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LA PLUMA DE AIRÓN
Demasiado de prisa, porque casi perdió el equilibrio al tenerse que parar, rígido
por la sorpresa, frente a dos personas que habían estado hasta entonces en silencio
detrás de él en espera de hablarle, sin que hubiese podido darse cuenta: un hombre y una
mujer.
– Perdone, señor -dijo el primero en un francés hablado con dificultad,
bosquejando a duras penas un saludo y alargándole una tarjeta de visita–. Quisiéramos
visitar el buque... Aquel centinela no nos ha comprendido, se ha resistido.. il vous a
appelé beaucoup… mais vous étiez si ocupé de ces gens-là!...
– Y he sido yo la que ha insistido con aquel pobrecito, que ha cumplido con su
deber, se lo aseguro– interrumpió mucho más graciosamente la mujer, pero con un
acento de tan absoluto imperio, que el guardiamarina se olvidó de tomar la tarjeta, y,
enarcando un poco las cejas con una punta de ironía latina, la miró apretando algo los
labios casi para retener un: – C'est bien, madame… mais… au fond...
–… ça ne vous intéresse pas beancoup!.. –replicó enseguida la señora riendo y
completando con maravillosa precisión la frase pensada.
– No, no; al contrario, señora. Pero estoy obligado a decir a todos... y también a
decirles a ustedes...
Una fineza y una pausa.
La fineza había acudido espontánea a sus labios con un improviso e inexplicable
deseo de separar netamente el espíritu de la mujer de aquél del hombre que estaba a su
lado, para atraerlo un poco más hacia sí. Una chiquillada: el aturdido movimiento de un
novicio de la vida, encerrado en la monotonía de a bordo; por lo tanto, perdonable.
La pausa... El continuó mirando con intensidad creciente y ocultada a duras
penas aquellos dos ojos rasgados, clarísimos, matizados apenas en azul, que sostenían
sin temblores y sin nieblas su mirada, como si fuera para ellos natural el ser siempre
mirados así hasta el fondo del iris. La sombra de la ancha ala del sombrero de paja,
después de haber oscurecido apenas dos mechones de cabello de color de oro pálido
abiertos sobre la purísima frente, envolvía aquellos ojos de soñadora con los matices
suaves del pastel, dándoles un tal luciente resalte, que evocaba casi un ligero indicio de
llanto. Y esta idea fugaz de tristeza no desaparecía tampoco con la expresión sonriente
que la nariz ligeramente respingona, los pómulos un poco salientes y la fresca y delgada
boca daban al resto de su rostro.
Alta de estatura, la elegante línea de su cuerpo se fundía con la refinada sencillez
del vestido en una afortunada armonía consciente de sí misma. Era, sin duda, una
criatura paciente, de inalterable dulzura no obstante aquel acento decidido suyo...
aquellas manos suyas entrelazadas sobre el puño de una sombrillita con el mango de
oro, manos blanquísimas, finas, rosadas apenas sobre la punta de los dedos y movidas
con un imperceptible temblor... repetido por los destellos verdes de una grande
esmeralda…
La mirada del joven, atraída por aquellos destellos verdes, dirigióse por un
instante hacia abajo; después volvió subir, parándose un otro instante en la horizontal
atracción de sus pupilas claras, donde fue acogido con curiosa sorpresa; en seguida pasó
volando la mirada sobre la frente, sobre los cabellos, sobre la gruesa paja del sombrero,
para pararse sobre otra señal imperativa, orgullosamente erguida sobre toda la elegante
persona que tenía delante de sí, comunicándole un encanto indeciso de gracia y de
audacia: una magnifica pluma de airón.
Tal vez, la mirada en lo alto se prolongó demasiado, ya que cuando volvió a
bajar y se volvió a asir firmemente a las pupilas de la bella criatura, las encontró
resplandecientes de una burla a duras penas retenida.
– Est de que c'est bien? –preguntó ella con la fingida frialdad de una colegiala
que comete una chiquillada.
–¡Oh! Mil perdones, señora –contestó él, un poco confundido por el justo
correazo, mientras atormentaba los flequillos de la faja azul que llevaba al hombro–. Es
que... Pues tengo que decirles «no», por ahora... Tengan la bondad de esperar.
– Imposible.
– ¿Por qué?
– Es muy sencillo; es casi la una, y nosotros tenemos que marcharnos de
Levanto dentro de dos horas...
Inclinó con gracia la cabeza a un lado, movió la pluma de airón, y:
– Me parece que con usted se puede entender uno en seguida –dijo desplegando
una sonrisa que descubrió sus dientes brillantes, su acento de mando, mientras
entornaba los ojos como por efecto del sol.
El hombre que la acompañaba la miró y abrió los suyos oblicuamente,
turbiamente. Después pronunció algunas palabras con los dientes apretados, en un
idioma de sílabas completas, de resonancias llenas casi italianas: …skvérnaia… iénteina
como si continuara una discusión desde hacía poco tiempo suspendida. Ella no se
volvió, no hizo un gesto: sólo la esmeralda acentuó un ligero temblor suyo. Y mientras
una pequeña llamarada se deslizaba por sus mejillas para extenderse hacia las sienes y
extinguirse entre los cabellos, en voz baja, murmuró:
– N'allez pas recominencer, je vous prie…
– Esto me enorgullece, señora —exclamó el guardiamarina, que había seguido
esta escena manteniéndose correctamente impasible—. Es cuestión de pocos minutos.
Iba precisamente a pedir el permiso... Porque nuestro Reglamento prohíbe el acceso a
bordo a los visitantes durante los ejercicios o las comidas de la tripulación... Y me sabe
mal tener que decirles que es necesario esperar la contestación en su bote... Como los
otros... ¡Miren!
E indicó el agua debajo de la borda.
– Comment? Qu'est ce qu'il dit? –preguntó el hombre. después de haber mirado
con desprecio hacia afuera y como si hubiese oído algo que no le atañera y no mereciese
contestación directa.
El joven, después de haberle escudriñado de reojo rápidamente, se volvió hacia
él y le miró fijamente a la cara.
Era un individuo de alta estatura, delgado, rubio, que lucía vanidosamente largos
bigotes flecosos, vestido cuidadosamente, de una edad indecisa, entre los treinta y
treinta y cinco años, del Norte sin duda, y sin duda insignificante, si no hubiese sido por
la extraña expresión de su mirada, donde estaba condensado en gris opaco algo de
innoble y de repulsivo, no borrado por una habitual altivez que resultaba grotesca.
¿Alcohol? ¿Perversiones? ¿Intimidades deshonestas?
A los veinte años, las diagnosis morales son más bien breves y crudas. Las
gradaciones no son visibles hasta más tarde, a ojos ya cansados: desmochaduras y
tolerancias no son concedidas sino por quien esté ya por si mismo atacado por el ácido
de la existencia. «Antipatiquísimo», pensó el joven mientras el otro le alargaba de
nuevo su tarjeta de visita, que él hasta entonces había descuidado de tomar.
Y estuvo casi a punto de reírse en sus barbas cuando le oyó decir con una voz
llena de falsa modestia, mientras repetía de una manera ridícula la acción de alargar la
tarjeta:
– El conde Vassili Groboief, de la Guardia Imperial Rusa.
– Digo que tienen que volver a bordo de su bote mientras no pueda permitirles el
acceso al barco –pronunció lentamente el guardiamarina después de haber guardado la
tarjeta en el bolsillo sin mirarla y bosquejando a una reverencia muy fría.
El mismo se sorprendió del tono y de la frase pronunciada, que le había acudido
espontáneamente a los labios. Al fin y al cabo, no se puede impedir a los tontos que lo
sean; sería una fatiga enorme. Pero su aspereza había tenido origen en las misteriosas
fuentes del intuito, cuyo flujo los seres francos no saben contener. ¿Intuito de qué? De
una cosa todavía indefinible, vagamente delineada, que no concernía sólo a la pobre
personalidad y al carácter del hombre a quien había hablado, sino, por reflejo, a la otra,
a la mujer: atada a él quizá para toda la vida y condenada a sufrirle.. ¿Sufrirle? ¿Y si
estuviera contenta, en cambio? ¡Qué abismo entre las dos versiones!
Grotesca manía latina, en general, e italiana en especial, de encenderse a
cualquier calor de los otros, verdadero o imaginado! ¡Y de intervenir también! ¡Vamos!
Una bonita reverencia a la pluma de airón, precediéndola hacia la escalera, y se habría
terminado. Después, el subjefe artillero de servicio acompañaría a su debido tiempo a
los dos visitantes en la visita pedida; y de aquella pareja exótica llevada a bordo por el
azar, por la incansable marea de la existencia, él no habría conservado otro recuerdo que
aquél, bastante precario, que guardan los oficiales de marina de los tantos sucesos
humanos con los que toman momentáneamente contacto en el tumultuoso cambio de la
vida. Alguna carcajada dentro de poco, en la Cámara de los oficiales, explicando el
hecho, y nada más.
En cambio:
– Il a raison –dijo con calma la mujer, casi aliándose a él.
El señor repitió de nuevo su mirada lateral seguida por algunas excitadas
palabras en su idioma... glúpaia... negódnaia... Pero esta vez, la mujer las acogió con un
imperceptible encogimiento de hombros, y repitió obstinada:
-ll a raison!
…Y provocó un nuevo transporte de cólera incompresible, más violento, aunque
en un tono bajo de voz. La otra lo rebatió fríamente; mucho más dueño de sí, intentó
varias veces cortar aquel flujo áspero...
Al fin, el choque de los dos caracteres se produjo; y fue imposible al
guardiamarina de colocar el proyectado saludo en medio de aquella crisis tan inesperada
e inoportuna. El se quedó allí, con una sensación de pena, ávido de saber algo a pesar
suyo.
– ¿Cómo? –dijo la señora volviendo a hablar en francés, lo que parecía que
irritase a su antagonista; y fingiendo calma, mientras, en cambio, la esmeralda enviaba
más frecuentes destellos verdes–: ¿Cómo? ¿Todavía una de vuestras grandes frases?
¡Oh, usted no está acostumbrado a esperar! Pero esto dejará completamente indiferente
a este señor...
– En efecto... –murmuró «este señor». Y apretó los labios para no dar rienda
suelta a una risita que le vagaba por ellos...
Pero que después se extinguió bruscamente.
Para que dos personas pertenecientes a un circulo elevado pudieran perder
instantáneamente el «pudor del extraño» y no pudieran contenerse al mínimo incidente
surgido entre ellos, era necesario que sus existencias no fueran atadas más que por una
cadena dolorosa a la más pequeña sacudida. Y cada una de aquellas dos existencias
arrastraba e la otra por el mundo, tirando más fuerte cuando la otra encontraba piedras
agudas en su camino, para hacerle más daño.
¿Cuán larga era la huella roja dejada por su paso? ¿Hacia dónde estaba dirigida?
¿Dónde se habría perdido?
– D'ailleurs, rien ne vous force à rester, mon ami –continuó la señora– , parce
que..
Algunas palabras secas, ciertamente brutales en su significado, cortaron su frase.
Ella palideció y volvió a decir:
– Allons, calmez vous donc. Vous pouvez aussi bien aller à terre vous occuper
des bagages... Renvoyez-moi le bateau…
– Ah, oui? Alors c'est ça –dijo rabiosamente el hombre usando de nuevo el
francés, como si quisiera ser comprendido también por el mudo testimonio de la escena.
Y sin la menor señal de saludo, volvió las espaldas, atravesó aprisa el puente, pasó
delante del centinela, tropezó en el primer rellano inferior, y antes de embarcarse, se
volvió todavía hacia arriba para gritar casi a plena voz una frase rusa cerrada por una
carcajada sarcástica.
– Dice –tradujo plácidamente la señora reteniendo al joven en su vivo indicio de
seguirle y pararle –dice que me deja libre de...
–… ¿De qué?
– ... No; nada.
– ¿De quedarse? –sugirió el oficial.
– ¡Oh! ¡Eso ya está hecho!
– ¿Entonces?
– No. Y tiene usted el aspecto de tomar en serio mi permiso…
– ¿Yo? ¿Y qué tengo que ver yo?
– Ya; es verdad. Et pourtant... vous...
– ¿Yo? ¿Pero qué?
– Y bien; se lo digo para reír un poco; lo necesito… Al fin y al cabo, no nos
veremos más... Me ha dicho que puedo continuar haciendo du flirt con quien me
parezca.
– ¡Ah! –exclamó el guardiamarina abriendo desmesuradamente los ojos y
sobrecogido por un súbito acceso de risa–. ¡Nada menos! Y, perdóneme… ¿era
precisamente necesario venir a bordo para darle tal permiso?..
– Oh! ça arrive très souvent... Todas las veces que puede encontrar pretextos...
¡Pero ya tengo bastante!
– Quizás su marido está hoy de pésimo humor…
– Pero no es mi marido…
–¿Ah, no?... –Una breve pausa meditativa–. De todos modos, no veo quién o qué
haya podido hacerle sombra aquí a bordo... ni comprendo cómo usted pueda valerse
aquí del permiso obtenido.
– Vraiment? Non: c'est trop fort. Mais quel âge avez vous donc?
– La edad de todas las delicadezas, señora: veinte años.
– Me parece algo obscuro.
– Espere... Y acaso, también de todas las tonterías...
– ¡Ah caramba! Cela, est très rusé. Ha usado una palabra (bêtises) de doble filo,
que puede atacar o parar. Cela est tout à fait italien...
– Perfectamente –dijo el joven saludándola con cómica gravedad–.Y le dejo la
elección. Y mientras usted medita, yo voy a pedir el famoso permiso... Perdóneme si la
dejo por unos instantes sola.
Atravesó el puente lanzando el paso casi como si patinara sobre la madera
alisadísima; pasó al lado del pasamano de la izquierda, donde se habían reunido ya
todos los botes. Fue visto. Y entonces, una blanca figurita de rubios cabellos caídos a lo
largo de la espalda, al sol, se puso en pie sobre los asientos de una de las embarcaciones,
miró a bordo y dijo:
– ¡Ah! Está ahí la famosa rusa, ¡y sola! He aquí por qué teníamos que esperar
tanto. ¡Señor, guardiamarina! ¿Y nosotras, dóciles y buenas hermanas italianas? ¿Se ha
olvidado de Carla?
Desde el umbral de la puerta acorazada, hizo él una señal con la mano, un
impreciso gesto de negación; sonrió y desapareció.
II
III
Después de la comida, a la llamada de las risas argentinas que pasaron como una
última ráfaga de alegría por las vértebras del buque, de proa hacia popa, los
guardiamarinas libres de servicio y algunos otros jóvenes oficiales salieron de la
cámara, mezclándose a los grupos de visitantes con apresurada desenvoltura de amigos
llegados en retraso. No; la visita no había terminado de ninguna manera, o, por lo
menos, había acabado sólo la visita del buque. Ahora había que hacer una a ellos, a los
oficiales; entretenerse algo a popa, donde el largo toldo ofreció una sombra protectora y
donde algunas sillas estaban preparadas.
¿Las mamás? Fueron reducidas al silencio con el conocido sistema de tomarlas
por hermanas de sus hijas; y cuando la cosa era del todo imposible, acariciando
cualquier otra pequeña vanidad que se les descubriera. ¿Los hermanos? Se volvieron
dóciles cuando se les prometió el regreso a tierra con las embarcaciones de a bordo. ¿La
aya inglesa? Fue domesticada con buen whisky, que bebió a sorbitos con gestos de
horror. ¿Los flirts? ¡Ah! A éstos no fue necesario decirles nada. El resultado fue una
alegre charla condensada a popa y sazonada con el alegre retintín de vasos, cucharitas y
bandejas. Y se dejaba sentir más alta la voz de plata resonante de la llamada Carla, cuya
personita, recogida bajo un ancho sombrero, dominaba un círculo de uniformes blancos,
bien sometidos a ella.
Ya había sobrevenido aquella hora de languidez del buque que sigue al derrame
de los marineros bajados a tierra, libres, sus glóbulos rojos. En poco tiempo, éste había
caído de un estado rebosante de potencia a la tísica postración de los anémicos. Había
cesado también aquel alboroto humano que en las horas fuertes la disciplina logra
apenas sofocar; y ahora pesaba sobre los puentes como una somnolencia enferma.
Pero de lejos, de proa, llegaba a ratos un coro sencillo y triste, invariable en sus
pocas notas, como el lamento de un escollo en el mar tempestuoso.
Real Marina,
el corazón que me pides
…………………………………
Y el aire estaba tan inmóvil, que llegaba a bordo el refrán cantado a media voz
por todas las rocas de la costa y dividido en compases visibles por hojas de espuma.
pídelo a Juanita,
que lo tiene siempre consigo...
Y más lejos todavía, el ruido de un tren destaponándose de sucesivos túneles,
sacudía la horda de las montañas entorpecidas por el excesivo sol...
Juanita es chica de Spezia
que de las dos α las tres
viene siempre al puerto,
yo solo sé por que...
Un silencio lleno de ecos sonoros. Después los baques sordos de las olas, que
eran precipitadas a la rada cóncava, eternamente.
Como era su deber, el guardiamarina de turno, de pie al lado de una pequeña
mesa apoyada en la torre y llena de registros, repasaba las listas de los marineros
bajados a tierra. Un deber mecánicamente ejecutado y que no le impedía recoger las
palabras de los grupos de popa, la cantilena de proa, el estruendo del tren entre las
rocas, la inmensa voz del mar; todo. No había duda. Allá abajo se hablaba de la joven
rusa; y no había tampoco duda de que amables labios la dilaceraban despiadadamente.
Un «¡No sé verdaderamente qué le encuentran de guapa!» llegó claro y limpio al oído
del joven, quien levantó por un instante la cabeza para después doblarla en seguida y
parecer todavía más absorto en su trabajo.
Real Marina,
si moriré por ti...
Ahora explicaba la historia de alguien que no nombraba, pero que era fácil
comprender quién era. Se trataba de una dama de honor de la Zarina madre, casada a los
veinte años con un dignatario ilustre. Pero después de cuatro años de matrimonio, la
joven esposa se había fugado…
– ¡Carla! –interrumpió una voz de severo reproche.
– ¡Ah! Es verdad, tía –dijo la señorita–. Yo tengo que saber hasta aquí; casi
siempre, el resto lo explica mi hermano, mientras a mí se me ruega levantar la voz.
Enzo levántate y ve a explicar a estos señores tu parte, Nosotros, mientras tanto
hablaremos en voz alta.
Un grupo de oficiales, ávidos de saber algo, vino cerca del guardiamarina, que
permaneció inmóvil en su posición absorta, aparentando no oír nada.
………………………………
morirá también Juanita,
que piensa siempre en mi
…………………………….
– Se fugó –continuó el hermano de Carla– con cierto señor, provocando un
escándalo enorme, porque entre otras cosas, éste tenía esposa. Por ukase imperial, a los
dos les fue prohibida para siempre la entrada en Rusia, además de sufrir otras
disposiciones financieras bastante rigurosas y poco precisas. Han llovido en Levanto
quién sabe de dónde, y se decía que tenían que volver a marchar hoy. Ella es bellísima,
precisamente una magnífica criatura; y a pesar de sus vicisitudes, debe ser muy buena;
entre nosotros se puede decir; pero entre aquellas señoras de allá abajo, no. ¡Dios nos
libre! El, en cambio, es un perfecto bruto que aprecia los diferentes países según los
vinos, y que, en los momentos de lucidez, hace escenas continuas a aquella infeliz...
¡Ah! Lo ha pagado caro, pobrecita!… Pero les recomiendo que allí, a popa, digan que
ha sido justamente castigada. Y digan también que si el hombre se ha reducido así ha
sido a consecuencia del malvado influjo de la mujer; tendrán un verdadero éxito...
Todo el grupo volvió hacia popa comentando la explicación. Algún trozo de
diálogo llegó todavía:
– «… No, no. Comportamiento absolutamente perfecto; al menos aquí... Yo no
entiendo de psicología eslava…»
Y al fin, la voz de Carla volvió a dominar.
– ¿Están informados del todo? –preguntó–. ¿Puedo acabar de chillar? ¿Han visto
qué clase de mujer es, eh?
Una ola más azul
que sus ojos no la hay...
………………………………
Continuaba el canto de proa. Pero un silbido agudo casi feroz, superó la larga
cadencia de las notas finales. Un tren salía del último túnel chillando a la luz. Con
violenta seguridad rozó las casas interpuestas entre la humosa boca de la montaña y la
estación blanca, hizo temblar un puente, crujió por la presión simultánea de los frenos, y
se quedó inmóvil como si hubiese chocado contra una barrera invisible, mientras detrás
de su carrera, bajos cráteres se apagaban lentamente.
Sólo entonces, el guardiamarina se reanimó, y, como empujado por una mano
gigantesca, corrió a apoyarse a los nervios del foque, mirando la estación, el tren y la
sinuosa espiral de humo de la locomotora, que se clavaba perezosamente en el cielo,
fijando su mirada como para limitar en un tubo de anteojo vacio aquel breve trecho de
panorama, mientras alrededor de esto todo era confundida niebla verdosa.
Hasta entonces, la torre le había escondido a la mirada de todos los que se
entretenían a popa. Por eso, apenas apareció, fue notado en seguida, y alguien le llamó
una primera vez, una segunda... El recurso de continuar fingiendo que no oía, no podía
ser de larga duración...
¡Ah!, otro silbido breve; el primer sobresalto del monstruo negro, distribuidor a
los hombres de alegrías y dolores; algún suspiro de impaciencia rabiosa por falta de
rozamiento de las ruedas sobre su camino luciente; la fuga, engañosa al principio,
vehemente y ruidosa después; la triunfal carrera, la desaparición en las rocas, hacia el
Norte, hacia Génova… ¿Y después? Una oleada de humo negro desde las montañas,
otra más lejana, otra... y después, el silencio... y después, el rítmico baque de las olas
sobre la arena… y después, doble temblor en las pupilas y en el corazón. Acabado.
Mándamela a mí, Juanita,
la ola a la cual tú hablas
……………………………..
– ¿Quién me llama? –pidió, volviéndose hacia popa con la mirada enojada.
– ¡Pues todos! ¡Caramba!
– No puedo ir –contestó, indicando la faja azul que llevaba en el hombro–.
Tengo que levantar todavía a bordo todas las lanchas.
– Pero venga un instante a hacerse conocer. Prodíguese –dijo Carla.
Y como el guardiamarina pareciera reacio, ella se levantó y, con un paso
indolente que prolongaba el periodo de sus movimientos y revelaba una precoz
seguridad de su belleza, fue hacia él y se paró delante.
– Desde hace un par de horas habrá oído también demasiado mi nombre, porque
todas aquellas de allá –dijo indicando a popa– tienen la costumbre de gritármelo a mi
alrededor de la mañana a la noche. Es una enfermedad de Levante. Yo sé quién es usted
por la bondad de sus colegas y por las explicaciones de mi tía que está fortísima en
nombres. Ahora, tanto mi tía como yo, tenemos que darle las gracias por su amable
interés en hacernos otorgar aquel tal permiso anticipado: yo especialmente, por aquel
«¡Lo haré por usted que me dice tantas cosas!» dejado caer con benevolencia desde lo
alto de aquel rellano de allí, sobre mi baja impertinencia de hace dos horas. Y le
rogamos que venga a cenar con nosotros esta noche, cuando haya terminado esa su
guardia eterna. Estamos en aquella casucha que tiene delante una gran terraza llena de
oleandros, allí, bajo el castillo. ¿La ve? Para que no se aburra demasiado estarán
también aquellos compañeros suyos de allá, y alguna de aquellas amigas mías. ¿Puede
usted?
– Estoy verdaderamente disgustado y le doy las gracias de corazón. Pero no
puedo.
– Pero ¿cómo? ¡Si sus compañeros me han dicho que estaría libre a las cuatro!
Siguió una pausa más bien molesta, durante la cual los ojos azules de la
jovencita se llenaron de estrías de indigo.
– ¿No quiere? –preguntó ella.
¿Extraño? El ofrecimiento amable hacía nacer como un sordo rencor en el ánimo
del joven y la insistencia no tenía otro efecto que el de acentuar todavía más ese
sentimiento. ¿No eran aquéllos los labios que habían sido tan despiadados algunos
instantes antes? Ahora aquella chica se le apareció bajo un aspecto bien distinto, y si
hubiese tenido que definirla, su pensamiento habría corrido naturalmente hacia uno de
aquellos tantos tipos humanos que no tienen que ser vistos demasiado de cerca: les es
suficiente la fotografía y el leve marco de plata: así están bien. Y experimentaba casi
gusto en no contestarle en seguida, en prolongar todavía aquella mirada suya de
sorpresa que irradiaba índigo…
Pero ella se impacientó. Y no buscó mucho sus frases para demostrar esta
impaciencia suya.
– Tiene el pensamiento demasiado ocupado –dijo–. Se ve…
– No, no. Oiga – tuvo que contestar en seguida el guardiamarina–. Comprendo
que debo parecerle, por lo menos, extraño. Pero es que estudiaba la manera de
explicarle una cosa difícil de decir... Bien: es inútil que yo busque excusas
inverosímiles; he aquí: estoy arrestado. ¿Le basta?... Le ruego, cállese, señorita. No lo
diga fuerte. ¡Cállese!
Tarde.
Ella se había vuelto ya a popa y había gritado: –¿No saben? ¡No puede venir!
¡De verdad! Está arrestado… –y los oficiales ya habían corrido alrededor de él para
preguntarle: –¿Y cómo? ¿Y desde cuándo? ¿Y por qué? ¿Quién te ha arrestado? –
conmiserándole de una manera cómica.
En balde él se retrajo, rogando que le dejaran en paz... Tuvo que explicar y
explicó. Había permitido a «una persona», extranjera visitar el buque, olvidando el veto
del reglamento, y, entonces, el teniente de navío de guardia…
– ¡La rusa! ¡La famosa rusa! ¡Dígalo ya! –exclamó vivamente Carla.
Pero después cambió de tonalidad. En sus ojos iridiscentes se vislumbró también
en ella, jovencita, la envidiosa llama que cada mujer alimenta por toda otra mujer que
haya logrado producir choques y roces entre hombres.
– ¡Le está bien! –dijo con acento ambiguo mal cubierto con una sonrisa.
E irritada por la fría mirada que el guardiamarina le dirigió:
– ¡Le está bien! –repitió.
El joven apretó los labios casi para reprimir palabras ásperas, Y después,
dilatando el labio inferior, le dedicó un frío saludo, le volvió la espalda, y, sin
pronunciar palabra, se dirigió hacia proa, acelerando poco a poco el paso.
– ¡Todo el mundo sobre los tirantes de la segunda lancha! –ordenó a plena voz,
mientras subía aprisa la escalerita del alcázar, Y los contramaestres siguieron solemnes
su orden, silbando largo rato con sus pitos de plata y repitiéndolo con enérgico ímpetu
por todos los puentes. Y la cantilena de proa cesó para dar lugar a un ahogado ruido de
pies desnudos, salidos con un silbido grave de cien refugios lejanos y que corrían sobre
el alcázar para alinearse a lo largo de los cables preparados.
«Pesadísima coqueta» pensó mientras se asomaba a la barandilla para ver si todo
estaba en regla en la lancha que había que levantar. «Si fueran todas así aquellas
destinadas a nosotros, podríamos estar alegres. ¡Pero lo que es para mí, pueden
esperar… ésta y las otras!...» –Oye, «patrón», afloja aquella grúa de proa –gritó desde el
costado del buque.
Y mientras vigilaba la operación, continuó dando camino a su pensamiento
desde el punto en que se había interrumpido...
«¡Es extraño! Se diría que el destino haya querido recoger el día de hoy para
presentarme en síntesis dos perspectivas de vida: una azul y una gris. La primera es
demasiado azul para que no pueda descolorirse pronto y no termine en la nada; la gris
puede volverse gris perla y quizá también rosa. Por ahora es mejor la segunda.»
Y entonces con una voz vibrante que parecía reflejar su decisión:
– ¡Con fuerza los tirantes! –ordenó– . ¡Levanta!
Los centenares de pies desnudos golpearon el puente con profunda medida y
todo el buque se sobresaltó largo rato... El crujido de las poleas pareció como el lamento
de la lancha misma que abandonaba el agua por el aire...
Y he aquí un prólogo que puede parecer inverosímil y que es, sin embargo,
verdad, como aquellos cielos de puesta de sol y de amanecer compuestos por el
capricho de la naturaleza, vistos cien veces por todos, pero que, fijados en una tela por
un pintor audaz, serian juzgados falsos por todos. La franca verdad es difícilmente
creída.
IV
Pobieda. Po...bie...da... Extraña palabra empezada por una silaba fuerte para
disminuir en seguida dulcemente. Ella la había pronunciado agitando los labios con un
movimiento tan fino que hacia recordar la alusión a un beso de niño. Había suavizado la
«b» casi en «v»; y el «da» había parecido un suspiro producido por un sueño
paradisíaco, un deseo descompuesto en un suspiro.
– C'est bien entendu, n'est ce pas? Pobieda depuis demain...
El tiempo había gravitado sobre la frase, empujándola poco a poco hacia abajo
en la sofocante arena del recuerdo. Pero parecidas a aquellas puntas de escollos que las
ondas cubren o descubren según los caprichos de su vaivén, las palabras adormecidas
volvían a comparecer de vez en cuando, nítidas, en el pensamiento del joven.
– Pero aquel mañana –lo recordaba bien– había sido una jornada triste medida en
horas de pesar, y pasada toda mirando a Génova por uno de los tragaluces de la Cámara
de los guardiamarinas.
Frente a él, en cualquier punto de la masa blanca de casas entrevistas entre las
selvas de árboles de los barcos, estaba aquella que por un instante había rozado su vida,
echando en su irreflexiva juventud un filtro misterioso que parecía alimentar en su
espíritu una tibieza irrefrenable y continua...
Ocupados en sus respectivos servicios, los otros guardiamarinas habían estado
todos ausentes hasta la noche; y su pensamiento se había inflamado todavía más en la
obligada soledad y en el silencio del acero vacío. ¿Qué hacer? ¿Buscarla? No: a los
veinte años no se transige sobre una promesa. ¿Dar a conocer a un colega la extraña
aventura? Hubiera suscitado la hilaridad de Cámara, del buque, de toda, la escuadra.
¿Retroceder a las huellas de Levanto? Habría sido como sacudir una colmena. Nada,
pues. Callar y mirar; morderse los labios y mirar; apretar los dientes y escudriñar en
cada sombra, en cada rincón, la inflexible ciudad, muda a todos sus ruegos y que
salpicaba chispas de ironía de cada ventana suya. He aquí. Y se había dejado sorprender
por la puesta del sol con la cara siempre asomada por el pequeño agujero circular y con
una gran visión de rojo oblicuo en los ojos, mientras sus manos continuaban su
mecánica caricia sobre la única cosa que había quedado en su poder de la huida de una
deliciosa imagen desaparecida: ¡La pluma de airón! El la había sacado varias veces y
varias veces la había vuelto a poner en el cajón que estaba debajo su litera: el de la ropa
blanca; el mejor escondite; para que un poco del espíritu de la mujer tuviese así contacto
con su piel.
Y por cinco, seis días había sido así. Hasta que una noche quieta, hirviente de
luces inquietas sobre el agua del puerto y llena en lo alto de polvo de oro sin peso, el
buque, llamado por telégrafo a Sicilia, había despertado de su sueño, agitando las alas
de las hélices y bostezando vapor. Y había huido como un monstruo en la noche
fastidiado por la fiesta de las luces, dirigida la afinada cabeza hacia soledades negras
donde nada podía brillar. Por el tragaluz subía insistente el ruido del agua removida y
Génova aparecía todavía como un pálido claror en lucha con las tinieblas. Y entonces
empezó la acostumbrada carrera por la desolación indefinida, donde todo lo que
recuerda la tierra se descolora y muere como una flor en el desierto. Porque partir
significa siempre la destrucción de un poco de nosotros mismo, ¿no es verdad? Y este
«poco», se dispersaba a lo largo de la estela cruel, donde un mar, ávido de pena y nunca
satisfecho, abría mil blancas bocas para chuparlo.
Pobieda. Había experimentado un brinco en los miembros y sentido una oleada
de sangre en la cara, alrededor de dos años después, en Benadir, abriendo la
correspondencia recién llegada de Europa, La palabra que se había secado y ya casi no
expresaba nada, como una de aquellas fotografías demasiado miradas, había aparecido
repentinamente al final de una carta inesperada y con toda su vigorosa frescura… La
distancia enorme de donde procedía, le añadió un encanto singular y la hacía aparecer
como una llama mágica deslizada por el mundo por medio del Ministerio de Marina,
fácil y segura dirección de los marineros.
«Petit ami» –decía la carta es preciso– «es preciso» que le escriba. Su nombre ha
aparecido ante mi vista en el «Daily Telegraph» refiriéndose al reciente combate de
Hodeida, contra las embarcaciones árabes. Si entre Pobieda y usted se había establecido
un pacto raro, esto no puede impedir a Alexandra A...ieff decir un «muy bien», un «muy
bien, ¡de corazón!» a un pequeño amigo que ha demostrado que sabe manejar con
bastante eficacia aquellas armas que describe tan alegremente a los profanos. La
distancia me da valor para decirle que nada he olvidado de aquel día de Levanto, y que
al contrario, por circunstancias mías especiales, que a usted no le pueden ya interesar,
estos días mis recuerdos se habían avivado por sí mismos, también antes de que la
prensa europea se ocupase de su valentía. Puede, pues, dar noticias suyas a Alexandra,
quien se encuentra en Biarritz, en el Hotel Beaurivage. Pero eso sí: nada de postales
ilustradas a base de negros, chozas y palmeras; yo detesto esta forma casi insolente de
correspondencia que traduce precipitadamente y de una manera indudable, el
aburrimiento de la contestación.
Escriba lo que usted quiera y en el mismo estilo que usó hablando aquel día con
Pobieda... Por lo que se refiere a esta pobre criatura, considerémosla ya muerta y
sepultada. ¡Cómo tenía yo razón, petit ami! Pero murió demasiado pronto y esto me dio
una gran pena. ¿Usted no sabe que dos días después –dos días después– del episodio de
la pluma de airón, encontré en Génova, en la calle de San Lorenzo, muchos marineros
que venían en gran número del puerto y que llevaban sobre la cinta de la gorra el
nombre de aquel barco en el que usted fue mi guía? ¿Tengo necesidad de manifestarle
que pare a uno de ellos para preguntarle por usted? El buque estaba en Génova,
verdaderamente, y usted estaba allí… ¿Puedo confesarle que yo –Pobieda– fui por
algunos días al muelle… hasta que mi di cuenta de mi locura? ¡Ah! Aquella pequeña
damita rubia que se encontró a bordo conmigo, el día de mi visita, debe haber tratado
sin piedad a la pobre Pobieda, y la ha matado. ¿No es verdad?
»No hablemos más de esto. Pero ¡qué lástima! ¡Habría deseado tanto que usted
me hubiese juzgado digna al menos de conservar por algunos días la pluma de airón,
aquella pluma que usted ya no tiene! Ya se lo decía: Esto no es de este mundo, Pero
usted ha olvidado, en verdad, demasiado pronto.
»Así es que es sólo Alexandra A…ieff, quien le escribe para que usted le
recuerde y quien le envía felicitaciones sinceras. La otra, en cambio, tiene que decir
adiós: la otra.
»Pobieda»
¿Adiós? En nombre de todo lo que hierve en una sangre joven y hace bella la
vida venciendo la fría razón; en nombre de todo lo que empuja, sacude, halaga, colorea,
anima: ¡¡No!! ¡Cien veces no! Y había escrito así con vertiginoso ímpetu, con caracteres
rapidísimos y casi temblantes…
No. La pluma de airón estaba siempre con él, trasladada de camarote en
camarote según las vicisitudes de su propietario, y puesta en el sitio de honor sobre el
lado alto del marco del espejo, ahora que este propietario, habiendo sido elevado de
grado, tenía un camarote aparte. Y no sólo esto, sino que aquel objeto que se había
vuelto indispensable a su vista emprendería dentro de poco un largo viaje hacia el
extremo Oriente... Una región sin esperanzas de encuentros... demasiado lejana...
demasiado lejana... Y bien, a pesar de esto, de este aumento de distancia, había nacido
en él una tensión de alma parecida a la tensión de una tira elástica, tanto más vehemente
a encogerse cuanto más tendida... Génova había sido una maldición... y sin decirle la
causa exacta, explicaba cómo había sido castigado a bordo por un cualquier incidente de
servicio...
«Pobieda –concluía–, no sé dar un nombre a estos sentimientos míos casi
brutales. Usted me dijo que cumpliendo lo convenido, yo obtendría el «Yà lubliú tebià»
instantáneo. Existen algunas frases que se parecen a aquellas gotas caídas sobre el hierro
candente: parecen inertes porque se mantienen largo rato quietas y cerradas; pero de
repente explotan. La suya es de éstas: yo espero. Perdóneme lo poco refinado de la
imagen, pero estoy en África desde hace largo tiempo y mi mente hierve con el sol y
con el recuerdo. Yo espero. No hay más que una idea que pueda helarme en seguida.
Esta: ¿Y si todo esto no fuese más que la continuación de una broma? Yo ignoro cuáles
son los límites de esta frase en ruso y tengo miedo.
«Y digame: ¿es verdaderamente necesario correr el riesgo de ser muerto para
tener otra carta suya? No sé si se me presentará una buena ocasión... veremos...»
»Pobieda»
Vladivostok. La guerra. La guerra feroz, lejana errabunda, sobre los mares, allá
abajo en Manchuria; pero invisible todavía en las muchas ciudades de la Rusia asiática,
donde tiendas, baterías y cuarteles se alineaban o se levantaban preparados, mordiendo
aquí y allá en la blanca alegría de las casas y en la verde frescura de las colinas.
Invisible, sí, pero aleteante como una niebla de sangre nacida de lejanos mataderos, y
empujada por continuos vientos sobre aquella ciudad todavía intacta.
Extenso hospital de cuerpos mutilados y de navíos despanzurrados, ésta recogía
el resto de todas las matanzas sin haber visto ninguna. Las campanas de una iglesia llena
de campanarios moscovitas y erigida al lado de un grande arco triunfal que recordaba
una visita del Zar, no se abstenían nunca de sus repiques lúgubres, pidiendo paz para
hombres heridos a centenares de millas de distancia de su lecho de muerte. Los
martillos del Astillero sacaban un tenebroso ruido de las heridas de hierro recibidas
mucho más allá del más lejano horizonte de las más lejanas colinas.
Las fases de la tempestad roja producían en aquella niebla alternativas de
espesamiento y de esclarecimiento. Y así, campanas y martillos tenían periodos en los
que bajaban su voz por algún día, hasta casi callar, y otros en los que se encarnizaban de
lleno, animados por la prisa de sepultar y de cerrar. Y cada fase tenía un nombre
diferente que venía del mar y que, dicho por un buque en llamas o por un
cazatorpederos abierto a las antenas de señalamiento de la isla de Kasokovic -el extremo
tierra del golfo de Vladivostok- se propagaba en seguida a las bocas, a los corazones, al
teclado del telégrafo de todo el mundo, a las grandes fábricas de paño negro.
El día que este nombre fue Tsushima, la niebla roja, vino a ráfagas más rápidas,
y, vuelta espesa entre los brazos del golfo, se volvió lluvia encarnada.
Lúgubre lluvia que destapó innumerables telegas con cortinas de tela con la cruz
roja que avanzaban lentamente, frenando los caballos a lo largo de las calles llenas de
barro que unían los muelles a los hospitales, dando la idea de monstruosos moluscos
anfibios salidos al tripudio de la humedad; y después enfermeros, oficiales médicos,
monjas, curas, las criaturas del ácido fénico y del ataúd, se multiplicaron como caídos
con la misma lluvia e invadieron calles, plazas y las mismas telegas.
Se veían en el pescante al lado de los isvostciki con los cabellos de cáñamo y
ojos azules, en las barcas de vapor de los buques, en las perspectivas lejanas de las
calles solitarias, todas perpendiculares a una gran calle única, siempre llena de gente,
siempre llena de barro en parejas, en tropeles, en grupos desparramados, graves,
exhaustos por un trabajo duro, diuturno, mostrando en los rostros las señales evidentes
de aquéllos que no duermen desde hace mucho tiempo.
Y el mar les llevaba nuevo trabajo continuamente. Cada nube de humo que
aparecía en los verdes diques del canal les reclamaba a todos a los muelles como
descargadores de una extraña mercancía ya claramente separada y distribuida desde a
bordo mismo: la frágil -los heridos- a los grupos blancos y azules de las monjas y de los
enfermeros, a las hileras blancas y negras de los médicos de la redonda gorra y altas
botas; y la otra, «los indiferentes a los topetones», a los curas, a las cruces.
¡Ah, si las madres rusas hubiesen podido asistir también ellas mismas a esta
clasificación de mercancías, selladas por la scimose!
Neutral: palabra casi vacía de sentido, como tantas otras a las que la realidad no
corresponde.
Neutro: el que tendría que observar fríamente una guerra como el estudiante
observa sobre la mesa de operaciones al herido del que es inútil conocer el drama
espiritual.
Hay quien naturalmente se siente neutro en todo en la vida: los abúlicos, los
egoístas y los cobardes. Estos pueden perfectamente continuar su camino encontrando
dos hombres que luchan, así como pueden asistir pacíficos al martirio de un caballo
extenuado, golpeado con el mango del látigo en la cabeza por el torvo carretero. Pero
todos aquellos en cuyas ardientes venas circula una sangre sana, conocen la
imposibilidad de neutralizar un alma fuerte frente a un conflicto de hombres o de razas.
Y saben también que si los brazos tendrán que mantenerse cruzados, nada podrá parar
los latidos del corazón o impedir las moderaciones. La educación, el instinto, los
casuales contactos nacidos por las vicisitudes de la existencia, las más pequeñas
afinidades, verdaderas o supuestas, las simpatías sugeridas de las más tenues
circunstancias, las asimilaciones de arte, de pensamiento, el recuerdo de una palabra, de
una frase, de un rostro de mujer, gravitan sobre la balanza del neutro como uno de
aquellos pesos casi imperceptibles que ya son suficientes para hacer bajar el plato de
latón de la balanza del farmacéutico.
La mujer especialmente: un solo amor puede borrar el odio hacia toda una raza y
crear uniones fervientes.
¡Ah! ¡Aunque no lo parezca y no se quiera confesar, gran parte de la historia
humana está escrita sobre este rastro!...
…………………………………………………
La voz del pope se elevaba grave bajo la cúpula de oro del templo, procurando
llegar hasta Dios: un canto de viejo trémulo y cansado, como el grito de algunos pájaros
que llegan desde el mar antes que caiga la noche.
El parecía realmente verlo, a este Dios, con el que había hablado durante toda la
vida; tan alta tenía la cabeza para fijar en lo alto la mirada. Y cuando sus brazos se
abrían lentamente para extenderse hacia el cielo, parecían alcanzar en realidad un
cuerpo material y gigantesco que ocupara toda la altura de la iglesia, desde el pavimento
luciente hasta la cúpula de oro. La blanca casulla que llevaba se dilataba en forma de
trapecio desde las espaldas hacia abajo, cubriéndole los pies, y era de tela tan rígida y
compacta, que no repetía ningún movimiento del cuerpo. Y entonces, el pope vivo
parecía idéntico, aunque sin su sombrero cilíndrico y sin alas, a cuatro hermanos suyos
pintados sobre una media pared que dividía el coro del resto de la nave del templo: dos
a cada lado y cargados de oro, altos como él, de cabellos blancos y femeninos como los
suyos, adornados con estrellones, con aureolas, con círculos de beatitud, y contentos de
haber merecido frescos barnices y pátinas lucientes en premio de una vida ejemplar.
Frente a aquella hilera blanca sobre fondo de oro, después de un breve espacio
vacío, se espesaba una muchedumbre mixta de ricos uniformes y pobres trajes en
estrecho contacto, en feliz igualdad delante de Dios; y ésta se adaptaba como una masa
plástica al trazado geométrico y alrededor de un gran rectángulo limitado por cordones
invisibles puesto en el centro de la nave. Y de aquel rectángulo se erguía algo lúgubre,
recubierto de negro, flanqueado de hachas, y que llevaba encima una blanca bandera
con la cruz azul de San Andrés: la bandera rusa, blanca e inmóvil como las cosas
exangües. «A los muertos de Tusishima» estaba escrito en letras negras a los cuatro
costados de aquel monumento resumen de matanza, vacío de cuerpos, y lleno de una
multitud de almas.
Multitud de almas. Parecíase oír su murmullo. Eran ellas las que hacían oscilar
las hachas. Y aquella niebla caliente y vibrante que aleteaba alrededor de los paños
negros, estaba formada ciertamente, por su agitación, delante de la terrible barrera de la
eternidad...
El canto del pope les llegaba como una caricia y las calmaba de cuando en
cuando, parándolas en su vuelo asustado; pero era un bálsamo intermitente y escaso.
Sólo un coro femenino que subía de un largo marco blanco interpuesto entre la
muchedumbre y el monumento, parecía aliviar todas sus penas, y mecerlas dulcemente
hasta adormecerlas a todas a media altura.
– Las Damas de la Caridad –explicó un joven oficial de la marina rusa a un
grupo mixto de oficiales de varias nacionalidades–. Los más bellos nombres de Rusia...
Ellos estaban allí, en uniforme de gala; todos los nuestros venidos en sus barcos
de países muy lejanos a asistir a aquella guerra titánica. De puerto en puerto, habían
seguido, en el Extremo Oriente, su rojiza estela, y ahora, sus cruceros, llamados todos a
Vladivostok por un último inmenso quejido, estaban desde hacía varios días inmóviles
sobre las boyas, los únicos intactos entre multitud de cascos rotos.
¿Nuestros? No. En aquella ceremonia fúnebre a que habían sido invitados,
demasiado rozados por la muerte, demasiado circundados de dolor, éstos habían dejado
libremente inclinar su alma hacia aquel pueblo desventurado y bueno, más doliente por
el orgullo herido que por la matanza de ejércitos. Ellos sentían que una ceremonia
parecida en Kioto les habría comunicado la tristeza general sólo de la guerra; nunca una
tan profunda tristeza, idéntica a la que aparecía en cada rostro ruso de alrededor; y quizá
allá abajo, «al otro lado», en un templo lleno de lacas o de kakimono ambiguos, sus ojos
habrían quedado secos, mientras que aquí un canto suave, un acorde de almas más que
de voces, una confundida dulzura de sílabas emitidas juntas de todas las bocas y
ascendente de los fondos oscuros del alma, arriba, hacia espacios de eterna serenidad,
hasta un grito de imploración suprema… «Invocamos la misericordia de Dios sobre
nuestros enemigos» tradujo el oficial ruso; extendía sobre su vista un velo que desde
niños no conocían ya, y a su voluntad, una extraña tensión de venganza.
Y cuando, en un silencio muy profundo, el pope abrió los brazos y les bendijo a
todos, éstos, los neutros, los extranjeros, los de religión distinta, doblaron la cabeza
como los mugiki cerca de ellos, y movieron los labios buscando palabras olvidadas de
ferviente oración, para implorar a aquel Dios que está sentado más a lo alto de los
campanarios y de las cúpulas de todo el mundo, clemencia, clemencia para Rusia...
…………………………………………………
***
¡Ofertas para los heridos! Pues claro. Delante de las Damas blancas que
alargaban toscas bolsas de tela con la cruz roja, la muchedumbre, reverentemente, se
abría, y desde los márgenes abiertos, los brazos de todos se alargaban aprisa para
desaparecer en seguida y renovarse sin descanso, mientras un ruido metálico media la
sucesión del gesto.
Se irradiaban por todas partes las bellas, damas blancas, de ojos de agua marina
y de melenas de oro pálido mal sujetas con cintas, excavando entre los hombres surcos
de inmediata cosecha. Procedían despacio, derechas, dando las gracias con humilde
mirada, con dulce sonrisa, con sumisas palabras. Único recuerdo de su vida de dominio,
el paso; inimitable atributo de casta que resiste a la pobreza, al claustro, al vicio, a las
más terribles acciones niveladoras. La humildad, la más profunda humildad, no podía
corregir aquel paso suyo de soberanas: se habrían presentado andando así también al
Supremo Juez, árbitro de su suerte eterna...
Una de aquellas damas, atravesando la muchedumbre vino a pasar indecisa ante
el grupo brillante de los oficiales extranjeros. La luz de los cirios la iluminaba por la
espalda; su rostro, fijo en la expresión austera de una abadesa en oración, era casi
invisible. Inmaculadamente blanca, parada en un espacio vacío, manteniendo la mirada
en el suelo, aparecía como una virgen bajada de su marco, pero todavía fija en su
posición invariable, abandonada desde hacía poco.
S. A. I la gran duquesa VI... –murmuró el oficial ruso.
Pero otra virgen seguía a breve distancia de la primera, un poco más alta que ella
e igualmente nítida en la línea hierática: nítida como un dibujo griego sobre los jarros de
Megara. Su rostro estaba igualmente bajo y poco iluminado; pero una cruz roja más
grande que las de sus compañeras, bordada sobre su pecho y cerrada en un círculo rojo
que las otras no tenían, era suficiente quizá para distinguirla. En efecto.
– La vicepresidenta –dijo el oficial.
La indecisión de las dos damas tuvo breve duración. Todos los brazos
galoneados de oro les hicieron una señal de invitación; y los uniformes de las diferentes
naciones se dispusieron en forma de callejuela de paredes centelleantes.
En el santo nombre de la caridad universal, en el grande nombre de Europa
Madre, la Rusia, la más bella Rusia se adelantó entre las naciones hermanas, dolor
viviente en un marco de afecto. Y presentado con el puño cerrado, el oro de Europa
tintineó alegremente en las bolsas de tela, sobreponiéndose a los copecs.
Las dos bellas bocas sonrieron con una sonrisa conmovida; las dos frentes
purísimas se volvieron a levantar orgullosas como si llevaran todavía diademas; las dos
miradas apenas azuladas corrieron sobre los rostros de otras razas lanzando relámpagos
de agradecimiento... Pero de golpe, los ojos de la segunda dama se fijaron en una
columna y se dilataron por un improviso asombro. En un instante se le enrojeció la cara
y se le descoloraron los labios; y su mano, adornada con una sola grande esmeralda,
agitó convulsamente la bolsa de tela. Desde la columna, Alberto de O... dio como un
salto hacia delante y su colega inglés inesperadamente empujado, se volvió hacia él para
preguntarle en voz baja qué tenía... Pero el otro no oyó apenas las palabras; murmuró un
«nada» casi áspero, mientras su mirada, hecha hoja cortante, pasaba entre las cabezas de
alrededor y se clavaba derecho en el dulce rostro de la segunda dama. Y un rayo
caliente nació al mismo tiempo debajo de las condecoraciones de un uniforme de
marinero y debajo de la blanca tela de un hábito de la caridad, estableciendo como un
puente de luz soñado por espíritus en fiesta fantástica. La gran duquesa fue a empujar
dulcemente a la dama para volver al centro de la iglesia. Y entonces, el puente laminoso
se rompió. No quedó más que una línea deslumbrante y delgada que terminaba lejos,
sobre una figurita arrodillada sobre el pavimento, y tan postrada, tan inmóvil que
parecía una estatua de nieve derretida y derribada por un sol repentino y después helada
de nuevo: así, tan inmóvil, que parecía muerta…
VI
«Si yo contestara: Comandante, su ruego me honra; pero le rogaría a mi vez que
me dejara un poco en paz… ¿Qué pasaría?»
Preguntóse a si mismo Alberto de O... dejando de mal humor sobre la mesita
cajón, delante del que estaba sentado pensativo, un billete que había sido llevado hacia
poco por el timonel de guardia, y que contenía estas palabras: «Le ruego venga a verme
en seguida en uniforme ordinario».
– ¿Qué querrá de mi y de mi uniforme? –continuó abrochándose aprisa delante
del espejo–. ¡Todavía otro cambio…!
Sobre su pequeña cama estaba todavía extendido el uniforme de gala que se
había puesto algunas horas antes; su chaqueta de a bordo había caído encima desde
hacía poco, y dentro de breve rato, también el abrigo habría quedado allí.
... Porque cambiarse, cambiarse siempre es el destino de los oficiales de marina.
Entre la gala y el huracán, entre el ecuador y las altas latitudes, hay para ellos toda una
gama de vestidos que varia del blandísimo al apergaminado; del muy permeable al
impermeable; del fino al tosco; de la seda al pelo de cabra... No se trata más que de
escoger y aprisa: llamadas, lluvias copiosas y misiones tienen siempre prisa...
Ya estaba listo. Dejó el camarote en desorden y salió. Una escalera
perpendicular, pocos pasos, el inesperado eco de alguna voz femenina más allá de una
puerta, una llamada discreta, un «¡Adelante!», medio afable, medio imperativo, y…
Blanco, confuso.
El blanco es prepotente porque en comparación de los otros colores, entra
siempre el primero en la retina, El blanco es absoluto, y causa respeto porque viste o
envuelve las cosas absolutas: la inocencia, la renuncia, el amor y la muerte; son blancos
los ángeles, las visiones las santas, los tálamos y las alegorías sepulcrales.
Una bella mujer, austeramente blanca, se acerca al mármol y habla más al cincel
que a la pluma.
Una bella mujer, vestida austeramente de blanco, que fue besada un día, y que
después se desvaneció, se volvió visión, símbolo de amor profano, intermitente
recuerdo, ligero sobresalto de pensamiento, casi nada más... y vuelta a encontrar
verdadera, viviente, más bella que sus mismas visiones, vuelta inmaterial por la radiosa
aureola de la claridad, vuelta símbolo de amor sagrado: una mujer así hace enmudecer,
trastorna…
– Adelante, adelante –dijo el comandante al joven, que se había parado en el
umbral del salón y miraba perplejo a su alrededor, como deslumbrado. Y mientras le
miraba con sorpresa, dentro de sí continuó: «A fe mía, cada día se ve algo nuevo! El
teniente de navío de O... que se confunde a la vista de algunas damas de la Caridad! ¿Le
habrá despertado bruscamente mi billete? Me parece que incluso se ha vuelto pálido».
Pero su sorpresa se trocó en asombro extremo cuando una voz dulcísima,
ligeramente trepidante, que procedía de una de las damas sentadas al lado de él,
preguntó al recién llegado:
– C'est bien vous, n'est ce pas?
Y vio a éste inclinarse profundamente mientras murmuraba un:
– Si, condesa...
Inmediatamente contestado por un:
– Non, il n'y a plus de comtesse, ici; avez-vous oublié que je m'appelle
Alexandra? C'est comme ça qu'il fant m’appeler…
«¡Oh… oh!», pensó. «Tengo una vaga idea de que aquí el confundido sea yo.»
Y en seguida, su ojo experto en el conocimiento de las almas, se volvió hacia la que
había hablado así... estudiándola en su súbita palidez... «No», añadió; «me parece que
comprendo muy bien...» y sonrió. Pero quiso estar seguro de la idea que había tenido; y
preguntó, como por casualidad, con una débil señal de indulgente malicia:
– ¿Quizá, señora, ha estado usted largo tiempo en Italia?
Una mirada eslava indescifrablemente límpida, sin fondo, como el agua del
abismo, se levantó despacio hacia él.
– C'est ça –contestó la dama. Y después con un tono preciso, hecho para cortar
toda curiosidad sobre un asunto celosamente suyo–: En effet, j'ai connu beaucoup,
monsieur, il y a longtemps... –continuó, irradiando azul de sus pupilas.
«No hay duda... después de este acento de reproche... ¡Afortunado él!» apostilló
interiormente el comandante. Pero, hombre inteligente, no insistió.
– Entonces, mucho mejor –continuó–. Óigame, De O…; estas nobles señoras
han querido hacernos el honor de venir a darnos las gracias oficialmente por haber
enviado esta mañana una representación del buque a la ceremonia fúnebre celebrada en
sufragio de los caídos en la guerra. Esto ya es muy amable por parte de ellas; pero no es
suficiente... Me comprende, ¿no es verdad, De O…?
– Sí, comandante.
– Es que me parecía que pensaba usted en otra cosa...
La mirada de fulgores de icebergs se levantó de nuevo sobre el oficial como si le
estudiara a fondo.
«Verdaderamente, ¡afortunado él! ¡Pero tiene que haber hecho algo gordo este
joven señor!...», pensó el comandante; y continuó en voz alta:
– No era bastante. Han querido venir aquí, a nuestro barco, antes que a los otros,
para dar las gracias personalmente al oficial enviado por mí, por una espléndida
contribución suya a la colecta…
– Ah! Oui! Au nom de nos blessés, merci, merci beaucoup, cher petit ami…
De nuevo, el comandante se quedó mudo por algunos segundos, fingiendo una
impasibilidad perfecta.
«Cher petit ami», pensó. «Si continua así... me parece inútil que hable yo... Es
mejor que se lo arreglen entre ellos; es evidente que tienen este gran deseo. Procuraré
ayudarles…»
– Ahora –prosiguió– soy yo que tengo que dar las gracias a mi vez, querido De
O… por la manera con que ha interpretado los sentimientos de nuestra profunda
simpatía hacia nuestros valerosos huéspedes. Esto nos ha valido el ser honorados con la
primera visita de la Cruz Roja. Gracias de corazón.
Le estrechó la mano. Un breve silencio.
«Ahora te recompensaré mejor» pensó.
– Óigame, ayúdeme todavía –continuó–. Si las señoras me lo permiten, querría
rogarles que visitaran nuestro buque. ¿Quiere usted acompañar a la condesa amiga
suya? Yo me pondré a su disposición –dijo inclinándose a las otras dos damas que
habían venido a la visita junto con la primera–. ¡Pero, De O…¿Qué hace usted? ¿No se
mueve?
VII
Andaba como se anda en aquellos sueños en los que uno parece ser arrastrado a
través de una niebla sobre un terreno inconsistente, imperceptible bajo los pies.
Una aparición que no tenía gestos, que no tenía palabras; pero que difundía a su
alrededor un delicadísimo olor de lavanda, le guiaba en un ambiente que no reconocía
ya y que le parecía lleno de sombras confusas.
Sí ella hubiese dado un salto, él habría saltado también; si se hubiese parado allí
por un tiempo indefinido, él no se habría movido; si le hubiera dicho «Vamos a morir»,
habría asentido con una señal de la cabeza, sin pronunciar una palabra sobre la pérdida
de la vida. ¿Hablarle? Él no habría podido decirle más que palabras irreverentes, porque
no habría sabido usar más que su lenguaje ordinario, y una criatura parecida no debía
poder escuchar más que frases muy altas.
Y después, ¿qué? ¿De un pasado lejano, de un día de broma, de alguna raya
descabellada escrita en momentos enfermos? Estúpido sacrilegio todo esto. La mujer
actual, su vestido, su misión, no tenían ya nada de común con Pobieda, Po...bie...da...
como había pronunciado ella el día en que se bautizó así. ¿Hablar de matanzas, de las
innumerables heridas que aquellas manos blancas, modeladas por un Fidias enamorado,
habían tenido que curar con suave tacto? Un natural buen gusto se lo prohibía, y se le
erguía en contra como una cabeza ofendida. ¿Volverle a hablar de armas, como
entonces? No, absolutamente no... Habría sido todavía peor...
Callar... seguir...; deleitarse en respirar el aire por donde ella pasaba... callar;
sorber con la mirada las ondulaciones blancas de sus movimientos regulares…
Pero ella, ¿qué pensaba a su vez? Nada, quizá… Parecía no notar tampoco el
extraño mutismo del joven por quien era seguida; parecía considerarse sola, y parecía
que acelerara el paso únicamente para acabar pronto una cosa que no tenía para ella la
más mínima importancia.
El corredor era largo. Los cañones dormían su sueño pesado de paquidermos de
acero; pero soñaban relampagueos y llamaradas, como siempre, porque sus latones
lucientes eran recorridos por rápidos relampagueos de luz. Los marineros estaban
esparcidos por aquí y por allá sobre el puente, silenciosamente sentados y absortos en
pulir metales. Todo era paz, tranquilo deber de cada día; todo estaba intacto, fresco,
profusamente ventilado, como una casa bien hecha, bien habitada y nueva.
Pero al aparecer la blanca mujer cruzada, sucedió una cosa inesperada. Todos los
marineros, sin mandato alguno, se levantaron y se inclinaron a su paso, quietos en sus
puestos. El corredor se quedó inmóvil. Y uno, un pequeño siciliano que agarraba
todavía su trapo, después de haber mirado extático la aparición, fue a su encuentro y
devotamente le besó la mano. Otros le imitaron; después acudieron todos: los creyentes,
alrededor de su Virgen vista viva por la primera vez...; los otros, alrededor de un
sorprendente símbolo de sacrificio y caridad, alrededor de un algo que no lograban
explicarse, pero que les mandaba doblar la frente, postrarse profundamente, confesarse a
sí mismos que en el mundo puede existir un prodigio.
Y la dama se paro asombrada, rodeada por ellos.
– Ah! Qu'ils sont gentils, ces italiens –dijo procurando sustraerse al espontáneo
gentío de almas jóvenes– Ils vous forcent à les adorer tous! Vous êtes –añadió
dirigiéndose por primera vez al joven –,vous êtes un peuple royal. Vous êtes les maîtres
absolus de la compréhension humaine…
¿Era verdaderamente a él a quien la visión hablaba? Sí; de aquellos ojos de
diamante azul se desprendía algo de ferviente que parecía el final de una lucha interior y
la demanda suplicante de perdón.
El mutismo del hombre se rompió como un objeto de cristal entre rocas que
caen; y se atrevió a mirarla como la miró la primera vez, años atrás, sobre el puente del
viejo buque, buscando sus pupilas…
– …No sé si es siempre verdad –dijo con voz floja.
Continuaron mirándose. Que ella hubiese hablado y el otro contestado, era ya
una cosa olvidada. Se estudiaron a fondo para descubrir lo que la vida y el tiempo
hubiese demolido en ellos, y ver qué quedaba de sus seres de Levanto. Y vieron muy
bien que ambos se habían vuelto a ver en sueños y se habían llamado por largo
tiempo… para entorpecerse después en aquel letargo producido la enfermedad de la
distancia perpetua... para doblar la cabeza al destino de los nómadas... Pero, no; he aquí
que la mirada se prolongó todavía, y fue suficiente este sencillo hecho material para que
una especie de niebla que lo volvía opaco, se dispersara lentamente como ceniza al
viento. Su expresión atenta se suavizó, tomó forma de indulgencia; después, de paz; al
fin, como arco iris esperado, apareció sobre sus labios la sonrisa. Una sonrisa que tenía
consigo la alegría de las flores que nacen, el triunfo del sol que surge del horizonte, una
dicha desmesura de vivir.
Pero ella la interrumpió en seguida, volviéndose otra vez grave.
– Ah! Quel dommage! –murmuró como si hablara a alguien a quien temiera
despertar. E inclinó la cabeza sobre el vestido blanco como absorta en una oración.
Pero la volvió a levantar poco después para pedir al joven que diera las gracias
por ella a aquellos buenos hijos de Italia y volviera a enviarles a su trabajo. Fue hecho.
Se quedó todavía un poco contemplando a los marineros mientras se desparramaban por
el corredor. Se veía claramente que su pensamiento temblaba por una sacudida reciente.
Quiso parecer segura; fingió ocuparse todavía de ellos, e hizo una pregunta extraña.
– Dites donc, mon petit ami. No hay aquí aquellos horribles individuos que se
llaman... istes, anarchistes, socialistes… entre ellos?
– ¿A bordo? Nunca, condesa…
– ¿Todavía? Llámeme Alexandra ¿Entonces?
– Entonces... aquello es material de tierra. El mar restablece y cura en seguida
los raquíticos y los escrufulosos también de espíritu. Y después, allá, en Italia, nadie
pensaría llamarles «horribles individuos». ¿Sabe usted por qué? Porque éstos
desaparecerán en seguida el día que estos hablen… E indicó los cañones–. Estoy seguro.
Toda Italia está segura. Y haremos de ellos italianos puros…
Ella le escuchaba contemplándole y teniendo la boca y los ojos semiabiertos.
Después exclamó:
– ¡Qué afortunado país Italia! ¡Cuánta fe! ¿Ve usted? Usted, que estaba tan
silencioso, se ha animado en seguida apenas ha hablado de él... ¡Y decir que yo he
echado a perder mi vida buscando calor y fe! –añadió después de una larga pausa.
– Yo me callaba simplemente porque no sabía qué decirle y para no hacerle la
ofensa de decirle cosas sin importancia. Y después, respetaba su silencio…
– Bien trouvé. C'est ça… Y yo he entendido que no tenía usted nada que
decirme, y ça me faisait beaucoup de chagrin, bien que ce soit naturel. C'est la la loi
inéluctable.
Ambos se encontraron en un extraño apuro. Volvieron a andar como para
apaciguarlo: al azar, hacia proa, donde había más luz.
– Mais venez donc à côté de moi! Est ce que je vous fais peur? –dijo de repente
la dama blanca.
– No usted, su vestido.
– Peur?
– No; un respeto inexplicable.
– C'est trop... Tout notre monde est habillé comme ça, à present... Yo recuerdo
que un día... No; es inútil ya. Es la ley imperativa de las cosas condenadas a acabar.
Esto no impide que dejen una estela amarga… cuando se ha creído…
Pero, ¿a qué se refería aquella enigmática criatura que hablaba un lenguaje tan
absoluto, mientras parecía luchar contra sí misma, cambiando la expresión del rostro, a
veces casi sonriente y en seguida oscuro?
El estaba a su merced, aguantándolo todo, no atreviéndose a analizar, no
logrando expresar nada que se refiriese a la otra «mujer» de allá abajo.
La mínima alusión le habría parecido profanación. La sonrisa de poco antes, la
gran luz que había resplandecido en su alma habían sido alucinación nada más; y sentía
casi vergüenza de ello. Aquella dama de la caridad y de la piedad tenía que ser
considerada así, como la habían considerado sus marineros: una Virgen, una bellísima
Virgen, y se le tenía que besar las manos. Lo que ella decía expresaba cosas a las que él
era del todo extraño… Había sólo que escuchar. .. escuchar el dulce murmullo de su
voz, como el creyente escucha el órgano de la iglesia en el momento de la elevación.
Había que contestarle sólo: ¡Así sea!
Estaban a proa, solos, casi cerrados por dos hileras laterales de camarotes y por
dos torpedos envueltos en paño verde, puestos en el sentido de la anchura del barco.
Una pequeña bomba de vapor palpitaba sumisamente y cantaba una canción suya
singular de trabajo siempre igual, con la jovial irreflexión de las obreras no vivas. Y la
escuchaban ambos: el joven, apoyado en un cañón, y la mujer, derecha al lado de él,
absorta, mirando una bombilla eléctrica puesta en el hueco de una escotilla, a sus pies.
Ella había explicado las últimas vicisitudes de su vida, inesperadamente
evocadas al ver los torpedos.
– Uno de éstos ha echado a pique el buque «donde iba mi hermano...» –había
dicho. Pero un cazatorpedero le había salvado. Por su conducta heroica durante toda la
guerra, y porque ella misma había corrido en Vladivostok a hacer un poco de bien a su
país, el Zar había anulado el decreto de destierro para ella–. Mon exil... on vous aura dit
ça... Levanto... cette petite coquette… n'est-ce pas?...
Y la gran duquesa, que había demostrado para ella la más grande benevolencia
tomando su defensa en la corte en los días tristes, la había reclamado a su séquito en la
Cruz Roja. El conde A...ief, su marido, religiosísimo, no había querido ni separarse
oficialmente, ni reconciliarse.
– C’est juste… n’est-ce pas?...
Y se había establecido entre ellos que, terminada la guerra se retiraría a sus
tierras de Kiev...
– Para siempre –dijo, como si pronunciara una condena.
La pequeña bomba de vapor continuaba latiendo indiferente su humilde ritmo...
La dama miraba la bombilla con los ojos semicerrados, como siguiendo confusas
visiones rojas en lucha entre ellas... De los dos torpedos, algunas gotas de aceite caían
lentamente en un recipiente de latón puesto debajo de ellos...
…………………………………………………
***
«Vladivostok. Hótel Royal.
»Petit ami:
»El diablo me sopla un último pecado, y el Señor me ordena cometerlo para que
yo conserve en mí, para el futuro, la amargura y el horror de la culpa.
»Lo cometo. He aquí: Yo tendría que tener mi alma eslava llena de admiración
inmensa por lo que usted hizo ayer: nada habría podido ser más noble, más
verdaderamente italiano. Pero si yo tuviera que resumir de una manera exacta y concisa
la impresión que me ha quedado, no tendría otras palabras sinceras más que éstas: Petit
ami, vou êtes un sot. Adieu.
»Alexandra.»
Guido Milanesi
( Roma, 1875 - Roma , 1956) fue un escritor italiano .
Biografia
En sus comienzos literarios, tuvo una importancia significativa su papel como oficial de
la marina italiana durante la Guerra Italo-Turca (1912) (fue capitán de la embarcación y
luego almirante). Se dedicó a escribir novelas, prefiriendo temas de carácter aventurero,
a menudo extraídos de sus experiencias sobre la guerra, desde su perspectiva como
oficial de la marina. Tuvo un notable éxito de público y sus novelas se reimprimieron
continuamente hasta la Segunda Guerra Mundial .
En sus novelas a menudo hay ideas polémicas y posiciones políticas. No aceptó las
leyes raciales. y, contrariamente a lo que puede parecer de la lectura cinematográfica de
una de sus novelas (La sperduta di Allah , de G. Guazzoni, con I. Falena y G. Talamo,
1929), nunca ocultó una cierta incomodidad con el extremismo religioso o racial -
particularmente de origen germánico- que se evidencia en la mayoría de sus escritos.
El carácter fuertemente racial de su producción surge en muchas de sus obras y, en
particular, en la recopilación de cuentos Jane, la mestiza y en la novela La sperduta di
Allah . En ambos textos, Milanese habla de las teorías raciales de matriz biológica y
eugénica.
Jane, la mestiza, narra las desventuras de una joven "mulata" (de padre europeo y madre
africana) en un entorno caribeño. El interés del autor aquí es representar las difíciles
condiciones de vida de los "mestizos".
Publicó principalmente con la editorial Alberto Stock en Roma, con Alberto Mondadori
y con la editorial Ceschina.
Trabajos
Novelas