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Herederos de Necháiev

Mario Vargas Llosa


Domingo, 17 de Febrero del 2019

La República. https://larepublica.pe/domingo/1414832-herederos-nechaiev

El asesinato del joven estudiante Ivanov, en noviembre de 1869, por una banda terrorista, causó una gran
impresión en toda Rusia. Ivanov, que pertenecía al grupo, anunció a sus compañeros que había decidido
apartarse de ellos. El jefe, Sergei Necháiev, un discípulo del pensador anarquista Mijaíl Bakunin y autor de
un folleto que circuló profusamente, El catecismo de un revolucionario, convenció a los miembros de la
organización que había el peligro de que aquel los denunciara a la policía. Entonces lo ejecutaron. La
policía zarista capturó muy pronto a la banda, menos a Necháiev, que había huido a Suiza; pero fue
extraditado y murió en prisión en 1882.

Una de las buenas cosas que resultaron de ese crimen fue Los demonios, la novela de F. M. Dostoyevski,
que acabo de releer luego de muchos años, y que aquel escribió para mostrar su agrio rechazo de quienes,
como la banda de Necháiev, creían que mediante la violencia podían resolver los problemas políticos y
sociales, y, de una manera más general, buscaban fuera de Rusia, en la Europa culta, los modelos que a
su juicio debía importar su país para convertirse en una sociedad moderna, próspera y democrática. Él era
entonces, cuando hablaba de política, un “reaccionario”, muy en contra de quienes, como Herzen y
Turgenev, sostenían que para salir del despotismo zarista y la barbarie social, Rusia debía “europeizarse”,
volverse laica, romper con el oscurantismo religioso y optar por gobiernos elegidos en vez del
anacronismo zarista. Estas habían sido las convicciones del Dostoyevski joven, cuando era miembro del
Círculo Petrashevski, de ideas socialistas, que en 1849 fue arrasado por la policía de Nikolai I, y él mismo
condenado a ser ejecutado por fusilamiento. De hecho, fue víctima de un simulacro de ejecución y luego
pasó cuatro años en Siberia. Lo ayudó a sobrevivir de aquella experiencia una conversión religiosa y una
adhesión a las tradiciones populares y, se diría, un rechazo que lindaba con la xenofobia hacia toda aquella
corriente intelectual “europeísta” que veía en los socialistas utópicos, como Saint-Simon, Fourier,
Proudhon y Louis Blanc, las ideas y principios que podían salvar a Rusia del atraso y la injusticia en que
estaba sumida.
Como Balzac, cuando escribía novelas, el “reaccionario” Dostoyevski dejaba de serlo y se volvía alguien
muy distinto; no precisamente un progresista, pero sí un enloquecido libertario, alguien que exploraba la
intimidad humana con una audacia sin límites, escarbando en las profundidades de la mente o del alma
(para designar de alguna manera aquello que sólo mucho después Freud llamaría el subconsciente) las
raíces de la crueldad y la violencia humanas. En Los demonios se advierte de manera clarísima esta
extraordinaria transformación. No hay duda que Sergei Necháiev es el modelo que sirvió a Dostoyevski
para construir al personaje de Stépan Trofímovich Verjovenski, un ideólogo más o menos estúpido que
para salvar a la humanidad está dispuesto primero a desaparecerla con crímenes, incendios y atrocidades
diversas.
¿Pero, y al extraordinario Nikolái Stavroguin, el verdadero héroe de la novela, de dónde lo sacó? Para
escribir ese capítulo, La vida de un gran pecador, a Dostoyevski no le bastaba recorrer el espectro de los
tipos políticos, sociales o intelectuales de su tiempo; era indispensable que cerrara los ojos, se abandonara
a la intuición y a la imaginación que, en su caso, como en el de Balzac, eran siempre más importantes que
las ideas, y se dejara guiar por sus propios fantasmas hasta las raíces mismas de la crueldad humana,
donde moran el espanto, las horribles tentaciones, aquellos demonios que, en la vida cotidiana, pasan
muchas veces desapercibidos detrás de las buenas maneras que dictan las convenciones. Llamo “héroe”
a Stavroguin porque creo que es uno de los personajes más genialmente concebidos en la historia de la
literatura, pero muy consciente de que es la encarnación del mal, de todo lo que puede haber de repulsivo
en un ser humano, un verdadero demonio. Como Balzac, tolerando a la hora de escribir sus novelas que
sus instintos e intuiciones prevalecieran sobre sus convicciones, Dostoyevski trazó en Los demonios una
radiografía que permite a los seres humanos descubrir los fondos más tortuosos e indómitos de la
personalidad, y la secreta raíz de buena parte de las ignominias que desafían a diario en todo el mundo
aquello que llamamos la civilización, el frágil puentecillo en el que ésta se balancea sobre ese abismo
estruendoso donde anidan los espantos.
Estoy en una pequeña aldea suiza rodeada de nieve, montañas y lagos, donde la vida parece muy sosegada
y apacible; pero releer este libro soberbio me enseña que no debo confundir las apariencias con
realidades, las que, a menudo, están a años luz de aquellas. Estos discretos caminantes y muchachas que
hacen gimnasia con los que cambio venias y saludos en las mañanas, podrían, como el carismático Nikolai
Stavroguin de la novela, clavarme un cuchillo por la espalda y echar luego mi cadáver a los perros o
comérselo ellos mismos.

La novela me enseña también que en manos de los viejos maestros todo ya se inventó hace años y siglos,
y que las vanguardias suelen “revolucionar” las formas que ya habían sido revolucionadas una y mil veces
por los clásicos. En Los demonios, la astucia con que está concebido el narrador es deslumbrante, pero es
dificilísimo comprobarlo cuando uno está capturado por el hechizo de la historia, por su lento y
absorbente desarrollo. A primera vista la novela está narrada por un narrador personaje, don Antón
Lavrentievich, un joven solterón que frecuenta los salones de Varvara Petrovna, es amigo de algunos
personajes como Kirillov, Shatov y Piotor Verjovenski y se siente incluso muy atraído por Liza Tushina,
aunque nunca se atreve a decírselo. Un narrador-personaje da un testimonio cercano de la historia, pues
se cuenta a la vez que cuenta, pero también tiene sus limitaciones, pues sólo puede narrar aquello que
ve, oye o le dicen, y no puede seguir a los otros personajes cuando se apartan de él y se repliegan en la
intimidad. Sin embargo, de pronto, ya avanzada la novela, el lector descubre que aquel narrador-
personaje se ha volatilizado y ha sido reemplazado por otro, el narrador omnisciente, capaz de narrar
aquello que aquel no vio ni pudo ver ni saber, como son las sensaciones, emociones y pensamientos de
los demás personajes cuando se alejan del que narra. Que haya dos narradores en la novela no incomoda
en absoluto la lectura, es posible que muchísimos lectores ni siquiera lo adviertan, por la sutil manera en
que se producen las mudas entre uno y otro narrador, que se alternan para contar la historia con tanta
sabiduría. Sólo olvidándose de la historia y concentrándose en la manera que está contada se notan estos
tránsitos. Y estas dos perspectivas desde las que la historia se cuenta son complementarias, acercan y
alejan la visión, subrayando los silencios, las distancias y las emociones mediante las cuales el narrador
mantiene la atención subyugada del lector.
Cuando Dostoyevski comenzó a escribir Los demonios, a fines de 1869, estaba en Dresde, profundamente
disgustado de su experiencia europea y lleno de nostalgia por su tierra natal. Creía estar escribiendo algo
así como una diatriba contra la violencia política, pero su novela resultó mucho más que eso, una
exploración profunda de la intimidad humana, de todas las violencias que padecemos y cometemos y se
han cometido y cometerán. Él, cuando no escribía, creía que la salvación de Rusia estaba en buscar el
remedio en su propia historia, en sus creencias y en su tradición. A sus lectores nos dejó, sin embargo,
con la sensación de que, pura y simplemente, siendo los seres humanos lo que somos, no hay salvación.
Febrero de 2019

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