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Un

Punto Brillante

Por

Ric Gómez Vanegas



Encontrar un alma que te clave la mirada con tal simpatía que


automáticamente sientas una conexión íntima como si aquella conociese a la
tuya desde hace miles de años, no es algo que pase todos los días de tu vida.
Cuando esto sucede, no puedes sino llenarte de todo tipo de esperanza,
legítima o puramente fantasiosa. Pero aquel estado de estupefacción es capaz
de llenarlo todo, por lo menos, el tiempo que dure aquel encuentro, que está
condenado desde el inicio a no permanecer sólido y prometiendo solamente lo
que la vida te deje alcanzar bajo el sinfín de posibilidades y limitantes que el
mundo te ofrece y plantea día con día.

~
Compraba unos paquetes de café orgánico y algunas bolsas de dulces para
llevarles a mis amigos de la fábrica de ensaladas, donde de parte del trabajo
que tenía me habían asignado. En tal lugar, estábamos en plena etapa de
entrenamiento del personal en el nuevo sistema informático implementado.
Preocupado porque ya era bien tarde y como me faltaba ordenar la maleta y la
mochila con las cosas para otro viaje más, terminé de cargar las cosas en la
canasta y rápidamente hice cola en la caja del súper mercado. Fui a guardar el
carro a casa de unos parientes y estaba de regreso a las nueve y media de la
noche en la mía. El tiempo pasó rápido —en oposición a cuando pasa
lentamente, que se pone en sintonía con el estado de ánimo melancólico—.
Ordenando todo, se me hicieron la una de la madrugada. Me quejé
nuevamente por aquella decisión tomada a regañadientes de viajar en
domingo, cuando lo normal y aceptable era salir los lunes y regresar los
viernes. Al menos esta vez regresaríamos el jueves.
A las cinco de la mañana, con tres o menos horas de sueño, sonó el
teléfono, pitó el chofer que ya estaba esperando afuera. Cuando intentábamos
atravesar la calle Juan Pablo, el hombre tuvo que hacer el comentario sobre la
construcción del sistema integrado de transporte, que resumiendo se trata de
un metro más, de esos que en las urbes más desarrolladas, tienen mucho
tiempo de existir. Se quejó que los del gobierno solo eran inventos y que
aquello era un desorden. Yo tratando de no abrir una conversación larga con
él, le mencioné que el desarrollo sea como sea es necesario y le expliqué un
poco sobre el funcionamiento de esos sistemas en el Distrito Federal en
México, respetando su conocimiento y puntos de vista. Sin embargo le dejé
ver que había mucho por mejorar en la manera de hacer las cosas en el país,
independientemente de quién llevara las riendas, lo cual lo tranquilizó. A todas
luces entendí que lo que quería era desahogarse, y quejarse del gobierno de
turno, queriendo comenzar otra de esas miles de conversaciones inéditas,
infructuosas que quedan en el aire, donde el único saldo para los ciudadanos
comunes y corrientes es desahogo momentáneo y frustración permanente. Yo
solamente quería dormir un rato. Mientras trataba de descansar, me imaginé
que con mi actitud el hombre pensaría que yo era una persona cortante y que
no le importaba hablar sobre los problemas nacionales. “Con la boca nunca
podremos solucionar esto, escribiendo y publicando en las redes sociales
ayuda a liberar frustración a lo mucho, tomando las armas ya se ha probado,
llegando a la política hay mucha probabilidad de hacer algo, pero ay que
sistema tan corrupto” pensaba yo en modo pesimista debido al cansancio,
claro está. Podría haberme despertado y hacer patria, entablando una
conversación con aquel hombre indignado con la vida, con el gobierno y con
el mundo; pero yo necesitaba descansar. Al analizar y dar soluciones a los
problemas en aquella inminente conversación íbamos a tener el placer de
compartir ideas y de tener nuevos enfoques, pero a costa de sacrificar mi
descanso, por lo tanto, opté por hacerme el dormido. El chofer pensaría que yo
lo tenía todo, que iba en taxi, que iba a subirme a un avión, pero estaba demás
explicarle que aquello era un proyecto temporal y que así como me sentía bien
viajar por avión en clase económica o en primera, me daba igual subirme a un
autobús viejo de los que atraviesan aquella capital subdesarrollada que yo
mismo había escogido para vivir. En pocas horas, en varios medios de
comunicación, tomando café, un puñado de analistas políticos, que provienen
de diferentes tanques de pensamiento o “tanques de caca”, como suele
llamarles mi madre al ver que no se resuelve nada óptimamente en el país y
también al ver a aquellos personajes tendenciosos, metiendo cizaña o no
comulgando con los nobles sentimientos de ella, estos se encargarían de
buscarle soluciones a los problemas nacionales, de señalarse, de acusarse entre
sí, etc. “Algún día haré algo por cambiar esta realidad desde otra cancha
aunque sea con una quijotada” pensé. Por el momento lo que hacía era trabajar
para sacar a mi familia adelante y pagar los impuestos que el sistema ha
dictado y de los cuales se espera la devolución en obras al servicio de todos.
Me plació descansar con el aire acondicionado encendido, y me imaginaba el
ambiente en la casa en el campo donde viven mis padres: ahí estaría en breve
mi hermano viendo a los políticos debatiendo los problemas nacionales. “Pura
mierda este gobierno” estoy seguro que murmuró el taxista cuando pasamos
diez minutos, esperando por atravesar la calle Juan Pablo.
Estábamos en el aeropuerto faltando quince para las seis.
— ¿Qué tal Robin? —me dijo el compañero de trabajo cuando me
acerqué a saludarlo.
— Todo bien, Martín, ¿qué tal usted?
— Aquí, listo para que la semana sea productiva.
— Sí, claro. Avanzaremos mucho —le dije mientras pensaba que al menos
me iba a librar una semana más del caos de la construcción del sistema de
transporte y me condolía de la gente que se quedaría sufriendo una semana
más para llegar a los trabajos.
Hicimos el chequeo habitual y el ritual de quitarnos los zapatos, el cincho y
poner todo lo metálico y maletas en aquellas bandejas y rápidamente volver a
vestirnos. Algunas veces nos quedábamos con las camisas de afuera, todos
desordenados, con tal de ganar unos minutos de tiempo para revisar cosas del
trabajo, total en el avión se podía ir relajado. A las seis y veinte estábamos en
la puerta de salida número cinco y Martín decidió esperar ahí el abordaje que
comenzaría a las seis y cincuenta. Yo me fui a un Subway para desayunarme
algo, a lo que Martín me dijo:
— Provecho Robin, estás pendiente que diez a las siete salimos, no te vayas
a quedar.
Caminé unos treinta pasos, alejándome de la puerta de salida, y ordené un
emparedado de tocino con huevo y un café americano, negro. Me ubiqué en
una mesa, cerca de los pasillos para estar pendiente de cualquier anuncio y
estar presto a salir a prisa para el abordaje. Tenía mis pases del vuelo visibles y
la laptop lista solo de poner en descanso y así continuar en el avión revisando
archivos y cosas del trabajo.
La hora del abordaje señalada llegó rápidamente, y terminé mi desayuno, y
me fui a la sala, pero me di cuenta que la entrada al avión la iban a posponer
cuarenta minutos. Se haría a las siete y media, algo que era perfectamente
aceptable. Le indiqué al compañero que me iba a regresar al Subway. Me
sentía más cómodo con la laptop sobre una mesa y no sobre las piernas como
estaba trabajando Martín.
Revisando cosas del trabajo, según correos de Martín y de la supervisora
general del proyecto, que era una americana que llegaba también a la fábrica,
me di cuenta que había mucho por hacer, revisar y traducir guías del inglés al
español para los usuarios de los sistemas en la planta, me tocaba también
preparar clases. Cuando tomé conciencia de todo lo que se venía para la
semana, me tranquilicé un poco, y decidí revisar Facebook. Me encontré
mensajes de mi hermana Ana, que con gusto, contesté y pasé unos cinco
minutos más revisando cosas sin importancia. Después de aquel descanso,
comencé a revisar los documentos que había que traducir y a leer unos correos
de situaciones pasadas aún no resueltas y que era importante contestar para
que la gente pudiera hacer buen uso del nuevo sistema informático que les
estábamos implementando.
Las siete y media no tardaron en llegar, así que guardé todo de nuevo y me
fui a la sala de espera y me di cuenta que estaban posponiendo una media hora
más el abordaje, que saldrían a las ocho. Martín me dijo:
— Dicen que están haciendo una revisión técnica, ya sabes cómo son los de
esta aerolínea, que de repente posponen la hora de salida.
— Está bien —le dije. — Me voy a regresar al Subway.
— Estáte bien pendiente, no te vayas a quedar.
— Voy a estar preguntando a los empleados que pasan por los pasillos de
cualquier novedad —le dije.
La mesa que anteriormente yo había usado, estaba ahora ocupada por un
personal de vuelo: dos pilotos y dos azafatas. Recordé la cara de uno de ellos.
Era el mismo que una vez en un vuelo habitual de treinta y cinco minutos
desde el Distrito Federal hasta León, Guanajuato, había hecho veintiocho
minutos, algo que se grabó en mi mente, pues en vuelos, jamás había sentido
tanta adrenalina por los aires; esos siente minutos de diferencia significaban
que el avión había sido acelerado más que de costumbre. Me senté en la
siguiente mesa, cerca de ellos, para escuchar algo del vuelo y también para
mantenerme cerca del pasillo para entender mejor cualquier anuncio o para
identificar a algún empleado de la aerolínea y así estar presto a preguntar.
Ordené un jugo de naranja que iba a tomármelo poco a poco porque no
sabía cuánto tiempo iba a durar aquella espera, total, era domingo por la
mañana, la idea de viajar ese día solo era para no perder la mayor parte del día
lunes en vuelos. Todo en paz hasta el momento, me dediqué a avanzar en
cosas del trabajo, para no dejar acumular tareas. Observaba los finos trajes que
cargaban las azafatas y el atuendo de los pilotos y pensé “bonito vestuario”.
— A mi hasta hora me cayó el correo wey —dijo uno de los pilotos.
— Se me hace que ahora nos va a tocar como aquella vez que no podíamos
salir de Nueva York —Comentó el segundo piloto.
— Esa vez yo estaba asignada a otro vuelo, menos mal —dijo una de las
aeromozas.
— De esa vez recuerdo que no traía mucha ropa en mi maleta —agregó la
otra.
Aquella conversación me puso en qué pensar. Y decidí seguir trabajando
pero poniendo atención a lo que decían esos personajes. Cuando me di cuenta
que se pusieron a revisar fotos en redes sociales y a comentar, aproveché a ir a
la sala de espera, esta vez dejé todas mis cosas en la mesa, confiado en que el
abordaje aún no se daría pues la tripulación estaba tranquila en el Subway sin
poder hacer mucho pues la orden de salida, no dependía de ellos.
Al llegar a la sala, la gente estaba inquieta, pregunté personalmente a una
de las empleadas que hacen el chequeo y me explicó que por razones técnicas
se estaría atrasando el vuelo, que estuviéramos pendientes. Le pedí que me
diera una hora pues yo estaría en el Subway. Me dijo que estuviéramos
pendientes a los anuncios. Fui donde estaba Martín, concentrado en su laptop,
me dijo que les habían dicho que aunque salieran tarde, las conexiones para
quiénes no iban directo al Distrito Federal, no se perderían pues aún estaban a
tiempo.
— Rayos, más que me hicieron madrugar en domingo estos informales —
dije.
— Ni modo, Robin, pero por lo menos no vamos a perder la conexión al
Bajío.
— ¿Y ahora que les pasó a éstos? — Exclamé en tono de frustración,
recordando aquella vez que desde las siete de la noche nos hicieron esperar
para salir hasta las diez de la noche, ya bien tarde, para salir del “DF” hasta El
Salvador.
Recordé mis cosas y que había dejado el jugo destapado, así que me regresé
al Subway. Me acomodé en mi mesa y prestaba atención a cualquier cosa que
estuvieran diciendo o haciendo los dos pilotos y las azafatas. Cuando me di
cuenta que estaban revisando situaciones climatológicas y condiciones de
llegada al “DF”, pues sus tiempos habían cambiado y era necesario hacer
ajustes en sus protocolos de llegada, ya que el aeropuerto Benito Juárez en
México es bien demandado, tuve la leve sospecha de que íbamos a volar ese
día. Pero a los minutos su discurso cambió y era como de impotencia: parecía
que el vuelo no iba a suceder, y se dedicaron a matar el tiempo revisando
nuevamente sus redes sociales y los noté aburridos. Y así, con lo que vi en
ellos, ese día me di cuenta de lo tedioso que es andar volando y durmiendo en
hoteles diferentes en cualquier parte del mundo cuando se es piloto o
aeromozo. Todas mis ideas infantiles y juveniles de lo divertido que era ser
piloto o personal de vuelo se derrumbaron en esos instantes y como un
consuelo para mis memorias pensé que a lo mejor era porque quedarse
estancado en el aeropuerto de El Salvador, o en las cercanías, era de lo más
aburrido. Sospeché que aquel vuelo en realidad iba a ser cancelado y que ya
no tenía sentido estar en aquel lugar más tiempo.
“Grandísimos negligentes. Este vuelo lo van a cancelar. A la gente en la
sala de espera le están dando paja” murmuré para mí mismo, sintiendo que la
aerolínea y el universo mismo me debían mucho por haberme hecho dormir
tarde y madrugar para estar en aquel lugar, cuando bien pudiera estar
descansando en casa o esparciéndome antes de comenzar otra semana
ajetreada. Y no es que viajar no fuera interesante, pero en mi caso, aquello era
una rutina que ya no era agradable porque estos no eran viajes de placer, sino
de trabajo y la cantidad de cosas por hacer y aprender eran como siempre
brutales, en parte debido a los pocos años de experiencia en aquel tipo de
proyectos complejos.
Siempre me sentí en medio del viajero turista y del viajero ejecutivo, mi
destino era tener la sensación de los dos mundos, pero sin lograr consolidar
completamente uno de los dos, al menos en ese primer proyecto.
Continué escuchando anécdotas de fallas técnicas y de quedadas en hoteles
de lujo y comidas internacionales, pero al fondo siempre notaba en la
tripulación un cierto aire de frustración por aquel estilo de vida que ellos
mismos habían escogido. Lo único que me hacía sentir una conexión con
aquel grupo fue la hazaña que recordaba entre el “DF” y León, otra vez que el
vuelo salió tarde y uno de los pilotos dijo antes de despegar: “Disculpen por la
pequeña demora que hemos tenido, pero haremos todo lo posible por estar en
nuestro destino, en León, a la hora acordada”. Recordé que aquella vez la
atmósfera estaba bien despejada y que como si de un automóvil se tratara, el
piloto, aquí presente, aquella vez ya en la altura, había acelerado el avión
como nunca antes percibí en cualquier viaje con cualquier aerolínea. Esa vez
la nave dio un par de vueltas sobre el Distrito Federal para poder salir en el
momento justo que el operador le permitiese y cuando logró tomar su destino
hacia el nordeste de aquella gran ciudad, el piloto hizo de las suyas con el
aparato para llegar a la hora estipulada. Menos mal que el del destino, en el
Bajío, como se conoce al aeropuerto en Guanajuato, es poco concurrido por
aeronaves, no como el Benito Juárez en la capital donde cada segundo cuenta
y cualquier adelanto o atraso puede ser fatal. El piloto estrella no era ni joven
ni viejo, estaba en una edad madura. Después de aquellos recuerdos y
valoraciones, ya no los vi con odio sino con alguna empatía pues yo me
recordaba la forma en que muchas veces había manejado estrepitosamente mi
carro en tierra. Imaginé que ese piloto iba a tratar de acelerar el aparato como
aquella vez.
Ya eran casi las diez de la mañana, y solamente esperaba que oficialmente
dieran el aviso de que el vuelo estaba cancelado. Cerré la laptop y por puro
gusto fui a echar un vistazo a la sala y ver qué opinaba Martin ahora que era
más tarde.
El desenlace estaba sucediendo, la operadora anunció en inglés y en
español: “A los pasajeros con destino hacia la ciudad de México se les informa
que el vuelo, ha sido cancelado por razones de fuerza mayor, tenemos
problemas técnicos en la aeronave”. Como era de esperarse la cara de
frustración de muchos pasajeros se hizo evidente y Martin que cuando de
demandar un buen servicio se trataba no tardó en ir a reclamar e incluso
sugirió que nos mandaran en otra aerolínea, petición que era de lo más difícil
de complacer. Se indicó que se iba a indemnizar a la gente que no vivía en El
Salvador y que sólo iba de paso, con pago de hotel y a todos los demás con
pago de taxi para irse a casa y regresar al día siguiente, o sea el lunes, para el
abordaje.
Entre todos, una joven alta, bien vestida, con tacones y argollas en sus
orejas, de aspecto muy ejecutivo, con sus actos, me hizo recordar las escenas
de las telenovelas mexicanas. Se acercó a las operadoras de la aerolínea que
parecían bien activas con sus radios topados a sus bocas y les dijo en tono muy
molesto:
— ¿Ustedes van a llamar a los ejecutivos de la firma internacional con los
cuales tengo reunión mañana bien temprano en el “DF”, para explicarles lo
que ha sucedido?
La operadora, chaparra, blanca, que siempre traía su cara amable quería
manejar la situación y trataba de calmarla, mientras con sus manos indicaba a
la gente que desalojaran la puerta de salida. Otra operadora anunció que
podíamos pasar a las ventanillas de la aerolínea para reclamar estancia en hotel
y taxi hacia casa y de regreso el siguiente día. La pasajera frustrada, insistía e
incriminaba a los operadores que se alejaban de la sala y caminaban por el
pasillo, donde los pilotos y las azafatas en el comedor, lucían ya más resueltos
a quedarse una vez más retenidos, esperando nuevas instrucciones. Martín me
esperó a que yo guardara mis cosas. Me dijo que él no iba a usar ningún
servicio de indemnización, que se regresaba a su casa con su chófer de
siempre y yo le dije que iba a tomar el servicio de taxi que estaban ofreciendo.
Quedamos en volver a vernos al siguiente día para el abordaje. Eran las diez y
media de la mañana y me puse en camino hacia la parte externa del aeropuerto
para ir a las ventanillas de la aerolínea para hacer mi reclamo.

~
Tomando en cuenta el vistazo que le eché a unas tiendas de artículos
tecnológicos y posteriormente a una venta de libros y música, tardé unos
veinte minutos en llegar a la cola, tiempo suficiente para que unas diez
personas estuvieran en la cola, antes que yo, esperando para hacer su reclamo.
Delante de mí estaba un hombre blanco, pequeño, cabello rubio, nariz
puntiaguda, ojos verdes, con vestimenta relajada: chancletas, “jeam” gris,
camiseta y unas gafas de sol, doradas. Enseguida, detrás de mí, se colocaron
dos mujeres y un hombre, ellas jóvenes; él, un adulto mayor. Una de ellas dijo
a la otra que regresaría enseguida. Observé a la chica que se alejaba, muy
inquieta, con el aspecto de una persona habituada a varias horas de aeróbicos a
la semana, un cuerpo bien formado, vestía un pantalón de licra y una blusa
ajustada con unos tirantes azules encima, además de tener una falda corta
sobre la licra . El hombre que iba delante de mi parecía tener problemas con su
teléfono. Buscaba señal inalámbrica para su conexión a Internet y por
momentos dirigía su mirada a las demás personas y a mí. Yo que hasta el
momento había estado tranquilo, detrás de él, le dije: “Spanish?”, lo justo para
saber si hablaba español, a lo que contestó con acento marcado “Un poco”.
Enseguida le comenté que aquel fue día de mala suerte y él trataba de sostener
la conversación, pero sus observaciones y respuestas no eran tan coherentes y
entonces le comencé a hablar en inglés, algo que el continuó con gusto y
enseguida me pidió que si podía usar mi teléfono, quería comunicarse con su
novia de El Salvador para decirle que no iba a poder viajar para Canadá ese
día y que si podía regresar por él. Para suerte de él, mi teléfono aún tenía saldo
y con gusto se lo presté. Mr. McQueen se comunicó con la mujer y entre sus
frases, la que más recuerdo fue cuando en inglés le dijo que un buen hombre le
había prestado un aparato. Posterior a la llamada, me pidió autorización para
que su novia le hablara a mi teléfono, lo cual acepté y entonces le presté el
teléfono nuevamente para que se comunicara.
Se tranquilizó. A todo esto, habían pasado unas dos personas por la
ventanilla, y la chica que se ausentó, ahora estaba con su compañera. Cuando
reparé en ellas, estaban mirándose entre sí y sonriendo, mientras su
acompañante mayor estaba relajado, detrás de ellas. La chica blanca, que había
regresado, me dirigió la mirada, con una expresión agradable. Enseguida pude
notar unos ojos color miel, que no dudé en corresponderles con un “hola”, que
llevaba la carga de mi admiración por aquellas pupilas, pero también el
aburrimiento y cansancio que me habían entrado de estar en aquel lugar.
— ¿Para dónde viajaban chicas? —pregunté, mostrando una sonrisa y un
ligero gesto de reincorporación.
— A México para hacer escala y luego a Caracas, donde vivimos.
— Ya decía yo que seguramente ustedes eran colombianas o
venezolanas ¿casi atino verdad?
— La verdad, sí, ¿pero cómo notaste que somos de por allá?
— Ah, pues, simple observación influenciada por haber visto un par de
capítulos de novelas de televisión del país de ustedes. Me son un poco familiar
las frases y palabras que usan.
Se pusieron a reír unos segundos. El hombre dejó mostrar una media
sonrisa por el razonamiento que yo había hecho.
Mi teléfono sonó un par de veces, al ver que era un número desconocido,
sin pensarlo le dije a Mr. McQueen que le estaban hablando. Se deleitó un rato
con su amada y mientras tanto las jóvenes y yo intercambiábamos cultura al
hablar de comidas y de frases y palabras. La otra chica, que era de tez morena,
cuando ya estuvo segura que yo era salvadoreño, me interrogó qué por qué los
salvadoreños comemos tantas caraotas, algo que no pude contestar de pronto
porque desconocía la palabra, a lo que el señor me indicó que las semillas a las
que se refería ella eran los frijoles. Enseguida le indiqué que eso era parte de la
dieta básica del salvadoreño promedio, incluyéndome a mí, pero tuve que
mencionar que evito comerlos en el almuerzo en “casamiento” pues me
producen flatulencias. No podía faltar de mi parte preguntarles si habían
probado las pupusas y los buenos comentarios y preguntas no se dejaron
esperar. Me dijeron que lo más parecido a la pupusa en su tierra es la arepa y
enseguida estuvimos hablando de variedades de pupusas y de arepas. Hubo un
comentario adicional de mi parte y con ánimo de hacer chiste de otros
significados de la palabra pupusa, algo que les pareció divertido. Mr.
McQueen volvió a agradecerme y me dijo que posiblemente su querida me
mandara mensaje o me hablara más tarde con el propósito de saber de él para
localizarlo y llegarlo a traer. Sin mayores problemas, le dije aquel profesor de
educación básica canadiense que todo estaba “ok”.
La chica morena me interrogó:
— Pero tú, vale, no pareces hablar como salvadoreño. Las personas con las
que hemos platicado últimamente se expresan diferentes a ti.
— En serio, sí, creo que mi español actual no es de un salvadoreño genuino
—le dije y no en tono de vanidad sino más bien de impotencia pues mis
intentos por imitar al cien por ciento a un salvadoreño citadino y de cantón
para que tuvieran una mejor muestra, no me dejaron satisfechos a mí pues lo
que me salió fue una mezcolanza.
— Vale, tú más bien hablas como crecido en los Estados Unidos.
Tuve que comentar que desde pequeño me vi influenciado por diversos
acentos del castellano: argentino, colombiano, mexicano y español y a eso le
podíamos agregar la carga de palabras en inglés que por estas latitudes
tendemos a pronunciar con la pronunciación americana. Para qué comentarles
mi afición por aprender lenguas europeas. Ellas indicaron que miraban
películas mexicanas y México fue tema de conversación por varios minutos
como también lo fueron las telenovelas venezolanas y los artistas de música
del género balada romántica. A Chantal, la chica blanca, le dije que mi primera
impresión con ella fue la de una venezolana que le hace de chica buena tirando
a traviesa en las producciones de televisión. También hablamos un poco de los
programas de género humorístico producidos en Venezuela, que las televisoras
locales se han encargado de promover.
Casi para tocarle el turno al canadiense, en breve la conversación pasó a un
tono más formal, hablamos de nuestros trabajos. Chantal se dedicaba al
ensamblaje de piezas de computadora y la morena era recepcionista en un
edificio. El hombre que andaba con ellas, era un retirado del sector educación.
__¿Turisteaban por El Salvador? —pregunté.
__Sí, teníamos varias opciones para escoger donde pasar las vacaciones
anuales y cambiar nuestras divisas —me dijo la chica de los ojos color miel.
El tema del cambio de las divisas se volvió motivo de interés de mi parte
porque me parecía todo un enredo los diversos tipos de cambio que manejan
en la república bolivariana de Venezuela. En ese momento no entendía lo
complejo del sistema cambiario de aquel país y que era una práctica habitual
de los ciudadanos de ese país tener que salir al extranjero para poder conseguir
unos dólares que a su vuelta, los podían vender a un mejor precio. Me entró
curiosidad por preguntarles qué tanto tiempo habían estado en el país y si
tuvieron oportunidad de conocer lugares a lo que respondieron que se
estuvieron cinco días y que habían salido a conocer sobre todo la parte urbana
de San Salvador y que también fueron a la Puerta del Diablo y al Puerto de la
Libertad. Les había parecido muy bien el país y afortunadamente no tuvieron
problemas con la delincuencia. Y así la conversación pasó a un tono más
realista y por ende más incómoda. Hablamos del costo de la vida en ambos
países y aproveché a preguntar sobre las noticias que habitualmente salen en
los medios de que en su país a cada rato se quedan, por decir algo, sin papel
higiénico en los súper mercados. Me comentaron que en la región donde
viven, cerca de Caracas, eso nunca les ha pasado y a juzgar por su estilo y
forma de expresarse, a ellas no las consideraba tan desafortunadas como a la
mayoría de salvadoreños y no es que ellas tuvieran altos grados universitarios,
sino más bien educación media, técnica o formación docente para primaria.
“Alguien con su nivel educativo en mi país ni siquiera tiene el lujo de viajar
una vez al año en avión porque siempre hay otras prioridades” pensé.
McQueen estaba por hacer su reclamo, solo faltaba una persona más en la
fila para que pasara él, pronto me tocaría mi turno. Chantal fue a traer su
maleta que había ordenado que se la sellaran completamente con plástico de
color azul. Veinte dólares costaba aquel servicio y no era garantía de que no la
abrieran si consideraban necesario los oficiales de inmigración o personal de
seguridad, pero ella estaba feliz con su maleta así. Cuando regresó a la fila, la
noté siempre interesada en seguir la conversación. Sus preguntas y respuestas
siempre habían sido más acertadas que las de su compañera. Sabiendo que la
separación pronto iba a suceder, crucé un par de miradas más con Chantal. El
silencio tomó lugar por unos segundos. Nunca supimos lo que el otro había
pensado. Mientras McQueen ya estaba pasando con la empleada, se me
ocurrió sacar una tarjeta del trabajo que ni siquiera tenía mi nombre y mi
contacto; apunté mi correo personal al reverso y le di la tarjeta a Chantal. Le
dije que me escribiera cuando quisiera. Como para mi iba a ser un día
aburrido, les dije que si se me era posible iba a visitarlas al hotel donde iban a
estar esperando el abordaje para el siguiente día. Me dijeron que estaba bien,
que regresara si podía. McQueen se despidió brevemente de mí, para no
atrasarme pues yo iba después de él. Me dio la mano y las gracias por haber
sido amable. En seguida pasé a la ventanilla y di mis datos y pedí servicio de
taxi para que me fueran a dejar a la casa y a traer a la madrugada del siguiente
día. Terminé y el turno de Chantal continuaba. Le di la mano al hombre, a la
morena le di un abrazo y con Chantal nos despedimos con una mirada de
frente, un abrazo y un beso en la mejía. Les dije que iba a hacer lo posible de
volver a verlos más tarde. Al regreso a la casa, me ubiqué en la parte trasera
del taxi para descansar un poco. En casa no estaría nadie. Mi carro, que lo
había dejado en el garaje de unos parientes. Al llamarles por teléfono me
dijeron que habían salido lejos, que regresarían hasta bien tarde, algo que
podría suceder entre las cinco hasta las ocho de la noche. Al llegar frente a mi
casa el chofer me dijo que al siguiente día estarían por mí a las cinco de la
mañana, lo que suponía de mi parte levantarme a las cuatro y quince por lo
menos. Esto implicaba tratar de dormirme lo más temprano posible, pues ya
con dos días de desvelo la levantada iba a ser más pesada. Me encontraba a
una hora de manejo del hotel.

~
Eran como las once y media de la mañana; en casa, como me lo esperaba, no
había nadie. La comida disponible estaba helada y me puse a ver qué me podía
servir para el mediodía. Al ver que había provisiones, y saber que no
necesitaría salir a comprarme algo, me recosté un rato en la hamaca cerca del
patio de la casa y con todo y ropa, solo recuerdo que me despojé de mi cartera,
celular y llaves, por último mis zapatos y en seguida a mi mente vinieron los
recuerdos de la mañana en el aeropuerto. Mi teléfono vibró; era un mensaje;
leí: “My love, where are you? I am in the parking lot right now!” Era la chica
del señor McQueen que trataba de localizarlo en el aeropuerto. Le contesté
con un mensaje diciéndole que su querido ya se había despedido de mí y que
tendría que estar esperándola a ella en el aeropuerto. Que la última vez que lo
vi, quedaba afuera, sentado, cerca de la zona de espera. Me contestó con otro
mensaje de agradecimiento y después de aquello me fui quedando dormido un
buen rato y al despertar ya eran pasadas la una de la tarde. Comí algo y
encendí mi laptop y en breve me puse a buscar información sobre el hotel
donde estaban las chicas y su acompañante. Obtuve un número fijo. Llamé y
pregunté por la joven Chantal Clemente, y como no encontraban una
habitación registrada con ese nombre, me pidieron características. Tuve que
contarles que ella pertenecía a un grupo de tres personas y que estas personas,
así como otras más, fueron enviadas ahí de parte de la aerolínea para esperar
vuelo de reposición el siguiente día. Eran varias personas con el mismo caso,
pero al poco rato, lograron individualizarlas, y me dijeron que la señorita
Chantal y compañía tenían la habitación “212” y escuché que quien me
atendió le preguntó a un compañero y la voz dijo:

“Ah, esas personas han salido al área de piscina” y la chica en cuestión ha


estado entra que sale de su habitación”.

Me dijeron que probara a comunicarme más tarde. Y así, entre revisar


asuntos del trabajo, personales y ordenar algunas cosas de la casa y las
maletas, se hicieron las tres y media de la tarde. Marqué a la familia donde
había dejado el carro y me dijeron que aún estaban lejos de la capital y que
estarían viniendo al oscurecer. Como les expliqué sobre la suspensión del
vuelo y que quería usar el carro por la noche, me dijeron que harían lo posible
de estar más temprano. A las cuatro de la tarde decidí hablar nuevamente: el
recepcionista que era el mismo que me atendió la primera vez me dijo que la
joven acababa de salir, que la iban a ir a llamar, que esta vez estaba justo cerca
de la recepción, por el área del restaurante. Por fin había logrado hablar con
Chantal. Me contó que había estado usando la piscina del hotel y con los
demás habían estado en las áreas verdes, que todo estaba marchando bien,
salvo por los zancudos o mosquitos que habían comenzado a incomodar,
además del calor fuera de las habitaciones. Le comenté que aún no tenía
seguridad de visitarles, pues estaba esperando por poder sacar mi vehículo,
que le estaría llamando más tarde. Para descansar un rato más, puse la alarma
para despertarme a las cinco y media de la tarde, de tal manera de descansar
un poco más por si pudiera salir esa noche, habría descansado un poco.
Cuando se llegó la hora, cogí el teléfono, marqué; al responderme alguien,
confundí la voz de este recepcionista con el que me había estado atendiendo, y
asumiendo que ya sabía quién era Chantal, dije:
— ¿Hola, me comunica con Chantal Clemente?
— ¿Cómo, que si todos aquí estamos dementes?
No pude evitar reírme, y rápidamente le expliqué, además de mencionarle
del recepcionista que ya conocía a la chica. Me dijo que le preguntaría a ese
compañero. Me pasó al muchacho y éste me dijo:
— La señorita Chantal no está, no nos contestan en la habitación y tengo
ratos de no ver a esas personas. Si gusta llame más tarde.
Agradecí nuevamente al joven y mientras terminaba la llamada, en el patio
de la casa observaba que dentro de poco el sol se estaría ocultando y que las
posibilidades de ir para allá eran más remotas y además me dije “seguramente
han salido fuera del hotel… y como no le di seguridad si podría ir”.
Marqué nuevamente para saber si podría tener el carro. Estarían llegando
en menos de una hora, si no había mucho tráfico. Pude sacar mi carro a las seis
y treinta, ya era tarde. Necesitaría al menos una hora para llegar y una para
regresar, y estimaba unas, dos o tres horas de estar por allá y por tanto me
imaginaba de vuelta a casa a las once de la noche tomando en cuenta que
tendría que ir a guardar el carro nuevamente pues por la madrugada saldría por
el viaje y no era conveniente dejarlo estacionado en el parqueo general de mi
vecindario por el resto del viaje. A todo esto no sabía del paradero del grupo y
tendría que preguntar primero. Hice una llamada, decididamente a olvidar
aquello si no contestaban, pero en esta vez, me dijeron que la muchacha estaba
cerca de recepción, que me esperara que la iban a llamar.
— Hola, pensé que no te iba a encontrar nuevamente —le dije.
— Hemos estado en el restaurante, platicando —me respondió.
— Pensé que habían salido lejos.
— No, nos hemos mantenido acá. ¿Y pudiste conseguir tu auto?
— Sí pude, ¿quieres que te visite?
— Si no te es mucho problema, vente, nosotras aquí vamos a estar.
— Está bien. Una de dos: te marcaré al rato o te visito, —le dije, porque
quería tomarme una pausa para pensarlo.

~
Revisé el aceite del motor, aceite de frenos, limpié bien los vidrios y espejos,
me fui para una gasolinera y calibré las llantas. Cuando estaba listo para salir,
eran las siete y media de la noche y gasté media hora para poder estar en la
autopista que lleva al aeropuerto. Así que a las ocho de la noche, comenzaba
una carrera de entre ochenta hasta ciento cuarenta kilómetros por hora,
dependiendo de las condiciones que iba encontrando. Faltando cuarto a las
nueve estaba llegando cerca del aeropuerto. Justo para tomar un retorno pues
el hotel me quedaba del otro lado de la carretera, a ciento veinte kilómetros
por hora iba cuando esparcido a lo lejos en la calle pude ver unos bultos que
me obligaron a frenar rápidamente. Una vaca café estaba justo en medio,
obstruyendo el paso, tendida, atropellada y en medio de la autopista, entre los
árboles un pickup con carrocería de metal, retorcido entre dos árboles. Al otro
lado de la calle, en la cuneta, un camión pequeño estaba con las llantas
delanteras desinfladas, apachado de la parte delantera y frente a el yacía otra
vaca de color negro. Como pasaba despacio por la zona, pude ver una patrulla
policial y unas personas. Continúe mi camino, con velocidad reducida, hice el
retorno y en un par de minutos estaba del otro lado de la escena, observé a los
policías y unos señores que estaban con ellos y entendí que el accidente había
sucedido hace algún rato. Ni siquiera habían puesto señales reflectoras que
avisaran de aquel peligro en medio de la calle. Manejé con cuidado. El hotel
estaba cerca.
En la entrada del hotel, el vigilante me interrogó a quién visitaba y le di el
nombre y apellido de Chantal y número de habitación. Él tomó su radio y al
recibir permiso de hablar dijo:
“Aquí el cierra…”, entre otras palabras en clave que a lo mucho querían
decir “Aquí el vigilante de la entrada principal notifica que un visitante
hombre desea entrar a ver unos huéspedes”. Después de identificarme y de
otra conversación radial, me pidió un documento, me cedió el derecho de
pasar y me indicó en donde podía estacionarme.
Fui a recepción para preguntar. El joven que me había estado atendiendo en
mis llamadas ya se había marchado. Indiqué el número de cuarto. Marcaron;
no estaban; entonces me dijeron que si gustaba podía pasar al restaurante a
buscar. Me dirigí a la derecha de la recepción hasta la entrada del restaurante.
Aquello era un lujo de servicio, pero yo no sentía ni la mínima sensación de
hambre. Había venido tomando agua por el camino y cenar no era un deseo
fuerte en ese instante. Más de la mitad de las personas me parecían extranjeros
y el lugar estaba concurrido. Dirigí la mirada hacia todos lados buscando,
hasta que desde la entrada al fondo, a la izquierda, reconocí a la chica morena
y en seguida a Chantal y al hombre. Les tomé por sorpresa, me invitaron a
sentarme, había justo una silla disponible, seguramente guardaban la idea de
que yo podría llegar. Tenían vino tinto en sus copas, habían cenado ya, y
estaban en la parte del postre. Chantal me dijo:
— ¿Quieres un dulcito? Con un acento muy caraqueño y tierno.
Dije que sí, pensando que se trataba de un caramelo y entonces vi que
llamó a una mesera y ordenó el menú de los postres. Rápidamente entendí de
qué se trataba y ordené el más liviano de todos. Cuando me lo sirvieron, tenía
tres cerezas sobre una nata de crema con sabor a vainilla y en el fondo del
plato, una base de crema color rojo de sabor agridulce, sabía muy bien. No
pudo faltar el intercambio cultural sobre la palabra “dulcito”.

Pude observar que los demás, menos Chantal se habían cambiado de


vestimenta, por causa de haber sellado su maleta, sin duda; lo único adicional
que andaba era una visera de color rojo. Aquello no fue objeto de mayores
comentarios. Me comentaron que habían arreglado para cambiarse de
aerolínea el siguiente día, viajarían por Copa y ahora con escala en la ciudad
canalera de Panamá.

Intrincado en una zona aislada, aquel lugar, cercano al aeropuerto no tenía


más vida que la que dentro de las instalaciones del hotel se percibía.
Mosquitos había muchísimos en la parte del parqueo. Eran las nueve y treinta
de la noche y por unos momentos pensamos en salir de aquel lugar a dar una
vuelta, pero era muy tarde y entre plática y plática, aquello se fue
posponiendo. Abandonamos con el grupo la zona del restaurante y me fueron
a mostrar las habitaciones, luego el área de piscina donde habían estado por la
tarde. Escogimos un arriate para sentarnos y estuvimos platicando más
cómodos por ahí. El tema de las divisas salió nuevamente entre el grupo. Esta
vez yo no pregunté ni opiné algo, pero pude notar que no les había ido tan bien
en este año con su vacación anual y su cambio de moneda. Chantal dijo con
tono de decepción:
“Y lo peor de todo es que con lo que hacemos de querer cambiar nuestras
divisas, a algunas personas les parece que somos delincuentes”
La chica morena después de lo que dijo Chantal, se me quedó viendo a los
ojos con una expresión de tristeza, seriedad y distancia. Fue cuando delante
del grupo le dije:
— Por mí no se preocupen, que ni trabajo para la Fiscalía ni para la Policía.
Solo vine para charlar un rato con ustedes, mi domingo estaba siendo aburrido.

Se relajaron un poco después de intercambiar más comentarios. El hombre
y la chica morena por unos momentos se alejaron de Chantal y de mí: se
fueron a dar una vuelta por el área, pero se mantuvieron visibles a nuestra
vista, aunque distantes, intercambiando frases que no se lograban escuchar,
sonriendo y divisando la piscina y las plantas que ornamentaban el lugar.

La conversación con Chantal pasó a un tono más personal y cada uno tuvo
su oportunidad para hablar un poco de su situación civil. No hubo mayores
objeciones, pues ninguno estaba haciendo algún tipo de reclamo o promesa al
otro. En ese momento, tanto ella como yo podíamos proponernos a hacer algo
juntos, pero había una delicada línea de frontera entre ambos, donde cada uno
esperaba la iniciativa del otro, juego que mantuvimos por un buen rato tanto
verbal como visualmente. Con eso de la igualdad de género, no venía al caso
aquello de que yo, como hombre, tuviera que tomar la iniciativa, aunque como
en todo, a veces hay excepciones como en este caso por la insólita oportunidad
que iba a ser una sola en las vidas de ambos y tomando en cuenta que en lo
más intrínseco de las chicas conservadoras y hasta en las más ligeras, siempre
existe esa dosis de recato que las hace detenerse, por aquello de las
apariencias. De sobra tendría yo proposiciones indiscretas qué hacerle, pero
era destruir la magia del encuentro. Pude haber pensado las cosas más sucias
de ella y haber encontrado las frases más directas que nos llevaran justo en
aquellos instantes a su habitación, pero preferí mantener aquello de esa manera
pues no andaba yo cazando como un lobo hambriento como para llegar a
extremos tan corrientes y ella, además, estaba siendo comedida.
Ella, si bien no tomaba la iniciativa, se mantenía receptiva, inquieta a mis
comentarios. Tuvo también la oportunidad suficiente de proponer.

Como si ambos supiéramos que estábamos en completo juicio cada uno
para callar, hablar, proponer, tocar: como si estuviéramos sincronizados en
tiempo y emociones, de pronto, soltamos una carcajada moderada, mientras
nos mirábamos profundamente el uno al otro. Ninguna gota de alcohol (talvez
de vino) fue necesaria para alcanzar aquel estado placentero que con la plática
amena estábamos teniendo ambos.
Los minutos pasaron así, y como novios platónicos de colegio estuvimos
intercambiando palabras. Y así, los adultos que llevábamos dentro, poco a
poco fueron desplazando la capacidad de portarnos mal en ese mismo instante
con la posibilidad de volver a vernos, algo que rosaba lo utópico, pero se
mantenía dentro del plano de posibilidades reales. Ninguno de los dos quería
destruir de un tajo los hilos afectivos que se habían tejido hacía unas pocas
horas y estando así, regresaron el hombre y la otra chica quién con una sonrisa
de cómplice dijo:
— Chamos, pensé que iban a irse para otra parte.
Chantal contestó:
— No, vale. Robin anda poco tiempo y se tiene que regresar para su casa a
descansar un rato, porque mañana tiene que salir bien temprano de su casa.
El hombre preguntó qué tan lejos vivía y le aclaré que manejando
correctamente, me tomaría un poco más de una hora para regresar a casa.
La conversación grupal siguió, y unos minutos después, cuando mi
prioridad era marcharme, quedamos que el siguiente día, antes de la hora del
abordaje nos volveríamos a ver para vernos una vez más y despedirnos. Les
propuse que desayunáramos juntos cerca de las puertas de salida, que estaban
a la par, pues ellos iban a volar por Copa que tenía la puerta seis, mi aerolínea
tenía la cinco. Mi hora de abordaje era las seis y cincuenta y la de ellos, las
siete de la mañana. Completamente seguros que nos volveríamos a ver al
siguiente día, la despedida esta vez fue breve. Con Chantal intercambiamos
una mirada de unos cuantos segundos que continuó con una media sonrisa, un
abrazo prolongado y un beso. Manejé despacio al inicio del recorrido. El
rostro de ella se venía en los recuerdos. Minutos después, en las curvas
primeras, a una velocidad moderada, me inquietaba el hecho de que algún
semoviente se atravesara por la calle. Aquella fijación se fue disipando y
entonces decidí acelerar porque ya eran casi las once de la noche y tenía que ir
a guardar mi carro en casa de los parientes.

~
Por alguna tonta razón, de regreso hacia el aeropuerto, el taxista que me
enviaron esta vez de la compañía de transporte, cuando comenzó a conducir
por la autopista hacia el aeropuerto desde San Salvador, se subía sobre los
pequeños reflectores que sirven como guía de los carriles, que se conocen por
“sapitos”. Aquello producía una vibración en el carro. Al inicio pensé que era
descuido, pero cuando sentí que era algo constante a tal punto que cuando el
carro dejaba de ir sobre ellos, direccionaba el timón para producir aquel efecto
nuevamente, comprendí que era una manía. Llevaba además música a
volumen no tan agradable. “Que poca educación”, pensé, pero no quise
reclamarle porque de todos modos llevaba sueño. El aire acondicionado me
hizo dormirme un rato. Iba en la parte de atrás con un suéter y mis manos
metidas en los bolsillos. Tiempo después desperté y observé un amanecer
color dorado en la lejanía. El lugar del accidente de la noche anterior estaba
justo enfrente de mí. Apenas tuve tiempo de mirar hacia los lados para buscar
los pequeños fragmentos de vidrio. Unos yacían amontonados sobre la arena y
otros esparcidos sobre el asfalto. Ya habían retirado los autos y los animales
muertos. Me acordé del hotel donde se quedó Chantal e imaginé que estaban
por salir hacia el aeropuerto. En breve, el conductor me dejó en la entrada de
la sala de registro de la aerolínea. Esta vez mi amiga y compañía tendrían que
estar en otra área de registro pues volarían por la otra aerolínea. Martín, quien
vivía más cerca del aeropuerto que yo, como siempre, ya estaba bien
adelantado en la fila del registro. Cuando me vio me hizo el típico saludo
militar de ponerse la mano en la frente. Me causó gracia y le di unos buenos
días desde mi punto en la cola. Después de todo el proceso de registro, fui a la
puerta de salida acostumbrada, y saludé a Martín. Eran las seis y cuarto, el
abordaje sería a las seis y cincuenta y le dije que mientras llegaba esa hora
buscaría algo de tomar o comer por ahí. Me fui a la sala de espera vecina, la
puerta seis, El vuelo de Copa con destino a Panamá y conexiones que tomarían
mis nuevas amistades, estaba programado para salir a las siete en punto, solo
diez minutos más tarde que el de nosotros. Busqué al grupo ahí y no los
encontré. Recordé que a otras personas que traían sus maletas selladas, unos
oficiales de seguridad los habían entretenido y me imaginé que algún
problema tuvo Chantal con la suya. También debido a que saldrían diez
minutos más tarde era posible que aún estuvieran por llegar. Me fui al Subway,
que estaba por la puerta cuatro. Ordené algo y estaba pendiente para ver si
venían. Me senté en la mesa cerca del pasillo y cuando las seis y cincuenta
estaban próximas, decidí ir a buscar desde más atrás y hasta llegar al fondo a
la puerta de salida seis donde ya deberían estar llegando de lo contrario
tendrían problemas. Fui a preguntar a los operadores de la aerolínea si la salida
estaba fija o si la atrasarían unos minutos, esta vez no iba a haber atrasos
según me indicaron. Decidí que al momento de hacer la cola, me pondría al
final para tener más tiempo. Fui al baño, y luego nuevamente a la sala seis, la
de Copa. Una tienda de artesanías que no habían abierto pero cuyos cristales
dejaban ver las cosas que estaban dentro llamó mi atención y estuve viendo
unas guaras de madera, con pintura y arte muy llamativo. En esto, Copa hizo
un llamado a sus pasajeros con destino a Panamá y conexiones que estuvieran
atentos que en unos minutos estarían haciendo el abordaje. Nuestra flamante
aerolínea por su parte aún no había hecho el llamado; si bien no se iban a
atrasar mucho, aún no hacían un llamado oficial. Al regresar a la puerta cinco
observé a Martín que ya estaba en una cola, para boletos con asientos “A”, yo
estaría en la cola “B/C”. Fui donde estaba el compañero, que al verme se
tranquilizó, pues no me había visto por ahí. Le mencioné que yo estaba bien
pendiente de nuestro abordaje. Me regresé atrás, no me formé en la cola pues
mi número de asiento de todos modos estaba asegurado para cuando tocara
abordar, a lo mucho iba a molestar a una persona que ya estuviera sentada en
la misma fila de asientos que yo tenía asignada. En la otra sala, Copa alarmaba
a sus pasajeros que hicieran las filas, que el abordaje estaba por comenzar; los
anuncios eran fáciles de escuchar desde el pasillo frente a la puerta cinco
donde yo estaba parado buscando. La aerolínea tuvo a la mayoría de sus
pasajeros haciendo fila un buen rato y Copa hizo el abordaje antes que
nosotros. Estaba seguro que el grupo no había venido. Hicieron llamados
especiales a ciertos pasajeros, pero no escuché los nombres de ninguno del
grupo: Chantal, Zuleyka o Yobani. En nuestra sala, la aerolínea hizo un
llamado final y entonces, todos los pasajeros formalizaron las filas y el
abordaje comenzó. Los operadores de Copa aún estaban recibiendo gente que
habían venido corriendo, apresuradas por el pasillo. Pasaron unos cinco
minutos y faltarían unas cuatro personas de mi fila para abordar cuando,
reflexioné sobre mi camisa a cuadros rojos y blancos, manga larga, medio
desabotonada y por fuera para ir cómodo en el viaje y pensé que tal vez si
pasaron en los minutos que perdí la atención por estar buscando mis pases y
revisar algo en el teléfono, si me hubieran visto de espalda, no me hubieran
reconocido en esas fachas. Dejé de ver hacia atrás y a los lados y me concentré
en abordar, ya resignado a no ver más a Chantal. Mi botella de agua que
llevaba fue motivo de decomiso y cuando estaba por terminar de tomarme un
poco de agua para luego entregar el envase, a mi derecha, por el pasillo vi las
formas de unas personas que corrían a toda prisa en dirección hacia las salas
de abordaje, nuestra aerolínea y la de Copa. En seguida y por atrás desde la
puerta de donde yo estaba, escuché que gritaron mi nombre. Chantal intentó
entrar a mi sala y saludar pero el operador que acababa de poner mi botella de
agua en el basurero y entregarme mi boleto manchado, en señal de aprobación,
me indicó con su mano que caminara sobre el tren de aterrizaje hacia el avión,
y en seguida a la persona que iba detrás de mí le pidió los pases de abordar.
Me quedé ahí unos segundos, fijé mi mirada hacia el grupo y pude ver varias
manos que me decían adiós y un rostro que a la distancia parecía lamentar no
poderme haber saludado de cerca una última vez. Pude ver que ella hizo un
intento por entrar, pero comprendió que en esa zona ya no podría atenderla. Se
conformó con una sonrisa de asombro de mi parte y una ligero adiós con mi
palma izquierda extendida. Pude ver aún que salieron corriendo para su puerta
de abordaje.

Minutos después, cuando yo estaba ubicado en mi asiento y justo en lado


de la ventana donde podía ver al avión de Copa, observé que la otra aeronave
se despegaba de su tren de aterrizaje y pensé en lo cerca que estuvieron ellos
de no abordar. Absurdo fue tratar de buscar los rostros en las ventanillas de la
otra nave, pues el vidrio de esas ventanas pequeñas era muy opaco. Observaba
aquel avión vecino que era muy grande, mientras sentía el movimiento del
nuestro que estaba despegándose también de la puerta. Las naves estuvieron
estáticas unos minutos más. En cualquier momento que quisiera ver la otra a
mi derecha, estaba ahí disponible para observarla con un gran logo, azul y
blanco, de Copa en su costado. Como era habitual cuando ya estaba por
despegar en el avión me acordaba siempre de mi madre y teniendo señal
telefónica aún para hablar, decidí comunicarme con ella y recordarle de
manera divertida que también estudiando en El Salvador y luchando desde
dentro del país, se puede salir adelante y viajar tal como ella miraba a algunos
protagonistas de sus telenovelas brasileñas, años atrás, mientras yo me la
pasaba refundido en mi cuarto-oficina programando sistemas informáticos
para pequeñas empresas.

Minutos más tarde, el otro avión por fin inició su movimiento, les habían
dado el derecho de salida a ellos primero. Se movía lentamente de retroceso
hasta salir a la pista. Observé atento el movimiento del avión de Chantal hasta
que retrocedió completamente e hizo un giro para ponerse de frente sobre la
pista de salida, con la parte frontal en dirección hacia nosotros. Lentamente se
movía, de norte a sur, acercándose hacia mi avión, hasta que pasó por atrás de
la cola. Dejé pasar unos segundos y por una ventana de mi izquierda, con
dificultad, pude ver que la nave de Copa iba lentamente y sobre tierra hasta
ponerse en el otro extremo de la pista, a casi un kilómetro de distancia.
Nuestro avión aún no salía, solamente se movió unos metros más hacia atrás
pero manteniendo su dirección. Observé por aquella ventana que venía
despegando la otra nave y segundos después se sintió un ruido estruendoso y
cuando regresé la vista hacia la ventana de mi derecha, y observé un poco
hacia atrás, pude ver aquel pájaro metálico que iba ganando altura y se hacía
cada vez más pequeño. Nuestro piloto, informó por radio “Atención pasajeros,
en este momento iniciamos movimiento de despegue” y retrocedió unos
metros más hacia atrás y se volvió a detener. La nave de Copa aún era visible a
la distancia en la altura, pero ya estaba por ocultarse entre unas nubes que eran
de color gris con un fondo de cielo azul brillante. El sol alumbraba un costado
de aquella nave mostrándola como un reflector en la altura. Nuestra aeromoza
comenzó con sus anuncios rutinarios de seguridad, y mi avión comenzó a
retroceder a mayor velocidad y enseguida escuché un cambio en las
revoluciones de los motores. La nave de Chantal aún era visible para mí, pero
cada vez, más diminuta hasta convertirse entre las nubes distantes en tan solo
un punto brillante que justo cuando mi avión giraba para tomar la misma
posición que tomó el otro, se me perdió de vista. “Espero no haya perdido mi
tarjeta” murmuré mientras pensaba en lo insólito de aquella sucesión de
hechos en apenas pocos minutos sobre la pista.

El pasajero que iba a ir sentado al lado, que había regresado del baño, tomó
su pequeña bolsa negra que había dejado en el asiento y se acomodó,
colocándose nuevamente sus auriculares y acomodándose cubriendo sus orejas
con las alas del gorro de su suéter, me deseó feliz viaje a lo que yo le di las
gracias y le deseé lo mismo. Bajé la ventana un poco para evitar aquella
luminosidad. La aeromoza se encargaría de pedirme abrirla completamente o
ella misma lo haría por exigencia del protocolo de salida si yo me quedaba
dormido. Me coloqué correctamente en el asiento, abroché mi cinturón y cerré
mis ojos con la sola idea de tratar de descansar el cuerpo y la mente.

~
Dos años después de aquel encuentro, que ha quedado ahí como una de esas
cosas que pasan una tan sola vez en la vida, amanecí con unas palabras en mi
cabeza que eran entonadas con melodía. Las palabras eran: "Amarrando
puntos en el cielo azul brillante". Un piano sonaba de fondo acompañando la
canción que salía desde del alma de aquella voz de tenor.
Al hacer memoria, al despertarme, llegué a la cuenta que la melodía que
había escuchado en aquel sueño era la de una composición del cantautor
venezolano Franco de Vita. Busqué cuando pude la canción en YouTube y me
di cuenta que la melodía era efectivamente de una de las canciones de Franco.
La canción se llama “Como decirte no” y la parte que aquel piano acompañaba
era donde en la canción dice “Y he tratado de escaparme, de salirme de esta
historia / Porque entiendo que fui yo el último en llegar”, pero las palabras que
yo escuché fueron “Es posible que sea yo el último romántico / Si he tratado
de amarrar puntos en el cielo azul brillante". Después de la parte del piano, en
el sueño observé a uno de mis ex clientes de sistemas informáticos, cuando yo
era consultor independiente —menuda aventura quijotesca en un país
tercermundista, de la cual podría escribir muchas páginas—. El hombre estaba
en un autobús de lujo, parado frente a una fila de tres asientos, intentando
saludar a una amiga que conocí un año después de aquel suceso en el
aeropuerto. Mi ex cliente intentaba agradarla con sus saludos. Ella estaba
sentada en el asiento de en medio de una fila de tres. Le dijo a ella “Esta línea
de autobuses es La Durba”. Dentro del autobús no había más que ellos dos.
Uniendo puntos bajo el cielo azul brillante (pero históricos y existenciales)
estuve yo un rato después de aquel sueño, recordando que Franco de Vita
recientemente había dado un concierto en mi país, que la melodía de esa
canción me place; que mi amiga, la del autobús del sueño, es pianista, y que en
muchas ocasiones al platicar con ella, su mirada y palabras me habían
recordado a aquella alma que una vez conocí y de la cuál jamás recibí un
correo electrónico, seguramente porque escribí mal la dirección, porque sus
mensajes cayeron en la bandeja de “no deseados” o simplemente no me envió
ninguno porque no le dio la gana.
Nunca recibí también una señal de ella por las redes sociales, porque no me
buscó, porque no la busqué yo lo suficiente. Parece que sigo jugando con ella
el juego que iniciamos cuando tan amenamente platicamos. Estos años sin
señal de ella, no me amargan; son para mí un simple silencio, una pausa en la
plática que nuestras almas eternas tuvieron y que en alguna otra oportunidad
tendrán dentro de cien o miles de años en el universo.

FIN

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