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Doña Concha

Camilo José Cela

El sol cae a plomo sobre el patio de doña Concha, la esposa de don Florián. Doña Concha es
hermana de doña Mencía, la del registrador; y de la señora Engracia, que se quedó atrás, según
se ve.

Doña Concha es una dama tísica y espirituada, larga y suspiradora. Viste de negro y a veces, en
las orejas, lleva unas piedras azules y delicadas, unas aguamarinas. Doña concha no tiene hijos,
no los tuvo nunca, y su cariño está sin aplicar, está entero como una nube volandera.

Doña Concha no tiene un pajarito, ni un gato, ni un perro. Los pajaritos que anidan bajo las tejas
de la bodega no son suyos: son de Dios. Los lebreles que bostezan en el hilillo de sombra del
patio no son suyos: son de su marido. Los gatos que crían y recrían en el desván, entre tinajas
rotas, consolas románticas y desportilladas, libros misteriosos y olvidados retratos que ya nadie
recuerda de quién son, tampoco son suyos: en realidad no son de nadie.

Doña Concha es una hembra rica y sarmentosa, florida si quisiera y, ¡ay!, sin ganas ningunas de
florecer. Doña Concha tiene un rosario de aromáticas cuentas, hecho de pétalos de rosa. El
rosario de Doña Concha termina en una cruz de filigrana de oro y guarda virtudes especiales de
la lucha contra el pecado. Doña Concha, desgranando, hierática y profunda, las cuentas de su
rosario, se pasa las lentas horas muertas.

Doña Concha sabe cosas, muchas cosas, pero se las calla. Doña Concha sabe las vidas de los
criados, los milagros de las criadas, las enfermedades del olivo, las artes de podar la vid, el extraño
lenguaje que hablan las bestias. Pero Doña Concha no habla. Doña Concha es una mujer casada.
Si quedase viuda, sin don Florián, no, está fuerte como un roble. ¡Dios no lo haga!, la dejase más
sola de lo que está, doña Concha, sin cambiar el gesto, hablaría. Y mandaría sin levantar la voz,
como una reina durísima y triste. Pero don Florián. ¡Dios lo conserve! Está vivo, y sano, y
animoso, y doña Concha, que sabe su papel, no habla más que durante la matanza, por San
Martín, cuando el gorrino chilla en el tormento y el matarife huele a sangre y a anís.

1
Doña Concha tiene tres ventanas para mirar el mundo: las tres cuadradas y pequeñas, las tres
con reja, la principal cobijada bajo la piedra heráldica, bajo la desgastada y olvidada piedra del
mayorazgo. Doña Concha, al pie de cada ventana, tiene una silla baja, de enea, con las tablas del
respaldo pintadas de verde con rositas rojas, y blancas, y de color de oro. Desde su ventana del
patio, doña Concha vigila el pozo. Desde su ventana de la calle, doña Concha mira llorar a los
niños. Desde su ventana del campo, doña Concha reza el rosario. Y, a veces, medita.

Doña Concha no hace labor, el filtiré le ha destrozado la vista. Doña Concha no se pone lentes
porque piensa que no es propio de mujeres de su condición. Doña Concha tiene un ascético
sentido de su condición.

Por las tardes, cuando la visita su hermana, doña Mencía, doña Concha le ofrece, con gran
reverencia, una jícara de chocolate, tres sequillos y una copita de vino moscatel. Doña Concha
no prueba bocado, porque lleva ya ofrecida muchos años. Doña Concha, a veces, cuando se
siente muy desfallecida, prueba un sorbito de moscatel, que cría sangre y da ánimo a las flacas
carnes.

— ¡Qué Dios no me lo tenga en cuenta!

Doña Concha y doña Mencía jamás recuerdan, de viva voz, a su hermana Engracia, a la señora
Engracia, que vive en Alcolea de Calatrava, viuda de un posadero, madre de diez hijos varones
y patrona de arrieros y tratantes, a diario, y de Pascuas a Ramos de chamarileros, de cómicos de
la legua y de viajantes de comercio.

Doña Concha sufre —no lo puede evitar— cada vez que Engracia, la señora Engracia, irrumpe
en su memoria al frente de sus diez hijos. Doña Concha en su testamento, ordena una manda de
misas y dispone que las fincas, cuando don Florián la siga, se repartan por igual entre sus
sobrinos. Pero sus sobrinos lo ignoran y no le desean la muerte. Doña Concha casi no conoce a
sus sobrinos…

El sol reverbera sobre las albas paredes del patinillo de doña Concha. La chicharra canta
desconsoladamente desde la higuera canija, calenturienta y bíblica. Los molinos de Críptana,
igual que inmensos bueyes dormidos, esperan respirar en la noche.

2
Por el cielo cruza el arcángel San Gabriel, en forma de cigüeña. Tañen las campanas a oración y
doña Concha, como sin darse cuenta, se aparta de su ventana.

Mañana será otro día.

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