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LAICISMO: DEL CONCEPTO A LOS MODELOS

JESÚS MARÍA OSÉS GORRAIZ


Universidad Pública de Navarra

I.  De los hechos a su explicación.—II.  El laicismo y sus supuestas


concomitancias semánticas. 1.  Laicismo-relativismo. 2.  Laicismo-ideo-
logía. 3.  Laicismo-persecución religiosa. 4.  Laicismo-anticlericalismo.
5.  Laicismo-ateísmo.—III.  ¿Qué es el laicismo?—IV.  Final: una discu-
sión abierta.

resumen
En las sociedades relativamente estables y homogéneas (sobre todo europeas) el
principio de laicidad republicana se mantenía sin grandes problemas como solución
al problema del lugar que tiene que ocupar la religión en la esfera pública y en sus
instituciones. El fenómeno de la inmigración ha alterado lo suficiente esa estabili-
dad social como para que tengamos que enfrentarnos a las nuevas realidades con la
exigencia de una mayor finura y precisión conceptual. Los modelos republicano y
liberal-pluralista ofrecen perspectivas diferentes de abordar el problema porque en
sociedades complejas no existe un modelo puro de laicidad.
Palabras clave: laicidad; relativismo; anticlericalismo; ateísmo; neutralidad es-
tatal; libertad de conciencia; igualdad de trato.

abstract
In relatively stable and homogeneous societies (mostly European) the principle
of republican laicism was maintained without major problems as a solution to the
issue of what role religion should play in the public sphere and its institutions. The
phenomenon of immigration has sufficiently altered this social stability as to make
us confront the new realities with a finer conceptual framework. The republican and
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plural-liberalism models offers different perspectives to address the problem, becau-


se a pure model of laicism is absent in complex societies.
Key words: laicism; relativism; anticlericalism; atheism; State neutrality; liberty
of conscience; equality.

1.  De los hechos a su explicación

Se ha conmemorado el año pasado el bicentenario de la primera consti-


tución española (Cádiz, 1812). Desde entonces, y salvo en dos ocasiones, las
sucesivas constituciones que jalonan la vida política de España han asumido
en su letra y en su espíritu que el país era una nación católica. Y mientras en
Europa la separación Iglesia-Estado comienza su recorrido en los siglos xvi
y xvii, y da un salto definitivo a partir de 1789; mientras que después de la
segunda Gran Guerra (1945) se recuperaba la vida democrática con una lai-
cidad de fondo «serena pero endeble» (1), en España el cambio se produjo en
1978, año en el que se aprueba la actual Constitución. En su artículo 16.3 se
afirma que «ninguna confesión tendrá carácter estatal».
Si a partir de 1978 se acelera el proceso de secularización en España, el
camino se facilita aún más en 1989: la URSS se desintegra y con ella se lleva,
entre otras pertenencias consustanciales, la ideología comunista, la socialista
en buena medida y, sobre todo para el tema que nos ocupa, su ateísmo oficial.
En una Unión Europea en construcción, a la que poco a poco se sumaban una
buena parte de los países de la extinta URSS, una vez que algunos de ellos
se desmembraron tras cruentos conflictos no exentos de trasfondo religioso,
y en la que se imponen las democracias como forma habitual de gobierno, la
separación de la Iglesia y el Estado (laicidad) fue la norma.
Después de lo vivido en los últimos treinta años qué duda cabe que los
tiempos no son favorables a los grandes y comunes relatos; que la variedad
de situaciones propias de cada país, por ejemplo la llegada de oleadas de
inmigrantes de diversos lugares con sus diferentes creencias, ha modificado
las sociedades receptoras (2); y que la herencia cultural particular que cada
nación arrastra confiere a cada una de ellas un sello singular que quizá ex-
plique eso de «laicidad serena… pero endeble». Con razón apuntan Maclure
y Taylor que «… las experiencias concretas en materia de laicidad siempre

 (1)  Ferry, L., y Jerphagnon, L. La tentación del cristianismo. De secta a civilización.


Ed. Paidós. Madrid, 2010. Pp. 9-10.
 (2)  Baubérot, J. La laïcité expliquée à M. Sarkozy… et à deux qui écrivent ses dis-
cours. Ed. Albin Michel. París, 2008. P. 246. Cfr. también pp. 11 y 220-1.

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están salpicadas por la historia y el contexto, por los hechos y significados


propios de cada sociedad» (3).
Y mientras que en la sociedad francesa se han utilizado dos conceptos,
uno (laicidad) para el hecho de la separación entre la Iglesia y el Estado
y otro (laicismo) para justificarlo, en otros países se ha optado por uno de
ellos, laicidad, lo que ha dado lugar a dos modelos de entender la laicidad.
A su vez se han producido numerosas declaraciones públicas de la jerarquía
eclesiástica, desde el papa a los obispos, matizando el concepto de laicidad
y contra el de laicismo.
Ningún concepto es neutral en los ámbitos político, ideológico y religio-
so y, desde luego, el concepto de «laicismo» no lo es (4). Y si en el terreno
de la práctica política parece que, en los lares europeos y norteamericanos, la
balanza se inclina hacia el poder temporal, el asunto se presenta menos claro
en el ámbito de los conceptos. Si Ortega y Gasset nos advertía de que a nue-
vas situaciones, nuevos conceptos, Maclure y Taylor nos invitan a precisarlos
para abordar los nuevos retos de las sociedades plurales: «Algunos sostienen
que la laicidad es un principio claro e inequívoco que debe aplicarse en todas
partes por igual… Esta posición presupone que la laicidad se pueda definir
fácilmente con fórmulas como “separación de Iglesia y Estado”, la “neutra-
lidad del Estado”… Sin embargo el sentido y las implicaciones de la laici-
dad son sólo simples en apariencia... Queda por hacer un análisis conceptual
adecuado de los principios constituyentes de la laicidad» (5). Las siguientes
reflexiones pretenden ayudar a la claridad conceptual y a las prácticas que de
ella se pueden derivar.

II.  El laicismo y sus supuestas concomitancias semánticas

El intento de definir el laicismo se ha convertido en un objetivo de la


jerarquía eclesial católica. Pero los conceptos no son algo estático en una
sociedad democrática dotada de abundante tecnología de comunicaciones.
Más que nunca, la lengua es de los hablantes. Y no deja de ser curioso que
la mayoría de las críticas hacia el laicismo presuponen, más que explican,

 (3)  Maclure, J., y Taylor, Ch. Laicidad y libertad de conciencia. Ed. Alianza. Ma-
drid, 2011. P. 73. Un libro interesante para un caso concreto: Milot, M. Laïcité dans le Nou-
veau Monde. Le cas du Quebec. Ed. Brepols. 2002.
 (4)  Estivalèzes, M. El hecho religioso y la enseñanza laica. La experiencia francesa.
Ed. Comunicación Social. Sevilla, 2008. Pp. 236, 237, 238, 239 y 240. Atención a las notas
incorporadas en las mismas páginas.
 (5)  Maclure, J., y Taylor, Ch. Op. cit., p. 15.

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lo que quieren decir con él, con lo que su significado queda en la nebulosa,
vinculado a otros conceptos igualmente rechazables y convirtiendo sin más
en presuntamente válidas esas críticas que sobre él se formulan.

1.  Laicismo-relativismo

Las críticas eclesiales se dirigen, a veces, al laicismo como exponente


del relativismo postmoderno. El largo proceso de secularización (6) por el
que la sociedad occidental ha transitado, sobre todo en los doscientos últimos
años, ha llegado a dinamitar todo código moral, hasta el punto de que hoy
«todo vale», critican algunos clérigos. Es decir, hemos entrado en un mundo
líquido en el que ya no existen referentes sólidos en el ámbito moral ni en
el epistemológico que nos indiquen cuál es la verdad que hay que aceptar.
Incluso ha cambiado el quehacer de la filosofía después del discurso postmo-
derno o posmetafísico: deconstrucción y hermenéutica se preocupan más por
cómo se construye un consenso intersubjetivo de mínimos sobre la base de
una contingencia histórica que de la fijación de esencialismos que van más
allá de las referencias lingüísticas que lo expresan. La verdad se teje en el
lenguaje, no en los hechos a los que supuestamente éste se refiere: «El pen-
samiento posmetafísico se orienta prioritariamente hacia una ontología del
debilitamiento que reduzca el peso de las estructuras objetivas y la violencia
del dogmatismo. Hoy, la tarea del filósofo parece ser el reverso del programa
platónico: el filósofo reclama al hombre que se vuelva hacia su historici-
dad más que a lo eterno. La filosofía no se propone demostrar una verdad,
sino sólo favorecer la posibilidad de un consenso que pueda ser considerado
como verdadero» (7).
Es la percepción de que la verdad se nos escapa, de que resulta inal-
canzable para el hombre, con lo que éste queda a merced de lo contingente,
de lo útil. Claramente lo expresaba el cardenal Ratzinger al decir que si no
existe una verdad sobre el hombre, no queda más remedio que recluirse en la
cuestión de lo útil, es decir, el hombre se reduce a mera estadística, a efecto
colateral, a un ser reemplazable, a mera cosa. Lo que se interpreta, intere-
sadamente, como corolario de un laicismo militante que intenta borrar todo

 (6)  Baubérot, J. «Secularización, laicidad, laicización», en Revista General de Derecho


Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado. Nº 23. Madrid, 2010. Cfr. también del mismo
autor «Sécularisation et laïcisation. Une trame décisive», en Pellistrandi, B (Ed.). L’Histoire
religieuse en France et en Espagne. Collection de la Casa de Velázquez. Madrid, 2004. P. 20.
 (7)  Zabala, S. «Una religión sin teístas ni ateos». Introducción a Richard Rorty/Gianni
Vattimo. El futuro de la religión. Solidaridad, caridad, ironía. Ed. Paidós. Barcelona, 2006. P. 26.

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rastro de realidad trascendente (que, a su vez, es interpretado como un ataque


directo a los creyentes cristianos) (8).
Como acertadamente apunta Fraijó «relativismo y religión (referida
sobre todo a la cristiana) son dos términos que siempre han andado a la
gresca… Ninguna otra religión se ha mostrado tan beligerante contra el re-
lativismo. El cristianismo se sitúa en las antípodas del relativismo» (9). Si la
Iglesia católica se proclama como sociedad perfecta y poseedora de la verdad
absoluta, cercena de antemano toda posibilidad de que cada ser humano pon-
ga en cuestión sus ideas y sus creencias al margen de cualquier circunstancia
vital, lo cual impide el cambio o la mera adaptación a los avatares vitales:
el camino está marcado de antemano y sólo tiene una dirección (10). Hace
superfluos a los hombres porque los ata a la trascendencia, como ya nos ad-
vertía el hermeneuta Maistre.
Pero ¿por qué el interés en vincular relativismo y laicismo? Porque el
laicismo supone como condición necesaria la libertad de conciencia que per-
mite buscar, modificar y hasta conferir sentido —el que cada cual elija— a
las creencias o a las no creencias. Rorty apunta: «Aquella costumbre, que
con desconsuelo el papa define como relativista, de dejarse llevar de un sitio
al otro como por obra del viento es en cambio considerada por los filósofos
como yo la apertura a nuevas posibilidades, la disponibilidad para tomar en
consideración todas las sugerencias acerca de aquello que podría aumentar
la felicidad humana. Creemos que estar abierto a un cambio de doctrina es el
único modo de evitar los males del pasado» (11). Si el laicismo tiene como
uno de sus fundamentos la protección de la libertad de búsqueda individual
del sentido vital, no imponiendo ninguno sino siendo el marco en el que
todos pueden convivir en medio de tensiones; si el ser humano no está atado
más que por los prejuicios de todo tipo y está en sus manos la posibilidad de
sacudírselos de encima, el enfrentamiento está garantizado (12).
Pero hay, al menos, otra razón para asociar laicismo y relativismo, esta
vez en el ámbito de la política. Definamos el relativismo de la siguiente ma-
nera: «El relativismo, en líneas generales, sostiene que lo que la gente con-
sidera justificado creer o hacer depende decisivamente de su propia dispo-

 (8)  Rorty, R. Una ética para laicos. Ed. Katz. Madrid, 2009. Pp. 17-8.
 (9)  Fraijó, M. «Relativismo y religión», en Arenas, L., y otros. El desafío del relati-
vismo. Ed. Trotta. Madrid, 1997. P. 163-4. (El paréntesis es mío).
 (10)  Cfr. Zabala, S. Richard Rorty/Gianni Vattimo. El futuro de la religión. Op. cit.
P. 25. También Otaola, J. Laicidad. Una estrategia para la libertad. Ed. Bellaterra. Barce-
lona, 1999. P. 50.
 (11)  Rorty, R. Una ética para laicos. Op. cit. P. 18.
 (12)  Nussbaum, M. Libertad de conciencia. Ed. Tusquets. Barcelona, 2009. Pp. 13-4.
El paréntesis es mío.

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sición o de sus condiciones de vida (tiempo y lugar, cultura, convenciones,


medio social, forma de vida, etc.). Es lo contrario a suponer que una opción
epistémica o práctica sólo se justifica en razón de sus virtudes intrínsecas
(epistemológicas o normativas)» (13). Esa idea que la gente (laos, como lue-
go analizaremos) proyecta en la política implica una autofundamentación
del ordenamiento de la misma en función del contrato, o de la utilidad y
provecho que los seres humanos obtienen al vivir juntos. Por tanto es un
reconocimiento expreso, libre, voluntario y fundante del hecho de que la
política es una convención interindividual gracias a la cual logramos, no sin
dificultades, convivir.
Si, además, la forma de ordenar la convivencia es democrática (valores
y método de toma de decisiones), el laos se autofundamenta en aras de pro-
curar el bien común. De ahí que pueda entrarse a legislar sobre temas que
atañen a ese espacio público-institucional vinculado a la esfera del Estado
[(dice Bauberot (14)], en el que situamos el bien común. Como veremos,
esto es el laicismo, que tanto critica la jerarquía eclesiástica. Ésta, al sen-
tirse más identificada con lo religioso (res privata) que con lo político (res
publica) pone el acento en la debilidad de la fundamentación democrática
sobre determinados temas para imponer a la sociedad entera una concepción
laica de la vida, como si Dios no existiera. Y se siguen preguntando si los
gobernantes tienen derecho a legislar en contra de la ley moral fundada en la
razón y en la tradición mayoritaria de la sociedad, es decir, la cristiana. Son
interrogantes de la jerarquía eclesial, no las de un ciudadano concienciado en
que las sociedades son pluralistas en lo moral, en lo político, en lo religioso
y consciente de que «… el Estado debe intentar laicizarse, sin fomentar por
ello la secularización» (15). La condena papal y episcopal de la «dictadura
del relativismo», arrastrando de paso al laicismo, es para otros el horizonte
posibilitador del pluralismo.
Y, en el fondo, bastante cuesta a los humanos llegar a acuerdos sobre mí-
nimos convivenciales, que muchas veces se incumplen o se ven superados y
que les obligan a rehacerlos. Esa es, sin embargo, la condición democrática,
laicista (16), en la que lo sagrado como absoluto no tiene lugar porque en el

 (13)  Vega, L. «Relativismo, verdad y lógica», en Arenas, L., y otros. El desafío del
relativismo. Op. cit. P. 29.
 (14)  Baubérot, J. La laïcité expliquée… Op. cit. P. 103.
 (15)  Maclure, J., y Taylor, Ch. Op. cit. P. 28.
 (16)  «La laicidad es movimiento» repetirá Bauberot. Cfr. nota 3. Y Otaola señala: «El
error de la postura confesionalista es muy común incluso entre los que pretenden portavocear
una posición laica: desconocer el carácter procesal del laicismo, su contenido fundamental-
mente regulativo». Op. cit. P. 50.

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espacio público-institucional se debate sobre todos los asuntos que le atañen.


Pero con un límite: se llega a acuerdos no sobre esencias verdaderas, sino so-
bre formas de plantear y, frecuentemente, de solucionar los problemas y con-
flictos. De ahí la crítica que Rorty hace a Benedicto XVI: «El problema deri-
va, para Ratzinger, de que el relativismo se ve como algo ilimitado. Según el
cardenal, la necesidad de poner límites al relativismo demuestra que toda vez
que la política promete ser redentora promete demasiado; toda vez que la polí-
tica pretende hacer el trabajo de Dios se vuelve no divina, sino diabólica» (17).
La conclusión para Rorty es clara: la política no debería ser redentora porque
la redención desde el inicio de su andadura fue una mala idea, ya que los hom-
bres, más que redención, necesitan una vida más feliz (18).
Una última observación es que las religiones utilizan términos a los que
podemos llamar «potentes», «fuertes»: cree para entender; sólo la fe salva;
ten decisión firme de mantener tus creencias incluso a costa de tu vida; no
dudes nunca de que una vida de obediencia a Dios tendrá recompensa; tus
convicciones («prisiones», según Nietzsche) te proporcionan una seguridad
extraordinaria. En cambio si analizamos los términos en que se expresa el
relativismo encontramos lo siguiente: «cautela, duda, aporía, indecisión re-
serva, inseguridad» (19), es decir, términos mucho más «débiles» (20), más
de acuerdo con el falibilismo científico y con la contingencia permanente de
la convivencia política (21). En suma: el hombre moderno se las tiene que ha-
ber con lo que son sus posibilidades reales: las ideas —y los ideales— deben
poder validarse por sus consecuencias en la vida de la gente (22).

2.  Laicismo-ideología

Otro concepto al que frecuentemente se recurre para fustigar al laicismo


es el de «ideología. Incluso la RAE define el laicismo como “doctrina que
defiende la independencia del hombre, de la sociedad y del Estado de toda

 (17)  Rorty, R. Una ética para laicos. Op. cit. P. 21.


 (18)  Ibidem, p. 22.
 (19)  Fraijó, M. Op. cit. P. 166.
 (20)  Zabala, S. Op. cit. P. 29.
 (21)  «Con el pretexto de la tolerancia generalizada, lo toleramos todo, incluso lo que
nos destruye… Estos son los peligros que la república no sabe afrontar, porque la república es
incapaz de valores fuertes y potentes… yo apelo a una república fuerte». Onfray en Vattimo,
G., Onfray, M., y Flores D’Arcais, P. ¿Ateos o creyentes? Op. cit. Pp. 76-7.
 (22)  Cfr. Del Águila, R. Crítica de las ideologías. El peligro de los ideales. Ed. Taurus.
Madrid, 2008. Sobre todo las pp. 169-182.

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influencia eclesiástica o religiosa”». Dado que, sobre todo después de 1989,


algunos de los grandes relatos han perdido sus capacidades de atracción
tanto para explicar más o menos convincentemente el sentido de la historia
humana, como para movilizar en su nombre las acciones colectivas y reivin-
dicativas de la gente (esas dos características sirven para definir qué es una
ideología), se sigue asociando los dos conceptos para que nadie olvide que
el laicismo pertenece a ese conjunto de relatos que el acontecer histórico
superó definitivamente hace más de 20 años. Con lo que si, al parecer de
Fukuyama, socialismo y comunismo habían dicho adiós después de años de
declive sin vuelta atrás, el laicismo, por sus intrínsecas vinculaciones con
ambos, defiende la jerarquía eclesial, debió seguir la misma ruta.
Pero hay realidades fuertemente enraizadas, aunque móviles. En primer
lugar Francia, con una definición cuasiesencialista del ser francés que inclu-
ye entre sus rasgos la laicidad institucional (23) y que tiene consecuencias
prácticas en un momento clave de la vida: el de la enseñanza obligatoria (24).
También las grandes inmigraciones a que han estado sometidos algunos paí-
ses europeos, lo que ha hecho muy visibles las dificultades de los practican-
tes de las religiones, sobre todo las de libro, para su mutua convivencia y los
problemas que acarrean para toda la sociedad: desde la vestimenta hasta la
exigencia del respeto a las costumbres originarias que cada uno lleva con-
sigo; desde la construcción de templos hasta los fallidos procesos de inte-
gración en los países de acogida. Sin olvidar la lucha de las sociedades para
conseguir la no interferencia de las religiones en la acción del Estado. Cada
país ha tenido su ritmo propio hasta llegar a una situación en la que el pro-
pio Benedicto XVI llega a afirmar que la institución que preside admite una
«laicidad positiva», también mencionada y propuesta por Sarkozy y que, al
parecer de Baubérot, son palabras nada inocentes para el laicismo (25).

 (23)  Este es el punto de partida del análisis sobre la laicidad de Maclure y Taylor: frente
a una concepción republicana (francesa) de la laicidad proponen otra a la que denominan li-
beral-pluralista porque, según ellos, «considera la laicidad un modo de gobernanza cuya fun-
ción es encontrar el equilibrio óptimo entre el respeto de la igualdad moral y el de la libertad
de conciencia de las personas». Maclure, J., y Taylor. Ch. Op. cit. P. 50. También Baubérot
apunta su discrepancia con esta versión «esencialista» de la República: «La laicidad no es el
patrimonio exclusivo de una cultura, una nación o un continente. Puede tomar diversas formas
empíricas y puede unirse a diferentes procesos de laicización… O sea: esta aproximación
desustancializa el término «laicidad», al descomponerlo en tres indicadores tipos-ideales…».
Cfr. Baubérot, J. «Secularización, Laicidad, Laicización», Op. cit. Pp. 9-10.
 (24)  Un interesante análisis de la problemática escolar que acarrea en Francia la lai-
cidad puede obtenerse en Estivalèzes, M. El hecho religioso y la enseñanza laica. Op. cit.
 (25)  Baubérot, J. La laïcité expliquée… Op. cit. Especialmente pp. 191-217.

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Veamos tal descrédito. El cardenal Rouco Varela publicó en la revista


Humanitas un artículo titulado «La belleza frente a la ideología laicista»
en el que dice: «La ideología laicista se presenta hoy —y lo es realmen-
te— como una doctrina, o mejor, como una teoría concebida y formulada
en orden a conseguir por la vía del poder una praxis social determinada y
con una finalidad histórica: la de conservarlo y perpetuarlo a ser posible.
Poder, en último término de naturaleza eminentemente política. “La ideolo-
gía laicista” implica, en primer lugar, “una teoría política que se caracteriza
por propiciar una forma de Estado, estrictamente sociológica, sin conexión
alguna con la fe y la experiencia religiosa, ni con una ética fundada en la
trascendencia…”» (26). Además de los mencionados, completa tal teoría
laicista, según Rouco, 1) la asunción de que la sociedad humana es supe-
rior a cualquier otra; 2) su capacidad para formular una teoría jurídica que
separe Iglesia y Estado, con lo que se restringe el ámbito de la libertad reli-
giosa —vulnerando así el derecho que confiere la misma— a la esfera de lo
privado; 3) el soporte de una filosofía del Estado y del derecho puramente
inmanente, en sus vertientes materialista o agnóstica. En su praxis la teoría
o ideología laicista implica 1) una cultura ambiental asfixiante, si no hostil
a las expresiones públicas realizadas bajo el signo de cualquier religión; y
2) unos precedentes históricos en los que se hacen explícitas todas las «co-
nexiones» que, a criterio de la jerarquía católica, lleva aparejado el laicismo
en tanto ideología.
Pero el laicismo de ninguna manera es una ideología al uso, como inten-
taré demostrar más adelante, porque no propone ningún sistema completo de
interpretar la realidad. No se puede decir del mismo modo de dos personas
que uno es liberal igual que otro es laicista. Confundirlos es alimentar una
confusión interesada.

3.  Laicismo-persecución religiosa

Una tercera relación o conexión a la que se ve abocado el laicismo es al


de la persecución religiosa, a su inquina por la religión. Estamos lejos del
tiempo en el que Agustín de Hipona escribía: «Hay una persecución injusta,
la que los impíos hacen a la Iglesia de Cristo; y hay una persecución justa, la
que la Iglesia de Cristo hace a los impíos,… La Iglesia persigue por amor y

 (26)  Rouco Varela, A. «La belleza frente a la ideología laicista». Revista Humánitas,
nº 44. Universidad de Santiago de Chile. 2006. Las cursivas están en el original.

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los impíos por crueldad» (27). Es como si para un sector eclesial el laicismo


fuera incompatible con las religiones o con los hechos religiosos. Pero siguen
vivos recuerdos de los tiempos de la República (1931-6). En el viaje aéreo
que trajo a Benedicto XVI a España (noviembre de 2010), éste respondió
así a un periodista que le interrogó por el avance del secularismo y la rápida
disminución de la práctica religiosa en España: «En España es donde se juega
la batalla decisiva entre fe y razón», relacionando a continuación el choque
entre la fe y el «laicismo agresivo» que se vivía en este país y que, al parecer
del papa, nos retrotraía a los tiempos de la Segunda República española (28).
¿Cuáles serían los «hechos» que avivan tal contienda dialéctica entre
laicismo «agresivo» y fe? Afortunadamente no estamos hablando, al menos
en la Unión Europea, de asesinatos de prelados ni de destrucción de templos.
Los asuntos abiertos conciernen a la legislación sobre el aborto, sobre el di-
vorcio, sobre la educación para la ciudadanía, sobre temas relacionados con
el modelo de la familia (matrimonios entre homosexuales), sobre el derecho
de los padres a la educación de sus hijos, sobre la enseñanza de la religión
como materia evaluable en la escuela, sobre la eutanasia, sobre la libertad de
conciencia, sobre ciertas investigaciones científicas, en suma: sobre todo tipo
de cuestiones morales que la Iglesia cree que son de su incumbencia (29). En
esos y otros temas, la oposición de la jerarquía eclesial a que sea el Estado
quien tenga la última palabra es motivo suficiente para justificar los califica-
tivos de «persecución» y de «batalla decisiva» entre los dos poderes.

4.  Laicismo-anticlericalismo

En otros tiempos nada lejanos laicismo y persecución religiosa marcha-


ban de la mano del anticlericalismo (30). Intentar convertirlos hoy en casi
sinónimos resulta insidioso, y los que persisten en no discernirlos hacen un

 (27)  Agustín De Hipona. Carta 185. Recogido en Tejedor De La Iglesia, C., y Pe-
ña-Ruiz, H. Antología laica. 66 textos comentados para comprender el laicismo. Ed. Univer-
sidad de Salamanca. Salamanca, 2009. Texto nº XII. P. 100.
 (28)  De la Cueva, J., y Montero, F. (Ed.) Laicismo y catolicismo. El conflicto-polí-
tico religioso en la Segunda República. Ed. Servicio de Publicaciones de la Universidad de
Alcalá de Henares. 2009.
 (29)  También en estos temas hay clérigos que piensan de otra manera y que se apartan
del ideario oficial. Cfr. Holloway, R. Una moral sin Dios. Ed. Alba. Barcelona, 2002.
 (30)  Cerezo Galán, P. «Religión y laicismo en la España contemporánea. Un análisis
ideológico», en Religión y sociedad en España (Siglos XIX y XX). Colección de la Casa de
Velázquez, nº 77. Actas reunidas por Paul Aubert. Madrid, 2002. Pp. 121-2.

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flaco favor a la convivencia cívica al minusvalorar el poder legítimo que


se fundamenta en la soberanía del pueblo. Porque, en última instancia, el
clericalismo es el intento de una minoría religiosa, aunque la religión que
profesa sea mayoritaria en un momento y en un lugar, por imponer a todos
su particular visión del mundo o una legislación bajo la tutela de la misma
con el argumento de que sólo ella es la verdadera. Por lo que el anticleri-
calismo podría definirse como «la oposición al intento de clérigos y laicos
católicos de controlar ideológicamente la sociedad desde una posición de
privilegio» (31). No cabe duda de que el concepto de «anticlericalismo» ha
variado a lo largo los años desde las más antiguas críticas y sátiras a la laxi-
tud de la moral de los clérigos hasta un planteamiento más ideológico en el
que designaría «un movimiento sustentador de una ideología positiva… a
favor del establecimiento de un modelo de secularidad (o “laicidad”) para el
Estado y la sociedad española» (32). El principio laicista posibilita la convi-
vencia porque permite a las personas con diversas creencias o no creencias
compartir un espacio en el que ninguna de éstas es reconocida por el poder
público más allá de lo que pueden serlo otras asociaciones. Por tanto el lai-
cismo no tiene ninguna aversión a los hechos religiosos, ni a las asociaciones
que los representa; no es enemigo de ninguna de ellas y las respeta salvo que
las religiones enseñen valores que resulten incompatibles con los protegidos
por la constitución; no persigue a quienes viven según sus principios y sus
rituales, aunque podría prohibir algunas de sus prácticas si fueran contrarias
a los derechos humanos; no es anticlerical, porque reconoce a las religiones
su derecho a establecer —sólo para sus seguidores— su credo y lo que según
cada una de ellas sea pecado, pero no a que, por su influencia social, el peca-
do se convierta para todos automáticamente en delito. Por todo ello podemos
encontrarnos con creyentes anticlericales y con religiosos laicistas sin que
tales combinaciones suenen a oximorones.
Claro que el laicismo puede devenir anticlerical —y así lo fue realmente
en algunos momentos en la historia (33)— en el imaginario de la jerarquía
clerical si, previamente, las leyes y costumbres de un Estado se regulan por
postulados religiosos, es decir, cuando el clericalismo impide una libertad

 (31)  De La Cueva, J. «El anticlericalismo en España», en Pellistrandi, B. (Ed.).


L’histoire religieuse en France et en Espagne. Collection de la Casa de Velázquez, nº 87.
Madrid, 2004. P. 354.
 (32)  Ibidem, pp. 354-5.
 (33)  Cfr. De La Cueva, J., y Montero, F. La secularización conflictiva. España
(1898-1931). Ed. Biblioteca Nueva. Madrid, 2007; y de los mismos autores, como editores,
Laicismo y catolicismo. El conflicto político-religioso en la Segunda República. Servicio de
publicaciones de la Universidad de Alcalá de Henares. 2009.

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de creencia y de prácticas. El anticlericalismo es siempre una reacción a un


abuso de poder clerical. Pero el laicismo no puede ser anticlerical porque es
un principio rector de la convivencia civil que hace inviable el clericalismo.

5.  Laicismo-ateísmo

Y quedaría para el final la última y una de las más queridas mixturas de


la tradición eclesial: laicismo es casi lo mismo que ateísmo. Y claro: si el
ateísmo es la negación de lo trascendente o sencillamente la vivencia huma-
na sin referencia a la misma, el laicismo estaría marcado como lo antirreli-
gioso por excelencia. Es posible que hoy asimilar ateísmo con laicismo sea
un lastre demasiado pesado incluso para los creyentes más recalcitrantes,
pero nos equivocaríamos de pleno al pensar así.
El laicismo —y más aún el denominado «laicismo radical»— se presen-
ta interesadamente con credenciales de arrasamiento de todo lo que suene
a religión o de represión de la misma. En el ateísmo confluirían, al parecer
de la clerecía, los cuatro males descritos anteriormente: relativismo, ideolo-
gía, persecución y anticlericalismo. El primero porque un ateo, al carecer de
moral, acepta cualquier planteamiento (nihilismo), dado que todo vale si no
hay trascendencia. La ideología porque el ateo es un creyente en que sólo
existe la materia y, por tanto, desarrolla su propia teoría holista al respecto.
La persecución porque se atreve a legislar sin tener en cuenta la recta razón
que se fundamenta en la verdad absoluta. Y el anticlericalismo porque por
definición los que no creen en Dios son enemigos de los creyentes. Que todo
esto no resista el menor análisis razonable no perturba a quienes piensan que
si Dios no existe, todo está permitido.
Pero el laicismo no tiene nada que ver con el ateísmo. O, mejor, sí: un
Estado que se declarara constitucionalmente ateo o que se empeñera en es-
tablecer una teoría filosófica como verdad fundamental (p. e. en su tiempo
el materialismo dialéctico) o, en suma, que impusiese un único ideal de lo
que es una vida buena, sería tan inaceptable para el laicismo como el que
profesase cualquier religión de manera oficial porque vulneraría el principio
individual de libertad de conciencia (34). El problema viene de muy lejos:
no se concibe una persona que no tenga creencias religiosas porque, se dice,
todos los pueblos y todas las culturas han tenido sus dioses. Luego, de en-
trada, el ateo es un excéntrico y un ser no completo al faltarle lo que todo el
mundo tiene: la creencia. Ni tan siquiera uno de los valedores de la tolerancia

 (34)  Maclure, J., y Taylor, Ch. Op. cit. P. 28.

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religiosa, Locke, la extendía a los ateos (35). Ha costado mucho lograr que la


persona atea sea reconocida como alguien que tiene un sentido ético y obra
según unas normas morales; que la vida del ateo es tan valiosa como la del
creyente; que los ateos no son seres depravados ni carecen de conciencia; en
suma, que merecen el mismo respeto que cualquier otro ser humano. Porque
la moral, como apunta el obispo Holloway «procura basarse en consecuen-
cias observadas, no en creencias, supersticiones o preferencias» (36), por lo
que vivir una vida buena consiste en ser conscientes, guiados por nuestra
razón, de las consecuencias que nuestras decisiones pueden tener tanto para
uno mismo como para los demás.
El laicismo no discrimina por ser ateo, agnóstico, musulmán o budista:
sencillamente posibilita la paz social al desactivar las luchas de poder que las
religiones acarrean a las sociedades.

III.  ¿Qué es el laicismo?

«El laicismo propugna la laicidad, o sea, la condición emancipada del


Estado, de las instituciones y servicios públicos y de los ciudadanos de toda
injerencia doctrinaria que les reste la universalidad necesaria en una demo-
cracia que se cuide de la igualdad y de la libertad» (37). Hay más consen-
so (38) en definir «laicidad» que en hacerlo con «laicismo», y hasta la je-
rarquía eclesial la admite no sin ponerle su calificativo: «laicidad sana» (o
«laicidad positiva»), lo que presupone que existe la forma insana de la misma
y que posiblemente sea «laicismo» (39).
Se entiende por «laicidad» el hecho político y jurídico de separación
de Estado e Iglesia, por lo que «la laicidad tiene que ver no con la religión
como tal, sino con su régimen de derecho en la esfera pública» (40). Es decir,
que el espacio público quede libre y en condiciones de igualdad para todos.
Aparentemente es «un principio claro e inequívoco que debe aplicarse en
todas partes por igual» (41) y bajo cuya luz deberían resolverse todos cuan-

 (35)  Locke, J. Carta sobre la tolerancia. Ed. Tecnos. Madrid, 1985. P. 57.
 (36)  Holloway, R. Op. cit. P. 30.
 (37)  Peña-Ruiz, H. La emancipación laica. Ed. Laberinto. Madrid, 2001. P. 38.
 (38)  Lo cual no quiere decir que exista unanimidad al definirla. Cfr. Habermas, J. Entre
naturalismo y religión. Ed. Paidós. Barcelona, 2006. P. 10.
 (39)  Puente-Ojea, G. La Cruz y la Corona. Ed. Txalaparta. Tafalla, 2011. P. 230.
 (40)  Peña-Ruiz, H. Op. cit., p. 28.
 (41)  Maclure, J., y Taylor, Ch. Laicidad y libertad de conciencia. Ed. Alianza. Ma-
drid, 2011. P. 15.

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tos problemas se presentaran en las sociedades plurales modernas. El caso


es que no es así: se debate sobre el régimen de comidas en los colegios en
función del respeto a las religiones profesadas por los estudiantes o por la
opción vegetariana de los mismos; se permite o prohíbe la utilización de
prendas de vestir por su significado simbólico; se plantean cuestiones delica-
das sobre eutanasia, aborto, sedaciones terminales, transfusiones de sangre
que siempre tienen que ver con la religión profesada. Por eso «el sentido y
las implicaciones de la laicidad son sólo simples en apariencia. Si bien estas
definiciones (de laicidad, como separación Iglesia Estado, neutralidad del
Estado o distinción entre esferas pública y privada) contienen elementos de
verdad, ninguna agota en sí misma el sentido de la laicidad. Todas conllevan
zonas grises y tensiones, incluso contradicciones que hay que aclarar para
poder determinar lo que significa la exigencia de laicidad del Estado» (42).
En el ensayo del que hemos tomado las dos citas anteriores y en el que
se realiza un riguroso ejercicio de precisión conceptual sobre los términos
vinculados al de «laicidad», Maclure y Taylor no se contentan con admitir
que la laicidad sea un hecho político sino que la entienden como principio,
lo cual aproxima en buena medida los conceptos «laicidad» y «laicismo» a
pesar de que estos dos autores no mencionan el último.
Laicismo —objeto de las disputas— sería, según Peña-Ruiz, el mo-
vimiento militante para llegar a la conquista de la emancipación laica
(laicidad) (43). Pero, según él, necesita una explicación que comienza en el
contenido semántico del concepto en la Grecia clásica.
El laos, el pueblo sin distinción de ninguna clase, «multitud indiferen-
ciada en Homero» (44), es el principio, es decir, el conjunto de personas que
son capaces de darse unas reglas de convivencia que comportan una moral
que «une sin coaccionar» (45). En el camino de búsqueda del laicismo como
principio tenemos otro concepto griego, demos, que presenta matices dife-
rentes. Se vincula más a territorialidad, a nacimiento y antepasados, a dere-
chos políticos (de los ciudadanos de la polis) de unos pocos. Es necesario
marcar la diferencia entre ambas porque en el laos no existen reglas de exclu-
sión en el espacio público como se tenían de hecho en las poleis griegas. El
demos, como explica Peña-Ruiz, en tanto comunidad política, tiene su origen

 (42)  Ibidem. El paréntesis aclaratorio es mío.


 (43)  Peña-Ruiz, H. Op. cit., p. 36.
 (44)  Cifuentes, L. M. ¿Qué es el laicismo? Ed. Laberinto. Madrid, 2005. P. 24.
 (45)  Peña-Ruiz, H. Op. cit. P. 164. Algo parecido viene a decir Rawls, J., en Teoría
de la justicia. Ed. F. C. E. México, 1985. P. 28. Es lo que este autor llama «justicia como
imparcialidad».

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en el laos, en tanto comunidad humana (46). Luego no debe recurrirse a una


forma de gobierno, la democracia, para buscar el fundamento del laicismo,
sino al tipo de constitución que la sustenta: «Por constitución entenderemos
aquí, simplemente, el conjunto de los principios fundamentales de que se
dota un país para regular la variación virtual de los gobiernos sucesivos, in-
sertándola en un marco del que no se pueda eximir» (47). Luego el laicismo
se vincularía a los principios constitucionales, no a la forma de gobierno en
primera instancia.
Puente Ojea, apoyándose en los escritos de Alexandre Vinet (1797-1847),
propone como idea básica que «la sociedad como tal no puede tener
religión» (48). Se camina de la teoría a la práctica de la siguiente manera:
sólo porque existe un proyecto puede procederse a su realización o sea, es
imprescindible la dimensión teórica como fundamento de la función a lle-
var a cabo: «Esa dimensión teórica definitoria es la esencia del laicismo en
cuanto que éste último incluye una ontología social, una antropología y una
ética. Sin su dimensión teórica fuerte, la práctica del laicismo sería ciega,
y el laicismo, sin una práctica fuerte y estricta, sería paralítico» (49). Y el
argumento es: una de las grandes habilidades de la Iglesia ha consistido en
crear para el consumo de sus fieles la idea de que a la comunidad de cre-
yentes, amparados bajo una verdad absoluta por divina, le corresponde una
consciencia colectiva. Es decir, la comunidad imaginada suplanta totalmente
la consciencia de cada individuo que la compone en aras de una teleología
trascendente que, por serlo, se impone sin remisión (50).
El problema es que la filosofía del laicismo, en los términos de Vinet (y
que Puente Ojea hace suyos) parte de la premisa de que la religiosidad es un
atributo individual, no comunitario, lo cual, operando en el ámbito de lo po-
lítico, nos aproxima al fondo del laos. Sólo los individuos pueden creer o no
hacerlo: esa es su opción y su libertad; ninguna institución tiene semejante
posibilidad, luego la pretensión eclesial de atribuirse una única conciencia
colectiva carece de legitimidad o, mejor aún, deviene en usurpación respecto
de cada uno de sus miembros. Y mucho menos cabe admitir que el Estado
pueda «… ser requerido por ninguna asociación o institución para que asu-

 (46)  Ibidem, p. 166. Distinción importante porque su olvido lleva a que «el principio de
laicidad no es ya simple sinónimo de democracia, pues bajo este último término el poder del
pueblo puede confundirse con su facultad de erigir en referencia común obligada la expresión
de una convención particular, desde el momento en que una mayoría lo decide». Ibidem.
 (47)  Ibidem, p. 167.
 (48)  Puente Ojea, G. La Cruz y la Corona. Op. cit. P. 235.
 (49)  Ibidem, 234. (Las cursivas están en el original.)
 (50)  Ibidem, p. 236. Las derivaciones comunitaristas, románticas y nacionalistas son
evidentes.

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ma los sentimientos religiosos, o las creencias religiosas, de los socios o


miembros como si fuesen sentimientos o creencias de los entes asociativos
o institucionales… (si lo hiciera) destruiría los fundamentos jurídico-políti-
cos de la igualdad de los ciudadanos» (51). Todo lo cual nos aproxima a un
modelo político republicano, más semejante al defendido por Peña Ruiz y
Kintzler que al de Maclure y Taylor.
Éstos últimos parten de que las dificultades convivenciales derivadas de
las diversas perspectivas que se adoptan sobre los casos reales que se pre-
sentan en la praxis diaria, y que afectan a la vida de las personas y al fun-
cionamiento de las instituciones, no son tan sencillas de solucionar: el paso
del principio regulador a la casuística concreta no está exenta de conflictos
relativos a otros principios fundamentales. Y es necesario solucionarlos para
conseguir un estado social en el que la igualdad de trato y la libertad de con-
ciencia queden permanentemente salvaguardadas. Y para ello se amparan en
el «modelo liberal-pluralista» (52) bajo cuyo paraguas afirman alcanzar un
mejor equilibrio o «acomodamiento razonable» (53) entre los mencionados
principios o valores fundantes que los que puede proporcionar el «modelo
republicano».
¿En qué consiste la propuesta liberal-pluralista? A diferencia del modelo
republicano, que parte de un análisis histórico-semántico del concepto de
laos, constatan un hecho del mundo actual (al menos en las sociedades oc-
cidentales): «La adecuación de la diversidad moral y religiosa es uno de los
mayores retos a los que se enfrentan las sociedades contemporáneas» (54).
Opinan los autores que las sociedades liberal democráticas están resolviendo
aceptablemente bien los problemas mediante la laicidad que, siendo un ré-
gimen jurídico y político imprescindible —como defienden los republicanos
franceses— puede verse desbordado ante los fenómenos de integración de
olas de inmigración cuyos individuos llevan consigo, con exigencias de res-
peto, sus culturas, religiones y formas de entender y dar sentido a sus vidas.
Y si creen que están teniendo éxito —al menos más que los republicanos en
ámbitos tan importantes como la escuela— es porque han comprendido que
«la laicidad es compleja… (y) queda por hacer un análisis conceptual ade-
cuado a los principios constituyentes de la laicidad» (55). Y este examen pasa
por no confundir ámbitos a los que puede aplicarse el concepto.

 (51)  Ibidem, p. 238. (Las cursivas están en el original.)


 (52)  Maclure, J., y Taylor, Ch. Op. cit., p. 50.
 (53)  Ibidem, p. 13
 (54)  Ibidem, p. 13. Cfr. Rawls, J. El liberalismo político. Ed. Crítica. Barcelona, 1996. P. 12.
 (55)  Ibidem, p. 15. El paréntesis es mío.

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Porque, defienden, una cosa son los fines y otra los medios. Los medios
para conseguir un funcionamiento lo más correcto posible de las institucio-
nes liberal democráticas en lo tocante a las religiones [(porque en el fondo se
trata de eso, de «la cuestión del lugar de la religión en la esfera pública» (56)]
son dos: por un lado la separación de la Iglesia y el Estado; por otro la neu-
tralidad estatal del Estado respecto a las religiones (57). Son principios in-
dispensables: es la laicidad entendida como un medio facilitador de la con-
vivencia, de los acomodamientos razonables que las sociedades deben hacer
cuando sus circunstancias cambian en profundidad.
Los principios fundamentales bajo los que opera la laicidad son también
dos: el respeto a la igualdad moral de trato a los individuos y la protección
de la libertad de conciencia y de culto (58). Pero entre fines y medios hay
matices diferenciadores que, si no se tienen en cuenta, llevan no sólo a confu-
siones, sino a dificultades en la resolución de conflictos por la sencilla razón
de que, a veces, su compatibilidad o armonización es muy complicada (59).
La separación entre Iglesia y Estado y la neutralidad de éste respecto a las
religiones son principios institucionales «derivados» de los principios mora-
les: igualdad moral de trato y libertad de conciencia (60). Sin aquéllos, éstos
no resultan alcanzables.
Podríamos decir que en el modelo republicano no habría dificultades
para admitir que los principios de igualdad de trato y libertad de conciencia
son fundantes de la laicidad. Pero los defensores del modelo republicano
agregan al menos dos más que a los liberal-pluralistas les resulta muy difícil
de sostener en las sociedades actuales. El primero es la autonomía de la ra-
zón y su función emancipadora. Apoyándose en un texto de Peña-Ruiz (61),
uno de los defensores del modelo republicano, los liberales cuestionan que
tal función pueda llevarse a cabo con garantías sin que se imponga algo a
cambio. Dudan de que la razón pueda cumplir con esa misión emancipadora
y, más aún, de que lo haga bajo la tutela de un Estado laico. Su tesis es: en
los Estados actuales la diversidad de opciones religiosas y no religiosas es
tal que puede hacerse compatible la laicidad con el escrupuloso respeto a
las elecciones individuales de cada persona. Lo cual les lleva a defender que
«… la idea subyacente según la cual la razón puede llevar a cabo su función
emancipadora solamente si se separa de cualquier fe religiosa es muy discu-

 (56)  Ibidem, p. 9.
 (57)  Ibidem, p. 21 y passim.
 (58)  Ibidem, pp. 34 y 37.
 (59)  Ibidem, p. 39.
 (60)  Ibidem, p. 38.
 (61)  Ibidem, p. 46.

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tible. Hay sobradas razones para pensar que una persona puede hacer uso de
la razón en su forma de vida y seguir al mismo tiempo unas creencias religio-
sas o espirituales» (62). En segundo lugar piensan que esa laicidad emanci-
pada de la religión cae en otro tipo de alienación: adoptaría «el concepto del
mundo y del bien de los ateos y de los agnósticos y, en consecuencia, no trata
con la misma consideración a los ciudadanos que conceden un lugar para la
religión en su sistema de creencias y valores» (63). Y, por último, como bue-
nos liberales no confían demasiado en el Estado: «El verdadero compromiso
del Estado a favor de la autonomía moral de los individuos conlleva el reco-
nocimiento de la soberanía de los individuos respecto de sus elecciones en
conciencia y que tengan los medios para elegir sus propias opciones existen-
ciales, ya sean seculares, religiosas o espirituales» (64). Por lo que el Estado
no puede mantenerse neutral de manera absoluta (65).
En segundo lugar Maclure y Taylor critican la función social integrado-
ra, civismo compartido, del modelo republicano, valor que varios sucesos
violentos en Francia ha puesto en entredicho. Apuntan: «La integración se
entiende aquí en el sentido de fidelidad a una identidad cívica compartida y
búsqueda colectiva del bien común» (66). Pero existe una marcada diferencia
a la hora de abordar el valor de la integración como fundamento de la lai-
cidad: mientras que para los republicanos el logro de una conciencia cívica
integrada constituye una prioridad sobre cualquier otro tipo de identidad,
para los liberales-pluralistas no se requiere tal jerarquía: «La premisa de este
concepto republicano de integración es que la eliminación de la diferencia es
una condición previa necesaria para la integración y la cohesión social… El
desarrollo de un sentimiento de pertenencia y de identificación en las socie-
dades diversificadas pasa por un “reconocimiento razonable” de las diferen-
cias más que por su estricta relegación al ámbito privado» (67).
La particularidad del modelo republicano es que utiliza dos conceptos
para lo que los liberales usan sólo uno: laicidad y laicismo. Es posible que
laicidad pueda identificarse con lo que éstos últimos llaman «medios» (sepa-
ración Iglesia-Estado y neutralidad estatal) y que, en cuanto tales, no deben
ser consagrados constitucionalmente como si constituyesen, por ejemplo, la
«esencia del ser francés». Pero su defensa es asimismo pertinente.

 (62)  Ibidem, p. 47.


 (63)  Ibidem.
 (64)  Ibidem.
 (65)  Ibidem, pp. 29 y 44.
 (66)  Ibidem, pp. 47-8.
 (67)  Ibidem, p. 48.

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Para el republicanismo el laicismo es un concepto político, o mejor, un


principio trascendental que posibilita la existencia de lo político en cuanto
laos. Como apunta Kintzler «… el concepto de laicismo es una manera ori-
ginal de pensar la reunión política… El laicismo no es una corriente de pen-
samiento entre otras… sino que tiene un estatuto constitutivo de la reunión o
agrupamiento político» (68). Comparando los conceptos «tolerancia» y «lai-
cismo», Kintzler enuncia los tres supuestos de lo que podríamos denominar
«el ideal del funcionamiento de una polís tolerante»: 1) de nadie se espera
que tenga una religión más bien que otra (es decir, tolerancia religiosa que,
excluyendo la obligación de adoptar una religión de Estado, permite de facto
que ésta exista siempre que se respete la práctica de cualquier otra religión);
2) de nadie se espera que tenga una religión más bien que ninguna, 3) de
nadie se espera que no tenga una religión (69) (que nos recuerda el ateísmo
oficial de algunos países). El problema es que un país tolerante según los
supuestos mencionados no sería totalmente operativo porque se queda en un
nivel descriptivo, no fundante, dado que el supuesto 2) plantea el problema
de la exclusión de los no creyentes, como si su existencia fuese un disolven-
te radical para la comunidad. En el fondo lo que Kintzler apunta es a que
la tolerancia es capaz de convivir, desde una perspectiva acomodaticia, con
todas las manifestaciones públicas de las religiones, pero que tiene un límite,
si no al nivel práctico, sí en el teórico porque transforma la libertad: de ser
principio, a mero resultado (70).
Y la libertad es principio fundante del laos. Si el laicismo une sin coac-
cionar es porque libera a los individuos de todo tipo de referencias, perte-
nencias u otras categorías distintivas que pueden plantear problemas. Y lo
hace «… creando un espacio a priori que se presenta como condición de
posibilidad de la garantía del funcionamiento de los tres supuestos» (71). Es
decir, se trata de dar con un principio lo suficientemente intersubjetivo que
permita desde un inicio la sustentación de las condiciones formales de toda
posibilidad que pudiera presentarse en la realidad. No hace falta decir que
esto es una ficción, como lo es toda política, pero el problema se sitúa en
otro terreno que en el de la simple convivencia diaria del ciudadano: «Esto

 (68)  Kintzler, C. Tolerancia y laicismo. Ediciones del Signo. Buenos Aires, 2005.
Pp. 16-17.
 (69)  Ibidem, p. 18.
 (70)  Es decir: la libertad es el resultado final de la observancia de que, en la práctica,
el conjunto re religiones que conviven no alteran el entramado social y coexisten admitiendo,
más pasiva que activamente, a los ateos. Ibidem, pp. 24-5.
 (71)  Ibidem, p. 26. Está bastante claro que el sustrato de tal propuesta es kantiano. Toma
prestado el concepto de «trascendental» —condición subjetiva de conocimiento, universal-
mente compartida— para fundamentar el espacio de la convivencia política libre e igualitaria.

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quiere decir que no se piensa realmente lo político sino por la operación de


ficción. El concepto de laicismo va a funcionar de manera análoga, es decir,
que el problema no es hacer existir a las personas tal como son sino de hacer
coexistir todas las libertades posibles» (72).
Por tanto, el principio del laicismo soluciona, según Kintzler, la fun-
damentación de la convivencia social real e, incluso, posible, y, por ello,
se desmarca del principio de tolerancia que era el precipitado final de una
experiencia de convivencia interreligiosa: «(y) lo hace creando un espacio
a priori que se presenta como condición de posibilidad de la garantía del
funcionamiento de las tres proposiciones» (73). Cual principio trascendental
no basa su fundamento en ningún hecho social concreto, sino que posibilita
que todos ellos puedan darse en la realidad: «Se trata de producir un espacio
que haga posible a priori la libertad de opiniones no solamente reales sino
también posibles… Y aquí reencontramos al no creyente: es interesante no
porque (éste) piense tal cosa o tal otra —puesto que puede estar tan embrute-
cido como cualquier otro— sino como figura mínima de esa ficción política,
de esa ficción que forma asociación política… Y si él (no creyente) puede
formar asociación política, entonces todo el mundo puede hacerlo» (74).
Con todo Kintzler se da cuenta de la debilidad que, para algunos, puede
ofrecer un concepto trascendental para la fundamentación del laicismo y ma-
tiza oportunamente: «… el concepto de laicismo no es empírico (no deriva,
como el concepto de tolerancia, de la observación y de tomar en cuenta las
comunidades existentes) y tampoco es trascendente (no supone ninguna re-
ferencia fuera del mundo de la experiencia natural y que supere las fuerzas
humanas): es un concepto crítico, fundador y formador de la experiencia
política» (75).
¿Cuáles serían los valores que acompañan al principio trascendental de
laicismo? El de universalidad o inclusión: nadie se queda fuera del laos,
nadie puede quedarse fuera del laos salvo si uno mismo lo decide: éste los
incluye a todos por definición al margen de las diferencias que entre sus inte-
grantes puedan darse y sin que su inclusión implique marca identitaria algu-
na. No hay república identitaria, sino que todos forman parte del espacio pú-
blico generado: «En una república moderna, un ciudadano puede reivindicar
no ser nada más que ciudadano; no está obligado a ser antes y previamente
un católico, un musulmán, etc. No podría tener una obligación por pertenen-
cia. El principio de disolución del lazo social, del desligamiento, aparece

 (72)  Ibidem, p. 27.


 (73)  Ibidem, p. 26. El paréntesis es mío.
 (74)  Ibidem, pp. 26 y 28. Los paréntesis son míos.
 (75)  Ibidem, p. 28, nota 26.

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como constitutivo del lazo político, y todo otro lazo es sobreabundante y


superfluo desde el punto de vista de la ciudad. La paradoja del ciudadano es
que debe primero retirarse de toda pertenencia para poder formar asociación
política» (76).
El principio de igualdad: el origen y fundamento de todos los derechos
es el laos. Éste no los recibe de nadie sino que libremente los establece por-
que parte de una igualdad originaria autofundante. Todas las personas del
laos tienen igual valía. Las diferencias entre ellas —sean de la naturaleza que
sean: no elegidas o elegidas— no afectan para nada a tal principio porque no
generan ningún tipo de desigualdad originaria por lo que la ley es la misma
para todos: la política no debe romper este principio en su trato con los ciu-
dadanos, no debe hacer que la ciudadanía sea jerárquica. Posiblemente sea
el valor radical del laicismo, y es radical porque no puede no serlo en la con-
cepción-ficción política de la que tratamos: si no lo fuera se autodestruiría
en una pura contradicción. Por eso carece de rigor el intento de descalificar
el laicismo como «laicismo radical»: la raíz del laicismo en cuanto principio
trascendente de la convivencia pública es la igualdad. Sin ese supuesto apa-
rece la desigualdad que es el origen de la jerarquía.
Es interesante resaltar la implicación que conlleva: en ese espacio públi-
co hay personas creyentes, otras que no lo son y las demás indiferentes. Estos
hechos son «conocidos» en el laos, pero no «reconocidos» por la ley del
mismo (77). Luego la separación de la esfera religiosa respecto del ámbito
común es otro supuesto básico del laicismo: no sólo no existe religión oficial,
sino que no puede existir ni tan siquiera religión civil alguna (78). A este
resultado es al que muchos llaman «laicidad». Por eso la laicidad afectaría
a las instituciones estatales y no tanto a los ciudadanos. Estos son radical-
mente laicos por el simple hecho (ficticio-político) de formar parte del laos.
De ahí que, como señalé al principio, serían los creyentes quienes deberían
ser los más ardientes defensores del laicismo como principio trascendental.
Y, por supuesto, quienes se declaren agnósticos o ateos. Sólo así se acaba-
ría con todo integrismo y fundamentalismo religiosos (79). Porque, apunta

 (76)  Ibidem, p. 29. Principio que podría aplicarse a todos los nacionalismos.
 (77)  Instalados en la constitución que fundamenta a los estados democráticos, Bau-
bérot también acepta este supuesto con claridad. Cfr. Baubérot, J. La laïcité expliquée…
Op. cit. P. 210.
 (78)  Kintzler, C. Tolerancia y laicismo. Op. cit., pp. 29 y 30.
 (79)  A Kintzler no se escapa la crítica al «integrismo laico» que «erige el laicismo
en discurso de doctrina comparable a un discurso religioso. Esta expresión no quiere decir
estrictamente nada: es como si dijera que una piedra tiene alas. El “integrismo laico” es una
contradicción en los términos pues la integralidad de la tesis laica articula necesariamente la
tolerancia civil al laicismo político, articula un silencio necesario a un discurso minimalista

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certeramente Kintzler: «no son las religiones fervientes las que amenazan el
laicismo, son las religiones que no han renunciado todavía a su pretensión de
hacer la ley, es decir, a reglamentar las costumbres, a reglamentar la sociedad
civil. Lo que el laicismo reclama no son religiones moderadas, sino religio-
nes amputadas de sus pretensiones jurídicas» (80).
El tercer principio es el de la libertad de conciencia. No puede enten-
derse el laicismo como condición de posibilidad de la convivencia política
sin la protección jurídica del derecho de cada miembro del laos a tener un
conjunto de creencias o ideas que le constituyen como persona. La concien-
cia es el último reducto de cada individuo, cuya integridad debe protegerse
de cualquier ataque exterior. Es «un poder general de elegir, la capacidad de
guiar nuestras vidas. Es la fuente de nuestra identidad práctica: es el hombre
efectivo. Como para los estoicos, esta facultad es una fuente de igualdad
universal entre los seres humanos» (81). Podríamos decir que es el ámbito
privado por excelencia, instancia inviolable de todo ser humano que frecuen-
temente —por no decir siempre— busca el sentido de la vida. Ese sentido
no tiene que ser dado de antemano por nadie, sino que queda al albur de la
decisión humana (82).
Como dice Nussbaum: «La conciencia es valiosa, merecedora de res-
peto, pero también es vulnerable, susceptible de ser herida y encarcelada…
por ello necesita un espacio protegido a su alrededor… El Estado debe ga-
rantizar ese espacio protegido» (83). Pero todo lo contrario es lo que han
hecho con demasiada frecuencia las religiones de libro: vulnerarla, herirla y
encarcelarla. Recordemos la Encíclica «Mirari vos» del papa Gregorio XVI
(15-8-1832): «Aquel delirio de que la libertad de conciencia ha de ser afir-
mada y reivindicada para cada uno… A este pestilentísimo error le prepara
el camino aquella plena e ilimitada libertad de opinión…» (84). Y cuando
mejor se violenta una conciencia es en la infancia, con el adoctrinamiento y
los cultos y rituales propios de las religiones: «Resulta notable lo efectivos
que son los rituales en la edad temprana para asentar los vínculos religiosos»,
dice Walzer (85), algo que de sobra saben los jerarcas religiosos.

en materia de fundación política. Consiste justamente en decir: no decimos nada en materia


de creencia». Ibidem, p. 32.
 (80)  Ibidem, p. 33.
 (81)  Nussbaum, M. C. La libertad de conciencia. Op. cit. P. 62.
 (82)  Flores D’Arcais, P., en Vattimo, G., Onfray, M., y Flores D’Arcais, P. ¿Ateos
o creyentes? Op. cit. Pp. 70.
 (83)  Nussbaum, M. C. La libertad de conciencia. Op. cit. P. 31.
 (84)  Denzinger, H., y Húnermann, P. El magisterio de la Iglesia. Ed. Herder. Barce-
lona, 2000. P. 716. También la p. 819.
 (85)  Walzer, M. Razón, política y pasión. Ed. La Balsa de la medusa. Madrid, 2004. P. 19.

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A solventar este problema contribuye el principio trascendental del lai-


cismo: el Estado no entra en materia religiosa, no porque no sepa que es
importante para cada ciudadano, sino porque lo sabe con total claridad. Cual-
quier intervención en este ámbito podría interpretarse como sesgada o parcial
hacia alguna opción, lo que acarrearía la violación del propio principio. El
Estado y las instituciones que conforman la esfera de lo público manifiestan
así un respeto escrupuloso hacia las personas, sean cuales sean las conviccio-
nes religiosas que tengan. Es una aceptación expresa del pluralismo de ideas
y creencias que se manifiesta, en libertad, en la sociedad. Laicismo, enton-
ces, es sinónimo de respeto a cada uno, a cada conciencia. Y el respeto puede
ser el inicio de la paz social porque la imposición de una creencia religiosa
violaría la mencionada pluralidad y produciría, como muestra nuestra histo-
ria, una cadena de muerte, persecución y, como diría Hobbes, usurpación.

IV.  Final: una discusión abierta

El modelo republicano pretende cerrar con una potente teoría la diver-


sidad de situaciones que se originan a partir de cambios profundos en la
composición de nuestras sociedades. Sería una especie de «teoría deductiva»
de arriba abajo.
El modelo liberal-pluralista opta por los consensos entrecruzados (con-
cepto que toman de Ralws) para solucionar los mismos problemas. Nos pre-
senta una forma de operar más horizontal, más tendente a formarse de abajo
a arriba.
Los puntos más delicados de la divergencia podrían resumirse así:
1.  Hoy necesitamos una mayor finura de análisis para responder a las
novedades que los retos sociales nos plantean. Por eso deben ser repensados
y redefinidos los conceptos y las teorías con los que pretendemos abordarlos.
Entre ellos está el concepto de laicidad. Los republicanos sugieren, no sin
reservas, utilizar dos conceptos: laicidad y laicismo. Aquél más estático (he-
cho) que éste (movimiento o principio trascendental). Los liberal-pluralistas
sólo utilizan un concepto: laicidad.
2.  Los liberales-pluralistas distinguen en la laicidad los principios de
los procedimientos, los fines de los medios. Aquéllos son realmente los fines
morales sin los que la laicidad se derrumba; éstos, los procedimientos, son
los medios institucionales, bien que imprescindibles, sin los que los fines no
pueden lograrse. También los denominan «principios» de rango distinto.
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3.  Existe una cierta coincidencia entre los defensores de ambos mode-
los en que los valores fundantes de la laicidad son dos: la libertad de concien-
cia y la igualdad de todas las personas.
4.  Difieren principalmente en que los liberales-pluralistas acusan a los
republicanos de confundir fines-medios sin apreciar que los medios son los
que permiten solventar, no sin dificultades, la difícil compatibilidad entre los
fines morales, como ya nos había enseñado Berlín.
5.  Además, la ausencia de tal distinción tiene el peligro de crear un
fetiche esencialista (como si el francés fuera laico constitucionalmente) que
impide mirar la realidad cambiante en su enorme complejidad. Los repu-
blicanos más críticos rechazan de plano esa sustancialización de lo laico y
apelan a una laicidad abierta al futuro y en movimiento (86).
6.  También confunden los republicanos, al parecer de sus oponentes,
los ámbitos de lo «público» y de lo «privado» con las consiguientes deri-
vaciones sospechosas que ello conlleva de querer sustituir una religión por
una concepción filosófica cualquiera o por un ateísmo oficial más o menos
enmascarado.
7.  Mientras que los republicanos optan por la disolución de cualquier
lazo identitario como condición previa (trascendental) para la integración
en el laos, los liberal-pluralistas aceptan una realidad diversificada de iden-
tidades que cohabitan o conviven en un espacio concreto. Y defienden su
reconocimiento y un trato justo en el sentido de no discriminación respecto
a las demás identidades por parte del Estado y, en todo caso, discriminación
positiva siempre que su disfrute no perjudique los derechos de ningún otro
ciudadano. Luego tales identidades, como la religiosa, no deben replegarse al
ámbito de la privacidad. Pienso que el término «privado» en el sentido que le
otorga el republicano Bauberot (elección exclusiva y en conciencia de cada
individuo) es más acorde para la convivencia social.

Tomemos como ejemplo práctico el uso del niqab o del burka en las
instituciones públicas.
Para el modelo republicano —no sin críticas y con abundantes puntos
de vista diferentes internos— la solución al problema es la prohibición de
cualquier símbolo religioso en un espacio público entendido como espacio
institucional del interés o bien generales, por considerarlo incompatible con

 (86)  «La moral laica pública, los valores, los principios compartidos no pueden impli-
car un sistema moral que resulte completo… Esto sólo lo hacen las sociedades totalitarias…
La moral laica es una moral abierta». Baubérot, J. La laïcité expliquée… Op. cit. Pp. 83-4-5.

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la necesaria neutralidad de la institución (87). El uso de símbolos religiosos


en ese espacio rompería la igualdad de trato de los ciudadanos, aunque tal
decisión conlleve una cierta merma de la libertad religiosa de los mismos e
implique tener un concepto negativo de la religión de la que hay que emanci-
parse. A los republicanos se les presenta la paradoja de que un individuo no
tendría libertad completa para elegir en conciencia al verse sometida ésta a
restricción por el valor de la igualdad de trato.
Para el modelo liberal pluralista la solución pasaría por una discrimina-
ción positiva que intentara hacer compatibles la igualdad moral y la libertad
de conciencia de los ciudadanos. Por tanto aceptaría el uso de las prendas
mencionadas en el espacio público con el fin de buscar acomodamientos de
las realidades individuales que implican conflictos de valores fundamentales.
Sin precisar cómo se logra tal objetivo apuntan: «Lo fundamental, si quere-
mos otorgar a los alumnos el mismo trato y proteger su libertad de concien-
cia, no es evacuar por completo la religión de la escuela, sino vigilar para que
la escuela no abrace ni favorezca ninguna religión» (88).
Si no se confunden fines y medios, piensan los liberales-pluralistas, se
entiende que la exigencia de neutralidad del Estado se refiere a las institu-
ciones, no a los ciudadanos. Por el contrario algunos republicanos exigen
que los individuos sean también laicos y no manifiesten sus creencias reli-
giosas en las instituciones públicas, lo que les parece una extralimitación a
los liberales-pluralistas a favor de uno de los dos valores en cuestión: y esto
es «sospechoso» (89). Por eso estos pensadores procuran afinar en la solu-
ción de los casos concretos: un profesor debe ser imparcial en el ejercicio
de sus funciones, en sus actos, en evitar el proselitismo en su actividad de
enseñante, más que preocuparse por lucir un símbolo religioso. Para, a con-
tinuación, limitar lo dicho: «Sin embargo, con nuestra postura no queremos
decir que haya que aceptar que los funcionarios del Estado lleven cualquier
símbolo religioso. Implica más bien que no debería prohibirse su uso sólo
porque sea religioso (90). Y aquí se plantea la pregunta sin respuesta: ¿quién
decide en esas circunstancias? Porque lo más sorprendente viene a continua-
ción. Retomando el asunto de la aprobación o prohibición de ciertas prendas

 (87)  Puede consultarse el Informe Stasi (en Lasagabaster, I. Multiculturalidad y lai-


cidad. Ed. Lete. Pamplona, 2044. Pp. 311-370. También Laïcité: Le Débat à l´Assemblée
nationale. Séances publiques du 3 au 10 février 2004. www.assemblee-nationale.fr
 (88)  Maclure, J., y Taylor, C. Op. cit. P. 56.
 (89)  «La idea de que se pueda «desterrar la religión» de esos espacios es moralmente
sospechosa. Los desafíos que plantea este entrecruzamiento de lo privado y de lo público exi-
gen soluciones sensatas, fruto del diálogo entre las partes afectadas». Ibidem, p. 57.
 (90)  Ibidem, p. 64.

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en los espacios públicos dicen Maclure y Taylor: «Una profesora no podría


vestirse con burka o niqab en clase y desempeñar adecuadamente su labor
de enseñante.» (91). ¿No implica tal prohibición una merma de su libertad
de conciencia si la profesora cree que llevarlo es su deber y además lo hace
sin la menor coacción? Las razones esgrimidas para justificar la prohibición
son, al menos, dos. Una de orden gestual o comunicativo: la comunicación
no verbal queda disminuida, cuando no desaparece, con cualquiera de las dos
prendas mencionadas. La otra se inscribe en el proceso de socialización del
estudiante: marca una excesiva distancia entre profesor y alumno. Desde mi
punto de vista, ninguna de las dos razones [de orden pedagógico (92)] parece
de suficiente peso frente al perjuicio causado en la libertad del profesor. Sin
embargo, siguen diciendo, tal situación no se da con el velo, luego éste puede
ser llevado durante el ejercicio de la función profesoral, a pesar de ciertas
objeciones «serias» (93).
Pero lo que más parece cuestionar la coherencia del planteamiento libe-
ral-pluralista es que ni tan siquiera entre sus defensores se ponen de acuerdo
sobre el acomodamiento (o no) entre los principios y los casos. Seguimos
con el ejemplo del burka. Timothy Garton Ash, sedicente liberal, escribía
(12-04-2011) que el modelo francés no sirve porque no garantiza suficien-
temente la libertad personal, valor por excelencia: «Creo que la gente debe
tener libertad para publicar caricaturas de Mahoma. Creo que la gente debe
tener libertad para llevar el burka. En una sociedad libre, los hombres y muje-
res deben poder hacer, decir, escribir, dibujar y vestir lo que quieran, siempre
que eso no haga grave daño a los demás» (94). Critica la entrada en vigor de
la ley francesa que prohíbe su uso (11 de abril de 2011) por no estar de acuer-
do con los argumentos que la justifican (95). Y sentencia: cuando las mujeres
deciden por sí mismas llevar esa prenda de vestir y no por coacción de nadie
«… quizá no nos guste su decisión. Tal vez nos resulte inquietante y ofensi-
va. Pero es, a su manera, un ejercicio de libertad de expresión tan respetable
como las caricaturas de Mahoma, que estas mujeres, a su vez, considerarán

 (91)  Ibidem, p. 64.


 (92)  Ibidem, pp. 64-5.
 (93)  Ibidem, p. 65.
 (94)  Garton Ash, T. «El modelo francés no sirve», en El País, 12 de abril de 2011. Y
corrobora su tesis en otro artículo posterior: «Necesitamos más libertad de expresión», en El
País, 16 de mayo de 2011.
 (95)  Según Garton Ash tales argumentos A) ni proporcionan seguridad a la ciudadanía,
B) ni la sociedad abierta requiere como condición imprescindible llevar la cara al descubierto
(aunque él simpatice con esa norma social), y C) ni las mujeres que lo llevan voluntariamente
sufren por ello (¿les hemos preguntado por qué lo llevan? ¿no saben lo que les conviene?).
Ibidem.

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inquietantes y ofensivas. Y en eso consiste una sociedad libre: la que lleva


el burka tiene que tragarse las caricaturas; el caricaturista tiene que tragarse
el burka… La prohibición del burka es antidemocrática e innecesaria, y lo
más probable es que sea contraproducente» (96). Es decir el valor fundan-
te de la libertad de expresión, en este caso, no admite acomodamientos de
ningún tipo con las diferencias o diversidades reales. El principio se impone
claramente sobre los hechos sin posibles recortes. Garton Ash, aunque se
sienta próximo a los argumentos a favor de la prohibición, hace prevalecer
un principio (trascendental) por pura coherencia, con lo que se distancia de
otros liberales como Maclure y Taylor. Eso le acercaría al republicanismo
pero sólo en apariencia porque su artículo acaba así: «Nadie debe seguir el
ejemplo francés, y la propia Francia debería dar marcha atrás».
En un punto nuclear estaría de acuerdo con los autores liberales citados:
en que no existe un modelo puro de laicidad sino que las soluciones que hasta
ahora han creado los políticos y juristas tienen mucho que ver con la trayec-
toria histórica de cada país así como con el contexto social que cada uno de
ellos tiene en la actualidad (97). Y en otro estaría en un franco desacuerdo
con ellos: identifican su modelo como de «laicidad abierta» (98), entendien-
do por ello el reconocimiento «… que tiene para muchas personas la dimen-
sión espiritual de la existencia y, por tanto, la importancia de proteger la li-
bertad religiosa y de conciencia del individuo» (99). El principio republicano
garantiza la protección jurídica de estos dos últimos valores sin reconocer la
importancia del hecho religioso (llamado sin más precisión «espiritual» por
los autores liberales) porque, con razón, no concede ningún tipo de primacía
existencial a un conjunto de ideas o creencias elegidas por cada ciudadano.
La opción republicana conoce el hecho religioso, pero no reconoce ju-
rídicamente su valor porque excedería sus competencias y dañaría, posible-
mente, su neutralidad. Como dice el republicano Baubérot: «La laicización
no se lleva a cabo sin conflicto, pero su objetivo debe permitir una vida en
común pacífica. Esa es la paradoja» (100).

 (96)  Ibidem. (Las cursivas están en el original).


 (97)  Maclure, J., y Taylor, Ch. Laicidad y libertad de conciencia. Op. cit., p. 73.
Véase el trabajo de Micheline Milot Laïcité dans le nouveau monde. Le cas du Québec.
Ed. Brepols. 2002.
 (98)  «Se trata de un acuerdo sobre lo que en el informe Proulx se ha denominado laici-
dad “abierta” y que aquí designamos como modelo “liberal-pluralista”». Ibidem, p. 78.
 (99)  Ibidem.
 (100)  Baubérot, J. Histoire de la laïcité en France… Op. cit. P. 4.

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