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Cuento de hadas: El deseo de Luisa

Hace mucho tiempo, existió un pueblito pequeño de nombre Tristonia, cuyos habitantes eran muy pobres,
tan pobres, que apenas tenían para comer o para vestir. Sin embargo, a pesar de la pobreza, eran
personas muy bondadosas, que compartían todo cuanto tuviesen, incluso la tristeza.
En efecto, las personas de aquel pueblito siempre andaban tristes y esperaban con impaciencia la llegada
del nuevo año, pues durante esa fecha, el hada de los pobres aparecía justo a
las doce de la noche, para conceder un deseo a la persona que tuviese el
corazón más bondadoso de todos.
En aquel pueblito, vivía una dulce muchacha llamada Luisa, que se levantaba
cada mañana bien temprano a trabajar la tierra para poder obtener comida, y
brindarla a los más pobres de Tristonia. Las tierras de Luisa no eran buenas, y
la pobre campesina debía trabajar día y noche para lograr abundante comida.
Cuando terminaba la época de cosecha, repartía lo obtenido entre todos y a
partes iguales, y solo se quedaba para ella una porción muy pequeña de los alimentos. Su alma era tan
generosa, que se compadecía de todos los seres de Tristonia, y sufría por todos los niños que se iban a la
cama sin probar bocado alguno.
Finalmente, llegó el último día del año, y todos esperaban impacientes la aparición del hada mágica para
que concediera un deseo. Cuando todos comenzaban a impacientarse, se abrió una luz en el cielo, y
descendiendo hizo su entrada la noble figura del hada. Tras mirar a todos los ciudadanos, decidió que el
deseo sería para la buena de Luisa, y ¿Saben lo que Luisa pidió?
Pues más tierras para cultivar, y así dar de comer a todos los niños de la ciudad. Las persona aplaudieron
emocionadas, y Luisa pudo ver su deseo hecho realidad.
Cuento de hadas: El Hada de la noche

Hace mucho, muchísimo tiempo atrás, cuando en la Tierra comenzaron a habitar


los primeros hombres, ya existían bestias temibles que dominaban la oscuridad
y sembraban el terror a su paso.
Por fortuna, también existían seres buenos y compasivos, como las hadas, que
sirvieron al hombre y le protegieron de todo peligro. Así, para que los primeros
habitantes de la tierra no murieran de frío en el crudo invierno, el Hada de la Luz
les regaló el fuego. Y para que pudieran defenderse de los grandes monstruos,
el Hada de los Metales, les regaló espadas y escudos.
Todas las hadas bondadosas tenían algo que obsequiar a los hombres, todas
menos el Hada de la Noche, que a pesar de ser generosa, no podía encontrar un
regalo que pudiera ser de utilidad.
Un buen día, mientras descansaba en el regazo de un río, el Hada de la Noche se encontró con un
muchacho que temblaba de frío a los pies de un árbol. Cuando le preguntó, el triste chiquillo solo pudo
explicarle que había perdido todo en la vida, y que un furioso dragón había devorado su casa, su caballo y
su gato.
Con el corazón arrugado, el hada buena quiso compensarle con un noble detalle,
agarró un trozo de su vestido, hecho de la noche más oscura, y dibujó con él la
silueta exacta del muchacho. Seguidamente, la colocó sobre el suelo y la llenó de
magia, y el muchacho se llenó de alegría al ver que la silueta imitaba todos sus
movimientos.
Entonces, el Hada de la Noche recorrió el mundo entero, regalándole a cada hombre
su propia sombra, hecha con los retazos de su vestido, para que jamás volvieran a
sentirse solos en el mundo. El Hada que no podía volar

Había una vez, un lugar especial donde habitaban todos los seres mágicos del
mundo. Desde horribles ogros, hasta elfos de oreja puntiaguda. Por supuesto, las
hadas también vivían en aquel lugar, donde reinaba la paz y la armonía.
Entre las hadas, existía una muy pequeña y de blancos cabellos que, a diferencia de sus hermanas, no
podía volar, pues había nacido sin alas. Inés, como se llamaba la pequeña, había crecido con mucha
tristeza al ver como el resto de las hadas se alzaban hasta el cielo y reían de placer volando entre las
ramas de los árboles y empinándose hasta las nubes.
Sin embargo, como sólo podía caminar, poco a poco se hizo de grandes amigos que no habitan en las
alturas, como las ranas y los conejos, y estos le enseñaron todos los escondrijos y pasadizos secretos de
aquella tierra mágica.
Un buen día, mientras transcurría una hermosa mañana llena de tranquilidad, los humanos irrumpieron de
la nada con espadas y con odio, y sembraron el caos entre todos los habitantes mágicos del lugar. Las
hadas, desesperadas, corrieron para salvar sus vidas, pero los hombres más altos lograban capturarlas y
encerrarlas en sus jaulas.
En ese momento, la pequeña Inés corrió al encuentro de sus hermanas y les indicó la entrada a un túnel
secreto por donde podrían escapar de los humanos. Sin embargo, el túnel era tan pequeño, que las hadas
no podían entrar con sus alas enormes. Algunas se negaron rotundamente, pero la mayoría quebraron sus
alas y escaparon junto a Inés para ponerse a salvo. Luego agradecieron a la valerosa Inés por haberlas
salvado y jamás volvieron a menospreciarla.
El Príncipe y la cebolla

Cuando los príncipes aún libraban doncellas atrapadas en castillos, y


las brujas vivían en los bosques y tenían mucho poder, existió un
reino lejano, cuyo príncipe quería encontrar el amor, tener muchos
hijos y volverse un rey justo.
Con el paso de los años, el príncipe se convirtió en un apuesto
joven, y cierta mañana decidió partir en busca de una princesa en
apuros, para rescatarla y brindarle su amor por siempre. Tras haber
cabalgado durante un tiempo, se dio cuenta que había llegado al fin
del mundo, donde no alcanzaban los colores del arcoíris ni llegaba el
agua de la lluvia.
Un hada que andaba de paso quiso ayudar al príncipe, se trataba del Hada Distraída, y le prometió que al
regresar a su reino, encontraría al gran amor de su vida, sentada junto al trono esperando su llegada. El
príncipe volvió sobre sus pasos a toda velocidad, pero al llegar al castillo descubrió que le esperaba una
cebolla gigante.
Sin más remedio, el príncipe se casó con la cebolla, y en las noches, se acostumbró a soportar su olor tan
horrible. Con el paso de los años, la cebolla aprendió a hablar, a recitar poemas y cantar hermosas
melodías, y el príncipe comenzó a sentirse a gusto con su esposa, quien le hacía reír y le preparaba sopas
exquisitas con su propia piel.
Un buen día, el Hada Distraída se apareció en el reino, disculpándose con el príncipe por su terrible
confusión, pues había equivocado sus conjuros y debía devolver la cebolla a su dueño y en cambio
ofrecerle la hermosa princesa que siempre había querido. Sin embargo, el príncipe se negó rotundamente,
pues había encontrado el amor junto a su querida cebolla.
Y así amigos, es que no debemos dejar de creer en los imposibles, y mucho menos, en un sentimiento tan
poderoso como el amor.

La vaina y los mendigos

Había una vez, dos mendigos muy tristes y muertos de frío que llevaban semanas sin comer. A punto de
desfallecer, se apareció mágicamente una hada buena ante los dos desgraciados. La noble criatura les
concedió una vaina de frijoles a cada uno y desapareció al instante, no sin antes pedirles que sacaran el
mejor provecho de aquel regalo. Inmediatamente, el primero de los mendigos rasgó la vaina y engulló las
alubias de un solo bocado. “Qué satisfecho me siento. Al fin mi estómago ha probado algo” exclamaba con
alegría.
Mientras tanto, el segundo mendigo extrajo los granos cuidadosamente y los
guardó en sus bolsillos, luego se comió el resto de la vaina y quedó igual de
complacido.
A la mañana siguiente, el mendigo precavido sembró las alubias en la tierra
fresca, las regó con un poco de agua y las protegió de la hierba mala. Así lo
hizo durante un tiempo, y al cabo de un año, ya contaba con una planta
hermosa llena de vainas. Entonces, el mendigo insensato le pidió devorar
aquellas vainas y saciar su hambre, pero el noble hombre decidió plantar
nuevos granos en su lugar, y esperar la llegada del próximo año.
En efecto, los retoños dieron a luz en poco tiempo, y el mendigo llegó a
sembrar cientos de granos hasta llenar incontables sacos para vender. Su amigo desquiciado, quiso
derrochar el dinero y darse mil y un lujos, pero el mendigo juicioso, que ya no le quedaba nada de
mendigo, empleó el dinero para comprar más tierras y mejorar la calidad de los cultivos, compró regadíos
y contrató a otros mendigos para que trabajaran la tierra por un salario justo.
Finalmente, el más inteligente de aquellos hombres se había vuelto todo un empresario exitoso, mientras
el otro continuaba de mendigo, esperando que apareciera el hada nuevamente a regalarle otra vaina.

Amigos inseparables

Carla y Pablo eran amigos desde muy pequeños. Sus madres habían sido
también amigas desde la infancia y ellos habían permanecido fieles a esa
tradición. Se llevaban muy bien y se querían muchísimo y se pasaban todo el día
unidos. Iban juntos a la escuela, hacían la tarea en el mismo lugar, jugaban,
charlaban. Eran inseparables.
Un día algo pasó entre ellos que torció rotundamente aquella relación. Por mucho
que sus madres intentaron que resolvieran el problema, Carla y Pedro dejaron de
verse y de ser amigos.
Muchísimos años más tarde, cuando ya ambos habían crecido y llevaban una
vida adulta, volvieron a encontrarse de casualidad. Cuando Carla encontró a
Pedro sintió por él un amor tan intenso que no pudo evitarlo y lo besó. Pedro se
quedó paralizado. ‘Ahora que ya tengo una familia y que las cosas me van bien quieres que estemos
juntos cuando fue esa la razón por la que dejaste de hablarme hace tantos años…’ Y se fue muy enojado.
Cuatro meses más tarde la llamó por teléfono y le pidió que se encontraran. ‘Carla, has sido lo más bonito
que me ha dado la vida pero también lo que más daño me ha hecho por eso quiero compartir el resto de
mi vida contigo’. Y a partir de ese día volvieron a ser esos niños inseparables, capaces de jugárselo todo el
uno por el otro.

Sueño de infancia

Siempre he querido muy mal. A hombres mucho más grandes, enamorados de


mis hermanas mayores. A chicos perfectos que jamás habrían mirado a la que
para sentarse necesitaba dos bancos o a la que llegaba a la ciudad con los
zapatos empapados de rocío y de bosta. Siempre he querido mal y la única vez
que acerté era tarde.
Estábamos hechos el uno para el otro; o eso creía (todavía lo creo) pero la vida
no te da la oportunidad de comprobar estas cosas. Compartíamos banco,
historias, algunas timideces. Pero cuando tuve el valor de decírselo, de
confiarle mi cariño intenso, mi soledad cuajada en sus ojos, en su cabello
renegrido, era tarde, demasiado tarde. Enfermó, y cuando volvimos a vernos
no éramos nosotros. No éramos los mismos.
Seguimos juntos pero el valor desapareció y los años se abalanzaron sobre nosotros separándonos para
siempre. Todavía al recordarlo una ternura intensa se apodera de mi ser, como esos flashes en los que
sentimos que finalmente podemos cambiar el rumbo de la historia. Esos instantes que terminan cuando
finalmente abro los ojos y descubro que he estado soñando.
La mala suerte

Cuando se hubo ido el último invitado, Flora miró hacia el techo y se dijo ‘un día más que he sobrevivido’.
Era su decimotercer cumpleaños. Detestaba estas fiestas pero no podía negarse a realizarlas; su madre le
había explicado que no festejar era asegurarse un año de mala suerte.
Pasaron los años con sus respectivos festejos de aniversario; como es
evidente, Flora seguía detestando esas reuniones, pero cuanto más
crecía más dedicación y empeño ponía en que cada una fuera la mejor.
A la mañana siguiente de su vigésimo cuarto cumpleaños -después de la
respectiva fiesta- estaba en su trabajo, tranquila tranquilísima. Era una
mujer que se tomaba su tiempo para todo menos para las cosas
importantes. Jeremías, un compañero de oficina por el que Flora
suspiraba desde hacía tiempo, estaba de pie junto a ella, pidiéndole una
cita. No, no podía ser cierto. Siempre había soñado con que eso sucedería; él, el más lindo de todo el lugar
la había mirado. Aceptó sin pensarlo, más deprisa que rápido.
Mientras estaban cenando, entre risas él le dijo que le parecía patético que una persona festejara su
cumpleaños si no deseaba hacerlo y que cuando ella habló en tercera persona de una amiga que lo hacía
para no atraer a la mala suerte, sus risas fueron en aumento.
Cuando al año siguiente decidió no festejarlo, después de un año de noviazgo con Jeremías, comprendió
que no pasaba nada. No se había caído el cielo y su casa y su trabajo seguían inmutables al igual que su
amor por el más lindo de la oficina.
Al mes Jeremías y ella rompieron después de una durísima disputa y su vida se desplomó. Esa ruptura le
hizo tanto daño que incluso tuvo que cambiar de trabajo; por uno que le gustaba menos, donde ganaba
mucho menos pero donde, por lo menos, no tenía que encontrarse con Jeremías. Cuando un año más
tarde, después de haber repuntado y de acomodar su corazón nuevamente recordó esa ruptura una
tremenda carcajada la sacudió: el día anterior a la ruptura, habían festejado el cumpleaños de Jeremías.

Rosenda

Cuando Rosenda despertó, tuvo el impulso de cerrar nuevamente los ojos: un dolor punzante bloqueaba
sus pensamientos. Intentó erguirse y se golpeó la cabeza con un elemento duro. Levantó la mano: parecía
una tabla de madera, a unos pocos centímetros de su cabeza; recorrió su borde áspero
y comprobó que tampoco podía moverse hacia los costados. Se hallaba encerrada en
una caja que no medía más que ella.
¿Habré muerto?, se preguntó. Intentó evadir esa idea, pero veía y hasta podía escuchar
la tierra golpeando el techo de su mínimo habitáculo. Iba a ahogarse y sabía que la
cantidad de oxígeno del que disponía no iba a ser clemente con ella; tenía que pensar
en algo para salir de esa situación.
Golpeó la caja con violencia y comenzó a gritar. Se detuvo en seco: si se agitaba, el
aire se acabaría más deprisa. Estaba desesperada. Sabía que esta vez sí que sería su
último día en la tierra —a los ocho años había permanecido en coma durante unos
meses por un severo accidente; la habían dado por muerta, pero había regresado—. Esta vez será distinto,
se dijo. La angustia se le pegó al cuello; era una mano gigante que la ahorcaba y le impedía respirar.
Nunca antes había pensado que pudiera echar de menos algo tan imperceptible como el aire.
Cómo voy a morirme ahora si todavía tengo mucho que hacer. Pensó entonces en Agustín; habían
discutido esa mañana y ella le había expresado que deseaba no haberlo conocido en la vida. Ahora lo
sentía. Las palabras, a veces, salen con la fluidez de un río cayendo a través de una montaña, pero como
él, no tienen forma de regresar a su sitio, borrando las consecuencias de su caída. Lo sentía
profundamente pero más lamentaba que no pudiera decirle eso que la aturdía; no poder expresarle que no
había querido decirlo y que habría dado lo que fuera por poder disculparse.
Una lágrima rodó por sus mejillas y su ruido seco al tocar la madera, atornilló sus tímpanos. Rosenda sabía
que iba a morir, y esta certeza ya no le hizo tanto daño como la posibilidad de que su hermano pudiera
sentir alguna culpa por ello. Comenzó a respirar cada vez más pausadamente; se ahogaba y ya no le
importaba.
Entonces sintió que el aire volvía a sus pulmones. Abrió los ojos, ya no tenía esa presión en las sienes. A
unos metros de donde se hallaba acostada, las olas acariciaban la arena con la rutina de siempre, sin
enmendar en el milagro de la vida y de la muerte, aunque participaran sin desearlo en él. Junto a ella, el
rostro bañado en lágrimas de Agustín le hizo olvidar de todas sus certezas. Por primera vez era consciente
de la íntima relación que existía entre el aire, entrando en su cuerpo y bombeando energía a cada uno de
sus poros, y el abrazo de ese muchacho.

Cuento La princesa de fuego


Hubo una vez una princesa increíblemente rica, bella y sabia. Cansada de pretendientes falsos que se
acercaban a ella para conseguir sus riquezas, hizo publicar que se casaría con quien le llevase el regalo
más valioso, tierno y sincero a la vez. El palacio se llenó de flores y regalos de todos los tipos y colores, de
cartas de amor incomparables y de poetas enamorados. Y entre todos aquellos regalos magníficos,
descubrió una piedra; una simple y sucia piedra. Intrigada, hizo llamar a quien se la había regalado. A
pesar de su curiosidad, mostró estar muy ofendida cuando apareció el joven, y
este se explicó diciendo:
- Esa piedra representa lo más valioso que os puedo regalar, princesa: es mi
corazón. Y también es sincera, porque aún no es vuestro y es duro como una
piedra. Sólo cuando se llene de amor se ablandará y será más tierno que
ningún otro.
El joven se marchó tranquilamente, dejando a la princesa sorprendida y
atrapada. Quedó tan enamorada que llevaba consigo la piedra a todas partes, y
durante meses llenó al joven de regalos y atenciones, pero su corazón seguía siendo duro como la piedra
en sus manos. Desanimada, terminó por arrojar la piedra al fuego; al momento vio cómo se deshacía la
arena, y de aquella piedra tosca surgía una bella figura de oro. Entonces comprendió que ella misma
tendría que ser como el fuego, y transformar cuanto tocaba separando lo inútil de lo importante.
Durante los meses siguientes, la princesa se propuso cambiar en el reino, y como con la piedra, dedicó su
vida, su sabiduría y sus riquezas a separar lo inútil de lo importante. Acabó con el lujo, las joyas y los
excesos, y las gentes del país tuvieron comida y libros. Cuantos trataban con la princesa salían encantados
por su carácter y cercanía, y su sola prensencia transmitía tal calor humano y pasión por cuanto hacía, que
comenzaron a llamarla cariñosamente "La princesa de fuego".
Y como con la piedra, su fuego deshizo la dura corteza del corazón del joven, que tal y como había
prometido, resultó ser tan tierno y justo que hizo feliz a la princesa hasta el fin de sus días

La hermana malvada

Nadie había querido jamás a Paty como su hermana Azul. La adoraba despierta con todos los sentidos e
incluso tenía sueños rutinarios en los que se paseaba junto a su hermana gemela en un mundo donde no
había más individuos que ellas dos: y eran felices, y se querían intensamente.

Pero a la luz del día las cosas eran diferentes. Azul tenía un carácter muy posesivo y cada vez que su
hermana Paty intentaba hacer algo con lo que ella no estuviera de acuerdo, tenía que someterla a sus
torturas; sentía que así debía ser para que su hermana comprendiera lo mucho que ella la amaba.

El tiempo pasó y fue separando lentamente a las hermanas; aunque no en el


corazón de Azul, que siguió amando a su hermana hasta el último minuto de su
vida. De hecho, en el instante que sufrió aquel trágico accidente que le quitó la
vida, su último pensamiento fue para Paty.
A Paty la entristeció muchísimo la muerte de su hermana; no obstante, estaba
acostumbrada a seguir adelante, así que, como lo había hecho tantas veces,
impidió que la tristeza la estancara y continuó viviendo. Y cuando consiguió
recuperar la estabilidad en su vida; cuando dejó de llorar la pérdida y retomó sus
actividades de siempre, algo pasó que la fundió en la más absoluta incertidumbre.
Una tarde mientras observaba a la gente que viajaba a su lado en el tren un recuerdo afloró intensamente
de su interior. No fue el hecho de evocar un instante lo que llamó su atención -los medios de transporte
eran un espacio ideal para viajar a otros momentos de su vida-, sino el darse cuenta de que ese recuerdo
no le pertenecía. A partir de ese día comenzaron a asaltarla imágenes, momentos y emociones que jamás
había experimentado. Y cuanto más recordaba más segura estaba de que esos instantes le pertenecían a
Azul.
Desde entonces, su vida nunca volvió a ser la misma. Comenzó a vivir en el recuerdo de su hermana y
pudo conocer en carne propia cuánto la había amado la pequeña Azul. Y también supo que ya era
demasiado tarde para todo. La imposibilidad de sanar el pasado le pesó como no le había pesado la
pérdida, y la acompañó para siempre.

Familias felices

Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un
motivo especial para sentirse desgraciada. Su madre no se cansaba de repetir esa
frase; seguro que la había leído en alguno de esos libros que llenaban sus tardes.
Desde que la conocía (desde que había nacido, por ende) no la había visto
haciendo otra cosa que sentada frente a sus libros. Leía de día y de noche. Leía
mientras el niño jugaba, cuando estaba estudiando. Su madre siempre siempre
estaba con un libro en la mano. Y lentamente él comprendió que en esos objetos
tenía que haber algo mágico y único.
Cuando Abel cumplió veinte años se hallaba leyendo (había adquirido esa
fascinación por los libros) y se topó con esa frase. Cuando supo que Tolstói no
había sido lo que se dice un hombre feliz y que ni siquiera su Ana Karenina había
llegado a atisbar aquello que el mundo entiende por felicidad, se dio cuenta de que todo era una mentira.
Esa novela, su historia, su pasión. ‘Lo único cierto es la tristeza y la infelicidad’, se dijo.
Varios años más tarde volvía sobre aquella frase. Leyéndola tras de esas enormes gafas que la miopía le
había impuesto. Ahora que su madre no estaba y que él se pasaba las tardes leyendo mientras su niño iba
de aquí para allá, sin detenerse a contemplarlo, se daba cuenta de que ninguna verdad es cierta hasta que
alguien no la escribe. Entonces supo que él no tenía que leer, sino escribir. Dos años más tarde publicaba
su primera novela y la prologaba con esa introducción de Lev Tolstói en memoria de su madre.

EL ASIENTO
El anciano llegó a la estación del subterráneo y le sorprendió la cantidad de gente que se
encontraba en el andén. -”Será hora pico” -reflexionó, pero sus pensamientos se interrumpieron
ante la llegada de la formación.
El coche estaba lleno y por supuesto, todos los asientos ocupados. Él eligió la zona reservada
para mujeres embarazadas y ancianos. Supuso, equivocadamente, que el joven que ocupaba
dicho asiento, se lo cedería.
Pero el joven estaba profundamente abstraído con su teléfono, tratando de resolver un juego de
ingenio. El anciano se aferró a la manivela colgante y pensó que distinta era la realidad actual. No
se cedían los asientos a mujeres o ancianos, aun en el sitio reservado para ellos.
Imaginaba una pelea entre los ocupantes de los asientos, para cedérselo a él, mientras esbozaba una sonrisa,
agradeciendo ese gesto. De pronto, una señora mayor lo llamó, ofreciéndole su asiento. El anciano la miró agradecido
por ese gesto, pero no pudo aceptarlo. Había llegado a destino.
EL REFUGIO
El silencio dominaba el recinto. Un silencio, prolongado, inusual. La quietud era total. En sus tareas de exploración
encontraron una construcción, parecía un cañaveral, ideal para ubicarse sin ser vistas. Por
fin, después de explorar toda la casa, hallaron un sitio adecuado para quedarse.
Lo recorrieron minuciosamente y acordaron que era lo más conveniente para una estadía
prolongada. De pronto, un iluminación intensa las inmovilizó. Sonidos y voces provocaron un
estado de alerta. La tranquilidad de varios días se interrumpió abruptamente. Multitud de ojos
miraban aterrados en derredor.
Los moradores habían regresado de sus vacaciones y la normalidad cotidiana, se reinstalaba
en la casa. El abuelo, se dirigió al cuarto de baño a fin de limpiar sus dientes. Colocó la pasta
dentífrica y comenzó a cepillarse.
Casi, en simultáneo, gritó exclamando: -¿Qué es esto?.
Pequeñas cucarachas, salieron del cepillo precipìtadamente y se desplazaron por las encías, los labios y la cara,
abandonando lo que para ellas, las cerdas del cepillo, habían sido un refugio oportuno para pasar desapercibidas.
El abuelo, mientras tanto, enjuagaba su boca con todo lo que hallaba cerca, agua oxigenada, enjuague bucal, agua con
bicarbonato, tal el asco que le produjo. Desde ese día, cada vez que se dispone a higienizar sus dientes, al mantener el
cepillo entre sus dedos, lo mira con dudas y lo piensa varias veces.
SORTEO DE NAVIDAD
Transcurría el mes de diciembre y los días eran cada vez más calurosos. La
proximidad de la finalización del del año generaba un clima de excitación, incentivado
por el inminente sorteo de la Lotería de Navidad. Todos esperaban beneficiarse con el
premio mayor. Doña María, soñó con el número 21034. Al día siguiente se lo comentó
a su marido, un peluquero italiano, bien parecido, de bigote recortado y ojos azules.
La respuesta no fue la esperada.
—Son tantos números que ése, no sale —contestó. Y no habló más del asunto.
A doña María se le empañaron los ojos. No disponía de dinero suficiente para adquirir
un vegésimo. ¿ Y si salía premiado?.
Lo comentó en su trabajo, un taller de costura donde concurría por las tardes.
Lamentaba la falta de comprensión de su esposo y sus compañeros de labor, procuraron acompañarla y mitigar sus
angustias.
Raúl Ricci, un muchacho de 20 años, era el cadete encargado de entregar y retirar las prendas a domicilio. Se acercó a
doña María y suavemente le tocó el hombro derecho:
—No se preocupe —dijo. Yo lo compro y si sacamos algo, lo repartimos, mitad para cada uno.
—¡Muchas gracias Raúl! —fue la respuesta emocionada de ella.
Y llegó el día esperado…La radio encendida desde temprano, comenzó con la trasmisión interminable del sorteo. Dos
horas más tarde, “cantaron” el 21034, con el premio mayor. Doña María reía y lloraba al mismo tiempo. Raúl se acercó,
besó su mejilla y exclamó:
—La suerte está con nosotros. —El lunes cobro y lo repartimos.—
Las horas siguientes fueron de alegría. Los proyectos se superponían unos con otros. ¡Qué lejano parecía el lunes ese
fin de semana!. Doña María era la mujer más feliz de la tierra.
Llegó el lunes al trabajo. Abrazos, felicitaciones y besos fueron la constante de ese día.
—¿Y Raúl? —preguntó con preocupación.
—Avisó que no podía venir. —Parece que su madre está enferma— agregó alguien. —Tal vez venga mañana…
Al día siguiente, Raúl no apareció. Pero al tercer día, envió un telegrama donde anunciaba su renuncia.
Nunca más lo vieron.

Mudanza
Frente a mí, la pared, ese espacio de la pared. El pequeño agujero de ese
espacio de la pared. El ojo sobre la pared, el lente sobre el agujero de la
pared. El agujero de círculos concéntricos, placas de colores, marcas del
tiempo superpuestas, rastros de pintura sobre la pared. Lijar, pintar, sacar el
estucado. Cubrir el agujero con masilla, pintar de blanco la pared. Irse,
cambiar, cambiarse de casa y de pared. Llegar, estar frente a otra pared,
descubrir la grieta, el moho, la pared descascarada, la marea de la pared.
Cubrir de pintura esta otra pared. Grumos de pintura sobre la pared. La punta del grumo de pintura sobre
la pared. La punta de color asomando de la pared. La punta de flecha del tiempo asomando desde la
pared.

La princesa y la piedra

En un país muy lejano, había una princesa de extraordinaria belleza, riqueza e inteligencia, a la que
todos los hombres se acercaban para conseguir su dinero. Harta de tener que soportar a tales
individuos, difundió el siguiente mensaje: solo se casaría con aquel que fuera capaz de entregarle el
regalo más lujoso,dulce y franco. Un mensaje que llegó rápidamente a todos los rincones del reino,
llenando en un abrir y cerrar de ojos, el palacio de todo tipo de regalos, entre los que destacaba uno
en particular. ¿Qué era? Una simple y llana piedra, llena de musgo y líquenes.
Un regalo que enfureció de tal manera a la princesa, que mando llamar inmediatamente a su dueño,
para que le explicara el porqué de tan feo regalo.
-Comprendo vuestro enfado-dijo el joven pretendiente-, pues no es un regalo que os pueda parecer a
vuestra altura. Dejadme deciros, que esa fea roca que contempláis, no es lo que vuestros ojos ven,
ya que lo que he querido representar con ella, es mi humilde corazón. Como veis, es algo tan valioso
como vuestras riquezas, franco porque no os pertenece y llegará a ser dulce, si lo colmáis con amor.
Al escuchar estas palabras, la princesa cayó totalmente enamorada de este perspicaz joven, al que envió durante un
largo período de tiempo, una ingente cantidad de regalos para atraerle. Pero nada de esto parecía atraerle a su curioso
pretendiente. Cansada de esforzarse, sin obtener resultado, lanzó la piedra al fuego, descubriendo con su calor una
preciosa estatua dorada.
Fue entonces cuando se dio cuenta de lo que si quería conquistar el corazón de su amado, debía alejarse de las cosas
superficiales y prestar atención a lo verdaderamente importante. De esta manera, dejó atrás todos sus lujos y altanería,
ayudando a todos aquellos habitantes que la necesitaban, gracias a los cuales consiguió casarse con su amado.

El niño que manipulaba el clima

Cristian era un niño que vivía en las nubes, literalmente. El era el encargado de observar
desde arriba el comportamiento de la gente, esto con el fin de alterar el clima a su favor.
Siempre que veía una persona jugando con agua, Cristian lloraba y lloraba para que abajo,
en la tierra, se formara una cortina de lluvia lo suficientemente sutil como para que se
pudiera jugar a gusto con ella. Cuando veía que la gente abajo era triste, el encontraba la
forma de ponerse feliz enseguida y esto provocaba un día soleado, con pocas nubes y un
cielo adornado con arcoíris.
Solo había una cosa que a Cristian no lo inspiraba favorecer: el amor. Cada vez que veía a
una pareja enamorada, en seguida se dedicaba a manipular el clima en su contra, de tal
manera que siempre le estropeaba el día a cada pareja que veía; su hermana menor
desaprobaba su conducta, pero no podía hacer nada porque el que estaba a cargo del clima era Cristian
El hecho era obvio: Cristian no creía en el amor, hasta que un día la vio: columpiándose en el parque la niña más bonita
que había visto en toda su vida, con su cabello rizado hasta la espalda, con ojos dulces que reflejaban alegría y una
sonrisa que contagiaba hasta al más desdichado del mundo. Cristian se quedo boquiabierto y cuando la niña comenzó a
caminar hacia su casa, el la siguió, saltando entre las nubes sin cuidado, pasándose de una a otra con rapidez para no
perderla de vista, su alegría se reflejaba en el cielo azul y soleado. Poco a poco las nubes fueron despejando el cielo y
Cristian intentó saltar a una que estaba desapareciendo, lo que provocó que cayera a la tierra inconsciente.
Cuando despertó, vio ante el los ojos más bonitos que había visto: era la pequeña de la que se había enamorado ella
curó sus heridas y le ofreció comida, su familia era muy bondadosa, por lo que le permitió quedarse en su casa al saber
que Cristian no recordaba quien era. Una noche tuvo un sueño muy raro: Una alegre niña le decía que era su hermana, y
que ella era la que estaría a cargo de manipular el clima. Cristian creció y se casó con Dania, la niña de la que se había
enamorado vivieron felices por siempre, disfrutando del buen clima que, sin saber, su hermana le ofrecía.

El Prado de las Almas Infantes

Virginia era una princesa a la que se le había educado sin un ápice de amor. Sus padres, los
reyes, nunca la abrazaban ni besaban, todos los días se dedicaban a infundirle los valores del
reino y a enseñarle a gobernar y tomar decisiones con cordura, sabiduría y mente fría. Cuando
sus padres murieron, Virginia tomo el control del reino y lo gobernó justamente como sus padres
le indicaron, pero había un problema: Virginia no conocía del amor.
Cierto día, salió a cabalgar fuera de su reino, una fuerza positiva la animaba a ir más y más lejos
hasta que el caballo se detuvo en un prado lleno de piedras blancas. Virginia se sentó en una de
ellas y comenzó a reflexionar sobre varios aspectos de su reino, cuando posó sus manos sobre
la piedra sintió unas pequeñas bifurcaciones en ella, se levantó rápidamente y leyó la inscripción
de la piedra: <<Laura Beleazar: 4 años, 7 días y 16 horas>>. No era una piedra, ¡Era una
lápida!. Virginia se fijo en las que tenia cerca de ella <<Miguel Sobriéz: 6 años 9 días y 4
horas>> , <<Estefanía Nerón: 8 años, 30 días y 3 horas.>> .
Virginia quedó empapada de un sobrecogimiento profundo al darse cuenta que estaba rodeada de tumbas de niños y se
soltó a llorar, no podía creer que ese reino tuviera tal cantidad de niños muertos. El vigilante del prado pasó por ahí y al
verla le preguntó sobre el motivo de su llanto tan amargo. No pudo reprimir una sonrisa y le dijo:
– Mi querida dama, no llore usted por estas almas, en realidad no son niños – al ver la cara de confusión de Virginia
continuó – Cuando alguien cumple los 18 años, nuestro rey nos da una libreta en la escribimos todos los momentos en el
que sentimos amor verdadero, como un primer beso o el nacimiento de un hijo y al lado derecho apuntamos el tiempo
que duró esa sensación. Cuando la persona muere, sumamos el tiempo reportado en su libreta y lo ponemos en su
lápida. Es por eso que las lapidas tienen esos números, porque en nuestro reino se cree que los momentos de amor son
en los que el alma vive de verdad.
Virginia salió del prado con una sonrisa triste; Sabía que en ese reino su alma todavía no había nacido.

La Juguetería
En la calle Prada, cerca de la heladería más visitada por los turistas, se encuentra la Juguetería Believe; dentro podemos
encontrar todo tipo de juguetes, desde el clásico oso de felpa hasta la maravillosa muñeca de temporada, pasando por
vaqueros, payasos, cascanueces, peonzas y demás. Cada noche, cuando el dueño cierras la ultima puerta y se prepara
para ir a casa, los juguetes que ahí habitan cobran vida… o dejan de aparentar ser inertes.
Claro que no todos los juguetes tienen vida, solo los que la gente rechaza y es que, al ser
victima de un hechizo, la juguetería solo les da vida a los juguetes que llevan más de una
temporada ahí… podemos pensar que es un castigo, pero los juguetes realmente se la pasan
muy bien, cuando consiguen olvidar que están ahí por el rechazo de los niños humanos, que
cada día prestan más atención a los aparatos tecnológicos que a los juguetes tradicionales;
de cualquier manera, algunos juguetes llevan ya una larga temporada varados en aquella
tienda, como ejemplo está Beary, un precioso oso de felpa con la cara más tierna del mundo,
quien es el que más tiempo ha estado en la tienda, siempre esperando, todos los días pone
su cara más tierna y espera que algún día un niño o niña deje de ver su móvil o aparato y lo
observen a el, quien está dispuesto a ser fiel y dar amor a quien se pronuncie su amo.
Esta juguetería es especial, sin duda alguna, pero no es bueno no ser observado. Si algún día te topas con ella, te
recomiendo que dejes de jugar en el móvil o consola portátil y pongas atención en todos los juguetes, en todos los
detalles que tienen, trata de identificar la mirada de anhelo que te presentan, procurando proyectar la futura alegría que
estos te podrían dar, si tan solo pones atención y vives tu infancia como debe ser.

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