Sunteți pe pagina 1din 3

Ese imaginario llamado América Latina

Amir Valle

Siempre que converso con un emigrante latinoamericano sobre eso que José Martí llamó “nuestras
tierras de América”, tengo la sensación de estar hablando de un rarísimo animal milenario, marcado
por las heridas profundas de las guerras que ha sostenido durante siglos, siempre receloso, triste, y
cubierto por esa pátina gris que sólo deja el polvo viejo. Pero no hay nada que haga pensar en la
muerte del animal, que conste, pues siento como si allá, agazapado en ese sitio de nuestra geografía
mental de donde lo rescatamos cuando hace falta, estuviera respirando con aquella misma
tranquilidad con la que respiran, en América Latina, esos indios ancianos, ya ciegos, que portan en su
memoria la mítica historia de nuestros orígenes.

Un continente de migraciones. Un continente paria. Una zona de nuestro Planeta donde el


nomadismo y el espíritu gregario parece ser la marca más precisa de nuestra idiosincrasia. Una
América que se pobló de migraciones llegadas de algún sitio que todavía se discute; una América
adonde llegaron emigrantes protegidos por la cruz y la espada (y otros que, simplemente, siguieron
tras ellos) cuando el Viejo Mundo se les hizo, además de viejo, aburrido y peligrosamente pobre (hoy,
perdida la memoria, muchos quieren olvidar a esos cientos de millones de europeos que, siglos tras
siglos, después del mal llamado “descubrimiento” se vinieron a esta parte del mundo buscando el aire
y el alimento que la depauperada y desigual Europa no podía ofrecerles); una América empobrecida,
saqueada, política y económicamente estafada por miles de desgobiernos a lo largo de su historia, de
la que hoy huyen millones de descendientes de aquellos nativos, de aquellos negros africanos que
fueron llevados a trabajar a nuestras tierras, y de aquellos emigrantes europeos, árabes y asiáticos,
mezclados todos hoy en eso indefinible que llaman “latinos” y a quienes, con más frecuencia de lo que
la justicia histórica debe permitir, se margina por su deseo de ir a buscar a otras latitudes el aire y el
alimento que la polvorienta América no puede ofrecerles.

De esa América, la nómada, he hablado. Y el emigrante la carga encima con sus dolores y sus
colores, con sus alegrías y sus sombras. Y es una América que contemplo cada día en las noticias:
esperanzado por esas nuevas luchas que, a favor de los más pobres (es decir, de la mayoría), tienen
lugar hoy en algunas naciones; tímidamente confiado en algunos estadistas (yo, que por naturaleza
no creo en ningún político, ni en política) luego de haberles visto hacer cosas a favor de “los de abajo”
que apenas un par de décadas atrás eran inimaginables; temeroso de que esos sueños de redención
terminen, como han terminado todos los sueños de redención hasta hoy, en totalitarismos que
estrangulen las pocas libertades que todavía les quedan, incluso dentro de su pobreza, a nuestros
pueblos; alarmado cuando escucho a ciertos personajillos de la política y la economía mirar con
añoranza hacia los siniestros años de las dictaduras latinoamericanas, atreviéndose a decir, incluso,
que a nuestros pueblos sólo se les lleva a buen destino con la mano dura de los militares “como
aquellos”, aseguran, nostálgicos.

En mi infancia, mis maestros me hablaron de una América exótica, casi monolítica, donde la pluma
y el taparrabo y la flecha eran símbolos de culturas que no podían compararse, eso decían, a la
majestuosidad de las civilizaciones egipcia, babilónica, o china. Leyendo al escritor cubano Alejo
Carpentier escuché por primera vez la frase “indios con levita”, con la que se ha pretendido ignorar,
minimizar, burlar durante muchos años, la inteligencia nacida en el mundo conquistado a punta de
espada y sangre hace ya cinco siglos. Y ya siendo periodista pude descubrir, sin apenas esfuerzo, las
numerosas tramas económicas, políticas, y hasta supuestamente “benéficas” con la que las naciones
desarrolladas engañan a esos “pobres indios” que notan el engaño pero no les queda otro remedio que
aceptarlo. Conversando con muchos de los turistas que arriban a mi país luego de sus viajes por otros
países de América, me harté de sus historias cargadas de exotismo y fetiche, de estereotipos y
superficialidades que captaban desde los hoteles adonde se encerraban buscando las aguas de las
playas, la historicidad encerrada en las fortalezas antiguas, la mágica unción que brota de los lugares
sagrados de las culturas indígenas o de las miles de iglesias y templos que, siglos atrás, se alzaron por
estos lares. Logré entender que, en los códigos actuales y para la Opinión Pública Internacional, el
término “Tercer Mundo” se parece cada vez más a la palabra “estercolero”, a pesar de los cientos de
eventos que cada año se realizan por instituciones internacionales que, con la repitencia inútil (sin casi
ningún resultado importante hasta hoy) de la discusión del tema América en sus agendas, sólo
demuestran su carácter obsoleto y su real inoperancia.

Años después, en mis viajes por América, descubrí la otra cara, polvorienta, de la verdadera
América: el rostro endurecido, acuchillado y frío de aquellos muchachos de no más de 15 años que me
escuchaban hablarles de una Cuba que incluso con sus problemas les parecía un sueño si los
comparaban con sus miserables vidas en el barrio de Cataño, en San Juan, Puerto Rico; los pies
endurecidos, como herraduras de bestias de carga, de esos negros haitianos que en sus mulos
pasaban por las calles de Santiago de los Caballeros, pregonando a toda voz sus flores o sus frutas o
su deprimente desesperanza; las manos callosas, tan curtidas que resistían el calor ardiente de los
carbones con que asaban el maíz, de aquellas jovencitas hermosas que suplicaban que compráramos
al menos una mazorca, en las esquinas de los barrios pobres de Santo Domingo, en República
Dominicana; los ojos cargados de la nada, como zombies tristes de almas vacías, de aquellas familias
que dormían frente al imponente edificio del Senado argentino en una Buenos Aires que me pareció
tan incongruente e inhumana como hermosa y solidaria; las caras nobles, inocentes y desesperadas
de aquellos niños guaraníes que en las ruinas de San Ignacio, en Misiones, Argentina, me cambiaban
pedazos de las ruinas jesuíticas por un mendrugo del pan que estuve a punto de tirar, harto de las
opíparas comidas de los grandes hoteles o las ricas casonas donde me alejaron mis anfitriones, los
escritores José Gabriel Ceballos, Abelardo Castillo y Silvia Iparraguirre; los surcos pintarrajeados del
miedo al hambre de aquellas prostitutas que andaban arriba y abajo por la playa Copacabana, en Río
de Janeiro, y la impostada alcurnia de los viejos mendigos que vi regados por las avenidas de Sao
Paulo; la vejez adelantada, como máscaras de funeral, de aquellos niños que, en la turística y
riquísima Puerto Vallarta, montaban un show de tragafuegos en plena avenida, aprovechando los dos
escasos minutos en que la luz roja detenía el tráfico; la rabia amenazante en esos muchachones que
nos asaltaron en pleno barrio Tepito, en México D.F, transformada en compasión cuando uno de
nosotros dijo: “somos cubanos”, y convertida en rara hermandad salvadora cuando bajaron las
pistolas y se dijeron: “vámonos, que éstos tienen menos que nosotros”; e incluso, ¿por qué no?, la
indefensión harapienta de esos cientos de ancianos que buscan en los latones de basura de La Habana
algo que comer o cualquier objeto que pueda ser vendible para sumar unos centavos a su simbólica
pensión de jubilados.

De esa América también hablan varios escritores latinoamericanos en nuestra sección de debate
“Punto de Mira”, gracias a la colaboración de los colegas de la revista española Contrapunto de
América Latina. Aquí están sus aportes.

S-ar putea să vă placă și