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La última revelación de Samuel Beckett

El 22 de diciembre de 1989 tuve un sueño que nunca olvidé.

Tenía yo 8 años y terminaba ese día cuarto grado de la primaria. Las celebraciones por el
fin del curso lectivo, que en Buenos Aires suelen ser en estas fechas, se extendieron hasta
tarde en mi casa, y fue milagroso alcanzar esa atmósfera de alegría traída en parte por la
lluvia que nos hizo descansar un poco del calor del verano y por el olvido transitorio de
todos de la complicada situación económica que vivíamos los argentinos en esos días.

Tarde cerré los ojos y pronto comencé a soñar. Sin darme cuenta pasé de estar buscando
una posición cómoda en mi cama a encontrarme admirando la belleza de lo que para mí no
podía ser otra cosa que un palacio; altísimo, un tanto frío y lleno de recovecos brillantes y
misteriosos.

Afuera crecían hermosas plantas y árboles típicos de las zonas donde la tierra es árida. Y
adentro también, también crecían árboles o al menos eso parecían: altas columnas que
culminaban en inmensas ramificaciones de las que colgaban hojas de todos los colores.

En mi sueño yo era ágil y valiente, y en la travesura de querer saber qué habría mas allá,
trepaba y saltaba de rama en rama, de un lado al otro, viendo cómo eran esas hojas de
colores.

Una de ellas llamó mi atención, me acerqué y vi que no era una hoja sino un libro. Lo tomé
en mis manos y al querer abrirlo para ver qué contenía un ruido retumbante me despertó.
En la esquina de la casa un hombre que pasaba en coche chocó contra un sauce que
estaba plantado en la acera, justo en la esquina, al realizar una mala maniobra y el golpe
fue tan fuerte que el árbol cayó en medio de la calle y ahí se quedó, muriendo bajo la lluvia
de aquel verano.

Nunca más volví a soñar con ese palacio ni ese libro. Pero por alguna misteriosa razón de
vez en cuando volvía a pensar en él.

Con los años me mudé a la Ciudad de México y en uno de los tantos paseos que solía
hacer para descubrir la ciudad tuve una revelación.

Al entrar a la biblioteca Vasconcelos volví de inmediato a mi sueño de 1989. Todo era tal
cual lo había soñado, las columnas, las ramas y los libros, cientos de libros suspendidos en
el aire.
No tuve que pensar en nada, solo dejarme llevar, subir peldaño tras peldaño hasta la parte
más alta de la biblioteca donde como en mi sueño encontraría el libro.

Y allí estaba. Pude leer en la portada que era una antología de poesía china traducida al
inglés. Lo abrí, y al hojearlo me encontré con una carta escrita a mano firmada por Samuel
Beckett el 22 de diciembre de 1989.

Aquí la copio tal cual fue escrita.


“Los lunes deben ser un fracaso, deben ser días para encontrarse con la penosa realidad
de la existencia, para experimentar que lo que viene después de apoyar los pies en el suelo
al salir de la cama va a ser seguro un tropezón o un golpe de cabeza contra la pared.

Hay que sentir como duele, molesta y pica la herida, cómo la frustración se disfraza de
sombra y te acompaña al baño en la ducha, a la cocina al preparar el desayuno y a la mesa
cuando te sientas a comer tus cereales.

Los lunes son de derrota para ti y de victoria para tus jueces internos que se encargan de
decirte una y otra vez que no. De boicot, de sentirte feo, inútil, poco expresivo, ridículo y
vacío.

Y luego, cuando baja el sol. Vas al teatro. Sí, en lunes. Todos los días hay teatro en tu
ciudad.

En el teatro vives, y rozas el sueño, casi de cerca llega la brisa del deseo cumplido, casi de
cerca sientes el aliento de la paz, casi de cerca aprecias la realización.

El teatro existe para enfrentarte al miedo y al terror, te destruye y reconstruye, te habla de


las necesidades esenciales: de comer, dormir, buscar compañía, de buscar la manera de
pasar la noche.

El teatro te escupe verdades y te llena los bolsillos de piedras atestadas de mentiras, para
que pesen tanto que se rompan tus tejidos y caigan y te destroces los pies.

El teatro cada noche te espera. Necesita que vayas no solo una, ni dos, sino ciento de
veces a verlo para que compruebes que allí está la vibra y lo emocionante de vivir en esta
ciudad que tiembla y se sacude y que nunca se queda sin un algo que decir porque aunque
sea nada, en la nada absoluta siempre queda algo, algo que sigue y seguirá abriéndose
camino hacia alguna parte.

Finalmente, el fracaso se va, porque te das cuenta de que da igual que fracases, y lo
pruebas otra vez, fracasando otra vez, fracasando mejor.

Siempre puede surgir un inesperado rebrote en el árbol seco: debemos seguir moviéndonos
aunque no vayamos a ninguna parte, debemos seguir jugando aunque todos hayan
mostrado ya sus cartas.

El conflicto del teatro es el tuyo. Sonríes. Ya es martes.

En estos momentos vuelve a mí el sonido de mi propia voz «...Veía claro, en fin, que la
oscuridad que yo siempre había luchado encarnizadamente por ocultar era, en realidad, mi
mayor…»"

Con el tiempo supe que el dramaturgo irlandés Samuel Beckett, ganador del Premio Nobel
de Literatura en1969, famoso en el mundo entero por su obra de teatro Esperando a Godot,
murió un 22 de diciembre de 1989 a los 84 años, en un retiro de ancianos en París, y que
en un gesto de amor le entregó el último libro que leyó a su cuidadora mexicana, que en
uno de sus viajes para visitar a su familia en México lo dejó en su casa junto a otros libros
y que al morir esta, su hermana que es funcionaria del estado lo donó a la biblioteca.
Samuel Beckett le regaló el libro de poesía china a su cuidadora con quién sabe qué idea,
quizá con la de hacer que sus palabras volaran, libres y al azar hasta llegar a ti.

¿Qué día es hoy? ve a ver teatro.

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