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Ateísmo: el excelso legado europeo
Slavoj Žižek

Durante siglos, se nos ha dicho que sin la religión no seríamos más que animales
egocéntricos luchando por lo que nos corresponde, que nuestra única moral sería la de la
manada de lobos; sólo la religión, se decía, puede transportarnos a un nivel espiritual
más elevado. Hoy, cuando la religión aparece como fuente de una violencia
exterminadora de un extremo al otro del mundo, la certeza de que los fundamentalistas
cristianos, musulmanes o hindúes no se dedican a otra cosa que a abusar de los mensajes
espirituales más nobles de sus respectivos credos y a pervertirlos hace que lo anterior
suene cada vez más falso. ¿Qué ocurriría si restableciéramos la dignidad del ateísmo,
uno de las más excelsos legados de Europa y quizás nuestra única alternativa en pro de
la paz?
Hace más de un siglo, en Los hermanos Karamazov y en otras de sus obras
Dostoievsky advirtió contra los riesgos del nihilismo moral ateo con el argumento
esencial de que si Dios no existe, entonces todo está permitido. El filósofo francés
André Gluksmann ha recurrido incluso a la crítica de Dostoievsky, al nihilismo ateo,
para aplicarla a los atentados del 11 de septiembre de 2001, tal y como se da a entender
en el título de su libro Dostoievsky en Manhattan.
Pocas argumentaciones podrá haber más disparatadas: la lección del terrorismo
de nuestros tiempos es que, si Dios no existe, todo, sea lo que sea, incluso hacer saltar
por los aires a miles de personas inocentes, está entonces permitido, al menos para
aquéllos que proclaman que actúan directamente en nombre de Dios, puesto que está
claro que el hilo directo con el ser superior justifica saltar por encima de cualquier
barrera o consideración puramente humanas. En pocas palabras, los fundamentalistas
han terminado por diferenciarse en nada de los estalinistas ateos, para quienes todo
estaba permitido en razón de que se consideraban a sí mismos como instrumentos
directos de su divinidad: la necesidad histórica de avanzar hacia el comunismo.
Durante la Séptima Cruzada, al mando de San Luis, Yves le Breton contó que se
había encontrado en cierto momento con una anciana que vagaba por las calles con un
plato en su mano derecha, del que salían llamaradas, y con un cuenco lleno de agua en
su mano izquierda. Al preguntarle la razón por la que llevaba las dos vasijas respondió
que con las llamas iba a prender fuego al Paraíso hasta que no quedara ni rastro de él y
que con el agua iba a apagar las llamas del Infierno hasta que no quedara ni rastro de
ellas, “porque no quiero que nadie haga el bien con el fin de recompensa del Paraíso o
por medio del Infierno, sino sola y exclusivamente por amor a Dios”. Hoy por hoy, esta
actitud ética, verdaderamente cristiana, se mantiene viva principalmente en el ateísmo.
Los fundamentalistas realizan las que ellos consideran buenas acciones con el
fin de cumplir la voluntad de Dios y obtener la salvación; los ateos las realizan
simplemente porque eso es lo que hay que hacer. ¿Acaso no es ésta nuestra experiencia
más elemental de moralidad? Cuando realizo una buena acción, no la hago con las miras
puestas en ganarme el favor de Dios; actúo así porque, en caso contrario, no soportaría
mirarme al espejo. Por definición, una acción moral encierra en sí misma su propia
recompensa. David Hume, que era creyente, insistió en este punto de un modo
absolutamente conmovedor cuando escribió que la única forma de demostrar un respeto
auténtico por Dios era actuar moralmente sin tener en cuenta la existencia del mismo.

Hace dos años, los europeos debatían si el preámbulo de la Constitución


Europea debía mencionar el cristianismo como factor clave del patrimonio europeo.
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Como suele ser habitual, se llegó a una solución de compromiso, una referencia en
términos generales a la “herencia religiosa” de Europa. Ahora bien, ¿dónde se ha
quedado el legado más preciado de Europa, el del ateísmo? Lo que hace singular a la
Europa moderna es que se trata de la primera y única civilización en la que el ateísmo es
una opción plenamente legítima, no un obstáculo para cualquier cargo público.
El ateísmo es un legado europeo por el que merece la pena luchar, y entre las
razones la menor no es la de que genera un espacio público en el que los creyentes
pueden sentirse a gusto. Véase por ejemplo el debate que se desató en Liubliana, la
capital de Eslovenia, mi país de nacimiento, cuando estalló la siguiente polémica de
orden constitucional: ¿debería permitirse a los musulmanes (en su inmensa mayoría,
trabajadores inmigrantes llegados de las antiguas repúblicas yugoslavas) la construcción
de una mezquita? Mientras que los conservadores se oponían a la mezquita por razones
culturales, políticas e incluso arquitectónicas, el semanario liberal Mladina no tuvo
ningún empacho, con absoluta coherencia, en defender la mezquita de acuerdo con su
preocupación por los derechos de las personas procedentes de las demás ex repúblicas
yugoslavas.
No resultó sorprendente, dada su tendencia liberal, que Mladina fuese también
una de las escasas publicaciones eslovenas que reprodujera la tristemente célebres
caricaturas de Mahoma. Pues bien, a la inversa, aquellos mismos que hicieron gala de la
máxima comprensión hacia las protestas violentas que habrían originado esos dibujos
entre los musulmanes fueron también los que a menudo habían expresado su
preocupación por el destino del cristianismo en Europa.
Estas alianzas extrañas confrontan a los musulmanes de Europa con un dilema
francamente arduo: la única fuerza política que no los reduce a la condición de
ciudadanos de segunda clase y que les abre un espacio a la expresión de su identidad
religiosa son los liberales ateos e indiferentes a cualquier Dios, mientras que aquellos
que están más próximos a sus prácticas sociales religiosas –su reflejo en el espejo-, los
cristianos, son sus principales enemigos políticos. Lo paradójico es que los únicos
aliados auténticos de los musulmanes no son aquellos que publicaron en primer lugar
las caricaturas por lo que tenían de impactantes, sino aquellos que las reprodujeron en
defensa del ideal de la libertad de expresión.
Mientras que un ateo auténtico no tiene necesidad alguna de reafirmar su propia
posición a través de ninguna provocación a los creyentes mediante blasfemias, ese
mismo ateo se niega a reducir el problema de las caricaturas de Mahoma a una cuestión
de respeto a las creencias del otro. Y es que el respeto a las creencias del otro como
valor máximo no puede significar más que una de estas dos cosas: o tratamos al otro con
una actitud de condescendencia y evitamos herirle con el fin de no echar por tierra sus
ilusiones o adaptamos la actitud relativista de la multiplicidad de verdades, con lo que
se descalifica, por su carácter de imposición violenta, cualquier insistencia indubitada
en la verdad.
¿Qué ocurriría, sin embargo, si sometiéramos al islamismo, junto con todas las
demás religiones, a un análisis crítico, respetuoso pero, por esta misma razón, no menos
implacable? Éste, y solo éste, es el medio de mostrar un respeto auténtico por los
musulmanes: tratarlos seriamente como adultos responsables de sus creencias.

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