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Lección 04. La adjetivacion
Que
el
verso
sea
como
una
llave
que
abra
mil
puertas.
Una
hoja
cae;
algo
pasa
volando;
cuanto
miren
los
ojos
creado
sea,
y
el
alma
del
oyente
quede
temblando.
Inventa
mundos
nuevos
y
cuida
tu
palabra;
el
adjetivo,
cuando
no
da
vida,
mata.
Estamos
en
el
ciclo
de
los
nervios.
El
músculo
cuelga,
como
recuerdo,
en
los
museos;
mas
no
por
eso
tenemos
menos
fuerza:
El
vigor
verdadero
reside
en
la
cabeza.
Por
qué
cantáis
la
rosa,
¡oh,
Poetas!
Hacedla
florecer
en
el
poema;
sólo
para
nosotros
viven
todas
las
cosas
bajo
el
Sol.
El
Poeta
es
un
pequeño
Dios.
Vicente
Huidobro,
Arte
poética
Clases de adjetivos
Entre los adjetivos literarios podemos advertir dos tipos que vale la pena diferenciar:
Aquellos adjetivos que se usan con un carácter intensivo y redundante, pero que en
realidad no aportan ningún significado nuevo al sustantivo. Pueden suprimirse sin que la
frase pierda su significado. Estos adjetivos se denominan epítetos y conviene utilizarlos
sólo excepcionalmente, cuidando siempre de huir de los tópicos (verde pradera, nubes
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blancas...).
Los adjetivos necesarios, por su parte, pueden calificar al sustantivo de dos formas
diferentes que nos servirán según el tipo de descripción que estemos elaborando.
Llamamos adjetivación objetiva a la que se emplea para añadir al sustantivo el rasgo de
una cualidad física y visible: vertiente escarpada, labios finos... Y llamamos adjetivación
afectiva a aquella que denota la cualidad que el objeto al que se aplique ha inducido a un
observador determinado; añade una información, por tanto, subjetiva, y connota un
determinado estado emocional: vida miserable, mirada dulce...
Ramón Diéguez, de sesenta y un años, siempre serio y protestando por todo, con unos ojos
acuosos que te miraban desde detrás de unas gafas muy gruesas, vestido con su eterno
traje azul marino y su corbata color Burdeos, se quejaba de tener toda una semana de
trabajo por delante.
Como veis, hay hasta seis sintagmas adjetivales en el texto. No todos los adjetivos son
necesarios y otros bien podrían sustituirse por una frase para no resultar tan monótono y
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descriptivo y así dar al estilo algo de color. Después de repasarlo juntos el texto acabó
siendo así:
Ramón Diéguez, de sesenta y un años, siempre protestando por todo, con unos ojos acuosos
que miraban desde la lejanía de sus gafas, vestido con su eterno traje, se quejaba de tener
toda una semana de trabajo por delante.
Debéis recordar que es aconsejable revisar la adjetivación para que se amolde a las
características e intenciones de cada texto. Las que siguen son cuatro reglas de oro que,
de ser tenidas en cuenta, os ayudarán mucho a la hora de repasar y corregir vuestros
adjetivos:
La economía: es preferible ser un poco tacaño con los adjetivos. Un adjetivo de más es
como un michelín asomando en una esbelta figura. Una palabra dicha a destiempo, una
especificación inapropiada por innecesaria, puede desfigurar lo que, por sí solo, tenía ya
forma perfecta.
Evitar tópicos: igual que usar refranes y frases hechas para describir nuestras
ocurrencias, emplear adjetivos tópicos, desgastados por el uso continuo, viene a ser lo
mismo que no decir nada, puesto que nada añaden a lo dicho (pérdida irreparable, pertinaz
sequía...).
Huir de la afectación, siempre que sea posible, ya sea porque apunte hacia la pedantería
–inmarcesibles rosas– o porque apunte hacia la hipérbole –mirada sanguinaria–.
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Sinestesia
Hay muchas cosas que se llaman sinestesia y todas tienen algo en común. Es un recurso
literario, aunque lo usamos cotidianamente. Es el nombre de de una capacidad
neurológica sorprendente y, por último, es como se llama a la reacción secundaria de un
estímulo.
Todas esas cosas son la sinestesia, una y la misma, porque todas parten del mismo
concepto: “mezclar sentidos”.
Vayamos una por una. La última de las definiciones, la reacción secundaria, es la que
menos nos interesa. Es cuando te acarician el tobillo y sientes un escalofrío en la espalda.
Esta es la acepción biológica. Pero en ella no es tan perceptible como en las otras la idea
de mezclar sentidos.
La segunda acepción es la más llamativa. Resulta que existen personas que poseen una
cualidad fantástica, que se ha estudiado desde la psicología y la neurología. Es un don
que se manifiesta de muy diversos modos, uno de los más habituales es el de “mezclar”
visión y oído. Esto es que, literalmente, pueden por ejemplo ver la música delante de sus
ojos en color y con palomitas. Según su peculiar forma de percibir, las palabras tienen
colores determinados; así, un sinestésico afirmará, por ejemplo, que las palabras
“despedida” o “amado” son blancas con la misma certeza con que cualquiera diría que el
cielo es azul. Imaginaos qué sensibilidad tan extraordinaria para un pintor o un poeta,
por ejemplo.
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No es nada raro que los sinestésicos ignoren que lo son, porque evidentemente es
imposible saber objetivamente “cómo” percibe la realidad otra persona en comparación
con la propia. Nos es imposible conocer “cómo” ve nuestro vecino el color rojo, o
mejor, si lo que los dos llamamos “color rojo” lo percibimos del mismo modo.
Esto nos lleva a reflexionar sobre el carácter excepcional de la literatura (y del arte),
porque la literatura es el producto de cómo percibe la realidad cada uno de nosotros y,
por supuesto, de nuestra capacidad para recrearla, siempre parcialmente, de forma
verosímil y a ser posible bella.
Cada una de las frases que escribimos en una narración es un retazo de esa re-
construcción de lo que antes hemos percibido siempre de forma caótica y fragmentaria.
Así que al escribir no se trata de contar aquel episodio que nos sucedió el verano pasado,
aunque sea muy divertido y a nuestros amigos les haga mucha gracia escucharlo. Para
contarla a los amigos en una sobremesa una anécdota es perfecta; para hacer literatura
necesitamos algo más. Se trata de algo más sutil. De prestar mucha atención a los detalles
y a cómo funcionan los objetos y las personas. Se trata de entender el mundo como un
infinito cúmulo de cosas aisladas que se relacionan entre sí de forma azarosa y siempre
sorprendente, cuyas acciones y reacciones a menudo no son previsibles, pero son
siempre reveladoras de un misterio anterior.
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Las posibilidades de los adjetivos son infinitas y también éste es un terreno en el que
merece la pena experimentar, como hace, por ejemplo, Lawrence Durrell:
El escritor argentino Jorge Luis Borges es un verdadero mago con los adjetivos, aunque
se le acuse de abusar de ellos a menudo, pues logra con su uso un estilo lleno de
expresividad y de fuerza. Sus técnicas, de las que veremos algunas a continuación,
pueden abriros infinidad de puertas en cuanto a la utilización de estos elementos en
vuestras narraciones.
Borges emplea constantemente un tipo de adjetivos que no expresan las cualidades de las
cosas, sino que resaltan las reacciones que estas cosas provocan en los personajes o en el
narrador. Estamos ante la que antes definimos como adjetivación afectiva radicalizada
hasta el extremo:
En esta breve frase de su cuento «La muerte y la brújula», vemos cómo se identifican el
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sentimiento de inutilidad que posee el personaje (a punto de morir) y el canto del pájaro.
Otro (día) me levanté y pude mendigar o robar –yo, Marco Flamigio Rufo, tribuno militar de
una de las legiones de Roma– mi primera detestada ración de carne de serpiente. De esos
mezquinos agujeros emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos.
Existe otro recurso para un uso original, o al menos, personal de los adjetivos. Para ello
se aplica la figura retórica llamada hipálage, que supone un cambio de lugar de la
palabra en el orden de la frase.
Un ejemplo tomado de Lorca es:
El débil trino amarillo del canario, en vez de El débil trino del canario amarillo.
No hay que buscar tres pies al gato –decía Treviranus blandiendo un imperioso cigarro.
El orden gramaticalmente correcto sería (...) blandiendo imperioso un cigarro, pero, al cambiar
el orden de las palabras, ese objeto inanimado, el cigarro, se convierte en expresión de la
arrogancia de Treviranus.
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En el siguiente ejemplo de «El Aleph», el orden lógico sería En las horas de la noche aún
pudo caminar por las calles desiertas. Pero Borges dice:
En las horas desiertas de la noche aún pudo caminar por las calles.
Aquí, Borges, estupendo lector de Homero, hace una referencia sutil al famoso verso en
que el bardo ciego usaba otra hipálage excelente:
Advertimos cómo en esta hermosa frase se han intercambiado los adjetivos naturales
(noche – oscura; ir – solitario) entre sí.
Oscura claridad.
Música callada.
Soledad sonora.
Sol negro...
Borges emplea este recurso para indicar la paradójica realidad que habita en sus
ficciones. Veamos algunos ejemplos, tomados de El Aleph (los dos primeros), y otros
tomados de Ficciones (los cuatro últimos):
Ejerce no sé qué cargo en una biblioteca ilegible de los arrabales del sur.
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Como Borges, cada autor tiene su propia fórmula para utilizar los adjetivos. Por eso es
fundamental –como decimos siempre– que os acostumbréis a analizar con calma, en
vuestras lecturas, los aspectos que vayamos tratando. De la reflexión acerca del estilo de
otros autores y de su comprensión será de donde extraigáis la más valiosa sabiduría.
Lección 04. La adjetivacion
que nos apoya en nuestra consideración de que los adjetivos (como tantas cosas...) no
están en la cabeza sino en el diccionario. ¡Hay que buscarlos!
Uno de mis mayores defectos es el visual. Por ejemplo, no puedo recordar ninguna de las
flores silvestres de las islas griegas sobre las que escribo con tanto éxtasis; tengo que
buscarlas en los libros. Y Dylan Thomas me dijo una vez que los poetas sólo conocen dos
pájaros a simple vista; uno es el gorrión y el otro la gaviota, y los demás tiene que buscarlos
en libros también. Así que no soy el único que padece un defecto visual. Tengo que
corroborar constantemente mis propias impresiones.
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Aceitunado
Aceituna
Cardenillo
Cetrino
Esmeraldino
Glauco
Oliváceo
Presado
Sinoble
Sinople
Verdacho
Verdejo
Verdemar
Verdete
Verdezuelo
Verdín
Verdina
Verdinegro
Verdinoso
Verdoso
Verdusco
MORADO
Mistión
Caracho
Violáceo
Cárdeno
Violado
Cinzolín
Violeta
Jacintino