
texto, Lacan escribe la “Cosa”, con mayúscula, como cuando es cuestión de la
Cosa freudiana. Pero en fin, lo que decide la cuestión es que en su última
enseñanza Lacan descansa y, de manera patética, la pregunta acerca de lo que
distingue al psicoanálisis de la magia ya está presente allí, en los comienzos y
avanza desde entonces: ¿desde qué punto de vista el psicoanálisis no es una
magia?
Lacan concibe la causalidad en la magia situándola en el orden de la causa
eficiente. No les voy a volver a exponer el planteo de Aristóteles al respecto;
Lacan explica esta causalidad diciendo que es preciso que el terapeuta, el
chaman, ponga en juego su cuerpo y ofrezca al sujeto, a su paciente, si se puede
decir, una localización, una marcación sobre su propio cuerpo de chaman. Es
preciso permitir una intersección, un cruce entre el sujeto y el cuerpo. Agrega
que, justamente, esto no tiene nada que ver con el psicoanálisis porque en el
psicoanálisis, como en el discurso de la ciencia, ese cruce corporal está excluido.
De toda evidencia, se trata allí del cuerpo del terapeuta, pero para liberar como
tal al sujeto del psicoanálisis, acerca del cual Lacan afirma que es el mismo que
el sujeto de la ciencia –es decir, es un sujeto sin cuerpo. Es incluso allí donde ve
la gran diferencia entre psicoanálisis y magia, ya que en la magia es necesario
poner el cuerpo.

80
Concibe la causalidad del psicoanálisis, el medio por el cual es eficaz, como
causa material. ¿Cuál es esta causa material, tal como la describe al final de los
Escritos, allí donde comienza a despuntar, donde se afirma y se vuelve más
consistente el segundo movimiento de su enseñanza?
No hay un momento que pueda aislarse como marcando el giro operado
por Lacan. Heidegger aisló lo que por su parte dio en llamar die Kehren, el giro
decisivo: escribió “El ser y el tiempo”, Sein und Zeit, primera parte y después, la
segunda parte nunca apareció. En el fondo, se dice que es en ese intervalo –y él
mismo lo dice– que cambió; en particular, se desprendió del lastre de la ontología,
si puedo decir así. Con Lacan, el giro se dio de a poco; resulta tanto más
admirable a causa de esto mismo y es lo que determina que resulte tan difícil de
ubicar, de leer de hecho, porque se trata de una multitud de pequeños pasos.
Pienso en las “pequeñas sensaciones” de las que hablaba Leibniz, que se
acumulan sin que uno las registre hasta que se produzca el gran cambio, pero a
veces uno cae en una fórmula y se dice: “¡No es posible! ¡Me cambiaron a Lacan!”
Entonces, ¿cuál es LA CAUSA MATERIAL, aquélla que determina la eficacia
del psicoanálisis? Cae de su peso: ES EL SIGNIFICANTE. Cuando Lacan afirma
esto, Uds. dicen: “Buenos días, significante. Nos conocemos desde hace tiempo;
nos encontramos en la época de “Función y campo de la palabra y del lenguaje”,
desde entonces volvimos a vernos en numerosas ocasiones... y volvemos a
encontrarnos ahora.” ¡Pero no, no es en absoluto así! En este texto ubicado en
el final de los Escritos, el significante al cual Lacan atribuye la eficacia del
psicoanálisis es un significante por completo nuevo, digamos que se trata de un
NUEVO ESTATUTO DEL SIGNIFICANTE, que ya no tiene nada que ver con aquél de
“La instancia de la letra”, aquél justamente pensado a partir de la retórica, en
tanto reducida a la metáfora y la metonimia, si Uds. lo recuerdan –y si no lo
recordasen, relean “La instancia de la letra ...”
El significante al cual Lacan atribuye la eficacia de la operación analítica
hacia el final de los Escritos es el significante – ¡atención aquí! – en tanto se
encuentra “separado de la significación”.
Esto es un adiós a la retórica, ya que, precisamente, el significante de la
época de “La instancia de la letra...” estaba caracterizado por sus efectos de
significación. Así, decir que se trata del significante separado de la significación,
invalida en sus fundamentos lo desarrollado en “La instancia de la letra...”
Si Uds. recuerdan bien, se distinguen dos efectos de significación, dos
relaciones del significante con la significación. Tenemos por un lado el
significante, S, y por otro la significación, s. Si la significación llega a emerger,
escribimos un signo +, que indica esa emergencia a la manera de una flecha y
corresponde a lo que designamos como la metáfora: S ( + ) s. En cambio, si la
significación corre bajo el significante, se desplaza por debajo de él sin emerger,
produce la metonimia: S ( – ) s.
En los dos casos es esencial considerar el significante en tanto se mantiene
unido a la significación. En esa condición reside todo. Por consiguiente, atribuir
su eficacia al hecho que está separado de la significación, es cuestionar el

81
fundamento mismo de lo que viene a quedar expuesto aquí. Y no olviden que en
esta diferencia reside para Lacan, en ese momento, aquello que constituye el
principio elemental de la clínica psicoanalítica, por cuanto la metáfora determina
el síntoma y la metonimia es el deseo.
En primer lugar, la metáfora. Se puede decir: el síntoma es metáfora, es
una metáfora cuya significación queda fijada en el alma o en el cuerpo y se
mantiene inaccesible al sujeto consciente. Entonces, para hacer desaparecer el
síntoma, tal como se lo propone el análisis, es preciso hacer acceder al sujeto a la
significación del síntoma; una vez que accedió a ella, el síntoma queda resuelto.
En cuanto al deseo, se trata de la significación en tanto se desliza bajo el
significante, siempre en búsqueda de otra cosa. En un sentido, disolver el
síntoma es restituir el sujeto a este recorrido, a este trayecto del deseo; por
consiguiente, decir que el análisis actúa valiéndose del significante separado de
la significación, es por cierto una perspectiva por completo diferente e incluso
opuesta.
Me permito subrayar al respecto la anfibología, este valor equívoco del
término significante en Lacan, según se lo conciba como determinando la
significación –se trata entonces del significante retórico, el de la metáfora y la
metonimia– o bien separado de la significación, en cuyo caso nos acercamos a las
matemáticas.
Evidentemente, esto pasa desapercibido, pero sobre todo en el après-coup
es posible apreciar que en definitiva, cuando distinguimos significante y
significado, ya estamos haciendo funcionar esa separación. Sólo que
correlativamente, cuando se trata de la causalidad, “La instancia de la letra...”
está hecha para demostrar cómo se articula la causalidad significante: lo hace de
una manera retórica, mediante la conexión de un significante y de la
significación.
De toda evidencia, Lacan promueve aquí un abordaje por completo
diferente, donde el significante actúa separado de su significación. ¿Y unido a
qué? Sólo a otro significante:

S (+) s
S (-) s
SS
12
{
El S1 S2 está allí en el horizonte, donde se desarrolla, una vez producida
la separación de la metáfora y la metonimia, en efecto, se puede ir en el sentido
del significante separado de su significación y en definitiva, uno llega al hecho
que el significante está separado de su significación esencialmente porque está
articulado con otro significante.

82
Entiendan bien Uds. aquí que estoy forzado a hacer un desgarro en Lacan;
algunos quizá sufran viendo que lo tejido por él con inexorable agudeza, de
manera tal que no nos enteremos de nada, nos dejemos tomar de la mano y
conducir allí donde él quiere conducirnos, venga a ser brutalizado así como lo
hago. Pero como quiera que sea, hay momentos donde aquello que está en juego
emerge, donde esta deformación topológica, metonímica que da cuenta del nuevo
estatuto del significante produce efectos de sentido. Hay metáforas y
“significante separado de su significación” es una de ellas: ESE NUEVO ESTATUTO
DEL SIGNIFICANTE TRAE CONSIGO TAMBIÉN UN NUEVO ESTATUTO DEL GOCE.
El goce no está muy presente en la primera enseñanza de Lacan; figura
ante todo como imaginario y, de toda evidencia, Lacan debió admitir poco a poco
que era insuficiente ese estatuto. ¿De dónde lo había sacado? Para quienes
tamizaron una y otra vez las fases siguientes de su enseñanza, este goce
imaginario resulta casi incomprensible, tanto nos hemos habituado a asociar el
goce, en mayor o menor medida –incluso en la confusión– a lo real. El goce
imaginario es aquello que Lacan elaboró a partir de la teoría freudiana del
narcisismo. La noción de goce imaginario... ¡no fue elaborada a partir de la
teoría de las pulsiones, sino de la teoría del narcisismo! Es esencialmente el goce
de naturaleza narcisista de la imagen y el estatuto imaginario de este goce
resulta insuficiente cuando se trata de dar cuenta del goce del síntoma. Como
me encargué de subrayarlo en otros tiempos, en el fondo se trata del momento...
¡en que Lacan tomó en serio “Inhibición, síntoma y angustia”!
Esto impone elaborar para el goce otro estatuto que el imaginario y desde
ese momento, restituir al menos un modo de apartar al Inconsciente del ello, ya
no se los puede confundir más. La cuestión pasa a ser entonces: ¿cuál es la
relación entre uno y otro? O para decirlo de otro modo: ¿cómo actuar sobre el
goce a partir del campo del lenguaje?

Ics. Ello
Campo del lenguaje
Goce

Pero incluso para poder plantear la pregunta, es necesario comenzar por


distinguir el Inconsciente del ello, de otro modo cae de su peso que el goce no es
más que “sombras y reflejos” y la cuestión quedará regulada por el mecanismo
del significante. Es a partir del momento en que el Inconsciente y el ello dejan
de ser confundidos por completo, que vienen a resultar apartados uno del otro,
entonces empieza a plantearse la pregunta acerca de cómo puede operar el
lenguaje sobre el goce. Algo que no se plantea si tenemos de los dos lados palabra
y palabra. Si el analista habla por la interpretación y la cosa es Yo, la verdad,
hablo, entonces hay manera de entenderse.
¿Qué ocurre, cómo puede operar el lenguaje sobre el goce?

83
Esta es una pregunta que domina el segundo movimiento de la enseñanza
de Lacan y él inventa para esto, retoma –como siempre, retoma, ya había hecho
otro tanto con el significante– un término. Voy a servirme de los círculos de
Euler para la ocasión, para una figuración sumaria: inventa que entre
Inconsciente y goce hay una suerte de mediador, el objeto a, que está en relación
con el campo del lenguaje y, al mismo tiempo, condensa el goce.

Inconsciente a Goce

¿Cómo pensaba Lacan que actuaba el significante, en la época de “La


instancia de la letra...”? Pensaba que lo hacía por la metáfora y la metonimia,
por los efectos de significación y, en particular, por el efecto de sentido de la
metáfora. Pues bien, todo el segundo movimiento de la enseñanza de Lacan está
dominado por la noción de que el objeto a reemplaza a la significación, se ubica
en su lugar e incluso, con mayor precisión, que se ubica en el lugar del efecto de
sentido. Es decir, lo elaborado por Lacan en sus diferentes Seminarios, desde
ángulos diferentes y perfeccionando en cada ocasión su abordaje, apunta a
demostrar que el significante tiene efectos de goce, así como hasta entonces había
sido cuestión de mostrar sus efectos de sentido.
Otro paralelismo aun. Esta vez, no está ordenado según el grafo y el
término de goce empieza a proliferar en la enseñanza de Lacan, de modo que se
tratará para él de argumentar que el significante tiene efecto de goce, retirar por
consiguiente el goce de su puro estatuto imaginario y progresivamente, en tercer
lugar, tendremos también un nuevo estatuto del cuerpo.
El cuerpo lacaniano es, en primer término, el cuerpo del estadio del espejo,
descifrado por Lacan a partir de la teoría del narcisismo o, más exactamente, él
descifra la teoría del narcisismo a partir del estadio del espejo. Se trata, en
consecuencia y por lo esencial, de un cuerpo imaginario. Se impone elaborar un
nuevo estatuto del cuerpo a partir del momento en que retira el goce del
narcisismo –o en todo caso, deja de considerar que el goce está exclusivamente
definido por el atractivo que ejerce la imagen de sí–; en ese momento, el cuerpo
se vuelve el soporte del goce y se trata de un cuerpo diferente, no puede ser un
cuerpo reducido a su imagen especular.
Toca pensar, en efecto, por un lado la relación del objeto a con el lenguaje:
cómo se inscribe, qué quiere decir incluso nombrarlo y, por otro, las relaciones
del objeto a y el goce.
Digamos, de una manera general, que Lacan designa objeto a aquello que
del goce queda determinado, contorneado, afectado por el significante. Es así,
por ejemplo, que viene a desaparecer por completo de la enseñanza de Lacan...
“Desaparece”, entendámonos: es como Roma, nada desaparece nunca; las iglesias
están construidas donde antes estaban los antiguos templos de Mitra. Freud
explica que es así como está constituida una neurosis, por estratos
sedimentarios, de modo que no se trata, desde ya, de una anulación ni de una
superación a la manera hegeliana, sino que hay capas de sedimentos

84
superpuestas y claro está, tiene su valor el hecho de reencontrar las
construcciones de Lacan en el momento en que las hizo. Pero no es esto de lo que
me ocupo, sino de la dinámica de su reflexión, que nos condujo al punto donde
nos encontramos... Algo que se trata, como diría el otro, de asumir.
La función imaginaria del falo juega un rol muy importante en sus
construcciones a propósito de las psicosis, porque él hacía allí del falo como tal
una función imaginaria, una significación evocada por la metáfora paterna; no
hay mejor ejemplo para demostrar que en ese momento el goce quedaba reducido
a una significación, de la misma manera que el síntoma quedaba reducido a un
efecto de sentido. Por lo demás, tendrá que dar una vuelta completa para
llegar a decir –soy yo quien lo formuló así, a partir de lo que Lacan decía–: la
significación es un goce; a partir del momento en que una significación se
desprende, vale y queda identificada como tal por el goce suscitado por ella. Y
en el fondo, lo que va a reemplazar la función imaginaria del falo es el estatuto
del objeto a como real.
ESTO QUIERE DECIR QUE EL GOCE NO ES UNA SIGNIFICACIÓN, QUE EL SÍNTOMA
NO ES UN EFECTO DE SENTIDO, SINO UN “ACONTECIMIENTO DE CUERPO” –expresión
con la cual, si puedo decir así, cambiamos de mundo. Se trata de algo
completamente imposible de formular en la primera enseñanza de Lacan; supone
una autonomía del goce del cuerpo que es, hablando con propiedad, impensable
cuando reina la confusión entre el inconsciente y el ello.

Se mantiene sin duda en permanencia la pregunta acerca de lo que está


en juego cuando es cuestión del significante.
Decir: el síntoma es un acontecimiento de cuerpo, en bruto, sin lo demás,
podría habilitar una práctica higiénica o alguna suerte de gimnasia, o bien sería
preciso decir: salgamos del campo del lenguaje, es necesario entrar en el campo
del grito, el grito primario. Había cosas así en Lacan, sí, en fin, había por cierto
el uso del grito, a veces el uso del golpe, es decir, una cierta movilización del
cuerpo. Pero nunca renunció a actuar a partir del campo del lenguaje.
Pues bien, en todo caso queda planteada la idea según la cual, al menos
para concebirlo, no es posible atraparlo con el significante retórico; sólo es posible
hacerlo recurriendo al significante matemático, a un cierto uso del significante
matemático que Lacan llama la lógica.
La lógica es un cierto uso del significante matemático puesto en práctica
sobre el lenguaje mismo, no –entre comillas– “sobre el mundo” o “sobre la
naturaleza”, “los astros”, no se trata de la física. La física pone en práctica los
significantes buscando atrapar ... Sí, es muy difícil saber lo que busca; uno lo
distingue bien al comienzo, pero después se vuelve cada vez más complicado
saber lo que atrapa de veras y se llega a zonas donde, por lo demás, los mismos
físicos no están para nada de acuerdo entre ellos, a diferencia de lo que ocurre
en las matemáticas: los físicos, tanto más cuando se trata de la astrofísica,
venden su ensalada, sus charlas diversas, quiero decir sostienen que “es mejor
concebirlo así”; “no, uno da cuenta mejor de esto con las cuerdas...”, etc.

85
Llegamos a un territorio donde se trata de conmover al auditorio y el primero de
ellos es, en general, el del poder público, porque para sostener los pequeños
revoltijos de sus búsquedas les hacen falta miles de millones. Sobre el particular,
los europeos han sido mucho más eficaces en cuanto a sus gobiernos que los
americanos, algo que nos ha valido contar con la enorme construcción elevada en
los alrededores de Ginebra, la más potente del mundo, porque lograron llegar a
ser convincentes allí donde los responsables políticos americanos encontraban
que resultaba así y todo un poco caro invertir para ir a buscar... En fin...
Entonces, los físicos no son como los matemáticos; son un poco burgueses,
diría Alain, son pleitistas en un cierto nivel y, sobre todo, hay interpretaciones
muy diferentes de los resultados; no se llega al tipo de consenso al que se llega
en las matemáticas, aun cuando en las matemáticas haya rupturas en lo que
hace a ciertas grandes preguntas (precisamente, preguntas de ontología y de
óntica, pero que son así y todo –sería necesario volver sobre esta cuestión–
periféricas respecto del centro del asunto). Ni hablemos del psicoanálisis...
La idea de Lacan es la de recurrir al uso del significante matemático para
atrapar algo del lenguaje; es lo que él llama lógica –por lo demás, la lógica es
eso– y procura lograr un adiestramiento en ella, por repetición, acordándole una
gran soltura para servir a sus propios fines.

Tenemos, entonces, esta puesta en obra del significante matemático para


contornear, cercar y atrapar el goce, algo que se desarrolla en etapas, de las que
indico tres. Por un lado, la que da en llamar la lógica del fantasma –y no la
retórica del fantasma–; se trata de algo que también está presente en la
construcción de los cuatro discursos, con la permutación de cuatro términos en
cuatro lugares, como asimismo figura en las fórmulas de la sexuación, donde
Lacan utiliza de manera perfectamente explícita, aunque modificándolos, los
símbolos de lo que se designa como cuantificación: existe x, para todo x, las
funciones, la negación y la conjunción.
Doy al menos esos tres puntos de referencia para ubicar lo que podemos
considerar como el momento en que Lacan se sitúa en tanto lógico, momento que
encuentra su punto de detención donde lo señalé, en el Capítulo VIII del
Seminario 20, “Aun”. Allí Lacan, cuando se trata del objeto a baja los brazos y
formula que el objeto a no puede sostenerse “en el abordaje de lo real”. Y explica
por qué: como quiera que sea, procede del imaginario; es un objeto que se releva
a partir de la imagen de sí, es decir, de la teoría del narcisismo. La imagen de sí
en Lacan queda indicada por i(a).
Decir que no puede sostenerse es, en el fondo, pensar el abordaje de lo real
reportándose al objeto matemático; el objeto a resulta definido entonces como un
objeto sensible, si puedo decir así: no es un objeto que resiste.
Fueron múltiples los intentos de Lacan por definirlo; procuró decir que el
objeto a era real y cuando lo hizo sorprendió a su auditorio: el objeto a es real;
Uds. creen que es imaginario, pues bien yo, les digo que es real. Cuando lo dijo,
yo formaba parte de la asistencia y se lo señalé, recuerdo la sorpresa. A lo largo

86
de todo el segundo momento de su enseñanza, continuó procurando elaborar el
objeto a como real y encontramos en esa elaboración el mismo tipo de tachadura
del que les había hablado respecto del ello habla.
Mientras el objeto a es el goce incluido en la imagen, por eso mismo guarda
–dice Lacan– “una afinidad con su envoltura”. Afirma que se trata de un
descubrimiento grande y maravilloso del psicoanálisis, pero de hecho esto quiere
decir que en tanto uno sigue operando con el objeto a, continúa modelando,
apreciando aquello que corresponde al registro imaginario. Lo real –dice Lacan–
, es algo por completo diferente. ¿Qué es? Nos da esta indicación: el modelo de
lo real es “la formalización matemática”. Porque el objeto, en el fondo, pese a
todo, es algo que siempre quiere decir algo, en tanto con la formalización
matemática nos encontramos –dice Lacan, apelando a una ocurrencia (mot
d’esprit) que evoca un contrasentido–, en el nivel donde “eso no quiere decir
nada” (ça ne veut rien dire).
Cuando Lacan afirma que el objeto a es sólo un “semblante de ser”, indica
así que se trata de aquello que parece acordar su soporte al ser, en tanto el
semblante es el principio de la ontología, incluida la de Aristóteles –dice Lacan–
, la del ser y la esencia. Creo que se trata del momento en que Lacan nos da el
secreto de la ontología –ahí habré de llegar, así y todo-, precisamente que el ser
no es sino un semblante. Y Uds. lo van a comprender muy rápido, simplemente
ateniéndose a esto que consigno ahora y desarrollaré la próxima vez, a saber, que
SER NO ES LO MISMO QUE EXISTIR
Esta ESCISIÓN ENTRE SER Y EXISTIR se manifestó para Lacan cuando se vio
conducido a interrogar EL SIGNIFICANTE UNO, con mayúscula, siguiendo la vía de
lo formulado en el Seminario 19: “Hay de lo Uno”, algo que gritó varias veces en
el transcurso de ese Seminario.: ¡hay de lo Uno!
Como ya tuve ocasión de decirlo, gritando ¡hay de lo Uno!, se inscribía en
una tradición por completo diferente de la que corresponde a la ontología,
doctrina del ser. A partir de esta otra tradición, a saber, la del “Parménides” de
Platón, se inscribía en la unología (henología),10 doctrina del Uno, aquélla que
los neo-platónicos hicieron florecer y se esforzaba, precisamente, por pensar el
Uno –consigno la que supo ser su propia fórmula– más allá del ser y de la esencia,
pensar el Uno como superior, anterior, independiente respecto del ser.
El Uno en el cual Lacan centró su interrogación a partir de las
matemáticas, el significante Uno, es el significante como tal, aquél respecto del
cual podemos decir, precisamente sirviéndonos de los cuantificadores: existe un
x tal que función de x: Ех . ƒx [1]
Definir algo diciendo simplemente cuáles son sus propiedades o atributos,
no basta para asegurar su estatuto de existencia [1]. De toda evidencia, a partir

10 - hénologie: No encontramos el significado del término así escrito. Probab., juego de homofonía
con “Un” en lo que respecta a la primera sílaba, para hacer referencia a una doctrina del Uno
y, a la vez, recurso a la “h” muda, a la manera de lo ya sucedido con “être” (ser) y “hêtre”
(árbol de madera dura). (N. de la T.).

87
del momento en que uno habla determina que algo sea, incluso el círculo
cuadrado, el unicornio; el ser es en el registro del ser de lenguaje y la ontología
se extiende hasta donde se extiende el lenguaje, sus límites coinciden. De modo
que es el ser quien es sólo “sombra y reflejos” y por esa razón que para ubicarse
al respecto, en un momento dado fue necesario, así y todo, distinguir aquello que
tiene sentido.

ontología henología
ser Uno
x ƒx

Y el círculo cuadrado tiene sentido; acudiendo a la retórica es posible


traducírselos, ponerlos en presencia del círculo cuadrado, el recurso a una puesta
en escena puede mostrárselos, pero esto ocurre en el registro del sentido, que es
el del ser. Después, la cuestión es saber lo que existe... y eso es harina de otro
costal. Llegados a este punto, no basta decir para que exista. Se trata de algo
que también fue destacado por la lógica, aquélla que parte de la gramática para
ir a articularse con las matemáticas, tal como ocurre en la lógica elaborada en el
s. XX, a la que se reporta Lacan.
El momento que les señalaba, aquél que corresponde al Capítulo VIII del
Seminario 20, es el momento en el que se hace patente la renuncia de Lacan a
referirse al ser, RENUNCIA A LA ONTOLOGÍA, INCLUIDA LA SUYA, SU ONTOLOGÍA
MODIFICADA, PARA PRIVILEGIAR EL REGISTRO DE LO REAL. Comienza entonces a dar
un uso al nudo borromeo que corresponde al despliegue de su Hay de lo Uno, que
es la presentación bajo forma matemática –mejor cito lo que él mismo dice en el
Seminario 20–: “(...) el nudo borromeo es la mejor metáfora de esto: no
procedemos sino del Uno”.
Es la mejor metáfora para señalar que procedemos del campo del lenguaje
y, simultáneamente, Lacan renuncia, si puedo decir, a la ontología y a sus
pompas para desarrollar una óntica –esto es, tomando como referencia lo que
existe–, acerca de la cual dice que es la única permitida al psicoanalista y de la
cual, por lo demás resulta muy difícil encontrar el sentido. En lo que hace a la
ontología, partimos del sentido, definimos y creemos que es suficiente para hacer
ser, lo suponemos. Una óntica es otra cosa: partimos de lo que hay y tenemos
muchas dificultades para encontrar sentido.
Desde esta perspectiva, ¿cuál es la única óntica respecto de la cual Lacan
puede decir que le está permitida al psicoanalista? ES LA ÓNTICA DEL GOCE.
Porque uno puede decir: hay goce, pero en lo que hace al sentido, pues bien,
todavía se desliza.
Desarrollaré y precisaré todo esto la semana próxima.

FIN DE LA SEXTA SESIÓN 2011 (09.03.11)

88
----- ♠ -----

89
Orientación Lacaniana III, 13

Jacques-Alain Miller

Séptima sesión del Curso 2011 / Miércoles 16 de marzo 2011

( VII )

Hoy vamos a divertirnos Se trata para mí de hacerles comprender algo


que uno sólo comprende allí donde se siente a gusto. A mí, entonces, me divierte
lo que voy a decirles y espero que a ustedes les ocurra otro tanto. No es algo que
caiga de maduro, porque este año ya fueron varios los que me transmitieron que
no se sienten muy cómodos en las referencias que hago a la literatura filosófica,
pero no es ese el tipo de planteo que puede detenerme, como Uds. lo habrán visto.
Hoy voy a intentar comunicarles cosas que, en su fondo, no son tan simples
y hacerlo de una manera suficientemente fundada como para que les quede a
manera de referencia e incluso de captador en aquello que hace a la práctica de
la mayor parte de quienes están aquí presentes, a saber, escuchar lo que se dice,
lo dicho al azar de la buena fortuna cuando vienen a serle retiradas al sujeto las
violentas presiones ejercidas sobre su palabra. Uno ya se pierde en ellas en los
momentos comunes, habituales, pero cuando se deja paso a la asociación libre y
estamos en el lugar de quien debe organizar algo con ese material y, como
mínimo, formular una interpretación, verdaderamente nos empantanamos, nos
atascamos.
Pues bien, se trata de algo que requiere ser captado por un aparato del
que intentaré avanzar los lineamientos. Por supuesto, como me lo hicieron notar,
vuelvo a pasar por caminos ya transitados por mí en este curso, pero lo hago para
destacar un aspecto que no había sido percibido ni comunicado entonces y
ponerlo de relieve constituye, en todo caso para mí, desde mi punto de vista, en
lo que hace a mi trabajo de reflexión, un beneficio.

Retomo este ejemplo –ya me dirán si resulta convincente–: nuestro


maestro, Lacan, tuvo ocasión de enunciar, hasta provocar la estupefacción entre
sus alumnos, que el Otro no existe. Insurrección. Equivalía a correrles la
alfombra sobre la que tenían apoyados los pies, en la medida que el lugar del
Otro pertenece –siempre, pero ya pertenecía– a las bases mismas de lo que vino
a cristalizarse como el lacanismo. Esa cristalización, por lo demás, se impuso a
un punto tal que esa afirmación, el Otro no existe, fue generosamente cargada
en la columna de pérdidas y beneficios, pese a los esfuerzos hechos por mi amigo
Éric Laurent y por mí, quienes la asignamos como título a un curso que dimos

90
juntos: “El Otro que no existe y sus comités de ética”, donde poníamos el acento,
en efecto, en una de las consecuencias de la inexistencia del Otro.
Pero lo que no fue percibido, en todo caso lo que no fue dicho, es lo que voy
a enunciar ahora: QUE EL OTRO NO EXISTE QUIERE DECIR PRECISAMENTE QUE ES EL
UNO EL QUE EXISTE.
El Otro no existe es una manera diferente de decir aquello que Lacan
había lanzado como una suerte de oración breve y fervorosa: HAY DE LO UNO (Il y
a de l’Un), que yo transcribo así: Yad’lun en el Seminario que terminará por ser
publicado.
¿Se trata de algo que ya había sido señalado? No exactamente. Cuento al
menos al respecto con el testimonio –reticente, por cierto– de Agnès Aflalo.
¿Cuál es este Uno que existe cuando el Otro con mayúscula no existe? ES
EL UNO DEL SIGNIFICANTE.
Que el Otro no existe no quiere decir que el Otro no es. El Otro es (est),
no odia (hait) –si fuese el caso, sería el Otro malvado–; el Otro en tanto Otro no
está en absoluto sustraído al ser; por el contrario, no entendemos nada de ese
maravilloso concepto del Otro forjado por Lacan, sino no captamos que ese Otro
se inscribe en el nivel del ser, a distinguir del nivel de la existencia. Imposible
ubicarse al respecto sin distinguir entre el ser y la existencia.
Es allí donde volvemos a encontrar nuestra ontología, aquélla que en otros
tiempos retuvo mi atención, porque encontraba que no estaba del todo en el lugar
que le correspondía en lo que era por entonces el discurso de Lacan.
La ontología es la doctrina del ser y, en efecto, el Otro es un “lugar de ser”,
un lugar ontológico donde se inscribe el discurso, el lugar al que apunta todo
dicho. Imposible hablar sin hacer reverencia al lugar del Otro. Es precisamente
esta reverencia la que uno toma como una referencia cuando, por cierto, no es
tal.

Es preciso que los conduzca de la mano para que esto se les haga evidente.
Es difícil hacer nacer las evidencias, aquéllas que no van del todo en la dirección
del sentido común, pero en fin, se trata antes que nada de enseñarles a hablar
una lengua: es lo que consiguió Lacan. Con el transcurso del tiempo, claro está,
es algo que se amortigua, se apergamina un poquito, porque Lacan ya no está
aquí para sostener con su voz las evidencias que él hacía surgir. Es necesario
entonces intentar sostenerlas, reanimarlas.
Me apoyo para hacerlo en un saber de rata de biblioteca, saber que Uds.
no tienen la obligación de haber adquirido. Empiezo por subrayar que cuando
uno picotea la biblioteca, puede relevar que tratándose de las pequeñas
revelaciones en lo que hace al hombre de las cavernas, hay un rasgo que desde
siempre... En fin, Lacan se reportó a los guijarros del Mas-d’Azil, donde están
inscritos los pequeños rasgos unarios que representan el animal abatido, pero en
general, cuando uno dice “desde siempre”, en nuestra tradición no nos
remontamos mucho más allá de Platón y Aristóteles. En todo caso, si hay un
rasgo que distingue el ser –retengan esto– es el equívoco.

91
Encontramos un testimonio erudito al respecto en el escrito de alguien que
Freud frecuentó –dato que les inspirará confianza–, de quien siguió los cursos;
incluso la manera en que adornó su descubrimiento de lo que dio en llamar la
denegación (Verneinung), no habría sido posible sin tomar en préstamo de este
profesor algunos elementos. Se trata de Brentano, a quien se piensa que Freud
debe la diferencia establecida entre juicio de atribución y juicio de existencia.
En 1862, para obtener una habilitación universitaria, Brentano se
comprometió en una disertación titulada “La diversidad de las acepciones del ser
según Aristóteles”. Con semejante tema, no tenía asegurado alcanzar el logro de
un best-seller, pero encontró un lector eminente en el joven Heidegger. Si nos
fiamos a su testimonio, es ese libro el que le sirvió de hilo conductor a través de
la filosofía griega.
Brentano –quédense tranquilos, no voy a avanzar mucho en el tema–
distingue no menos de siete significaciones del ser en Aristóteles. Sólo lo relevo
para plantear la pregunta acerca de saber qué le aporta al ser su condición
equívoca. Esto es así incluso cuando uno toma sólo un autor, aquél que todo a lo
largo de lo que di en llamar nuestra tradición es balbuceado sin cesar, en especial
su definición del ser en ese conjunto de papeles llamado Metafísica –título que,
como Uds. saben, indica simplemente que se ubicaba a continuación de los
trabajos sobre la Física–, autor que no se ocupó de redactar todo eso, sino que
confió la tarea a sus alumnos, como resulta distinguido hacerlo entre los
pensadores de gran dimensión.
El ser es equívoco a ese punto porque el ser se sostiene en el discurso, en
lo dicho. Allí Lacan, en lo que hace a ese punto, es preciso y se pronuncia de
manera decidida. Los reenvío al Seminario Aun / ( 8 ) – El saber y la verdad / La
posición del lingüista; hay allí un pasaje donde Lacan deja en suspenso “que sólo
haya ser en el dicho”, pero declara indudable, cierto, que “sólo hay dicho del ser”.
Imposible hablar sin determinar el ser, un ser, seres, algo del ser, como uno dice:
algo de aire, aire...
Llamemos esto, considerado desde esta vertiente, el ser de lenguaje: es el
ser que sólo funda su ser en ser dicho. De toda evidencia, es cualquier cosa;
estamos bien ubicados para conocer de qué se trata, puesto que estamos
recubiertos por él cuando nos encontramos en la tarea de recoger los dichos de la
asociación libre. La asociación libre es la ontología desencadenada: madres
fálicas, padres que no lo son, hombres que se feminizan, odios que son amor,
sufrimientos que son goce y para coronar todo... una pulsión que es de muerte.
A priori, todo eso no vale más de lo que vale el unicornio o el círculo cuadrado,
son otros tantos seres de lenguaje.
Retengan, en todo caso, que todo esto es, pertenece al ser a título de ser
dicho y como tal, se desliza de inmediato al lugar del Otro como lugar del
lenguaje, como lugar del discurso. O bien, si Uds. consideran que el mensaje
viene del Otro, tienen que vérselas, toca reconocerlo, con un Otro que hace
cualquier cosa. Es la suerte corrida por cada uno y no basta para invalidar la
objeción: círculo y cuadrado resultan contradictorios. Esto quiere decir que hay

92
dichos contrarrestados por otros dichos y aunque sea un mismo soplo de voz el
que los diga, es algo que a Uds. los tira hacia dos lados opuestos, los descuartiza.
En efecto, creo que no estoy lejos del sentido común afirmando que Uds.
ponen en funcionamiento un boludeo a toda máquina, al que puede venir a
confrontarse la objeción, el criterio, el filtro de la contradicción, filtro más o
menos riguroso o ceñido, según cuál sea el humor o la doctrina que los acompañe.
Pero en fin, tengan en cuenta que la ontología es una suerte de acordeón:
puede estar ceñida, plegada por completo o bien por completo abierta. Dejad
venir a mí los circulitos cuadrados: esto es algo que ya sucedió. Hay quienes, por
el contrario, pliegan por completo el acordeón, cuya voz queda ahogada. Pero
cualquiera sea el grado de ajuste o de ceñido del lazo, para intentar saber si eso
existe o no, Uds. hacen intervenir la lógica, la diferencia entre lo que es por el
hecho de lo dicho y lo que existe, entre comillas, “de verdad”.

Pues bien, si conseguí traerlos hasta este punto sin haberles magullado la
croqueta, con esto basta –si Uds. están dispuestos a considerar el asunto– para
asociar el ser con el semblante.
La palabra permite poner en escena seres que se muestran vulnerables
cuando son puestos a prueba por la lógica y revelan ser sólo semblantes. La
equivocidad del ser quiere decir, en primer lugar, que el ser no es más que
“sombras y reflejos”. Podrán notar, en cambio, que la objeción hecha en nombre
de la lógica les hace asociar la existencia a lo real.
Retomo entonces –y haría falta que formulase un dístico al respecto–: EL
SER ES SEMBLANTE; LA EXISTENCIA SE REPORTA A LO REAL. ESTO SUPONE UN PASAJE
POR LA LÓGICA.
Uds. se acercan por esta vía de aquello que les indicara Lacan enunciando,
de la manera más enigmática, que “la lógica es la ciencia de lo real”. Se trata
también de algo que fue dicho, pero no, hasta este momento, en el lugar que le
corresponde. La existencia es unívoca tanto como el ser es equívoco. La
existencia sólo se dice en un sentido, no es posible encontrar en lo que a ella
respecta la diversidad de acepciones, tal como se dan en cuanto al ser en
Aristóteles. LA EXISTENCIA SÓLO SE DICE EN UN SENTIDO, EL DE LA LÓGICA.
Claro está, en este punto es necesario que dé un tirón para sustraer la
existencia del baño en el que se la hace chapotear. Tal como se la aborda por lo
común, en el sentido del existencialismo, se sigue considerando la existencia
como aquello que desborda el concepto. Sartre decía de una bonita manera: “La
existencia precede la esencia”. Hay en primer lugar el hecho de la existencia,
algo del registro del hecho bruto, salvaje y vienen a continuación, al arrastre, las
definiciones en las cuales se intenta captar eso. Esto equivalía a decir, en el
fondo, que hay un hay antes de todo cuanto Uds. puedan decir acerca de él,
idealizar o esencializar al respecto.
Este existencialismo, en definitiva, apuntaba a un ser pre-discursivo,
retomando los términos de entonces. Digamos que esa era la manera según la
cual Sartre daba una versión de lo planteado por Heidegger como el dasein, el

93
ser-ahí. Equivalía a poner en cartel la existencia, en el sentido de presencia aquí
y ahora de un ser pre-conceptual.

¡Un esfuerzo más para ser lacaniano! Es necesario limpiarse a fondo de


esto.
Me gustaría darme a entender bien, pero me permito ir rápido. El secreto
de este existencialismo reside en que es una versión del vitalismo. Resulta claro
en Sartre: esa presencia palpita, es una carne que traspira, escupe, mea, caga,
inspira en él y en quienes lo siguieron toda una literatura naturalista. Nada que
ver con el existencialismo de Lacan, que es un logicismo.
La existencia, según la concibe Lacan, resulta de lo seleccionado por la
lógica entre el semblante de los seres de lenguaje, para reconocer allí algo que
corresponde a lo real. Así, la existencia según Lacan depende, se desprende de
una operación significante. Si buscamos situar por dónde pasa la divisoria de
aguas, la ubicaremos sin duda en ese término del que me serví: ser pre-
discursivo.
La existencia surge del lenguaje trabajando el lenguaje; supone el aparato
lógico adueñándose del dicho para ceñirlo, discernirlo, comprimirlo, ordenarlo y
valiéndose, a través del lenguaje, hacer surgir a partir de él algo de lo real.
Ese real, a situar, como decía, en el nivel de la existencia, es significante.
No tiene nada que ver con la presencia que palpita y es gracias a ese significante
que Uds. tienen cuanto se les ocurra como seres. Es preciso que el significante
llegue a montarse como discurso para que los seres emerjan en lo real, corriendo
el riesgo de estallar como pompas de jabón.
Sólo hay un significante en condiciones de hacerlo –lo planteo antes de
desplegarlo–; ese significante en calidad de real, en el nivel donde nos situamos
es el significante Uno.
De toda evidencia, esto contrasta con la jungla, con la abundancia de la
ontología. Nos ubicamos aquí en el registro austero, parsimonioso de la doctrina
del uno, la henología (l’hénologie), tal como la designé la última vez, cuyo
discurso y divisa es: Hay de lo uno (Yad’lun).
Así como la ontología es abundante, la henología –término que Lacan soltó
al menos una vez en su Seminario 19– es restringida; queda contenida en ese
dicho inventado por Lacan, pero fundado en toda la tradición filosófica: Hay de
lo uno. El hecho de que haya discurso encuentra su núcleo allí –y para que haya
ser es necesario, en primer lugar, que haya discurso. Esto es así incluso si Lacan
deja en suspenso que bien podría haber uno que prescindiría de esa condición.
En la medida que el ser depende del discurso, el ser depende del Uno y el Uno,
desde esta perspectiva, es anterior al ser.
Se trata precisamente de la doctrina desarrollada por los neo-platónicos y,
en primer lugar, por Plotino a partir del “Parménides” de Platón, razón por la
cual Lacan le consagró a esa obra extensos pasajes de su Seminario 19. Nosotros,
que no somos neo-platónicos sino neo-lacanianos, encontramos ese Uno en el
discurso en tanto lo consideramos reducido a su núcleo: el significante Uno. Todo

94
significante –en el sentido de cada significante– es Uno y a ese título preside y
condiciona el ser.
La henología dominando la ontología es la respuesta a la pregunta que yo
le planteaba antaño a Lacan, cuando me sentía molesto por esta ontología a la
que él recurría. El significante, en tanto existe como real, preside y condiciona
todos los equívocos, todos los semblantes del ser en el discurso. En el fondo, se
trata de una suerte de dato básico, elemental, un Uno que merece ser llamado
original, ya que no se llega a ir más allá de él.
Presten mucha atención a esto: si les hago entrever la potencia y la
majestad de este Uno, es porque no tiene nada que ver con el uno que Uds.
encuentran en la serie de los números, con el uno seguido por el dos, el tres, etc.
El Uno del que se trata, el Uno de cada significante, este Uno soporte de cada
significante o, más exactamente, que cada significante es, es un Uno solo.

Todavía es necesario, ahora que les anuncié ese Uno solo por completo,
que los familiarice con él, para que lo aborden encontrándose a gusto.
Diré, en primer término, que es el Uno a partir del cual sólo Uds. pueden
plantear y pensar cualquier suerte de marca, porque es sólo a partir de este Uno
que pueden plantear y pensar la falta (le manque). Es la marca originaria a
partir de la cual contamos según la serie: uno, dos, tres, cuatro... A condición, en
primer lugar, de pasar por su inexistencia. Lo escribo en una misma línea, con
una cifra romana, para que Uds. recuerden algo al respecto: ese uno por completo
solo es I; ése es el uno que Uds. borran y les aporta la falta: О

1 О I
A partir de la teoría de conjuntos, esa falta queda situada como el conjunto
vacío, del que alguien como Frege da el signo de la inexistencia diciendo: no hay
el Uno. Una vez obtenida esa falta, puede entonces desplegarse por recurrencia
la serie de los números, en primer lugar inscribiendo 1, esa falta, la serie de los
números se empalma a partir del 1 borrado:

I 1 2 3 ...

Pero esto es a costa de un equívoco. Ese círculo que tracé, que corresponde
considerar del lado del I, es el I borrado, es la falta de ese I. Para dar nacimiento
a la serie de los números, se convierte en cero. A la izquierda, tiene la
significación del conjunto vacío; a la derecha, la significación del cero:

1 2 3 –––
conjunto cero
vacío
I

95
Una vez que Uds. tienen el cero, como lo demostró Frege, pueden obtener
por la recurrencia del +1, la serie de los números llamados naturales. Pero en
su origen, para decirlo así, tienen esta maniobra que se funda en el Uno solo por
completo.
Lacan lo subrayó. Los reenvío precisamente a la transcripción de su
Seminario “... O peor”, que podrán ubicar en los “Otros escritos”. Allí señala, de
una manera que sin duda no les resulta de inmediato legible, el equívoco propio
del nombre “cero”. Ese equívoco es el que vengo de desplegarles: su valor como
conjunto vacío y su valor como cero inicial en la serie de los números.
Es necesario, en el comienzo, uno que se borre; se considera ese
borramiento para marcarlo como cero y ahí empieza la serie. A diferencia de él,
lo que indiqué aquí con la cifra latina I, es el primer Uno, aquél que dirige el
surgimiento del conjunto vacío. Inscribir este conjunto vacío como el cero inicial
de la serie de los números naturales –subraya Lacan, reléanlo– es ya un
equívoco. Digamos que es el único equívoco de la existencia.
Ese Uno original del significante, previo a los números, es puesto a
trabajar en el análisis. Es el principio mismo de la asociación libre y es a ese
título que Lacan lo llama el Un-decir (Un-dire). A partir de él viene a despejarse
la serie de los números, llegan a existir luego los 1 que se inscriben con signos
diferentes en la serie de los números. ESE UNO POR COMPLETO SOLO NO TIENE
OTRO.
Es lo señalado por Lacan en el Seminario 20, Aun / (10) – Círculos de cuerda.
De toda evidencia, es la erótica de ese seminario lo que uno lee, lo que dice
respecto de la relación sexual, y por eso mismo se descuida aquello que
corresponde al registro de la henología. No obstante, lo erótico en Lacan no
produce sentido sin su henología; es la razón por la cual, precisamente, Lacan
podía llegar a ubicar allí ese pasaje donde afirma: “(...) resulta claro que el Otro
no se adiciona al Uno; el Otro sólo se diferencia de él.”
En ese pequeño esquema, ¿dónde está el Otro? Allí donde se inscribe el
conjunto vacío, precisamente como un lugar; si se lo designa como “lugar de ser”
es justamente porque es un lugar de inexistencia. Es un lugar hecho a partir del
eclipse del Uno original, de ahí la fórmula, muy precisa, que pudo ser lanzada
por Lacan: “EL OTRO ES EL UNO-EN-MENOS”. Designó así esa forma circular que
inscribí y se puede incluso decir, para afinar el toque, que el Otro es la Una-en-
menos y reencontrar, a partir de allí, algo así como la matriz de las fórmulas de
la sexuación propuestas por Lacan.

La serie de los números procede de ese Uno original; los números están
todos hechos de la misma manera; no son sino unos, como lo indica el símbolo de
la recurrencia: +1. Todos los nombres de número repercuten el significante Uno
y es a título de esta repercusión que Lacan puede decir en los “Otros escritos”
que los números pertenecen al registro de lo real. Allí se ubican en tanto
repercuten el Uno original.

96
Si quisiese aquí parodiar a Sartre, diría: la henología precede la ontología.
El discurso, como el discurso el ser. Y ese Uno es también aquello de lo cual
procede la ciencia, aquello que considera presente en lo real modelado y
manipulado por ella. Esto es lo imputado por Lacan al Uno cuando afirma: el
Uno engendra la ciencia, hay de lo Uno en la naturaleza. Se trata de un saber
que el sujeto del significante puede alcanzar, manipular y lograr que produzca
trabajosamente potencias inéditas, siempre en vistas de obtener el mayor
beneficio para la humanidad.
El terreno de lo nuclear es un ejemplo que conocemos. Es una potencia
que hemos domesticado; la fuimos a buscar en las profundidades de la
naturaleza, sabemos activarla, intensificarla y hacerla producir. El único
problema es que el saber que tenemos del saber en lo real, no cubre todo el campo.
Hay una potencia en la naturaleza que aparentemente no se deja domesticar por
el saber en lo real que hemos podido adquirir hasta hoy. Es fastidioso, porque
esto desemboca en el Apocalipsis. Quizá no siempre, pero hasta el presente, hay
algo en la geología que no se deja todavía descifrar, es decir, cifrar. Todo cuanto
podemos hacer es meterle un termómetro en el trasero y cuando los datos suben
un poco más allá de lo admisible, decir: “Alerta”. Pero en general, cuando esto
ocurre nos quedan entre 45’ y 5’... no es del todo suficiente.
Tratamos de sustraerle cifras a la naturaleza, a la geología, a la Tierra;
procuramos deducir una ley, pero el hecho es que no sabemos todavía inhibir, ni
siquiera prever los deslizamientos de las placas tectónicas, el empuje de los
tsunamis, la irrupción de los terremotos y, en consecuencia, hasta el presente
vemos la contingencia irrumpir en los cálculos –si sobrevivimos, quizá podamos
calcularlo más adelante–: el espectáculo grandioso de lo que llamaría un
acontecimiento de Tierra que viene a representarnos lo real sin ley.
De toda evidencia, lo tenemos merecido para interrogarnos acerca del
discurso de la ciencia, en cuanto a saber si acaso no estará animado por la pulsión
de muerte, si en su acmé no estará hecho, quizá, para abolir la humanidad, hacer
desaparecer al ser hablante-hablado, reabsorber el ser atormentado, víctima del
significante Uno. Escuchaba en el taxi que me traía hacia aquí que el emperador
del Japón reza. No es algo en absoluto destinado a inspirar confianza.

Para penetrar en los arcanos de lo real en el sentido de Lacan, es preciso


familiarizarse con el uso del “existe” propio de la lógica. Es por eso que lo más
sencillo resulta partir de la escisión operada por Frege entre Sinn y Bedeutung.
Bedeutung puede traducirse como la significación y es en ese sentido que
Lacan dice Die Bedeutung des Phallus. Es preciso recordar que Freud emplea
con frecuencia el término y lo hace en ese sentido; sin duda Lacan recurrió a él
porque también veía allí una manera de aludir al uso de Frege, pero en Frege
Bedeutung se traduce como la referencia, aquello que denota –para emplear otro
vocabulario–, es decir, lo que apunta hacia una existencia. Sinn es sentido o es
significación, es lo que dice la esencia, lo que describe algo y le otorga atributos
o propiedades.

97
Si una vez más quisiese parodiar la frase de Sartre, enunciándola a la
manera de Frege diría: la Bedeutung precede el Sinn. Pero no es eso lo que dice
Frege; no dice que haya precedencia de uno respecto de otro, sino que hay
diferencia entre ambos, que se distinguen.
La esencia, la descripción, el nombre [ inaudible ] bien ser esencia de un
ser, pero no consolidan ni garantizan existencia alguna.
Círculo cuadrado produce sentido, aunque más no sea para decir que no
hay tal círculo; un unicornio se describe, se representa, puede ser soñado –al
menos por Serge Leclaire–, incluso si en la naturaleza no es posible encontrarlo;
si se les ocurre, Uds. pueden perfectamente admitirlo en su ontología. Como lo
dije, una ontología es elástica, es una buena muchacha, se pone a disposición
tanto de los austeros como de los pródigos.
Vean, por lo demás, lo que ha quedado en las memorias bajo el nombre de
la navaja de Occam, que se remonta al s. XIV. Era el punto de vista establecido
según el cual era preciso no multiplicar los seres más allá de lo necesario: Entia
non sunt multiplicanda præter necessitatem.11 Todo el mundo puede
comprender eso. Es, por lo demás, bajo esta forma que vino a ser transmitido.
En Occam, al parecer, uno encuentra una fórmula vecina, pero no exactamente
similar, que me abstengo de citarles. Es un principio de economía: hacen falta
seres, pero no en demasía, no más allá de la necesidad; hay que proceder sin
brusquedad con el ser, de otro modo se precipitan los daños. Y en la ontología
hay, en efecto, una suerte de ebriedad que le es propia.
Hay, por ejemplo, un lógico de fines de s. XIX, principios del s. XX, llamado
Meinong a propósito del cual meditó Bertrand Russell. Meinong era un ultra
liberal, tenía una ontología donde cabía todo cuanto uno dice, pero en definitiva
todas esas discusiones sólo están allí para mostrar que con la ontología uno
siempre se arregla.
Al fin de cuentas, la navaja de Occam es una cuestión de prudencia –me
ocupé de hablar al respecto el año pasado–: en ontología, nada de excesos y, en
particular, la menor cantidad de hipótesis posibles, apunten a lo más simple. De
ahí resulta que cuando Napoleón dice: Pero en fin, señor de Laplace, no
encuentro mención a Dios en su sistema, Laplace responde: Sire, no tengo
necesidad de esa hipótesis.
Pero hay una hipótesis de Lacan en ese sentido, consignada en el
Seminario 20, Aun / (11) – La rata en el laberinto: “Mi hipótesis (y es, en cierto modo,
la hipótesis que constituye el elemento mínimo del psicoanálisis) es que el
individuo afectado de inconsciente es el mismo que el –por mí como sujeto de un
significante.”
Por lo demás, de una manera general, lo definido por Lacan como sujeto,
es la hipótesis por excelencia, es decir, aquello situado por debajo: esa es la
significación del término en griego. El sujeto es supuesto al significante, al saber
y esta suposición es el inconsciente mismo. Se trata –pongan atención– de una

11 Los seres no deben multiplicarse más allá de la necesidad.

98
suposición ontológica, ya sea que le acordemos el sentido de la falta en ser y la
escribamos como el sujeto tachado o bien el del ser hablante y hablanteser.
Lacan nunca deja de decir, cuando se refiere al hablanteser, que sólo tiene ser
porque habla.
Siguiendo esa línea, toda la cuestión reside en saber que el inconsciente
aparece como ontológico: tal es la perspectiva de Lacan a lo largo de toda su
enseñanza. Recién en el punto más expuesto, sólo entre dos comas, en un
paréntesis, Lacan llegó a formular que quizás el inconsciente fuese real.
Lo que no es ser sino real, en todo caso, es el significante y es incluso
porque hay significante en lo real que nos vemos conducidos a suponerle un ser,
que damos en llamar Dios. Pero si hay Dios, sólo puede ser inconsciente. Es la
razón por la cual la ciencia no hizo desaparecer en absoluto las religiones, como
en los tiempos luminosos del positivismo se imaginaba que llegaría a ocurrir.
Por el contrario, Dios recobró vigor a partir del significante. Pero si hay Dios,
llegó precisamente el día de afirmar que no sabe lo que hace. Es decir, hace
estropicios.
Al mismo tiempo, por otra parte, encuentro formidable que haya en estos
tiempos montones de revoluciones apuntando al Uno, formulándole de distintas
maneras: “Retírate”. En efecto, el Uno obstruye, pero el Uno del que se trata en
estos movimientos de masa, a diferencia del Apocalipsis nuclear, es el Uno
numérico, el Uno jerárquico y es preciso hacer una diferencia entre el Uno del
poder y el Uno del saber, aunque esa diferencia no consiga que lleguemos a
despejarnos de ninguno (d’aucun). En el fondo, podría escribir este ninguno
(aucun) así: OK – Un, garantía de que, en definitiva, nosotros le damos nuestro
consentimiento.

Retornemos ahora a la escisión entre Sinn y Bedeutung, es decir,


significación y referencia, ser y existencia, sentido y real.
Hay alguien que introdujo algo así como una ocurrencia (mot d’esprit),
pero que no por eso inspiró menos las reflexiones de los lógicos durante todo el s.
XX, en todo caso las de esos lógicos que se ocupan de la relación de sus escrituras
con la lengua de todos los días. Es algo susceptible de ser desplegado en unas
pocas páginas, un artículo de alguien cuya obra fue muy recorrida por Lacan –si
tomamos en cuenta las numerosas referencias que hace a ella–; me refiero a
Bertrand Russell.
El artículo, de 1905, lleva por título “On denoting”, Acerca de la
denotación. En términos de Frege, cabría decir acerca de la referencia; nosotros
diríamos acerca de la existencia.
En ese artículo, Russell se ocupa de extraer, de poner de relieve en todo
enunciado el acto referencial. No veo por qué yo no retomaría aquí uno de los
enunciados familiares que hicieron de este artículo una proposición célebre, a
saber: El actual rey de Francia es calvo. Dicho en 1905, en plena IIIa República,
esto no impide que produzca sentido: la realeza, la Francia, además de la calvicie,
se articulan. Se trata de algo que uno entiende, así como entendería a alguien

99
que dijese: “No, en absoluto. Miren sus hermosos cabellos”. Pero en fin, es
preciso decir: se trata del ejemplo formulado por un inglés, con una pizquita de
francofobia. Detrás de esto, hay de toda evidencia la idea de que los franceses
son charlatanes, los príncipes del chamullo en tanto ellos, los ingleses, son
coléricos y además, tacaños a la hora de los gastos, incluidos aquellos en materia
de ontología. Por otra parte, Occam era inglés...
Bajo su corona, ni siquiera un cabello. De buena gana vería en esta
calvicie del representante de la realeza una alusión al conjunto vacío, tanto más
justificada cuanto que en 1905 no hay rey en Francia, como tampoco lo hay en
2011. Algo que no impide hablar acerca de él, describirlo y atribuirle la calvicie
o cualquier otra condición. También podemos hacer entrar al rey de Francia de
1905 en el paraíso de Meinong, donde habrá de saludar al unicornio, rendir
homenaje al círculo cuadrado e irse los tres a hablar al sombrerero loco (chapelier
fou) 12 . O bien hacemos entrar al rey de Francia calvo de 1905 en el conjunto
vacío y decimos: por exquisita que sea esta descripción del rey de Francia calvo
de 1905, lo cierto es que su única referencia es el conjunto vacío. Y en ese
momento, el conjunto vacío es por cierto la basura de la ontología, el canal de
evacuación de todos los seres que no consiguen pasar el filtro de la existencia.
Así, el hallazgo de Russell reside en dividir el dicho y afirmar: de un lado,
hay la descripción, llamada por él descripción definida, es el Sinn de Frege: el
rey de Francia es calvo –como uno puede decir: el rey de Francia es alto, el rey
de Inglaterra es rubio, etc. –, todo lo cual deja abierta la pregunta acerca de si
hay o no rey de Francia y plantea: la cuestión referida al HAY, al EXISTE, debe
formularse siempre, cualquiera sea el esplendor de la descripción. En toda
proposición tenemos entonces, por un lado, una lista de propiedades, de
cualidades, de significaciones –ser rey de Francia, ser calvo, etc. – y por otro, una
desnivelación respecto de la cuestión que es preciso hacer surgir: ¿es cierto que
existe algo que responda a esta descripción o no? Ya que, en efecto, se puede
describir perfectamente algo que no existe.
Siempre se debe hacer surgir la pregunta acerca del EXISTE algo o alguien,
un término que reúna esas propiedades, ya que las propiedades, desde el punto
de vista de la existencia no son algo serio.
Por lo demás, encontraba un breve ejemplo de Alphonse Alais para este
mismo aspecto de la cuestión. Es la historia de un muchacho que dice: “Yo, soy
un tipo a la manera de Balzac: tomo demasiado café; un tipo a la manera de
Napoleón: mi mujer se llama Josefina...” Ahí tienen una muestra de lo que son
las propiedades.
Pues bien, respecto de ellas, la pregunta seria es aquélla del EXISTE. El
sentido está en el nivel de la descripción, digamos, en términos de la lógica, de la
función; lo real está en el nivel del EXISTE. Es allí donde introducimos esa x que
llamamos la variable.

12 - chapelier fou, tal como figura en el orig. = sombrerero loco. Su femenino, chapelière = baúl
mundo

100
El Sinn, la descripción se resume lógicamente en la letra ƒ de la función;
uno describe, alinea los atributos y adjudica todo eso a no se sabe qué cosa, cuyo
lugar marca escribiendo entre paréntesis la x:

ƒ (x)

Decimos que es una variable no para indicar que es algo que varía, sino
para indicar que no sabemos si hay algo de real que puede venir a reemplazar
ese agujero. La constante es algo que sí puede reemplazarlo y que en todos los
casos, sólo será un significante: la constante será un ejemplar del significante
Uno.
Pero no reniego así del término variable; simplemente, para la constante
utilizaré el adjetivo rígido, que tomo prestado de la teoría de los nombres propios
del lógico Kripke y diré: al lado de la variable, hay lo rígido. Él es el índice de la
existencia. En todos los casos, cualquiera sea el nombre con el que se la decore,
la naturaleza de lo que existe es una naturaleza significante.
Es en este contexto donde se inscribe la afirmación gritada por Lacan: No
hay relación sexual. No la hay a nivel de lo real –en primer término, porque a
nivel de lo real reina el Uno, no el dos. La relación sexual sólo florece a nivel del
sentido... Y Dios sabe si las significaciones son equívocas y variables.
Ese EXISTE en el psicoanálisis, Freud lo ubicó y lo designó como fijación y,
durante un largo tiempo, Lacan no concilió en absoluto ese EXISTE con el
significante; durante la mayor parte de su enseñanza, como Uds. saben, el
significante es para él aquello que cambia de lugar, es eminentemente variable.
Esto es lo que arrastra consigo el uso recurrente en Lacan de la dialéctica, en la
medida que la dialéctica dice todo y su contrario; algo especialmente válido
cuando se trata del significante ligado a sus efectos de significación.
Es respecto de un significante a nivel del ser que Lacan distinguió la
angustia como el afecto que no engaña. Justamente, yo había explicado en este
curso que su definición de la angustia en esos términos fundaba su eficacia en
que, por el contrario, el significante concebido como el instrumento de los sofistas
y de los retóricos engaña, no hace más que engañar. Lacan iba entonces a buscar
la constante, aquello que permanece fijo, del lado de lo que daba en llamar el
objeto a.
Su dialéctica, de toda evidencia, queda planteada con relación a la
ontología y justamente, pierde sus derechos cuando se trata del significante Uno
en tanto correlativo del EXISTE. Llegado a ese punto, ya no más dialéctica; el
término desaparece del discurso de Lacan y es reemplazado por la supremacía
de la lógica. Al mismo tiempo, como correlato del significante Uno, del
significante rígido, se inscribe EL GOCE OPACO AL SENTIDO en tanto referencia del
orden de lo real.
Este goce opaco al sentido no guarda relación alguna con el objeto a, que
Lacan situaba, por el contrario, como el goce transparente al sentido, el goce que
tiene sentido, que es sentido e incluso goce-sentido (joui-sens), con el equívoco.

101
Y con esta escansión de la enseñanza de Lacan que les voy presentando,
nos situamos por cierto en el envés de lo que fue lo esencial de su camino. De
hecho, es él mismo quien nos abrió el camino de ese envés, camino que hoy pasa
entre los dos mojones correlativos del SIGNIFICANTE UNO y del GOCE OPACO AL
SENTIDO. Todos términos que, evidentemente, ya mencioné, ya desbrocé en
presencia de Uds. a partir de Lacan; creo haberles dado hoy una ubicación
inédita y espero haberlos divertido así y todo un poco.

FIN DE LA SÉPTIMA SESIÓN 2011 (16.03.11)

----- ♠ -----

102
Orientación Lacaniana III, 13

Jacques-Alain Miller

Octava sesión del Curso 2011 / Miércoles 23 de marzo 2011

( VIII )

Desde la vez pasada me hicieron llegar algunos testimonios –demasiado


numerosos para que pueda darles respuesta, pido disculpas a quienes me los
remitieron–, según los cuales un obstáculo, al parecer, fue superado la última
vez, a saber –por qué no decirlo–, el referido a la comprensión de lo que está en
juego en la enseñanza de Lacan, en tanto nos dirige y nos orienta en la práctica.
Esta dificultad habría quedado atrás, en especial, a partir de lo que manifesté en
términos de la desnivelación entre el ser y la existencia.
Me apoyé para hacerlo en referencias a la tradición filosófica, que no son
familiares a la mayoría de quienes se encuentran aquí. Creo haber logrado no
exagerar en mi reenvío a ellas, para que Uds. puedan percibir que buscaba de
ese modo poner a disposición de Uds. un aparato que les permita encuadrar
aquello designable como la escucha psicoanalítica, en la medida en que la mayor
parte de Uds. cuenta con una práctica.
Este aparato complementa el neo-saussureano que les enseñó a distinguir
entre significante y significado. Lacan lo había simplificado para nuestro uso,
bajo la forma de una escritura memorable: S mayúscula para el significante,
sobre s minúscula para el significado, escritura que utiliza y luego hace variar
y desarrolla, para construir las fórmulas simétricas de la metáfora y la
metonimia en su Escrito titulado “La instancia de la letra en el inconsciente...”
Entiendo que este aparato, S /s, estuvo ampliamente en uso, mucho más
allá de la esfera lacaniana; creo que sus incidencias alcanzaron todo el
psicoanálisis y que aquellos que se decoran con el título de psicoterapeuta –título
recientemente oficializado, es decir, normativizado por un discurso del amo– no
quedaron indemnes al respecto.

Para referirme a la cuestión, podría decir que EL SER del que les hablé se
sitúa en el nivel del SIGNIFICADO, en tanto la EXISTENCIA lo hace a nivel del
SIGNIFICANTE. Por qué no decirlo, por lo menos en el nivel de una primera
aproximación, a condición de reservar así y todo una inversión de posición.
Escribo entonces el ser por encima de la barra donde ubico la existencia:

Ser

103
Existencia

En efecto, en la escucha –como se dice– lo que se presenta en primer


término son significaciones; ellas los cautivan, los penetran, los impregnan y ya
es mucho, en la práctica, llegar a desprenderse de ellas lo suficiente como para
aislar allí los significantes y, llegado el caso, interpretar en ese nivel no a partir
de la significación sino, por ejemplo, de la simple homofonía; no a partir del
sentido sino del sonido. En ocasiones, esta interpretación puede limitarse a
hacer resonar un sonido, sin más. Ya para esto –y para estar convencido de que
esto puede ser eficaz–, es necesaria una disciplina que se adquiere y
eventualmente se controla: a veces es necesario que alguien recuerde a quien
escucha que no se deje deleitar por el esplendor de las significaciones.

¿Puedo llevar mi aparato del ser y de la existencia al mismo grado de uso


que el del aparato designado por mí como neo-saussureano?
Consideremos sucesivamente esos dos términos, SER y EXISTENCIA.
Entiendo que si la vez pasada se abrió una brecha de comprensión, hoy puedo
explotarla.
Vayamos al SER. Como lo hemos visto, el ser desborda ampliamente la
existencia. No fue necesario esperar la llegada del psicoanálisis para darse
cuenta que es posible hablar de lo que no existe, darse cuenta incluso que el
hecho de hablar, hacer entrar algo en el lenguaje, es algo que tiende en todo caso
a hacer inexistir ese algo –eventualmente, lo mata. Al respecto, ya en su
Seminario 1 Lacan aporta el ejemplo de los elefantes: prósperos mientras no
encuentran al ser hablante, en dificultad a partir del momento en el que este ser
hablante se ocupa, con un calor humano un tanto excesivo, de recuperar para su
comercio el marfil del animal.
Y a partir de allí, la lista de las especies animales que tienen todos los
motivos para quejarse del ser hablante, no hizo sino crecer. Como no cuentan
con la palabra salimos favorizados, con la salvedad de que hay seres hablantes
que tomaron la iniciativa de hablar de hablar en nombre de ellos, alcanzando la
fantasía de transformar los ejemplares de esas especies animales en sujetos de
derecho. Así, más allá de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre,
se medita en nuestros días en torno a una Declaración de los Derechos del
Animal.
Algo que resulta perfectamente viable con la palabra: es perfectamente
posible acordarle ser a los derechos del animal. Después de todo, por qué habrían
de ser sólo los seres hablantes quienes tendrían esos derechos, también se los
podría extender a los seres hablados. Pero esto supondría también una cantidad
bastante considerable de tribunales para formular el derecho. Abogados nunca
van a faltar... (Hablo en nombre de las sardinas...)
Siguiendo esta misma veta, también los seres que sólo se instituyen a
partir de la literatura encuentran razones para litigar. Así, cuando uno quiere
dar una continuidad a las aventuras de personajes notorios, constata que se

104
plantean problemas jurídicos y no se puede hacer cualquier cosa con D’Artagnan
ni con Mme. Bovary, al menos mientras haya herederos que detentan el derecho
moral, quienes pueden hacer intervenir a la justicia para someter a prueba a las
plumas demasiado activas y suspenderlas. De ahí los procesos que curiosamente
se multiplicaron estos últimos años... y para los cuales no existen razones que les
pongan fin.

Es entonces muy lógico plantear que la palabra no está forzada desde


ningún punto de vista por consideraciones de existencia y puede activarse a
propósito de aquello que en el ámbito de la existencia no es nada en absoluto.
Después de todo, es lo formulado por el título de Shakespeare, antaño
citado por mí, según creo, que tanto me gusta: Much ado about nothing, Mucho
ruido y pocas nueces. Se trata de una palabra que puede sostenerlos en la
relación que guardan con la Biblioteca Universal, la Biblioteca de Babel,
reconfirmándolos en una posición calificada por Lacan de pasión de la
ignorancia.
Pero no todo el mundo está protegido por esto; hay otros que se sienten
más exactamente abrumados cuando saben que no podrán nunca tener acceso
más que a un rincón muy pequeño de este universo.
Como quiera que sea –y sea lo que sea–, se trata de algo que es de un cierto
modo que se distingue de la existencia. Al ser que detenta la palabra, lo
llamamos ser de lenguaje; le podemos dar el nombre que le asignó Bentham, al
que se refiere Lacan siguiendo una indicación de Jakobson: ficción.
Bentham se interesó antes que nada, precisamente, en el discurso jurídico,
creador de derechos y también de deberes. Allí reside el problema cuando se
quiere transformar a los animales en sujetos de derechos: ¿cómo transformarlos
en sujetos de deberes?
Uno puede decir que se impone proteger la especie de los tigres: se los
corrió mucho, por consiguiente, Uds. bien pueden acordarles derechos. Intenten
darles deberes: no comerás al bípedo implume. Es precisamente porque uno
tiene alguna idea del hecho que resultaría muy fatigante querer instilarles el
respeto a los Diez Mandamientos, que sólo se toma la precaución de no
presentarse ante ellos sin defensas. Es decir, sólo podemos asegurar la
supervivencia de ellos a condición de hambrearlos o, al menos, a condición de
sustraerles eso mismo que imaginamos constituye el objeto de su deleite.
Bajo la forma de esta gentileza de protegerlos se expresa, de hecho, el
fantasma de ejercer dominio sobre su goce desconocido. En definitiva, convertir
los animales en sujetos de derechos, es el sueño de una domesticación universal,
en primer término, por lo demás, la domesticación del célebre ser hablante, quien
se revela siempre, para sorpresa de las almas buenas, un poquitín más salvaje
de lo que era esperable. ¿Cómo es posible tal cosa en el s. XXI? Y sí...
Entonces, las ficciones son entidades que sólo fundan su ser en ser
enunciadas, podemos decir definidas cuando se trata del discurso jurídico,
descritas cuando se trata de la literatura –por lo demás, a veces basta con un

105
nombre / sustantivo (nom). Siguiendo esta veta, podemos decir que todo es
literatura, lo cual significa que en la historia humana todo no hace sino hablar
de nada: Much ado about nothing. Y cuando Lacan nos decía que la verdad tiene
estructura de ficción, era para señalar que sólo funda su ser a partir del discurso.
Sin discurso, no hay verdad.
Las ficciones, ¿quién las hace nacer? Nacen del lenguaje cuando es
trabajado por un amo que enuncia lo que es. La ontología es una elaboración del
ser, definida por Lacan como la acentuación en el lenguaje del uso de la cópula,
aislada como significante –los reenvío al Seminario 20, “Aun”/ (3) La función del
escrito. En el hilo del discurso, el empleo del verbo ser / estar –algo por cierto
muy común, cuando no hacemos filosofía al respecto–, sirve para enlazar un
nombre / sustantivo a una propiedad. Cuando uno dice: El rey de Francia es
calvo, el adjetivo designa el predicado. El punto de vista ontológico reside en
considerar: el rey de Francia es, dejando de lado la condición de calvo que se le
asigna como propiedad.
Aquí tienen entonces la cuestión del ser en tanto surge muy exactamente
a partir de lo designado por Lacan como sección del predicado: retiran “calvo” y
se encuentran ante el esplendor del ser del rey de Francia. Uds. conocen el
retrato de Luis XIV –hecho creo por Rigaud–: el esplendor del rey de Francia
cuyo único defecto es el de no existir en 1905. La ontología opera la sección del
predicado para aislar la cópula ser / estar como significante; se trata de un
significante que, por lo demás, no existe en todas las lenguas: tiene que ver con
una opción, opción fundadora de nuestra tradición de pensamiento. Si bien hablo
de opción, se trata más exactamente de una combinación de opciones sucesivas,
combinación a priori poco probable, contingente, parece ser, entre la ontología
griega y lo que advino al discurso por el lado del judaísmo.
El discurso del ser, en su fondo, es un discurso del amo. Lacan lo indica
en estos términos: “Toda dimensión del ser se produce en el transcurrir del
discurso del amo.” La creación de ficción pone de relieve ese predicado del
significante en tanto ser imperativo. Hay allí una tensión entre todo es
literatura, que resalta el carácter, los efectos poéticos del significante por un lado
y por otro, el significante como imperativo. Desde esta perspectiva, el discurso
filosófico se inscribe como una simple variante, especialmente refinada,
sofisticada, del discurso del amo.

La última vez evoqué a Brentano y su obra acerca de las significaciones


del ser. Lo agregado por Lacan a esas consideraciones es que el ser es una
significación y por eso mismo se escurre, es incluso según Lacan aquello que en
el lenguaje se oculta más. Aquello que Freud llama lo reprimido –y que todavía
nos sirve bien como aparato para la escucha–, pertenece a este registro. Lo
reprimido es un ser que surge en la sorpresa; un ser que, como lo señala Lacan
en su Seminario 11, es “no realizado”, puede venir al ser o no, por consiguiente
es un ser menor; puede venir al ser en la palabra: esto es de lo que se trata en la

106
experiencia. En ocasiones, uno se dice que faltaba poco, un poco más y ese
reprimido iba a ser, iba a –.
Es teniendo en cuenta esta perspectiva que ya en el uso hecho por nosotros
de ese término de reprimido –que ubico aquí, a nivel del equívoco del ser– es
posible percibir la conexión entre el ser y la falta (le manque), destacada en la
expresión neo-sartreana de Lacan: falta en ser. Juega a partir de ella con un ser
que es falta en ser, hace del sujeto un ser que es falta en ser.
En el registro del ser es posible hacerlo, es posible distinguir grados del
ser. En función de la importancia que eso tiene, ¿Mme. Bovary es más o menos
importante que Uds. mismos? Es algo que se discute. En todo caso, es mucho
más conocida.
La afinidad entre el ser y la falta, así como esos grados del ser, son
reconocibles cuando se trata de la verdad, porque la verdad es variable,
inestable. Como tal se recorta y perfila en la experiencia analítica de la manera
más cierta. Aquélla que aparece en un momento dado, desaparece, se eclipsa un
poco más tarde, a la vez siguiente y cuando uno vuelve a considerar las verdades
de las que se descargó, lo hace en ocasiones con un gran asombro; la verdad,
entonces, sigue el destino del ser.

Esto les permite a Uds. operar un cortocircuito para captar la paradoja


que implica la invención de un ser eterno. En su Seminario 23, “El sinthome”,
Lacan insiste todavía en la necesidad de que el analista esté en guardia contra
la eternidad, precisamente porque EL SER VARÍA CON EL TIEMPO. Arrancarlo a la
función del tiempo para proyectarlo en la eternidad no es un crimen, pero es un
error por parte del analista.
Los griegos, que dieron a luz nuestra tradición de pensamiento, eran más
prudentes. Lacan, que tenía su recorrido hecho de Aristóteles, subraya que el
mismo Aristóteles hacía del ser un uso más moderado que el registrado en lo
sucesivo. Si el ser perdió los estribos al punto de presumir de eternidad, podemos
suponer con Lacan que esto ocurrió bajo la influencia de la palabra bíblica,
atribuida al Dios de la zarza ardiente: Yo soy el que yo soy. Tenemos allí un uso
inmoderado del ser, que les propone al respecto una versión absoluta. Sin duda,
es un ser sustentado en una sección del predicado, pero esto es así para colmar
ese agujero con un predicado donde el verbo ser viene a redoblarse ... Por cierto,
allí están maniatados, los arreglaron con astucia. Quedaron escritos.13
La Metafísica de Aristóteles, sumada a la zarza ardiente de la Biblia, dio
la increíble exaltación del ser en la teología cristiana. ¿Cuál es, de hecho, el
fundamento de esta ilusión de eternidad –en lo que hace a la tierra, no a los
Cielos– si nos consagramos a buscarle uno?
Es sin duda una sublimación de la rutina de todos los días la que
determina que, como dice Lacan, “el significado conserve al fin de cuentas

13 - “Vous êtes ficelés”: Consignamos aquí algunas de las diversas significaciones a las que reenvía esta
expresión calificativa del francés coloquial. (N. de la T.).

107
siempre el mismo sentido.” Más o menos el mismo sentido, es decir, una
estabilidad de las significaciones aproximativa, de rutina, a partir de la cual
podemos imaginar que hacemos la eternidad.
De toda evidencia, cuando examinamos la cuestión con más detenimiento,
nos damos bien cuenta que los Antiguos no hacían en absoluto el mismo uso de
los mismos términos, no le acordaban la misma significación como puede parecer
que es el caso cuando se la considera desde una gran distancia. A partir del
momento en que uno se acerca, se da cuenta de los descalces, de los desajustes,
descubre incluso que se trata de algo que no tiene nada que ver. Y cuando
miramos desde más cerca aún, advertimos que todo es idiosincrasia, que en su
intimidad las significaciones pertenecen a cada uno. En todo caso, la experiencia
analítica conduce a esto –o debería hacerlo–, a esta desconfianza respecto de la
comprensión y de lo abarcativo. Puede llevar exactamente a lo opuesto, a título
de defensa, y abordar el discurso al por mayor.
La idea del ser eterno se articula en toda una cosmología imaginaria,
porque soporta también la noción de un mundo que persistiría, que duraría y en
el cual habría alguien, una parte de ese mundo que podría llegar a conocerlo.
Esta cosmología imaginaria no es desmentida, sino por el contrario aislada,
delimitada, cuando Heidegger califica aquello aislado por él en términos de ser
en el mundo, Dasein in-der-Welt-sein.
El psicoanálisis rehúsa aceptar la noción de un ser eterno, para volcarse a
favor del ser discursivo, inexorablemente ligado a la función del tiempo. Uds.
pueden imaginar que basta con ser ateo para situarse a esa distancia, pero no es
en absoluto eso lo que está en juego. De lo que se trata –en todo caso, en los
términos de la invitación que nos formula Lacan– es de abandonar la noción de
la persistencia de un mundo y del ser hablante como ser en el mundo. Pensarlo
como SER EN EL DISCURSO prohíbe transferirle las propiedades que se le atribuían
a su ser en el mundo.
Acceder a esto requiere una disciplina espinosa; supone pensar
contrariando la rutina de aquello que constituye el entorno más próximo, el
pequeño mundo –el que es, por otra parte, también el más grande. Disciplina
que demanda entrenarse en lo que trae consigo, si es seria, la práctica del
psicoanálisis.
La existencia no nos hace salir del lenguaje, sólo que para acceder a él –
tal es la lección de Lacan– es preciso considerarlo a otro nivel que el del ser: en
el de la escritura.
Ocurre que el escrito puede autonomizarse en el lenguaje. En particular,
el escrito funciona como autónomo en las matemáticas, lo cual no quita que sea
necesario hablar alrededor, acordar sentido para introducir esta escritura. No
obstante, este escrito funciona como un isolat 14 en el lenguaje.

14 - isolat: No ubicamos el equivalente para este término en castellano. En francés designa, en


el marco de la sociología, al grupo étnico restringido cuyos miembros se encuentran obligados
(por el aislamiento geográfico o bajo la presión de interdicciones religiosas, raciales, etc.) a

108
Me esfuerzo en formularlo con simplicidad para que esto quede y deje
huella. Por supuesto, la palabra, esta palabra respecto de la cual señalaba sus
afinidades con el ser, puede ser escrita. En este caso, designemos el escrito
reseñado por la palabra, del que la palabra toma nota, escrito de palabra. Existe
la estenografía, que requiere además ser descifrada para volcarla luego al
lenguaje común, pero esta palabra también puede ser grabada, comunicada
gracias a pulsaciones electrónicas: son otros tantos modos de captura de la
palabra por instrumentos puestos a su servicio.
Lo que evoco es otra cosa: se trata de una escritura que llamaré de
existencia y no es escritura de la palabra. A ese título, se la puede llamar
ESCRITURA PURA, TRABAJO DE LA LETRA, DE LA HUELLA. Porque no se trata de
pensar que sólo existen las letras del alfabeto; desde este punto de vista, las
cifras también son letras. Aquí, EL SIGNIFICANTE OPERA CORTADO DE LA
SIGNIFICACIÓN y es en este nivel donde es posible captar una existencia sin
mundo.
Se trata de la escritura de la que se sostiene el discurso científico, al menos
en su parte matemática. Y la ciencia arruina el mundo; quiero decir que a nivel
del discurso científico, el mundo donde chapotea el Dasein, ese mundo que
creemos conocer, el mundo con el cual co-nacemos, nacemos al mismo tiempo que
él, se descompone a nivel del discurso científico. En la ciencia, aun cuando los
científicos no lo adviertan, no hay mundo.15
Los reenvío a lo enunciado al respecto por Lacan, siempre en el Seminario
20 / (3) La función del escrito, unos párrafos más adelante: “A partir del momento
en el que Uds. pueden agregar a los átomos ese asunto que se da en llamar el
quark (el descubrimiento era por entonces relativamente más reciente) 16, tienen
que darse cuenta así y todo que se trata de otra cosa que de un mundo.” Ya no
tenemos relaciones con una totalidad armoniosa, no se trata más de un
macrocosmos que vendría a reflejarse en un microcosmos, pero tampoco de un
espectáculo del mundo que se desplegaría para beneficio del sujeto de la
representación. Aquí, la existencia se reduce a:

elegir su cónyuge únicamente dentro del grupo (Cf. endogamia). (Dic. Hachette de la Langue
Française).
Otra posib.: errata en el original. Si el término fuese isolant, en ese caso encontraría su
equivalente en aislante, aislador, calificación aplicada a las lenguas monosilábicas como el
chino. (N. de la T.).
15 - “Il n’y a pas de monde”: No hay mundo / No hay gente. (N. de la T.).
16 - quark: Consignamos a continuación una síntesis acerca del término. En el campo de la física

nuclear designa la partícula elemental hipotética, de carga eléctrica fraccionaria, que entra
en la constitución de los bariones y los mesones. Su existencia fue postulada en 1963 por el
físico americano Gellmann, quien tomó como referencia para designarlas así una canción
introducida por J. Joyce en Finnegans Wake (“three more quarks for Mr. Mark”). Los quarks
son partículas que operan entre sí cuando se trata de interacciones fuertes y con otras
partículas elementales en las débiles y en las electromagnéticas. (Dictionnaire Hachette de
la Langue Française) (N. de la T.).

109
Ε x / ƒ x (existe x tal que función de x)

Por supuesto, hablo de la cuestión para introducir el tema, pero de lo que


se trata es de enlazar una escritura que se despliega según su propia necesidad.
Pero no estrujemos, no precipitemos ese momento. Se trata de algo que se
lee, yo se los leo. Precisamente, aquí se trata de lectura, no de escucha; lo que
uno escucha, son significaciones que evocan en Uds. la comprensión, porque
siempre hay un goce que está implicado. Como lo dije, es preciso esforzarse para
separar de ellas el significante. En efecto, cuando se trata de escucha, nuestro
punto de partida son los significados, los s e intentamos aislar de ellos el
significante, S.
La lectura es otra cosa: su punto de partida es el significante y
eventualmente, puede dar lugar a significaciones; hay algo que aparta la lectura
de la escritura, hay una distancia y para pasar de una a otra no queda más
recurso que el del escrito, es necesario resignarse a él.

Antes que detenernos en los deleites referidos a la escucha, ocupémonos


de lo que hace a la lectura de Uds. La interpretación es una lectura y sólo alcanza
sus fines a condición de ser una lectura. Es la razón por la cual Lacan puede
decir que Uds. le suponen al sujeto del inconsciente un saber leer.
Que esto resulte claro: hay dos estatutos del significante. En el uso que
hace Lacan, está en juego sin duda una anfibología de ese término. Por un lado,
el significante anotado por la palabra –ése ocupa un segundo lugar–; por el otro,
el significante como tal, aquél que se lee pura y simplemente y éste tiene
primacía respecto del significado. Uno puede llamarlo la letra –Lacan lo hace en
ocasiones–, a condición, como dije, de no limitarse a las veintiséis letras del
alfabeto; los números naturales y los otros que no lo son y se inventan todos los
días, son de este orden y no toman nota de significaciones.
Es respecto de este significante primero que Lacan puede decir que es
como una sustancia. Exactamente, dice: “Hay una sustancia fundada por
completo en que hay significante.” Es preciso entenderlo, este término de
sustancia no tendrá que ser necesariamente conservado demasiado tiempo.
De esta manera se puede decir que las matemáticas se despliegan más allá
del lenguaje, en la medida que eso designado por nosotros como el lenguaje está
hecho de la unión del significante y del significado. Lacan lo dice llegado el caso
en esos términos. Es allí donde el lenguaje nos impone el ser, eventualmente el
ser eterno; el lenguaje da nacimiento a seres variables, frágiles, cuya denotación
–para hablar como Russell–, cuya referencia, la Bedeutung –para emplear el
término de Frege– les escapa.
Es precisamente porque el ser aparece como huidizo, incierto cuando uno
habla, que nos vemos conducidos a imaginar un ser más acá del lenguaje. Dicho
de otro modo, ese halo de ser que rodea el uso del lenguaje nos conduce a pensar
que sólo tenemos acceso a las apariencias y estamos separados por el muro del

110
lenguaje de lo que sería el ser. Tal como lo entiendo y lo leo, Lacan nos invita a
renunciar a esto.
Se trata de un aparato, verdaderamente elemental en los términos en que
lo formulo reducido aquí, muy expresivo y dominante en nuestra tradición
filosófica, con todas las variaciones que se pueden introducir en él, por medio del
cual es posible asimilar, decir que de hecho la apariencia es el ser verdadero, etc.
La subversión nietzscheana conduciría a esto. El psicoanálisis conduce a otra
cosa.
El psicoanálisis no conduce a plantear un ser más acá, sino, en los
términos de Lacan, un ser al lado, junto a, derivado de, un ser para, que es
precisamente el que nos aporta el lenguaje. Entonces, lo que se sustituye al
esquema apariencia / ser –respeto provisoriamente el dibujo del muro del
lenguaje–, es un para-ser, un ser que está siempre a un costado de, junto a y
detrás, el muro del lenguaje:

para-ser ( par-être ) / existencia

Es necesario agregar a esto que para nosotros no hay muro del lenguaje,
pero sólo si llegamos a concebir que LA ESCRITURA ALCANZA Y CONSTITUYE LA
EXISTENCIA. Dicho de otro modo, hay una conjunción del para-ser y de la palabra
que encuentra su punto culminante cuando uno se expresa en términos de ser
hablante y hay otra conjunción esencial entre existencia y escritura: esa
escritura que califiqué de primera.

para-ser palabra
existencia escritura

Este es un aparato necesario para leer como conviene hacerlo la


proposición formulada por Lacan en términos de No hay relación sexual, relación
acerca de la cual en ocasiones dice que no puede ser escrita y que es inexistente.
Lo dice en tanto LA ESCRITURA ES LA MEDIDA DE LA EXISTENCIA.
Existen apariencias que compensan la relación sexual; hay para-seres que
sólo fundan su ser en el lenguaje y están provistos de ficciones instituidas a veces
por el significante imperativo y otras por la simple rutina de las significaciones,
que en materia de sexualidad son especialmente contradictorias. El significante
imperativo es la ley, lo que se designa en términos de religión, como si se tratase
allí de un único terreno, cuando son entre sí muy heterogéneas: se crean
categorías como la de lo sagrado, para reunir todo eso en una gran bolsa, pero a
partir del momento en que se lo mira con más detenimiento, surgen las
diferencias. No entremos en la cuestión.
La ficción que por excelencia compensa, remedia, suplanta eso que no
existe es el amor. Yo decía al respecto algo que no me parecía absurdo: lo situaba
como una constante antropológica. Alguien avanzaba que todo hombre –en el

111
sentido genérico: ejemplar de la humanidad– sabe que es mortal y es / está
enamorado.
El amor crea, hace ser un Uno imaginario, aísla un único ser, aquél que
cuando les falta todo está desierto, verso de Lamartine, el único que me gusta
porque es un verso lacaniano y apunta con mucha precisión a su objetivo; otro
tanto ocurre, por lo demás, con el título de una novela de Mauriac, “El desierto
del amor”, que armoniza con el verso de Lamartine.
El amor tiene esta propiedad de aislar un Uno; de toda evidencia, es el
sucedáneo de un Uno verdaderamente interesante, el significante Uno. Pero de
este último, Uds. no están enamorados. Uds. no lo están, pero otros sí, como
Plotino, por ejemplo, quien lo estuvo como Uds. pueden llegar a estarlo de tal o
cual Uno o Una imaginarios. Desde este punto de vista, la transferencia
analítica está hecha de la misma tela, tiene las mismas disposiciones que este
amor, el amor verdadero –para lo que vale la verdad. Es decir, está
confeccionada con una tela de para-ser.
El amor no les da acceso a la existencia; sólo les da acceso al ser y es la
razón por la cual se imagina que el ser eterno exige el amor de ustedes –donde
se funda la sospecha que quizá, si lo amasen un poco menos, sería un poco menos
eterno.
El lugar del Otro, que designamos lugar de la verdad, es el lugar de los
para-seres y el analista en el lugar del Otro, según esta lógica, es preciso decir
que es de la misma tela, que tiene el mismo espesor de dios, ni más ni menos.
Es, por otra parte, lo que daba fundamento a Freud para considerar, apoyándose
en el psicoanálisis, que la religión era una ilusión.
El Uno imaginario que despeja, que supone y crea el amor hace de ustedes
su correlato. Esto justifica que se atribuya al amor un estatuto narcisista.
El Uno del amor es por completo distinto del Uno de la existencia. EL UNO
DE LA EXISTENCIA SE FUNDA EN UN EFECTO DE ESCRITO Y NO EN UN EFECTO DE
SIGNIFICACIÓN. Allí reside el valor de la indicación aportada por Lacan cuando
formula que es en el juego mismo del escrito que nos toca encontrar el punto de
orientación de nuestra práctica. Esto quiere decir, en primer término, que es la
lectura lo que cuenta en la escucha y al decir esto, apunta al escrito primario, no
al escrito que reseña, que toma nota de la palabra.
Ese escrito primario, intenté la última vez inscribirlo con un I, un uno en
mayúscula, en cifra latina, al que agregué esa forma circular que supuestamente
indicaba una falta, la de esa primera marca acerca de la cual les dije que valía
como el conjunto vacío de la teoría: О
Lacan insistió, a lo largo de toda su enseñanza, en un punto clásico: la
diferencia entre la teoría de las clases y la teoría de los conjuntos. Es preciso ser
claro al respecto. En la teoría de las clases, sólo hay seres que son esto o aquello.
En primer término, sólo hay seres. Es en la teoría de los conjuntos que se llega
a trabajar con la ausencia de los seres. En la teoría de las clases, sólo hay seres
que tienen predicados, en función de los cuales esos seres vienen a quedar
reunidos en una clase, siguiendo el gran principio lógico enunciable en términos

112
de tal para cual, dios los cría y ellos se juntan, todos los que se asemejan se
reúnen.
Por el contrario, entre los elementos de un conjunto no hay semejanza. Lo
que viene a quedar reunido, su único punto en común, es lo que se cuenta como
uno. Esto es así al menos en la perspectiva llamada exponencial. Se integran
en un mismo conjunto –y Lacan lo subraya– cosas que no guardan entre sí
estrictamente relación alguna. No se parecen por ninguna propiedad, no tienen
en común ninguna forma, ningún dato imaginario, ninguna significación. Todo
cuanto los elementos tienen en común es ser otros tantos unos y pertenecer a un
conjunto dado, marcado por una determinada letra. A partir de allí, se opera con
esto.
Sólo que, en la teoría de los conjuntos, además se cuenta al conjunto vacío.
No aparece cuando contamos los elementos, sino cuando contamos eso que
designamos las partes del conjunto, los subconjuntos. Surge, como si fuese por
milagro, como Uno-en-más.

¿Por dónde vino a nuestro mundo el Uno?


Llegó por el significante, porque hay lenguaje. Y una vez introducido en
el mundo, lo descompone.
Decir que hay una sustancia significante, decir que hay de lo Uno –y este
Uno no se lo puede deducir, es primero, llega al mundo con el lenguaje–, obliga
a hacer de él una suerte de sustancia, algo que aquí no equivale a génesis.
Sustancia quiere decir: no hay génesis. Y es en la medida que planteamos como
un dato primigenio hay de lo Uno, que nos vemos conducidos a aislar el goce
como una sustancia diferente.
No han faltado las glosas –yo he sido el primero en formularlas– acerca de
la sustancia gozante que Lacan trae en su Seminario 20, pero esta sustancia
gozante es el estricto correlato de la noción, diría yo aproximativa, de la
sustancia significante. La sustancia gozante pertenece a un registro por
completo diferente, puesto que viene a quedar asignada al cuerpo, pero a
condición –dice Lacan– de que se defina sólo a partir de lo que se goza (ce qui se
jouit). Esto quiere decir que el cuerpo del que se trata aquí, no se define por la
imagen, como el cuerpo del estadío del espejo, no se define por la forma, no se
define siquiera por el Uno, Un-cuerpo. Tampoco se define como ese que goza,
sino como eso que se goza.
Acordémosle en primer lugar el valor que implica aquí su conexión con la
sustancia: se trata de un cuerpo que goza de sí mismo. No es el cuerpo que
correspondería a la relación sexual; el cuerpo puesto en la mira aquí, se sitúa en
el nivel de la existencia. Encontramos despejado un dualismo de la sustancia: la
sustancia significante, la sustancia gozante, situado en el polo opuesto de lo que
ocurre con el monismo de Spinoza y la sustancia única: Dios o la naturaleza.
Desde la perspectiva de Spinoza, podemos decir que la sustancia es
puramente significante; se deja matematizar por completo –ese era, en todo caso,
el ideal–, lo cual quería decir, para el propio Spinoza, geometrizar, euclidianizar.

113
Se puede proceder por teorema y demostración, porque sólo se trata de
significantes. De seguir el itinerario por donde Spinoza procura que pase el
sujeto, éste tendría que encontrar, en su punto culminante, el amor clasificado
cuidadosamente: el amor intelectual de Dios. Es un amor de Dios que se supone
fundado en el nivel del significante, pero que no por eso dejaría de ser fuente de
beatitud, es decir, de goce infinito.
Una vez recorrido íntegramente el trayecto de la demostración, desplegado
por completo en el nivel del significante, ¿cómo encontrar aquí el goce sin
plantear junto a la sustancia significante, al costado de ella, una sustancia
gozante?
En Lacan, vemos entrar en movimiento dos sustancias, la significante y la
gozante, exteriores una respecto de la otra, que de un cierto modo hacen resonar
la diferencia freudiana entre el inconsciente y el ello. Salvo que, cuando Lacan
las plantea, implica de inmediato una satisfacción a nivel del inconsciente. Y
después de haber ligado en apariencia la sustancia y el cuerpo de una manera
indisoluble, trae contradictoriamente una satisfacción que requiere del lenguaje
para ser soportada: el goce del bla-bla-bla.
Se puede decir que aquí, corresponde captar el lenguaje en el nivel de lo
que se imprime en el cuerpo y es en esta medida que el lenguaje puede ser
considerado un aparato del goce. Es lo descubierto por Freud bajo la categoría
de la castración; según lo formulara en sus términos, con el lenguaje se
introducía una pérdida de goce, a la que él le acordaba una repercusión en
términos de falta (faute), de culpabilidad. Pero allí tenemos, si puedo
expresarme así, demasiado sentido.
Lacan, siguiendo el surco de este descubrimiento, ya no habla de
castración –o sólo lo hace de vez en cuando, para recordar las raíces–, sino que
dice simplemente desajuste, perturbación. El Uno introduce un disturbio del
goce.
Habíamos admitido que el goce del cuerpo como tal es homeostático. Es lo
que nos imaginamos, precisamente, respecto del goce del animal e incluso del de
la planta: está regulado. El lenguaje introduce en ese registro del goce –Freud
decía: la castración; Lacan dice otra cosa, que la engloba– LA REPETICIÓN DEL UNO
QUE CONMEMORA UNA IRRUPCIÓN DE GOCE INOLVIDABLE. A partir de ese momento,
el sujeto se encuentra ligado a un ciclo de repeticiones cuyas instancias no se
suman y cuyas experiencias no le enseñan nada. Hoy, para calificar esta
repetición de goce hablamos de adicción. La llamamos así precisamente porque
no es una adición, porque las experiencias no se suman. Esta repetición de goce
se hace fuera del sentido y genera la queja.

Es también siguiendo esta línea que Lacan pudo generalizar la instancia


de este goce mudo que él descubría en la sexualidad femenina. En el fondo, más
tarde la extendió también al varón, para decir que es esa instancia la que acuerda
el estatuto fundamental del goce como opaco al sentido.

114
Por esta razón tuvo que inventar el regreso a la escritura del sinthome, a
distinguir del síntoma. El síntoma freudiano, precisamente, produce sentido, en
tanto el sinthome pura y simplemente se repite. El síntoma freudiano contiene
una verdad que uno puede soñar con revelar; el sinthome no es correlativo de
una revelación sino de una confirmación. Todo cuanto uno puede decir, es que
puede ponerse al desnudo, puede quitarse las ropas que le dan para-seres. Y el
famoso objeto a –es decir, aquello del goce que produce sentido–, también es un
para-ser.
El goce repetitivo, el que damos en llamar de la adicción –y precisamente
lo designado por Lacan como sinthome se ubica en el nivel de la adicción–, sólo
guarda relación con el significante Uno, con el S1. Esto quiere decir que no tiene
relación con el S2, representante del saber. Este goce repetitivo está fuera del
saber, no es más que auto-goce del cuerpo alcanzado por el hábil –del S1 sin S2.
Aquello que cumple la función de S2 en la materia, que hace las veces de Otro de
ese S1, es el cuerpo mismo.
Es el estudio de la sexualidad femenina el que permitió a Lacan correr una
punta del velo que recubre este goce desconocido. Es lo que desarrolla en el
Seminario “Aun”; pero a partir de allí, más tarde lo encontró, por supuesto,
también en el varón. Está presente en él –aún más oculta, diría yo– bajo las
fanfarronadas del goce fálico.
Se manifiesta de manera clara entre los hombres que eligen no pasar por
el goce fálico. Es el resultado de una ascesis en los hombres místicos, por
ejemplo; se manifiesta también en un caso como el de Joyce o el de quienes
instalan en el lugar del Otro, otra cosa que el cuerpo de la mujer, aquellos que
instalan en ese lugar a Dios o a lalengua, como lo hace Joyce, y toman la
iniciativa de gozar de eso. Algo que constituye al menos la marca de que el goce
como tal no guarda la menor relación con la relación sexual.
Esto nos conduce, hay que admitirlo, a lo real ubicado en ese nivel donde
la existencia se conjuga con la escritura, fuera de sentido. Pero es esto mismo lo
buscado por el propio Freud, cuando intentaba fundar aquello que descubría en
el análisis a nivel de las neuronas. Es también lo que buscan las neurociencias:
la investigación de un real fuera de sentido, sólo que con la biología, el sentido
vuelve a introducirse siempre. Y ese real, Lacan lo encuentra despojado de todo
sentido en las matemáticas.
Yo hablaba de dos sustancias: el significante y el goce. En definitiva, lo
real es la conjunción de las dos. Porque la conjunción del significante, del S1 y
del goce es siempre una conjunción contingente: es lo que viene a ser relatado en
análisis, la contingencia del encuentro entre el significante y el goce y las vías
especiales, siempre tortuosas, imprevisibles, que se manifiestan en el après-coup
como necesarias, por las cuales esta conjunción vino a operarse.
Es en ese nivel donde, por supuesto, uno puede formular LO REAL ES SIN
LEY.
Lo real que es sin ley ES AQUÉL DE LA CONJUNCIÓN DEL SIGNIFICANTE Y DEL
GOCE.

115
Es algo que podemos apreciar por el modo de entrada de la experiencia
inolvidable de goce, que será conmemorada por la repetición. Ese modo de
entrada, en todos los casos a los que se tiene acceso por el análisis, es siempre el
de la efracción, es decir, algo que se diferencia de la deducción, de la intención,
de la evolución. Se trata de la ruptura, de la disrupción respecto de un orden
previo, ya hecho, de la rutina del discurso gracias al cual se sostienen las
significaciones o de aquélla que uno imagina propia del cuerpo animal.
Esta ruptura se traduce, en todos los casos, por un desarreglo, una
perturbación, desajuste captado por Freud en la significación de la castración,
en el teatro de la interdicción edípica. Ese teatro, es preciso decirlo, palideció
porque el orden simbólico ya no es hoy, en el s. XXI, lo que antes era. Nos toca
entonces orientar nuestra práctica siguiendo el hilo de las formulaciones
avanzadas por Lacan.

Hasta la semana próxima.

FIN DE LA OCTAVA SESIÓN 2011 (23.03.11)

----- ♠ -----

116
Orientación Lacaniana III, 13

Jacques-Alain Miller

Novena sesión del Curso 2011 / Miércoles 30 de marzo 2011

( IX )

Nos ocupamos aquí de lo real en la experiencia analítica, después de todo


la de Uds., en tanto analizantes y por cuanto hacen de ella una práctica.
Nos ocupamos de lo real no sólo porque Lacan habló de él y procuramos
aquí, desde hace muchos años, descifrarlo, sino porque lo hizo para nuestro uso,
para dirigirnos y orientarnos, para hacernos vislumbrar en qué punto esta
experiencia –aquélla a la cual nos prestamos como analizantes y que ponemos
en marcha cuando hacemos de ella una práctica– requiere la introducción de la
referencia a lo real para ser pensada.
Digo: para ser pensada. Queda planteada la pregunta acerca de saber por
qué habría que pensar la experiencia analítica, ya que después de todo, se podría
prescindir de hacerlo; la mejor prueba es la abstinencia que llega muy bien a
imponerse al respecto, en nombre de un “Funciona”. Es el deslumbramiento del
debutante; puede constatarse que incluso si está desorientado, en un cierto
número de casos, se trata de algo que así y todo “funciona” y es viable satisfacerse
con ese dato, a menudo se aprende a darse por satisfecho con él; podríamos
acordarle a esto el nombre de pragmatismo. Se habla de pragmatismo cada vez
que se considera lo abordado como algo que prescinde muy bien de ser pensado.
Para asentar esta posición, esta pereza, sería posible sembrar la sospecha
acerca de la voluntad de pensar. No resultaría difícil sostener que conduce
a elucubraciones inciertas, aquello designado por Kant como Schwärmerei
(ensoñaciones ilusorias, inconsistentes). Sería incluso factible encontrar la
prueba de que es así en las variaciones por las que transita la doctrina de Freud,
cuyo desarrollo sigue el compás marcado por el pasaje de una tópica a la otra.
La fundaríamos aún con mayor comodidad considerando las variaciones
de Lacan, aquello designado por él sus avanzadas, planteadas a lo largo de sus
treinta años de enseñanza y a partir de las cuales se desprendían regularmente
escritos; podía presumir incluso de no haberse repetido nunca durante todo ese
tiempo, de no decir nunca lo mismo ... Pero justamente, sería sencillo plantear
una objeción: si hay allí un pensamiento que no se detiene nunca, quizá merezca,
por esa misma razón, ser dejado de lado.
Y esto que se dice, palidece en comparación de lo que se hace, de lo que
ocurre, de lo que tiene lugar. Podríamos aun decir que en el psicoanálisis tiene
lugar aquello sostenido esencialmente en el ámbito del caso considerado en su

117
singularidad, en tanto el concepto, si allí reside la forma, el instrumento del
pensamiento, resulta impotente cuando se trata de captar esa singularidad.
Entonces, pensar puede parecer muy a distancia de lo que tiene lugar, de lo que
acontece.
Y después, más allá, podríamos apoyarnos en una afirmación de Lacan,
convertida en slogan: “El analista no piensa”. En su acto se borra, borra su
pensamiento, retiene su voluntad de pensar y queda su presencia: debe estar allí.
Lo mínimo, es que entrega su Dasein, aun cuando en última instancia uno podría
incluso sostener que puede prescindir de estar allí. Ése es, en todo caso, el
pensamiento maligno inspirado en aquella anécdota divulgada acerca de Lacan,
según la cual, en una oportunidad, había hecho pagar una sesión de la que había
estado ausente. Pero de haber ocurrido, no es algo que estuviese necesariamente
falto de fundamento, puesto que quien tiene que pensar –a saber, el analizante–
, ya había puesto en marcha sus asociaciones; que no haya tenido la ocasión de
ver al analista o de tocarle la mano, es un detalle que puede ser considerado sin
importancia. En fin, nos abstendremos de elaborar la teoría del análisis tomando
como frágil fundamento esta anécdota que generó un rumor, pero de la que el
hecho en juego no ha sido validado –y aun si lo fuese, sería necesario además
conocer las circunstancias.
Como quiera que sea, lo acentuado allí es la presencia del analista, en
detrimento de lo que sería el pensamiento. Ocurre que el pensamiento,
considerado desde la perspectiva de la experiencia analítica, mantiene ciertas
frecuentaciones poco recomendables con el fantasma. Uno puede verse
conducido entonces a desechar, a arrumbar el pensamiento junto con el
fantasma17. ¿Qué sería una presencia sin pensamiento? ¿Sería una presencia
del analista toda receptividad, que daría acceso a un dejar ser?
No sigo adelante con estas suposiciones; es preciso creer que no se sienten
tocados por ellas, puesto que están aquí, en este lugar donde, por mi parte,
compenso mi no-pensamiento como analista en el acto, librándome a ejercicios
de pensamiento. Y me contento oponiendo aquello formulado por Lacan a título
de poner en claro, a todo cuanto se podría desarrollar contra la voluntad de
pensar.
Es una expresión que figura en la respuesta que antaño supo darme,
cuando lo cuestionaba o, con más exactitud, lo ponía a prueba de las tres
preguntas kantianas, a su vez retomadas de la tradición filosófica. De esas tres,
se trata en especial de una donde las otras dos culminan: ¿qué debo esperar?
Lacan había tenido la malicia de escucharla como asumida por mí, en
primera persona; por entonces, en efecto, la pregunta podía plantearse para mí
en estos términos: ¿qué debo esperar yo del psicoanálisis? Y Lacan respondió

17 - JAM se sirve aquí de una expresión para la que no encontramos su equivalente en español:
Jeter la pensée avec l’eau du fantasme. Entendemos que hace resonar así otra muy usual en
el lenguaje hablado, enunciada ya sea afirmativa o negativamente: “Jeter le bébé avec l’eau
du bain”. Traducida término a término significa: “Arrojar el bebé junto con el agua donde fue
bañado”. (N. de la T.).

118
entonces: “El psicoanálisis le permitiría (...) poner en claro el inconsciente cuyo
sujeto es Ud.”
Hay en esa expresión, poner en claro, en efecto, algo que sin duda estaba
dirigido a mí como sujeto, puesto que mi gusto por la claridad, mi manera de ser
claro no es algo que escape a quienes me escuchan, pero más allá de esa
circunstancia, indica toda una orientación en lo que hace a pensar la experiencia
analítica.
Es un hecho que algunos intentan ubicarse allí; no se trata de encontrarse
uno mismo, sino de organizar aquello que se presenta. Esto es lo que animaba a
Lacan cuando decía que había consagrado mucho tiempo, sólo para llegar a
trazar senderos ordenados, a la manera de un jardín a la francesa, en el revoltijo
de los conceptos freudianos.
Y más allá, hay una dimensión que la experiencia al desnudo no introduce,
aquélla subrayada por Lacan en los “Otros escritos” cuando señala: “Se trata de
estructura, o sea, algo acerca de lo cual la práctica no nos instruye (...)”. Ahí
queda subrayada una discontinuidad, un salto que corresponde hacer para
pensar la experiencia a nivel de la estructura. Todavía hace falta saber cuál.
En efecto, el psicoanálisis es una práctica; esto quiere decir que no es una
teoría, sino que implica y es una puesta en acto. Y sin duda, en este punto más
que en otros, el acto supera el pensamiento que podemos tener acerca de él. Algo
susceptible de ser constatado en la más pequeña interpretación cuando tiene
alcance; el testimonio nos llega a través de quien hace una práctica de ella, quien
se experimenta entonces más o menos superado, sin poder prever cuáles serán
los efectos. Se trata de algo que de ser pensado, se piensa après-coup.
Pues bien, otro tanto ocurre cuando es cuestión de pensar el psicoanálisis.
Pensar la experiencia analítica, los fenómenos, los acontecimientos
psicoanalíticos, supone, exige desarraigarse de las modalidades de pensamiento
por lo común vigentes. Y no recularé en decir que esto exige, hablando con
propiedad, una ascesis intelectual, por eso introduje la distinción entre el ser y
la existencia como previa a la posición de lo real.

Esta posición de lo real, llegué a encajarla en el ángulo de dos coordenadas


que recolecté en el último tramo de la enseñanza de Lacan: el significante –de
manera singular el significante Uno– y después, ese término cuyos recursos en
la lengua francesa Lacan utilizó para captar algo de aquello designado por Freud
como libido, a saber, el goce.
Encontramos antecedentes acerca de la CONEXIÓN DEL UNO Y EL GOCE en
distintas tradiciones de pensamiento. Los hay, claro está, del lado del Oriente.
Por mi parte, había traído a Spinoza, el Libro V de “La Ética” y precediéndolo, a
los neo-platónicos: otros tantos ejemplares de un hilo que corre a lo largo de la
historia o de las mutaciones del pensamiento. Siempre estoy a punto de hacerles
al respecto una exposición más detallada; esas lecturas me sirven de sustento y
si no se las restituyo es porque se encontrarían muy alejadas de lo que les
interesa de inmediato, es decir –supongo yo–, que esta conexión del Uno y del

119
goce, en lo que hace a la experiencia analítica, ESTÁ FUNDADA PRECISAMENTE EN
AQUELLO DESIGNADO POR FREUD COMO FIJACIÓN, FIXIERUNG.
Para Freud, la represión –aquello que la interpretación analítica procura
levantar–, tiene su raíz en la fijación: la Verdrängung encuentra su fundamento
en lo designado por él como Fixierung, situada como la pulsión detenida. En
lugar de acceder a lo definido por él como un desarrollo normal, una pulsión
queda a la zaga, resulta sometida a una inhibición. Con toda claridad, lo
designado por Freud como fijación –así figura la expresión en su texto– es una
fijación de la pulsión en un cierto punto, Stelle, o en una multiplicidad de puntos
del desarrollo. ¿Del desarrollo de qué? De la libido, precisamente.
En efecto, está presente en Freud la noción de un desarrollo normal de lo
que da en llamar libido, que debe culminar, llegar a una madurez calificada de
genital. De hecho, para conocer ese desarrollo tal como Freud lo entiende, la
libido migra, se desplaza; respecto de esos desplazamientos, Freud cree poder
aislar, marcar, indicar esta referencia que designa punto de fijación.
Yo digo que es precisamente lo ubicado así por Freud, lo que nosotros
formulamos como la conjunción del Uno y del goce, por la cual la libido no se deja
ir a los cambios azarosos, a la metamorfosis, al desplazamiento. PUNTO DE
FIJACIÓN QUIERE DECIR QUE HAY UN UNO DE GOCE QUE VUELVE SIEMPRE AL MISMO
LUGAR –Y ES POR ESO QUE NOSOTROS LO CALIFICAMOS DE REAL.
Es preciso agregar que en el planteo freudiano la fijación no aparece en
absoluto en un primer plano. Si vamos a consultar el índice de los conceptos de
la Standard Edition –yo lo hice–, la traducción completa al inglés de la obra de
Freud por James Strachey, vemos que la mayor parte de las referencias se ubican
en el volumen XII de esa edición, correspondiente a los textos de los años 1911–
1913. No me detengo en detalles que merecerían ser estudiados con lupa; me
limito a decir que se trata a un tiempo de algo situado por Freud, pero que no
mereció de su parte una extensión conforme a su importancia.
Para nosotros, mutatis mutandis, en nuestro lenguaje, lo que está en juego
se ubica en un primer plano. ¿Por qué?
Porque en la práctica contemporánea, el análisis se prolonga más allá del
punto freudiano, más allá del punto donde se detenía para Freud. Claro está,
para Freud no es algo que se detenga; así y todo se detiene y retoma, debe
retomar, de ahí el título asignado por él a su texto: “Análisis terminable e
interminable”, los dos a la vez. No dijo: “análisis interminable”, en cuyo caso
hubiese sido un precursor de Maurice Blanchot, autor de “La conversación
interminable” (L’entretien infini) ; dijo: terminable e interminable, lo cual quiere
decir que se trata de algo que, en efecto, se detiene, termina ... y cuando está
terminado, retoma; debe retomar un poco más tarde, uno se toma un momento
para respirar.
Para seguir en la línea de la alusión literaria, parodiando a Valéry esto
evoca algo como el análisis retomado en permanencia, es decir recomenzado
acordándole la misma importancia, para detenerse siempre en el mismo punto.
En nuestra época, precisamente en la medida que el análisis ya no se ubica en el

120
régimen de lo terminable e interminable, de una manera inconcebible para Freud
–o al menos que él no llegó a concebir–, se prolonga hasta que el analizante se
encuentre en lucha con la fijación.
Como Uds. saben, la ambición de Lacan, explícitamente formulada, era la
de forzar el límite freudiano del análisis, ir más allá de lo aislado por Freud como
obstáculos para la terminación del análisis de una buena vez por todas,
obstáculos que se plantean sustentados –de manera diferenciada para cada uno
de ellos– en la relación de los sexos. Ese forzamiento lacaniano de los obstáculos
freudianos fue lo que animó su invención del pase y también lo que prolongó en
su escritura lógica de la posición sexual, distinta para el varón y para la hembra.
Una vez cumplido ese doble esfuerzo, Lacan aisló bajo una tercera forma
aquello ubicable más allá del punto freudiano.

En primera instancia, pensó que obtendría ese forzamiento mediante la


reducción del fantasma; es lo que puso en práctica con lo que dio en llamar el
pase. Hizo del fantasma, en singular, el campo de batalla donde podía decidirse
el desenlace, el final del análisis. ¿Qué lugar le asigna entonces al fantasma para
el sujeto? El lugar de lo real. Lo hace cuando afirma: LO REAL ES EL FANTASMA.
O al menos, PARA EL SUJETO, EL FANTASMA ESTÁ EN EL LUGAR DE LO REAL.
Esto suponía, por supuesto, que hubiese reducido la multiplicidad de los
fantasmas al fantasma singular, aquél merecedor del artículo definido, a
diferencia de Freud, quien aun cuando podía hacer de ese fantasma un
paradigma –por ej., Pegan a un niño–, no por eso lo consideraba el fantasma. Es
Lacan quien inventó el fantasma en singular, llamado por él –como tuvimos la
ocasión de retomarlo mil veces– fantasma fundamental, pero todo esto
apuntando a obtener un analogon de lo real, respecto del cual es pensable que la
palabra ejerza sus efectos.
Lacan lo argumentó, por supuesto. Lo hizo en términos lógicos, diciendo
que el “teclado lógico” –es la expresión empleada por él en los “Otros escritos” –
designa EL AXIOMA COMO LUGAR DE LO REAL, por cuanto un axioma se mantiene
constante, en tanto las leyes de la deducción varían, e hizo funcionar EL
FANTASMA COMO AXIOMA DE LOS SÍNTOMAS: aquello que se encuentra siempre en
el mismo lugar, en los diferentes síntomas padecidos por un sujeto. Se
sobreentiende que el fantasma en su condición de fundamental no se interpreta,
pero sirve de instrumento para la interpretación, formulada en función del
fantasma al que se hace jugar entonces el rol de real.
Lo importante aquí, claro está, es LA OPOSICIÓN ENTRE LA CONSTANCIA DEL
AXIOMA Y LA VARIABILIDAD DE LA DEDUCCIÓN. Los síntomas no se deshacen
siempre del mismo modo, ni reenvían al axioma siempre de una misma manera,
pero el axioma sí se mantiene constante. En cierto modo, cuando Lacan asimila
lo construido por él en términos de fantasma fundamental a un axioma en un
sistema lógico, traduce como constancia del axioma la condición fija del Uno del
goce que había ubicado en Freud. Un axioma cuya fórmula general, retomada
bajo la forma que le asignara en su primera escritura es ésta :

121
S ◊ a

Lacan demostró que el análisis permite obtener una fractura de la


fórmula; la designó, por un lado, caída del objeto a , en tanto que por otro –el
término falta– habló de destitución del sujeto, aquél que había sido instituido en
el marco del fantasma; se trata de una destitución que, en definitiva, lo libera de
la constancia que en este punto queda toda concentrada en el objeto a.
Preparó esa nueva orientación desplazando el registro donde se ubicaba el
objeto a. Cuando lo inventó, lo ubicó en el imaginario y para ponerlo al servicio
de la causa, lo hizo migrar al de lo real. Sorprendió a su auditorio cuando un día
dijo: el objeto a es real. Afirmación que le permitiría avanzar algo más tarde:
hay algo de lo real en el fantasma. Se trata del fantasma del que hasta entonces
teníamos bien ubicadas las afinidades imaginarias, del que podíamos muy bien
admitir también su participación en lo simbólico, según el modelo del guión de
una escena. Lacan se había dado por satisfecho con eso, como lo refleja por lo
demás la escritura de la que hará el axioma del fantasma: S es allí el sujeto de
la palabra, un término simbólico, en tanto a es un término venido del imaginario.
Esta escritura estaba hecha para poner en evidencia la conjugación de términos
heterogéneos, pertenecientes a dos registros distintos.
Si en un momento dado Lacan se esfuerza en subrayar que en definitiva
el objeto a pertenece al registro de lo real, es para poder decir: hay algo de lo real
en el fantasma y, más allá de esto, sostener que EL FANTASMA ES REAL PORQUE
VUELVE SIEMPRE AL MISMO LUGAR PARA EL SUJETO.
En lo que a esto se refiere, el sujeto de la palabra, móvil porque
vehiculizado de significante en significante por la cadena de significantes, se
encuentra detenido en el objeto a, de algún modo congelado en ese lugar. LO
REAL EN EL FANTASMA ES a, PORQUE ES CONSTANTE Y FIJA AL SUJETO. Lacan
considera esta constancia como el equivalente de la fijación de real que estaría
en juego en lo aislado por Freud, en un momento dado, a propósito de la pulsión.

Concedámosle a Lacan –no tengo la intención de hacer lo contrario, puesto


que lo constaté– que la experiencia analítica permite obtener la fractura descrita
por él, EL ACONTECIMIENTO DEL PASE. ¿Pero cuál es su efecto? Él mismo lo trazó
con impecable pluma: el efecto de lo que daba en llamar atravesamiento /
travesía del fantasma, es un efecto sobre el deseo. Todo este aparato está armado
para captar la deflación, el desgaste del deseo que la prosecución de un análisis
permite obtener.
De un deseo henchido, entusiasta, de apariencia caótica, orientado hacia
diferentes objetos que se multiplican o se ocultan, se obtiene algo así como una
cierta aminoración, situable y traducible por el término inglés shrink –pérdida
de lozanía, encogimiento–; el psicoanalista queda así designado, en el
vocabulario del argot, como un reductor de cabeza, aquí, un reductor de deseo.
Correlativamente, el sujeto instituido a partir del fantasma que ese deseo

122
animaba, se encuentra en efecto destituido, algo que puede ser considerado como
una solución del deseo. Lacan dice todo esto y, en el fondo, no hay nada a
rectificar allí.
Es la solución de una x, aquélla del deseo, que el psicoanalista tiene como
función presentificar al analizante bajo la forma del célebre Che vuoi? –¿Qué
quieres? –, tomado de “El diablo enamorado” de Cazotte. Eso que Lacan llama
deseo del psicoanalista es, precisamente, la enunciación de ese ¿Qué quieres? Y
aquí, tomen bien nota –se trata de algo de lo cual nos serviremos más tarde–, el
nombre del deseo es la voluntad, que vale como deseo decidido, ése que Freud
designa, en la última frase de “La interpretación de los sueños”: el deseo
indestructible.
El acontecimiento del pase expresa que ese deseo indestructible encuentra
una solución. Una solución de deseo no es una solución de goce, sino la solución
de aquello que en el goce produce sentido. Lacan lo registra al punto que después
de haber dicho que el fantasma ocupa el lugar de lo real, también hace del
fantasma la ventana del sujeto abierta a lo real. Esto es, no piensa en una caída
o en una reducción de lo real, sino sólo en una reducción de ese analogon de lo
real que sería el fantasma y en el fantasma, la del objeto a calificado de real.
LA CAÍDA DEL OBJETO a ES EXACTAMENTE UNA CAÍDA EN EL REGISTRO DE LO
FUERA DE SENTIDO; deja de haber objeto a en tanto productor de sentido. Es la
razón por la cual Lacan se vio conducido a formular una vez, en sus diversos
intentos, que el objeto a es un efecto de sentido real; calificar así un efecto de
sentido traduce, en función de una cierta discontinuidad y heterogeneidad entre
esos términos, toda la dificultad que implica reconducir al sentido el registro de
lo real.

La experiencia contemporánea del análisis –me refiero a la que tiene lugar


hoy, en este momento–, no conoce ese stop and go prescrito por Freud en
“Análisis terminable e interminable”. Por supuesto hay tramos, pero por lo
común, la experiencia analítica se prolonga de una manera por completo
desconocida, impracticada en tiempos de Freud. De ahora en más, nuestra
experiencia pone al analizante en lucha con aquello que de su goce no produce
sentido, con lo que permanece más allá de la caída del objeto a, con el Uno del
goce.
Lacan comenzó por dar cuenta en el orden simbólico de aquello descubierto
por Freud como repetición; vio incluso allí la ocasión de fundar su concepto de
orden simbólico y esto le despejó la vía hacia la invención de lo que dio en llamar
cadena significante. Pero es preciso decir que se trata de una cadena significante
respecto de la cual subrayaba el carácter matemático y formal, cuyo único
contenido es, precisamente, un sujeto que se pone en movimiento siguiendo la
serie de los números.
De toda evidencia, esto cambia por completo cuando se le acuerda a la
repetición un contenido de goce; si es el goce el que está en juego allí, entonces el
término mismo de cadena resulta inapropiado, porque ya no se trata de una

123
sucesión que se cuenta y se adiciona –hice alusión a esto la última vez–, sino de
una reiteración, que podemos llamar la pura repetición, la reiteración del Uno
del goce, para la cual debió ser inventado, promovido en nuestros días el término
de adicción.
Decía, entonces, que el término cadena viene a resultar inapropiado y es
en el registro propio de la cadena donde corresponde hablar de ley. Lacan,
precisamente, había destacado las leyes de la cadena significante; su célebre
ejemplo de las alfa, beta, gama, delta, está hecho para manifestar de qué manera,
a partir de una simple sucesión de más y de menos, se obtenían leyes complejas
que parecían incluso ser leyes del azar. Cuando nos situamos en el nivel de la
reiteración, ya no tenemos leyes y es en ese nivel donde Lacan formula: LO REAL
ES SIN LEY.
Es sin ley a diferencia de la cadena significante, lo cual no quiere decir que
sea sin causa: ley y causa son dos términos a distinguir; precisamente, la causa
se inscribe allí donde la ley tropieza. Aquí, lo real tiene una causa que es la
conjunción del Uno y del goce.
Es la razón por la cual, en ese momento, vemos borrarse del discurso de
Lacan el término dialéctica. La dialéctica podía ser la traducción de aquello
designado por Freud como el desarrollo de la pulsión. La dialéctica encuentra su
fundamento en el registro del ser y por lo tanto, corresponde decir que es
eminentemente flexible: a partir del momento en que uno dice que algo es A, de
inmediato B da un paso adelante, de manera que pueda sostenerse que ese algo
no es B. Tenemos allí al no-ser que sigue al ser como si fuese su sombra y ambos
comienzan un desenfrenado danzar, restregando el suelo con los pies, que daba
vértigo a los mismos griegos. Justamente por esa razón, después de haber
entrado mucho en esa dialéctica del ser, surgió entre ellos el llamado a un más
allá del ser. ¡Paren con el vértigo!
A esto responde, es en este punto donde aporta su enseñanza ese
extraordinario empuje de la henología, en tanto permite salir del vértigo de la
ontología.
Desde esta perspectiva podemos explicarnos cómo pudo haber sido que
Plotino –y siguiéndolo a él, toda una escuela–, se hayan precipitado en el discurso
acerca del uno que implicaba una verdadera ascesis (tengamos en cuenta que en
función de él, Plotino ya no comía ni dormía). Según parece, Plotino retenía la
totalidad de su tratado en su cabeza antes de escribirlo. No podemos explicarnos
semejante pasión, como no sea por la autenticidad de un llamado a un más allá
del ser, al que nosotros damos el nombre de real.
¿Cuál es la última palabra en el registro de la dialéctica pura y simple?
Esa última palabra, la propuesta por Lacan en los comienzos de su
enseñanza, es la nada, el no-ser o la falta-en-ser. En esos términos se traduce la
imagen con la cual cierra Lacan su Escrito “La dirección de la cura”, texto que
marca el momento en el que reúne su aparato para pensar la experiencia
analítica y orientar la práctica inherente a ella. Esta imagen, que por mi parte

124
ya evoqué, es la del San Juan de Leonardo Da Vinci, con el dedo apuntando hacia
aquello designado por Lacan como el horizonte deshabitado del ser.
Lacan afirma que toda interpretación analítica consiste en reproducir ese
gesto que apunta hacia la nada, cuya referencia ubica en Freud –y es allí donde
cierra el escrito–, en el título de su último trabajo –inconcluso– Ichspaltung : “La
escisión del yo en el proceso defensivo” (1938), según se lo tradujo. Spaltung es
allí la falla, la falta y, digamos, la última palabra de la dialéctica si nos atenemos
a ella: la falla del ser. Esto es así, cabe decirlo, al precio de una lectura
singularmente limitada del texto de Freud en cuestión, por cierto uno de aquellos
que señala sin más lo real como causa de la Spaltung subjetiva.

Pero dejemos esto. La última palabra de la experiencia analítica para ese


Lacan de los cinco, seis primeros Seminarios, reside en que la experiencia
analítica debe concluir en una cierta manera de asumir la falta (le manque), en
un horizonte del que el ser ya se fugó. Cuando nos situamos en el registro del
pase, nos corrimos de una muesca: la última palabra no es sólo el S donde se
ubica la Spaltung. La indicación, con mayor exactitud, es el a, el objeto
metonímico de la palabra que vale como marcador del goce.
Lacan ya no dice entonces que la interpretación apunta a la falta-en-ser
del sujeto; llegado ese momento, por el contrario, afirma que LA INTERPRETACIÓN
APUNTA AL OBJETO a , ESE ÍNDICE MÓVIL DEL GOCE EN LA PALABRA.
Y en tercer lugar, ya no será cuestión ni de la nada ni del a, sino de LA
PURA REITERACIÓN DEL UNO DEL GOCE, designada por Lacan como SINTHOME, en
su diferencia con el síntoma, que por su parte sí se detiene en el sentido.
Justamente allí había introducido Freud una renovación; al hacerlo, sustituyó
una obligación por otra, claro está, recurriendo a la semántica de los síntomas.
Pero más allá del pase, descubrimos un más allá de la semántica de los
síntomas, es decir, UNA PURA REITERACIÓN EN LO REAL DEL UNO DEL GOCE. Es
precisamente la razón por la cual no puede ya entonces contentarnos hablar del
sujeto, decir que la experiencia analítica se ubica en el registro del sujeto de la
palabra. Estamos obligados a poner el cuerpo en la acción puntual y por eso
Lacan se refiere al hablanteser, es decir, un ser que sólo funda su ser en la
palabra. Es un ser evidentemente frágil, discutible y acerca del cual nada dice a
priori que tenga acreditada una reserva de real.
Remarquen bien que Lacan no introduce el cuerpo del que se trata como
un cuerpo que goza (ése que goza es para el escenario porno; nos ubicamos en el
registro freudo), sino del cuerpo en tanto se goza, es decir, la traducción
lacaniana de lo designado por Freud como autoerotismo. La afirmación de Lacan
según la cual No hay relación sexual, todo cuanto hace es repercutir esa primacía
del autoerotismo.
El sinthome queda definido como un acontecimiento del cuerpo que de toda
evidencia da lugar a la emergencia de sentido; a partir de este acontecimiento,
una semántica de los síntomas se despliega, pero en la raíz de los síntomas

125
freudianos que hablan con tanta elocuencia y se descifran en el análisis, que
producen sentido, hay un puro acontecimiento del cuerpo.

Nada de cuanto evoco invalida aquello que Lacan llamaba el pase.


Simplemente señalo una cierta vacilación en el modo según el cual viene a
quedar localizado lo real que está en juego entonces: el intento de reducir lo real
al axioma del fantasma y el lugar hábilmente preparado, tratado con precaución,
que se distingue de él. Nada invalida este pase si lo consideramos como una
desnivelación que se produce en el transcurso de un análisis, a partir de la cual
la experiencia analítica se abre sobre un más acá de la represión, es decir, sobre
aquello situado por Freud como fijación de la libido, fijación de la pulsión como
raíz de la represión.
En lo sucesivo, designo pase el momento en el que se desnuda esta raíz de
la represión y en el espacio que se abre entonces, todo queda por construir.
Simplemente, constatamos que ya nada opera como antes y en particular, en
lucha con el sinthome, la interpretación revela una cierta insignificancia, un
cierto grado de futilidad. Todo queda por construir, pero Lacan deja vías
trazadas.

Cuando afirma No hay relación sexual, se trata de algo dicho a nivel de lo


real, no del ser. A nivel del ser, la hay en abundancia, a profusión. Dicho a nivel
de lo real, formula que la inexistencia de la relación sexual no es una represión.
De igual modo, su afirmación precedente, Hay de lo Uno, es correlativa de ese
No hay relación sexual. Sería factible incluso poner en juego aquí la relación del
Uno y de la díada en la cual, según se dice, se afianzaba y se volvía más estrecha
la enseñanza oral de Platón.
Platón no dejó en absoluto traza escrita de su enseñanza; corren así
rumores desde entonces, en la historia de la filosofía, según los cuales Platón
decía a sus alumnos algo que dejaba un poco de lado el objetivo principal o se
situaba un tanto al margen de él; en todo caso, que afianzaba su discurso en
torno, precisamente, de la relación del Uno y la díada. En cierto modo, nosotros
podemos decir que Lacan se inscribe en la continuidad de lo que se dice acerca
de esta enseñanza oral.

Hay de lo uno (Yad’lun) es un correlato de No hay relación sexual y está


dicho a partir del Uno a nivel de lo real. Remarquen que Lacan no formuló El
Uno es. Sabemos dónde nos conduce semejante afirmación: de reportarnos al
Uno en forma absoluta, quedan convocadas de inmediato negaciones y mezclas.
Y si hacemos del verbo ser una cópula, es preciso decir lo que él es. Hay de lo
uno plantea el Uno como absoluto y lo hace en ese esfuerzo ya sofocado, el de un
Plotino de quien aportaré quizá la próxima vez un escrito que me distrajo
especialmente esta semana.
Remarquen que Lacan no dijo Hay el sujeto. No existe Hay algo del sujeto
(Il y a du sujet), sobre todo porque se trata de un sujeto que previa o

126
simultáneamente barramos. El sujeto del inconsciente es una hipótesis y Lacan
conserva para él ese estatuto, el de una hipótesis hecha acerca del Uno como real,
cuando inventamos ponerlo en cadena con otro. Digamos que en el análisis, a
este Uno que es una hipótesis le acordamos el valor de respuesta de lo real, pero
es algo sólo relativo al análisis. Por eso Lacan no hesita en acordarle ser también
al inconsciente, en hacer de él un querer ser o una falta-en-ser relativo al
análisis. Otro tanto ocurre con el sujeto supuesto saber: no le acuerda estatuto
a nivel de lo real, son términos que dependen del aparato de un discurso.
Por el contrario, aunque descubiertos a partir de la experiencia analítica,
en especial del pensamiento acerca de esa experiencia, tanto Hay de lo uno como
No hay relación sexual tienen para nosotros un valor a nivel de lo real.

En tercer lugar, situamos todavía una posición correlativa: la del auto-


goce del cuerpo, a la vez articulada a las otras dos fórmulas, Hay de lo uno y No
hay relación sexual. Corresponde leer las tres juntas: esto acuerda una dirección
a la escucha analítica.
Tenemos, en primer lugar, lo designado como “entrevista preliminar”, de
duración más o menos prolongada, a lo largo de la cual el analista
tradicionalmente tenía que apreciar la capacidad de quien se presentara para
hacer un análisis y la probabilidad de que un análisis le hiciese bien. La
capacidad para evaluar era, ante todo, algo así como –digamos– su relación con
el sentido. Tuve hace poco la ocasión de constatar que rehusarle hoy a alguien
un análisis, no tiene en absoluto el sentido que tuvo en otros tiempos y no era
susceptible de pasar por el mismo tipo de evaluación, porque el análisis, así como
las terapias que de él derivan, aparecen en la actualidad incorporadas al orden
de los derechos humanos. Pero podemos ver bien lo habilitado por esta
constatación que yo hacía.
En efecto, a las entrevistas preliminares le sigue ese lapso maravilloso,
aislado como tal por los analistas –los americanos hablan de luna de miel del
análisis– y, a continuación, el período que se extiende hasta el pase, marcado por
una resolución del deseo de la que da cuenta su deflación.
Pero hay un más allá del pase en el análisis –y es en ese más allá donde
Lacan fue el primero en avanzar. Esta zona todavía mal conocida, mal pensada
–conocida y experimentada, pero insuficientemente pensada–, Lacan intentó
aparejarla a su nudo borromeo. Remarquen que allí las categorías en juego son
lo real, lo simbólico y lo imaginario; ni el inconsciente, ni los conceptos freudianos
están presentes como tales, ni ocupan en absoluto un primer plano.
Aquí, el intento es el de fundarse a nivel de lo real y no de las hipótesis
tales como el sujeto supuesto saber, esto es, la del inconsciente según el estatuto
que Freud le acordara y en función del cual ese inconsciente se deduce. Dicho de
otro modo, para que el inconsciente valga, es necesaria la lógica y en tanto es así,
no situamos el inconsciente en el nivel de lo real. Esto determina que una vez
despojada de su envoltura la raíz de la represión, podemos decir que el

127
inconsciente tiene pocos recursos –y la interpretación también, porque se sitúa
en el mismo nivel.
Queda entonces por forjar aquí algo nuevo. Trataremos de hacerlo en lo
que seguirá del año. Hasta la semana próxima.

FIN DE LA NOVENA SESIÓN 2011 (30.03.11)

----- ♠ -----

128
Orientación Lacaniana III, 13

Jacques-Alain Miller

Décima sesión del Curso 2011 / Miércoles 6 de abril 2011

(X)

Terminamos hoy un período de este curso que retomará el primer


miércoles del mes de mayo.
Hace ya largo tiempo que leo a Lacan. Por lo demás, es esta lectura la que
me condujo a practicar el psicoanálisis, primero a hacer yo mismo un análisis y
luego a practicarlo. Por supuesto, hay muchas otras determinaciones que
entraron en juego, pero desde el punto de vista que hoy es el mío para considerar
las cosas, es así y todo la lectura de Lacan la que me impulsó a hacerlo.

Hay un itinerario de Lacan; ese término tiene una raíz común con el de
iteración (reiteración), del que hice uso. Pero ese itinerario no fue una simple
iteración por parte de Lacan, no repitió lo mismo. Aun cuando desde otro ángulo
se pudiese decir que sí lo hizo, que en definitiva siempre, con un vocabulario
diferente, en diversos marcos conceptuales, se ocupó en el psicoanálisis del
mismo punto de extrema sutileza.
Ese itinerario de Lacan, el de su pensamiento, hasta donde nos ha quedado
testimonio de él, hasta donde nos queda la huella en sus enunciados y en sus
escritos, tuve ocasión de acompasarlo en tres momentos.
El primero, M1, es el que se desplaza en el registro del imaginario; el
segundo, acuerda la primacía a lo simbólico en el ternario concebido sólo en ese
momento: real, símbólico e imaginario (RSI), introducido en una conferencia que
precede su Escrito, considerado por él como inaugural, “Función y campo de la
palabra y del lenguaje”. Y, en tercer lugar, el último momento, orientado por la
categoría de lo real.
Percibí esta tripartición hace ya mucho tiempo y cuando la reconsidero me
parece totalmente válida.

El primer momento es el considerado por Lacan como aquél de sus


antecedentes, su prehistoria, la de su enseñanza. Es suficiente que Uds.
consulten el último de los textos correspondiente a este período, tal como los
encuentran reunidos en la compilación de los Escritos, a saber, “Propósitos
acerca de la causalidad psíquica”, para verificar que, en efecto, su abordaje del
psicoanálisis se sitúa por completo en el registro imaginario.
En esa compilación se trata del último texto del período, a pesar de la
cronología. En efecto, es un escrito de 1946 y Lacan ubica precediéndolo textos

129
más tardíos; cabe creer entonces que le acuerda un valor singular, precisamente
el de destacar que todo se fundamenta entonces para él en el registro imaginario,
en particular, la causalidad en juego a la vez en el psicoanálisis y en la
constitución misma de lo que todavía designa como “psiquismo.”
Si Uds. releen ese texto, en particular la parte (3), subtitulada Los efectos
psíquicos del modo imaginario –por mi parte, ya la he comentado más de una
vez–, los sorprenderá como a mí esa combinación de una convocatoria a la
etología –la maduración de la paloma, el comportamiento social de la langosta
en sus migraciones–, y una línea sartreana propia de la época: la implicación de
aquello que Jean-Paul Sartre designaba por entonces elección / opción originaria,
acerca de la cual había dado un ejemplo memorable en una pequeña monografía
sobre Baudelaire. No había nadie como Lacan, por cierto, para establecer así
una conjunción entre la referencia al mundo animal y la postulación más
descabellada a la libertad absoluta de aquello que uno y otro, Sartre y Lacan,
llamaban por entonces la realidad humana.

El segundo momento es el que llamamos la enseñanza de Lacan y


constituye lo que hemos retenido como tal, en tanto el tercero es verdaderamente
la inversa del lacanismo, designado por mí como la última, la muy última
enseñanza de Lacan. Allí, Lacan sale de Lacan; demuestra que no es prisionero
de su propia enseñanza, cumple una tarea que habrían podido llevar a cabo sus
críticos más severos. Se puede decir que pone a prueba sus propias premisas. Y
entiendo que hoy puedo precisar cuándo comienza ese pasaje a la inversa, esa
vuelta del revés. Lo sitúo en el momento en que lanzó aquél: HAY DE LO UNO
(Yad’lUn), acordándole supremacía al Uno del significante como existente.
Por consiguiente, si tuviese hoy que resumir el itinerario de Lacan, podría
decir que va DE LA ONTOLOGÍA A LA HENOLOGÍA, DEL SER AL UNO y que la
perspectiva desde la cual resulta abordable la práctica psicoanalítica varía
singularmente, según se la disponga siguiendo el orden del ser o el del Uno.
Sin embargo, también dije que todavía consideraba válida mi tripartición.
Debo entonces preguntarme cómo se pasa de tres escansiones a dos. Es posible
hacerlo porque tanto M1 como M2 están en relación con la perspectiva ontológica
y es sólo una vez llegado el momento de lo real que Lacan abandona o relativiza
su ontología.

A partir de M1 –releí los textos correspondientes siguiendo esta


perspectiva–, resulta evidente que Lacan se refiere al ser y en ese momento
donde el imaginario tiene la primacía, ya es plenamente hegeliano. En un
comienzo, Lacan pensó el psicoanálisis en términos dialécticos; precisamente, fue
así como situó la función del deseo, bajo el perfil de lo que había sido despejado
por su maestro Kojève, según la fórmula tan conocida hoy: deseo de hacer
reconocer su deseo.
Es en ese marco que lee a Freud; se puede decir, por cierto, que lee a Freud
con Hegel, como más tarde hablará de leer a Kant con Sade a manera de

130
instrumento. Es decir, inyecta en la elaboración de Freud un elemento que es
preciso decir no figura en absoluto allí: el del deseo como deseo de hacer reconocer
su deseo, lo cual equivale ya a establecer el deseo como deseo del Otro y desde el
vamos instalar al sujeto –término que no emplea Lacan por entonces, puesto que
habla del hombre– en la mediación, consagrarlo a ella y, por esa vía, destinarlo
a la dialéctica.
Esta dialéctica es la del “ser del hombre”, según los términos empleados
por el mismo Lacan; la mediación por la cual pasa, da acceso a –o surge en– una
síntesis que es aquélla síntesis hegeliana de la particularidad y de lo universal.
De este modo, Lacan puede definir por entonces el fin del análisis como la
universalización por el hombre de su particularidad. Esta universalización
implica que reconozca aquello que en su particularidad pertenece al registro de
la mentira, cuya verdad sólo es aportada por lo universal.
En ese marco conceptual hegeliano, el nombre freudiano de la
particularidad es el narcisismo. Entonces, leyendo a Freud con Hegel, Lacan se
ve conducido a concebir el fin del análisis como un atravesamiento del
narcisismo, entendiendo que esa relación fundamental, profunda a la imagen de
sí se interpone a la manera de una pantalla y disimula lo universal, donde ya no
hay sólo el yo y su imagen, sino todos o cada uno. Por consiguiente, el fin del
análisis es, en suma, llegar a plantearse la pregunta: ¿cómo puedo ser yo
compatible con los otros y, por esa vía, con el orden del mundo? Y esto sin
renunciar a mi particularidad, pero así y todo transformándola, modelándola.
Hay otro obstáculo planteado por la particularidad del narcisismo que toca
superar; reside en su condición mortífera, definida entonces por Lacan
refiriéndola al mito de Narciso, quien cautivado por su imagen reflejada en el
agua, se precipita hacia ella y allí se ahoga. Es lo subrayado por Lacan en cuanto
a la relación fundamental entre la imagen y la tendencia suicida, donde él
articula la pulsión de muerte freudiana. La articula, por consiguiente, al
imaginario: detrás del narcisismo hay la muerte y entonces, habrá que atravesar
algo de la muerte para ir más allá del narcisismo.
En ese marco, la función de la repetición merece por parte de Lacan un
adjetivo –los remito a la Pág. 187 de ese texto18– que en el punto donde nos
hallamos ahora, al que Lacan nos ha conducido, deja perplejo, hace sonreír. La
repetición es calificada de liberadora.
Ya Lacan había ubicado el Fort! Da! en “Más allá del Principio del
Placer” y consideraba que en ese juego, el niño se liberaba de todo lazo con la
materialidad del objeto, el que pierde cuando se produce la separación por el
destete, de modo que la repetición significante era idealizante. Así analiza lo
que ubica, en efecto, como el carácter iterativo del juego infantil: le adjudica un
valor de liberación. Es una libertad de amo: se supone que el niño domina su
pérdida jugando con ella, desmaterializándola, convirtiéndola en semblante.

18- Las páginas corresponden, en todos los casos, a las indicadas en el original francés. (N. de la
T.).

131
A continuación, tenemos el segundo momento, M2, acentuado con tanta
fuerza por Lacan como el que marca su comienzo de verdad, asignado a su
“Informe de Roma” sobre el lenguaje y la palabra.
En efecto, es el primer Escrito donde Lacan afirma la primacía de lo
simbólico; por consiguiente, lo imaginario viene a quedar ubicado en una clase
subordinada a él, una subclase. Atribuye a lo simbólico la causalidad en juego y
por eso mismo cuestiona al sujeto; hablando con propiedad, crea ese nombre, es
decir, al lado del yo, cuya instancia responde al narcisismo, inscribe al sujeto
como sujeto de la palabra, sujeto del lenguaje, del inconsciente, al que más tarde
le acordará el símbolo.
Todo esto comienza en este segundo momento, M2, respecto del cual
acentué en ocasiones su valor de corte. Pero lo que me sorprende más, hoy, es la
continuidad entre M1 y M2, en particular la permanencia del marco hegeliano
dentro del cual Lacan capta, a la vez, la obra de Freud y la experiencia del
psicoanálisis.
En primer lugar, esta innovación que introduce la primacía de lo simbólico
no impide que el poder de la dialéctica resulte íntegramente preservado; se trata
de una dialéctica fundamentalmente transindividual, que desemboca en lo
universal de tal manera que el fin del análisis continúa a ser pensado como
universalización. En particular, en ese “Informe de Roma”, Lacan puede escribir
que en el final del análisis “la satisfacción del sujeto encuentra la ocasión de
realizarse en la satisfacción de cada uno.”
Es algo enorme. Implica suponer una satisfacción absoluta –al lado del
saber absoluto–, en una maravillosa armonía de cada uno con cada uno. Vemos
bien que en este punto Lacan todavía no ha focalizado la “cada una”, si puedo
decir así, que plantea una cierta objeción, una cierta dificultad a la
universalización de la satisfacción.
Limita sus ambiciones, no incluye a la humanidad en su sueño, sino sólo
a “todos aquellos en quienes la satisfacción del sujeto se asocia en una obra
humana”. Debo decir que aun más limitado, sigue siendo así y todo motivo de
una gran perplejidad. No llegamos a advertir exactamente que quienes se
asocian en una obra humana, ya se trate de una escuela o de un partido, se hagan
notar por la compatibilidad de su satisfacción. Percibimos, en todo caso, que se
tiran de los pelos.
En el horizonte se perfila la idea –Pág. 321, sobre el final de “Función y
campo...” – de encontrar puntos en común con la subjetividad de la época. Es
cierto que por entonces, cuando Lacan escribía esto, esa subjetividad de la época
existía aún, en tanto formaba, al parecer, un mundo ordenado. Hoy ya no sería
posible escribir en singular “subjetividad de la época”; constatamos, por el
contrario, que la época está subjetivizada de una manera singularmente
competitiva y que entraña o suscita conflicto, incluido el llamado “conflicto de
civilizaciones.” Lacan comenzó a escribir en una época que aun cuando empezara
a transformarse en post-colonial, estaba así y todo muy marcada por el sueño del

132
imperio. Por lo demás, él mismo lo señaló: es el respeto mayor por los imperios
el que vuelve aparentemente compatibles necesidades heterogéneas, que
organiza culturas de lenguas y religiones diferentes; anunciaba al escribirlo, por
otra parte, que llegaría el momento en que habríamos de lamentar la caída de
esos imperios. En todo caso, podemos constatar que la época post-imperial donde
nos encontramos, inhibe la formación de una subjetividad de la época.
En primer lugar, decía yo, el poder de la dialéctica queda preservado; en
segundo lugar, siguiendo el camino de la universalidad, continuamos
encontrando la muerte, por cuanto la superación de la particularidad narcisista
pasa por lo que podríamos llamar muerte del sujeto. Después, se espera
reemplazarla por la Aufhebung hegeliana, de modo que llegue a ser dominada
en la universalidad; la particularidad muere entonces para que surja el acceso a
la universalidad.

Siguiendo esta perspectiva de indexar el pensamiento de Lacan con el


nombre de los filósofos por el que resulta atraído, podemos también dar cuenta
de la ejercida en él por la versión heideggereana de la muerte, aquélla que supone
el concepto de ser-para-la-muerte. La muerte heideggereana, tal como queda
definida en la obra Sein und Zeit, a la cual Lacan hace referencia, es una muerte
que no se deja restablecer en ninguna universalidad, es una muerte solitaria y
definitiva, pura finitud, sin el sueño de infinitud, desprovista del carácter de
absoluto que supone en Hegel. Y con la audacia conceptual que le conocemos,
esto no detuvo a Lacan para referirse, por un lado, a un filósofo que sueña con la
síntesis de la particularidad y de la universalidad y, por el otro, a un filósofo para
quien esta síntesis es precisamente imposible.
Lacan sueña entonces que bajo la égida del análisis se conjugan –uno se
pregunta por cuáles milagros–, el sujeto del saber absoluto de Hegel con el
hombre de la preocupación (souci) de Heidegger. Verdaderamente, si el
lacanismo no fuese más que esto, se limitaría a un sincretismo.
Registramos allí un vuelco heideggereano en Lacan. El tema de la
universalización entonces retrocede, en tanto se impone la visión de una soledad
esencial del sujeto, de tal modo que el atravesamiento del narcisismo, que sigue
siendo la brújula de Lacan en lo que hace al fin del análisis, se traduce en
términos de subjetivación, por parte del analizante, de su muerte. Es decir, el
fin de análisis sería acceder al ser-para-la-muerte, a la concepción, a la
conciencia, a la asunción de su estatuto de ser como ser para-la-muerte, por
cuanto una vez disipadas las ilusiones seductoras del imaginario narcisístico, el
resto es la figura de la muerte, la figura irrepresentable de la muerte como único
amo que un analista pueda reconocerse, analista cuya operación se desplegaría
así bajo la mirada de su propia muerte.
Todas las armonías propias de un cierto patético resultan movilizadas
ahora por Lacan, un patético respecto del cual podemos decir que el último Lacan
se horrorizará, pero que en el momento de la escritura de esos textos, hacía
vibrar todas las resonancias de la cultura de entonces.

133
Si seguimos su itinerario, vemos bien que se orienta en el sentido de un
cierto desecamiento, de un achicamiento. Cuando Lacan intenta articular el fin
del análisis, al concluir su Escrito “La dirección de la cura ...”, observamos una
mutación de la muerte a la nada. El más allá del narcisismo deja de lado lo
patético de la muerte por la sequía del término “nada” o del término “falta”
(manque). Pasamos de la muerte a la falta. Es allí donde Lacan puede decir
–como lo citaba la vez pasada– que la interpretación apunta “hacia el horizonte
deshabitado del ser.”
Las que eran hasta entonces equidistancias, armonías propias del alcance
mortífero del narcisismo, se convierten en las del silencio en relación con la
palabra, a saber, en la posición de algo imposible de decir. Es imposible decir la
última palabra acerca del deseo; el deseo es incompatible con la palabra.
Se trata de otras tantas deformaciones, diríamos topológicas, del mismo
punto que por mi parte llamaría ya de ex–sistencia, escribiéndolo como lo hacía
Lacan para hacer valer el ex de existencia: un punto que subsiste fuera de. Algo
que, por lo demás, le inspirara Heidegger, quien escribe Eksistenz.
Vemos volver el mismo punto de ex–sistencia donde se juega el fin del
análisis, bautizado con diferentes nombres, cada vez más secos, más formales.
Es por cuanto habría un imposible de decir, que la interpretación se hace
alusiva, es decir, se registra al lado del ser, de costado; se funda entonces en
el para-ser –recurriendo a una escritura aportada por Lacan mucho más tarde.
A lo largo de todo este esfuerzo para situar el punto de ex–sistencia donde se
termina el análisis, todavía no es cuestión del goce. Es precisamente porque el
goce está excluido de esta perspectiva, que Lacan lo hace volver de una manera
sensacional en su Seminario VII, “La ética del psicoanálisis.”
Se puede decir que después de haber elaborado “Las formaciones del
inconsciente” (Seminario V) y haber deducido la dirección de la cura que supone
“El deseo y su interpretación” (Seminario VI), Lacan vuelve sobre la pulsión y se
obliga a pensar otra vez el concepto freudiano que da cuenta de ella.
Nunca incluyó la pulsión entre las formaciones del inconsciente, como sí
ocurrió con el síntoma, poco o mucho –en fin, por entonces sí quedó incluido en
ellas–, pero hay algo demasiado potente en la pulsión freudiana que impide
inscribirla en el registro de esas formaciones. Cabe decir de ellas, por lo demás,
que el rasgo más evidente –dejando de lado al síntoma– es el carácter fugitivo:
los sueños se olvidan, se borran; el lapsus pasa como un fulgor; el acto fallido es
un tropiezo; el chiste es una ocurrencia imprevista, pero resulta evidente que son
de una ontología especialmente frágil; por esa misma razón, si bien es posible
inscribir el síntoma entre las formaciones del inconsciente porque se descifra
como ellas, se descifra “como un sueño” –así, entre comillas–, parece respaldado
por una ontología más estable.
Esto es así precisamente porque supone una repetición y a partir del
momento en que las formaciones del inconsciente se repiten, tienden a cambiar
de registro. Así, cuando es cuestión de un sueño repetitivo, Uds. suponen o están

134
ante la evidencia de un trauma; un acto fallido, una vez pasa; si Uds. hacen
siempre el mismo, se trata de algo que se vuelve una perturbación del
comportamiento, es decir, un síntoma.
Pero en todo caso, Lacan nunca pensó hacer de la pulsión una formación
del inconsciente, aun cuando en su grafo del deseo le haya dado la misma
estructura que a las formaciones del inconsciente, con la única diferencia que en
el nivel superior, asignándole a la pulsión la misma estructura, se valió de otro
vocabulario para afirmar que tiene otro punto de capitón: aquél llamado S de A
, verdaderamente el punto de capitón de las pulsiones que escribe lo que no puede
ser dicho.
Esta impotencia, este imposible queda marcado por la barra que tacha al
A, en tanto lugar del significante; pero fuera de ese lugar, se puede así y todo
escribir que se trata de algo que no se puede decir: lo que no se puede decir, puede
así y todo escribirse.

En un primer movimiento, entonces, en su Seminario VII Lacan hace


volver el goce, pero correlativamente –aquí, los Seminarios van de a dos: su
pensamiento hace una estasis y vuelve a arrancar siguiendo el mismo empuje–,
en el Seminario VIII, inviste lo que situó del goce en una elaboración acerca de
la transferencia.
En el Seminario VII, encuentran el monstruoso das Ding, en cierto modo
informe, respecto del cual no queda en definitiva muy claro, si uno quiere operar
correctamente, qué cabe hacer. En el siguiente, das Ding se vuelve el objeto a,
del que se vale Lacan para explicar, en ese momento, cómo arreglárselas, de qué
manera está presente das Ding, bajo esta modalidad, en la experiencia analítica
y sostener que si el goce toma el perfil del objeto a, das Ding resulta tratable,
manejable en el análisis. Lo es a título de objeto oculto e incluso de saber oculto,
ambos de igual valor.
Es a partir de allí que Lacan puede instalar el fantasma, al mismo tiempo
en la cúspide de la pirámide y como hueso y dificultad del proceso analítico. Se
trata del fantasma en tanto asocia el sujeto de la palabra y el goce bajo los
perfiles del objeto a. Así entendido, el goce es a situar como significativo e
imaginario, razón por la cual el fantasma es entonces una formación que remite
a un escenario, a su vez articulado a –φ, la castración imaginaria. El fantasma
queda definido entonces como una conjunción de lo simbólico y lo imaginario, dos
registros diferentes pero que tienen algo en común: los dos producen sentido.
Es por eso que mi escansión, formulada en tres compases: simbólico,
imaginario y real, la reconduzco a dos. Y esto mismo es lo que produjo un efecto
de imantación sobre Lacan hacia la posición del fantasma: simbólico e
imaginario, los dos producen sentido.
Con el fantasma, tenemos una nueva edición de aquello que Lacan nos
había presentado antes como la jaula del narcisismo, más allá de la cual era
necesario ir, que era preciso atravesar para que el sujeto se libere. Aquí, en el
fantasma, el sujeto de la palabra está en cierto modo prisionero de los espejismos

135
del goce. Lo designado por Lacan como el pase –voy a servirme del mismo
adjetivo que me saltó a la vista cuando releí el texto “Propósitos acerca de la
causalidad psíquica” – queda concebido como el atravesamiento “liberador” del
fantasma, un atravesamiento que supuestamente devuelve su libertad al sujeto
de la palabra, cautivo en la inercia del goce imaginario, como congelado en el
mismo goce. Lo designado en una ocasión por Lacan como fantasma
fundamental, indica que apuntaba a la relación del sujeto de la palabra con el
goce.

Así como yo pasé de los tres momentos que distinguía en el itinerario de


Lacan a dos, podría pasar a uno. Podría afirmar que hay sólo una cosa que lo
ocupó desde el comienzo hasta el final: precisamente, LA RELACIÓN DE LA PALABRA
Y DEL GOCE. En un primer momento, la pensó a partir del narcisismo –a partir
del imaginario–; a continuación, la pensó a partir del fantasma y llega después
el momento de lo real. Allí, se detiene porque sabe de los límites que supone esa
liberación del sujeto. Se trata precisamente de aquello que también había
retenido a Freud a la hora de decir que el análisis tenía un fin natural, aquello
que lo obligó a prolongar el título de su texto, para calificar al análisis de
terminable e interminable. El análisis se detiene, pero es preciso que retome.
Freud distingue tres factores determinantes respecto de lo designado por
él como chances de la terapia analítica: el traumatismo –las influencias que
puede ejercer–; las pulsiones y su fuerza constitucional; la modificación del yo.
Se detiene especialmente en la fuerza de la pulsión y en lo que le atribuye de
potencia “irresistible” –es el término empleado por él– como causante de la
enfermedad. Lo puntuado por Freud allí, es la incidencia del goce, en los
términos de los que nos valemos hoy nosotros.
Este goce, Lacan se agotó pensándolo como imaginario. Lo hizo a partir
del momento en que empezó a escribir acerca del psicoanálisis. A lo largo de M1
y M2, a través de todas las escansiones y los enunciados, se orientó
fundamentalmente tomando como base el narcisismo. El goce quedó así definido
a partir del cuerpo, pero del cuerpo en tanto visto, del cuerpo presente por su
forma, del cuerpo del Estadío del espejo. En Lacan, el cuerpo era ante todo
aquello que se ve, a diferencia del organismo. Y es allí donde se produce un
vuelco de primera importancia, cuando se ve como forzado a hacer bascular el
goce en el registro de lo real. El goce queda entonces definido por el cuerpo, sin
duda, pero por un cuerpo por entero situado por el sui-goce, el goce de sí, por el
hecho que el cuerpo se goza sin mediación, precisamente sin la mediación del
otro que ve, aun cuando ese otro sea yo mismo.
En el fondo, el Estadío del espejo, tal como Lacan lo escribió, es un
fenómeno dialéctico, donde yo me veo como el otro me ve. Ocurre algo por
completo distinto si se define el cuerpo a partir de ese goce de él mismo. Allí,
tropezamos con un término inmediato, que no apela al otro. A partir del
momento en que el goce bascula en el registro de lo real, es decir, a partir del
momento en el que ya no llegamos a incluirlo en el registro imaginario –o bien,

136
si lo hacemos, esa inclusión deja precisamente restos sintomáticos– ¿qué
constata Freud ? Lo que la experiencia pone en juego entonces pasa del fantasma
al síntoma.

Si tomamos como referencia la fuerza de la pulsión, como dice Freud,


digamos entonces que el fantasma es una formación imaginaria de la pulsión, en
tanto el síntoma es una producción real de la pulsión. La incidencia de lo real
expulsa la ontología a lo imaginario y con ella, todo cuanto es del orden del ser,
toda la dialéctica del ser que desembocaba, en definitiva, en la nada.
Es precisamente lo determinado por el hecho que Lacan haya acordado el
estatuto de supuestos, tanto al sujeto del inconsciente como al inconsciente
mismo, siguiendo en esto las indicaciones de Freud, para quien el inconsciente
era una hipótesis, necesaria sin duda, pero una hipótesis. Algo respecto de lo
cual se inscribe en falso la incidencia de un real que vuelve siempre al mismo
lugar, que itera en el mismo lugar –iterar, verbo, en el sentido de lo iterativo, y
no precisamente del itinerario.
En su Seminario 22, a fines de 1975 –por lo tanto, antes del Seminario “El
sinthome” –, Lacan planteaba todavía la pregunta y la cerraba más o menos así:
¿Esto quiere decir que el inconsciente, como todo supuesto, es imaginario? Es el
sentido mismo del término sujeto, supuesto como imaginario. No deja de
apreciarse la sacudida que produce en el aparato conceptual la incidencia de lo
real, puesto que claramente llega a hacer pasar el inconsciente, definido como
sujeto supuesto saber, al registro de lo imaginario, al registro del espejismo,
lugar asignado por Lacan a lo que llamará la verdad mentirosa.
Sabemos que el inconsciente puede mentir –tenemos en Freud ejemplos
clásicos al respecto–; ¿esto quiere decir que el inconsciente es imaginario? Vemos
bien que en su última enseñanza, Lacan avanza hacia esta pregunta respecto del
inconsciente: ¿será acaso un espejismo? Después de todo, ¿no tendrá que ver con
un delirio a dos, productor de una gran satisfacción, susceptible, por lo demás,
de acercarse a la satisfacción de toda la comunidad? Se estaría realizando así el
objetivo de síntesis de la particularidad y de la universalidad, al que apuntaba
Lacan en un comienzo.
En efecto, lo que se descubre ante Lacan en los últimos tramos de su
enseñanza, es que la ontología es sólo imaginaria; la dialéctica, el deseo,
responden fundamentalmente al imaginario y todo desemboca en la figura de la
muerte, acerca de la cual se dice que no es representable, calificación ella misma
formulada en términos que reenvían al imaginario. De igual manera, cuando se
dice que a no es especularizable, cuando Lacan lo elabora a ese título valiéndose
de la topología, todo implica situarlo aún respecto del imaginario.
Es en ese momento que Lacan –y aquí reside lo que lo anima en su
Seminario “El sinthome”–, INTENTA HACER PASAR EL INCONSCIENTE A NIVEL DE LO
REAL, JUNTO CON EL SÍNTOMA. En cierto modo, se trata para Lacan de captar el
síntoma como real y demostrar, a continuación, que el inconsciente no es el
imaginario de ese real, sino que se ubica en el mismo nivel del síntoma. Allí

137
reside el valor de lo indicado por él tan sólo al pasar, en el último escrito de sus
Otros escritos: “el inconsciente, real, si me lo creen.”
¿Por qué dice “si me lo creen” (à m’en croire) ? Precisamente porque el
síntoma tiene dos fases: una que compete a la interpretación y otra que releva
de algo diferente, que por el momento, a falta de algo mejor, llamaré la
constatación.
Que el síntoma sea interpretable, es del orden de la creencia. Como
sabemos, Lacan hizo un pequeño desarrollo en su momento a propósito de creer
a-creer en y la creer, pero me detengo en se cree en eso. Uno lo dice cuando se
cree que algo existe –y esto es necesario para el síntoma analítico. A diferencia
del síntoma constatable en el registro de lo universal, precisamente porque se
trata de algo que perturba el buen orden del mundo, el síntoma analítico requiere
del testimonio del sujeto y, llegado el caso, resulta absolutamente insospechable
para cualquiera sin ese testimonio. Entonces, para que el síntoma analítico
quede constituido es preciso, en primer término, que el propio sujeto lo aísle como
tal. Si lo alega para analizarse, para hablar acerca de él en la espera de llegar a
reducirlo así, es porque cree que el síntoma es descifrable. Cree que el síntoma
es del orden del sueño: habla o puede hablar. Este es un registro.
Por otra parte, la otra faz del síntoma tiene que ver con su repetición,
susceptible de ser constatada. ¿Qué es lo que se repite? Eso que llamé la última
vez el Uno de goce. No es algo que se descifre, no es algo sobre lo cual opere la
palabra, como sí ocurre sobre las formaciones del inconsciente, por la buena
razón que es una suerte de ESCRITURA SALVAJE DEL GOCE –Lacan empleó este
adjetivo, salvaje, esto quiere decir: fuera del sistema–; es UNA ESCRITURA DEL
UNO SOLO POR COMPLETO, en tanto el S2 con el que estaría en correlato sólo es un
supuesto. Es decir que LA RAÍZ DEL SÍNTOMA ES LA ADICCIÓN.

¿Lacan estaba dispuesto a considerar que esta noción de lo real no era otra
cosa que su propio síntoma? Como él decía: Podría ser mi respuesta sintomática
al inconsciente tal como Freud lo descubrió, inconsciente que no supone para
nada obligatoriamente lo real del que me sirvo. Cuando formulaba esto, se
preguntaba en qué medida la noción del síntoma como real era sólo una creencia
de él, por vía de la cual venía a responder, con la posición de ese real, al
inconsciente freudiano, aquél que se descifra.
La última enseñanza de Lacan está animada por el esfuerzo de situar el
inconsciente a nivel del síntoma, por lo tanto, de hacerlo pasar del ser a lo real,
hasta decir: “el inconsciente es real”, con el agregado de: “si me lo creen” (Cf.
Otros Escritos, Pág. 571), esto es, si hacen la misma opción que hice yo, la de
considerar que el síntoma produce ex-sistencia del inconsciente.
Pero aquí, evidentemente, la iteración no es en absoluto liberadora, como
Lacan había comenzado por creerlo. Por el contrario, es avasalladora, sojuzgante
y es a esta iteración a la que apunta Lacan cuando asimila el síntoma, a partir
de algo dicho por el analizante, a puntos de suspensión, a un etcétera.

138
Uno llega a ver entonces, en efecto, hasta dónde puede ir la
sintomatización en el psicoanálisis. A partir del momento en que reservamos al
síntoma la calidad de real, nos damos cuenta de la amplitud que podemos acordar
a la sintomatización de las categorías analíticas, acerca de las cuales Lacan sólo
avanza un esquema, pero lo hace precisamente en lo que se refiere a la función
del padre, ése del que intentó construir y proteger en el análisis el misterio, el
elemento impensable y, al mismo tiempo, el carácter organizador.
Pues bien, en esta sintomatización general de las categorías analíticas,
Lacan deja planteado como esquema que lo esencial de la función del padre es
ser un síntoma. Tal es el sentido del desarrollo que Lacan pudo hacer a propósito
de la excepción que debe representar el padre: habla del padre como excepción
porque quiere mostrar que el padre tiene el carácter de ex-sistencia, de
subsistencia fuera de; por eso necesita, en ese momento, caracterizar al padre no
por lo universal, sino al contrario, por la particularidad de su síntoma. Allí reside
el sentido de lo que pudo afirmar en términos de el padre es un perverso.
Esto quiere decir: tampoco el padre freudiano se sitúa en términos del
universal, no es el padre del universal sino por el contrario, se ubica en el registro
de la particularidad del síntoma; resulta esencial, precisamente, que no sea Dios.
Freud había mostrado la raíz de la ilusión religiosa en la función del padre
y Lacan, por el contrario, marca el espejismo divino, a considerar como
específicamente mortífero o psicotizante cuando su soporte es el padre. Es
necesario que el padre sea perverso, en el sentido en que debe estar marcado por
la particularidad de un síntoma.
Es posible asignarle una categoría a ese síntoma. Lacan habla de la
perversión paterna: reside justamente en que el deseo del padre se encuentre
ligado a una mujer entre todas, es decir, a una mujer como única. Y es en la
medida que está marcado por ese única, por ese Uno, que revela no ser Dios,
como así también no decir todo. El padre es ése que no dice todo y que por esa
vía preserva la posibilidad del deseo y no pretende recubrir lo real, es decir, no
pretende ser ontológico. En este límite reside la faz operatoria atribuida por
Lacan al padre, a título de humanización del deseo.

La iteración del síntoma, la iteración del Uno de goce, tuve ocasión de


compararla, en el transcurso de la semana cuando tuve que hablar en Londres,
a los procesos generados por los que se dan en llamar, en matemáticas los objetos
fractals 19 Se trata de objetos exactamente autosimilares, similares a sí mismos,
es decir, en los cuales el todo es análogo a cada una de las partes. Pues bien, es
en esta referencia donde voy a detenerme para dibujar la configuración del
síntoma, cuya matriz es elemental y del cual las formas, sin embargo, se
encuentran entre las más complejas que pueden encontrarse en las matemáticas.

Les doy cita para el primer miércoles de mayo.

19 - No ubicamos en español el término correspondiente a “fractals”. (N. de la T.).

139
FIN DE LA DÉCIMA SESIÓN 2011 (06.04.11)

----- ♠ -----

140
Orientación Lacaniana III, 13

Jacques-Alain Miller

Décimo Primera sesión del Curso 2011 / Miércoles 4 de mayo 2011

( XI )

El ser y la existencia no son uno, sino dos. Esto es lo que enseño este año,
a partir de la última enseñanza de Lacan. Esta bipartición, esta desnivelación
es necesaria para pensar algo que nuestra práctica impone, como es el espacio
de un más-allá-del-pase, l’outrepasse20, respecto del cual hoy estamos
convocados, en tanto analistas, a responder. Lo estamos porque son numerosos
quienes, más allá de la prueba del pase, bien superada o no, continúan en
análisis.
Es posible constatar que hay un más-allá-del-pase y el hecho de que lo
haya condiciona la experiencia analítica a partir del momento en que ella se
instaura.
En efecto, la experiencia analítica se inaugura como una búsqueda de la
verdad, búsqueda que toma la forma de una demanda, la demanda del analista:
« Dime la verdad ». Esta demanda, explícita o no, hace funcionar, favorece, se
alimenta del hecho que el paciente ponga a disposición las ocurrencias que van
surgiendo en su mente. Así, la demanda de verdad se enuncia implícitamente o
no en términos de « Dime sin adornos lo que piensas, sin miramientos ni reservas
–en bruto, de cierto modo, en estado salvaje–, y lo que así me digas será tu
verdad ».
Es una verdad del momento, del instante; el analista sabe por anticipado
que no es definitiva, que se trata de una verdad eminentemente variable –un
momento más tarde, lo enunciado será diferente–; del lado del analista hay, por
lo tanto, ese saber: mientes diciendo la verdad, y aun más: no puedes sino mentir.
Eso es lo real, así lo designamos. Llamamos real aquello acerca de lo cual
no es posible decir la verdad, como no sea mintiendo. Lo real es la razón de la
verdad mentirosa, mentirosa aunque más no sea porque variable. ¿A qué

20 - En francés, el término outrepasse queda por su sonoridad ligado, al mismo tiempo, al adverbio
OUTRE, ya en desuso (“más allá”; “además” o en sentido figurado: passer outre = “obviar”); a
la preposición OUTRE, de significado similar: “hacer caso omiso de”; “allende”; “ultra” (Cf.:
“outre-mer”: ultramar, del otro lado del océano respecto de Francia; “outre-tombe”:
ultratumba); al verbo, también poco usual, OUTREPASSER, compuesto a partir de “outre” y de
“passer” = “sobrepasar”; “extralimitarse”, incluyendo el sentido figurado de “pasarse de la
raya”. Otra posible resonancia es la que aporta el verbo OUTRER: “extremar”; “exagerar”;
“indignar”. (Dictionnaire Hachette de la Langue Française) – (N. de la T.).

141
llamamos real? A eso que sólo podemos decir mintiendo, eso que es reacio a la
verdad, al decir que es verdad.

Enseño aquí pero no enseño sólo aquí, hago una presentación de enfermos,
como se la da en llamar. Se trata de una práctica inscrita en la continuidad de
la que sostuviera Lacan, quien a su vez tomaba el relevo de otra, tradicional en
la psiquiatría de su época. Consiste en interrogar pacientes en presencia de un
público; se trata de pacientes hospitalizados, cuya estructura se supone que uno
demostrará en el curso de una entrevista, para beneficio de quienes están
cursando un aprendizaje. Esta práctica fue criticada porque, en efecto, se
inscribe en el discurso psiquiátrico. Fue Lacan quien recusó las objeciones que
habían sido formuladas a título de una cierta rebelión contra las instituciones y
después de él, la práctica se mantuvo en el Campo Freudiano.
Tengo así la ocasión, regularmente, de mantener entrevistas con sujetos
hospitalizados, que son seleccionados y se manifiestan dispuestos a este ejercicio,
que a menudo lo desean y con mucha frecuencia, sino siempre, ya vienen
marcados por un riguroso diagnóstico de psicosis. Y después de muchos años de
hacer estos ejercicios, debo admitir que ese diagnóstico me irrita en la práctica
porque se refiere al complejo de Edipo, es decir, a la función del padre
considerada en su universalidad. De esa cuestión precisamente se trata.

La universalidad como tal se sostiene en el nivel del ser. Es la


universalidad de una definición, sin garantía alguna de que una existencia
responda de ella. La existencia pertenece a un registro diferente que el de lo
universal.
¿Corresponde que el padre sea pensado a partir de lo universal, en
términos de aquél que dice “No”, como la función que erige la castración en ley
general, a un tiempo que se exceptúa de ella? Es lo interrogado por Lacan
articulando el complejo de Edipo a la construcción freudiana de “Totem y tabú”.
Volvió sobre el planteo en muchas ocasiones. En el último tramo de su
enseñanza, se sirve de las consecuencias para arrancar al padre de lo universal,
ese padre cuya mención misma, en singular, erige en totem de la universalidad.
Lacan hizo mucho en los momentos de su enseñanza que precedieron a ese
último tramo para universalizar la función del padre; incluso se llegó a hacer de
ése un rasgo distintivo del lacanismo: el planteo de la posición universal del
padre en tanto es aquél que dice “No”, aquél que libera al sujeto de su sujeción a
la relación con la madre y al goce que ella implica. Se puede decir que por lo
común es siguiendo ese rodeo que se enseña a Lacan: aquél que logró extraer, a
partir de Freud, la universalidad de la función paterna.
Muy por el contrario, la última enseñanza de Lacan arranca al padre de
lo universal y no lo hace en absoluto para instalarlo en la universalidad, sino en
la singularidad. Y allí mismo, en nombre de esa singularidad, se impone recusar
lo singular universalizante del padre: lo que hace a un padre, el de cada uno de
ustedes, es lo que singulariza su deseo respecto de una mujer entre todas las

142
demás; sólo es normativo si su deseo es singular. Es lo designado por Lacan –y
el término circuló sin que se comprenda la lógica– como su perversión (père-
version): la singularidad de cada padre respecto de la universalidad del padre.
Lacan señalaba así que para un padre, identificarse a la función universal del
padre no podía sino tener efectos psicóticos.
En el nivel de lo universal, aquél de la formulación para todo x... –si lo
enunciamos en los términos de la cuantificación–, se obtiene por cierto una
verdad universal, pero no por eso más operante, puesto que no garantiza
existencia alguna. En el nivel de lo universal, ustedes pueden, sin duda,
establecer el ser del padre. Pero la existencia de un padre funcionando como tal
es otra cosa, a ubicar en el registro de la singularidad. Y es esta singularidad la
que merece ser calificada de perversa, por cuanto desmiente, recusa toda norma,
todo standard, todo para todo x...

Llegados a este punto, conviene ponerse de acuerdo acerca de la diferencia


entre el ser y la existencia.
El ser se ubica en el nivel de lo universal y ese nivel, de por sí, es
indiferente a la existencia: una definición es válida incluso si ningún ser viene a
inscribirse en ella. Se trata de aquello que la lógica llamada moderna puso de
relieve respecto de Aristóteles; Lacan se valió de ella porque respondía a lo que
le indicaba la experiencia.
La existencia, por su parte, se sitúa en el nivel de la singularidad. Me
corresponde constatar entonces que cuando hago esa presentación de enfermos,
me esfuerzo para no seguir las reglas establecidas por el diagnóstico de psicosis.
No porque lo recuse –puedo admitirlo, por supuesto; me basta para ello
considerar las coordenadas prescritas por la clínica universalizante, que traza
una demarcación infranqueable entre psicosis y neurosis–, sino porque me
esfuerzo en desbaratar la inscripción del caso en la universalidad. Al hacerlo,
reduzco a nada el universal, para focalizar la singularidad e incluso la invención
original de la que da cuenta el sujeto en cuestión, ése que en un momento dado
se encontró confundido, perdido, suicidario, loco de veras, hasta el punto de
solicitar, en ciertos casos, la hospitalización, pedir ser recibido por la institución.
Pero ese sujeto, hasta ese momento, había inventado algo singular que sostenía
la función paterna para él y que le permitía poner en orden su experiencia, la del
mundo. Y en los hechos, no hay dos que sean semejantes. Para darse cuenta, es
preciso borrar el saber que captamos del universal.

Aquello que Lacan, en último término, llama el padre, se sitúa como


excepción y existencia respecto de la universalidad. El padre no es lo universal,
sino aquello que se sostiene en tanto singular fuera de lo universal. Es la función
la que se ubica en lo universal, pero la función no se encarna, no opera sino en la
forma de la singularidad.
Esto quiere decir que no conviene ahogar la existencia en nuestra creencia
en el todo –“eso vale para todos” –, sino sustituir el punto de vista del todo por el

143
del Uno. Es la indicación presente en la saeta, en la breve oración de Lacan:
“Hay de lo Uno” (Il y a de l’Un). La tomo aquí, en el registro clínico, como una
invitación a dejar de lado el totalitarismo de lo universal en beneficio de la
singularidad del Uno.
Considerar el padre –con ese artículo definido singular que lo remite a la
esencia– en el nivel del Uno, lo reubica en el nivel del síntoma. *
La enseñanza de Lacan, inaugurada con su escrito “Función y campo de la
palabra y del lenguaje”, culmina en el fantasma y prescribe al análisis un final
que se traduce en la noción de un atravesamiento de ese fantasma. Es en el
registro del fantasma donde supuestamente se produce el desenlace de la
cuestión del ser para el sujeto, su ¿quién soy?
El ser se presenta esencialmente bajo las formas de una pregunta, que
requiere respuestas eminentemente variables y convergentes en una cierta nada
o en algo que se llama el objeto a, una cierta modalidad de ser que es todavía un
semblante.
La última enseñanza de Lacan tiene otra brújula: la del síntoma,
inaugurada con esa pequeña oración que reza: Hay de lo Uno. El síntoma no es
una pregunta, sino la respuesta de la existencia del Uno que es el sujeto.
Por mi parte digo que esto, del lado del analista, condiciona desde el
comienzo las modalidades de su quehacer. No es lo mismo orientarse tomando
la perspectiva del fantasma, siguiendo la línea de la cuestión del ser, que hacerlo
a partir de del síntoma como respuesta de la existencia. Esto tampoco quiere
decir que se pueda hacer intervenir un cortocircuito.
En el registro del fantasma, toca resolver la cuestión de las significaciones
del ser soportadas por el deseo. Esas significaciones son susceptibles de una
resolución que, en todos los casos ... Sucumbo aquí al universal; lo parcializaré
diciendo: en todos los casos donde hay fantasma, donde hay cuestión del ser,
donde el sujeto imagina ser el único que debe responder a ella, esa resolución
tiende a la nada, a eso que Lacan designaba en sus términos como des-ser
(désêtre).
La cuestión del ser, en todos los casos donde llega a plantearse, desemboca
en el des-ser. Es una resolución ontológica, percibida como tal muy
ampliamente, más allá del círculo lacaniano; en su condición de actividad de
reducción, de concentración, llegó a ser calificada de shrinkage (contracción,
merma), al punto de llegar a ver en el analista una suerte de reducidor de cabezas
–una manera de expresar esta resolución ontológica. Y cuando nos las vemos
con un neurótico, a quien le abrimos la posibilidad de decir todo cuanto se le
ocurra, con esperar alcanza, por lo general, para llegar al des-ser.
Pero a nivel del síntoma, precisamente, no hay resolución por la vía del
des-ser. El des-ser no toca la existencia. La vía que nos indica Lacan en los
últimos años de su enseñanza, precisamente se centra en el síntoma, es decir, en

* - N. de la T.: Conservamos la grafía del término equivalente a la que figura en el original


francés, symptôme, la única que aparece a lo largo de esta Sesión XI.

144
la existencia y no en el ser. El síntoma no responde a las formaciones de la
palabra, si puedo decir así; es correlativo de una inscripción, por cuanto es
permanente y esto lo distingue, en efecto, del sueño, del chiste, del lapsus, del
acto fallido. Por eso mismo, obliga a ir más allá de la función de la palabra en el
campo del lenguaje: es el síntoma el que obliga a introducir en el campo del
lenguaje la instancia de la escritura, dada su permanencia.
Se trata precisamente de lo que condujo a Lacan a no darse por satisfecho
con decir que el inconsciente era el discurso del Otro, para hacer de él también
un saber. También por eso se apartó de la concepción del inconsciente sólo en
términos de verdad –es una verdad del momento, verdad que se reniega, que
incluso se reprime–; podemos hablar mucho todavía acerca del inconsciente en
términos de verdad, pero el síntoma hace objeción a que podamos considerar todo
el inconsciente en el nivel de la verdad.
Freud intentó hacerlo. Encontró como objeciones la permanencia del
síntoma una vez interpretado y tuvo que inventar la reacción terapéutica
negativa, para dar cuenta de la resistencia del síntoma a evaporarse cuando ya
su verdad había sido despejada. La última enseñanza de Lacan, por el contrario,
toma su punto de partida en esta resistencia y nos invita a volver a pensar el
psicoanálisis a partir de allí. En primer término, volver a pensar el inconsciente:
no hacer de él el discurso del Otro, sino un saber.
¿Saber, en qué sentido? Se lo puede entender –y es por lo demás así que
Lacan lo introduce– como ese saber que acuerda sentido, que completa un
significante S1 por un S2, un significante de saber que da sentido al primero.
Pero hay otra definición del saber, que no pasa por esta donación de
sentido, donación que resulta ser impotente cuando se trata de reabsorber
aquello que el propio Freud designaba como restos sintomáticos. Es lo que obliga
también a definir el saber como la única reiteración de S1, de una identidad de
sí consigo mismo (de soi à soi), que se mantiene y constituye el fundamento
mismo de la existencia.
Es aquí donde Lacan nos invitó a pensar el inconsciente ya no a partir de
lo que acuerda sentido, a partir de la verdad, sino como aquello que consiste en
un significante que puede inscribirse a partir de una letra. Varió sus
formulaciones al respecto. No lo avanzó de entrada, buscó cómo adecuar el
planteo y habituarse a él; le llevó años llegar a plantear, en dirección opuesta a
la de su enseñanza más reconocida, que correspondía pensar el inconsciente a
partir de la reiteración en bruto y no de la donación de sentido. Si alcanzó a
decir, en su último escrito, incluido en la compilación titulada por mí “Otros
escritos”, que el inconsciente es real, es porque eligió ubicar el inconsciente en el
registro del síntoma, del síntoma que perdura después de la interpretación,
después de la verdad.

En los comienzos de su práctica, Freud no se había visto nunca


confrontado a esta cuestión. Fue cuando los análisis comenzaron a prolongarse
en su duración que llegó a ponerse en contacto con ella, algo que lo forzó a

145
reformular su tópica, a inventar una Segunda Tópica, para tratar de dar cuenta
de esta existencia más allá de la interpretación, la del síntoma como reiteración.
Lacan retomó de la boca de uno de sus pacientes una fórmula que adoptó,
según la cual síntoma y los puntos suspensivos eran equivalentes, el síntoma
equivalía a una suerte de “etcétera”. Es una manera de expresar, a partir de
signos de puntuación, de la escritura, que la palabra –aquélla que el analista
solicita y que en la experiencia le es acordada–, depende de una escritura, se
articula con la permanencia de un síntoma que itera. Una iteración es una acción
que repite un proceso; una vez desvanecidos los espejismos que se disipan en el
des-ser, queda la iteración.
La iteración del síntoma implica –o al menos puede tomar por referencia–
un semel factif: un acontecimiento singular, único –semel significa en latín una
vez–, con valor de traumatismo. El último tramo de la enseñanza de Lacan nos
incita precisamente a discernir, más allá del fantasma, ese semel factif,
designado por la clínica como traumatismo en tanto encuentro con el goce. Es
por lo demás allí donde reside la diferencia entre el goce –en el sentido de Lacan–
y la libido freudiana: en todos los casos, corresponde reenviar el goce a un
encuentro, a un semel factif; ese semel factif del goce que se mantiene intacto,
como detrás y a distancia de toda dialéctica.
El síntoma, lo que de él queda una vez interpretado, cuando ya fue
atravesado el fantasma, una vez conquistado el des-ser, ese síntoma no es
dialéctico; representa y repercute ese “una sola vez”. Y cuando viene a quedar
discernido, cuando en la experiencia y en la palabra, claro está, es capturado en
su forma más pura, entonces muestra que es, como se dice en matemáticas,
autosimilar –no vayan a escribir autosimiller–, es decir, uno se da cuenta que la
totalidad es similar a una de las partes, condición que lo determina como fractal.

Más allá del pase, cuando nos ocupamos de lo que queda, es esto lo que
encontramos: el síntoma como autosimilar, algo que permite divisar bajo qué
forma y manera todo cuanto recorrimos repercutía esa misma estructura.
Se trata de algo que tiene consecuencias para la escucha del analista, como
se dice. Hay una escucha que se sitúa en el nivel de la dialéctica; hace alianza y
sigue las variaciones de la ontología del discurso del paciente, de aquello que
cobra sentido para él. Después, ese sentido envejece, se marchita, se desvanece
y, de una manera general, esa ontología se dirige hacia el des-ser, con los efectos
que de allí se desprenden, a la vez de depresión –por no haber deseado más que
viento–, pero también de entusiasmo, por haberse liberado de lo que pesaba sobre
la vida libidinal.
Por cierto, el analista puede entonces precipitar esta interpretación para
el analizante, mediante intervenciones que la favorecen y que son siempre
interpretaciones de des-ser. Pero hay una segunda escucha, la escucha de la
iteración, que se dirige hacia la existencia. El analista circula entre las dos
escuchas, porque hay allí dos dimensiones que sólo están empalmadas por un
hiato, una abertura.

146
Hay una dimensión, como dice Lacan en su penúltimo escrito, “Joyce, el
síntoma”, donde el sujeto vive del ser (vit de l’être) y juega con el equívoco de la
homofonía para decir al mismo tiempo: vacía el ser (vide l’être) –vive del ser y lo
vacía y nosotros lo acompañamos en ese vaciamiento al que está destinado.
Pero hay otra dimensión, aquélla donde –¿cómo decirlo?–, el sujeto tiene
un cuerpo y es preciso pasar por la diferencia entre el ser y la existencia para
acordar su valor a la diferencia entre el ser y el tener.
Tener un cuerpo se ubica del lado de la existencia. Es un tener sólo
marcado a partir del vacío del sujeto; es la razón por la cual, cuando Lacan
abandonó el término de “sujeto de la palabra”, forjó esencialmente el de
hablanteser (parlêtre). Separó la raíz de lo que designaba al sujeto como “falta
en ser” (manque-à-être) y marcó con el término de hablanteser que ese sujeto no
tiene de ser sino aquello referido a la palabra, pero que sólo puede tomar posición
como tal –es al menos lo que dejó implicado– a partir del cuerpo, de su “tiene un
cuerpo”.
¿Qué hace con ese cuerpo que tiene? Ese cuerpo está esencialmente
marcado por el síntoma y es por eso que el síntoma puede ser definido como un
acontecimiento del cuerpo. Esto supone que ese cuerpo está marcado por el
significante, es decir, por la palabra en la medida en que vino a inscribirse y, por
consiguiente, puede venir a quedar representada por una letra. Es esta
inscripción la que merece ser calificada de inconsciente freudiano.

Les hago notar que todo esto procede de la saeta de Lacan, esa breve
oración “Hay de lo Uno”. “Hay de lo Uno” significa: más allá del des-ser, existe,
permanece, queda, el síntoma, el acontecimiento del cuerpo. Esa formulación
constituye, además, el primer paso de otra: “No hay relación sexual”, que es en
el fondo consecuencia de la primacía del Uno, en tanto marca el cuerpo de un
acontecimiento de goce.
Ese Uno –ustedes lo saben– no es el Uno de la fusión, aquél que del dos
haría el Eros, el que tomó por referencia Freud y al hacerlo tuvo que hacer surgir
a su lado, Thanatos para contrarrestar la fusión. Lacan da cuenta de esto
diciendo: “Hay de lo Uno”, es decir, no hay dos, no hay relación sexual.
Es entonces en la soledad del Uno único donde toma su punto de partida
el último tramo de la enseñanza de Lacan: el Uno único que habla solo.
En el análisis, existe el dos, se le restituye algo del dos simplemente
porque se le agrega la interpretación, se le agrega a ese Uno único, durante el
tiempo que es preciso, el S2 que le permite producir sentido. Y es esto justamente
lo que da acceso a la experiencia de lo que no se resuelve así: se lo inscribe en un
saber (savoir), se le acuerda sentido (sens), pero para llegar al cese del saber (dé-
savoir) y al cese del sentido (dé-sens).

Hay en el síntoma un Uno opaco, un goce que como tal no es del orden del
sentido y, para aislarlo, es preciso hacer los rodeos que prometen la dialéctica y
la semántica. Suele ocurrir que el análisis, procediendo así, satisfaga en función

147
del sentido que libra. Es una forma de engaño. Precisamente, se trataría de que
el más-allá-del-pase, la prueba que él vendría a sancionar, retrace los meandros
de lo designado en su momento por Lacan como las verdades mentirosas del
acceso al des-ser, pero apuntando a la vez a culminar en la asunción de aquello
por lo cual lo real es rebelde a lo verdadero. Se puede designar esto como el
destino. En todo caso, sería otra manera de habitar la prueba dejada por Lacan
a sus alumnos bajo el nombre de “pase”, habitarla como un más-allá-del-pase,
más allá del fantasma, en tanto asunción de la ausencia de sentido (assomption
du non-sens) de este Uno que itera en el síntoma sin ton ni son.

Hasta la semana próxima.

FIN DE LA DÉCIMO PRIMERA SESIÓN 2011 (04.05.11)

----- ♠ -----

148
Orientación Lacaniana III, 13

Jacques-Alain Miller

Décimo Segunda sesión del Curso 2011 / Miércoles 11 de mayo 2011

( XII)

Hoy no quiero dar un paso adelante, sino en todo caso hacer una
retrospectiva para situar el punto donde me encuentro en lo que pienso, sin duda,
y lo que pienso hoy es lo siguiente: fui formado por la enseñanza de Lacan a
concebir el sujeto como una falta-en-ser, es decir, como no sustancial, y este
pensamiento, esta concepción, tuvo incidencias, puede decirse incluso una
incidencia radical en la práctica del análisis.
Pienso que en la última enseñanza de Lacan, es decir, en sus indicaciones
que en la medida en que se van haciendo, con el transcurrir del tiempo, cada vez
más parcelarias y enigmáticas requieren del propio esfuerzo, la falta-en-ser,
aquello que constituye la mira de la falta-en-ser, desaparece. En reemplazo de
esta categoría ontológica, hablando con propiedad, ya que es cuestión de ser,
aparece la del agujero, que si bien guarda relaciones con ella se ubica en un
registro diferente del ontológico.
Y esto es, en consecuencia, lo que vuelvo a encontrarme obligado a pensar:
la relación, la filiación y la diferencia que sin embargo guardan entre sí la falta-
en-ser y el agujero, término con el que Lacan quería, en su última enseñanza,
definir lo simbólico como tal.
El hecho que haya recurrido al nudo buscando representar lo que llamaré,
para divertirme, el estado de su pensamiento, no hizo sino concederle tanta
mayor insistencia a esta categoría de agujero, ya que cada uno de los anillos de
cuerda de los que se adueñaba, puede considerarse como hilado alrededor de un
agujero. Esto es lo que entreveo desde el punto donde me ubico: que la renuncia
a la ontología lo condujo de la falta-en-ser, al agujero, algo que todavía queda por
pensar.

Ese punto donde estoy, es también aquél donde me ubico en mi práctica


del ejercicio del psicoanálisis y allí veo bien que cambié. En el fondo, mi primera
práctica se reguló sobre el deseo, entendido como aquello que se trata de
interpretar, sin desconocer –instruido como estaba por Lacan– que interpretar
el deseo es también acordarle ser. En ese punto, la interpretación es
creacionista.
Si mi práctica evolucionó, no es por el hecho de haber abandonado la
interpretación del deseo, sino por haber dejado de ordenarse en función de ella,
para hacerlo a partir de un término respecto del cual no es posible para el
analista prevalerse de acordarle ser, un término que destituye al analista de ese
poder creacionista conferido por la interpretación del deseo y que es una cierta

149
potencia de la palabra, la suya propia, que es sin duda necesario aprender a
adquirir. Es lo que se enseña en las supervisiones. Después de todo, lo que ellas
enseñan no es, esencialmente, el arte del diagnóstico, aun cuando allí resida para
el debutante su preocupación, porque quiere saber con qué tipo de sujeto tiene
que vérselas; pero lo que uno procura esencialmente pasarle es el método para
que su palabra adquiera potencia, que pueda ser creacionista.
Si lo resumimos, ese método es elemental: es necesario aprender a
callarse. Es preciso que la palabra sea escasa para que tenga alcance, para que
pueda retener la atención del paciente, aun cuando esa atención que preste
venga a dejarlo por fuera de aquello que surge para él como formación del
inconsciente.
Como lo señala Lacan en su último texto, que Uds. encontrarán incluido
en los « Otros Escritos », p. 571: basta poner atención en el inconsciente para
venir a encontrarnos fuera de él y eso es, sin embargo, lo que se trata de obtener
por la interpretación.
Pero –decía yo– hay un término respecto del cual Uds. no pueden
prevalerse de acordarle ser. Ese término es el de goce. Allí, tienen que desistir
de toda intención creacionista y volverse más humildes. Sería necesario sustituir
« interpretar » por algún otro verbo, pero ocurre que llegados a este punto
desfallecen; quizá podrían reemplazarlo por « constatar », « delimitar »… Ese
vocabulario no me satisface: querría encontrar uno que dijese mejor de qué se
trata para un psicoanalista, respecto de ese término que va más allá de la
ontología.
Tengo mi ontología –dice Lacan– y agrega que no tendría por qué no ser
así, ya que todo el mundo tiene una, ingenua o elaborada. Cito aquí el Seminario
de « Los cuatro conceptos… », pág. 69. La enseñanza de Lacan, la que se enseña,
se sostiene a nivel de la ontología. Es en el momento en que Lacan desiste de
ella, hacia el final, que en cierto modo uno pierde pie. Es la razón por la cual
quiero persistir en este punto antes de procurar ir más adelante.
Lacan inscribió su ontología en la línea del intento de Freud de dar cuerpo
a la realidad psíquica sin sustantificarla. Y cada uno de estos términos merece
ser interrogado.
No sustantificar la realidad psíquica es, precisamente, no psicologizarla y
ninguno de los esquemas propuestos por Freud para articular la realidad
psíquica, ni siquiera aquél en forma de huevo que decora su Segunda Tópica –el
Yo, el Ello, el Superyo– debe dar lugar a una diferenciación en el aparato; la idea
de que aquí no se trata de sustancia, esto es, de aparato diferenciado en el
organismo para encarnarlo, conduce a rechazar los intentos de asentar la teoría
freudiana en una investigación del funcionamiento del cerebro. No faltan hoy
investigadores que intentan validar las intuiciones de Freud; buscan localizar
con precisión las instancias que él llegó a distinguir y lo hacen valiéndose del
conjunto de recursos visuales a los que les da acceso la tecnología desarrollada
en las últimas décadas. Se trata de un intento de dar cuerpo a la realidad
psíquica sustantificándola. Lacan, por el contrario, en el transcurso de su

150
primera enseñanza, procuró elaborar lo que podríamos llamar un ser sin
sustancia.
¿Qué quiero decir con esta expresión? Indico así un ser que no postula
existencia alguna. No es seguro que el término « existencia » resulte más claro
que el de « sustancia », de modo que buscaremos precisar. En el fondo, es el
concepto de un ser sin real, digamos, de un ser –el del sujeto– que sólo se inscribe
diferenciándose de lo real y en tanto se plantea en el registro del sentido. En
definitiva, es en ese registro donde se funda la ontología de Lacan: es una
ontología semántica.
Lacan fue a buscar en Freud con qué sostener el término de « ser ». Pudo
compulsar la obra de Freud –que no es pródiga en semejantes referencias– y dio
con ese fundamento en el Capítulo VII de la Traumdeutung, en el punto E), allí
donde Freud aborda los procesos primario y secundario y se ocupa de la
represión. En ese momento, su pluma trae la expresión Kern unseres Wesen, el
núcleo de nuestro ser. Adueñándose de ese legomenon, de esa forma de ejemplo
único, ya que hasta donde sé no fue planteado sino esa única vez por Freud,
Lacan se vale de él para decir que la acción del analista va al corazón del ser y
que en función de eso lo implica a él mismo.

Para captar de qué se trata, retomemos ese pasaje de Freud; les propongo
hacerlo desde la última traducción de Jean-Pierre Lefèvre, publicada en las
Éditions du Seuil, que empecé a consultar y encuentro especialmente
recomendable.
¿Dónde se inscribe exactamente esta expresión, el núcleo de nuestro ser?
Abrevio, porque sería necesario hablar del conjunto del capítulo, de toda esta
parte E), pero... Digamos que se inscribe en la diferencia, en la distancia definida
por Freud entre dos procesos psíquicos, el primario y el secundario. En
definitiva, poco importa cómo los define: el propio Freud reconoce el carácter
ficticio de su construcción teórica. Sitúa el proceso primario como aquél cuyo fin
es el de evacuar la excitación, etc., pero agrega que no existe un aparato psíquico
que posea sólo el proceso primario, se trata de una ficción teórica. Su carácter
de ficción no impide pensar que los procesos secundarios –pasa entonces al
plural– se despliegan más tarde. Está así presente la idea de una orientación
temporal: un primer momento y un después, y entre uno y otro una laguna, una
distancia. Los procesos secundarios se despliegan más tarde e inhiben, corrigen,
dominan a los primarios.
Conservemos sólo esto. La idea según la cual hay algo del orden primario
y que viene, como por encima, a implantarse un aparato que opera sobre ese dato
primario y explica que haya algo propio del registro inconsciente, que el
inconsciente no se encuentre a libro abierto. Es en ese momento que introduce
la expresión “el núcleo de nuestro ser”, situándolo en el nivel primario, es decir,
antes que intervenga un aparato, una configuración susceptible de retener esos
procesos, de desviarlos y orientarlos. El núcleo de nuestro ser, para Freud, está
en el nivel primario, en tanto ese nivel estaría constituido –traduce Lefèvre– por

151
movimientos deseantes inconscientes, acerca de los cuales Freud precisa a
continuación que surgieron de lo infantil.
Si inventamos una ontología, allí tenemos los términos según los cuales
podríamos situarla: el núcleo de nuestro ser es del orden del deseo y de un deseo
que permanece como imposible de captar y refrenar, pese a lo secundario que
venga a implantarse.
Esto es así de manera tal que, para Freud, la realidad psíquica viene a
quedar obligada a plegarse al deseo inconsciente. Hay allí el ejercicio de un
dominio –dice Freud–, afirmación que encontrará en Lacan una repercusión
incesante; incluso en sus esquemas de los cuatro discursos Lacan buscará
inscribir que el significante amo es impotente en cuanto a dominar el saber
inconsciente. Puesto que dominarlo es imposible, sólo le queda permitido al
proceso secundario dirigir, hacer desviar los procesos primarios hacia lo que
designa como los gustos más elevados, que más tarde llamará sublimación.
Sólo retengo esto: el hecho que para Freud, el núcleo de nuestro ser se
sitúa en el nivel del deseo inconsciente, un deseo que nunca puede ser dominado
ni anulado, sólo puede ser dirigido; eso es lo que Lacan se proponía hacer, cuando
enunciaba su manera de pensar su práctica bajo el título de “La dirección de la
cura...”
La primera enseñanza de Lacan, aquélla iniciada con “Función y campo
de la palabra...” y que marcó los espíritus, la opinión, culmina en definitiva en
una enseñanza fundada en el deseo como constitutivo del sujeto. Y en la medida
en que procuro, justamente, hacer oscilar esta ontología Lacaniana –como el
mismo Lacan lo hizo, como se vio conducido a ir más allá de ella–, iré a extraer
de sus consideraciones una definición ontológica según la cual el ser es el deseo.
Allí reside precisamente la razón por la cual, cuando se ocupa
puntualmente de la expresión freudiana “el núcleo de nuestro ser”, Lacan puede
decir –lo hace en una proposición muy corta, intercalada en otra, bajo la forma
entonces de inciso–: no cabe inquietarse pensando que me expongo aquí, una vez
más, a los adversarios siempre felices de reenviarme a mi metafísica. En el
fondo, Lacan desafía a esos adversarios haciendo parada con su metafísica.
Vuelvo a encontrar aquí la misma expresión que lo muestra asumiendo esa
metafísica en el discurso con el cual presentara su “Informe de Roma” sobre
“Función y campo de la palabra...”; evocaba entonces al analista debutante, a
quien su análisis personal –era la expresión que empleaba– no le vuelve más
fácil que a cualquiera elaborar la metafísica de su propia acción.
Es preciso escuchar allí el enunciado de su ambición: elaborar la
metafísica de la acción analítica, es decir, determinar el ser sobre el que opera
esta acción; diría incluso que el término acción implica, aquí, el de causa. ¿Cómo,
a partir de lo que hago como analista, puedo ser causa de una mutación, de una
transformación, de un efecto eficaz que toca el núcleo del ser? Y de entrada
advertía que abstenerse de elaborar la metafísica de la acción analítica, sería
escabroso porque equivaldría a hacerlo sin saberlo. Algo que tiene su parecido
con el argumento según el cual es necesario filosofar, porque de no ser así, es

152
preciso hacerlo de todos modos para demostrar que no es necesario. El recurso
a este argumento determina que una vez situados en esa dimensión, ya no es
posible salir de ella.
Pues bien, es así como Lacan concebía, en el punto de partida de su
enseñanza, lo que daba en llamar una metafísica y el hecho que no se puede no
elaborar la metafísica del psicoanálisis.

¿Cómo entenderlo? ¿Cuál es el ser sobre el que pretendemos actuar


mediante el psicoanálisis? Inspirados en esta interrogación, encontramos la
función de la palabra. El psicoanálisis supone que el recurso de nuestra
operación es la palabra, pero la intensidad con la cual Lacan promovió la función
y el campo del lenguaje, se funda en que para él esta asignación lingüística
estaba inscrita en el marco de la metafísica del psicoanálisis. Se pretendió
reducirla a una explotación de la lingüística, pero aquello que vino a ser
formulado como una respuesta –la función de la palabra y el campo del lenguaje–
, estaba animado por la cuestión metafísica que señalé, esto es: cuál es el ser
sobre el cual esa operación pretende actuar.
Es en ese momento que Lacan aplica un axioma según el cual no puede
haber allí acción de un término respecto del otro si no hay homogeneidad entre
ellos; debe haberla entre la acción del analista y el ser al cual se aplica para que
el análisis sea eficaz –y que lo sea constituye el presupuesto empírico de su
discurso. El psicoanálisis es eficaz. Por consiguiente, es preciso que haya
homogeneidad, es decir, es necesario que esta acción y el ser al cual se aplica
sean de un mismo orden de realidad, de un mismo orden ontológico.
Entonces, ¿qué acción es ésta? Lacan la centraliza e incluso la reduce a la
interpretación, es decir, a la donación de otro sentido a lo dicho. En este punto,
si aislamos la interpretación como el núcleo de la acción analítica, debemos decir
que opera en el registro del sentido y la metafísica analítica debe conllevar que
el ser es sentido. Dicho de otro modo, el psicoanálisis implica una ontología
semántica y lo designado por Lacan como sujeto es, precisamente, ese correlato
de la interpretación: un sujeto que sólo tiene ser por la interpretación, por el
sentido –y se trata de un ser variable en función del sentido. No hay nada allí
que corresponda al registro de la sustancia, nada que tenga la permanencia de
ella.

¿En qué términos pensar entonces este ser del sentido, como no sean
aquellos que lo distinguen del orden de lo real? Ya sea que la consideremos como
intuición o como axioma, en el fondo es ésa la primera posición que orienta a
Lacan, tal como pueden encontrarla formulada en los “Otros Escritos”, pág. 136:
la de una distancia entre lo real y el sentido que le es acordado, una distancia
entre dos órdenes: el de lo real y el del sentido. Lacan la comentará sin cesar, en
tanto muestra el hiato presente allí, entre real y sentido, dado como un
arbitrario, utilizando un término de Saussure. En un momento dado, buscará
incluso reconocerle una libertad inherente al sujeto; en todo caso, lo real no

153
decide el sentido, hay entre uno y otro una laguna, un hiato que nos permite
reconocer lo que designamos como dos órdenes, dos dimensiones que no se
comunican. Así también, a partir de Descartes había sido posible distinguir el
alma y el cuerpo y plantear, además, su unión; pero aquí, en este primer tramo
de la enseñanza de Lacan, real y sentido se distinguen sin que llegue a haber
unión entre uno y otro.
El eje de la acción analítica ubicado en la donación de sentido supone una
escucha por parte del paciente ajustada a esos términos, enmarcada en la
atención acordada al sentido que le da al reparto de cartas que su nacimiento le
asignara, así como a los acontecimientos que vinieron a marcar su desarrollo y a
las modalidades semánticas según las cuales comunica lo que vive; atención que
también tendrá en cuenta las variaciones introducidas en la donación del
sentido.
En segundo lugar, del lado de la interpretación, el lado de lo que les toca
hacer a ustedes, se trata también de dar sentido. Si bien desde ese punto de
vista es algo homogéneo respecto de la donación de sentido efectuada sin cesar
por el sujeto, su finalidad es la de llevar a cabo, efectuar un advenimiento del
ser, es decir, hacer ser aquello que no era, pero respecto de lo cual ustedes pueden
inferir que quería, podía, buscaba ser y el sujeto –entre comillas– no se lo
confesaba. De modo que ustedes se encuentran, en tanto analistas, en relación
con ese ser menor que no llegó a efectuarse y del cual serían el partero, aquél que
permite advenir al ser. Se trata de un hacer ser que pasa por la acción de la
palabra.
De toda evidencia, Lacan volvía a encontrar allí todo cuanto había podido
ser elaborado acerca de los poderes poéticos de la palabra, en contraste con su
valor realista, así como la puesta en valor, por el contrario, de la creación. En
un primer momento, Lacan evocaba ese ser como capturado en el engranaje
propio de las leyes del bla-bla-bla –es así como lo llama entonces–; más tarde, en
efecto, procuró enunciar una a una, en su orden, las leyes del bla-bla-bla; lo hizo,
en particular, aportando una forma esquemática de la metáfora y de la
metonimia, todo un aparato, toda una mecánica de las leyes, presentado con la
construcción de los signos + y ─ . Lo articuló como la arborescencia de un
grafo, el grafo del deseo y lo hizo repercutir de diversas maneras, a cada una de
las cuales uno puede consagrarse por su valor propio. Pero el hilo conductor
subyacente allí es la doctrina del inconsciente según la cual el inconsciente
pertenece al orden del sentido, es un fenómeno de sentido, semántico. En su
discurso inicial, Lacan emplea el término de fenómeno a propósito del
inconsciente, yo agrego el de semántico.

Una vez más, a mí mismo me llevó mucho tiempo articular, desarticular y


volver a armar las construcciones de Lacan referidas a sus engranajes
lingüísticos, cada uno de los cuales merece ser retenido por lo que es. Pero
apunto, llegado aquí, a un nivel más elemental, a un objetivo primario, un
abordaje en cierto modo inmediato de aquello que está en juego en la práctica y

154
fundamenta las construcciones de Lacan a lo largo de sus formulaciones,
llevándolo a plantear la equivalencia entre inconsciente y sujeto, es decir, que
tanto el inconsciente como el sujeto –o en tanto que sujeto–, tiene que ser.
Se trata, por cierto, de una intuición muy restringida, pero en condiciones
de sostener, por su propia naturaleza, la experiencia analítica en su sucesión, en
la secuencia material de las sesiones. Allí se trata de hacer ser, a partir de algo
cuyo ser es bien preciso suponerlo en términos de una falta-en-ser, en tanto el
deseo freudiano, calificando el núcleo de nuestro ser, toma así el sentido de un
deseo de ser, de un deseo ontológico.

¿Qué es lo que puede conferir el ser al deseo de ser?


Una primera respuesta formulada por Lacan fue: el reconocimiento. El
deseo como deseo de ser es un deseo de reconocimiento, es decir, que venga a ser
ratificado por el otro de la palabra, por aquél a quien se dirige, aquél que lo
interpreta y, por consiguiente, la satisfacción del deseo es el reconocimiento;
término este último que de toda evidencia Lacan heredó de Hegel, pero en este
punto me ocupo de reconstituir una lógica primaria donde se sostiene la primera
enseñanza de Lacan. Siguiendo esta línea, se puede decir que alcanzado el
reconocimiento, el análisis puede encontrar su fin y lo encuentra en una
satisfacción: aquélla que le procura el reconocimiento.
Mucho más tarde, Lacan también propondrá considerar el fin del análisis
como un asunto de satisfacción.; lo formulará así incluso en su último escrito
publicado, al que me refería hace un rato; pero se tratará entonces de una
satisfacción por cierto muy a distancia de la que subrayo aquí.
Ya en el primer tramo de su enseñanza hay un ruptura, la superación de
un obstáculo, de un límite, hay un más allá del reconocimiento que opera en un
punto muy preciso, a ubicar en su Escrito “Dirección de la cura...”. Allí evoca el
reconocimiento y también la razón por la cual su opción es la de desprenderse de
ese peso. Lo hace en el momento de distinguir entre deseo y demanda, cuando
se da cuenta de que el reconocimiento es lo que el deseo demanda, pero que
precisamente el alcance del deseo va más allá de la demanda y ninguna
satisfacción de la demanda, ni siquiera aquélla de la demanda de reconocimiento,
está en condiciones de satisfacer el deseo.
Se produce entonces un desplazamiento que va del reconocimiento del
deseo a su causa, de modo que el término causa promovido entonces por Lacan,
viene a ocupar el de reconocimiento y se trata allí de un desplazamiento,
hablando con propiedad, ontológico.
Llegado a ese punto, Lacan no se da por satisfecho con la definición del
núcleo de nuestro ser por el deseo, a contrapelo de lo que había ido a atrapar en
uno de los primeros escritos de Freud, aquél incluido en la Traumdeutung.
Ese desplazamiento ontológico adviene cuando comienza a resultar
evidente que el deseo es sólo un efecto, que no es una ultima ratio, una razón
última del ser, sino un efecto de significante capturado en los rieles de la
conexión entre significantes, es decir, los de la metonimia. Desde este punto de

155
vista, el Escrito “La instancia de la letra en el inconsciente...” y la definición del
deseo allí propuesta, oponen un desmentido a la dialéctica del reconocimiento.
Esta construcción inscribe el deseo en el nivel de la significación, con su
valor de reenvío; Lacan la transcribió valiéndose de esta fórmula: entre
significante y significado no hay emergencia ni aparición, hay un significado
retenido. Ese significado lo escribe precedido de un signo menos, entre
paréntesis:

S(─)s
Ese efecto metonímico se distingue del metafórico, inscrito de la misma
manera pero con un signo más, entre paréntesis, que indica la emergencia:

S(+)s

En ese efecto metonímico, Lacan vuelve a encontrar la falta-en-ser a partir


de la cual definía el deseo, pero aquí se trata de un deseo que sitúa como
incompatible con la palabra; pasa a considerar que corre por debajo de todo
cuanto es dicho, para indicar así que es un deseo incompatible con el
reconocimiento, un deseo que ningún reconocimiento puede apagar, un deseo que
no puede interrumpirse confesándose. Es como un fantasma de la palabra.

Pues bien, pasando del reconocimiento a la causa, Lacan desplaza


también el punto de aplicación de la práctica analítica del deseo al goce. El
primer tramo de su enseñanza, apoyado en la falta-en-ser y el deseo de ser,
prescribe un cierto régimen de interpretación, digamos la interpretación de
reconocimiento. Es aquélla que reconoce el deseo sobreentendido y que lo exhibe.
Es preciso decir que cada vez que uno se consagra a interpretar un sueño, en
efecto, practica la interpretación de reconocimiento. Pero hay otro régimen de
interpretación, cuyo fundamento no es el deseo sino la causa del deseo; este
segundo régimen es el de una interpretación que aborda el deseo como una
defensa contra lo que existe y lo que existe, en oposición al deseo que es falta-en-
ser, es aquello que Freud abordara a título de pulsiones y es designado goce por
Lacan.
Sin duda, Freud no le acordó existencia a las pulsiones; sólo dijo de ellas
que eran múltiples, que eran nuestros mitos y uno entiende entonces: no es algo
del orden de lo real. Pero es precisamente esto lo desmentido por Lacan cuando
interpreta a Freud: decir que las pulsiones son míticas, no es reenviarlas a lo
irreal, sino considerar que son un mito de lo real, que hay algo de lo real bajo el
mito y que ese real bajo el mito de la pulsión es el goce.

Lacan le acordó una fórmula a esta fractura, fórmula que en otros tiempos
me encargué de subrayar: el deseo viene del Otro; el goce se ubica del lado de la
Cosa, con una “C”. Esto quiere decir que el deseo remite al lenguaje como
fundamento y a aquello que, en el campo del lenguaje, allí donde es

156
comunicación, apela al Otro. La Cosa de la que se trata no es la verdad
freudiana, aquélla que dice: “Yo, la verdad, hablo”; la Cosa es lo real al que uno
da sentido y la conclusión a la cual llegó Lacan, más allá de su primera
enseñanza, es que el primer real que se distingue de la donación de sentido y
sobre el cual se ejerce la donación de sentido, es el goce.
Ese lado de la Cosa donde se inscribe el goce es el síntoma, es decir, lo que
queda cuando el análisis termina, en el sentido de Freud. Y es también lo que
queda después del pase de Lacan, esto es, después del desanudamiento del
sentido.
La metafísica de la acción del analista, esto es, lo que por mi parte vengo
situando como su ontología semántica, apunta al deseo como núcleo del ser, es
decir, a un sentido esencialmente designado por la aparición de una falta-en-ser,
aquélla que Lacan llama castración porque interpreta el término freudiano en el
marco de su ontología. Incluso cuando indicaba, en el momento de proponer el
pase, que ese núcleo podía llegar a ser anotado de otro modo, con la notación
positiva del a, es necesario subrayar que esa manera de inscribirlo sólo cumplía
para él su función a partir de la falta-en-ser, a título de un obturador de la falta-
en-ser, de modo que el pase está todavía dominado por la referencia a la falta-
en-ser.
El pase está cortado, apartado, de la idea de reconocimiento, ya que a
partir del momento en que el deseo viene a quedar definido como una metonimia,
el reconocimiento del deseo pierde su valor: no puede haber reconocimiento del
deseo definido como una metonimia. Por lo tanto, en el lugar del reconocimiento,
de un deseo que adviene al registro del ser, Lacan instalaba con el pase el
reconocimiento de la falta-en-ser y especialmente, el de una falta-en-ser del
deseo. Por esa razón decía: notamos en el pase una deflación del deseo; es decir,
en el pase llegamos a discernir ese signo menos entre paréntesis y a acordarle
valor de castración, así como discernimos aquello que permitió hacer la
soldadura entre significante y significado: el objeto a. De modo que lo designado
por Lacan como el pase, incluso trabajado por tensiones, viene a quedar incluido
en su ontología, dominado por la noción del ser y de la falta-en-ser.
Es en el último tramo de su enseñanza donde tiene lugar una renuncia a
esta metafísica, a esta ontología y todo cuanto evoqué aquí, todo lo que procuré
reatrapar para poder avanzar más tarde, todo eso está dominado, de una u otra
manera, por las alternativas de la falta-en-ser, hasta el momento en que Lacan
atraviesa los límites de esa ontología.

¿Cuándo los atraviesa? Lo hace en el momento en que afirma: Hay de lo


Uno. Es decir, no se trata de una falta, muy por el contrario, como tampoco es
cuestión del ser, puesto que no dice: allí es. Sus referencias son entonces mucho
más remotas que las provistas por Descartes y la metafísica moderna. Las va a
buscar en Platón, incluso en los neo-platónicos. Y se abstiene de decir “el Uno
es”, a la manera en que ellos lo hacen. Lacan dice Hay (Y a ), bajo una forma del

157
argot que, como quiera que sea, elide el sujeto del verbo21. Esa saeta, esa breve
oración es una posición de existencia y, si se quiere, ese Hay de lo Uno (Y a d’l’Un)
es la repetición inútil de lo sostenido en “Función y campo de la palabra y del
lenguaje”, reducido a sus raíces, al hecho puro del significante considerado como
pensamiento, por fuera de los efectos de significado y por consiguiente, en
particular, pensamiento por fuera del sentido del ser.
Se trata así de algo enorme, puesto que todo cuanto aprendimos a
reconstituir con Lacan como la historia del sujeto, eran precisamente las
aventuras del sentido de su ser y eso no es algo que pueda evitarse. No estoy
planteando que haya un cortocircuito, que uno pueda abstenerse de pasar por
allí en la práctica, sino que, en el horizonte de los avatares del sentido del ser,
existe un hay (Y a), existe el primado del Uno, en tanto lo que habíamos creído
aprender de Lacan es el primado del Otro de la palabra, tan necesario para el
reconocimiento del sentido, ese Otro que ratifica el sentido de lo dicho y del deseo.
Pues bien, aquí el deseo pasa a un segundo plano, ya que el deseo es el deseo del
Otro y, en el fondo, la verdad que se desprende del pase de Lacan es ésta, la
verdad que da la clave de la deflación del deseo allí producida es que el deseo no
ha sido nunca sino el deseo del Otro. Es por ahí que ese Otro, siempre supuesto,
siempre imaginado, viene a ser evacuado junto a la consistencia del deseo.

Simplemente, hay un después. Fue forzoso constatar que lo había y que


el después era, precisamente, que el sujeto se encontraba enfrentado con el Hay
de lo Uno. Una vez que había terminado con el Otro, una vez que tenía la
solución de su deseo, es decir, que ese deseo no le interesaba más, una vez que lo
había desinvestido, persistía sin embargo el Hay de lo Uno y ese Hay de lo Uno,
tal como lo abordo aquí, es precisamente el nombre de lo aislado por Freud en
términos de restos sintomáticos.
Con el primado del Uno es el goce el que viene a ocupar el primer plano,
el del cuerpo que llamamos “propio” y que es el cuerpo del Uno. Se trata de un
goce primario, por cuanto sólo resulta secundario que sea afectado por una
interdicción. Lacan llegó incluso a sugerir que era la religión la que proyectaba
en el goce una interdicción ratificada por Freud. También llegó a pensar que la
filosofía había entrado en pánico ante este goce –fueron sus términos–; pánico
que sepultó ese goce bajo una masa de sustancia gozante, por no haber pensado
esa sustancia, su permanencia, su existencia rebelde a la dialéctica introducida
por el significante, cuando se lo considera con sus efectos de significado. Le
asignaba al psicoanálisis la tarea de discernir este goce.

21 - La construcción completa en francés de la expresión impersonal “Hay” supone como único


sujeto del verbo el pronombre “Il” (3ª persona masc. sing.): “Il y a”. La forma utilizada por
Lacan y evocada por JAM aquí es la reproducción fonética de su uso coloquial. Otro tanto
ocurre con el partitivo que introduce el complemento “Uno” = de + le, con valor de “un
representante del universo del...” y cuyos componentes figuran tal como los elide la fonética:
d’ l’. (N. de la T.).

158
Fue así como pudo escribir una frase que sólo llego a explicarme ahora, a
través de estas retrospectivas. La encontrarán en los Otros escritos, pág. 507: el
goce viene a causar lo que se lee como mundo. Esto quiere decir que el goce, en
el fondo, es el secreto de la ontología, la causa última de lo que se presenta como
el orden simbólico, cuya filosofía hizo el mundo.

Hay entonces una oposición entre ontología y goce. La ontología le acuerda


su lugar a lo que quiere ser, así como implica y conlleva lo posible. A diferencia
de ella, el goce pertenece al registro de lo existente; es por esa razón que Lacan
pudo decir, en su última enseñanza, que el psicoanálisis contradice el fantasma
en el cual reposa la metafísica... –¡quizá soy yo quien dijo eso!... Planteó que el
psicoanálisis contradice el fantasma que consiste en hacer pasar el ser antes del
tener (Otros escritos, pág. 565). Por mi parte, agrego: en ese fantasma reposa la
metafísica, en la medida en que tener es, ante todo, tener un cuerpo.
¿Podemos decir que el sujeto lacaniano no tenía cuerpo? No, pero sólo
tenía un cuerpo visible, reducido a su forma, a la pregnancia de su forma, en
tanto el deseo era indexado tomándola como referencia. ¿Acaso con la pulsión,
con la castración, con el objeto a, el sujeto volvía a encontrar un cuerpo? Sólo lo
reencontraba sublimado, trascendentalizado por el significante. Antes de la
última enseñanza de Lacan, el cuerpo del sujeto era siempre un cuerpo
significantizado, sostenido, contenido por el lenguaje.

Ocurre algo muy diferente a partir de esa pequeña oración Hay de lo Uno,
porque el cuerpo aparece entonces como el Otro del significante, en tanto
marcado por él, en tanto el significante produce acontecimiento allí. Y ese
acontecimiento, ese acontecimiento de cuerpo que es el goce, aparece, vale como
la verdadera causa de la realidad psíquica. Empleo esta expresión no sin
haberme preguntado desde cuándo tenemos una realidad psíquica. De
remontarnos a los tiempos considerados por Lacan, precisamente cuando le
acuerda sentido a su Hay de lo Uno –aquellos que corresponden a Pitágoras,
Platón, Plotino–, no resulta para nada evidente que ellos tuviesen por entonces
una realidad psíquica. Para los escolásticos no existía en absoluto, como tampoco
la idea de sujeto. En el fondo, es sólo con Descartes, hablando con propiedad,
que empezaron a existir las ideas acerca del sujeto, a partir del momento en que
él extendió la causalidad hasta pensar de manera conjunta el ser y la existencia
como equivalentes respecto de la causalidad.
Pues bien, es precisamente por eso que entiendo es necesario retomar esa
causalidad, para dar un sentido a la realidad psíquica. Algo que deja pendiente
la definición del deseo del analista. Cuando lo evocaba, el deseo del analista era
para Lacan el de llevar, el de guiar el ser como inconsciente –es decir, aquello
reprimido– a su manifestación completa y acabada. Lo reprimido, a entender
aquí como aquello que quiere ser, en su condición de ser virtual, solamente en
estado de posible, convocaba al deseo del analista como x para venir a existir.
Desde esa perspectiva, podemos decir que el lugar del analista respecto del

159
paciente quedaba marcado, precisamente, por el hecho de sostener el deseo del
Otro como pregunta para hacerlo advenir.
La posición del analista, cuando se confronta a ese Hay de lo Uno en el
más allá del pase, ya no está marcada por el deseo del analista, sino por otra
función, que nos queda por elaborar, tarea a la que nos consagraremos más tarde.

Esto es todo. Hasta pronto.

FIN DE LA DÉCIMO SEGUNDA SESIÓN 2011 (11.05.11)

----- ♠ -----

160
Orientación Lacaniana III, 13

Jacques-Alain Miller

Décimo Segunda sesión del Curso 2011 / Miércoles 11 de mayo 2011

( XII)

Hoy no quiero dar un paso adelante, sino en todo caso hacer una
retrospectiva para situar el punto donde me encuentro en lo que pienso, sin duda,
y lo que pienso hoy es lo siguiente: fui formado por la enseñanza de Lacan a
concebir el sujeto como una falta-en-ser, es decir, como no sustancial, y este
pensamiento, esta concepción, tuvo incidencias, puede decirse incluso una
incidencia radical en la práctica del análisis.
Pienso que en la última enseñanza de Lacan, es decir, en sus indicaciones
que en la medida en que se van haciendo, con el transcurrir del tiempo, cada vez
más parcelarias y enigmáticas requieren del propio esfuerzo, la falta-en-ser,
aquello que constituye la mira de la falta-en-ser, desaparece. En reemplazo de
esta categoría ontológica, hablando con propiedad, ya que es cuestión de ser,
aparece la del agujero, que si bien guarda relaciones con ella se ubica en un
registro diferente del ontológico.
Y esto es, en consecuencia, lo que vuelvo a encontrarme obligado a pensar:
la relación, la filiación y la diferencia que sin embargo guardan entre sí la falta-
en-ser y el agujero, término con el que Lacan quería, en su última enseñanza,
definir lo simbólico como tal.
El hecho que haya recurrido al nudo buscando representar lo que llamaré,
para divertirme, el estado de su pensamiento, no hizo sino concederle tanta
mayor insistencia a esta categoría de agujero, ya que cada uno de los anillos de
cuerda de los que se adueñaba, puede considerarse como hilado alrededor de un
agujero. Esto es lo que entreveo desde el punto donde me ubico: que la renuncia
a la ontología lo condujo de la falta-en-ser, al agujero, algo que todavía queda por
pensar.

Ese punto donde estoy, es también aquél donde me ubico en mi práctica


del ejercicio del psicoanálisis y allí veo bien que cambié. En el fondo, mi primera
práctica se reguló sobre el deseo, entendido como aquello que se trata de
interpretar, sin desconocer –instruido como estaba por Lacan– que interpretar
el deseo es también acordarle ser. En ese punto, la interpretación es
creacionista.
Si mi práctica evolucionó, no es por el hecho de haber abandonado la
interpretación del deseo, sino por haber dejado de ordenarse en función de ella,
para hacerlo a partir de un término respecto del cual no es posible para el
analista prevalerse de acordarle ser, un término que destituye al analista de ese
poder creacionista conferido por la interpretación del deseo y que es una cierta
potencia de la palabra, la suya propia, que es sin duda necesario aprender a
adquirir. Es lo que se enseña en las supervisiones. Después de todo, lo que ellas
enseñan no es, esencialmente, el arte del diagnóstico, aun cuando allí resida para
el debutante su preocupación, porque quiere saber con qué tipo de sujeto tiene
que vérselas; pero lo que uno procura esencialmente pasarle es el método para
que su palabra adquiera potencia, que pueda ser creacionista.
Si lo resumimos, ese método es elemental: es necesario aprender a
callarse. Es preciso que la palabra sea escasa para que tenga alcance, para que
pueda retener la atención del paciente, aun cuando esa atención que preste
venga a dejarlo por fuera de aquello que surge para él como formación del
inconsciente.
Como lo señala Lacan en su último texto, que Uds. encontrarán incluido
en los « Otros Escritos », p. 571: basta poner atención en el inconsciente para
venir a encontrarnos fuera de él y eso es, sin embargo, lo que se trata de obtener
por la interpretación.
Pero –decía yo– hay un término respecto del cual Uds. no pueden
prevalerse de acordarle ser. Ese término es el de goce. Allí, tienen que desistir
de toda intención creacionista y volverse más humildes. Sería necesario sustituir
« interpretar » por algún otro verbo, pero ocurre que llegados a este punto
desfallecen; quizá podrían reemplazarlo por « constatar », « delimitar »… Ese
vocabulario no me satisface: querría encontrar uno que dijese mejor de qué se
trata para un psicoanalista, respecto de ese término que va más allá de la
ontología.
Tengo mi ontología –dice Lacan– y agrega que no tendría por qué no ser
así, ya que todo el mundo tiene una, ingenua o elaborada. Cito aquí el Seminario
de « Los cuatro conceptos… », pág. 69. La enseñanza de Lacan, la que se enseña,
se sostiene a nivel de la ontología. Es en el momento en que Lacan desiste de
ella, hacia el final, que en cierto modo uno pierde pie. Es la razón por la cual
quiero persistir en este punto antes de procurar ir más adelante.
Lacan inscribió su ontología en la línea del intento de Freud de dar cuerpo
a la realidad psíquica sin sustantificarla. Y cada uno de estos términos merece
ser interrogado.
No sustantificar la realidad psíquica es, precisamente, no psicologizarla y
ninguno de los esquemas propuestos por Freud para articular la realidad
psíquica, ni siquiera aquél en forma de huevo que decora su Segunda Tópica –el
Yo, el Ello, el Superyo– debe dar lugar a una diferenciación en el aparato; la idea
de que aquí no se trata de sustancia, esto es, de aparato diferenciado en el
organismo para encarnarlo, conduce a rechazar los intentos de asentar la teoría
freudiana en una investigación del funcionamiento del cerebro. No faltan hoy
investigadores que intentan validar las intuiciones de Freud; buscan localizar
con precisión las instancias que él llegó a distinguir y lo hacen valiéndose del
conjunto de recursos visuales a los que les da acceso la tecnología desarrollada
en las últimas décadas. Se trata de un intento de dar cuerpo a la realidad

162
psíquica sustantificándola. Lacan, por el contrario, en el transcurso de su
primera enseñanza, procuró elaborar lo que podríamos llamar un ser sin
sustancia.
¿Qué quiero decir con esta expresión? Indico así un ser que no postula
existencia alguna. No es seguro que el término « existencia » resulte más claro
que el de « sustancia », de modo que buscaremos precisar. En el fondo, es el
concepto de un ser sin real, digamos, de un ser –el del sujeto– que sólo se inscribe
diferenciándose de lo real y en tanto se plantea en el registro del sentido. En
definitiva, es en ese registro donde se funda la ontología de Lacan: es una
ontología semántica.
Lacan fue a buscar en Freud con qué sostener el término de « ser ». Pudo
compulsar la obra de Freud –que no es pródiga en semejantes referencias– y dio
con ese fundamento en el Capítulo VII de la Traumdeutung, en el punto E), allí
donde Freud aborda los procesos primario y secundario y se ocupa de la
represión. En ese momento, su pluma trae la expresión Kern unseres Wesen, el
núcleo de nuestro ser. Adueñándose de ese legomenon, de esa forma de ejemplo
único, ya que hasta donde sé no fue planteado sino esa única vez por Freud,
Lacan se vale de él para decir que la acción del analista va al corazón del ser y
que en función de eso lo implica a él mismo.

Para captar de qué se trata, retomemos ese pasaje de Freud; les propongo
hacerlo desde la última traducción de Jean-Pierre Lefèvre, publicada en las
Éditions du Seuil, que empecé a consultar y encuentro especialmente
recomendable.
¿Dónde se inscribe exactamente esta expresión, el núcleo de nuestro ser?
Abrevio, porque sería necesario hablar del conjunto del capítulo, de toda esta
parte E), pero... Digamos que se inscribe en la diferencia, en la distancia definida
por Freud entre dos procesos psíquicos, el primario y el secundario. En
definitiva, poco importa cómo los define: el propio Freud reconoce el carácter
ficticio de su construcción teórica. Sitúa el proceso primario como aquél cuyo fin
es el de evacuar la excitación, etc., pero agrega que no existe un aparato psíquico
que posea sólo el proceso primario, se trata de una ficción teórica. Su carácter
de ficción no impide pensar que los procesos secundarios –pasa entonces al
plural– se despliegan más tarde. Está así presente la idea de una orientación
temporal: un primer momento y un después, y entre uno y otro una laguna, una
distancia. Los procesos secundarios se despliegan más tarde e inhiben, corrigen,
dominan a los primarios.
Conservemos sólo esto. La idea según la cual hay algo del orden primario
y que viene, como por encima, a implantarse un aparato que opera sobre ese dato
primario y explica que haya algo propio del registro inconsciente, que el
inconsciente no se encuentre a libro abierto. Es en ese momento que introduce
la expresión “el núcleo de nuestro ser”, situándolo en el nivel primario, es decir,
antes que intervenga un aparato, una configuración susceptible de retener esos
procesos, de desviarlos y orientarlos. El núcleo de nuestro ser, para Freud, está

163
en el nivel primario, en tanto ese nivel estaría constituido –traduce Lefèvre– por
movimientos deseantes inconscientes, acerca de los cuales Freud precisa a
continuación que surgieron de lo infantil.
Si inventamos una ontología, allí tenemos los términos según los cuales
podríamos situarla: el núcleo de nuestro ser es del orden del deseo y de un deseo
que permanece como imposible de captar y refrenar, pese a lo secundario que
venga a implantarse.
Esto es así de manera tal que, para Freud, la realidad psíquica viene a
quedar obligada a plegarse al deseo inconsciente. Hay allí el ejercicio de un
dominio –dice Freud–, afirmación que encontrará en Lacan una repercusión
incesante; incluso en sus esquemas de los cuatro discursos Lacan buscará
inscribir que el significante amo es impotente en cuanto a dominar el saber
inconsciente. Puesto que dominarlo es imposible, sólo le queda permitido al
proceso secundario dirigir, hacer desviar los procesos primarios hacia lo que
designa como los gustos más elevados, que más tarde llamará sublimación.
Sólo retengo esto: el hecho que para Freud, el núcleo de nuestro ser se
sitúa en el nivel del deseo inconsciente, un deseo que nunca puede ser dominado
ni anulado, sólo puede ser dirigido; eso es lo que Lacan se proponía hacer, cuando
enunciaba su manera de pensar su práctica bajo el título de “La dirección de la
cura...”
La primera enseñanza de Lacan, aquélla iniciada con “Función y campo
de la palabra...” y que marcó los espíritus, la opinión, culmina en definitiva en
una enseñanza fundada en el deseo como constitutivo del sujeto. Y en la medida
en que procuro, justamente, hacer oscilar esta ontología Lacaniana –como el
mismo Lacan lo hizo, como se vio conducido a ir más allá de ella–, iré a extraer
de sus consideraciones una definición ontológica según la cual el ser es el deseo.
Allí reside precisamente la razón por la cual, cuando se ocupa
puntualmente de la expresión freudiana “el núcleo de nuestro ser”, Lacan puede
decir –lo hace en una proposición muy corta, intercalada en otra, bajo la forma
entonces de inciso–: no cabe inquietarse pensando que me expongo aquí, una vez
más, a los adversarios siempre felices de reenviarme a mi metafísica. En el
fondo, Lacan desafía a esos adversarios haciendo parada con su metafísica.
Vuelvo a encontrar aquí la misma expresión que lo muestra asumiendo esa
metafísica en el discurso con el cual presentara su “Informe de Roma” sobre
“Función y campo de la palabra...”; evocaba entonces al analista debutante, a
quien su análisis personal –era la expresión que empleaba– no le vuelve más
fácil que a cualquiera elaborar la metafísica de su propia acción.
Es preciso escuchar allí el enunciado de su ambición: elaborar la
metafísica de la acción analítica, es decir, determinar el ser sobre el que opera
esta acción; diría incluso que el término acción implica, aquí, el de causa. ¿Cómo,
a partir de lo que hago como analista, puedo ser causa de una mutación, de una
transformación, de un efecto eficaz que toca el núcleo del ser? Y de entrada
advertía que abstenerse de elaborar la metafísica de la acción analítica, sería
escabroso porque equivaldría a hacerlo sin saberlo. Algo que tiene su parecido

164
con el argumento según el cual es necesario filosofar, porque de no ser así, es
preciso hacerlo de todos modos para demostrar que no es necesario. El recurso
a este argumento determina que una vez situados en esa dimensión, ya no es
posible salir de ella.
Pues bien, es así como Lacan concebía, en el punto de partida de su
enseñanza, lo que daba en llamar una metafísica y el hecho que no se puede no
elaborar la metafísica del psicoanálisis.

¿Cómo entenderlo? ¿Cuál es el ser sobre el que pretendemos actuar


mediante el psicoanálisis? Inspirados en esta interrogación, encontramos la
función de la palabra. El psicoanálisis supone que el recurso de nuestra
operación es la palabra, pero la intensidad con la cual Lacan promovió la función
y el campo del lenguaje, se funda en que para él esta asignación lingüística
estaba inscrita en el marco de la metafísica del psicoanálisis. Se pretendió
reducirla a una explotación de la lingüística, pero aquello que vino a ser
formulado como una respuesta –la función de la palabra y el campo del lenguaje–
, estaba animado por la cuestión metafísica que señalé, esto es: cuál es el ser
sobre el cual esa operación pretende actuar.
Es en ese momento que Lacan aplica un axioma según el cual no puede
haber allí acción de un término respecto del otro si no hay homogeneidad entre
ellos; debe haberla entre la acción del analista y el ser al cual se aplica para que
el análisis sea eficaz –y que lo sea constituye el presupuesto empírico de su
discurso. El psicoanálisis es eficaz. Por consiguiente, es preciso que haya
homogeneidad, es decir, es necesario que esta acción y el ser al cual se aplica
sean de un mismo orden de realidad, de un mismo orden ontológico.
Entonces, ¿qué acción es ésta? Lacan la centraliza e incluso la reduce a la
interpretación, es decir, a la donación de otro sentido a lo dicho. En este punto,
si aislamos la interpretación como el núcleo de la acción analítica, debemos decir
que opera en el registro del sentido y la metafísica analítica debe conllevar que
el ser es sentido. Dicho de otro modo, el psicoanálisis implica una ontología
semántica y lo designado por Lacan como sujeto es, precisamente, ese correlato
de la interpretación: un sujeto que sólo tiene ser por la interpretación, por el
sentido –y se trata de un ser variable en función del sentido. No hay nada allí
que corresponda al registro de la sustancia, nada que tenga la permanencia de
ella.

¿En qué términos pensar entonces este ser del sentido, como no sean
aquellos que lo distinguen del orden de lo real? Ya sea que la consideremos como
intuición o como axioma, en el fondo es ésa la primera posición que orienta a
Lacan, tal como pueden encontrarla formulada en los “Otros Escritos”, pág. 136:
la de una distancia entre lo real y el sentido que le es acordado, una distancia
entre dos órdenes: el de lo real y el del sentido. Lacan la comentará sin cesar, en
tanto muestra el hiato presente allí, entre real y sentido, dado como un
arbitrario, utilizando un término de Saussure. En un momento dado, buscará

165
incluso reconocerle una libertad inherente al sujeto; en todo caso, lo real no
decide el sentido, hay entre uno y otro una laguna, un hiato que nos permite
reconocer lo que designamos como dos órdenes, dos dimensiones que no se
comunican. Así también, a partir de Descartes había sido posible distinguir el
alma y el cuerpo y plantear, además, su unión; pero aquí, en este primer tramo
de la enseñanza de Lacan, real y sentido se distinguen sin que llegue a haber
unión entre uno y otro.
El eje de la acción analítica ubicado en la donación de sentido supone una
escucha por parte del paciente ajustada a esos términos, enmarcada en la
atención acordada al sentido que le da al reparto de cartas que su nacimiento le
asignara, así como a los acontecimientos que vinieron a marcar su desarrollo y a
las modalidades semánticas según las cuales comunica lo que vive; atención que
también tendrá en cuenta las variaciones introducidas en la donación del
sentido.
En segundo lugar, del lado de la interpretación, el lado de lo que les toca
hacer a ustedes, se trata también de dar sentido. Si bien desde ese punto de
vista es algo homogéneo respecto de la donación de sentido efectuada sin cesar
por el sujeto, su finalidad es la de llevar a cabo, efectuar un advenimiento del
ser, es decir, hacer ser aquello que no era, pero respecto de lo cual ustedes pueden
inferir que quería, podía, buscaba ser y el sujeto –entre comillas– no se lo
confesaba. De modo que ustedes se encuentran, en tanto analistas, en relación
con ese ser menor que no llegó a efectuarse y del cual serían el partero, aquél que
permite advenir al ser. Se trata de un hacer ser que pasa por la acción de la
palabra.
De toda evidencia, Lacan volvía a encontrar allí todo cuanto había podido
ser elaborado acerca de los poderes poéticos de la palabra, en contraste con su
valor realista, así como la puesta en valor, por el contrario, de la creación. En
un primer momento, Lacan evocaba ese ser como capturado en el engranaje
propio de las leyes del bla-bla-bla –es así como lo llama entonces–; más tarde, en
efecto, procuró enunciar una a una, en su orden, las leyes del bla-bla-bla; lo hizo,
en particular, aportando una forma esquemática de la metáfora y de la
metonimia, todo un aparato, toda una mecánica de las leyes, presentado con la
construcción de los signos + y ─ . Lo articuló como la arborescencia de un
grafo, el grafo del deseo y lo hizo repercutir de diversas maneras, a cada una de
las cuales uno puede consagrarse por su valor propio. Pero el hilo conductor
subyacente allí es la doctrina del inconsciente según la cual el inconsciente
pertenece al orden del sentido, es un fenómeno de sentido, semántico. En su
discurso inicial, Lacan emplea el término de fenómeno a propósito del
inconsciente, yo agrego el de semántico.

Una vez más, a mí mismo me llevó mucho tiempo articular, desarticular y


volver a armar las construcciones de Lacan referidas a sus engranajes
lingüísticos, cada uno de los cuales merece ser retenido por lo que es. Pero
apunto, llegado aquí, a un nivel más elemental, a un objetivo primario, un

166
abordaje en cierto modo inmediato de aquello que está en juego en la práctica y
fundamenta las construcciones de Lacan a lo largo de sus formulaciones,
llevándolo a plantear la equivalencia entre inconsciente y sujeto, es decir, que
tanto el inconsciente como el sujeto –o en tanto que sujeto–, tiene que ser.
Se trata, por cierto, de una intuición muy restringida, pero en condiciones
de sostener, por su propia naturaleza, la experiencia analítica en su sucesión, en
la secuencia material de las sesiones. Allí se trata de hacer ser, a partir de algo
cuyo ser es bien preciso suponerlo en términos de una falta-en-ser, en tanto el
deseo freudiano, calificando el núcleo de nuestro ser, toma así el sentido de un
deseo de ser, de un deseo ontológico.

¿Qué es lo que puede conferir el ser al deseo de ser?


Una primera respuesta formulada por Lacan fue: el reconocimiento. El
deseo como deseo de ser es un deseo de reconocimiento, es decir, que venga a ser
ratificado por el otro de la palabra, por aquél a quien se dirige, aquél que lo
interpreta y, por consiguiente, la satisfacción del deseo es el reconocimiento;
término este último que de toda evidencia Lacan heredó de Hegel, pero en este
punto me ocupo de reconstituir una lógica primaria donde se sostiene la primera
enseñanza de Lacan. Siguiendo esta línea, se puede decir que alcanzado el
reconocimiento, el análisis puede encontrar su fin y lo encuentra en una
satisfacción: aquélla que le procura el reconocimiento.
Mucho más tarde, Lacan también propondrá considerar el fin del análisis
como un asunto de satisfacción.; lo formulará así incluso en su último escrito
publicado, al que me refería hace un rato; pero se tratará entonces de una
satisfacción por cierto muy a distancia de la que subrayo aquí.
Ya en el primer tramo de su enseñanza hay un ruptura, la superación de
un obstáculo, de un límite, hay un más allá del reconocimiento que opera en un
punto muy preciso, a ubicar en su Escrito “Dirección de la cura...”. Allí evoca el
reconocimiento y también la razón por la cual su opción es la de desprenderse de
ese peso. Lo hace en el momento de distinguir entre deseo y demanda, cuando
se da cuenta de que el reconocimiento es lo que el deseo demanda, pero que
precisamente el alcance del deseo va más allá de la demanda y ninguna
satisfacción de la demanda, ni siquiera aquélla de la demanda de reconocimiento,
está en condiciones de satisfacer el deseo.
Se produce entonces un desplazamiento que va del reconocimiento del
deseo a su causa, de modo que el término causa promovido entonces por Lacan,
viene a ocupar el de reconocimiento y se trata allí de un desplazamiento,
hablando con propiedad, ontológico.
Llegado a ese punto, Lacan no se da por satisfecho con la definición del
núcleo de nuestro ser por el deseo, a contrapelo de lo que había ido a atrapar en
uno de los primeros escritos de Freud, aquél incluido en la Traumdeutung.
Ese desplazamiento ontológico adviene cuando comienza a resultar
evidente que el deseo es sólo un efecto, que no es una ultima ratio, una razón
última del ser, sino un efecto de significante capturado en los rieles de la

167
conexión entre significantes, es decir, los de la metonimia. Desde este punto de
vista, el Escrito “La instancia de la letra en el inconsciente...” y la definición del
deseo allí propuesta, oponen un desmentido a la dialéctica del reconocimiento.
Esta construcción inscribe el deseo en el nivel de la significación, con su
valor de reenvío; Lacan la transcribió valiéndose de esta fórmula: entre
significante y significado no hay emergencia ni aparición, hay un significado
retenido. Ese significado lo escribe precedido de un signo menos, entre
paréntesis:

S(─)s
Ese efecto metonímico se distingue del metafórico, inscrito de la misma
manera pero con un signo más, entre paréntesis, que indica la emergencia:

S(+)s

En ese efecto metonímico, Lacan vuelve a encontrar la falta-en-ser a partir


de la cual definía el deseo, pero aquí se trata de un deseo que sitúa como
incompatible con la palabra; pasa a considerar que corre por debajo de todo
cuanto es dicho, para indicar así que es un deseo incompatible con el
reconocimiento, un deseo que ningún reconocimiento puede apagar, un deseo que
no puede interrumpirse confesándose. Es como un fantasma de la palabra.

Pues bien, pasando del reconocimiento a la causa, Lacan desplaza


también el punto de aplicación de la práctica analítica del deseo al goce. El
primer tramo de su enseñanza, apoyado en la falta-en-ser y el deseo de ser,
prescribe un cierto régimen de interpretación, digamos la interpretación de
reconocimiento. Es aquélla que reconoce el deseo sobreentendido y que lo exhibe.
Es preciso decir que cada vez que uno se consagra a interpretar un sueño, en
efecto, practica la interpretación de reconocimiento. Pero hay otro régimen de
interpretación, cuyo fundamento no es el deseo sino la causa del deseo; este
segundo régimen es el de una interpretación que aborda el deseo como una
defensa contra lo que existe y lo que existe, en oposición al deseo que es falta-en-
ser, es aquello que Freud abordara a título de pulsiones y es designado goce por
Lacan.
Sin duda, Freud no le acordó existencia a las pulsiones; sólo dijo de ellas
que eran múltiples, que eran nuestros mitos y uno entiende entonces: no es algo
del orden de lo real. Pero es precisamente esto lo desmentido por Lacan cuando
interpreta a Freud: decir que las pulsiones son míticas, no es reenviarlas a lo
irreal, sino considerar que son un mito de lo real, que hay algo de lo real bajo el
mito y que ese real bajo el mito de la pulsión es el goce.

Lacan le acordó una fórmula a esta fractura, fórmula que en otros tiempos
me encargué de subrayar: el deseo viene del Otro; el goce se ubica del lado de la
Cosa, con una “C”. Esto quiere decir que el deseo remite al lenguaje como

168
fundamento y a aquello que, en el campo del lenguaje, allí donde es
comunicación, apela al Otro. La Cosa de la que se trata no es la verdad
freudiana, aquélla que dice: “Yo, la verdad, hablo”; la Cosa es lo real al que uno
da sentido y la conclusión a la cual llegó Lacan, más allá de su primera
enseñanza, es que el primer real que se distingue de la donación de sentido y
sobre el cual se ejerce la donación de sentido, es el goce.
Ese lado de la Cosa donde se inscribe el goce es el síntoma, es decir, lo que
queda cuando el análisis termina, en el sentido de Freud. Y es también lo que
queda después del pase de Lacan, esto es, después del desanudamiento del
sentido.
La metafísica de la acción del analista, esto es, lo que por mi parte vengo
situando como su ontología semántica, apunta al deseo como núcleo del ser, es
decir, a un sentido esencialmente designado por la aparición de una falta-en-ser,
aquélla que Lacan llama castración porque interpreta el término freudiano en el
marco de su ontología. Incluso cuando indicaba, en el momento de proponer el
pase, que ese núcleo podía llegar a ser anotado de otro modo, con la notación
positiva del a, es necesario subrayar que esa manera de inscribirlo sólo cumplía
para él su función a partir de la falta-en-ser, a título de un obturador de la falta-
en-ser, de modo que el pase está todavía dominado por la referencia a la falta-
en-ser.
El pase está cortado, apartado, de la idea de reconocimiento, ya que a
partir del momento en que el deseo viene a quedar definido como una metonimia,
el reconocimiento del deseo pierde su valor: no puede haber reconocimiento del
deseo definido como una metonimia. Por lo tanto, en el lugar del reconocimiento,
de un deseo que adviene al registro del ser, Lacan instalaba con el pase el
reconocimiento de la falta-en-ser y especialmente, el de una falta-en-ser del
deseo. Por esa razón decía: notamos en el pase una deflación del deseo; es decir,
en el pase llegamos a discernir ese signo menos entre paréntesis y a acordarle
valor de castración, así como discernimos aquello que permitió hacer la
soldadura entre significante y significado: el objeto a. De modo que lo designado
por Lacan como el pase, incluso trabajado por tensiones, viene a quedar incluido
en su ontología, dominado por la noción del ser y de la falta-en-ser.
Es en el último tramo de su enseñanza donde tiene lugar una renuncia a
esta metafísica, a esta ontología y todo cuanto evoqué aquí, todo lo que procuré
reatrapar para poder avanzar más tarde, todo eso está dominado, de una u otra
manera, por las alternativas de la falta-en-ser, hasta el momento en que Lacan
atraviesa los límites de esa ontología.

¿Cuándo los atraviesa? Lo hace en el momento en que afirma: Hay de lo


Uno. Es decir, no se trata de una falta, muy por el contrario, como tampoco es
cuestión del ser, puesto que no dice: allí es. Sus referencias son entonces mucho
más remotas que las provistas por Descartes y la metafísica moderna. Las va a
buscar en Platón, incluso en los neo-platónicos. Y se abstiene de decir “el Uno
es”, a la manera en que ellos lo hacen. Lacan dice Hay (Y a ), bajo una forma del

169
argot que, como quiera que sea, elide el sujeto del verbo22. Esa saeta, esa breve
oración es una posición de existencia y, si se quiere, ese Hay de lo Uno (Y a d’l’Un)
es la repetición inútil de lo sostenido en “Función y campo de la palabra y del
lenguaje”, reducido a sus raíces, al hecho puro del significante considerado como
pensamiento, por fuera de los efectos de significado y por consiguiente, en
particular, pensamiento por fuera del sentido del ser.
Se trata así de algo enorme, puesto que todo cuanto aprendimos a
reconstituir con Lacan como la historia del sujeto, eran precisamente las
aventuras del sentido de su ser y eso no es algo que pueda evitarse. No estoy
planteando que haya un cortocircuito, que uno pueda abstenerse de pasar por
allí en la práctica, sino que, en el horizonte de los avatares del sentido del ser,
existe un hay (Y a), existe el primado del Uno, en tanto lo que habíamos creído
aprender de Lacan es el primado del Otro de la palabra, tan necesario para el
reconocimiento del sentido, ese Otro que ratifica el sentido de lo dicho y del deseo.
Pues bien, aquí el deseo pasa a un segundo plano, ya que el deseo es el deseo del
Otro y, en el fondo, la verdad que se desprende del pase de Lacan es ésta, la
verdad que da la clave de la deflación del deseo allí producida es que el deseo no
ha sido nunca sino el deseo del Otro. Es por ahí que ese Otro, siempre supuesto,
siempre imaginado, viene a ser evacuado junto a la consistencia del deseo.

Simplemente, hay un después. Fue forzoso constatar que lo había y que


el después era, precisamente, que el sujeto se encontraba enfrentado con el Hay
de lo Uno. Una vez que había terminado con el Otro, una vez que tenía la
solución de su deseo, es decir, que ese deseo no le interesaba más, una vez que lo
había desinvestido, persistía sin embargo el Hay de lo Uno y ese Hay de lo Uno,
tal como lo abordo aquí, es precisamente el nombre de lo aislado por Freud en
términos de restos sintomáticos.
Con el primado del Uno es el goce el que viene a ocupar el primer plano,
el del cuerpo que llamamos “propio” y que es el cuerpo del Uno. Se trata de un
goce primario, por cuanto sólo resulta secundario que sea afectado por una
interdicción. Lacan llegó incluso a sugerir que era la religión la que proyectaba
en el goce una interdicción ratificada por Freud. También llegó a pensar que la
filosofía había entrado en pánico ante este goce –fueron sus términos–; pánico
que sepultó ese goce bajo una masa de sustancia gozante, por no haber pensado
esa sustancia, su permanencia, su existencia rebelde a la dialéctica introducida
por el significante, cuando se lo considera con sus efectos de significado. Le
asignaba al psicoanálisis la tarea de discernir este goce.

22 - La construcción completa en francés de la expresión impersonal “Hay” supone como único


sujeto del verbo el pronombre “Il” (3ª persona masc. sing.): “Il y a”. La forma utilizada por
Lacan y evocada por JAM aquí es la reproducción fonética de su uso coloquial. Otro tanto
ocurre con el partitivo que introduce el complemento “Uno” = de + le, con valor de “un
representante del universo del...” y cuyos componentes figuran tal como los elide la fonética:
d’ l’. (N. de la T.).

170
Fue así como pudo escribir una frase que sólo llego a explicarme ahora, a
través de estas retrospectivas. La encontrarán en los Otros escritos, pág. 507: el
goce viene a causar lo que se lee como mundo. Esto quiere decir que el goce, en
el fondo, es el secreto de la ontología, la causa última de lo que se presenta como
el orden simbólico, cuya filosofía hizo el mundo.

Hay entonces una oposición entre ontología y goce. La ontología le acuerda


su lugar a lo que quiere ser, así como implica y conlleva lo posible. A diferencia
de ella, el goce pertenece al registro de lo existente; es por esa razón que Lacan
pudo decir, en su última enseñanza, que el psicoanálisis contradice el fantasma
en el cual reposa la metafísica... –¡quizá soy yo quien dijo eso!... Planteó que el
psicoanálisis contradice el fantasma que consiste en hacer pasar el ser antes del
tener (Otros escritos, pág. 565). Por mi parte, agrego: en ese fantasma reposa la
metafísica, en la medida en que tener es, ante todo, tener un cuerpo.
¿Podemos decir que el sujeto lacaniano no tenía cuerpo? No, pero sólo
tenía un cuerpo visible, reducido a su forma, a la pregnancia de su forma, en
tanto el deseo era indexado tomándola como referencia. ¿Acaso con la pulsión,
con la castración, con el objeto a, el sujeto volvía a encontrar un cuerpo? Sólo lo
reencontraba sublimado, trascendentalizado por el significante. Antes de la
última enseñanza de Lacan, el cuerpo del sujeto era siempre un cuerpo
significantizado, sostenido, contenido por el lenguaje.

Ocurre algo muy diferente a partir de esa pequeña oración Hay de lo Uno,
porque el cuerpo aparece entonces como el Otro del significante, en tanto
marcado por él, en tanto el significante produce acontecimiento allí. Y ese
acontecimiento, ese acontecimiento de cuerpo que es el goce, aparece, vale como
la verdadera causa de la realidad psíquica. Empleo esta expresión no sin
haberme preguntado desde cuándo tenemos una realidad psíquica. De
remontarnos a los tiempos considerados por Lacan, precisamente cuando le
acuerda sentido a su Hay de lo Uno –aquellos que corresponden a Pitágoras,
Platón, Plotino–, no resulta para nada evidente que ellos tuviesen por entonces
una realidad psíquica. Para los escolásticos no existía en absoluto, como tampoco
la idea de sujeto. En el fondo, es sólo con Descartes, hablando con propiedad,
que empezaron a existir las ideas acerca del sujeto, a partir del momento en que
él extendió la causalidad hasta pensar de manera conjunta el ser y la existencia
como equivalentes respecto de la causalidad.
Pues bien, es precisamente por eso que entiendo es necesario retomar esa
causalidad, para dar un sentido a la realidad psíquica. Algo que deja pendiente
la definición del deseo del analista. Cuando lo evocaba, el deseo del analista era
para Lacan el de llevar, el de guiar el ser como inconsciente –es decir, aquello
reprimido– a su manifestación completa y acabada. Lo reprimido, a entender
aquí como aquello que quiere ser, en su condición de ser virtual, solamente en
estado de posible, convocaba al deseo del analista como x para venir a existir.
Desde esa perspectiva, podemos decir que el lugar del analista respecto del

171
paciente quedaba marcado, precisamente, por el hecho de sostener el deseo del
Otro como pregunta para hacerlo advenir.
La posición del analista, cuando se confronta a ese Hay de lo Uno en el
más allá del pase, ya no está marcada por el deseo del analista, sino por otra
función, que nos queda por elaborar, tarea a la que nos consagraremos más tarde.

Esto es todo. Hasta pronto.

FIN DE LA DÉCIMO SEGUNDA SESIÓN 2011 (11.05.11)

----- ♠ -----

172
Orientación Lacaniana III, 13

Jacques-Alain Miller

Décimo Segunda sesión del Curso 2011 / Miércoles 11 de mayo 2011

( XII)

Hoy no quiero dar un paso adelante, sino en todo caso hacer una
retrospectiva para situar el punto donde me encuentro en lo que pienso, sin duda,
y lo que pienso hoy es lo siguiente: fui formado por la enseñanza de Lacan a
concebir el sujeto como una falta-en-ser, es decir, como no sustancial, y este
pensamiento, esta concepción, tuvo incidencias, puede decirse incluso una
incidencia radical en la práctica del análisis.
Pienso que en la última enseñanza de Lacan, es decir, en sus indicaciones
que en la medida en que se van haciendo, con el transcurrir del tiempo, cada vez
más parcelarias y enigmáticas requieren del propio esfuerzo, la falta-en-ser,
aquello que constituye la mira de la falta-en-ser, desaparece. En reemplazo de
esta categoría ontológica, hablando con propiedad, ya que es cuestión de ser,
aparece la del agujero, que si bien guarda relaciones con ella se ubica en un
registro diferente del ontológico.
Y esto es, en consecuencia, lo que vuelvo a encontrarme obligado a pensar:
la relación, la filiación y la diferencia que sin embargo guardan entre sí la falta-
en-ser y el agujero, término con el que Lacan quería, en su última enseñanza,
definir lo simbólico como tal.
El hecho que haya recurrido al nudo buscando representar lo que llamaré,
para divertirme, el estado de su pensamiento, no hizo sino concederle tanta
mayor insistencia a esta categoría de agujero, ya que cada uno de los anillos de
cuerda de los que se adueñaba, puede considerarse como hilado alrededor de un
agujero. Esto es lo que entreveo desde el punto donde me ubico: que la renuncia
a la ontología lo condujo de la falta-en-ser, al agujero, algo que todavía queda por
pensar.

Ese punto donde estoy, es también aquél donde me ubico en mi práctica


del ejercicio del psicoanálisis y allí veo bien que cambié. En el fondo, mi primera
práctica se reguló sobre el deseo, entendido como aquello que se trata de
interpretar, sin desconocer –instruido como estaba por Lacan– que interpretar
el deseo es también acordarle ser. En ese punto, la interpretación es
creacionista.
Si mi práctica evolucionó, no es por el hecho de haber abandonado la
interpretación del deseo, sino por haber dejado de ordenarse en función de ella,
para hacerlo a partir de un término respecto del cual no es posible para el
analista prevalerse de acordarle ser, un término que destituye al analista de ese
poder creacionista conferido por la interpretación del deseo y que es una cierta
potencia de la palabra, la suya propia, que es sin duda necesario aprender a
adquirir. Es lo que se enseña en las supervisiones. Después de todo, lo que ellas
enseñan no es, esencialmente, el arte del diagnóstico, aun cuando allí resida para
el debutante su preocupación, porque quiere saber con qué tipo de sujeto tiene
que vérselas; pero lo que uno procura esencialmente pasarle es el método para
que su palabra adquiera potencia, que pueda ser creacionista.
Si lo resumimos, ese método es elemental: es necesario aprender a
callarse. Es preciso que la palabra sea escasa para que tenga alcance, para que
pueda retener la atención del paciente, aun cuando esa atención que preste
venga a dejarlo por fuera de aquello que surge para él como formación del
inconsciente.
Como lo señala Lacan en su último texto, que Uds. encontrarán incluido
en los « Otros Escritos », p. 571: basta poner atención en el inconsciente para
venir a encontrarnos fuera de él y eso es, sin embargo, lo que se trata de obtener
por la interpretación.
Pero –decía yo– hay un término respecto del cual Uds. no pueden
prevalerse de acordarle ser. Ese término es el de goce. Allí, tienen que desistir
de toda intención creacionista y volverse más humildes. Sería necesario sustituir
« interpretar » por algún otro verbo, pero ocurre que llegados a este punto
desfallecen; quizá podrían reemplazarlo por « constatar », « delimitar »… Ese
vocabulario no me satisface: querría encontrar uno que dijese mejor de qué se
trata para un psicoanalista, respecto de ese término que va más allá de la
ontología.
Tengo mi ontología –dice Lacan– y agrega que no tendría por qué no ser
así, ya que todo el mundo tiene una, ingenua o elaborada. Cito aquí el Seminario
de « Los cuatro conceptos… », pág. 69. La enseñanza de Lacan, la que se enseña,
se sostiene a nivel de la ontología. Es en el momento en que Lacan desiste de
ella, hacia el final, que en cierto modo uno pierde pie. Es la razón por la cual
quiero persistir en este punto antes de procurar ir más adelante.
Lacan inscribió su ontología en la línea del intento de Freud de dar cuerpo
a la realidad psíquica sin sustantificarla. Y cada uno de estos términos merece
ser interrogado.
No sustantificar la realidad psíquica es, precisamente, no psicologizarla y
ninguno de los esquemas propuestos por Freud para articular la realidad
psíquica, ni siquiera aquél en forma de huevo que decora su Segunda Tópica –el
Yo, el Ello, el Superyo– debe dar lugar a una diferenciación en el aparato; la idea
de que aquí no se trata de sustancia, esto es, de aparato diferenciado en el
organismo para encarnarlo, conduce a rechazar los intentos de asentar la teoría
freudiana en una investigación del funcionamiento del cerebro. No faltan hoy
investigadores que intentan validar las intuiciones de Freud; buscan localizar
con precisión las instancias que él llegó a distinguir y lo hacen valiéndose del
conjunto de recursos visuales a los que les da acceso la tecnología desarrollada
en las últimas décadas. Se trata de un intento de dar cuerpo a la realidad

174
psíquica sustantificándola. Lacan, por el contrario, en el transcurso de su
primera enseñanza, procuró elaborar lo que podríamos llamar un ser sin
sustancia.
¿Qué quiero decir con esta expresión? Indico así un ser que no postula
existencia alguna. No es seguro que el término « existencia » resulte más claro
que el de « sustancia », de modo que buscaremos precisar. En el fondo, es el
concepto de un ser sin real, digamos, de un ser –el del sujeto– que sólo se inscribe
diferenciándose de lo real y en tanto se plantea en el registro del sentido. En
definitiva, es en ese registro donde se funda la ontología de Lacan: es una
ontología semántica.
Lacan fue a buscar en Freud con qué sostener el término de « ser ». Pudo
compulsar la obra de Freud –que no es pródiga en semejantes referencias– y dio
con ese fundamento en el Capítulo VII de la Traumdeutung, en el punto E), allí
donde Freud aborda los procesos primario y secundario y se ocupa de la
represión. En ese momento, su pluma trae la expresión Kern unseres Wesen, el
núcleo de nuestro ser. Adueñándose de ese legomenon, de esa forma de ejemplo
único, ya que hasta donde sé no fue planteado sino esa única vez por Freud,
Lacan se vale de él para decir que la acción del analista va al corazón del ser y
que en función de eso lo implica a él mismo.

Para captar de qué se trata, retomemos ese pasaje de Freud; les propongo
hacerlo desde la última traducción de Jean-Pierre Lefèvre, publicada en las
Éditions du Seuil, que empecé a consultar y encuentro especialmente
recomendable.
¿Dónde se inscribe exactamente esta expresión, el núcleo de nuestro ser?
Abrevio, porque sería necesario hablar del conjunto del capítulo, de toda esta
parte E), pero... Digamos que se inscribe en la diferencia, en la distancia definida
por Freud entre dos procesos psíquicos, el primario y el secundario. En
definitiva, poco importa cómo los define: el propio Freud reconoce el carácter
ficticio de su construcción teórica. Sitúa el proceso primario como aquél cuyo fin
es el de evacuar la excitación, etc., pero agrega que no existe un aparato psíquico
que posea sólo el proceso primario, se trata de una ficción teórica. Su carácter
de ficción no impide pensar que los procesos secundarios –pasa entonces al
plural– se despliegan más tarde. Está así presente la idea de una orientación
temporal: un primer momento y un después, y entre uno y otro una laguna, una
distancia. Los procesos secundarios se despliegan más tarde e inhiben, corrigen,
dominan a los primarios.
Conservemos sólo esto. La idea según la cual hay algo del orden primario
y que viene, como por encima, a implantarse un aparato que opera sobre ese dato
primario y explica que haya algo propio del registro inconsciente, que el
inconsciente no se encuentre a libro abierto. Es en ese momento que introduce
la expresión “el núcleo de nuestro ser”, situándolo en el nivel primario, es decir,
antes que intervenga un aparato, una configuración susceptible de retener esos
procesos, de desviarlos y orientarlos. El núcleo de nuestro ser, para Freud, está

175
en el nivel primario, en tanto ese nivel estaría constituido –traduce Lefèvre– por
movimientos deseantes inconscientes, acerca de los cuales Freud precisa a
continuación que surgieron de lo infantil.
Si inventamos una ontología, allí tenemos los términos según los cuales
podríamos situarla: el núcleo de nuestro ser es del orden del deseo y de un deseo
que permanece como imposible de captar y refrenar, pese a lo secundario que
venga a implantarse.
Esto es así de manera tal que, para Freud, la realidad psíquica viene a
quedar obligada a plegarse al deseo inconsciente. Hay allí el ejercicio de un
dominio –dice Freud–, afirmación que encontrará en Lacan una repercusión
incesante; incluso en sus esquemas de los cuatro discursos Lacan buscará
inscribir que el significante amo es impotente en cuanto a dominar el saber
inconsciente. Puesto que dominarlo es imposible, sólo le queda permitido al
proceso secundario dirigir, hacer desviar los procesos primarios hacia lo que
designa como los gustos más elevados, que más tarde llamará sublimación.
Sólo retengo esto: el hecho que para Freud, el núcleo de nuestro ser se
sitúa en el nivel del deseo inconsciente, un deseo que nunca puede ser dominado
ni anulado, sólo puede ser dirigido; eso es lo que Lacan se proponía hacer, cuando
enunciaba su manera de pensar su práctica bajo el título de “La dirección de la
cura...”
La primera enseñanza de Lacan, aquélla iniciada con “Función y campo
de la palabra...” y que marcó los espíritus, la opinión, culmina en definitiva en
una enseñanza fundada en el deseo como constitutivo del sujeto. Y en la medida
en que procuro, justamente, hacer oscilar esta ontología Lacaniana –como el
mismo Lacan lo hizo, como se vio conducido a ir más allá de ella–, iré a extraer
de sus consideraciones una definición ontológica según la cual el ser es el deseo.
Allí reside precisamente la razón por la cual, cuando se ocupa
puntualmente de la expresión freudiana “el núcleo de nuestro ser”, Lacan puede
decir –lo hace en una proposición muy corta, intercalada en otra, bajo la forma
entonces de inciso–: no cabe inquietarse pensando que me expongo aquí, una vez
más, a los adversarios siempre felices de reenviarme a mi metafísica. En el
fondo, Lacan desafía a esos adversarios haciendo parada con su metafísica.
Vuelvo a encontrar aquí la misma expresión que lo muestra asumiendo esa
metafísica en el discurso con el cual presentara su “Informe de Roma” sobre
“Función y campo de la palabra...”; evocaba entonces al analista debutante, a
quien su análisis personal –era la expresión que empleaba– no le vuelve más
fácil que a cualquiera elaborar la metafísica de su propia acción.
Es preciso escuchar allí el enunciado de su ambición: elaborar la
metafísica de la acción analítica, es decir, determinar el ser sobre el que opera
esta acción; diría incluso que el término acción implica, aquí, el de causa. ¿Cómo,
a partir de lo que hago como analista, puedo ser causa de una mutación, de una
transformación, de un efecto eficaz que toca el núcleo del ser? Y de entrada
advertía que abstenerse de elaborar la metafísica de la acción analítica, sería
escabroso porque equivaldría a hacerlo sin saberlo. Algo que tiene su parecido

176
con el argumento según el cual es necesario filosofar, porque de no ser así, es
preciso hacerlo de todos modos para demostrar que no es necesario. El recurso
a este argumento determina que una vez situados en esa dimensión, ya no es
posible salir de ella.
Pues bien, es así como Lacan concebía, en el punto de partida de su
enseñanza, lo que daba en llamar una metafísica y el hecho que no se puede no
elaborar la metafísica del psicoanálisis.

¿Cómo entenderlo? ¿Cuál es el ser sobre el que pretendemos actuar


mediante el psicoanálisis? Inspirados en esta interrogación, encontramos la
función de la palabra. El psicoanálisis supone que el recurso de nuestra
operación es la palabra, pero la intensidad con la cual Lacan promovió la función
y el campo del lenguaje, se funda en que para él esta asignación lingüística
estaba inscrita en el marco de la metafísica del psicoanálisis. Se pretendió
reducirla a una explotación de la lingüística, pero aquello que vino a ser
formulado como una respuesta –la función de la palabra y el campo del lenguaje–
, estaba animado por la cuestión metafísica que señalé, esto es: cuál es el ser
sobre el cual esa operación pretende actuar.
Es en ese momento que Lacan aplica un axioma según el cual no puede
haber allí acción de un término respecto del otro si no hay homogeneidad entre
ellos; debe haberla entre la acción del analista y el ser al cual se aplica para que
el análisis sea eficaz –y que lo sea constituye el presupuesto empírico de su
discurso. El psicoanálisis es eficaz. Por consiguiente, es preciso que haya
homogeneidad, es decir, es necesario que esta acción y el ser al cual se aplica
sean de un mismo orden de realidad, de un mismo orden ontológico.
Entonces, ¿qué acción es ésta? Lacan la centraliza e incluso la reduce a la
interpretación, es decir, a la donación de otro sentido a lo dicho. En este punto,
si aislamos la interpretación como el núcleo de la acción analítica, debemos decir
que opera en el registro del sentido y la metafísica analítica debe conllevar que
el ser es sentido. Dicho de otro modo, el psicoanálisis implica una ontología
semántica y lo designado por Lacan como sujeto es, precisamente, ese correlato
de la interpretación: un sujeto que sólo tiene ser por la interpretación, por el
sentido –y se trata de un ser variable en función del sentido. No hay nada allí
que corresponda al registro de la sustancia, nada que tenga la permanencia de
ella.

¿En qué términos pensar entonces este ser del sentido, como no sean
aquellos que lo distinguen del orden de lo real? Ya sea que la consideremos como
intuición o como axioma, en el fondo es ésa la primera posición que orienta a
Lacan, tal como pueden encontrarla formulada en los “Otros Escritos”, pág. 136:
la de una distancia entre lo real y el sentido que le es acordado, una distancia
entre dos órdenes: el de lo real y el del sentido. Lacan la comentará sin cesar, en
tanto muestra el hiato presente allí, entre real y sentido, dado como un
arbitrario, utilizando un término de Saussure. En un momento dado, buscará

177
incluso reconocerle una libertad inherente al sujeto; en todo caso, lo real no
decide el sentido, hay entre uno y otro una laguna, un hiato que nos permite
reconocer lo que designamos como dos órdenes, dos dimensiones que no se
comunican. Así también, a partir de Descartes había sido posible distinguir el
alma y el cuerpo y plantear, además, su unión; pero aquí, en este primer tramo
de la enseñanza de Lacan, real y sentido se distinguen sin que llegue a haber
unión entre uno y otro.
El eje de la acción analítica ubicado en la donación de sentido supone una
escucha por parte del paciente ajustada a esos términos, enmarcada en la
atención acordada al sentido que le da al reparto de cartas que su nacimiento le
asignara, así como a los acontecimientos que vinieron a marcar su desarrollo y a
las modalidades semánticas según las cuales comunica lo que vive; atención que
también tendrá en cuenta las variaciones introducidas en la donación del
sentido.
En segundo lugar, del lado de la interpretación, el lado de lo que les toca
hacer a ustedes, se trata también de dar sentido. Si bien desde ese punto de
vista es algo homogéneo respecto de la donación de sentido efectuada sin cesar
por el sujeto, su finalidad es la de llevar a cabo, efectuar un advenimiento del
ser, es decir, hacer ser aquello que no era, pero respecto de lo cual ustedes pueden
inferir que quería, podía, buscaba ser y el sujeto –entre comillas– no se lo
confesaba. De modo que ustedes se encuentran, en tanto analistas, en relación
con ese ser menor que no llegó a efectuarse y del cual serían el partero, aquél que
permite advenir al ser. Se trata de un hacer ser que pasa por la acción de la
palabra.
De toda evidencia, Lacan volvía a encontrar allí todo cuanto había podido
ser elaborado acerca de los poderes poéticos de la palabra, en contraste con su
valor realista, así como la puesta en valor, por el contrario, de la creación. En
un primer momento, Lacan evocaba ese ser como capturado en el engranaje
propio de las leyes del bla-bla-bla –es así como lo llama entonces–; más tarde, en
efecto, procuró enunciar una a una, en su orden, las leyes del bla-bla-bla; lo hizo,
en particular, aportando una forma esquemática de la metáfora y de la
metonimia, todo un aparato, toda una mecánica de las leyes, presentado con la
construcción de los signos + y ─ . Lo articuló como la arborescencia de un
grafo, el grafo del deseo y lo hizo repercutir de diversas maneras, a cada una de
las cuales uno puede consagrarse por su valor propio. Pero el hilo conductor
subyacente allí es la doctrina del inconsciente según la cual el inconsciente
pertenece al orden del sentido, es un fenómeno de sentido, semántico. En su
discurso inicial, Lacan emplea el término de fenómeno a propósito del
inconsciente, yo agrego el de semántico.

Una vez más, a mí mismo me llevó mucho tiempo articular, desarticular y


volver a armar las construcciones de Lacan referidas a sus engranajes
lingüísticos, cada uno de los cuales merece ser retenido por lo que es. Pero
apunto, llegado aquí, a un nivel más elemental, a un objetivo primario, un

178
abordaje en cierto modo inmediato de aquello que está en juego en la práctica y
fundamenta las construcciones de Lacan a lo largo de sus formulaciones,
llevándolo a plantear la equivalencia entre inconsciente y sujeto, es decir, que
tanto el inconsciente como el sujeto –o en tanto que sujeto–, tiene que ser.
Se trata, por cierto, de una intuición muy restringida, pero en condiciones
de sostener, por su propia naturaleza, la experiencia analítica en su sucesión, en
la secuencia material de las sesiones. Allí se trata de hacer ser, a partir de algo
cuyo ser es bien preciso suponerlo en términos de una falta-en-ser, en tanto el
deseo freudiano, calificando el núcleo de nuestro ser, toma así el sentido de un
deseo de ser, de un deseo ontológico.

¿Qué es lo que puede conferir el ser al deseo de ser?


Una primera respuesta formulada por Lacan fue: el reconocimiento. El
deseo como deseo de ser es un deseo de reconocimiento, es decir, que venga a ser
ratificado por el otro de la palabra, por aquél a quien se dirige, aquél que lo
interpreta y, por consiguiente, la satisfacción del deseo es el reconocimiento;
término este último que de toda evidencia Lacan heredó de Hegel, pero en este
punto me ocupo de reconstituir una lógica primaria donde se sostiene la primera
enseñanza de Lacan. Siguiendo esta línea, se puede decir que alcanzado el
reconocimiento, el análisis puede encontrar su fin y lo encuentra en una
satisfacción: aquélla que le procura el reconocimiento.
Mucho más tarde, Lacan también propondrá considerar el fin del análisis
como un asunto de satisfacción.; lo formulará así incluso en su último escrito
publicado, al que me refería hace un rato; pero se tratará entonces de una
satisfacción por cierto muy a distancia de la que subrayo aquí.
Ya en el primer tramo de su enseñanza hay un ruptura, la superación de
un obstáculo, de un límite, hay un más allá del reconocimiento que opera en un
punto muy preciso, a ubicar en su Escrito “Dirección de la cura...”. Allí evoca el
reconocimiento y también la razón por la cual su opción es la de desprenderse de
ese peso. Lo hace en el momento de distinguir entre deseo y demanda, cuando
se da cuenta de que el reconocimiento es lo que el deseo demanda, pero que
precisamente el alcance del deseo va más allá de la demanda y ninguna
satisfacción de la demanda, ni siquiera aquélla de la demanda de reconocimiento,
está en condiciones de satisfacer el deseo.
Se produce entonces un desplazamiento que va del reconocimiento del
deseo a su causa, de modo que el término causa promovido entonces por Lacan,
viene a ocupar el de reconocimiento y se trata allí de un desplazamiento,
hablando con propiedad, ontológico.
Llegado a ese punto, Lacan no se da por satisfecho con la definición del
núcleo de nuestro ser por el deseo, a contrapelo de lo que había ido a atrapar en
uno de los primeros escritos de Freud, aquél incluido en la Traumdeutung.
Ese desplazamiento ontológico adviene cuando comienza a resultar
evidente que el deseo es sólo un efecto, que no es una ultima ratio, una razón
última del ser, sino un efecto de significante capturado en los rieles de la

179
conexión entre significantes, es decir, los de la metonimia. Desde este punto de
vista, el Escrito “La instancia de la letra en el inconsciente...” y la definición del
deseo allí propuesta, oponen un desmentido a la dialéctica del reconocimiento.
Esta construcción inscribe el deseo en el nivel de la significación, con su
valor de reenvío; Lacan la transcribió valiéndose de esta fórmula: entre
significante y significado no hay emergencia ni aparición, hay un significado
retenido. Ese significado lo escribe precedido de un signo menos, entre
paréntesis:

S(─)s
Ese efecto metonímico se distingue del metafórico, inscrito de la misma
manera pero con un signo más, entre paréntesis, que indica la emergencia:

S(+)s

En ese efecto metonímico, Lacan vuelve a encontrar la falta-en-ser a partir


de la cual definía el deseo, pero aquí se trata de un deseo que sitúa como
incompatible con la palabra; pasa a considerar que corre por debajo de todo
cuanto es dicho, para indicar así que es un deseo incompatible con el
reconocimiento, un deseo que ningún reconocimiento puede apagar, un deseo que
no puede interrumpirse confesándose. Es como un fantasma de la palabra.

Pues bien, pasando del reconocimiento a la causa, Lacan desplaza


también el punto de aplicación de la práctica analítica del deseo al goce. El
primer tramo de su enseñanza, apoyado en la falta-en-ser y el deseo de ser,
prescribe un cierto régimen de interpretación, digamos la interpretación de
reconocimiento. Es aquélla que reconoce el deseo sobreentendido y que lo exhibe.
Es preciso decir que cada vez que uno se consagra a interpretar un sueño, en
efecto, practica la interpretación de reconocimiento. Pero hay otro régimen de
interpretación, cuyo fundamento no es el deseo sino la causa del deseo; este
segundo régimen es el de una interpretación que aborda el deseo como una
defensa contra lo que existe y lo que existe, en oposición al deseo que es falta-en-
ser, es aquello que Freud abordara a título de pulsiones y es designado goce por
Lacan.
Sin duda, Freud no le acordó existencia a las pulsiones; sólo dijo de ellas
que eran múltiples, que eran nuestros mitos y uno entiende entonces: no es algo
del orden de lo real. Pero es precisamente esto lo desmentido por Lacan cuando
interpreta a Freud: decir que las pulsiones son míticas, no es reenviarlas a lo
irreal, sino considerar que son un mito de lo real, que hay algo de lo real bajo el
mito y que ese real bajo el mito de la pulsión es el goce.

Lacan le acordó una fórmula a esta fractura, fórmula que en otros tiempos
me encargué de subrayar: el deseo viene del Otro; el goce se ubica del lado de la
Cosa, con una “C”. Esto quiere decir que el deseo remite al lenguaje como

180
fundamento y a aquello que, en el campo del lenguaje, allí donde es
comunicación, apela al Otro. La Cosa de la que se trata no es la verdad
freudiana, aquélla que dice: “Yo, la verdad, hablo”; la Cosa es lo real al que uno
da sentido y la conclusión a la cual llegó Lacan, más allá de su primera
enseñanza, es que el primer real que se distingue de la donación de sentido y
sobre el cual se ejerce la donación de sentido, es el goce.
Ese lado de la Cosa donde se inscribe el goce es el síntoma, es decir, lo que
queda cuando el análisis termina, en el sentido de Freud. Y es también lo que
queda después del pase de Lacan, esto es, después del desanudamiento del
sentido.
La metafísica de la acción del analista, esto es, lo que por mi parte vengo
situando como su ontología semántica, apunta al deseo como núcleo del ser, es
decir, a un sentido esencialmente designado por la aparición de una falta-en-ser,
aquélla que Lacan llama castración porque interpreta el término freudiano en el
marco de su ontología. Incluso cuando indicaba, en el momento de proponer el
pase, que ese núcleo podía llegar a ser anotado de otro modo, con la notación
positiva del a, es necesario subrayar que esa manera de inscribirlo sólo cumplía
para él su función a partir de la falta-en-ser, a título de un obturador de la falta-
en-ser, de modo que el pase está todavía dominado por la referencia a la falta-
en-ser.
El pase está cortado, apartado, de la idea de reconocimiento, ya que a
partir del momento en que el deseo viene a quedar definido como una metonimia,
el reconocimiento del deseo pierde su valor: no puede haber reconocimiento del
deseo definido como una metonimia. Por lo tanto, en el lugar del reconocimiento,
de un deseo que adviene al registro del ser, Lacan instalaba con el pase el
reconocimiento de la falta-en-ser y especialmente, el de una falta-en-ser del
deseo. Por esa razón decía: notamos en el pase una deflación del deseo; es decir,
en el pase llegamos a discernir ese signo menos entre paréntesis y a acordarle
valor de castración, así como discernimos aquello que permitió hacer la
soldadura entre significante y significado: el objeto a. De modo que lo designado
por Lacan como el pase, incluso trabajado por tensiones, viene a quedar incluido
en su ontología, dominado por la noción del ser y de la falta-en-ser.
Es en el último tramo de su enseñanza donde tiene lugar una renuncia a
esta metafísica, a esta ontología y todo cuanto evoqué aquí, todo lo que procuré
reatrapar para poder avanzar más tarde, todo eso está dominado, de una u otra
manera, por las alternativas de la falta-en-ser, hasta el momento en que Lacan
atraviesa los límites de esa ontología.

¿Cuándo los atraviesa? Lo hace en el momento en que afirma: Hay de lo


Uno. Es decir, no se trata de una falta, muy por el contrario, como tampoco es
cuestión del ser, puesto que no dice: allí es. Sus referencias son entonces mucho
más remotas que las provistas por Descartes y la metafísica moderna. Las va a
buscar en Platón, incluso en los neo-platónicos. Y se abstiene de decir “el Uno
es”, a la manera en que ellos lo hacen. Lacan dice Hay (Y a ), bajo una forma del

181
argot que, como quiera que sea, elide el sujeto del verbo23. Esa saeta, esa breve
oración es una posición de existencia y, si se quiere, ese Hay de lo Uno (Y a d’l’Un)
es la repetición inútil de lo sostenido en “Función y campo de la palabra y del
lenguaje”, reducido a sus raíces, al hecho puro del significante considerado como
pensamiento, por fuera de los efectos de significado y por consiguiente, en
particular, pensamiento por fuera del sentido del ser.
Se trata así de algo enorme, puesto que todo cuanto aprendimos a
reconstituir con Lacan como la historia del sujeto, eran precisamente las
aventuras del sentido de su ser y eso no es algo que pueda evitarse. No estoy
planteando que haya un cortocircuito, que uno pueda abstenerse de pasar por
allí en la práctica, sino que, en el horizonte de los avatares del sentido del ser,
existe un hay (Y a), existe el primado del Uno, en tanto lo que habíamos creído
aprender de Lacan es el primado del Otro de la palabra, tan necesario para el
reconocimiento del sentido, ese Otro que ratifica el sentido de lo dicho y del deseo.
Pues bien, aquí el deseo pasa a un segundo plano, ya que el deseo es el deseo del
Otro y, en el fondo, la verdad que se desprende del pase de Lacan es ésta, la
verdad que da la clave de la deflación del deseo allí producida es que el deseo no
ha sido nunca sino el deseo del Otro. Es por ahí que ese Otro, siempre supuesto,
siempre imaginado, viene a ser evacuado junto a la consistencia del deseo.

Simplemente, hay un después. Fue forzoso constatar que lo había y que


el después era, precisamente, que el sujeto se encontraba enfrentado con el Hay
de lo Uno. Una vez que había terminado con el Otro, una vez que tenía la
solución de su deseo, es decir, que ese deseo no le interesaba más, una vez que lo
había desinvestido, persistía sin embargo el Hay de lo Uno y ese Hay de lo Uno,
tal como lo abordo aquí, es precisamente el nombre de lo aislado por Freud en
términos de restos sintomáticos.
Con el primado del Uno es el goce el que viene a ocupar el primer plano,
el del cuerpo que llamamos “propio” y que es el cuerpo del Uno. Se trata de un
goce primario, por cuanto sólo resulta secundario que sea afectado por una
interdicción. Lacan llegó incluso a sugerir que era la religión la que proyectaba
en el goce una interdicción ratificada por Freud. También llegó a pensar que la
filosofía había entrado en pánico ante este goce –fueron sus términos–; pánico
que sepultó ese goce bajo una masa de sustancia gozante, por no haber pensado
esa sustancia, su permanencia, su existencia rebelde a la dialéctica introducida
por el significante, cuando se lo considera con sus efectos de significado. Le
asignaba al psicoanálisis la tarea de discernir este goce.

23 - La construcción completa en francés de la expresión impersonal “Hay” supone como único


sujeto del verbo el pronombre “Il” (3ª persona masc. sing.): “Il y a”. La forma utilizada por
Lacan y evocada por JAM aquí es la reproducción fonética de su uso coloquial. Otro tanto
ocurre con el partitivo que introduce el complemento “Uno” = de + le, con valor de “un
representante del universo del...” y cuyos componentes figuran tal como los elide la fonética:
d’ l’. (N. de la T.).

182
Fue así como pudo escribir una frase que sólo llego a explicarme ahora, a
través de estas retrospectivas. La encontrarán en los Otros escritos, pág. 507: el
goce viene a causar lo que se lee como mundo. Esto quiere decir que el goce, en
el fondo, es el secreto de la ontología, la causa última de lo que se presenta como
el orden simbólico, cuya filosofía hizo el mundo.

Hay entonces una oposición entre ontología y goce. La ontología le acuerda


su lugar a lo que quiere ser, así como implica y conlleva lo posible. A diferencia
de ella, el goce pertenece al registro de lo existente; es por esa razón que Lacan
pudo decir, en su última enseñanza, que el psicoanálisis contradice el fantasma
en el cual reposa la metafísica... –¡quizá soy yo quien dijo eso!... Planteó que el
psicoanálisis contradice el fantasma que consiste en hacer pasar el ser antes del
tener (Otros escritos, pág. 565). Por mi parte, agrego: en ese fantasma reposa la
metafísica, en la medida en que tener es, ante todo, tener un cuerpo.
¿Podemos decir que el sujeto lacaniano no tenía cuerpo? No, pero sólo
tenía un cuerpo visible, reducido a su forma, a la pregnancia de su forma, en
tanto el deseo era indexado tomándola como referencia. ¿Acaso con la pulsión,
con la castración, con el objeto a, el sujeto volvía a encontrar un cuerpo? Sólo lo
reencontraba sublimado, trascendentalizado por el significante. Antes de la
última enseñanza de Lacan, el cuerpo del sujeto era siempre un cuerpo
significantizado, sostenido, contenido por el lenguaje.

Ocurre algo muy diferente a partir de esa pequeña oración Hay de lo Uno,
porque el cuerpo aparece entonces como el Otro del significante, en tanto
marcado por él, en tanto el significante produce acontecimiento allí. Y ese
acontecimiento, ese acontecimiento de cuerpo que es el goce, aparece, vale como
la verdadera causa de la realidad psíquica. Empleo esta expresión no sin
haberme preguntado desde cuándo tenemos una realidad psíquica. De
remontarnos a los tiempos considerados por Lacan, precisamente cuando le
acuerda sentido a su Hay de lo Uno –aquellos que corresponden a Pitágoras,
Platón, Plotino–, no resulta para nada evidente que ellos tuviesen por entonces
una realidad psíquica. Para los escolásticos no existía en absoluto, como tampoco
la idea de sujeto. En el fondo, es sólo con Descartes, hablando con propiedad,
que empezaron a existir las ideas acerca del sujeto, a partir del momento en que
él extendió la causalidad hasta pensar de manera conjunta el ser y la existencia
como equivalentes respecto de la causalidad.
Pues bien, es precisamente por eso que entiendo es necesario retomar esa
causalidad, para dar un sentido a la realidad psíquica. Algo que deja pendiente
la definición del deseo del analista. Cuando lo evocaba, el deseo del analista era
para Lacan el de llevar, el de guiar el ser como inconsciente –es decir, aquello
reprimido– a su manifestación completa y acabada. Lo reprimido, a entender
aquí como aquello que quiere ser, en su condición de ser virtual, solamente en
estado de posible, convocaba al deseo del analista como x para venir a existir.
Desde esa perspectiva, podemos decir que el lugar del analista respecto del

183
paciente quedaba marcado, precisamente, por el hecho de sostener el deseo del
Otro como pregunta para hacerlo advenir.
La posición del analista, cuando se confronta a ese Hay de lo Uno en el
más allá del pase, ya no está marcada por el deseo del analista, sino por otra
función, que nos queda por elaborar, tarea a la que nos consagraremos más tarde.

Esto es todo. Hasta pronto.

FIN DE LA DÉCIMO SEGUNDA SESIÓN 2011 (11.05.11)

----- ♠ -----

184
Orientación Lacaniana III, 13

Jacques-Alain Miller

Décimo Tercera sesión del Curso 2011 / Miércoles 18 de mayo 2011

( XIII )
Hacia el final de mi última charla hice resonar el término causa, con el
que hacía referencia –una referencia alusiva– a Descartes. En efecto, es en la
Tercera Meditación donde encontramos formulado el Principio de Causalidad,
atribuido por Descartes a lo que él designa como la luz natural, expresión que
fue examinada e interrogada. Más que definirla o recortarla como tema,
Descartes se sirve de ella.
La luz natural implica una evidencia, es decir, un enunciado, una frase
que no resulta de una deducción, sino que precede y condiciona todo
razonamiento. Esta evidencia se sitúa en el registro del axioma, si se entiende
como tal el hecho que no es arbitraria ni elegida, sino primordialmente necesaria;
es necesaria para que se pueda conversar, exactamente, pensar. Es, en cierto
modo, la condición para poder pensar, una condición absoluta.
Lo absoluto siempre tiene que ver con lo imposible; para el caso, de no
contar con este axioma sería imposible pensar, sería imposible incluso, digamos,
meditar, en el sentido en que Descartes emplea este término. El axioma
pretendidamente natural del que se trata es el siguiente: debe haber en todo caso
al menos tanta realidad en la causa eficiente –Descartes agregaba total– como
en su efecto. Es un axioma cuantitativo, que toma por referencia y ordena la
cantidad de realidad, pero por fuera de eso, se funda en lo que sería la evidencia
de la escisión entre dos entidades: la causa y el efecto. En consecuencia, por
fuera de ese axioma se posiciona una discontinuidad y es lo subrayado por Lacan,
cuando utiliza ese término de causa, al que permanece fiel a lo largo de toda su
enseñanza. Lacan subraya ese rasgo de discontinuidad y se sirve de él para
oponer la causa y la ley, ya que la ley prescribe sin escisión.
En Descartes, esa escisión se inscribe en la prevalencia de la causa
llamada eficiente, la causa considerada respecto de su efecto. Es sólo una de las
causas distinguidas por Aristóteles, quien, por su parte, distinguía cuatro tipos
de causas. Fue el paso dado por Descartes el de haber aislado la causa eficiente,
borrando las otras, reabsorbiendo las demás: la causa final, la material y la
formal. Lacan, causalista en el más alto grado, habiendo renovado el sentido de
la causa en el s. XX, cuando tomarla por referencia había caído en desuso, no
desconoció en absoluto las causas aristotélicas y volvió a tomarlas por referencia
en varias ocasiones.
Por ejemplo, es aristotélica la distinción entre tyché y automaton de la que
se adueñó y que introdujo en el psicoanálisis con su Seminario de « Los cuatro
conceptos fundamentales ». Presentó a uno y otro acordándoles el estatuto de
dos modos de la repetición: el que sigue operando como gobernado por un mismo
algoritmo en el automaton, donde vemos volver lo mismo, asociado por Lacan a
la homeostasis, al mantenimiento del equilibrio. Y por otro lado, la repetición
como tyché, que no tiene algoritmo ni responde a una ley, cuya irrupción tiene
un valor de encuentro con un elemento heterogéneo, que introduce una alteridad
y desordena la armonía homeostática sostenida en el algoritmo automático. Pues
bien, en esta oposición Lacan saca provecho del saber ya establecido y montado
por la física aristotélica, logrando hacer de ese par de opuestos un útil conceptual
perdurable, acerca del cual fue posible constatar que servía de recurso a quienes
ejercían la práctica del psicoanálisis, cuando procuraban elaborar su experiencia.
Asimismo, el último de los textos incluidos en los Escritos, titulado « La
ciencia y la verdad », apela a un modo de repartición aristotélica de las cuatro
causas. Uds. encuentran allí, si les complace tomarlo como referencia, las cuatro
causas de Aristóteles asimiladas a cuatro discursos; estos no son los expuestos
por Lacan más tarde y que perduraron como los Cuatro Discursos: el del amo, la
universidad, la histérica y el analista, sino que se trata de una suerte de ensayo
preliminar, acerca del cual debemos constatar, por lo demás, que no fue retomado
por Lacan. Se trata de un ensayo que quedó sepultado en esas páginas y
constituye una suerte de prefiguración del esfuerzo de Lacan para inscribir el
psicoanálisis en una combinatoria de términos que permuten. Para el caso,
tenemos un modo de repartición donde la causa eficiente viene a quedar afectada
a la magia, magia a la cual Lacan le acordará un lugar en el último tramo de su
enseñanza cuando se pregunte, precisamente, si el psicoanálisis va más allá de
ella o si se reduce a una de sus formas, donde la causa significante pasa al efecto
significante.
La causa final, Lacan vuelve a encontrarla … El fin en función del cual la
causa actúa, Lacan lo afecta sin sorpresa a la religión ; mientras atribuye a la
ciencia la causa formal, reserva al psicoanálisis la causa material y ese material
lo reconoce, por entonces, en el significante. Desde este punto de vista, la causa
material es, hablando con propiedad, el ser de la causa y ese ser es el significante.
Si volvemos a Descartes y al axioma por él enunciado que yo recordé, viene
a quedar allí condicionada una deducción inmediata, acerca de la cual se puede
decir que es ella la que hace imposible cualquier tipo de dialéctica. Por cierto, se
trata de la deducción de la que Hegel deberá hacer caso omiso para introducir en
el pensamiento otro régimen: aquélla según la cual sería imposible que la nada
llegase a producir algo.
Si nos atenemos a esto, si lo creemos, en efecto, no hay dialéctica. La
dialéctica encuentra su fundamento, por el contrario, en la posibilidad de que,
entre comillas, la nada pueda tener efectos. Descartes agrega, como si se tratase
de algo inspirado en esa misma perspectiva, que lo más perfecto, aquello que
contiene más realidad, no puede ser una consecuencia y depender de lo menos
perfecto.
Plantear esos principios invocando el don de la luz natural, le permite a
continuación deducir de la idea de Dios, la necesidad que yo tengo de que Dios
exista fuera de mí. El eje de la demostración es la introducción de este axioma
de la luz natural y digamos que es dando ese rodeo que el sujeto, encerrado en la
burbuja de su cogitación, puede afirmar que hay algo fuera de él; en primer lugar
Dios, ese Dios que es el más perfecto según la idea que de él se hace el sujeto, y
lindante con esa existencia de Dios, la del mundo, y después la de las verdades.
Es decir, el sujeto puede volver a encontrar todo aquello cuya existencia había
quedado suspendida, en su creencia de llegar a aislar ese residuo del ego cogito.

187
Esto supone aplicar el axioma de causalidad a las ideas y en esa aplicación
misma podemos ver el acta de nacimiento de la realidad psíquica. Se trata de
una causalidad que también vale para mi cogitación y que, en el fondo, la sustrae
a la maldición de la alucinación, si puedo decir así.
La causalidad fue abordada por Lacan tal como voy a presentarla o
disponerla, según un modo de repartición que llamaré levistraussiano. En efecto,
a lo largo de lo que fue elaborando, vemos desprenderse tres asignaciones, tres
instancias de la causa: la causa imaginaria; la causa simbólica; la causa real. No
resulta imposible considerar que esas tres causas, además de no sustituirse entre
sí, marcan tiempos diferenciados en el transcurso de la experiencia analítica.
Por supuesto, es factible presentarlas en términos de progresión teórica.
Diremos entonces que Lacan abandonó la causalidad imaginaria por la
causalidad simbólica, hasta que venga a resultarle evidente la causalidad real.
Pero por mi parte, presento de otro modo esta progresión ; encuentro en ella la
ocasión de disponer según esos términos la dinámica de la experiencia, hasta el
punto en que atraviesa el momento del pase y desemboca en ese espacio aún no
balizado que es el más-allá-del-pase, como me salió nombrarlo.

Veamos la causalidad imaginaria en primer lugar. En este punto los


reenvío, como ya lo hice, al Escrito de Lacan titulado « Propósitos acerca de la
causalidad psíquica ». Con esa conferencia, después del silencio que dice haberse
impuesto durante la Segunda Guerra Mundial, mientras se mantuvo la
ocupación del territorio francés, Lacan rompía su reserva para empezar un nuevo
período de su existencia como psicoanalista y psicoanalista que transmite una
doctrina. Ese texto marca un comienzo que será reformulado cuando Lacan
presente su informe « Función y campo de la palabra y del lenguaje » en 1953,
momento en el que dará comienzo formal su enseñanza bajo la forma de
seminarios. Pero los « Propósitos… », de 1946, prefiguran ese comienzo de 1953 ;
son, en cierto modo, un origen más acá de ese comienzo.
En términos de origen, de remontarnos más lejos aún, tenemos el primer
texto escrito por Lacan acerca del psicoanálisis y titulado « Más allá del principio
de realidad ». Lacan presenta en él una fenomenología de la experiencia
analítica que le permite, de entrada, aislar a la palabra como instancia central,
consagrándose sólo a la descripción de lo que tiene lugar.
Yo podría haber presentado esos tres momentos, esos tres comienzos como
correlativos a esos tres textos: aquél marcado por el « Más allá del Principio de
Realidad », fechado en 1935, el de los « Propósitos… » de 1946 y el de « Función
y campo… » de 1953. Renuncié a hacerlo de ese modo, pero los invito a verificar
que a partir de « Más allá del Principio de Realidad » Lacan opone la función de
lo real y la función de lo verdadero. Deja la función de lo real a la ciencia, para
establecer el psicoanálisis propiamente dicho en la dimensión de lo verdadero;
ese tejido de lo real y de lo verdadero continúa a lo largo de su enseñanza y ya
está planteado de entrada. Pero dejo esto de lado para subrayar que cuando
Lacan rompe el silencio que se había impuesto y aparece nuevamente en la

188
escena de la enseñanza, lo hace para plantear que en lo que respecta a la realidad
psíquica, la causa es de orden imaginario, esto es, para plantear la imagen como
causa.
Se trata, por cierto, de una imagen zambullida en el inconsciente, cuyo
fundamento es inconsciente y de la cual el sujeto consciente no tiene la clave, por
eso Lacan trae a cuenta al respecto el concepto freudiano de imago. La imago es
la imagen en tanto cargada de causalidad y el nombre de la causalidad
imaginaria es la identificación.
La imagen como imago tiene la potencia de captar, de capturar al
psiquismo en causa, que es entonces aquello designado por Freud como la
instancia del Yo (Moi), de la que da cuenta Lacan apelando al estadío del espejo,
es decir, precisamente, a una construcción que pertenece al mismo conjunto de
la imagen. Aporta para reforzar esta asignación de la causalidad al imaginario,
datos procedentes de la etología, esto es, que se refieren al comportamiento
animal; esos datos respaldan el estadío del espejo, presentado allí como la puesta
en escena de la causalidad imaginaria.
Ahora bien, de una manera muy singular que sería preciso estudiar en
detalle, si ese fuera nuestro objetivo, así como hay una referencia al
comportamiento animal, encontramos una a la función de la libertad, tomada en
préstamo esta última, diría, al existencialismo más disparatado, contemporáneo
de ese texto, aquél puesto a trabajar entonces por un tal Jean-Paul Sartre, quien
busca demostrar cómo interviene la función de la libertad en la construcción de
su destino. Elige para hacerlo la figura de Baudelaire y es ahondando en su
biografía y su obra que Sartre procura demostrar la contingencia de una opción
original, poniéndola en relación con la libertad.
De manera muy singular, Lacan conjuga aquí lo sublime de la libertad
humana con el comportamiento del insecto o de la paloma. Resulta difícil,
cuando lo leemos, no ver allí una cierta ironía. Y todo esto viene para apoyar
una causalidad asignada al imaginario, que nos hace ver el proceso analítico
como una catarsis del narcisismo. Catarsis, término precisamente aristotélico,
no en el terreno de la física sino en el de la poesía. En un psicoanálisis hay, en
efecto, un momento imaginario, podemos incluso admitir que es su momento
inicial, donde la pregunta « ¿quién soy? » encuentra respuestas en términos de
imagen. Yo me describo; grito para entrar en análisis y después me describo y
esta autodescripción, en efecto, pasa por el inventario de las semejanzas y las
desemejanzas a través de las cuales sitúo mi posición y dibujo los contornos de
mi ser.
La causalidad simbólica corresponde distinguirla de esta causalidad
imaginaria. Lacan no cesará de referirse a ella aun en el transcurso de su última
enseñanza, dado que en la experiencia analítica, efectivamente, al mismo tiempo
que encuentro trazos en común con alguien o constato la ausencia de esos trazos,
aíslo las palabras que me marcaron y entonces –sin duda lo sé desde siempre,
pero es en el análisis donde encuentro la ocasión– verifico el eco que alcanzaron
y la profundidad de los efectos que pudieron tener. De esta manera, al inventario

189
de los parecidos viene a sucederle –o a conjugarse con él– el de los dichos, el de
los acontecimientos de palabra que tuvieron valor de verdad y aun valor de
oráculo. Digo inventario porque no hay allí sistema, por el contrario, como se
expresaba Lacan, hay una extraordinaria contingencia de los accidentes. Es
precisamente ahí donde viene a quedar destituida la causa final.
Si bien no queda descartado que uno pueda conservar su condición de
creyente a la salida de un análisis, resulta difícil creer en la Providencia y si la
fe de Uds. en Dios reposa en ella, es ella por cierto la que sale maltrecha, en la
medida que el inventario de los dichos pone en valor, por el contrario, la
contingencia de lo que sucede de manera imprevista, bruscamente y que acuerda
al inconsciente aquello designado por Lacan en algún momento como su figura,
su diseño y que es, también, su armazón significante, los términos en los que
Uds. condensan y piensan, no diré la propia vida, pero sí lo que les pasa.
Esos accidentes son accidentes de significante, en la medida en que causan
efectos de sentido y tejen, alrededor de lo que nos pasa, una estructura de ficción
verídica, es decir, de verdad mentirosa, con la cual Uds. llegan a un acuerdo para
integrar en lo que hace a la propia supervivencia, a la propia homeostasis de
cada uno, esas sucesivas tychés.
La causalidad simbólica muestra la sucesión y la acumulación de los
acontecimientos de palabra como accidentes, es decir, en tanto reenvían a la
contingencia, se cristalizan y se articulan en estructura de ficción verídica o de
verdad mentirosa. Tratándose de la causalidad simbólica, Lacan siempre puso
el acento en esta contingencia; así, podía decir que la instancia del significante
imprime en el inconsciente la contingencia. Una contingencia, a decir verdad,
doble.
En primer lugar, se trata de la contingencia del acontecimiento; una
contingencia, claro está, que no cesa, pero nosotros nos ocupamos de ella en la
medida en que es ella quien le da figura al inconsciente. En un momento dado,
ese inconsciente tomó su figura; se trata entonces de la contingencia del
acontecimiento que produce significante: ése es un primer nivel de contingencia.
El segundo nivel es el de la contingencia del sentido, que opera a partir
del acontecimiento significante. Aun cuando Lacan se haya esforzado en
formular las leyes que enlazan el significante al efecto de sentido, bajo las formas
de la metáfora y la metonimia, esto no quita que la identidad del sentido quede
marcada por la contingencia en relación con la causa significante.
La causalidad simbólica tiene un resultado, un efecto mayor, designado
por Lacan como el fantasma. Digamos que reconoció en el fantasma aislado por
Freud, el efecto mayor de la causalidad simbólica; se trata del fantasma situado
como una entidad imaginaria, pero articulada por el significante. Y es a partir
del fantasma que entendió se descifraba la causa, por eso desplazó hacia el
fantasma las potencias atribuidas a la imago. De la imago al fantasma, si puedo
decir así…
Es así como Lacan se encontró ligado con el elemento imaginario
vehiculizado en el discurso y nos condujo hacia él, ya que la presencia del

190
imaginario en la realidad psíquica cobra peso en su concepción; es un correlato
de ella el hecho que su enseñanza teórica haya ido también a encontrar un apoyo
incesante en imágenes y haya marcado su ritmo valiéndose de esquemas, de
puestas en escena imaginarias, hasta llegar al nudo borromeo, precedido y
pasando por figuras de la topología, los grafos, el esquema de los espejos … En
fin, este elemento imaginario se sitúa bien lejos de la posibilidad de ser
descalificado a la ligera, de que podamos pensarlo como superado. Por el
contrario, la misma enseñanza de Lacan muestra hasta qué punto nunca cesó de
tener peso. En el fondo, se trata del peso mismo de la realidad psíquica que
tenemos en la cabeza, sin encontrar forzosamente un correlato en la realidad de
todo el mundo.
De modo que aun cuando su perspectiva viene a quedar dominada por la
causalidad simbólica, la referencia al elemento imaginario se mantiene, de
hecho, como central y nada lo muestra mejor que esa prueba donde Lacan veía
la conclusión del análisis: queda situada a nivel del fantasma y definida como
atravesamiento del velo –de un velo– o acceso a una ventana; dicho de otro modo,
la puesta en juego del ver, del orden de la visión, con su correlato antinómico de
la mirada, es allí, para Lacan, central en su manera de captar la experiencia
analítica.
Avanzo, en tercer lugar, hacia la causalidad real. Se trata de una
causalidad despejada de la imagen y del sentido, una causalidad cuyo efecto
central no es imagen, ni fantasma, ni imago, ni imago capturada, sino sinthome.
Formulo así la serie: IMAGO – FANTASMA – SINTHOME.

Si resulta tan difícil circunscribir el sinthome es precisamente porque no


tenemos para hacerlo puntos de referencia en el imaginario, como tampoco en el
sentido, como no sea negativamente. Se trata de algo que no es una
representación, no es una imago, no es un fantasma, algo acerca de lo cual diré,
de manera más general y valiéndome de un término griego, que no es del orden
de la idea, tal como se la entiende en su oposición a la energeia. El sinthome no
es idea sino energeia y la energeia griega encuentra aquí su nombre lacaniano
de goce.
La idea es aquello que, traspuesto en latín, en términos del francés
inspirado en el latín, es el quid, la quiddité: aquello por lo cual se puede decir
qué es eso que es, su identidad; se puede hacer el dibujo, como una imagen; se lo
puede definir en el sentido. Se trata de lo que también ha sido designado esencia.
La energeia, precisamente, es sin quiddité: es una quoiddité.24 No se puede decir
lo que es, sólo es posible decir que es.

24 - Transcribimos los términos quidditté y quoiddité tal como figuran en el original francés, por
no haber logrado ubicar su equivalente en castellano. Quiddité reenvía en francés a lo que
constituye la esencia de algo, en tanto viene a quedar expresada en su definición. El término
deriva del latín escolástico quidditas, de quid = qué. (Cf. Dictionnaire Hachette de la Langue
Française) Entendemos que quoiddité es un neologismo, formado a partir del pronombre
quoi (qué), otro derivado del latín quid; puede cumplir funciones de pron. relativo,

191
Si me refiero a esta distinción tradicional, es porque me permite plantear,
justamente, el nivel real del hay (il y a) respecto del orden imaginario y del
simbólico. Como ya tuve ocasión de señalarlo, en ese hay corresponde situar la
puerta de la última enseñanza de Lacan, ese hay bajo su forma de dicción del y
a. Si buscamos incluirlo en el conjunto del vocabulario tradicional de la filosofía,
ese y a se refiere a la quoiddité, a la energeia pura, desestimada del ideal. Y la
última enseñanza de Lacan se ordena precisamente según el dato puro del hay /
no hay (Il y a // Il n’y a pas).
En primer lugar, Hay de lo Uno (Y a d’l’Un), fórmula que constituye una
reducción sensacional de lo simbólico y en particular, de la articulación para
despejar como su real esencial la iteración ; la iteración como núcleo, centro,
como aquello que permanece de la articulación y que Lacan formula cuando dice
que el sinthome, de hecho, es un etc. Ese Hay de lo Uno reduce lo simbólico al
etc. Es una sensacional reducción de toda la dimensión del bla-bla-bla, de la que
sin embargo Lacan supo mostrar todos los espejismos y recorrer el laberinto.
No hay relación sexual es también correlativo de ese Hay de lo Uno y
quiere decir: no hay dos. El dos no está en el mismo nivel que ese Hay de lo Uno,
sino que se sitúa ya en el nivel del delirio. No hay dos, sólo hay el uno que se
repite en la iteración. Y agregaré todavía una tercera fórmula: hay el cuerpo.
Ese cuerpo que ya está presente en el título del Seminario « Aun »
(« Encore »), si Uds. quieren escribirlo bien, de una manera que le retire el velo.
Creo que es hacerlo en conformidad –en todo caso es posible e imagino incluso
que es en conformidad– a la intención de Lacan de llegar a escuchar en ese e-n-
c-o-r-e (aun / todavía), e-n c-o-r-p-s (en cuerpo). Quedan por pensar, en ese
nivel, los dos Hay (Il y a), que no son los dos sexos sino el uno y el cuerpo. Es en
ese nivel donde el cuerpo aparece como el Otro del significante. Esto es lo que
Lacan daba a entender ya cuando decía: el Otro (con mayúscula) es el cuerpo.
Era ya una manera de dirigirse hacia ese registro de lo real. Ya era decir
que el Otro del significante no es el Otro de la verdad; sólo es el Otro de la verdad
en la ficción. El Otro de la verdad es sólo virtual cuando el significante es
considerado en sus efectos de sentido, pero en el nivel de la energeia, el Otro del
significante es el Otro del cuerpo y de su goce.
Digamos que una vez despejado el discurso de la relación sexual en el nivel
de lo real, viene a quedar al desnudo la conjunción del Uno y del cuerpo. En este
sentido, Lacan pudo decir que la verdad es la hermana menor del goce, que la
verdad es una forma –así lo traduzco yo– extenuada del goce. La verdad es una
máscara del goce, una formación del goce hecha para enmascararlo, como si
apelase a un fenómeno mimético. Cuando el goce es desplazado de la energeia a
la idea, la verdad nombra el goce y al mismo tiempo lo enmascara.

interrogativo o indefinido y reenvía siempre a un complemento de objeto o un antecedente


neutro. (N. de la T.).

192
Después de todo, es la manera según la cual Lacan acuerda todas sus
consecuencias al clivaje introducido por Freud entre el Inconsciente y el Ello,
entre el Inconsciente, como un asunto de represión y de verdad que demanda
llegar a decirse, que se niega y se confiesa, por un lado, y por otro el Ello, donde
Freud sitúa las pulsiones. En el nivel de la causalidad real, estamos
reconociendo las consecuencias de la existencia del Ello.
El Inconsciente es un lugar de ser, en tanto aquello que designamos como
Ello, siguiéndolo a Freud, es un lugar de goce y lo encarnamos en el cuerpo.
Lacan llama cuerpo a la encarnación del Ello freudiano: es el cuerpo en tanto que
ese cuerpo se goza. Del lado del Inconsciente, alojamos las ficciones verídicas
que jamás descubren otra cosa que no sea una verdad mentirosa; del lado del
Ello, en cambio, tenemos que ocuparnos de una existencia donde no podemos
aislar una falta en ser.
Lo designado por Lacan como el pase –él mismo lo dice–, es el momento en
el cual un análisis entrega, remite al analizante su ser. Es decir, se trata del
momento en el cual, una vez recorridos los efectos de la causalidad psíquica, se
obtiene una reducción de la ficción que se habla o se establece en términos de
falta, de falta en ser –en términos freudianos, la castración–; ese mismo tapón,
ese atasco de la falta en ser, fue estudiado por los post-freudianos –Abraham en
particular– bajo la categoría de objeto pre-genital.
Se trata entonces de un momento en el análisis y por mi parte diré que
corresponde a aquél en el que pasamos del Inconsciente al Ello, donde todavía
sólo tenemos del Ello freudiano su función de tapón, de falta en ser, su abordaje
del lado del ser y sólo podemos decir entonces: se trata de algo que atasca, que
tapona. Pero una vez franqueado ese momento, más allá del pase, se despeja la
existencia. Más allá de la falta en ser, persiste la existencia una vez producida
la deflación del deseo, es decir, una vez desinflada la ficción donde el deseo se
sostiene en su relación con el Otro.
El deseo se sostiene en la ficción de su relación con el Otro de la verdad,
porque ese Otro no es algo diferente del Otro del deseo. Verdad y deseo están
hechos, si puedo decir así, de la misma madera; Freud sabía bien que más allá
quedaban restos –los designó restos sintomáticos– y sabía que más allá del ser
del deseo y de su solución, hay precisamente el goce, la conjunción del uno y del
cuerpo, el acontecimiento de cuerpo.
Por consiguiente, el más-allá-del-pase tiene que vérselas con el
acontecimiento de cuerpo, es decir, con el goce que se mantiene más allá de la
resolución del deseo. Este goce se mantiene más allá del padre edípico y del
sentido que él propone para resolverlo, sentido que es siempre una trampa, un
señuelo, porque pone el goce a los pies del deseo.
En un momento dado, Lacan evoca el final chato en el que puede
desembocar un análisis. Pues bien, ese final sin relieve siempre tiene que ver
con una prohibición, una interdicción de goce; respecto de ese goce, se trata de
asumirlo y de asumir su interdicción de manera cumplida. O el baile alrededor
de la interdicción, porque la asunción puede sin duda ser negada, deja un resto

193
cuya naturaleza –lo constatamos en la experiencia con los sujetos del más-allá-
del-pase–, no es metáfora ni metonimia, no pertenece al registro del efecto de
sentido, sino al registro de la existencia, al registro de ese Hay, incluso bajo esa
forma de dicción del Y a. Será entonces cuestión de saber cómo se ajusta el sujeto
a ese Hay.

Dicho de otro modo, hay un itinerario del inconsciente a lo real, para


retomar el título que entendí poder dar al penúltimo capítulo del Seminario « El
sinthome ». Sin duda, Freud situó por su parte lo real en el nivel de lo que era
un sueño para él: aquél referido a la energía psíquica, hecha de redes donde
circulan algunos números y donde se mantiene un valor constante. Es decir, así
y todo estaba en Freud la idea de que era preciso acordarle a la operación
analítica un fundamento de real, que se sitúe por fuera del sentido, y había
encontrado en la neurona ese real. Acerca de ese real no podemos decir nada,
salvo en función de su diferencia con el sentido, esto es, que no lo tiene.
Lacan propuso otra idea de lo real. El término « idea », por supuesto, le
creaba dificultades. Esta idea según la cual se trata de una idea, ya es
demasiado; debe entonces ser una idea que se niega a sí misma como idea y
Lacan acudió al nudo borromeo para representarla, incluso a variaciones de ese
nudo en función de las cuales venía a ser designado como real el nudo mínimo y,
a la vez, uno de los tres anillos de ese nudo, marcado así de entrada por una
anfibología, un equívoco.
Ese real, en el fondo, se presenta entonces, bajo un aspecto, como una
articulación, una cadena –es la triplice 25 de los tres anillos–, por consiguiente
como un saber, ya que nos basta para decir « saber » reconocer allí una
articulación. Y al mismo tiempo, Lacan llama real a uno de los tres anillos.
Considerado bajo este otro aspecto, no es una articulación, es una entidad
agujereada; Lacan insiste precisamente en demostrar que el agujero tiene
propiedades, que allí reside incluso la propiedad esencial del anillo de cuerda,
además de la consistencia y la existencia. Es decir, plantea el agujero en su
diferencia, justamente, con la nada cartesiana que yo evocaba al comienzo. La
falta alrededor de la cual gira el deseo se sitúa en el nivel del ser; el agujero, en
cambio, está en el nivel de lo real y Lacan hace del agujero el efecto mayor del
significante: el significante como tal hace agujero.
El último tramo de la enseñanza de Lacan da cuenta de una exaltación del
agujero, acerca de la cual es preciso ver que viene a reemplazar, justamente, la
función edípica de la prohibición y de todas las significaciones aferentes. En ese
punto se trataba para él de dar existencia, por el efecto de agujero, al puro no
hay (il n’y a pas).
Pues bien, esto es algo que nos sirve de referencia para ubicarnos en el
espacio del más-allá-del-pase. En el pase, tal como viene a quedar definido por

25 - No encontramos equivalente para este término en castellano. (N. de la T).

194
Lacan, el sujeto da cuenta de lo que pudo hacer con la falta en ser a la que
accedió, en tanto en el más-allá-del-pase, tiene que vérselas con el agujero.
Una vez reducida la cuestión del Otro, lo que se pone en juego en el más-
allá-del-pase es la cuestión del Uno, cuya repercusión es que el sujeto sabe que
habla solo; el sujeto sabe que ha reducido el delirio en función del cual pensaba
comunicarse con el Otro de la verdad. Allí reside, en el fondo, el criterio más
seguro en cuanto al hecho de estar ubicados en ese más-allá-del-pase.
La paradoja reside en que si ese más-allá-del-pase cobra la forma del pase,
es preciso admitir la ficción del Otro del psicoanálisis, justamente en el momento
en que el más-allá-del-pase vino a discernirlo a él como sujeto en su soledad, pero
resulta tanto más vital que admita esa ficción, puesto que se trata de la que
tendrá que poner a trabajar en su práctica como psicoanalista.

Hasta la semana próxima.

FIN DE LA DÉCIMO TERCERA SESIÓN 2011 (18.05.11)

----- ♠ -----

195
Orientación Lacaniana III, 13

Jacques-Alain Miller

Séptima sesión del Curso 2011 / Miércoles 25 de mayo 2011

( XIV )

No es aquí donde mi Curso de este año alcanzó… ¿Qué cosa? ¿Su finalidad,
su blanco, su cima? Como empleé tres términos, si pierden uno de ellos no es
demasiado grave. No es aquí sino en ocasión de la jornada de trabajo a la cual
no fueron invitados –sabrán disculparme–, que reunía como cada año a quienes
tuvieron a su cargo la enseñanza en las Secciones Clínicas de Francia, a las que
se agrega la Sección de Bruselas. Esa Jornada reúne entonces todo un areópago,
integrado por unos doscientos docentes y una pequeña cantidad de estudiantes
invitados a participar, no así los parisinos.
Tuvo lugar en Montpellier este fin de semana y se trata de algo que no
puedo dejar de comentar, no para afligirlos, sino porque esas dos medias jornadas
fueron para mí, además, la ocasión de verificar que era escuchado por mucha
gente que no es de aquí, que era comprendido y que mi Curso de este año había
resonado para mis colegas, al mismo tiempo insertos en una práctica y en la
enseñanza, consagrados a animar una cantidad de establecimientos que debe ya
alcanzar en el país el número de 25 ó 26. También fue para mí el momento en el
que se anudó el punto de capitón de este Curso.
En esas jornadas no soy en absoluto el único que trabaja, puesto que su
despliegue se dio a partir de un escrito compuesto por quince contribuciones
breves, de dos o como máximo tres páginas cada una, aportadas por quince
psicoanalistas; yo le había propuesto a cada uno de ellos una frase, extraída del
23 de Lacan, El Sinthome. Me había esforzado por asignarle a cada uno el
trabajo que a mi entender era el más apto para estimularlos, a partir del
conocimiento que tenía de ellos. El resultado está a la vista. La lectura de los
textos viene a efectuarse por anticipado –en la actualidad, es sencillo enviar
cierta cantidad de significantes por mensaje electrónico–, de modo que allí donde
las Jornadas tienen lugar, conversamos.
Conversamos en tres mesas redondas, más una donde el sujeto, el tema,
fue librado a la improvisación. Así, lejos de ser el único, de encontrarme solitario
en esa tribuna como aquí y –así me fue comentado–, austero, pues bien, en ese
marco pude entregarme plenamente. Puedo decir que, por mi parte, me expresé
en un estilo de broma que fue comunicativo, de donde resultó que nos divertimos
bien. Algo que, por lo demás, me hace lamentar el formato de expresión al que
estoy condenado aquí –es el término que se me ocurre– y sin duda me gustaría
que eso cambie, quizás incluso antes de fin de año. Hay en el intercambio, en la

196
conversación, para mí, un estímulo a la invención extemporánea que, claro está,
me falta aquí. Y es allí donde el significante y el significado se reunieron, se
dieron alcance en lo que se me presentó como el punto de capitón respecto de este
Curso.

El punto de capitón es una noción que hace necesario el descalce, el


desajuste entre el significante y el significado. A medida que se despliega una
cadena significante, cadena que llegado el caso es una cadena sonora, se forma
una nebulosa de significaciones hasta el momento en que el significado viene a
ordenarse –al menos nos quedamos esperando que lo haga– y parece dar alcance,
en cierto modo, a la serie significante, revelando así qué quiere decir eso. Hay,
de toda evidencia, grados diferentes en ese “qué quiere decir eso”. Es posible
comprender una significación sin tener noción alguna acerca del por qué fue
dicho eso y dónde conduce haberlo dicho. Además, ese momento en que el punto
de capitón cobra forma, se produce de hecho con cada término, cada proposición,
cada frase, cada párrafo, concluida una hora del Curso y también a continuación:
quedamos a la espera de que se produzca para el conjunto de lo que fue dicho
acerca de un mismo tema. Se trata de un conjunto que puede aún ampliarse,
hasta incluir la pregunta –como me ocurre a veces– acerca de qué significa el
esfuerzo que sostengo aquí desde hace tantos años.
Para decirlo de otro modo, el punto de capitón es una noción necesaria,
considerando el descalce, el desajuste entre significante y significado, para situar
o imaginarse situar la intención de significación que parece haber estado en el
origen del discurso, la que habría movilizado al significante.
[Para el auditor, este après-coup, una vez dicho puede imaginarse acceder a esa
intención, pero imaginar que esto pueda no ser menos verdadero para el locutor como tal y
que él está muy seguro de lo que dice antes de haberlo dicho Pero la intención percibida
après-coup, por él mismo, puede ser bastante distinta de la nebulosa de intención que presidía
el momento en que tomó la palabra.]*

Uds. conocen la representación que Lacan dio de este punto de capitón,


acudiendo a un esquema dinámico según el cual la serie significante viene a
quedar ubicada en un vector, podemos decir cronológico, en tanto hace intervenir
un segundo vector que cruza al primero en dos puntos y está orientado en sentido
inverso al del significado; este segundo vector, que por su parte no es cronológico,
sino más exactamente instantáneo, se mantiene a la espera de que el vector
significante alcance una cierta longitud para efectuarse.

s(A)
S

* - Entre corchetes: versión literal del párrafo que figura en la pág. 2, 1ª col. del orig. francés y
del que nos resulta imposible ofrecer una mejor traducción. Ídem infra, pág. 11:
“deontoligation”, pág. 12, 1ª col. del orig. francés – (N. de la T.).

197
A(S)
s

El punto de capitón es un instante: el de ver o captar el significante que


cuenta; ese instante de ver o captar colapsa de inmediato con el momento de
comprender, algo que incita a Lacan a situar aquí el conjunto significante A: s (
A ) –se trata del conjunto de los significantes– y a ubicar el après-coup en el lugar
de la intención, del significado de este conjunto de significantes.
Uds. saben que esta es la célula mínima de la que se valió Lacan, en su
oportunidad, para representar la metáfora: un significante produciendo un efecto
positivo de significado, representado por un S ( + ) s, entre paréntesis en esta
fórmula.
s(A)
S
A(S)
s
S(+)s

También hizo de esta célula la matriz de su grafo conocido como grafo del
deseo, del que se sirvió durante varios años para situar a la vez la teoría y la
práctica del psicoanálisis.
Pues bien, en Montpellier, que cabe decir funcionó al menos para todo
cuanto quise decir hasta el presente (¿tenía yo la intención o no? Sin duda sí,
puesto que soy yo quien lo eligió hace ya un año, aunque no supiese quizá todavía
con exactitud en qué contexto vendría a inscribirse...). En todo caso, funcionó
como un punto de capitón para el conjunto de lo que dije este año; es preciso
entonces que les comunique al respecto algo, al menos los fundamentos, porque
aquí no bromeamos: es un hecho si lo comparamos con el fin de semana, pero
como quiera que sea, es lo que hago aquí, en un estilo más elaborado, lo que le
permite a mis amigos y a mí mismo encender por un ratito el fuego de artificio.

La última vez –es lo que me propongo retomar precisamente aquí– procuré


reconstituir un cuadro de orientación y para hacerlo les presenté una tripartición
de la Causa Lacaniana. Pues bien, voy a enunciar otra tripartición.
Si quiero inscribir el sinthome como un punto de llegada, una conclusión
de la clínica de Lacan, diremos –como ya tuve la ocasión de hacerlo– que es el
término alrededor del cual gira su última clínica, tal como aparece formulado en
su Seminario 23. Esto ocurre después de haber emitido su Hay de lo Uno,
después de haber reducido lo simbólico al Uno, de haber renegado decididamente
de la ontología para reportarse a la lógica y haberlo hecho fundado en la lógica.
Es algo que tiene lugar en su Seminario O peor y continúa en su célebre
Seminario Aun, el Seminario 20. De los dos últimos seminarios de Lacan, el 24
y el 25, el último tramo de su enseñanza, que me ocupé de deletrear con ustedes

198
tiempo atrás, no se desprende una consistencia clínica tan operativa como la que
surge del Seminario El Sinthome.
Se trata entonces de un término clave de la clínica a la que llegó Lacan,
así como de aquélla que pudo transmitir, término que no fue sin embargo muy
comentado por él. A continuación, en sus dos últimos seminarios, así como en
los otros dos que están fuera de la serie y se ubican después del Seminario 25, El
momento de concluir, Lacan está en lucha con su arquitectura de nudos y
también transmite algo que no tengo la menor intención de descuidar, muy por
el contrario. Pero desde el punto de vista clínico, así y todo, es la consistencia
del sinthome la que determina que tengamos que abordar un saber hacer y ver
qué desplegamos acerca de él.
¿Qué era lo que ocupaba antes ese mismo lugar en la enseñanza de Lacan,
ese lugar de consistencia clínica a partir del cual el analista ubica su operación?
Pues bien, antes del sinthome –que ubico entonces en un tercer lugar–,
tenemos el fantasma, aquél cuyo atravesamiento supuestamente representa ser,
hace existir la conclusión del análisis. Por mi parte, consideré incluso esta salida
como programada y buscada por Lacan muchos años antes de haber librado su
formulación.
Y aún antes –porque hubo un antes, no es algo que haya venido de
entrada, este primer plano acordado a la consistencia del fantasma–, tenemos
un conjunto, una clase de consistencia clínica bautizada por Lacan como
formaciones del inconsciente, a la cual, además, consagró un Seminario que lleva
ese título y en el transcurso del cual, precisamente, comenzó a elaborar su grafo
del deseo, ese grafo del que hace un rato recordaba el primer nivel o la célula
matriz.

Tendríamos entonces:
1) Formaciones del inconsciente;
2) Fantasma;
3) Sinthome.

De modo que si consideramos la enseñanza de Lacan a partir del momento


puntuado por él mismo como el del comienzo, “Función y campo de la palabra y
del lenguaje” y sus seis primeros seminarios, queda allí indicado que la operación
del analista se dirige, apunta a las formaciones del inconsciente. Es a
continuación y progresivamente que viene a centrar la conclusión del análisis en
el fantasma. Después, la única consistencia clínica nueva que aparece es la del
sinthome.
De toda evidencia, se trata de una construcción de mi parte; hay muchas
otras maneras de marcar los momentos por los que fue atravesando la enseñanza
de Lacan –yo mismo ensayé una gran cantidad–; pero si puedo acreditar esa
calidad de consistencia clínica, entonces desemboco en esta tripartición.

Avancemos rápido: Las formaciones del inconsciente.

199
Uds. saben cuál es la más gloriosa, aquélla a la que Freud se consagró en
primer lugar y con la que forzó las puertas del inconsciente: el sueño. Le siguen
de inmediato el lapsus, el acto fallido, el chiste en sus relaciones con el
inconsciente, tal como él lo escribió. Lacan, en su enseñanza, repitió esta
cronología de Freud. Es decir, “Función y campo ...” retoma al derecho –y no al
revés, como dice hacerlo Lacan– las obras de Freud. Se puede considerar que es
al “revés” en la medida en que destaca que se trata esencialmente del campo del
lenguaje; por lo tanto, es cuestión de consistencias que tocará descifrar, en las
cuales se supone viene a ser descifrada una verdad, donde supuestamente viene
a ser presentada una verdad, pero disimulada. Es lo que se da en llamar una
verdad reprimida y, por supuesto, uno intenta explicar las razones de esa
represión.
Esta verdad se deja traducir y cuando ha sido revelada y traducida,
demuestra ser la del deseo. Lacan, al menos, la simplificó en términos del deseo
y es allí donde se ejerce por excelencia la interpretación. Sólo lo recuerdo a título
indicativo y para subrayar aquí, sin tardar más, que aquello que designamos con
Lacan el fantasma, cuando le acordamos este lugar crucial en la conclusión del
análisis, no es una formación del inconsciente. No lo es en la medida en que el
fantasma implica también aquello designado por Freud como el Ello.
Entonces, hablando del inconsciente y hablando del Ello, apelamos a dos
momentos alejados en el tiempo en lo que hace a la construcción teórica de Freud.
El inconsciente pertenece a su Primera Tópica, donde hacía la diferencia entre
inconsciente, pre-consciente y conciencia. El Ello, en cambio, pertenece a la
tripartición del Ello, el Yo y el Superyo. Pero es precisamente un rasgo propio
de la enseñanza de Lacan el de haber combinado términos que pertenecen a
momentos distintos de la construcción freudiana. El fantasma, tal como nos
enseñó a ubicarlo, es a la vez una formación del inconsciente y una producción
del Ello. Pero aun así, no responde al mismo régimen que las otras formaciones
del inconsciente propiamente dichas; es esa la razón por la cual Lacan lo
introdujo en un seminario al que dio por título La lógica del fantasma, es decir,
inventó un régimen específico para esta neo-formación que es, al mismo tiempo,
una producción del Ello. A ese régimen específico, propio de esa consistencia
clínica, lo designó valiéndose de un término que hacía así su aparición en el
campo de la clínica –y que Lacan retendrá luego, cuando sea cuestión de dar
cuenta del sinthome.
Dicho de otro modo: ya en esa oportunidad, el término de lógica hace su
aparición al mismo tiempo que el Ello completa lo que era pura y simplemente
su esquema del orden del inconsciente:

Fantasma lógica + Ello

Es posible seguir todos los detalles de esta lógica del fantasma, tal como
la presenta Lacan. Tuve la ocasión de hacerlo, en tanto aquí me contento con
decir que está hecha de disyunciones y conjunciones del inconsciente y del Ello;

200
a diferencia de las otras formaciones del inconsciente, en el fantasma no es sólo
cuestión de verdad y de deseo, sino también de pulsión y goce. Y es un hecho que
pulsión y goce, en el puro abordaje de las formaciones del inconsciente, son
términos sino por completo ausentes, sí muy desvalorizados.
De una manera singular, entonces, en la construcción clínica del fantasma
encontramos este par, pulsión-goce, en paralelo al par verdad-deseo.
Verdad-deseo van juntos e incluso están hechos de una misma madera,
puesto que ambos son tratados como efectos significantes. ¿Cuál efecto? Pues
bien, aquel efecto que damos en llamar significado. Deseo y verdad son
modalidades del significado, en tanto el goce es muy indiferente a la verdad. El
goce se sostiene en el cuerpo y esto es así al punto que Lacan llegará a definir el
cuerpo por el goce y, con mayor precisión –como lo acentué este año– por el goce
que tradicionalmente llamamos, desde la tradición freudiana, el autoerotismo.
No vayan a creer que basta decir esto, ya que Lacan extendió ese carácter
autoerótico, con todo rigor, a la pulsión como tal. En su definición lacaniana, la
pulsión es autoerótica. Decirlo ya es suspender todo cuanto había podido ser
articulado como azaroso respecto del objeto de la pulsión. Si se puede decir que
hay objeto de la pulsión, corresponde resituarlo a partir del autoerotismo de la
pulsión destacado por Lacan. No lo hizo sólo sobre la base de la fórmula extraída
de Freud, de la que hubiese podido sacar provecho, según la cual la pulsión oral
es la boca que se besa a sí misma, sino que puso en escena el ida y vuelta de la
pulsión con el esquema que elaboró y figura en el Seminario 11.
El crédito acordado entre los lacanianos a las formulaciones de Lacan ha
sido tan grande, que solemos repetir ese esquema sin darnos cuenta que
comportaba, precisamente, el auto-erotismo de la pulsión, razón por la cual
Lacan puede decir que allí el objeto no es más que el medio para la vía de retorno
de la pulsión sobre sí misma y, por consiguiente, es esencialmente aquí un lugar
vacío, susceptible de ser ocupado por diversos objetos, incluidos aquellos
designados por Freud como Ersatz. El objeto es aquí tan sólo la estaca que marca
el momento en que la pulsión dio media vuelta. Es una representación de lo
enunciado por Lacan más tarde –quizá para que se entienda mejor–: el cuerpo se
goza, indicando así una condición refleja del goce. Entonces, de toda evidencia,
ese jalón resulta esencial para distinguir, en el ordenamiento de la práctica, el
deseo y la pulsión.
El deseo es el deseo del Otro. Tenemos aquí una formulación que Lacan
aportó de entrada e ilustró especialmente refiriéndose a la histérica, a su
estructura, pero que pertenece en su fundamento a la definición misma del deseo.
En este punto, Uds. implican al deseo cuando ponen en evidencia una relación
esencial con una instancia de alteridad, con un partenaire, con otro sujeto de la
palabra. Por consiguiente, el enlace entre el Deseo y el Otro es esencial,
cualesquiera sean las configuraciones precisas que ese enlace pueda tomar en
las diferentes estructuras, según se las designa.
La pulsión, en cambio, es la pulsión del uno. A nivel de la pulsión, la
instancia, la presencia del Otro no es en absoluto la misma que en el deseo, así

201
entendemos esa pulsión que Lacan consideraba acéfala; también podemos decir
que allí no es sólo el Otro el que no está, sino el sujeto de la palabra como tal;
situados en el vector de la pulsión, no advertimos necesariamente que el otro no
está de acuerdo, algo que puede tener consecuencias trágicas... No es lo mismo
ser un hombre de deseo que un hombre de pulsión. La pulsión es la pulsión del
Uno y esto no resulta para nada forzosamente acorde con el deseo del otro; se
puede decir incluso que en este nivel, la inexistencia del otro es por cierto notable,
sobresaliente.
El fantasma, entendido en términos de la original consistencia clínica que
le asignara Lacan, es el resultado de una conjunción singular del deseo y de la
pulsión, del inconsciente y del Ello; se trata, por consiguiente, de una
consistencia híbrida y Lacan recurrió a la topología (topologie) para dar una idea
acerca de cómo podían quedar ligadas de manera acorde superficies de género
diferente, cómo podían coserse y cómo, al ser descosidas, se veían aparecer sus
estructuras diferentes: un trozo de plano, una banda de Mœbius, que la tipología
(typologie) permite coser entre sí.
Lacan encontró entonces el modo de representar esta consistencia clínica
híbrida del fantasma por medio de la tipología (typologie) y cuando definió el
pase, lo hizo precisamente con la idea de que era posible obtener una disyunción
a nivel del fantasma. Esto no quiere decir que el goce estuviese ausente en la
primera perspectiva de Lacan, aquélla de las formaciones del inconsciente, sino
que allí estaba presente, en lo esencial, bajo la forma de su negación significante,
como castración.
Si queremos encontrar cómo se ordena esta formulación siguiendo esta
perspectiva, estamos obligados a decir: la castración es el nombre del goce en
tanto negado, negativizado, incluso en tanto reenviado al campo de lo real.
Podemos hablar de diferentes maneras de ese reenvío, de ese rechazo.
De esta puesta en negativo, de esta presencia negativizada del goce
podemos hablar en términos de interdicción; ésa es, por cierto, su versión edípica.
El nombre del padre metaforiza el deseo de la madre y cuando Lacan lo trae a
colación respecto de las psicosis, ese deseo de la madre es uno de los nombres del
goce. También podemos hacer de ella una interdicción puramente significante.
Es lo que ocurre cuando Lacan afirma que el goce está prohibido al ser hablante
como tal. Algo del todo opuesto a la formulación avanzada en el Seminario Aun,
en términos del goce del parloteo.
Otra manera de hablar de ese rechazo es hacerlo en términos de forclusión
del goce o de ex-sistencia del goce, son equivalentes. La idea del Lacan, en el
fondo, era que el goce sólo entraba en juego bajo su forma negativa, hasta que se
imponga así y todo la necesidad de encontrar la posibilidad de designar un goce
positivo, ya se trate del goce antes de la interdicción o de aquél que permanece
después de ella. Este goce positivo, en este orden, lo designó ya sea acudiendo a
un significante, Φ ?, que no tolera –tal como el propio Lacan definía su uso– la
menor excepción, o bien a una letra, a, que no es un significante sino, en cierto
modo, una positividad recuperada –así y todo una positividad, ya que Lacan

202
introducía ese a en su enseñanza a título de tapón de la castración, marcada
menos phi.
Tomando ya entonces como referencia una negativización del goce,
digamos que partió a la búsqueda, primero, de la presencia en el margen de un
significante que no resultaría susceptible de ser afectado por la negativación: fi
mayúscula, Φ ? Después, un poco por todos lados, siguiendo a la castración como
a su sombra, siempre listo así y todo a reintroducir un goce positivo bajo las
especies del a, tapón de menos fi, dominado de todos modos –cabe decir– por la
negativación significante. Así, de una manera general, Lacan tradujo la fórmula
del pase en términos de retirar las adherencias de ese tapón, de modo tal que
una operación opere entre menos fi y a:

(–f) a

Allí tenemos, en definitiva, la disyunción muy simple de la que se vale


Lacan para aportar la clave de lo que designa como atravesamiento del fantasma.
Se trata de dos elementos heterogéneos: podemos decir que ese ( - f ) está
bajo jurisdicción del inconsciente, en tanto a es ese objeto cuya función fue
descubierta por Freud en los “Tres ensayos...” y al que acordó un lugar destacado
en su Segunda Tópica, en el nivel del Ello.

(-f) a
Inc. Ello

Vemos entonces que ya se operaba allí un progreso respecto del primer


tiempo de su enseñanza, donde la conclusión del análisis sólo jugaba sobre ( - f ).
En ese momento, Lacan la concebía como una conclusión ontológica –si
puedo decir así–, desembocando en la falta en ser, en lo designado por él –según
lo formula en la conclusión de “La dirección de la cura” – como el horizonte
deshabitado del ser o aun en la división, la Spaltung del sujeto, es decir, una vez
más, su falta en ser; por consiguiente, en una última palabra que es la nada (le
néant). Su retórica revistió esta conclusión ontológica y le dio el esplendor al que
hago alusión, sin procurar citarles pasajes ni reproducirla aquí.

El progreso de ese atravesamiento del fantasma es el siguiente: Lacan


conserva la idea a la que recién aludí en términos de conclusión ontológica; en
relación con ella habló del des-ser y por mi parte recuerdo hasta qué punto ese
término tenía, en la época, la propiedad de dejar estupefactos a quienes lo iban
a escuchar, cuando esa palabra se limitaba a decir una vez más aquello
enunciado por Lacan, de manera más poética, cuando hablaba de la falta en ser
o del horizonte deshabitado del ser.
En la conclusión por él conservada, la designada como atravesamiento del
fantasma; mantenemos lo dicho por Lacan respecto del des-ser y de la deflación
del deseo, donde captamos que el deseo es sólo una metonimia de la falta en ser.

203
Esa es la revelación ontológica: la del des-ser, pero viene acompañada, por decir
así, de una conclusión existencial, marcada a, que es una positividad del goce, un
goce insistente, existente, que fija la falta en ser del sujeto, lo fija a la existencia.
Si ahora paso al sinthome, al que apunto con esta rápida reconstrucción,
podemos decir que con él volcamos del lado existencial. Vemos a partir de ahí el
relieve de la enseñanza de Lacan: nos damos cuenta que pasamos de la falta en
ser a su conjunción con lo que designé un poco antes como la conclusión
existencial y después, con el aporte clínico del sinthome, Lacan introduce un
movimiento de báscula y pasa del otro lado.
En el fondo, Lacan había admitido desde el primer momento que la verdad
tenía estructura de ficción respecto de lo real; se daba por satisfecho con que el
análisis se sostenga en el nivel de la estructura de ficción y que opere en la
ficción, porque al fin de cuentas el mal mismo estaba en ese nivel de la ficción.
Algo equivalente, pero visto del otro lado, adviene con el sinthome: lo real
ex–siste a la ficción; respecto de lo real, la ficción es una verdad mentirosa. Todos
esos asuntos del ser –es decir, de identificaciones, de des-ser– son, respecto de lo
real, una verdad mentirosa porque hay un goce que no se deja negativar, un goce
que no es a situar en el registro ontológico, que es un registro de ficción.
Ubicados en este momento de la formulación, podemos decir que hasta el
sinthome, Lacan siempre consideró lo real a partir del significante. A
continuación, en el último tramo de su enseñanza, Lacan nos dirige siguiendo la
perspectiva de lo que venimos haciendo desde entonces, esto es, considerar el
significante a partir de lo real.

Fíjense Uds. de dónde partió Lacan: el inconsciente es verdad, algo que


habrá de orientar la práctica en el sentido de la interpretación, hasta que Lacan
llegue a plantear y acuerde privilegio a la formulación: el inconsciente es saber,
definiendo al sujeto del inconsciente a partir del sujeto supuesto saber. Fíjense
también aquí cómo esta definición, contemporánea de sus construcciones acerca
del fantasma, tiene algo en sí misma de una expresión híbrida.
Por un lado, cuando definimos el inconsciente como saber y no como
verdad, ponemos el acento en que el inconsciente está hecho de significantes, de
un material significante que vemos salir a medida que se despliega el análisis.
Pero al mismo tiempo, el término suposición pone bien de manifiesto que
permanecemos en el orden de la ficción. Es decir, ese saber material no es sin
embargo real, tiene un estatuto de ficción, como aquél asignado por Lacan a la
verdad.
Como me ocurrió a menudo cuando procuré explicar esta fórmula del
sujeto supuesto saber y servirme de ella, es posible darse cuenta aquí de su
carácter por cierto híbrido. Lacan podía decir entonces que en el pase, hay un
desvanecimiento del sujeto supuesto saber, correlativo del des-ser; de la misma
manera que hay des-ser, hay descubrimiento de lo inesencial del sujeto supuesto
saber, es decir, el descubrimiento de la negación de esa esencia y de ese sentido
del sujeto supuesto saber.

204
Entonces, esa basculación que Lacan no pudo expresar mejor, en
proporción a la novedad que aportaba –ya que, al fin de cuentas, no lo dijo de
manera absolutamente clara sino una vez, entre paréntesis–, reside en
considerar el inconsciente como real.

El inconsciente es real es un nuevo concepto del inconsciente, donde queda


incluido el Ello –así lo formularía yo, de la manera más simple. A partir de ese
momento, Lacan se servirá del término de inconsciente para unificar
inconsciente y Ello; es la razón por la cual podía decir, por ej. en “Televisión”, que
un síntoma es un nudo de significantes, por consiguiente no el retorno de una
verdad reprimida, y que está hecho –lo cito, remitiéndolos a los “Otros escritos”,
pág. 516/7– de un nudo que se construye realmente al hacer cadena de la materia
significante. No una cadena de sentido (sens), sino de oigo-sentido (jouis-sens).
Dios sabe las veces que me habré ocupado de precisar ese término, oigo-
sentido, pero si lo traduzco en términos freudianos se trata de la conjunción del
inconsciente y el Ello. Lo sorprendente es que Lacan ya podía decir en
“Televisión” –lo cito–: es lo real lo que permite desanudar el síntoma. Me
pregunto cómo fue que pasamos tan rápido por esa afirmación, porque es
asombrosa esta idea de que podamos operar con lo real, que lo real pueda ser un
medio de la operación analítica.
Esta misma basculación, marcada aquí por la pulsión que viene a quedar
decididamente implicada en el síntoma, se constata también cuando Lacan borra
en forma progresiva, por decirlo así, el término de sujeto –por excelencia
perteneciente al orden significante– y lo reemplaza, querría reemplazarlo por el
de hablanteser. De toda evidencia, pulsión y sujeto están en disyunción, en tanto
el hablanteser incluye el cuerpo y Lacan dice entonces: este es el nombre que
habrá de reemplazar el de inconsciente.
De modo que, en el fondo, Lacan dice a veces el inconsciente es real; por
serlo, se distingue decididamente del freudiano y encaminado en esa vía, propone
algunas veces reemplazarlo... pero no va hasta el final, claro está. Evoca la
alternativa de reemplazarlo por el término de hablanteser, donde queda incluido
el cuerpo y es coherente con la noción de oigo-sentido: no hay sentido que vaya
sin goce y entonces no hay significante, no hay deseo que no esté conectado con
la pulsión, etc., y la raíz del Otro es el Uno. Cuando digo esto recorro varios años
de la última enseñanza de Lacan, es una suerte de nebulosa donde encontramos
los indicios que nos permiten ver, como si fuese a través de ella, cuál es la
dirección que toma su última perspectiva.
Entonces, el hablanteser es aquél que por el hecho de hablar, en cierto
modo superpone un ser al cuerpo que tiene, un ser al tener –y su “tener” esencial
es el cuerpo. El hablanteser es también el “sólo tiene un cuerpo”, si puedo decir
así. Hay por consiguiente, en todo esto, una desvalorización del significante, una
aminoración del valor de verdad y de la idea de la potencia significante.

205
Podemos considerar, por ej., la manera enigmática en que le da comienzo
a su Seminario El Sinthome. Voy a procurar desprender sentido del apólogo
presentado por Lacan allí. Evoca en esa oportunidad la llamada Divina
Creación, la historia de la demanda que le habría sido formulada a Adán de
acordar nombres a las especies animales y destaca entonces que la bacteria no
es nombrada. Pues bien, esto quiere decir que hay existencias que no tienen
nombres, no tienen significantes y no por eso dejan de formar parte de lo real.
Es el propio Lacan quien había exaltado en su enseñanza la potencia
creacionista del significante. Por supuesto, esto es así ya que el significante da
a luz entidades que tienen estructura de ficción; pero lo exaltado por Lacan era,
por el contrario, el poder de creación del significante que se ejerce ex–nihilo, a
partir de nada: allí donde no hay nada, el significante hace que algo sea y, en
particular, hace ser la verdad. Pues bien, aquí, en este apólogo, encontramos el
revés del decorado: tiene existencia algo, por el contrario –bajo las humildes
especies de la bacteria–, a lo cual no se condesciende acordarle una nominación.
Por entonces se llegó a creer, además, que Lacan exaltaba la función de la
nominación para mostrar cuál era su distancia de lo real. En ese contexto, pudo
decir que la creación llamada divina se renueva y redobla con el parloteo del
hablanteser, lo que implica –implicaría, ya que nos situamos en el registro de un
apólogo– que en primer término hay lo real y a continuación se agrega, se
sobreañade el significante.
Este apólogo con el que da comienzo el Seminario El Sinthome, ilustra el
carácter primario de lo real; es con el significante que comienzan los embrollos,
los enredos de lo verdadero, del deseo, de la interdicción, del Edipo, porque el
significante viene a percutir en la raíz de lo real, de los cuerpos. Ese choque
inicial, ese traumatismo en el hablanteser introduce una falla que es también la
falta (faute) y al mismo tiempo el falo; Lacan agregará –tomando la primera
sílaba de sinthome del término inglés sinn, pecado–, que esa falta, esa falla
tiende a agrandarse siempre, salvo que se someta, que admita el cese impuesto
por la castración.
De modo que lo designado por Lacan aquí como castración es aquello que
haría cesar al sinthome, lo que haría que pueda inscribirse en un discurso que
no será del semblante, sino que sería de lo real. Tal el nuevo sentido de la
castración: aquello que hace cesar los enredos del sentido. Después de haber
celebrado la función de la palabra, Lacan introduce aquí la instancia de la
escritura como esencial en la práctica analítica; la diferencia reside en que la
palabra conlleva sentido, en tanto la escritura alcanza la ausencia de sentido
(non-sens); por esa razón es preciso hacer una distinción muy clara entre el
significante y la letra: el significante efectúa, pone en ejecución el significado, en
tanto la letra es materia.
Por consiguiente, Lacan nos orienta según la perspectiva de un cierto
forzamiento de los límites del análisis. En el campo del lenguaje, hay algo más
que la función de la palabra: la instancia de la escritura. Lacan sabe muy bien
que se trata de un forzamiento, al punto que no duda aquí, sin haberlo hecho

206
antes, en afirmarse como herético en el psicoanálisis, haciéndose cargo de ser
herético de la buena manera. Pero fue sin duda discreto en la materia, puesto
que durante veinte años, desde el momento en que empezó a abrir la boca, se lo
consideraba herético en tanto él, por su parte, se consideraba freudiano. Pero en
efecto, es aquí, con el sinthome, donde él mismo evoca su herejía.

¿Cuál es la buena manera de ser herético en la práctica psicoanalítica?


Propone al respecto una fórmula que es a meditar: esa manera es la que, por el
hecho de haber reconocido bien la naturaleza del sinthome, no se priva de
servirse de él de manera lógica, es decir, de hacerlo hasta alcanzar su real, aquél
más allá del cual deja de estar sediento –los reenvío a la pág. 15 del Seminario
El Sinthome.
Se trata de un llamado a la naturaleza del sinthome, en la perspectiva de
dar alcance a su real, no a su verdad; la noción en juego es la del sinthome como
real, a distinguir de un retorno de lo reprimido. Ubicado en lo real, el sinthome
no se apacigua con la verdad ni con el sentido, algo de lo cual Freud se había
dado cuenta muy bien cuando se encontró cargando con lo que designó como los
restos sintomáticos de sus pacientes y que lo condujo a decir: después de un
tiempo de latencia, uno espera cinco años, luego vuelve a empezar y siempre
quedarán restos sintomáticos. Lacan avanza hasta el límite cuando considera
que siempre habrá restos sintomáticos, porque resistir al sentido es propio de la
naturaleza del goce. Hay un goce que se sostiene y se produce en el cuerpo; claro
está, uno puede decir que eso se produce también en el pensamiento, basta con
referirse al síntoma obsesivo, un síntoma derivado Si tengo tiempo, lo abordaré
más adelante, justamente es un tema del que hablamos en Montpellier.
El síntoma, en tanto real, convoca, suscita sentido, suscita la
interpretación tanto por parte del paciente como del analista. En su ortodoxia,
Freud sucumbió a esto y es así como descubrió el inconsciente: las histéricas le
aportaron sentido hasta colmarlo, en abundancia. Por supuesto, él hacía
sesiones largas –demasiado cortas todavía para él, que estaba a la espera de
cómo habían de continuar–; sus pacientes debían decirle: “No, no, eso se lo diré
mañana...”
En este punto, la herejía de Lacan a la que busco darle esplendor, reside
en poner a distancia el sentido cuando se trata del sinthome; en el fondo, así
como el psicoanálisis implicado por Lacan como ortodoxo provee sentido, este
psicoanálisis hereje desteta del sentido al paciente. Es, al menos, una práctica
que corresponde al tiempo del más-allá-del-pase, donde el analista tiene que
vérselas con restos sintomáticos cuando el sujeto no se ha librado de ellos. En
ese momento, el análisis se vuelve, en efecto, un destete del sentido.
Lacan estaba a tal punto convencido de que en ese momento el sentido
podía resultar poco indicado y hasta peligroso, que en una ocasión llegó a evocar
la necesidad de hacer un contra-psicoanálisis después de concluido el análisis.
Quedaba entendido que el contra-psicoanálisis apuntaría, justamente, a esa
limpieza del sentido que evoco aquí.

207
Lacan habla entonces del uso lógico del síntoma refiriéndose así a una
práctica orientada, en efecto, según la modalidad lógica. No hay que imaginarse
que eso fuera del sentido (hors sens) es una suerte de noche cerrada. Cuando
Lacan sitúa el sinthome como real fuera del sentido, lo hace en el sentido de la
lógica, que procede, formaliza, plantea sus axiomas y deduce fuera del sentido,
es decir, operando en un campo del lenguaje vaciado de la significación.

Uds. ya encuentran esta conexión de la lógica y de lo real en el escrito de


Lacan que lleva por título “El atolondradicho”, cuando Lacan escribe: la lógica es
la ciencia de lo real. Esas afinidades entre la lógica y lo real se ubican en el
extremo opuesto de las afinidades entre la filosofía y el ser. Ese fuera del sentido
evocado por Lacan es el resultado de la limpieza operada en el campo del cual
excluye la significación para manejar la letra. Ese fuera de sentido no es
entonces simplemente: uno se golpea por todos lados, no ve nada, no puede decir
nada, pero hay, en el fondo, la posibilidad de una articulación. Que en el muy
último tramo de su enseñanza, Lacan haya llegado a dudar incluso de esa
articulación, es otro capítulo. Aquí me atengo a lo que esto me sugiere respecto
de la [deontoligation]* de la práctica analítica.
La herejía no reside únicamente en abandonar el campo del lenguaje, sino
en permanecer en él pero tomando como regla su parte material, es decir, la letra
en lugar del ser. Había ocurrido que Lacan jugase, por el contrario, con las
afinidades entre la letra y el ser, con las asonancias; lo hizo en su artículo
titulado “La instancia de la letra...” Pero en el período de su reflexión que evoco
aquí se trata de algo opuesto por completo. Lacan pasa por el término de
lituraterre, esto es, la transformación de literatura para hacer valer la letra como
litura, marca residual, desperdicio, limadura, y alejarla así de sus afinidades
con el ser.
Lo real del sinthome a alcanzar siguiendo la propuesta formulada por
Lacan en esa frase, digamos que es la pura percusión del significante, de la
palabra, en el cuerpo. Es así, por lo demás, como Lacan define en esa
oportunidad las pulsiones: el eco en el cuerpo de que hay un decir.
El tema de la resonancia es familiar para Lacan, puesto que lo introduce
a partir de su primer texto, “Función y campo de la palabra...”, como también
figura en el título de la tercera y última parte de sus “Escritos”: “Las resonancias
de la interpretación”. La noción de resonancia está allí desde el vamos, pero en
los comienzos de la enseñanza de Lacan viene a quedar tomada en una poética
del lenguaje. Aquí, en cambio, se trata de un uso lógico. La percusión necesita,
para reencontrar la percusión inicial, de un uso lógico que sería capaz de
silenciar el sentido, un uso lógico que sorprendería mucho.

* - Transcribimos el término que figura en el original francés, para el que no encontramos una
versión adecuada en castellano. Entendemos que el neologismo puede apelar a una fusión
de déontologie (teoría de los deberes morales / moral profesional) y la familia de palabras
que se desprende del verbo liguer (ligar / ligadura / ligamento). (N. de la T.).

208
Lacan lo evoca a propósito de Joyce, acerca de quien dice que produce esa
sorpresa, que deja estupefacto a lo real, al sueño de la literatura con su
“Finnegans wake”, escrito en una lengua personal que juega con todas las
asonancias. Lacan agrega que en esa ocasión Joyce puso al día el sentido del
síntoma literario.
Dicho de otro modo, la literatura sueña y Joyce, con su novela de
asonancia, muestra de qué está hecha materialmente la literatura, la despierta.
La despierta para que el sueño termine, piensa Lacan. La literatura no podía
sostenerse sino en su sueño, en su no saber acerca de qué estaba hecha. Pues
bien, lo situado en el horizonte que dibuja Lacan –por mi parte iré hasta allí, yo
lo ubico en el espacio del más-allá-del-pase– es una puesta al día del sentido del
síntoma psicoanalítico, aquello con lo cual está hecho un psicoanálisis.

Esto es lo que viene a ocupar el primer plano en el más-allá-del-pase: ¿de


qué está hecha la adhesión de Uds. al psicoanálisis, al goce del psicoanálisis?
También allí hay algo de un sueño que implica, que apela a un
despertador, despertador que no responde al modelo del efecto de verdad.
Para esto, es necesario seguirlo a Lacan en lo indicado por él y es hacia ese
punto que venía a converger el Seminario El Sinthome. Lo mostré en
Montpellier, en un clima de broma ... ¡que no es el nuestro aquí! Mostré que la
práctica de Lacan nos indica que el psicoanálisis, cuando es el nuestro,
dondequiera pueda permitirnos inventar, teorizar, pasa por una desublimación
que no trata con indulgencia a la teoría psicoanalítica y despeja su práctica de
su orientación hacia la verdad e incluso de su adoración por la verdad, una
práctica que apunta a ceñir lo real del síntoma.
En el fondo, tuvimos el ejemplo en Montpellier, desde el vamos. Había
recolectado, por mi parte, frases clínicas de Lacan dispersas aquí y allá, y había
obtenido en un comienzo ésta: distanciar al obsesivo del dominio ejercido por la
mirada. No cae por su propio peso la afirmación de que allí reside lo esencial.
En el psicoanálisis, uno diría que se trata del Ideal del Yo, de la instancia que
vigila y juzga; sería evocado el Hombre de las Ratas quien, en un momento
crucial de su goce, va a abrir la puerta para ver si su padre no está allí. Lo
indicado por Lacan, al contrario, es que el padre, esa “I” del Ideal del Yo, en el
fondo son ficciones. Ficciones que permiten desconocer aquello que se encuentra
en la raíz: la presencia de la mirada. Lo real del síntoma obsesivo no es el padre,
no es el Ideal del Yo, sino aquello que Lacan nos invita a alcanzar: la mirada. El
Ideal y el padre son derivados de ella.
Es en este sentido que Lacan puede decir que la verdad es hermana del
goce, hermana menor, es decir, viene después del goce, algo que por cierto
invierte el orden sublimatorio según el cual aprendimos a pensar en la ortodoxia
psicoanalítica, incluida la lacaniana.

209
La teoría psicoanalítica es una sublimación de sentido; es la razón por la
cual Lacan convocaba a una práctica sin verdad. Encontramos esto en el muy
último tramo de su enseñanza y ahora veo mejor qué quiere decir.
Una práctica sin verdad es una práctica sin ficción de la verdad, sin ficción
de los universales, una práctica desublimada. Entonces, cuando uno proponía
como ideal para el final de un análisis la sublimación –digamos, convertirse en
escritor, artista–, también era en nombre de una idea acerca del arte discutida
por Lacan en su Seminario El Sinthome; a través del ejemplo de Joyce muestra
precisamente que el arte encuentra su raíz en su real, se ubica por sí mismo en
el registro del sinthome. Esa es la idea que Lacan tenía de “Finnegans wake”:
Joyce lo había escrito para sí mismo y el hecho de haberlo publicado no se
imponía por su propio peso, sino que respondió a las malas intenciones de Joyce,
la intención de dejar estupefactos, de desconcertar a los otros escritores y de
terminar de una vez con la literatura.
¿Qué quiere decir esto? Ocurre que Lacan nos invita aquí a tratar la obra
de arte en sí, esa obra escrita, a partir de la pulsión, diría yo, de la pulsión
scriptuaire 26, a situar esa obra en el autoerotismo del hablanteser.
Así también, en ese seminario Lacan reduce, desublimiza de igual manera
al padre cuando dice que el padre es sólo un síntoma. Es por eso que habla de
perversión; lo hace con ironía, claro está, ya que en el psicoanálisis ortodoxo el
padre es el supuesto soporte de lo normal y Lacan da a entender así lo que
conlleva de patológico. Pero al mismo tiempo dice que sólo hay versiones del
padre, que la esencia designada como “el padre” y precisamente, “el Nombre del
Padre” aislado por un ortodoxo llamado Lacan, Jacques, no existe. En la práctica
del psicoanálisis no existen más que padres singulares.
En el fondo, la desublimación, la caída de los ideales y de los universales,
comenzó para Lacan a partir de la sexualidad femenina, cuando pudo decir: La
mujer no existe, existen mujeres. Pues bien, progresivamente extendió esa
afirmación a todas las categorías, en particular a la del padre. Pero es siempre
según esa inspiración que puede decir –se trata de una frase que yo también
propuse en Montpellier–: lo verdadero da placer. Algo que, claro está, destituye
a lo verdadero de su calidad de efecto de la verdad, para mostrar en qué punto
es un asunto de libido. Allí reside la tensión mayor de nuestra práctica entre
lógica y libido.
Entre las últimas frases de Lacan que hice comentar en Montpellier, se
encuentra la siguiente, que recortada sobre el fondo de la diferencia entre
psicoanálisis ortodoxo y herético se entiende mejor: “El análisis es una respuesta
especialmente imbécil a un enigma”. Apunta allí, claro está, al psicoanálisis

26 - El adjetivo que así figura en el original y no ubicamos en francés, viene a ubicarse en la


familia de palabras que lo vincula a scripturaire (escriturario/a) = en relación con la escritura en
general y partic. con las Escrituras sagradas // Script (del latín scriptum, escrito) = 1) recibo de
suscripción (escritura pública) ; 2) tipo de escritura manuscrita que imita la letra de imprenta;
3) (anglicismo) escenario escrito de una emisión radial o televisada, donde quedan incluidos
diálogos y silencios (Cf. « texto »). – (Dictionnaire Hachette de la Langue Française) – N. de la T.

210
ortodoxo. Es muy especialmente imbécil en su espíritu ... (fíjense, se trata de
algo que allá hizo reír a todo el mundo, mientras aquí no se ríe nadie... Es que
somos gente austera). Lo es precisamente porque el análisis ortodoxo procura
responder al enigma sexual apelando a un efecto de la verdad, una suerte de
“Que la luz se haga”, una elucidación, cuando por el contrario se trata de alcanzar
aquello que el goce conlleva de opacidad imposible de reducir. A eso apunta la
herejía lacaniana.

Se llegó a creer que el Otro era el Otro de la palabra, el Otro del deseo y
Lacan construyó su grafo a partir de ese Otro, pudo incluso situar el fantasma
del atravesamiento al lado de las formaciones del inconsciente. De toda
evidencia, operamos en un marco por completo diferente cuando admitimos que
el Otro es el cuerpo, que no responde al orden del deseo sino al de su propio goce.
Podemos tomar nota del hecho que Lacan quiso darle a ese real la forma
borromea. Esto no quita que en el centro, allí donde se encajan y bloquean los
círculos, los anillos borromeos, corresponde siempre ubicar una extracción
corporal, una punción. Les di al respecto un ejemplo con esa mirada, acerca de
la cual demostré en Montpellier cómo podíamos encontrarla en nuestras
diferentes estructuras clínicas.
Todo lo presentado en Montpellier será publicado, incluyendo los trabajos
de mis colegas y la discusión, de modo que por hoy no diré más al respecto,
dándoles cita para la semana próxima.

FIN DE LA DÉCIMO CUARTA SESIÓN 2011 (25.05.11)

----- ♠ -----

211
Orientación Lacaniana III, 13

Jacques-Alain Miller

Décimo Quinta Sesión del Curso 2011 / Miércoles 15 de junio 2011

( XV )

(Última sesión del Curso 2011)

Como les había indicado la última vez, el curso que les aporté este año
quedó de hecho cerrado, encontró su punto de capitón no aquí, sino en
Montpellier, en ocasión de una jornada de estudios consagrada al libro 23 del
Seminario, « El Sinthome ». Uds. tendrán oportunidad de leer la reseña de esa
jornada, que será publicada bajo forma de libro. La reunión de hoy, la última del
año, es entonces una post-data de este Curso, cuyo título, llegado a su término,
no me parece poder ser otro que EL SER Y EL UNO.
El término post-data que vengo de emplear, resulta tanto más apropiado
cuanto que se trata de un texto redactado a consecuencia de este Curso, aportado
por alguien que está aquí, a mi lado, y formó parte con Uds. de mi asistencia este
año. Sólo que ella se inspiró de este Curso para un trabajo que toma como
referencia la primera mitad de ese título y se ocupa de qué es el ser en la
enseñanza de Lacan.
Se interesó entonces en la ontología y lo que da en llamar « sus usos
lacanianos ». Clotilde Leguil, tal es su nombre (y me disculpo por no haber
anunciado su presencia; se debe a los incidentes que me obligaron a anular las
reuniones previstas hace quince días y la semana última), se encuentra tanto
más calificada para hablarnos de los usos lacanianos de la ontología, cuanto que
es la autora de una tesis –futuro libro– referida a la articulación entre la
enseñanza de Lacan y la filosofía de Jean-Paul Sartre. Muestra allí lo que Lacan
debe a Sartre, pero sobre todo la razón por la cual Lacan fue más allá de Sartre,
particularmente en lo que hace a la descripción y el análisis de la angustia, como
también más allá de lo que Sartre llamaba su ontología, su ontología
fenomenológica.
Clotilde es filósofa. Es, además, autora de un cierto número de trabajos
de filosofía, pero ejerce también el psicoanálisis y, como les dije, es una oyente
atenta de este Curso y lo es, si mal no recuerdo, no sólo a partir de este año, sino
desde hace diez años. Tiene entonces por cierto competencia para tratar el tema
que eligió. No precipité el movimiento para presentarla ante Uds. en el
transcurso de esos diez años; lo hago hoy porque su trabajo constituye un
adicional que viene a completar, un aporte particularmente oportuno en el
despliegue de este año y también porque Clotilde ocupará un rango, por primera
vez el año próximo, entre las enseñanzas permanentes del Departamento de

212
Psicoanálisis de la Universidad de París VIII; por consiguiente, un cierto número
de Uds. podrá seguir regularmente sus cursos. Clotilde es, si se me permite
agregarlo, una cabeza bien organizada, que expresa sus ideas con facilidad, de la
manera más accesible y Uds. saben cuánto aprecio la claridad y el orden en los
pensamientos.
Antes de darle la palabra, que retomaré a continuación para conversar con
ella acerca de su aporte e introducir algunas indicaciones, es preciso así y todo
aclarar algo. El tema tratado no hubiese tenido el consentimiento de Lacan, a
quien le espantaba que se le recordase su deuda respecto de Sartre. Lo digo con
certeza porque en otros tiempos, me consagré a hacerlo en su Seminario; en el
desarrollo de un trabajo había señalado, muy rápidamente, en algunas frases,
que los términos empleados por Sartre para hablar de la conciencia, entre
comillas, « pura », aquélla que él designa –es algo que veremos quizá después–
« la óntica oposicional » eran los mismos que los utilizados por Lacan para evocar
el estatuto del inconsciente. No señalaba así entre ambos una identidad de
pensamiento, sino una analogía formal. Creo poder atribuir a la buena
disposición de Lacan hacia mí, el hecho de haber dominado su furor y haberse
contentado con rechazar sin más esa articulación.
En efecto, si rindió homenaje al talento –fabuloso, como lo califica– del que
Sartre hacía muestra en sus descripciones fenomenológicas, Lacan siempre
estimó que el abordaje sartreano de las diferentes cuestiones era confuso. Pero
confuso quiere decir que era en apariencia tan vecino de su propio abordaje, en
ciertas ocasiones, que uno podía llegar a equivocarse, sobre todo en ese momento,
cuando el pensamiento sartreano se iba transformando en el « paisaje intelectual
francés », entre comillas; aquello que Lacan intentaba hacer valer, resultaba
entonces fácilmente volcado al pensamiento que se expresa en « El ser y la
nada ».
Para distinguirlos, para oponerlos, bastará recordar que el inconsciente
como tal es, hablando con propiedad, impensable para Sartre; esto es así si
tenemos en cuenta su definición de la conciencia y el hecho que el inconsciente
es, en Sartre, reemplazado por la noción de mala fe. Es decir: la conciencia sabe,
pero no quiere saber, hace como si no supiera.
Por consiguiente, aquí, el no saber tiene una variación ajustada según un
« como si », es decir, según la comedia que se juega –y es preciso decirlo, en Sartre
todo el mundo hace la comedia. El problema es que… ¡él también! Y el propio
Sartre terminó por decirlo claramente, por lo demás, en su corta pero memorable
autobiografía, « Las palabras ». Explica allí, en suma, que desde muy pequeño
hace la comedia. Ese es su registro existencial de la experiencia vivida, acerca
del cual testimonia y los ejemplos eran en esa época muy conocidos: el de la
señora que hace como si no se diese cuenta del hecho que un señor ha tomado al
descuido su mano; la señora parece no darse cuenta de las implicaciones
eventuales del gesto y de la tolerancia que ella le acuerda. Otro ejemplo célebre
es el del mozo de café –de esos de los que ya no hay más, por otra parte, o bien

213
quedan pocos–, del Café de Flore, que exagera, que sube a escena para hacer el
rol de mozo de café, a falta de poder identificarse plenamente con su función.
Los ejemplos provienen de la vida común y corriente del intelectual que
circulaba por entonces en Saint Germain des Prés, entre los cuales Sartre tenía
al menos el privilegio de ser uno de los primeros. No provienen de la clínica,
hablando con propiedad.
El hecho que, según Sartre, el ser de la conciencia no es nada, es nada,
quiere decir para él que la identificación es imposible. No se trata nunca de otra
cosa que no sea un rol, todo en ella es juego de roles… ¡Nunca es en serio! La
identificación es comedia; la represión es mala fe y es a partir de esos principios
que Sartre había emprendido, en « El ser y la nada », forjar un psicoanálisis a su
manera, llamado psicoanálisis existencial, que era con toda sencillez un
psicoanálisis sin inconsciente. Algo que no tenía entonces para nada el gusto del
psicoanálisis, es preciso decirlo, y se orientaba en sentido contrario de lo
planteado por Lacan y de su esfuerzo para dar cuenta del inconsciente,
justamente, del inconsciente freudiano.
Fue preciso, en el seno mismo de ciertos puntos que pudo tomar prestados
de la filosofía de Sartre, que Lacan batalle contra las implicaciones de esta
filosofía para lograr hacer pensable el inconsciente, para elaborar las condiciones
de esa posibilidad, de esa pensabilidad, si puedo decir así, para elaborar el
estatuto ontológico del inconsciente, sus modalidades de ser.
Clotilde va a permitirnos entonces hacer un recorrido por la enseñanza de
Lacan ajustado al término ser, término que no mereció mayor atención en el
despliegue de esa enseñanza y quizá tampoco de una manera más general.
Recuerdo todavía a mi maestro Canguilhem, filósofo, epistemólogo,
diciéndome en un café, hoy desaparecido, en el cruce de la calle St. Jacques y el
Bd. Saint Germain, cuando le preguntaba acerca de la importancia acordada por
él al ser, a la ontología y por qué no a Heidegger: el ser es una palabra comodín,
respuesta que por mi parte había encontrado un poco breve.
Pero al menos, si ser es una palabra comodín, es una palabra que se ha
vuelto más visible en el discurso de Lacan, una palabra que guiña, como una luz
de giro de ahora en más cuando lo leemos, cuando yo mismo lo releo, a partir de
lo que procuré elaborar este año. Clotilde, ahora, siguiendo la pista de esa
palabra, va a presentarnos etapas sucesivas de la ontología de Lacan y de los
usos que hizo de ella.
Le cedo entonces la palabra a Clotilde.

Usos lacanianos de la ontología – Clotilde Leguil

Para el curso del 15.06.11 de Jacques-Alain Miller

214
En la travesía de la obra de Lacan que Jacques-Alain Miller decidió
proponernos este año, después de haber dado cuenta el año pasado de la lógica
de la vida de Lacan, emergió lo que él designó como el pasaje de la ontología a la
henología, es decir, un cambio de perspectiva dentro de la elaboración y de la
práctica del psicoanálisis, que conduce a pasar de un discurso acerca del ser a un
discurso acerca del Uno, de una interpretación que apunta al deseo y a la falta
en ser, a una intervención que pone en su mira la letra y lo real.
Lo que vendría a resultar desconcertante en el muy último tramo de la
enseñanza de Lacan, nos mostraba Miller, es que se trata al mismo tiempo de un
adiós a la ontología, es decir, además de un abordaje de la palabra ya no porque
ella está en condiciones, a partir de la experiencia analítica, de hacer acceder al
sujeto al núcleo de su ser, sino en tanto que la palabra es iteración de un
acontecimiento de cuerpo, producido por la pura percusión del cuerpo por la
palabra.
Aun cuando la última enseñanza de Lacan esté así marcada por esta
« desontologización del psicoanálisis », anhelaba por mi parte retomar los usos
lacanianos de la ontología, en la medida en que, según mi parecer, ese último
tramo de su enseñanza no invalida el precedente, en la medida en que ese último
tramo conduce a pensar aquello que no cambia en el análisis, los restos
sinthometicos irreducibles, a diferencia de la enseñanza clásica, que permite
pensar lo que cambia, es decir, además, en qué sentido un análisis opera una
transformación en el sujeto, aun cuando para concluir sea preciso así y todo
tropezar con un irreducible que no cambiará jamás, resultado de nuestra
manera, la de cada uno de nosotros, de estar vivo en tanto hablanteser.
Quería entonces retomar la ontología, ya que me parece remarcable que
Lacan, al mismo tiempo que se sitúa en una posición estructuralista, haya podido
desarrollar su ontología en diferentes momentos de su enseñanza. Esa relación
con la ontología, es decir, con el hecho de sostener un discurso acerca del ser,
distingue a Lacan entre todos los estructuralistas. En efecto, no hay ontología
en Lévi-Strauss, ni en Foucault, ni en ninguno de los pensadores
estructuralistas. El estructuralismo es un método a partir del cual no se puede
deducir ninguna ontología; se trata de una manera de dar cuenta de lo real a
partir del orden simbólico, a partir de la relación de los elementos entre sí, dentro
de un sistema, sin que pueda formularse a partir de allí una conclusión acerca
del ser mismo. En consecuencia, no hay ontología en la antropología de Lévi-
Strauss ni en la lingüística de Saussure.
Lacan, con su ontología, pasa del registro de la descripción de la
estructura, al del fundamento mismo del sujeto en tanto ser. Claude Lévi-
Strauss, por lo demás, no se privó de criticar la manera en que Lacan era
estructuralista, afirmando que no habría de experimentar « indulgencia alguna
hacia esa impostura que (…) deslizando una metafísica del deseo bajo la lógica
del concepto, le retiraría a ésta su fundamento »27. Y en efecto, Lacan viene a

27
Lévi-Strauss, Claude, “El hombre desnudo”, 1971.

215
quedar separado de los estructuralistas de su época, porque al mismo tiempo que
introduce el estructuralismo en el psicoanálisis, busca formular una ontología
fundada en el sujeto y su deseo de ser.
Por mi parte, me interesó la manera en que Lacan había podido, entre
1946 y 1967, retomar ciertos conceptos de la ontología fenomenológica sartreana
para re-fundar el psicoanálisis. Me interrogué entonces acerca de esa relación
con la ontología en el corazón mismo de la praxis analítica. Así considerada, la
ontología lacaniana no tiene que ver sólo con una referencia a Hegel, que en
efecto permitió a Lacan concebir el psicoanálisis como un proceso dialéctico de
reconocimiento del deseo, sino que también está en relación con el pensamiento
de Sartre, que conduce a pensar la nada de ser como ese núcleo que es posible
encontrar en el final del análisis, según es concebido en 1967, es decir, a partir
del atravesamiento del fantasma.
Esta perspectiva de la relación de un cierto Lacan con un cierto Sartre, a
saber, el Lacan de la edad clásica estructuralista y el primer Sartre de los años
’40, me había sido indicada por el trabajo de J.-A. Miller hace ahora más de diez
años, en el curso de 1998 / 1999, acerca de “La experiencia de lo real en la cura
analítica”. En esa ocasión, había podido darnos cuenta de la manera según la
cual el apoyo en ciertos elementos de la filosofía de Sartre, había permitido a
Lacan “liberar al psicoanálisis de la prisión del ego”28 –retomando sus términos–
, es decir, des-psicologizarlo, en beneficio de un retorno a Freud y al inconsciente.
Preciso de entrada que la relación entre lo formulado por Lacan y los
conceptos existenciales no se aproxima en nada a una modalidad de recuperación
del psicoanálisis existencial, tal como Sartre pudo intentar formular ese
psicoanálisis. Lacan no cesó en su crítica a ese psicoanálisis existencial que
rechaza el postulado del inconsciente, esto es, que rechaza en el fondo el aporte
singular de Freud.
Se trata, por consiguiente, de un uso íntegramente propio de Lacan de los
conceptos de la ontología fenomenológica de “El ser y la nada”, con miras a un
retorno a Freud, conduciendo al mismo tiempo a una recuperación subversiva de
esos conceptos no circunscriptos (délocalisés)* de aquélla que era para ambos su
filosofía de pertenencia. No obstante, me parece que si hay en Lacan una
ontología del psicoanálisis, si pudo así llegar a decir, en el transcurso del
Seminario del año 1964, que él tenía su ontología, como lo recordaba J.-A. Miller
este año, pudo afirmarlo también a partir de un cierto préstamo tomado a la

28
Miller, J.-A., La Orientación Lacaniana, «La experiencia de lo real en la cura analítica» (1998-1999), inédito.
Enseñanza dictada en el CNAM, en el marco del Departamento de Psicoanálisis de París VIII, lección del
17.03.99.

* - Délocalisé reenvía en francés, en su primera acepción, al terreno de la química. Califica el


tipo de ligadura formada por orbitales moleculares que se extienden a más de dos núcleos
atómicos. No ubicamos su equivalente en castellano y deducimos del contexto su composición
a partir del prefijo dé (des, privativo) y localiser (localizar, circunscribir). (N. de la T.).

216
ontología sartreana, desviada de su función filosófica inicial. Algo que se vuelve
transparente en los conceptos mismos que son los de su ontología y que se
distinguen de la aristotélica, a la que habrá de referirse, para separarse de ella
en 1972 / 1973, en el Seminario “Aun”.
Esos conceptos son los de la ontología tal como viene a quedar formulada
por Sartre, en 1943, en “El ser y la nada”, retomando a la vez la fenomenología
de Husserl y la ontología de Heidegger. Así, los conceptos de falta en ser, deseo
de ser, des-ser, son propios de Lacan, pero dan testimonio de lo que pudo
recuperar de la ontología sartreana para asignarles otra finalidad, utilizándolos
para reformular el psicoanálisis freudiano. En efecto, si se puede decir que no
hay ontología en los estructuralistas, hablando con propiedad tampoco la hay en
Freud. Se podría decir, en tal sentido, que Lacan sustituyó la metapsicología
freudiana por una ontología que es su propia marca.
¿Pero por qué Lacan desplegó de esta manera una ontología? ¿En qué
sentido esa ontología está al servicio del psicoanálisis? Si se separó de la
ontología, es decir, de la referencia a la categoría del Ser, para hacer valer, en el
último tramo de su enseñanza, la categoría de lo real, si la lógica vino entonces
a cobrar más importancia que la ontología, aun así la relación con esa ontología
no fue accidental ni puntual, sino que en cierto modo fue una constante, un punto
fijo en el abordaje del psicoanálisis propuesto por Lacan. Pero podríamos decir
que hay diferentes usos de la ontología, según cuál sea el riesgo asumido por la
demostración de Lacan, en cuanto a la esencia del psicoanálisis en un momento
dado de su enseñanza.
Yo distinguiría entonces cuatro tiempos en el despliegue de la enseñanza
de Lacan, cuatro tiempos precediendo el último tramo de esa enseñanza y
correlativos a cuatro usos distintos de la ontología fenomenológica, es decir, de
la ontología tomada en préstamo a la filosofía contemporánea de los comienzos
del siglo XX, que da cuenta de un esfuerzo por pensar el sujeto como tal y su ser.
Les propongo desplegar esos cuatro usos de la ontología, correspondientes a
cuatro momentos diferentes de la elaboración lacaniana.

I) Para comenzar, podríamos decir que la ontología, la referencia al ser


mismo, aparece a partir de los “Propósitos acerca de la causalidad psíquica”,
donde conducía a Lacan a oponerse a Henri Ey. En efecto, buscando precisar, en
1946, el objeto de la psiquiatría, Lacan hace subir a escena la ontología para
oponerla al órgano-dinamismo. Mientras Henri Ey busca la causalidad de la
locura a partir de una recuperación de la teoría neurológica de Jackson y se ve
conducido a pensar hasta el mismo delirio como una alteración de las funciones
superiores del psiquismo, Lacan responde avanzando que “el fenómeno de la
locura no es separable de la significación para el ser en general, es decir, del
lenguaje para el hombre”. 29

29Lacan J., “Propósitos acerca de la causalidad psíquica”, en Escritos, Le Champ Freudien,


Seuil, 1994, p. 162.

217
Esta causalidad esencial de la locura es la causalidad psíquica, que
reenvía ella misma a una creencia del sujeto acerca de su ser. No es, por
consiguiente, en términos de déficit que corresponde concebir la locura, ni como
alteración de las funciones superiores o desadaptación a la realidad, sino en
términos ontológicos, esto es, al mismo tiempo en tanto relación con la
significación en general y en tanto relación con el ser. La locura viene a quedar
entonces definida por Lacan como “la virtualidad permanente de una fisura
abierta” 30 en la esencia del hombre, que lo conduce a desconocer, más que la
realidad, “la dialéctica del ser” 31. Esta inmediatez de la identificación, que
Lacan llama la infatuación, se reporta a una creencia delirante acerca del ser
que uno es y no a un error de juicio, a una falla orgánica o a un defecto de las
funciones superiores de síntesis psíquica.
La ontología surge entonces aquí en el discurso de Lacan para hacer valer
la causalidad esencial de la locura e incluso, más allá de esa causalidad, la
ausencia de causalidad última, formulada por él como “la insondable decisión del
ser.” 32 En esta fórmula que pasó a ser célebre, Lacan retoma aquello que Sartre
había podido ubicar como algo imposible de reducir, esto es, una determinación
espontánea de nuestro ser, que no puede ser explicada más allá de esa
determinación como tal, que es el sujeto mismo en tanto no se funda en nada que
no sea una decisión de ser. En la medida en que cada sujeto queda así –siempre
según Sartre– separado de su esencia, en una nada de ser, busca “una solución
al problema del ser”. 33
Podemos decir entonces que en los “Propósitos acerca de la causalidad
psíquica”, al mismo tiempo que se apoya en Hegel y Heidegger, Lacan toma
prestada a la ontología fenomenológica sartreana esta idea de una fisura en la
esencia del sujeto, por la cual se podría dar cuenta de la infatuación del loco como
de una opción de ser contra la falta de ser. Es la primera aparición de la ontología
en Lacan y ella inaugura también un estilo singular en la manera de reinventar
el psicoanálisis.

II) Si avanzamos ahora un poco más en la edad de oro de la enseñanza de


Lacan, la edad de oro estructuralista, la de “Función y campo de la palabra y el
lenguaje”, de 1953, es en el transcurso de los años ’50, cuando comienzan los
Seminarios, que podemos ubicar un nuevo uso de la ontología fenomenológica.
Se trata, a partir de allí, de una ontología contra la psicología, de un discurso
acerca del deseo de ser y su precariedad, contra la psicología de la dependencia,
contra la Egopsychology, contra la relación de objeto. Lacan se sirve en adelante
de la ontología sartreana del deseo de ser para criticar todo ideal de adaptación

30 Lacan J., ibid., p. 177.


31 Lacan J., ibid., p. 172.
32 Lacan, J., ibid, p. 177.
33
Sartre J.-P., “El Ser y la Nada, ensayo de ontología fenomenológica”, Tel Gallimard, 1991, p. 528.

218
del yo a la realidad, de maduración de los instintos y de relación armoniosa con
el objeto, todo ideal de autonomía del yo.
Concibe así el objeto mismo del psicoanálisis a partir del deseo y de la
palabra. Y si considera que la función de la palabra fue olvidada por los post-
freudianos, quienes se interesaron más en aquello que el sujeto no dice que en lo
que dice, es también para dar cuenta del deseo de ser, en tanto funda al sujeto
que habla más allá del yo imaginario: “Que el sujeto venga a reconocer y a
nombrar su deseo, ésa es la acción eficaz del análisis. Pero no se trata de
reconocer algo que estaría allí, dado de por sí, listo para su ajuste. Nombrándolo,
el sujeto crea, hace surgir una nueva presencia en el mundo” 34, así lo formula en
1955. Lacan da cuenta de ese deseo que adviene al ser cuando es nombrado en
términos de “una relación del ser con la falta” 35, que no es “falta de esto o de
aquello, sino la falta de ser en función de la cual el sujeto existe.” 36
Retoma así, explícitamente, en el desarrollo del Seminario “El Yo en la
teoría freudiana...”, la definición sartreana del deseo, en tanto viene a ser
considerado en ella como relativo a la nada de ser del sujeto. En 1943, Sartre
afirmaba que “el deseo es falta de ser, está atormentado en su ser más íntimo
por el ser cuyo deseo es él”. 37 Y aun antes de dar cuenta del deseo bajo esa forma
en “El ser y la nada”, Sartre había podido también, en el que fuera su primer
ensayo, “La trascendencia del ego”, de 1936, criticar el ego en tanto objeto, el ego
como trascendente respecto del sujeto y fundado en una operación reflexiva de la
psicología, por cuanto la psicología fija al sujeto bajo las especies de un psiquismo
que vuelve opaco algo que es sólo intencionalidad vacía.
Si Lacan insiste tanto en la dimensión ontológica del deseo, es decir, en el
hecho que el deseo no tiene nada que ver con el deseo de tal objeto en particular,
y en consecuencia no puede ser captado a partir de una lógica de la frustración y
de la gratificación, es para dar cuenta del Inconsciente freudiano como tal en
términos de formulación de deseo, ese Inconsciente que habría sido borrado por
los post-freudianos, en beneficio de una referencia al Yo y a la relación de objeto.
La diferencia fundamental entre el sujeto del Inconsciente, como sujeto
que habla, y el Yo imaginario, es que el sujeto que habla reenvía al ser mismo,
en tanto deseo, mientras el Yo no es más que una imagen silenciosa, permitiendo
olvidar la falta en ser producida por el lenguaje, es decir, borrando la castración.
Esta reformulación del deseo de ser sartreano en el seno de una crítica de
la psicología del Yo, permite a Lacan dar cuenta del descubrimiento de Freud, en
tanto es aquél –así lo escribe– “del campo de las incidencias, en la naturaleza del
hombre, de sus relaciones con el orden simbólico, y la reconstitución de su sentido

34 Lacan, J., El Seminario, Libro 2, El yo en la teoría de Freud y en la técnica del psicoanálisis,


texto establecido por J.-A. Miller, Le Champ Freudien, Seuil, 1980, lección del 19.05.55, p. 267.
35 Lacan, J., ibid, p. 261.
36 Lacan, J., ibid, p. 261.
37 Sartre J.-P., “El Ser y la Nada, ensayo de ontología fenomenológica”, Tel Gallimard, 1991, p.

126.

219
hasta las instancias más radicales de la simbolización en el ser”. 38 La ontología
permite entonces a Lacan reducir el campo de la psicología al imaginario, el
campo del Yo al de la inercia, considerando al Yo como un objeto entre los demás
y dar cuenta del ser del sujeto que habla y de su deseo en su condición de
excéntrico respecto de toda satisfacción.
Es así como Lacan puede decir, en 1958, en el transcurso de su Seminario
“Las formaciones del inconsciente” que “aquello a lo cual confina el deseo, no sólo
en sus formas desarrolladas, enmascaradas, sino también en su forma pura y
simple, es al dolor de existir”, 39 a distancia de todas las contingencias que hayan
podido contrariar el curso de una existencia singular.

III) En un tercer momento, aquél que corresponde al comienzo de los años


’60, es posible distinguir un nuevo uso de la ontología, referido al
cuestionamiento de la soberanía del orden simbólico. Es en el Seminario de
1959-1960, acerca de “La ética del psicoanálisis” donde Lacan introduce la
ontología para dar cuenta del estatuto de la pulsión. Uno de los subtítulos
elegidos por J.-A. Miller para el texto establecido de la lección del 27.01.60 de ese
Seminario lo confirma: “La pulsión, noción ontológica”. 40 Lacan enuncia, en
efecto, hacia el final de la lección sobre “La creación ex nihilo”, que el concepto
de Trieb “no puede en modo alguno limitarse a una noción psicológica –es una
noción ontológica absolutamente fundamental, que responde a una crisis de la
conciencia, que no remarcamos de manera plena porque la vivimos.” 41
El propio Lacan precisa aquí el uso que puede hacer de la ontología para
releer a Freud. Si en su “Metapsicología” Freud llegó a decir acerca de la pulsión
que era “un concepto límite entre lo psíquico y lo somático”, 42 Lacan muestra en
qué sentido esta frontera indica que la pulsión no es ni psicológica ni biológica,
sino ontológica. Pero esta ontología ya es una superación de la ontología
fenomenológica y anuncia aquello que J.-A. Miller llamó, en su curso de este año,
renuncia a la ontología, en beneficio del registro de lo real.
Desplazar así la ontología del ser que habla a la pulsión, tal como lo hace
Lacan en 1960, ya es, en efecto, superar la ontología semántica que hacía del
lenguaje el lugar propio del ser y dejar indicado otro nivel de abordaje del
síntoma a partir de la pulsión.
En el transcurrir de ese tercer tiempo, iniciado en los comienzos de los
años ’60, se opera entonces lo que podríamos designar un vuelco, un giro de 180º

38 Lacan J., “Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis”, en Escritos, Le Champ freudien,
Seuil, 1995, p. 275.
39 Lacan J., El Seminario, Libro 5, Las formaciones del inconsciente, texto establecido por J.-A.

Miller, Le Champ freudien, Seuil, 1998, lección del 23.04.58, p. 338.


40 Lacan J., El Seminario, Libro 7, La ética del psicoanálisis, texto establecido por J.-A. Miller,

Le Champ freudien, Seuil, 1986, lección del 27.01.60, p. 139.


41 Lacan J., ibid., p. 152.
42 Freud S., “Pulsiones y sus destinos”, en Metapsicología, trad. J. Laplanche et J.-B. Pontalis,

nrf, idées/Gallimard, 1976, p. 18.

220
en la ontología fenomenológica y semántica. Es específicamente en el Seminario
de 1962-63, “La angustia”, donde cabe ubicarlo.
La angustia como afecto fue considerada por los filósofos de la existencia,
Heidegger y Sartre entre ellos, una categoría privilegiada en su condición de
permitir el acceso al ser mismo del Dasein o a la nada de ser del sujeto. Estar
angustiado no era, en ese sentido, estarlo por tal o cual situación del mundo, por
tal o cual objeto en particular, sino estar en relación con su ser, en tanto nada de
ser. La noción ontológica primera, aquélla a la cual nos conduce la angustia, es
entonces, desde un punto de vista existencial, la nada.
Pero con Lacan, en 1962, la angustia que era una modalidad de acceso al
registro ontológico, es decir, al cuestionamiento acerca del ser en la filosofía
contemporánea alemana y francesa, a comienzos del siglo XX, se convierte en
modalidad de acceso a lo Real.
Así, en su Introducción al Seminario de “La angustia”, J.-A. Miller había
podido mostrar que el objeto a, este objeto que no entra en la esfera de los
intercambios, este objeto incomunicable pero ante el cual surge la angustia, era
uno de los modos de acceso a lo Real. 43 Ya no se trata entonces de acceder al ser,
al núcleo de nuestro ser, sino de acceder a lo Real, en la medida en que el síntoma
tiene una consistencia que ya no es sólo simbólica, sino también pulsional.
Podemos decir entonces que en el Seminario “La angustia”, Lacan
conserva de la ontología fenomenológica el postulado de la falta de ser como
punto de apoyo para el sujeto, pero da cuenta de la angustia en su condición de
falta de la falta, es decir, precisamente, de la angustia en tanto surge frente a un
objeto en exceso, que priva al sujeto de la falta de ser, aquélla que le permite
acceder al deseo.
En el momento designado por J.-A. Miller como una zambullida más acá
del deseo, del que podríamos hablar también en términos de una zambullida más
acá de la ontología, surge una nueva definición de la existencia, que ya no es falta
en ser, sino separación, sacrificio de un trozo de cuerpo. Acerca de esta parte
perdida Lacan pudo decir, en 1964, que “es capturada en la máquina y (es)
irrecuperable para siempre”. 44 Antes de acceder a la dialéctica del ser, esto es, a
la dialéctica significante, la de la máquina simbólica, el sujeto se separa de un
trozo de su cuerpo, que es también la condición del encuentro con el mundo y el
Otro.
Lacan retoma entonces el vocabulario ontológico del abandono, de la
derelicción, para dar cuenta de esa separación inaugural, de esa cesión del objeto
que es al mismo tiempo el sujeto mismo, pero lo hace para poner en evidencia la
relación entre el sujeto y la pulsión.
La angustia, tal como el psicoanálisis la concibe, no surge ante la nada,
sino ante el objeto a que aparece allí donde no tendría que haber nada y hace

43 Miller J.-A., «Introducción a la lectura del Seminario La Angustia de Jacques Lacan», en La Cause
freudienne, n° 58, Navarin Editeur, 2004, p. 65.
44 Lacan J., El Seminario, Libro 10, La Angustia, texto establecido por J.-A. Miller, Le Champ

freudien, Seuil, 2004, lección del 08.05.63, p. 249.

221
emerger una estimulación pulsional que exige satisfacción. El peligro ante el
cual surge la angustia, no es entonces la nada. El objeto de la angustia no es la
nada, sino la Cosa, el objeto último al que reenvían todos los demás.
A partir de la pulsión y de la angustia, podríamos entonces hablar de una
zambullida más acá de la ontología, que viene a testimoniar de una orientación
de la praxis que toma como referencias ya no sólo la palabra y la represión, sino
la repetición y la pulsión.

IV) En un cuarto momento, por fin, que marca un nuevo comienzo para
Lacan, aparece un nuevo uso de la ontología, destinada como tal a ser superada
por la ética. Lo ubicamos en el Seminario XI “Los cuatro conceptos
fundamentales del Psicoanálisis”, de 1964, donde Lacan responde a su
excomunicación con un esfuerzo de re-fundación del Inconsciente, en tanto éste
se define como una discontinuidad que surge en el corazón del discurso, la marca
de una gran abertura que obedece a una estructura temporal.
J.-A. Miller recordaba este año en su Curso, que 1964 fue el año en que se
dirigió por primera vez a Lacan en público; lo hizo para interrogarlo acerca de su
ontología, a partir de las referencias a ella que ya figuraban en su Escrito de
1958, “La dirección de la cura...”. Lacan afirma allí, en efecto, que “Es
precisamente en la relación al ser que le corresponde al analista tomar su nivel
operatorio”.45
En su lección del 29.01.64, Lacan considera lo acotado por J.-A. Miller, en
tanto referencia a la función estructurante de una falta 46 que permite dar cuenta
de una ontología. Si bien en las lecciones siguientes Lacan habrá de referirse al
análisis sartreano de la mirada, para celebrarlo y mostrar al mismo tiempo la
insuficiencia, lo hará sin embargo apoyándose, desde esas primeras lecciones,
precisamente en el pasaje donde responde a esta observación que se le hizo
acerca de la ontología fenomenológica cuando se trata de dar cuenta del
Inconsciente.
En efecto, la pregunta que viene a quedar planteada es la de saber si es
posible desplegar una ontología del Inconsciente a partir de esa marca de una
abertura, señalada por Lacan cuando retoma el ejemplo de los comienzos de la
teoría freudiana del Inconsciente, aquél del olvido del nombre que hace surgir
una discontinuidad en el seno del discurso.
Precisemos que Sartre no desplegó nunca una ontología del Inconsciente,
ya que no reconocía su existencia. No obstante, es introduciendo un desvío en la
misma ontología de la Conciencia, así como había sido definida por Sartre, esto
es, en términos de un ser que no alcanza a ser, que es bajo el modo de un no ser,
un no ser aún y un tener que ser, que Lacan puede definir el Inconsciente en
términos de lo no-realizado que convoca a una realización. Así, afirma que “la

45Lacan J., « La dirección de la cura », en Escritos, Le Champ freudien, Seuil, 1995, p. 615.
46Lacan J., El Seminario, Libro 11, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, texto
establecido por J.-A. Miller, Le Champ freudien, Seuil, 1973, p. 31

222
marca de la gran abertura del Inconsciente, podríamos calificarla de pre-
ontológica (...); no es ni ser ni no-ser, es lo no-realizado”, 47 algo que lo conducirá
a hablar de aquello que es óntico en la función del Inconsciente. Es decir, para
Lacan, en 1964, no corresponde captar el Inconsciente como un ser, sino como un
aparecer, como un fenómeno que surge para desaparecer y cuyo ser es tan sólo
ese surgimiento.
En su Curso “Los Usos del Lapso”, en 1999, J.-A. Miller subrayó en estos
términos ese estatuto del inconsciente como fenómeno: “el Inconsciente, en tanto
se inscribe como acontecimiento en la trama del tiempo”, 48 por consiguiente
como acontecimiento que surge aquí y ahora, al instante.
Hay también allí una manera de reconsiderar el estatuto mismo del
fenómeno, tal como Sartre había podido abordarlo en 1943, ya que para el filósofo
–y esto es lo que lo separa de Heidegger– no hay “Ser”, con “S” mayúscula, más
allá de los entes; no hay noúmeno detrás de los fenómenos; no hay sino
fenómenos y el sujeto mismo, cuyo único fundamento es su falta de ser. Así, el
ser del sujeto no es nada más que esa falta de ser. La ontología fenomenológica
sartreana se restringe de este modo a la óntica.
En Lacan, la referencia a la óntica que le permite dar cuenta del estatuto
del Inconsciente como acontecimiento en el plano del fenómeno, es no obstante
superado en el seno mismo de ese Seminario. En efecto, Lacan llega así a afirmar
que “El estatuto del Inconsciente, tan frágil en el plano óntico (...) es ético”. 49
Finalmente, allí donde Sartre había llegado a considerar que no era
posible deducir ninguna ética a partir de la ontología fenomenológica, Lacan, por
el contrario, afirma que de la fragilidad óntica del Inconsciente sí es posible
hacerlo e incluso que es preciso deducir una ética. El estatuto ético del
Inconsciente es lo que determina que el surgimiento de la presencia del
inconsciente requiera un acto, una respuesta. Es la razón por la cual el
psicoanalista forma parte del concepto de inconsciente y el inconsciente que se
manifiesta sin que se le dé alcance a tiempo, desaparece de inmediato
asimilándose a la causa perdida.
Si Lacan puede así, en 1964, hacer el intento de fundar el Inconsciente
temporal a partir de una explicitación de la modalidad misma según la cual el
inconsciente aparece en el discurso, también desprende de allí las consecuencias
relativas a la praxis analítica, considerando que sólo puede tener efecto sobre la
repetición en la medida en que haga la puntuación de aquello que guarda algo
en común con el encuentro fallido con lo real, tal como ese encuentro surge al
azar en la sesión.

47 Lacan J., ibid., p. 32.


48 Miller J.-A., La Orientación lacaniana, « Los usos del lapso » (1999 -2000), CNAM, sesión del
15.12.99, inédito.
49 Lacan J., ibid., p. 34.

223
Para terminar y para concluir, diré que más allá de los diferentes usos que
llegó a hacer de ella, hay una cierta unidad de la ontología en el despliegue que
Lacan hizo de ella.
Entre 1946 y 1967, desde los “Propósitos acerca de la causalidad psíquica”
hasta la “Proposición del 9 de octubre de 1967 acerca del psicoanalista de la
Escuela”, pasamos del giro que vuelca a un ser en la locura, giro de la inmediatez
de la identificación a una estasis del ser, a otro giro: aquél que en un análisis
puede conducir al pase. Esta función estructurante de una falta en el ser,
subrayada por J.-A. Miller en 1964, la encontramos tanto en la vertiente de la
locura, como una plenitud excesiva del ser, infatuación del sujeto que cree ser lo
que es y al mismo tiempo se siente desconocido en su ser por el Otro, como en
aquélla del fin del análisis, en tanto acceso al des-ser,50 ser dejado de lado por las
identificaciones que habían podido llenar el vacío del sujeto, vaciamiento en
cierto modo de aquello que en el ser fija el sujeto mismo.
Con el pasaje del sujeto al hablanteser, permanece todavía una referencia
al ser; ahora bien, como J.-A. Miller lo mostró este año, se trata en efecto de un
ser que sostiene su ser en la palabra, pero su existencia en el goce mismo de re-
iterar las modalidades de encuentro con el lenguaje, a partir de un cuerpo que
repercute los ecos de ese encuentro. La ontología aparece entonces como segunda
respecto de lo real, que es lo primero.
La ontología de la cual Lacan se separa explícitamente en 1972-1973, es
entonces aquélla que ocupa su lugar en la filosofía antigua, la ontología
aristotélica que ya se había encargado de interrogar en su Seminario de “La
Ética”, ontología que orienta al ser a partir del Soberano Bien. Podríamos decir
que Lacan apunta a esta ontología cuando propone la analogía entre la
perspectiva ontológica y el Discurso del Amo, ya que se trata de una ontología
que asigna a lo existente un ser a realizar, a llevar a cabo, una esencia a alcanzar.
Ahora bien, en la ontología fenomenológica contemporánea no hay esencia del
sujeto, sino simplemente una falta de ser, por consiguiente una falla en la
esencia, falla considerada irreducible.
Es cierto, sin embargo, que la ontología fenomenológica también es
superada por Lacan en el sentido en que, más allá –o con mayor precisión, más
acá– de la nada de ser queda algo que no es ni ser ni no ser, sino energeia,
actividad pulsional, goce del ser. Y para captar el fin del análisis, en efecto, la
perspectiva ontológica no parece ya ser suficiente, en la medida en que las
premisas del des-ser no abarcan al ser sexuado.
De modo que la ontología define el registro de lo que permite al análisis
transformar el ser para hacer emerger el deseo, pero lo real viene a señalar
aquello que no cambiará nunca “en tanto el ser sexuado está interesado en el
goce”, 51 algo que tiene que ver con nuestro cuerpo y con la manera según la cual

50 Lacan J., « Proposición acerca del psicoanalista de la escuela », en Otros escritos, Le Champ
freudien, Seuil, 2001, p. 254.
51 Lacan J., El Seminario, Libro 20, Aun, texto establecido por J.-A. Miller, Le Champ freudien, Seuil, 1975,

lección del 21.11.72, p. 16.

224
la música del Otro, más o menos disonante, pudo inscribirse en nuestra
existencia.

(JAM RETOMA LA PALABRA)

Gracias, Clotilde, por este recorrido ritmado que evoca, de toda evidencia
–como ocurre cada vez que yo mismo hablo aquí de filosofía– términos y
referencias que no son de un uso habitual para el auditorio. Sería preciso así y
todo llegar a hacer al respecto algún pequeño progreso. Ud. hizo referencia a un
artículo de Sartre, “El ser y la nada” pero, claro está, son alrededor de setecientas
páginas, además de haber adquirido la reputación de haber sido comprado
durante la Ocupación; parece ser que el volumen pesaba justo un kilo y como
hacían falta pesas, prestaba servicio en las balanzas, según cuentan. Es quizá
pedirles demasiado que conozcan esas setecientas páginas –muy entretenidas no
obstante en muchos tramos, otras diluidas–, pero como quizá sea un exceso,
puede que esto les parezca más manejable.
[JAM muestra un pequeño volumen del que va a hablar]
Se trata del artículo al que yo había hecho referencia, comentado aquí por
Clotilde; primero fue publicado en una revista que leía Lacan, en la que incluso
escribió, creo, la revista de los filósofos de vanguardia entre las dos Guerras. En
particular, allí escribía Koyré –a quien Lacan conoció y consideró una referencia
muy importante en su propia epistemología– y Kojève, recibido en Francia por
Koyré y situado en su dependencia. Era la revista Recherches philosophiques
(investigaciones filosóficas) que, en 1936, publica este artículo de Sartre (anterior
a su libro sobre el imaginario, si recuerdo bien), que es verdaderamente su
primera aparición en la escena filosófica y que es por cierto sensacional. Lleva
el título de “La trascendencia del ego” y fue reeditado por las Ediciones Vrin, en
1965, por una joven filósofa que luego llegó a ser la hija adoptiva de Simone de
Beauvoir.
Si bien creo que está siempre disponible, resultará de una lectura ardua a
quienes no tienen formación; no es un texto que proporcione ejemplos, pero el
esfuerzo puede hacerse así y todo sobre un número más reducido de páginas
mucho más pequeñas. No cabe duda, en todo caso, que fue un artículo esencial
para Lacan; creo que verdaderamente marcó para él un momento y encontramos
las huellas a lo largo de toda su enseñanza. Corresponde ubicarlo en el mismo
rango de los artículos de Lévi-Strauss de los cuales Lacan se servirá más tarde y
que contarán mucho para él: el “Análisis de los mitos”, que inspiró visiblemente
el Seminario 4, dedicado por Lacan a Juanito, así como el artículo que era una
crítica e incluso una sátira del psicoanálisis, titulado “Eficacia simbólica”. Lacan
lo tomó muy bien y es con el final de ese artículo que tuvo la iluminación de esas
tres categorías puestas en relación entre sí: lo simbólico, lo imaginario y lo real.
Como ya tuve ocasión de explicarlo, corresponde acordarle a ese artículo
de Sartre el mismo rango que a los otros dos, a los que precede. Sartre emplea
el término ego en el sentido filosófico, con referencias filosóficas, pero gracias a

225
un encuentro maravilloso, se trata del término ubicado en el centro de la
Segunda Tópica de Freud, que distingue al Yo (o Ego) del Superyo y el Ello. Ese
artículo es así y todo la base –no clínica, sino filosófica– de la crítica a la que va
a consagrarse Lacan después de la Guerra, crítica de la forma que tomó el
psicoanálisis freudiano en los Estados Unidos y a partir de la cual irradió en el
mundo bajo el nombre de Ego Psychologie, psicología del ego.
Todo la primera etapa de la enseñanza de Lacan y lo que le siguió de
inmediato, es un cañonazo, año tras año, a partir de y contra la Ego Psychologie,
versión a la moda del psicoanálisis que descuida el Inconsciente, aquél inscrito
en la Primera Tópica de Freud, y se apoya exclusivamente en la Segunda Tópica,
en la tripartición Ego (Ich), Ello, Superego. Apoyada exclusivamente allí, da una
interpretación psicológica de esas tres instancias freudianas.
La bala con la cual Lacan carga su cañón en ese momento –de toda
evidencia, para cañonear año tras año se necesitan muchas balas, pero
precisemos cuál es una de ellas–, es esta trascendencia del ego y es necesario
decir al respecto una palabra. Ud. la dijo, Clotilde, cuando señaló el rol, pero
cabe explicar por cierto el término trascendencia en ese título. No está allí en el
sentido en que lo tomamos para decir de algo que es genial, pero tampoco se trata
de la trascendencia en tanto podemos referirnos a ella, de manera absoluta, para
designar supra-seres en algún lugar. Uds. no cometerían este error porque no
conocen el sentido kantiano del término trascendental. Ud. me dirá lo que piensa
al respecto, pero entiendo que trascendental, aquí, quiere decir que el ego está
fuera de; tiene entonces, en todo caso, el sentido de señalar la ex–sistencia del
ego.
La tesis fundamental es que el ego ex–siste fuera de la conciencia. Por eso
esa tesis distingue la conciencia y el ego, afirma que el ego no es la conciencia
sino uno de los objetos que la conciencia puede considerar; este objeto
trascendente es como un objeto del mundo al que la conciencia apunta, salvo que,
de toda evidencia y hablando con propiedad, no está en el mundo.
Ese verbo “apuntar” del que me sirvo es muy preciso; tiene como referencia
la noción conocida bajo el nombre técnico de intencionalidad, noción además
celebrada por Sartre en un texto famoso, donde expone en cuatro páginas hasta
qué punto esta idea de que la conciencia apunta a algo, resultaba liberadora para
él respecto de la psicología. Todo lo cual descansa en algo que les va a parecer
falto de relieve, como es el postulado de que toda conciencia es conciencia de algo;
toda conciencia implica una manera de apuntar hacia algo que la trasciende,
exterior a ella. Es decir, hablamos de fenomenología porque está en juego la
doctrina, la base de la fenomenología de Husserl, estudiada por Sartre en
Alemania, aquélla que constituyó sus primeras lecturas y trajo consigo, reunidas,
resumidas y radicalizadas, acerca de los puntos de vista de Husserl sobre esta
trascendencia del ego.
Desde esta perspectiva, la conciencia se define por ser una intención, una
línea de mira, en cierto modo pura y por consiguiente, esto implica –en Husserl,
por ejemplo – la crítica del cogito cartesiano, que aparece como una suerte de

226
formación de concreción de la conciencia. También implica, en Husserl, una
crítica del “Yo pienso”, del “Yo trascendental” de Kant, que éste define como
debiendo acompañar siempre las representaciones.
En el fondo, en el cogito, cuando yo me pienso como pensante, es la
conciencia la que se toma por objeto, que se ubica en el lugar del objeto, de
manera tal que se deben distinguir dos estados de la conciencia: el reflexivo y el
irreflexivo. En el estado reflexivo aparece esta posición de objeto, en tanto en el
irreflexivo, es decir, cuando no pienso, puesto que hay estados de la conciencia
en los que no pienso en mí, el yo desaparece y aparece el campo de la conciencia.
Encuentran al respecto, en ese pequeño artículo de Sartre, un ejemplo bastante
sumario: “Corro para alcanzar el ómnibus (hoy ya no lo hacemos: están cerrados
por completo, pero en la época en que Sartre escribía esto, en los años ’70, era
algo que todavía conocíamos. Los autobuses tenían una plataforma y una
pequeña correa de cuero que cerraba y entonces, incluso si uno no había podido
alcanzarlo en la parada, podía correr detrás y alcanzarlo en la plataforma. Hoy,
este relato ya no tendría sentido. Pero en todo caso, el ejemplo propuesto por
Sartre continúa así:) En el lapso durante el cual estoy corriendo para alcanzar
el autobús, no pienso en mí y por consiguiente, yo desaparecí y nos situamos en
el estado llamado irreflexivo de la conciencia, donde no hay yo.
En “El ser y la nada” el planteo será mucho más sofisticado. Aquí, desde
el comienzo, yo no pienso en mí, yo desaparecí y ahí tenemos, en definitiva, la
aparición de un campo de conciencia donde no hay yo y es simplemente por el
acto de reflexión, si me consagro a reflexionar, que aparece un yo; ese yo es
entonces una formación secundaria, que no traduce la autenticidad, la verdad de
esta conciencia en el estado impersonal. Hay, por consiguiente, un campo de
conciencia sin yo y el yo sólo aparece secundariamente.
Es muy sumario. Lo que digo es un poco más sumario que lo dicho en el
texto de Sartre, pero no tanto; es del mismo orden pero alcanza para comprender
cómo podrá desplazar Lacan esta forma, incluso ya hacia el Wo Es war, soll Ich
werden freudiano: allí donde yo no pensaba yo, allí donde el Yo no estaba –a
saber, en el Ello– el Yo debe advenir. Así, aquello que era en Sartre el campo de
conciencia pre-personal o impersonal, en su diferencia con la aparición de la
conciencia reflexiva del yo, es trasportado por Lacan a la frase Wo Es war, soll
Ich werden, allí donde estaba el Ello debe advenir el Yo.
Allí reside la paradoja: lo definido por Sartre como lo más puro de la
conciencia, una vez evacuada toda concreción, esa conciencia que es sólo una
línea de mira hacia otra cosa, no es un estado sino un movimiento hacia otra
cosa, una manera de apuntar a otra cosa, una espontaneidad pura, viene a
quedar traducido por Lacan en el término de Ello, donde, en efecto, el Yo no está.
No nos reconocemos en el Ello, por eso fue designado así, porque justamente yo
no estoy en el ello, no me apropio de mí, el Yo no está en su casa en el Ello.
Y al respecto, ¿cuál es la modalidad de ser de esta conciencia que no es Yo,
que es antes del Yo? Es una pura espontaneidad, pero desde el punto de vista
del ser es una nada que se dirige, una nada constituyente, que no está constituida

227
como un objeto sino, por el contrario, constituyente de los objetos por cuanto les
acuerda sentido.
Esto obliga a Sartre a inventar, llegado a este punto, una categoría
especial para esta conciencia irreflexiva, gracias a la cual puede decir que se
trata a la vez de un absoluto, algo que no tiene ni exterior ni contrario, sui generis
en su dimensión, y al mismo tiempo no es sustancial, no tiene ser ni sustancia
ubicables o definibles, es una pura espontaneidad que va hacia. En “El ser y la
nada” dice incluso que la conciencia sólo podría llegar a encontrarse limitada por
sí misma, algo que es casi una expresión de Spinoza a propósito de la sustancia,
aun cuando se la postule como no sustancial.
Tenemos entonces, de un lado, la conciencia que es nada y del otro, el ser,
como en el título, pero el ser en sí que todo lo ignora y la relación entre ambos es
que la conciencia acuerda sentido o lee el sentido que existe, pero de hecho,
aporta y da el sentido. Esto implica una pregunta que no se encuentra muy
tematizada en Sartre, sobre la cual su reflexión no se detuvo mucho: ¿Cuál es el
ser del sentido? Algo que parece, justamente, un indefinible.
Todo esto fue, así y todo, muy importante para Lacan en el momento de
atacar en su núcleo a la Ego Psychology, que justamente consideraba el ego como
un objeto psicológico, dotado de propiedades psicológicas, eventualmente
medibles. Ese ego se entendía como el equivalente del ego psicoanalítico, del ego
freudiano. El ego psicológico, con sus propiedades objetivamente medibles,
dotado de un cierto número de mecanismos, por ejemplo los de defensa –como
decía Anna Freud–, equivalía al psicoanalítico y Lacan practicó, con los medios
proporcionados por la fenomenología y explotados por Sartre y Merleau-Ponty,
Lacan se encontró con ellos en la crítica del objetivismo. Hay así una circulación
entre esas críticas, que se formulan de manera semejante.
¿Qué es el objetivismo? Ya que empleamos la expresión, podemos decir que
se trata del desconocimiento del rol de la espontaneidad constituyente del
sentido. Por consiguiente, en lugar de las relaciones de significación, en lugar
de considerar que la conciencia deviene esto o aquello, se convierte en esto o
aquello porque se hace esto o aquello, porque en definitiva es una conciencia en
transformación, en lugar de esto el objetivismo considera que se trata de una
conciencia habitada por afectos, que son, a su vez, considerados como cosas. En
fin, sólo estamos en relación con un mundo de cosas, el ego como una más entre
ellas y hay relaciones de causalidad que son mecánicas, algo que de toda
evidencia no ocurre cuando se trata del sentido.
Releí algunas páginas de “La trascendencia del ego”, donde Sartre critica
la idea según la cual el acontecimiento psíquico sería una cosa. Dice entonces
que de no reconstituir el movimiento puro de la conciencia, uno se imagina que
los acontecimientos psíquicos son como cosas; es preciso así restituir la
espontaneidad de la conciencia en el acontecimiento psíquico –es la expresión
que el emplea, muy freudiana por cierto. Su propuesta lanzó por lo demás la
moda general de decir: no son cosas. Por ejemplo, la recuperó un sociólogo
llamado Jules Monnerot, autor de un libro cuyo título, al menos, se mantuvo

228
célebre por entonces: “Los hechos sociales no son cosas”. La expresión admitía
ser declinada de diferentes maneras y conservó bastante vivacidad, aunque era
un poco espiritualista. La idea, en suma, era: no hay que tratar a la gente ni lo
que a ella le ocurre como si fuesen cosas; no son cosas... Corresponde entender
que la humanidad del hombre le impide ser una cosa y en consecuencia, los
humanistas tratan a los hombres como no-cosas, en tanto los demás los tratarían
como cosas, etc.
Lacan tomó todas sus distancias con esta degradación en el momento de
hablar de “La cosa freudiana”. Justamente en ese momento dice: hubo quien
hizo muecas –hubo quien las hizo porque en 1956, al leer “la cosa” freudiana,
hubo quienes se precipitaron a exclamar: “¡Pero no, no es una cosa! ¡Ya no!”...
Entonces, a partir de allí, es un elemento importante la crítica del ego formulada
por Sartre.
Leer a partir de las influencias es algo que tiene, claro está, sus límites;
por lo demás, no es lo que yo hago ni lo que hizo Clotilde; nos toca señalar,
simplemente, la transposición de términos y de expresiones, esto es lo que
ubicamos y en función de lo cual podemos decir que Lacan hace un cóctel al
comienzo. En ese cóctel entra la crítica de Sartre al ego como objeto; la
experiencia del espejo, tal como Henri Wallon –que era un psicólogo– la había
destacado y ya antes de él lo había hecho Charles Darwin, quien había puesto
atención en el comportamiento especial del niño pequeño delante del espejo;
también entra Hegel y su dialéctica del amo y el esclavo.
Con “La trascendencia del ego” de Sartre, tenemos la noción de una
conciencia pura que deviene por sí misma esto o aquello, desde su propia
espontaneidad, y que es donadora de sentido. Esto, por lo demás, es en todo caso
una referencia a Husserl. De la experiencia del espejo, recuperamos la idea de
la relación –vamos a emplear el término sujeto, porque de él se vale Lacan–, del
sujeto y la imagen del Otro, en tanto de Hegel tomamos la idea de aplicar sobre
esa relación del Yo (Moi) y del Otro, la estructura del amo y el esclavo.
Sartre aporta en este punto la noción de un ser que deviene o de un ser
que debe hacerse, en devenir, creándose desde la nada hacia el ser, pero en esa
concepción de “La trascendencia del ego” no hay Otro; ese ser, cada uno de
nosotros, está solo. Se trata, además, de un absoluto y por consiguiente, no tiene
Otro: no hay Otro del Otro para el absoluto. Es ese absoluto solo el que Sartre
aporta. Con el espejo, viene a agregarse el Otro y con Hegel es algo que empieza
a volverse interesante: aparecen el amo y el esclavo...
Lo digo así, en términos de una escena que se monta progresivamente. En
aquel momento, Kojève es la raíz común de Sartre y de Lacan. Según creo, Sartre
no se contaba por entonces entre quienes asistían como oyentes a los cursos de
Kojève, pero le llegaban todos los ecos y probablemente haya figurado allí; en
todo caso, sí estaba presente Merleau-Ponty, raíz común de los dos.
Tenemos allí, entonces, la idea de una conciencia que tiene que ser lo que
es, es decir, una dinámica que proviene de un descalce, de un desajuste inicial,
como lo recordó Clotilde, la falla irreducible, etc. Pues bien, Lacan tuvo la idea,

229
la noción según la cual des-objetivizar, des-psicologizar el psicoanálisis era
necesario, como fue dicho aquí, volver a la Primera Tópica, devolverle sus
derechos al Inconsciente. A nosotros nos parece que la relación del psicoanálisis
con el inconsciente se impone de por sí, pero no era algo en absoluto evidente
cuando Lacan inició su enseñanza, por el contrario: esa relación se consideraba
caída en desuso y el inconsciente era reemplazado por el ego. Para Lacan era
cuestión entonces de devolverle su lugar al inconsciente y definirlo de la misma
forma que esa relación de la conciencia a lo que tiene que llegar a ser. Se trata
de un inconsciente que tiene que llegar a ser, que no está ya del todo constituido,
sino que es constituyente.
Esto no es algo que esté escrito, pero es lo que indica la noción misma del
sujeto supuesto saber. Decir que es supuesto es afirmar, precisamente, que no
está constituido del todo allí y que en todo caso ese sujeto supuesto es una
variable del sujeto en tanto falta de ser, tal como lo formulaba Sartre para la
conciencia. Lacan introduce una variación al respecto cuando plantea la falta en
ser, dando a entender que quiere ser. Por eso yo decía que la traducción al inglés
elegida por Lacan de esa expresión francesa es mejor, ya que en inglés es posible
decir want to be, con el equívoco propio del término want, que quiere decir a la
vez, como verbo “querer” y como sustantivo, “falta”. Allí tenemos una falta que
quiere. Resulta entonces tanto más adecuado en lo que respecta al psicoanálisis,
cuanto que lo mínimo esperable de una cura psicoanalítica, de la experiencia
psicoanalítica, es que sea lo que llamaré con pedantismo transformationnelle.*
Se trata de saber qué es lo que el psicoanálisis transforma y cómo lo hace.
La idea de Lacan, la expresada al comienzo, en “Función y campo de la
palabra...”, admite que hay diversas versiones del inconsciente, pero una de ellas
lo plantea como el capítulo censurado de mi historia; en cierta manera el
inconsciente es así de orden histórico, pero se trata de la historia entendida como
la serie de significaciones que acordé a lo vivido por mí. Desde esta perspectiva,
el inconsciente es la parte que no pude hacer significar. De modo que en un
comienzo, Lacan sitúa la represión como aquello que quedó, se trata de un
inconsciente como quiera que sea traumático –estoy empleando el término
“significante”, del que él se servirá sólo más tarde–: el inconsciente son los
significantes que no pudieron significar, los significantes del trauma, del
traumatismo, cuyo sentido permaneció bloqueado; significantes que se quedaron
en el sin-sentido o en un sentido bloqueado. La cura es, por consiguiente, el
desbloqueo del sentido: eso es lo designado por Lacan como dialéctica, una
dinámica que conlleva un cierto número de cambios totales, de vuelcos en la
significación.

* transformationnel reenvía en francés al campo de las operaciones gramaticales de


transformación (borramiento, permutación, adición, reducción); se diferencia así de
transformisme (transformismo), que siempre en relación con el cambio de forma o aspecto,
se refiere a la evolución de los seres vivos. (N. de la T.).

230
Hay entonces una oposición, se trata de formulaciones que no son
fácilmente compatibles. En ciertos momentos, cuando se trata de su elaboración
sobre la vertiente de la lógica, Lacan presenta el inconsciente como un sistema.
Presenta su esquema, donde ubica signos ( + ) y signos ( – ), para mostrar dónde
aparece el inconsciente como un sistema de significantes que está allí, bajo un
aspecto un poco sustancial. Y después, está el inconsciente dialéctico, que
responde a la dialéctica del deseo o bien el inconsciente que es supuesto saber y
son dos aspectos que, a veces, se encuentran en tensión. ¿Está allí o se trata de
descubrirlo o de inventarlo? Hay en la reflexión misma, en la elaboración, una
tensión entre esos dos polos. En cierto modo, la tensión se resolvió, para Lacan,
basculando del lado de la invención: el saber se inventa; pero también lo
radicalizó en el otro sentido, el del sinthome, que se repite sin que podamos nada
al respecto.
Hacia el final, aparece en la experiencia analítica una división tajante
entre todo lo que es invención (y que no es simplemente fantasía, las invenciones
tienen consecuencias): invención de nuevas verdades para el sujeto, verdades que
el sujeto ensaya, las puede apartar como también puede aferrarse a ellas –se
trata de verdades que tienen una cierta densidad–; Lacan radicaliza el aspecto
inventivo hasta llegar a decir (lo soltó en un momento dado, bajo la forma de
ocurrencia, pero las ocurrencias nunca sabemos hasta dónde van...) que el
psicoanálisis no se transmite, sino que se reinventa con cada psicoanálisis.
Entonces, por un lado, radicaliza la invención, invención por el analizante de una
verdad que, de todos modos, será mentirosa. Y por el otro, radicaliza la inercia,
el carácter estático de un sinthome que se repite, pero lo hace de manera
estacionaria. Porque esto es lo que viene a subrayar la iteración; iteración quiere
decir: es estacionario.
Así, por un lado, radicaliza la dinámica de la experiencia y por el otro,
radicaliza también su aspecto estacionario. Algo que, en efecto, produce un cierto
desgarramiento, como también lo produce pensar y admitir que el empuje de la
invención no pueda corregir lo estacionario del sinthome.
Ahora, es necesario así y todo mencionar la gran diferencia entre Sartre y
Lacan, por si fuese necesario. Reside en que para Sartre todo esto se produce
según la lógica del fenómeno de conciencia, en la acción y en la urgencia que
tengo de alcanzar el autobús y subirme –es lo que tenía a su disposición en esa
época, como ejemplo inocente, para mostrar la relación entre la acción y la
urgencia. Nos preguntamos ¿para ir a dónde? Cabe creer que eso de tomar el
autobús se le presentaba como un absoluto... Había esta urgencia, entonces, y
después, una vez que había llegado a su casa –o al Café de Flore–, el filósofo que
ya no tiene que tomar el autobús no tiene más que tomar su café o su té. Alcanza
el autobús, se sube, va al Flore, ahí haraganea un poco, fuma, puede pensar en
su Yo (moi), es un Yo (moi) –bromeo apenas, situándolo en el nivel de “alcanzar
el autobús”.
En todo caso, le acuerdo nobleza a este ejemplo cuando digo que Sartre
describe la estructura interna de la conciencia a través del autobús y el cigarrillo;

231
es así como obtiene la diferencia entre el campo irreflexivo de la conciencia sin
yo (je) y la irrupción del yo (je) por el acto reflexivo.
Lacan no obtiene esto de la misma manera, sino que lo hace tomando en
consideración el lenguaje. El operador, para Lacan, no confía en la descripción
del fenómeno de conciencia, que para un analista aparece como un fenómeno de
superficie extremadamente equívoco; en Lacan, lo que determina que haya, para
lo que él llama el sujeto, la dimensión del ser, la dimensión ontológica, aquello
que introduce esta dimensión, es el lenguaje y sin eso, tiene el en-sí de Sartre.
La diferencia entre el en-sí y el sujeto es el lenguaje. La tesis de Lacan sostiene
que es el lenguaje mismo el que introduce la dimensión del ser, así como la de
falta de ser o falta en ser. Es el signo quien la introduce, es preciso que haya un
signo enunciado, un elemento establecido; cuando es retirado, en ese momento
hay algo de la falta y es impensable sin esta referencia, es decir, en este sentido,
es el lenguaje, lo simbólico, en última instancia el Uno el que introduce la
dimensión del ser. Desde este punto de vista, el campo ontológico se ubica en
una relación de dependencia respecto del campo del Uno.
Como lo señaló muy bien Clotilde, en efecto, para los estructuralistas no
hay ontología, pero Lacan hizo derivar la ontología de la lingüística de Saussure;
es decir, desprendió una ontología a partir de la noción de sistema, donde los
elementos son relativos entre sí, guardan una relación llamada diacrítica, esto
es, de oposición; cada elemento es aquello que los otros no son. Esta derivación
de la ontología a partir de la lingüística de Saussure lo mantendrá muy ocupado
a Lacan, particularmente en lo que hace a la relación entre falta y significante.
Allí se inspirará para su construcción de los significantes S1 y S2 y también es
algo que estará presente en sus desarrollos acerca del Uno, allí donde es posible
observar la prevalencia del lenguaje sobre el ser: antes del ser, hay el lenguaje.
Desde este punto de vista, el ser es así una creación de lenguaje.
Resulta bastante evidente que se trata de algo con vocación de no tener
límite, algo sólo limitado por la iteración del sinthome, otra faz aun del Uno que
se repite. Por consiguiente, hay un Uno que se diversifica y un Uno que se repite.

Pues bien, creo que llegamos al final de la reunión de hoy.


En nombre de ustedes, le agradezco a Clotilde por habernos aportado ese
trabajo, que seguramente será publicado –es lo que anhelo, no estaba previsto
así pero estimo que lo merece.
No les doy cita para una fecha precisa del año próximo porque no la
conozco todavía, pero es probable que tengan antes la ocasión de escucharme y
escucharnos en un futuro próximo.

FIN DE LA ÚLTIMA SESIÓN DEL SEMINARIO JAM 2011 – 15.06.11

232
------ ♠ -----

233

S-ar putea să vă placă și