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Supervivencia del hombre colonial

Fernando Benítez

El hijo del conquistador o del primer poblador nacido en la Nueva España, es decir, el primer
mexicano en el tiempo, no es un hombre muerto. Con sorpresa observamos que su actitud
ante la vida, sus ideas y sus sentimientos, la consideración que tenía de su mundo, viven hoy
en nuestros contemporáneos. La supervivencia del hombre colonial, desaparecida la Colonia,
es un fenómeno al que asistimos en calidad de testigos y de participantes. Ningún hombre es
el sobreviviente de una edad remota, y si el viejo criollo a nuestros ojos resulta un náufrago
del XVI, es porque con él, a semejanza de Robinson Crusoe, se han salvado los restos del
naufragio de su siglo.
La Colonia está más cerca de nosotros de lo que imaginamos. El “hondo sentimiento de
menor valía “, el famoso complejo de inferioridad privativo del mexicano, origen de “todas
sus virtudes y de todos sus defectos “,1 es un sentimiento brotado en la Colonia. La sujeción
política a un extranjero que gobernaba como un representante de la divinidad, su total
dependencia económica, el hecho de que el mexicano careciera de oportunidades para
intervenir en la vida pública o en la dirección de las empresas comerciales o industriales, la
subordinación a la técnica y a la cultura del conquistador, le crearon la convicción de que
todo lo extranjero, por el solo hecho de serlo, era lo mejor. ¿Cuántas consecuencias pueden
derivarse de una brutal y cortante servidumbre? Enumeremos sólo unas cuantas. Octavio Paz,
con clarividencia de poeta, escribe en el libro El laberinto de la soledad: “Quizá el disimulo
nació en la Colonia. Indios y mestizos tenían, como en el poema de los Reyes, que cantar
quedo, pues entre dientes mal se oyen las palabras de rebelión. El mundo colonial ha
desaparecido, pero no el temor, la desconfianza, el recelo”. El temor a comprometerse con
una palabra sospechosa de rebeldía, la desconfianza que inspira el esclavista profesional, y
el recelo a ser engañado, burlado y escarnecido por un hombre superior y en continuo asecho
de ventajas, propios del criollo, se extremaron en indios y mestizos al grado de convertirse
en la imagen misma del silencio reticente y de la torva y misteriosa suspicacia. “Plantado en
su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y
la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación”. Todo es acto de defensa, pero
también de entrega desdeñosa al aniquilamiento. Su terrible violencia y su espíritu cargado
de explosivas represiones pierden su significado ante la indiferencia, esa especie de parálisis
con que el mexicano se complace en destruirse. La indiferencia no sólo es resultado de una
desconfianza hacia su mundo hostil, sino la desoladora certidumbre de su desamparo, de la
ineficacia de su intervención, de que todo anda mal y no vale la pena de preocuparse por
nada.
La indiferencia es, sin duda, el fruto de una vieja certeza de que los bienes y los goces
del mundo no le pertenecen. Quien ha nacido en una Colonia donde las cosas tienen un dueño
extranjero termina siendo un indiferente animado de oscuras intenciones destructoras.
Estamos frente a un caso de nihilismo que comprende lo mismo al árbol y a la tierra, que al
gobierno, a la improvisación y al dispendio. El mexicano puede ver, sin alterarse, cómo arde
un bosque. Es capaz de presenciar una destrucción o un despilfarro sin decir palabra. Sabe
que el monte quemado y la tala y la destrucción y el saqueo y la injusticia obedecen a un

1
José E. Iturriaga, La estructura social y cultural de México, Fondo de Cultura Económica, México,1951.
sistema de despotismo, a intereses superiores e intocables. La concesión, el cacicazgo, el
monopolio, el favoritismo, los vicios de la Colonia, establecen una realidad contra la cual se
considera vencido de antemano.
Su actitud ante la política puede, en su esencia misma, considerarse similar a la que
observaban los criollos en el XVI. Si en la época colonial los cargos administrativos eran
considerados como el botín legítimo a que podían aspirar ciertos privilegiados, en la
actualidad siguen viéndose como el patrimonio de un grupo igualmente, aunque por otras
razones, privilegiado. La circunstancia de que todo mexicano aspire a ocupar un puesto
elevado en la administración no le impide tener el peor concepto del gobierno. Para él toda
autoridad es espuria, inmoral y tiránica; y toda ley, lesiva a sus intereses.
Esta conciencia lúcida de una imposición y de una inmoralidad, a las que asocia la
persona y los actos del gobernante, se encuentra en franca contradicción con su “apatía
ciudadana” y su indiferencia en materia de acción política. Por lo que hace a la ley, trata de
buscar la manera de burlarla, de hacerla inoperante, y por lo que hace al funcionamiento
público se venga de él y de sus medidas creando sarcasmos sangrientos de una refinada
malevolencia. La costumbre de los pasquines anónimos con que se pintaba la casa de Hernán
Cortés –“pared blanca, papel de necios”–, las alusiones venenosas al Virrey Enríquez y el
descontento popular manifestado en las representaciones teatrales de 1578 encarnan hoy en
los chistes anónimos que corren de boca en boca, en algunos periódicos y en las cómicas
pantomimas de los teatros de revistas.
El mexicano, en materia política, nunca da la cara. Se mueve, cauteloso y lleno de recelo,
como si aún se enfrentara, con armas prohibidas y voces en sordina, al aparato represivo de
la Colonia. Su antagonismo y la triste idea que se ha formado de todo gobierno, a semejanza
del criollo, no determinan una resuelta intervención en la política. ¡Y por otro lado, qué
exhibición de servilismo! El espectáculo que ofrecían las antesalas gubernamentales a finales
del siglo XVI y la pegajosa adulación de Baltasar Dorantes de Carranza son notas comunes
a las dos burocracias. El hombre colonial no sólo piensa que el gobierno le es ajeno, sino que
los bienes y las cosas de su patria le son igualmente ajenos. Condenado a vivir de prestado
en un mundo carente de oportunidades y de estabilidad, lejos de preocuparse en acrecentar
su escaso patrimonio, cuando reúne algún dinero, lo derrocha, hundiéndose en una orgía
dolorosa y brutal que recuerda a los viciosos pobres de la novelística rusa, a quienes aniquila
la certidumbre de su impotencia y de su culpa. En las clases superiores el derroche toma
formas similares al que tomó en las épocas del segundo Marqués del Valle de Oaxaca. El
despilfarro en automóviles lujosos, el afán de sobresalir, la presunción espectacular, originan
gastos enormes y dan lugar a esos contrastes violentos y desgarradores en un país donde,
según el censo de 1940, “trece millones de mexicanos dormían en el suelo; y siete millones
vestían calzón blanco, seis caminaban descalzos; cuatro usaban huaraches, y nueve, zapatos”.
La revelación de tanta miseria en el pueblo, “la miseria que se establece y sanciona desde el
primer día de la Colonia”, justifica en exceso el carácter fatalista del mexicano, su desprecio
a la vida, su resentimiento, el esperarlo todo del milagro, el encenderle una vela a la Virgen
y el colocar bajo su peana, con su esperanza desatentada, el billete de lotería en el que gastó
sus últimos centavos.
Si el hombre colonial sobrevivió porque sobrevivieron sus condiciones coloniales,
desaparecerá asimismo cuando desaparezcan las circunstancias que lo crearon a lo largo del
tiempo. De hecho principian a borrarse sus rasgos tradicionales y a quebrantarse una rígida
fisonomía que dominara, semejante a una máscara, familiar y repulsiva, el panorama de la
historia. El mexicano ha iniciado tímidamente la conquista de lo suyo. Mucho de lo que era
ajeno hoy le pertenece y mucho de lo que él sentía ajeno principia a verlo con ojos de legítimo
dueño. La metamorfosis del hombre subordinado y esclavizado –que vivía de prestado– en
dueño de su vida y de sus bienes, se realizará cabalmente el día que sienta suyos la flor y la
tierra, la libertad y el conocimiento, el gobierno y la dicha. El día en que México deje de ser
la madrastra de sus hijos para transformarse en su madre. Es decir, en su verdadera patria.

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