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Nuestra tesis en estas conferencias es que la iglesia del Señor está llamada siempre a
tener una presencia profética en el mundo, y más que nunca en tiempos tan críticos y
decisivos como los nuestros.
Douglas Stuart señala que cuando los profetas anunciaban el futuro, "era usualmente
el futuro inmediato de Israel, Judá y otras naciones vecinas; no nuestro futuro"
(Eficaz 148). Afirma además que "Menos del 2 por ciento de las profecías del Antiguo
Testament son mesiánicas; menos del 5 por ciento describen específicamente la edad
del Nuevo Pacto y menos de 1 por ciento se refieren a sucesos que todavía están por
ocurrir" (p.147)
Es evidente también que "Los Profetas Anteriores" del canon hebreo (de Josué hasta
2 Reyes) no se caracterizaban por predecir lo futuro ni se consideraban "proféticos" por
esa razón. La primera persona llamada "profeta" en la Biblia es Abraham (Gén 20.7) y
el pionero y prototipo de toda la profecía es Moisés (Dt 18.15-22; cf. Hch 3.22s; 7.37;
también María, Ex 15.20). Ellos, así como también Samuel, Elías, Eliseo y muchos
otros profetas, no solían anunciar acontecimientos futuros; no eran profetas porque
vaticinaban. De igual manera, ningún libro era "profético" por razón de su elemento
predictivo, ni todos los libros proféticos tenían necesariamente que "profetizar" el
futuro.
Como profeta de Dios, Moisés transmitió al pueblo la ley fundamental del pacto del
Señor. La función esencial de todo profeta en Israel era la de llamar al pueblo a cumplir
esa alianza, cuyas condiciones, bendiciones y represalias comunicó Moisés al pueblo
(Lev 26.1-13; Deut 28). Gran parte de la profecía predictiva era el anuncio del
cumplimiento de esos mismos términos del pacto sobre el pueblo: ante la obediencia
Dios dará fertilidad, buenas cosechas, salud, prosperidad y seguridad (Amós 9.11-15);
ante la desobediencia Dios responderá con plagas, epidemias, destrucción (Os 8.14),
deportación (Os 9.3) y otros castigos (Eficaz 150). Por eso, las profecías pre-exílicas
(siglos VIII a inicios de VI), cuando el pueblo estaba en mucho pecado, se concentran
en amonestaciones de un pronto juicio. En cambio, las profecías durante y después del
exilio (después de 722/587 a.C.), cuando el pueblo ya había sido castigado, dan su
mayor énfasis a la esperanza, en los términos básicos de las bendiciones del pacto.
Muchos pasajes, sin embargo, no incluyen ningún anuncio, ni aun para el futuro
cercano, mientras otros se extienden hacia un lejano horizonte escatológico. Sean
pasajes puramente didácticos, o sean predictivos de un futuro inmediato o de un futuro
lejano, siempre se orientan desde la perspectiva de las realidades presentes del pueblo
de Dios, no desde alguna perspectiva especulativa de realidades aún no existentes.[3] Y
esa dimensión predictiva, cuando está presente, aparece en función del motivo central
del profetismo: el cumplimiento del pacto de Dios con Israel y todas las naciones
(Eficaz 149).
W. E. Vine (p.190) concluye, muy acertadamente, que "la profecía es mucho más
que el vaticinio de eventos futuros. En realidad, la preocupación primordial del profeta
es hablar la Palabra de Dios al pueblo de su tiempo, llamándoles a volver a la fidelidad
al pacto".
Por eso, sería un grave error suponer que “profetizar” consistiera esencialmente en
predecir el futuro. Bíblicamente, los profetas suelen morir asesinados, pero a nadie se le
asesina por predecir el futuro, sino por denunciar el pecado y la injusticia. Aunque el
mensaje de los profetas a veces incluía realidades futuras que Dios les revelaba, ser
profeta era (y es) muchísimo más que ser vaticinador. El profeta es alguien que sirve de
canal de comunicación entre Dios y los seres humanos. En hebreo su título más
común, NaBîA (Gn 20.7), probablemente significaba “uno que ha sido llamado”
(Albright) pero también “uno que llama”, alguien que habla y actúa de parte de Dios. Se
llama también “vidente” (JoZôH, 1Cr 9.22; 21.9), especialmente en I y II Crónicas. El
profeta es un visionario, uno que ve realidades que otros no ven, que ve todo como Dios
lo ve. También se llama “varón de Dios”, alguien (hombre o mujer; Ex 15.20-21) que
pertenece al Señor y vive muy cerca de Dios (1 R. 17.1).
El profeta Joel anunció que en los tiempos mesiánicos Dios derramaría el Espíritu de
los antiguos profetas sobre todos los miembros de la comunidad (2.28-29):
Después de esto,
derramaré mi Espíritu sobre todo el género humano.
Los hijos y las hijas de ustedes profetizarán,
tendrán sueños los ancianos,
y visiones los jóvenes.
En esos días derramaré mi Espíritu
aun sobre los siervos y las siervas.
Esta promesa puede verse como la realización del anhelo de Moisés, cuando deseó
que todo el pueblo fuera profeta (Nm 11.25-29). Lejos de ser un caso aislado, esta
efusión del Espíritu sobre todo el pueblo es central al nuevo pacto prometido por
Jeremías y Ezequiel. Dios dará un nuevo espíritu a todos (Ez 11:19; 36.26-27), porque
pondrá su propio espíritu en cada uno (Ez 37.14; cf. Is 59.21). La fuerza interior del
Espíritu escribirá la ley de Dios en los corazones de todos, transformando corazones de
piedra en corazones de carne (Ez 11.19; 36.26-27). En las palabras de Jeremías 31.33,
34,
Esta promesa (citado en Hebreos 10:16) afirma, igual que Joel 2, el carácter
profético de todo el pueblo mesiánico del Señor. El derramamiento del Espíritu sobre
toda la comunidad será tan abundante y tan transformador que el conocimiento de Dios
fluirá espontáneamente en todos (Jl 2.28-29; cf. Dn 1.17; 2.19,28). Dios promete aquí
que su Espíritu transmitirá a todos el don profético.
En el día de Pentecostés, Pedro afirma explícitamente, con toda claridad, que esta
promesa ya se cumplió.[7] En el cuerpo de Cristo ya no quedan discriminaciones (Gal
3.28); el Espíritu es derramado copiosamente sobre mujeres y varones, viejos y jóvenes,
esclavos y libres, judíos y gentiles (Hch 2:39). “Todos fueron llenos del Espíritu
Santo”,[8] nos dice Hechos 2.4, y “todos comenzaron a hablar en diferentes lenguas,
según el Espíritu les concedía expresarse”. Ahora en Cristo se cumple el antiguo sueño
de Moisés: desde el Pentecostés, todo el pueblo es portador del Espíritu de los profetas
(Nm 11.25-29).
El sermón pentecostal de Pedro, como constituyente para la iglesia que nace, puede
compararse con el sermón inaugural de Cristo en Nazaret (Lc 4.16-20). El Pentecostés
marca programáticamente la naturaleza y la misión de la nueva comunidad como cuerpo
de Cristo. Desde el Pentecostés, la iglesia es profética por naturaleza. Un testimonio
no-profético no puede ser un fiel testimonio cristiano. El día de Pentecostés significa
que para siempre la iglesia habrá de ser pentecostal y profética.
El día de Pentecostés es el paradigma para la iglesia de todos los siglos. En él, Dios
marcó a la iglesia para siempre con su carácter carismático, bíblico, y profético. Tan
importante era ese día, que Cristo ordenó a sus discípulos quedarse sentados en
Jerusalén hasta que no se cumpliera (Lc 14.49, kathísate). La misión no pudo iniciarse
sin el don pentecostal. La iglesia es iglesia porque es pentecostal. Es fiel a su
naturaleza y misión sólo cuando es fiel a su origen en el Pentecostés.
El Pentecostés nos enseña que la iglesia vive de los dones del Espíritu, entre ellos el
de las lenguas. Las lenguas en ese momento eran una señal, apropiada para la ocasión,
del derramamiento inicial del Espíritu sobre la iglesia, cuando "todos fueron llenos del
Espíritu Santo" (2.4). El Espíritu es la vida común del cuerpo de Cristo y distribuye sus
abundantes dones a todos los miembros, "repartiendo a cada uno como él quiere" (1 Cor
12.7-13).[9] Sin esos dones, la iglesia no puede vivir ni cumplir su misión en la tierra.
El don de lenguas en Hechos 2 reviste un claro sentido misionero y
evangelístico. Es importante notar que a diferencia de Corinto, donde las lenguas eran
extáticas e ininteligibles (1 Co 13.1; 14.2), en Hechos 2 el don consistía en idiomas
humanos, de todas las naciones identificados en 2.9-11. El texto nos cuenta que cada
uno oía a los apóstoles "en nuestro propio dialécto" (2.5, dialékto) , "en nuestra lengua
en la que hemos nacido" (2.8, cf. 2.11). Por otra parte, Pedro les predicó en alguna
lengua común (a lo mejor, su mal griego, con fuerte acento galileo) y la multitud lo
pudo entender. Su comunicación fue tan eficaz que tres mil personas se
convirtieron. Los galileos eran famosos por pronunciar mal su propio idioma (Mr
14.70). Sin embargo, en el día de Pentecostés el Espíritu capacitó a esos galileos para
glorificar a Dios en muchos idiomas extranjeros y bendijo al mal griego de Pedro con
enviables resultados evangelísticos.
El contraste llama la atención. Por una parte, unos galileos, "sin letras y del vulgo"
(Hch 4.11), lucen por un momento como brillantes lingüístas, pero a continuación Dios
bendice el griego deficiente de Pedro para una evangelización impresionante. Entonces,
¿para qué ese previo don de lenguas?
El tercer momento del Pentecostés, según el capítulo dos de los Hechos, es una
comunidad radical que practica el evangelio sin reservas, conforme al modelo del año
de Jubileo. Sin eso no se es pentecostal, por muchas lenguas que hablan. ¡Sin Jubileo
económico, no hay Pentecostés!
Debe ser imposible para un cristiano ser anti-pentecostal, en el significado bíblico
de ese magno acontecimiento. Pero tampoco se debe permitir que el hermoso título de
"pentecostal" se límite a uno sólo de los aspectos del día de Pentecostés o a una sola
corriente dentro del cristianismo evangélico. ¡Pentecostales somos todos!
Cuentan que un evangelista decía una vez que no tocaba los problemas políticos
porque “Dios me llamó al ministerio evangelístico, no profético”. Al contrario, Dios ha
llamado a toda la iglesia y a cada creyente a una presencia profética en medio del
mundo. La iglesia, como dicen Arens y Díaz Mateos (2000:288), es una comunidad de
profetas y testigos. Dios encargó a Ezequiel a profetizar de tal manera que, aunque el
pueblo no creyera, “al menos sabrán que entre ellos hay un profeta” (Ez 2:5). Donde
está la iglesia, la gente debe darse cuenta de una presencia profética en su medio.[14]
BIBLIOGRAFIA
Fee, Gordon y Douglas Stuart, La lectura eficaz de la Biblia (Miami: Editorial Vida,
1985)
Rofé, Alexander, "Jeremiah" en HarperCollins Bible Dictionary, Paul J. Achtemeier ed
(HarperSanFrancisco 1996), 490-492.
Vine, W.E,, Vine's Complete Expository Dictionary of Old and New Testament
Words (Nashville: Thomas Nelson, 1985)