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En defensa de la igualdad.
John Rawls

La m ayoría de los estadounidenses n o hem os firm ad o n u n ca u n


c o n tr a to social. E n realidad, los únicos estadounidenses que han p ro ­
metido de verdad que respetarán la C o n stitu ció n (aparte de los car­
gos públicos) son los que han adoptado esa nacionalidad, los in m i­
grantes que así lo han ju ra d o p o rq u e se les exige para ad q u irir la
ciudadanía. A los dem ás n o nos han exigido, ni siquiera pedido, que
diésemos nuestro consentim iento. E ntonces, ¿por qué estamos obli­
gados a o b ed ecer la ley? ¿Y cóm o podem os decir que nuestro go­
bierno se cim ienta en el consentim iento de los gobernados?
John Locke dice que hem os dado el consentim iento tácitam en­
te. C ualquiera que disfrute de los beneficios que re p o rta u n gobier­
no, aunque sea viajar p o r u n cam ino público, consiente im plícita­
mente en la ley y está obligado a cum plirla . 1 Pero el consentim iento
tácito es u n a variante m u y desvaída del auténtico. C uesta ver cuál
pueda ser la razón de que el m ero h ech o de pasar p o r u n lugar habi­
tado sea equivalente m oralm ente a ratificar la C onstitución.
Im m anuel K ant recu rre al co n sen tim ien to hipotético. U n a ley
es justa si la sociedad en su co n ju n to , de h ab e r podid o, la hubiese
ofrendado. Pero tam bién esta es una alternativa problem ática a u n
c°ntrato social auténtico. ¿C ó m o podría u n acuerdo hip o tético eje-
cutar la tarea m oral de u n o real?
Jo h n R aw ls (1921-2002), filósofo político estadounidense, ofre-
Ce una respuesta esclarecedora a esta pregunta. E n Teoría de la justicia
^ ^ 1) sostiene q ue para pensar en la ju sticia hay en preguntarse

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cuáles serían los principios c o n los que estaríam os de acuerdo


una situación inicial de igualdad . 2
R aw ls razona co m o sigue: supongam os que nos hem os reunid
Cal y co m o som os, para escoger los principios que gobernarán nue s'
tra vida colectiva; es decir, para escribir u n co n trato social. ¿Q u¿
p rincipios escogerem os? P robablem ente, nos será difícil llegar a Un
acuerdo. D iferentes personas estarán a favor de principios diferente
que reflejarán sus variados intereses, sus diversas creencias morales y
religiosas y su distinta situación social. A lgunos son ricos; otros, p 0_
bres. A lgunos son poderosos y están m uy bien relacionados; otros, no
tanto. A lgunos p e rte n e c e n a m inorías raciales, étnicas o religiosas'
otros, no. Podríam os llegar a u n com prom iso. Pero incluso ese com ­
prom iso reflejaría el superior p o d e r negociador de unos y otros. No
hay razón para suponer que u n contrato social al que se llegase por
esa vía fuese u n arreglo justo.
Pensem os ahora en u n ex p e rim en to m ental: supongam os que
cuando nos reunim os para decidir esos principios n o sabemos cuál
será nuestro paradero en la sociedad. Im aginém onos que escogemos
tras el «velo de la ignorancia», que nos im pide tem poralm ente saber
nada de quiénes som os en concreto.Tras él no sabemos nuestra clase
o género, nuestra raza o etnia, nuestras opiniones políticas o convic­
ciones religiosas. T am poco sabem os co n qué ventajas contam os o
q ué desventajas padecem os: n o sabem os si estam os sanos o si tene­
m os mala salud, si poseem os titulaciones superiores o si n o acabamos
la enseñanza m edia, si nacim os en una familia que cuidaba de noso­
tros o en una familia descom puesta. Si nadie sabe nada de to d o esto,
decidirem os, en efecto, en una posición originaria de igualdad. Pues­
to q u e nadie tendría u n p o d e r n eg o ciad o r superior, los p rin cip i°s
que acordaríam os serían justos.
Esta es la idea de contrato social que p ro p o n e R aw ls: u n acuer­
do h ip o tétic o en una situación o rig in aria de igualdad. R aw ls nos
invita a p reguntarnos qué principios escogeríam os, co m o p e rso n as
racionales y que cuidan de su propios intereses, si nos e n c o n trá s e m o s

en tal situación. N o presupone que en la vida real nos m otive a to­


dos el interés propio; solo pide que dejem os a u n lado nuestras con-
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'cciones m orales y religiosas para los propósitos del ex p e rim en to


^etital. ¿Q u é principios escogeríamos?
p e entrada, razona, no escogeríam os el utilitarism o. Tras el velo
¿ e la ignorancia, cada u n o pensaría: «Por lo que yo p u ed o saber, lo
inisfflo resulta que p erten ezco a u n a m inoría oprim ida».Y nadie se
rrie s g a ría a ser el cristiano arrojado a los leones para divertir a la
m ultitud. T am poco escogeríam os el puro laissez-faire, el p rin cip io li­
bertario de que se les dé a los individuos el derecho a quedarse con
todo el dinero que ganen en una econom ía de m ercado. «Lo m ism o
resulta que seré Bill Gates — razonaría cada u n o — pero, de nuevo,
podría tam bién acabar siendo u n pordiosero. Así que será m ejo r que
evite u n sistema que m e podría dejar co n una m ano delante y otra
detrás, y sin nadie que m e ayudase.»
R aw ls cree q ue del contrato h ip o tétic o saldrían dos principios
de la justicia. E l p rim ero ofrece iguales libertades básicas a todos los
ciudadanos, co m o la libertad de expresión y de culto. Este principio
tendría p rio rid a d sobre otras consideraciones de utilid ad social y
bienestar general. E l segundo p rin cip io se refiere a la igualdad social
y económ ica. A u n q u e n o requiere una distribución igual de las ren ­
tas y del p atrim onio, solo p erm ite las desigualdades sociales y eco n ó ­
micas que sirvan para m ejorar la situación de los m iem bros m enos
prósperos de la sociedad.
Los filósofos discuten acerca de si las partes del contrato h ip o té­
tico de R aw ls escogerían los principios que él dice que escogerían.
Dentro de u n m o m en to verem os p o r qué R aw ls cree que se escoge­
rían esos dos principios. Pero antes abordem os u n a cuestión previa:
el ex perim ento m en tal de R aw ls, ¿es la form a más indicada de c o n ­
cebir la justicia? ¿C ó m o es posible que los principios de la justicia se
deriven de u n acuerdo que n u n ca se p ro d u jo en la realidad?

L o s LÍM ITES MORALES DE LOS CONTRATOS

^ ara apreciar la fuerza m oral del contrato hip o tético de R aw ls viene


fijarse en los lím ites m orales de los contratos reales. A veces

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p resuponem os que, cu an d o dos hacen u n trato, debe considerarsj


q u e los térm in o s del acuerdo son equitativos. P resuponem os e
otras palabras, que los contratos justifican las cláusulas a que dan 1
gar. Pero n o lo hacen, al m enos n o p o r sí m ism os. Los contrato
reales n o son instrum entos m orales autosuficientes. El m ero hecho
de q ue usted y yo hagam os un trato no basta para que sea equitativo
D e cualquier contrato real se podrá preg u n tar siem pre si es equitati
vo lo q ue en él se acuerda. Para responder tal pregunta n o podremos
señalar sim plem ente al acuerdo m ism o; necesitarem os algún patrón
in d ep en d ien te de equidad.
¿De d ó n d e pu ed e venir u n p atró n así? Q uizá, podría pensar us­
ted, de u n co ntrato an terio r de m ayor fuste; de una constitución, por
ejem plo. Pero las constituciones están sujetas al m ism o cuestiona-
m ien to que los dem ás acuerdos. Q u e el pueblo ratifique una consti­
tu ció n n o p ru e b a que lo q u e prom ulga sea ju sto . Piénsese en la
C o n stitu ció n de Estados U n id o s de 1787. Pese a sus m uchas virtu­
des, tenía el defecto de aceptar la esclavitud, y así fue hasta después
de la g u erra civil. Q u e a esa C o n stitu ció n se h u b iera llegado m e­
diante u n acuerdo, p rim ero de los delegados en Filadelfia y luego de
los estados, no bastaba para que fuese justa.
P odría argum entarse que el defecto procedía de u n consenti­
m ien to deficiente. A los esclavos afroam ericanos n o se les perm itió
participar en la convención constituyente, co m o tam poco a las mu­
jeres, que n o ganaron el derecho a votar hasta más de u n siglo des­
pués. Es ciertam ente posible que una convención más representativa
hubiese p ro d ucido una co nstitución más justa. Pero se trata de una
m era cábala. N o hay garantía alguna de que nin g ú n contrato social o
convención constituyente, p o r representativa que sea, produzca unos
térm in o s equitativos para regir la cooperación social.
A quienes creen que la m oral em pieza y term in a co n el con sen­
tim ien to quizá les parezca esa una aseveración chirriante. Pero n o 1°
es tanto. A m en u d o ponem os en entredicho la equidad de los tra to s
que se h acen.Y estamos acostum brados a las contingencias que pue­
d en co n d u cir a m alos tratos: u n a de las partes p u ed e negociar m ej°r’
o te n e r una posición negociadora más fuerte, o co n o c er m e jo r ^

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\or d e Clue se est^ intercam biando. Las famosas palabras de D o n


orje° ne en E l Padrino, «le voy a h acer u n a oferta que n o podrá
húsar», insinúan (de m anera extrem a) las presiones que actúan, en
V o m en o r m edida, en la m ayoría de las negociaciones.
R e c o n o c e r q u e los contratos n o confieren eq u id ad a sus p ro -
• « térm in o s n o significa que debam os violar nuestros acuerdos
cuando nos apetezca. P uede que estem os obligados a cum plir inclu­
so un acuerdo que n o es equitativo, al m enos hasta cierto punto. El
consentim iento es im p o rtante, au n q u e la justicia no consista solo en
el consentim iento. C o n frecuencia confundim os el papel m oral del
consentim iento co n otras fuentes de la obligación.
Supongam os que hago este trato: usted m e trae cien bogavantes
y yo le pago m il dólares. U sted los pesca y m e los entrega, yo m e los
com o y disfruto, p ero m e nieg o a pagarle. U sted m e dice que le
debo el dinero. ¿Por qué?, le preg u n to . U sted m e po d ría recordar
nuestro trato, pero tam bién podría señalarm e el provecho q u e yo he
sacado. M u y b ien podría usted decirm e que ten g o la obligación de
pagar el provecho que, gracias a usted, he sacado.
Supongam os ahora que hacem os el m ism o trato, solo que esta
vez, cuando usted ya se ha ido a recoger los bogavantes y m e los ha
traído a casa, cam bio de o p in ió n . Ya n o los quiero. U sted todavía
quiere cobrar. Le digo que no le debo nada porque, esta vez, n o he
sacado n in g ú n provecho. Llegados a ese p u n to , usted po d ría recor­
darme el trato, p ero tam b ién podría señalarm e el duro trabajo que
ha hecho para capturar los bogavantes previendo que yo se los iba a
comprar. U sted p o d ría d ecirm e que estoy obligado a pagar p o r los
esfuerzos que ha h ech o p o r mí.
Veamos ahora si podem os im aginar u n caso en el que la obliga-
d o n se base solo en el consentim iento, sin el peso m oral añadido de
tener que pagar p o r u n provecho que se ha recibido o para co m p en -
sar un trabajo que se ha h ech o en nuestro beneficio. A cordam os lo
rTllsnio, pero esta vez, m o m en to s después de haber cerrado el trato,
autes de que usted haya invertido tiem po alguno en pescar los boga-
Vautes, le llam o y le digo que h e cam biado de o p in ió n y ya n o los
Quiero. ¿Le deb o aún los m il dólares? ¿M e dirá usted que «un trato es

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u n trato» y recalcará que m i consentim iento crea una obligación


sin provecho o confianza depositada algunos? 1,1

Los pensadores ju ríd ico s llevan debatiendo esta cuestión desdi


hace m ucho. El consentim iento, ¿crea una obligación p o r sí mis
o se requiere que haya algún c o m p o n en te de provecho o de co ^
fianza depositada ? 3 Este debate nos dice algo sobre la m oralidad d
los contratos que a m en u d o pasamos p o r alto: que los contratos rp
les tien en peso m oral en la m edida en que realicen dos ideales la
au to n o m ía y la reciprocidad.
E n cu a n to actos v o lu n tario s, los co n tra to s expresan nuestra
au to n o m ía; las obligaciones que crean tien en peso p o rq u e nos las
im p o n em o s a nosotros m ism os, p o rq u e cargam os co n ellas libre­
m ente. E n cuanto instrum entos para el beneficio m utuo, los contra­
tos b eb en del ideal de la reciprocidad; la- obligación de cumplirlos
p rocede de la obligación de pagar a otros p o r los beneficios que nos
aportan.
E n la práctica, estos ideales — la autonom ía y la reciprocidad—
se realizan im perfectam ente. A lgunos acuerdos, aunque sean volun­
tarios, n o son m u tu am en te beneficiosos.Y a veces nos podem os ver
obligados a pagar p o r u n beneficio aunque n o haya u n contrato, por
m o r de la reciprocidad. Indica los lím ites m orales del consentim ien­
to: hay casos en que el consentim iento quizá no baste para crear una
obligación que ate m oralm ente; en otros, quizá n o sea necesario.

C u a n d o e l c o n s e n t i m i e n t o n o b a s t a : C r o m o s d e b é is b o l
Y U N RETRETE C O N FUGAS

Pensem os en dos casos que m uestran que el consentim iento no bas­


ta. D e niños, mis dos hijos coleccionaban crom os de béisbol y se l°s
intercam biaban entre sí. El m ayor sabía más sobre los jugadores y e
valor de los crom os. A veces le ofrecía a su h erm a n o peq u eñ o inter
cam bios no m uy equitativos: dos defensas suplentes, digam os, P°
una estrella com o K en Griffey Jr. Por eso establecí una regla: un 1(1
tercam bio n o se daría por cerrado m ientras yo n o lo a p ro b a se .
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recerá quizá paternalista, y lo era. (Para eso es el paternalism o.) E n


^ycunstancias co m o esa, los intercam bios voluntarios p u ed e n faltar
claramente a la equidad.
H ace años leí un artículo de p erió d ico que hablaba de u n caso
, extrem o. E n el piso de una anciana viuda de C hicago u n retrete
jejaba escapar el agua. Llam ó a u n fontanero para que lo arreglase.
La factura: 50.000 dólares. F irm ó u n co n trato p o r el que tenía que
abonar 25.000 dólares co m o entrada y el resto a plazos. La artim aña
se descubrió cuando fue al banco a p o r los 25.000 dólares. El cajero
le preguntó que para qué necesitaba sacar tanto dinero, y la m ujer le
contestó que tenía que pagar al fontanero. El cajero llam ó a la p o li­
cía, que arrestó p o r fraude al fontanero sin escrúpulos .4
Solo los partidarios más acérrim os de la soberanía del contrato
no considerarían q ue pagar 50.000 dólares p o r arreglar u n retrete es
m onstruosam ente desproporcionado au n q u e las dos partes lo acor­
dasen p o r propia voluntad. Este caso ilustra dos aspectos relativos a
los límites m orales de los contratos: el prim ero, que hab er acordado
algo no garantiza su equidad; el segundo, que el consentim iento no
basta para crear una obligación m oral. Lejos de ser u n in stru m en to
para el m u tu o beneficio, ese contrato se burlaba del ideal de la reci­
procidad. Pienso que esto explica p o r qué pocos dirían que la ancia­
na estaba obligada a pagar una factura tan descabellada.
Se podría replicar que en el tim o del arreglo del retrete n o m e­
dió un co n trato realm ente voluntario, que fue u n tipo de explota­
ción en el q u e u n fo n tan ero sin escrúpulos se aprovechó de u n a
anciana desorientada. N o conozco los detalles del caso, pero su p o n ­
gamos, en beneficio del argum ento, que el fontanero n o coaccionó
a la m ujer y que esta se encontraba en buenas condiciones m entales
(aunque m u y m al in fo rm ad a de lo que se paga a los fontaneros)
cuando cerró el trato. Q u e el acuerdo fuese voluntario no garantiza
en absoluto que supusiese el intercam bio de beneficios de igual o
c°rnparable m o n to .
H e sostenido hasta aquí que el consentim iento n o es una c o n ­
dición suficiente de la obligación m oral; u n trato descom pensado
Pu ede quedar tan lejos del m u tu o beneficio que ni siquiera el que

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sea v o luntario lo redim a. Q u e rría ahora hacer una afirm ación


atrevida: el consentim iento no es una condición necesaria para n f l
haya obligación m oral. Si el beneficio m u tu o resulta suficienternen \
claro, podría haber una exigencia m oral de reciprocidad incluso 4
que m edie consentim iento alguno.

C u a n d o e l c o n s e n t im ie n t o n o es e s e n c ia l : L a ca sa d e
H u m e y l o s q u e l i m p i a n p a r a b r is a s e n l o s s e m á f o r o s

C o n el tipo de caso que ten g o en m en te tuvo que vérselas en una


ocasión D avid H u m e, el filósofo m oral escocés del siglo x v iii. De
jo v en , escribió u n a despiadada crítica de la idea de contrato social de
Locke. La llam ó «ficción filosófica que nunca tuvo y nunca podría
ten er la m e n o r realidad » ,5 y «una de las operaciones más misteriosas
e incom prensibles que sea posible im aginar » .6 A ños después, Hume
vivió u n a experiencia que puso a p ru eb a su rechazo del consenti­
m ien to com o fundam ento de la obligación .7
H u m e tenía una casa en E dim burgo. Se la alquiló a su amigo
Jam es Boswell, q uien a su vez la subarrendó. El subarrendatario pen­
só q ue la casa necesitaba algunos arreglos. C o n tra tó a unos albañi­
les para h acer la obra sin consultar a H u m e. Le pasaron la factura a
H u m e. Este se negó a pagar p o rq u e n o había dado su consentim ien­
to. N o era él q uien había contratado a los albañiles. El caso llegó a
los tribunales. Los albañiles reconocieron que H u m e n o había dado
su consentim iento, pero co m o la casa necesitaba los arreglos, los hi­
cieron.
H u m e pensaba que ese era u n m al argum ento. Los albañiles se
escudaban en que «la obra hacía falta», le dijo H u m e al tribunal. Per°
esa n o es «una b u en a respuesta, ya que p o r la m ism a regla de tre
po d rían ir p o r todas las casas de E dim burgo y hacer lo que les pare'
ciese sin el consentim iento de los dueños [...] y dar la m ism a razo#
de p o r qué lo habían hecho, que la obra era necesaria y que la casa
había m ejorado co n ello». Pero esa, argüyó H um e, era «una d o ctn 113
p o r co m pleto nueva y ... del to d o indefendible » .8

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C u ando se trataba del arreglo de su casa, a H u m e no le gustaba


teoría que basaba la obligación p uram ente en el beneficio. Pero su
^ f usa fracasó y el tribunal le o rd en ó que pagase.
Q u e pued e haber u na obligación de retribuir u n beneficio aun
ie m edie u n consentim iento resulta m o ralm ente verosímil en el
sin (y*
Ae la vivienda de H u m e. Pero puede fácilm ente transform arse
caso
una táctica de ventas m uy agresiva y en abusos de otro tipo. E n la
¿écada de 1980 y a principios de la siguiente, los que con una esco­
billa y u n cub o de agua se abalanzaban sobre u n coche parado ante
un sem áforo en rojo, lim piaban el parabrisas (a m enudo sin el p erm i­
so del conductor) y pedían que se les diese algo se convirtieron en
Mueva York en u na intim idante presencia. P onían en práctica la teo­
ría que basa la obligación en el beneficio recibido, la m ism a a la que
recurrieron los albañiles de H um e. Pero a falta de consentim iento, la
línea que separa la realización de u n servicio de la extorsión resulta
muchas veces borrosa. E l alcalde R u d o lp h G iuliani decidió acabar
con los de la escobilla y ordenó a la policía que los detuviese .9

¿El b e n e f i c i o o e l c o n s e n t i m i e n t o ? E l t a l l e r d e c o c h e s
MÓVIL DE S a m

Veamos otro ejem plo de la confusión que p u ed e producirse cuando


la cara de la obligación q u e se basa en el co n sen tim ien to y la cara
basada en el b en eficio n o se distinguen claram ente. H ace m uchos
anos, cuando hacía mis estudios de doctorado, viajaba en coche p o r
el país con unos amigos. Param os para hacer u n descanso en H a m ­
mond, Indiana, y entram os en una tienda abierta las v einticuatro
horas. C u an d o volvim os al coche, n o arrancaba. N o sabíamos gran
c°sa de m ecánica. M ientras nos preguntábam os qué íbam os a hacer,
Una furgoneta se nos puso al lado. En el costado llevaba escrito «Ta-
^er m óvil de Sam». D e la furgoneta bajó u n hom bre, cabía presum ir
Sam.
Se acercó y nos p re g u n tó si po d ía ayudarnos. «Yo trabajo así
explicó— : C o b ro cin cuenta dólares p o r hora de trabajo. Si arreglo

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el coche en cinco m inutos, m e pagaréis cincuenta dólares. Si en M


h o ra n o he po d id o repararlo, seguiréis ten ien d o que pagarm e U ^
cuenta dólares.» 1K
«¿Qué probabilidad hay de que pueda reparar el coche?» 1 » „
gunte. N o m e respondió directam ente, pero se puso a hurgar baj0 \
co lu m n a del volante. Yo n o estaba seguro de qué tenía que ha •
M iré a mis amigos para ver qué pensaban. Pasado u n rato, el homb
salió de debajo de la colum na del volante y dijo: «Pues todo p -
b ien en el sistema de ignición, pero todavía quedan cuarenta y cinc0|
m inutos. ¿Q uiere que m ire bajo el capó?».
«Espere u n m o m e n to — le dije— . N o le he dich o que haga
nada. N o hem os h echo n in g ú n trato.» El ho m b re se enfadó mucho
y dijo: «¿Q uiere decir que si hubiese reparado el coche cuando esta­
ba m iran d o bajo la colum na del volante n o m e habría pagado ?».M
Le dije que esa era otra cuestión.
N o entré en la diferencia entre las obligaciones que derivaban del
consentim iento y las que derivaban del beneficio. M e da la impresión
de que n o habría servido de m ucho. Pero el incidente con Sam el
m ecánico pone de m anifiesto una confusión com ún en lo que se re­
fiere al consentim iento. Sam creía que si hubiese reparado m i coche al
h urgar debajo de la colum na del volante le habría tenido que pag ar
cincuenta dólares .Y yo estoy de acuerdo. Pero la razón de que hubiese
tenido que pagarle es que m e habría reportado u n beneficio, a saber,
arreglarm e el coche. D e que en ese caso yo debería haberle pagado
dedujo que yo había acordado (im plícitam ente) encargarle la re p a ra ­
ción. Pero tal inferencia es errónea. D a p o r sentado equivocadamente
que d o n d e hay una obligación tiene que haber habido u n a cu e rd o ,
alguna form a de consentim iento. Pasa p o r alto la posibilidad de que
pueda haber obligación sin consentim iento. Si Sam hubiese r e p a ra d o
m i coche, habría tenido que pagarle en nom bre de la re c ip ro c id a d -

D arle solo las gracias y m archarse no habría sido equitativo. Pero es


no im plica que yo le hubiese encargado nada.
C u an d o les cu e n to esta histo ria a mis alum nos, en su may°r
parte están de acuerdo, habida cuenta de las circunstancias del cas0’
en que no tenía p o r qué pagarle cincuenta dólares a Sam. Pero mlt

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ftos m an tien en esa postura p o r razones diferentes a la m ía. A rgu-


entan que, al n o h ab er yo encargado explícitam ente el trabajo a
g ni no tenía p o r q ué pagarle nada, y tam poco habría ten id o que
rle au n q u e hubiese reparado el coche. Si le hubiese dado algo,
habría s^ ° Po r generosidad: se lo habría dado p o rq u e lo habría q u e-
ido y ° ’ no Portluc fuese m i deb er hacerlo. Así m e defienden, pero
00 adoptando m i p u n to de vista acerca de la obligación, que extien­
de el alcance de esta, sino co n fo rm e a u n p u n to de vista restrictivo
acerca del consentim iento.
Pese a nuestra ten d en cia a ver el co n se n tim ien to en todas las
aseveraciones m orales, cuesta darle s e n tid o a nuestra v id a m oral sin
reconocer el peso que, co n independencia del consentim iento, tiene
la reciprocidad. Pensem os en u n contrato m atrim onial. Supongam os
que descubro, tras veinte años de fidelidad p o r m i parte, que m i es­
posa ha estado v ien d o a otro. T endría dos razones para sentir u n a
indignación de ord en m oral. U n a de ellas se refiere al consentim ien­
to: «Pero si teníam os u n acuerdo. H iciste u n a prom esa. La rompiste».
La segunda se refiere a la reciprocidad: «Pero si yo h e sido fiel. N o
hay duda alguna de que m e m erecía algo m ejor. Esta n o es form a de
pagar mi lealtad».Y así podría seguir. La segunda queja n o hace refe­
rencia al co n se n tim ien to y n o lo necesita. R esultaría m o ralm en te
verosímil au n q u e hubiésem os vivido com o pareja todos esos años
sin habernos h ech o prom esa m arital alguna.

Im a g in e m o s e l c o n t r a t o p e r f e c t o

Todas estas desventuras, ¿qué nos dicen de la m oralidad de los c o n ­


a to s ? Los contratos derivan su fuerza m oral de dos ideales diferen-
tes>la au to n o m ía y la reciprocidad. Sin em bargo, la m ayor parte de
los contratos reales qu ed a lejos de esos ideales. Si he de tratar con
a%uien q ue tien e u na p o sición negociadora m ejo r que la m ía, m i
acuerdo quizá n o sea del to d o voluntario; estará som etido a presio-
nes o, en el caso extrem o, coaccionado incluso. Si negocio co n al­
guien q u e co n o ce m ejo r que yo lo qtie vam os a intercam biarnos, el

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trato quizá n o sea m u tu am en te beneficioso. E n el caso extrem o


za m e tim en, m e enganen.
En la vida real, las personas se encuentran en posiciones diferej*
tes. Significa que siem pre es posible que haya diferencias en p 0 cj '
n egociador y en co n o c im ien to .Y en la m edida en que sea así < 9
haya u n acuerdo n o garantiza p o r sí m ism o la equidad del trato
eso, los contratos reales no son instrum entos m orales autosuficient i
Siem pre tiene sentido preguntarse si es equitativo el acuerdo al n
han llegado las partes.
Pero im aginem os u n co n tra to entre partes iguales en poder
conocim iento, en vez de desiguales, entre partes igualm ente situada
en vez de diferentem ente situadas. E im aginem os que el objeto de
ese contrato n o es u n trabajo de fontanería o cualquier trato ordina­
rio, sino los principios que gob iern an nuestras vidas en com ún, los
q ue nos asignan nuestros derechos y deberes co m o ciudadanos. Un
contrato de esa especie, entre partes com o esas, no deja espacio para
la coacción, el engaño y las ventajas contrarias a la equidad. Sus tér­
m inos serían justos, fuesen cuales fuesen, en v irtu d solam ente de que
esas partes hubiesen llegado a u n acuerdo.
Si usted pu ed e im aginar u n acuerdo co m o ese, habrá llegado a
la idea de R aw ls de u n acuerdo h ip o tético en una situación inicial
de igualdad. El velo de la ignorancia garantiza la igualdad de poder y
c o n o c im ien to que la posición o rig in al requiere. Al garantizar que
nadie sabe su lugar en la sociedad, sus propias fortalezas o debilida­
des, sus valores o fines, el velo de la ignorancia garantiza que nadie
sacará provecho, ni siquiera sin saberlo, de una posición negociadora
favorable.

Si se permite un conocimiento de las particularidades, el re s u lta '


do estará sesgado por contingencias arbitrarias. [...] Para que la sitt*a
ción originaria genere acuerdos justos, las partes deberán e n c o n tr a r s e
en posiciones iguales y ser tratadas por igual como personas morales
Hay que corregir la arbitrariedad del mundo ajustando las c ir c u n s ta f l
cias de la situación inicial en que se crea el contrato . 10

172
JO H N RAW LS

Lo paradójico es que u n acuerdo h ip o tétic o tras el velo de la


rancia n o sea u na form a desvaída de u n contrato real, y p o r lo
^ 5 débil m o ralm en te q u e este, sino u n a fo rm a pura de u n

t3 trato real, y p o r lo tanto más p o ten te m oralm ente que él.

poSp r i n c i p i o s d e la ju s tic ia

S u p ° n S a m o s ^ ue ^ a w ^s tiene razón: para c o n c eb ir la justicia hay


que preguntarse qué p rincipios escogeríam os en una situación o ri­
ginaria de igualdad, tras el velo de la ignorancia. ¿Q u é principios
saldrían de ahí?
Según R aw ls, n o escogeríam os el utilitarism o. Tras el velo de la
ignorancia, n o sabemos adonde irem os a parar en la sociedad, pero sí
que querrem os perseguir nuestros fines y que se nos trate co n respe­
to. Si luego resulta que pertenecem os a u n a m inoría étnica o religio­
sa, no querrem os que se nos oprim a, incluso cuando ello dé placer a
la mayoría. C u an d o el velo de la ignorancia se alce y em piece la vida
real, no querrem o s ver q u e som os las víctim as de u n a p ersecución
religiosa o de la discrim inación racial. Para protegernos de esos peli­
gros, rechazaríam os el utilitarism o y acordaríam os u n p rincipio que
estableciese que todos los ciudadanos tuviesen las mismas libertades
básicas, entre ellas el derecho a las libertades de conciencia y de c o n ­
sentimiento. Y recalcaríam os que ese p rin cip io tendría p rio rid ad so­
bre el em peño de m axim izar el bienestar general. N o sacrificaríamos
nuestros derechos y libertades fundam entales p o r beneficios sociales
y económ icos.
¿Q ué p rin cip io escogeríam os para q u e nuestras desigualdades
s°ciales y económ icas se rigiesen p o r él? Para protegernos del peli-
gro de vernos en una pobreza insoportable podríam os, de entrada,
Ser partidarios de una distribución p o r igual de la renta y del p atri­
monio. Pero entonces se nos o cu rriría que podríam os o ptar p o r algo
^ j o r , m ejo r incluso para los que estuviesen más abajo. Supongam os
^Ue P erm itien d o ciertas desigualdades, p o r ejem plo que se pagara
a los m édicos que a los conductores de autobús, se m ejorase la

173
JU S T IC IA

situación de los que están abajo p orque así estos accederían m ás


cilm ente a la atención sanitaria. Para n o cerrarnos a esta p o s ib ili^ ^
adoptaríam os el principio que R aw ls llama «de la diferencia»; solQ
p erm itirán las desigualdades sociales y económ icas que reporten ¿i
g ún beneficio a quienes estén en la sociedad en posición más desf
vorable.
¿Hasta qué p u n to es igualitario este principio? C uesta decirlo- U
diferencia en las rem uneraciones tendrá consecuencias que depend
rán de las circunstancias sociales y económ icas. Supongam os que pa
gar más a los m édicos conduzca a que haya una m ejo r y más abun
dante atención sanitaria en las zonas rurales más pobres. E n ese caso
la diferencia salarial sería com patible con el principio de Rawls. Pero
supongam os que pagar más a los m édicos no tiene nin g ú n efecto en
los servicios de salud de los Apalaches, sino que solo hace que haya
más cirujanos plásticos en Beverly Hills. E n ese caso, según el punto
de vista de R aw ls, resultaría difícil justificar la diferencia salarial.
¿Y los cuantiosos ingresos de M ichael Jordán o la vasta fortuna
de Bill Gates? ¿P ueden ser esas desigualdades com patibles con el
p rin cip io de la diferencia? N i que decir tiene, la teoría de Rawls no
está concebida para evaluar la equidad del salario de una u otra per­
sona; se interesa p o r la estructura básica de la sociedad y el m odo en
que rep arte derechos y deberes, rentas y p atrim o n io s, poderes y
op o rtu n id ades. Para R aw ls, de lo que se trata es de si la riqueza de
Gates nació co m o parte de u n sistema que, tom ado en su conjunto,
fu nciona en beneficio de los m enos pudientes. P or ejem plo, ¿estuvo
sujeta a u n sistema fiscal progresivo que grava a los ricos para subve­
n ir la salud, la educación y el bienestar de los pobres? Si es así, y S1
este sistem a hace que los pobres estén m ejo r que en una situación
más estrictam ente igual, tales desigualdades serían com patibles con
el p rin cip io de la diferencia.
A lgunos p o n en en entredicho que las partes fueran a escoger el1

una situación o rig in aria el p rin cip io de la diferencia. ¿C óm o sabe


R aw ls que, tras el velo de la ignorancia, n o habría unos j u g a c i o i'eS
dispuestos a arriesgarse co n una sociedad m uy desigual, esperan®
dos de q ue en ella les corresponda la cima? Q uizá algunos optaseíl

174
JO H N RAW LS

r una sociedad feudal y se arriesgaran a ser siervos sin tierras en la


Esperanza de ser reyes.
R aw ls n o cree que se co rriesen tales riesgos en la tesitura de
coger unos prin cip io s cuando de estos fuera a d ep e n d er lo que
abría esperar, en líneas fundam entales, de la vida. A m enos que su-
■ de sí m ism os que eran am antes del riesgo (una cualidad que
piesCAX
j velo de la ignorancia les im pediría percibir), las personas n o harían
a p u e s ta s arriesgadas con tanto e n ju e g o .
Pero el arg u m en to de R aw ls a favor del principio de la diferen­
cia no descansa p o r co m pleto en la presuposición de que en la situa­
ción o rig in aria se sería reacio a c o rrer riesgos. B ajo el artificio del
velo de la ignorancia se esconde u n argum ento m oral que se puede
enunciar con independencia del ex p e rim en to m ental. La idea p rin ­
cipal es q ue la d istrib u ció n de la renta y de las o p o rtu n id ad es no
debería basarse en factores que, desde u n p u n to de vista m oral, resul­
ten arbitrarios.

E l a r g u m e n t o d e l a a r b it r a r ie d a d m o r a l

Rawls presenta su arg u m en to m ed ian te la co m paración de varias


teorías de la justicia rivales. E m pieza p o r la aristocracia feudal. H oy
en día, nadie defiende la justicia de las aristocracias feudales o de los
sistemas de castas. Estos sistemas n o son equitativos, observa R aw ls,
porque d istribuyen la renta, el p atrim o n io , las o p o rtu n id ad es y el
Poder co n fo rm e a u n accidente de nacim iento. Si se nace en la n o ­
bleza, se ten d rá n derechos y poderes negados a los nacidos en la
servidumbre. Pero las circunstancias en que se nace n o son obra de
un° mismo. P or lo tanto, es injusto que las perspectivas q u e se ten ­
gan en la vida d ep endan de ese h ech o arbitrario.
Las sociedades de m ercado rem edian esa arbitrariedad, al m enos
en cierta m edida. A b ren carreras a quienes tengan las aptitudes re­
f e r id a s y ofrecen igualdad ante la ley. A los ciudadanos se les garan­
d a n unas libertades básicas, y la distribución de la renta y del patri­
monio está d eterm in ad a p o r el m ercado libre.

175
JU S T IC IA

Este sistema — u n m ercado libre co n una igualdad de o p o rtu n a


dades form al— se corresponde con la teoría libertaria de la justi \ |
R ep resen ta una m ejora co n respecto a las sociedades feudales
castas, pu esto que rechaza las jerarquías fijadas p o r el nacim ient
L egalm ente, p erm ite que todos lu ch en y com pitan. E n la prácticJ
sin em bargo, las oportunidades p u ed en distar m u ch o de ser iguales'
Q u ien es tien en familias que los respaldan y una b u en a eduCa
ció n cu en tan co n una clara ventaja sobre quienes carecen de ell0
Pero si los corredores salen de diferentes puntos de salida, la carrera
difícilm ente será equitativa. P or eso, sostiene R aw ls, la distribución
de la renta y del p atrim o n io resultante de u n m ercado libre con
igualdad form al de oportunidades n o se p u ed e considerar justa. La*
injusticia más clam orosa del sistema libertario «es el que perm ita que
las partes que correspondan en la distribución estén im propiam ente
influidas p o r factores co m o estos, tan arbitrarios desde u n punto de
vista m o ral » .11
U n a fo rm a de rem ediar esta falta de equidad es co rreg ir las des­
ventajas sociales y económ icas. U n a m eritocracia equitativa intenta
hacerlo yendo más allá de la igualdad form al de oportunidades. Para
retirar obstáculos que im pidan el logro personal ofrece las mismas
o portu n id ad es educativas, de m o d o que quienes v ien en de familias
pobres p u ed an co m p etir sin desventaja c o n quienes tien en u n tras-
fondo privilegiado. C rea program as H e ad Start (de desarrollo de ni­
ños preescolares desfavorecidos), de n u tric ió n infantil, de asistencia
sanitaria, educativos, de form ación profesional, lo que haga falta para
q ue todos, sea cual sea el orig en fam iliar o la clase social, partan del
m ism o p u n to de salida. Según la co n cepción m eritocrática, la distri­
b u ció n de la renta y del p atrim o n io resultante de u n m ercado libre
es justa, pero solo si todos tien en las mismas oportunidades de desa­
rrollar sus aptitudes. Solo si todos em piezan en la m ism a línea de
salida se p o d rá decir que los ganadores de la carrera se m e re c e n
prem io que reciben.
R aw ls cree que la concepción m eritocrática corrige ciertas deS'
ventajas m oralm ente arbitrarias, pero sigue sin llegar a ser justa. PueS’
au n q u e se logre que todos partan del m ism o p u n to de salida, ser

176
JO H N RAW LS

/ 0 m enos predecible quiénes ganarán la carrera: los que corran más


jjiaS
risa. Pero ser u n co rred o r veloz no depende del to d o de m í. Es
de P
aln ien te co n tin g en te de la m ism a fo rm a en q u e v enir de una
^ ilia acom odada lo es. «A unque trabajase a la perfección en elim i-
^ ja ^ f l u e n c i a de las contingencias sociales», escribe R aw ls, el sis-
nía m erito crático «seguiría p erm itien d o que la distribución de la
enta y del p atrim o n io esté determ inada p o r la distribución natural
¿e capacidades y aptitudes .» 12
Si R aw ls tien e razón, ni siquiera u n m ercado libre que actúe en
una sociedad con igualdad de oportunidades educativas producirá una
distribución ju sta de la renta y del p atrim onio. La razón: «Las partes
que correspondan en la distribución se deciden co n fo rm e al resulta­
do de la lotería natural; y ese resultado es arbitrario desde una pers­
pectiva m oral. N o hay más razón para p e rm itir que la distribución
de la renta y del p atrim o n io la establezca la d istrib u ció n de dotes
naturales que dejar q ue lo haga la fo rtu n a histórica y social » .13
Rawls llega a la conclusión de que la co ncepción m eritocrática
de la justicia es d eficiente p o r la m ism a razón (aunque en m e n o r
grado) que la libertaria; ambas basan las partes que correspondan en
la distribución de la renta y del p atrim o n io en factores m o ralm ente
arbitrarios. «Nos in q u iete la influencia de las contingencias sociales
en la determ in ació n de las partes que co rresp o n d en en la d istribu­
ción o nos in q u iete la del azar natural, nos verem os abocados, en
cuanto reflexionem os, a que nos inquiete la influencia del otro fac­
tor. D esde u n p u n to de vista m oral, las contingencias sociales y el
azar natural son igualm ente arbitrarios .» 14
En cuanto percibim os la arbitrariedad m oral que m ancha tanto
la teoría lib ertaria de la ju sticia co m o la m erito crátic a, sostiene
^awls, no po d rem o s qued arnos satisfechos salvo co n u n a co n cep -
Cl°n más igualitaria. P ero ¿cuál sería? U n a cosa es rem ed iar unas
°P°rtunidades educativas desiguales, otra co m pletam ente distinta re­
mediar la desigualdad de las dotes naturales. Si nos inquieta que al-
§uUos corredores sean más veloces que otros, ¿no tendríam os que
^ Cer que los corredores más dotados llevasen zapatillas co n plom os?
gunos críticos del igualitarism o creen que la única alternativa a la

177
J U S T IC IA

sociedad de m ercado m eritocrática es u n a igualdad niveladora J a


im p o n e lastres a los talentosos. ^

U na p e s a d il l a ig u a l it a r ia

« H arrison B ergeron», u n cu e n to de K u rt V onnegut Jr., expresa esjL


in q u ietu d m ediante una utopía negativa de ciencia ficción. «El
era 2081 — em pieza el cu en to — , y p o r fin to d o el m u n d o era ig u al!
[...] N adie era más listo que otro. N adie era más guapo que otro
N ad ie era más fuerte o más rápido que otro.» Esta igualdad perfecta
se ejecutaba p o r m edio de los agentes del Lastrador G eneral de Es­
tados U nidos. A los ciudadanos co n u n a inteligencia superior a la
m edia se les obligaba a llevar radios en los oídos, que hacían de lastre
C ada veinte segundos o así, u n transm isor g u b ern am en tal enviaba
u n intenso ru id o para im pedirles «que sacasen un partido de sus ce­
rebros que n o sería equitativo » .15
H arriso n B ergeron, de catorce años de edad, era inusualmente
listo, guapo y b ien dotado, así que se le habían puesto lastres más
pesados que a la m ayoría. E n vez de una p eq u eñ a radio en el oído,
«llevaba u n trem endo par de cascos y gafas con gruesas lentes ondu­
ladas». Para que no se le viese su b u en aspecto, se le obligaba a llevar
«una bola roja de gom a en la nariz, a afeitarse las cejas y a cubrirse
los blancos y regulares dientes con fundas negras espaciadas al azar
co m o dientes podridos». Y para com pensar su fortaleza física tenia
que andar co n una pesada carga de lim aduras de m etal. «En la carre­
ra de la vida, H arriso n cargaba con cien kilos largos .» 16
U n día, H arriso n se desprende de sus lastres en u n acto de he­
roico desafío contra la tiranía igualitaria. N o quiero reventar la his­
toria contando el final. C o n lo que ya h e contado debería estar d ar°
que el relato de V onnegut es una expresión vivaz de una crítica bie11
conocida contra las teorías igualitarias de la justicia.
La teoría de la justicia de R aw ls, sin em bargo, n o está sujet3
esa ob jeción. M uestra que una igualdad niveladora n o es la ú ° lC
alternativa a una sociedad de m ercado m eritocrática. La alternaúva

178
JO H N RAW LS

j e Rawls, a la que llam a p rin cip io de la diferencia, co rrig e la distri­


b u í 1^ 11 desigual de aptitudes y dones sin lastrar a quienes los poseen.
Cóm o? A len tan d o a los b ien dotados a desarrollar y ejercer su ta-
j, uto Pero co m p ren d ien d o que la recom pensa que su aptitud cose-
en el m ercado p erten ece a la com unidad en su conjunto. N o se
lastre a los m ejores corredores; déjeselos c o rrer y q u e lo hagan lo
m ejor que p u ed an . R eco n ó z case de an tem an o , sim plem ente, que
lo que ganan n o ^es p erten ece solo a ellos, que deberían com partirlo
con quienes carecen de dotes similares.
A u n q u e el p rin cip io de la diferencia n o requiere u n a distribu­
ción igual de la renta y del patrim onio, la idea de fo ndo expresa una
poderosa visión, enardecedora incluso, de la igualdad:

El principio de la diferencia representa, a todos los efectos, un


acuerdo por el que se considera que la distribución natural de la apti­
tud es un bien común y por el que los beneficios de esa distribución
se reparten sean cuales sean. Quienes han resultado favorecidos por la
naturaleza, sean quienes sean, pueden sacar provecho de su buena for­
tuna solo con la condición de que se mejore la situación de quienes
han salido perdiendo. Los aventajados por su naturaleza no han de
ganar por el mero hecho de que están mejor dotados, sino solo para
cubrir el coste de la formación y la educación y para que usen sus
dotes de m odo que ayuden también a los menos afortunados. Nadie
merece su mayor capacidad natural, ni se merece un punto de partida
más favorable en la sociedad. Pero de ahí no se sigue que deban elimi­
narse esas distinciones. Hay otra forma de tratarlas. Se puede disponer
la estructura básica de la sociedad de forma que esas contingencias
obren por el bien de los menos afortunados .17

Pensemos, pues, en cuatro teorías de la justicia distributiva c o n ­


q u e s ta s :

1- El sistema feudal o el de castas: una jerarquía fija basada en el


nacim iento.
-■ Libertarism o: el m ercado libre co n igualdad form al de o p o r­
tunidades.

179
JU S T IC IA

3. M eritocracia: el m ercado libre co n una igualdad de o p o rtJ |


nidades equitativa.
4. Igualitarism o: el p rincipio de la diferencia de R aw ls.

R aw ls sostiene que las tres prim eras teorías basan la parte qUg
corresponda a cada u n o en la distribución de la riqueza en factor
que, desde u n p u n to de vista m oral, son arbitrarios: en el accidente
de d ó n d e se nació, o en ventajas sociales y económ icas, o en aptitu
des y capacidades naturales. Solo el p rin c ip io de la diferencia evi­
ta basar la distribución de la renta y del patrim o n io en esas contin­
gencias.
A u n q u e el argum ento de la arbitrariedad m oral n o se basa en el
arg u m en to de la situación originaria, se parecen a este respecto: am­
bos m an tien en que, al pensar en la justicia, debem os abstraer, dejar
aparte, los hechos contingentes relativos a las personas y a su posi­
ción social.

Primera objeción: Los incentivos

La defensa que R aw ls hace del p rin cip io de la diferencia atrae, sobre


todo, dos objeciones. La p rim era se pregunta p o r los incentivos. Si el
que tien e talento p u ed e beneficiarse de él solam ente para ayudar a
los m enos pudientes, ¿qué o cu rriría si decidiese trabajar m enos o si,
ya de entrada, prefiriese n o desarrollar su capacidad? Si los impuestos
son altos o las diferencias de salario pequeñas, ¿no decidirán las per­
sonas co n aptitudes para ser cirujanos dedicarse a trabajos menos
exigentes? ¿N o se esforzará M ichael Jo rd á n m enos en m e j o r a r su
tiro en suspensión o n o se retirará antes?
La réplica de R aw ls dice que el principio de la diferencia p e rm i­
te la desigualdad de ingresos p o r m o r de los incentivos con tal de que
se necesiten tales incentivos para m ejorar la suerte de los m enos aven'
tajados. Pagar más a los consejeros delegados de las grandes em presaS
o recortar los im puestos de los ricos con la única intención de incfe
m en tar el producto in terio r b ru to n o se justificaría. Pero si los incefl

180
JO H N RAW LS

voS generasen u n crecim iento ec o n ó m ico que m ejorase las cosas


i los de más abajo con respecto a co m o estarían co n una ordena-
jón más igualitaria, el principio de la diferencia los perm itiría.
p e b e observarse que p erm itir diferencias salariales p o r m o r de
[os incentivos n o es lo m ism o que decir que quienes han logrado el
éxit° tien en el p riv ilegio m oral de p o d e r reclam ar los frutos de su
trabajo. Si R aw ls tuviese razón, las desigualdades en los ingresos se­
r í a n justas solo en la m edida en que m otivasen esfuerzos que al final
ayudasen a los desfavorecidos, y n o p o rq u e los consejeros delegados
o las estrellas del d ep o rte se m erezcan ganar más que los obreros de
una fábrica.

Segunda objeción: E l esfuerzo

Eso nos lleva a u n a segunda o b jeció n a la teo ría de la ju sticia de


Rawls que le plan tea u n a dificultad m ayor: ¿y el esfuerzo? R aw ls
rechaza la teoría m eritocrática de la justicia p o rq u e las aptitudes na­
turales de los individuos n o son obra de estos. Pero ¿y el duro traba­
jo que se dedica a cultivar la propia com petencia? Bill Gates trabajó
m ucho y du ran te largo tiem po para desarrollar M icrosoft. M ichael
Jordán dedicó incontables horas a afinar sus habilidades de ju g a d o r
de baloncesto. A u n dejando aparte su aptitud y sus dotes, ¿no se m e­
recen la recom pensa que sus esfuerzos les reportaron?
Raw ls replica que incluso el esfuerzo p u ed e ser el pro d u cto de
haberse criado en circunstancias favorables. «Hasta la disposición a
hacer u n esfuerzo, a in ten tar algo, y p o r lo tanto el ten er m érito en
el sentido ordinario, depende a su vez de las circunstancias sociales y
de haber ten id o u n a familia feliz .» 18 C o m o en otros factores de los
^Ue dep en d e q u e tengam os éxito, en el esfuerzo influyen c o n tin ­
e n c ia s que n o se nos p u ed en atribuir. «Parece claro que en el es­
cuerzo q ue una persona esté dispuesta a hacer influyen sus capacida-
^es y destrezas naturales y las alternativas q u e se le p resen ten .
*“uanto m ejo r do tad o se esté, más probable será, si to d o lo dem ás es
l8 ual, el esforzarse a c o n c ie n c ia .. .» 19

181
JU S T IC IA

C u an d o mis alum nos co n o c en el arg u m en to de R aw ls ar~


del esfuerzo, m uchos se o p o n e n ardientem ente. Sostienen qUe 1

propios logros, incluida la adm isión en H arvard, reflejan el trab •


duro que hicieron, no factores m oralm ente arbitrarios que escapatl
su control. M uchos ven co n suspicacia cualquier teoría de la justic¿
de la q ue se siga que n o nos m erecem os m o ralm ente las recom peJ
sas q ue nuestro esfuerzo se gana.
U n a vez hem os debatido sobre lo que R aw ls dice del esfuerzo
hago una encuesta poco científica. Les señalo que hay psicólogos qUe
dicen que el orden de nacim iento influye en el esfuerzo y en el empe­
ño, p o r ejem plo en esfuerzos del tipo que los alum nos asocian a entrar
en Harvard. Se dice que el prim ogénito tiene una ética del trabajo más
sólida, gana más dinero y logra con m ayor frecuencia el éxito, tal y
com o se conviene en concebirlo, que sus herm anos m enores. Estos
estudios están sujetos a críticas, n o sé si sus conclusiones son ciertas.
Pero, para divertirnos u n poco, les pregunto a mis alum nos cuántos son
prim ogénitos. A lrededor del 75 o del 80 p o r ciento levanta la mano. El
resultado ha sido el m ism o cada vez que he hecho la encuesta.
N adie puede decir que ser el p rim o g én ito se deba a u n o mismo.
Si algo tan m oralm ente arbitrario co m o el ord en de nacim iento in­
fluye en nuestra tendencia a trabajar duro y a n o cejar, entonces es
que R aw ls quizá tenga algo de razón. N i siquiera el esfuerzo puede
ser el fundam ento del m erecim iento m oral.
La aseveración de que la g ente se m erece la recom pensa a sus
esfuerzos y a su duro trabajo es cuestionable p o r otra razón: aunque
los p ro p o n en tes de la m eritocracia invocan a m en u d o las v i r tu d e s
del esfuerzo, n o creen realm ente que solo el esfuerzo sea el fu n d a ­
m en to de rentas y patrim onios. Pensem os en dos trabajadores d e Ia
co n stru cció n . U n o es fuerte, recio, pu ed e co n stru ir cuatro p a red e s
en u n día sin despeinarse. El otro es débil, enclenque, n o puede Ue'
var más de dos ladrillos a la vez. A u n q u e trabaja m uy duro, le lleva
u na sem ana hacer lo que su m usculoso com pañero hace, sin dema
siado esfuerzo, en u n día. N in g ú n defensor de la m eritocracia difla
q ue el trabajador débil pero laborioso m erece que se le pague m a ’
p o r su esfuerzo superior, que al fuerte.

182
JO H N RAW LS

q piense en M ichael Jordán. Es verdad, se entrenaba m ucho,


hay jugadores de baloncesto m enos im portantes que entrena-
„,ín más. N ad ie diría que se m erecen u n contrato m ejo r que el
h&tl ^U1
Jo rd á n para recom pensar todas las horas que le han echado. Así
£g p ese a to d o lo q ue se diga del esfuerzo, lo que de verdad cree la
^U itocracia que m erece ser retribuido es la co n trib u c ió n o el logro.
Sea nuestra ética de trabajo obra nuestra o no, la c o n trib u c ió n que
jugarnos dependerá, al m enos en parte, de aptitudes naturales que no
podemos arrogarnos.

R ec h a z o d e l m e r e c im ie n t o m o r a l

De ser correcto, el arg u m ento de R aw ls acerca de la arbitrariedad


moral de la ap titu d con d uce a una conclusión sorprendente: la ju sti­
cia distributiva n o tien e nada que ver c o n recom pensar el m ereci­
miento m oral.
R eco n o ce que esta m anera de pensar choca con nuestra form a
ordinaria de co n ceb ir la justicia: «El sentido c o m ú n tiene una te n ­
dencia a su p o n er que las rentas y el patrim onio, y las cosas buenas de
la vida en general, deberían distribuirse co n fo rm e a lo que m oral­
mente se m erezca. La justicia es la felicidad co n fo rm e co n la virtud.
[•••] A hora b ien , la ju stic ia en ten d id a co m o eq u id ad rechaza esa
concepción » .20
Rawls socava el p u n to de vista m eritocrático al p o n e r en cues­
ta n su prem isa básica, a saber, que una vez se han elim inado las ba­
rreras que pu ed an im p ed ir el éxito, se p u ed e decir que las personas
Se m erecen la recom pensa que sus aptitudes les reporten:

No nos merecemos nuestro lugar en la distribución de dotes in­


natas más de lo que nos^merecemos nuestro punto de partida inicial
en la sociedad. También es problemático que nos merezcamos el ca­
rácter superior gracias al cual realizamos el esfuerzo requerido para
cultivar nuestras capacidades, pues tal carácter depende en buena parte
haber tenido fortuna con la familia y las circunstancias en los pri-

183
J U S T IC IA

meros años de vida, y no nos podemos arrogar mérito alguno pGr J I


La noción de merecimiento no se aplica ahí.21

Si la justicia distributiva n o consiste en prem iar el m ereciniiJj


to m oral, ¿significa que a quienes trabajan duro y se atienen a i
*<is
reglas no les co rresp o n d en en absoluto las recom pensas que obtie
n en p o r su esfuerzo? N o , no exactam ente. A quí R aw ls hace u
distinción, im p o rtan te pero sutil: entre el m erecim iento m oral y j0
q ue él llam a «derecho a las expectativas legítimas». La diferencia es
esta: al co n tra rio que en la vin d icació n de u n m érito , u n derecho
a d q u irid o solo se genera cuando se han establecido ya ciertas reglas
del ju e g o , y, para em pezar, n o nos p u ed e decir có m o se establecen
esas reglas.
El conflicto entre el m erecim ien to m oral y los derechos adqui­
ridos está en el fondo de m uchos de los debates sobre la justicia más
acalorados: algunos d icen que subir los im puestos a los ricos los
priva de algo que se m erecen m oralm ente; o que te n e r en cuenta la
diversidad racial y étnica en la adm isión a las universidades priva a
solicitantes co n notas altas de u n a preferencia q u e se m erecen mo­
ralm ente. O tros dicen que no, que la gente n o se m erece, desde un
p u n to de vista m oral, esas ventajas; p rim ero hem os de decidir cuáles
d eb en ser las reglas del ju e g o (los tipos fiscales, los criterios de ad­
m isión). Solo en to n ce s se p o d rá d ecir quiénes tie n e n derecho a
qué.
Pensem os en la diferencia entre u n ju e g o de azar y u n o de ha­
bilidad. Supongam os que ju e g o a la lotería. Si sale m i núm ero, tengo
derecho a lo que se gane p o r ello. Pero no p u ed o decir que m e haya
m erecid o ganar, ya que la lotería es u n ju e g o de azar. Q u e gane o
pierda n o tiene nada que ver co n mis virtudes o co n m i habilidad de
jugador.
Im aginem os ahora que los R e d Sox de B oston ganan lasWod^
Series, la final de los cam peonatos estadounidenses, de béisbol. Con 10
han vencido, tienen derecho al trofeo. Q u e se hayan m erecido ganar
o no, es otra cuestión. La respuesta depende de cóm o jugasen el P3Í
tido. ¿G anaron de chiripa (un erro r del árbitro en el m o m en to deCl

184
JO H N RAW LS

yo) o PorcIue realm ente ju g aro n m ejo r que sus rivales y exhibieron
excelencias y virtu d es (buenos lanzam ientos, bateos acertados,
a defensa vibrante, etc.) que definen el m ejor béisbol?
E n u n ju e g o de habilidad, al revés que en u n o de azar, se puede
distinguir entre q u ien tien e derecho al p rem io y qu ien se m ereció
ganar. La razón es que los ju eg o s de habilidad recom pensan que se
ejerciten y exhiban ciertas virtudes.
R aw ls sostiene que la ju sticia distributiva n o consiste en p re­
miar la v irtu d o el m erecim iento m oral. P or el contrario, consiste en
que se satisfagan las expectativas legítimas que se producen una vez que
se han instaurado las reglas del ju eg o . U n a vez que los principios de
la justicia h an establecido los térm in o s de la co o peración social, se
tendrá el derecho a p ercibir los beneficios que se obtengan confor­
me a las reglas. Pero si el sistema fiscal obliga a los perceptores a en ­
tregar una p arte de esos ingresos para ayudar a los desfavorecidos, no
podrán quejarse de que eso les priva de algo que se m erecen m oral­
mente.

Una ordenación justa, pues, responde a los derechos adquiridos


de los hombres; satisface sus expectativas según se fundamentan en las
instituciones sociales. Pero eso a lo que tienen derecho no es propor­
cional ni depende del valor intrínseco que los hombres posean. Los
principios de la justicia que regulan la estructura básica de la sociedad
[...] no se refieren al merecimiento moral y no hay ninguna tenden­
cia a que las partes que se reciban en la distribución de la riqueza se
correspondan con él.22

Por dos razones rechaza R aw ls que la justicia distributiva se base


en el m erecim ien to m oral. La p rim era, co m o ya hem os visto, que las
aptitudes gracias a las que p u ed o co m p etir c o n más éxito n o son del
tQdo obra mía. Pero una segunda contingencia es igualm ente decisi-
Va- las cualidades q ue una sociedad valora más en u n m o m e n to dado
s°n tam b ién arbitrarias m oralm ente. A u n q u e yo pudiese reclam ar
^üera de to d a duda que m i aptitud se m e debe únicam ente a m í, se­
guiría siendo cierto que la recom pensa que esa aptitud coseche de­

185
J U S T IC IA

p en d e rá de las contingencias de la oferta y de la dem anda. E n , 1


Toscana m edieval, los pintores de frescos estaban m uy valorados- J1
la C alifornia del siglo x x i , los program adores de ordenadores 10 ^
tán, y así sucesivam ente. Q u e mis destrezas rin d an m u ch o o p Qc~
d ep en d e de lo que la sociedad tenga a bien querer; lo que contar'
co m o c o n trib u c ió n dependerá de las cualidades que una sociedad
dada tenga a b ien apreciar.
Piénsese en estas diferencias salariales:

• El m aestro m edio gana en Estados U nidos unos 43.000 dóla­


res al año. D avid L etterm an, el presentador de program as noc­
tu rnos, gana 31 m illones de dólares al año.
• A J o h n R o b erts, presidente del T ribunal Suprem o de Estados
U n id os, se le pagan 217.400 dólares al año. La ju eza Judy, que
tiene u n reality en televisión, gana 25 m illones al año.

¿R esp o n d e n a la equidad esas diferencias en las rem uneracio­


nes? La respuesta, según R aw ls, depend e de que se generen en un
sistem a im positivo y redistributivo que actúe a favor de los menos
pudientes. Si es así, L etterm an y la ju eza Ju d y ten d rán derecho a lo
que ganan. Pero no se p u ed e decir que la ju eza Judy se m erece ganar
cien veces más que el presidente del T ribunal S uprem o o que Let­
term a n se m erece ganar setecientas veces lo q u e u n m aestro. Que
vivan en una sociedad que derram a sumas enorm es de dinero sobre
las estrellas de televisión es u n a buena suerte para ellos, n o algo que
se m erezcan.
Q uienes tien en éxito a m en u d o pasan p o r alto este aspecto con­
tingente de su éxito. M uchos tenem os la fortuna de poseer, al menos
en cierta m edida, las cualidades que nuestra sociedad tiene a bien
apreciar. E n una sociedad capitalista, resulta provechoso ser em pren-
dedor. E n una sociedad burocrática, resulta provechoso saber tratar a
los superiores y n o ten er roces co n ellos. E n una sociedad d e m o c rá ­
tica de masas, resulta provechoso quedar b ien en televisión y que de
la boca de u n o lo que salga sea co rto y superficial. E n u n a sociedad
dada a los litigios resulta provechoso estudiar derecho y ten er un 3

186
JO H N RAW LS

treza lógica y razonadora que haga que se saque una p u n tu ació n


^ los LSAT, los exám enes estandarizados que d eb en pasarse
Ata cn
ra e m p e z a r e so s e s tu d io s .
P Q u e nuestra sociedad valore esas cosas n o es obra de u n o m is-
Supongam os que, co n las mismas aptitudes que podam os tener,
viésem os, no en u n a sociedad avanzada técnicam ente y dada a los
■tig i°s, sino en u n a sociedad de cazadores, o de guerreros, o que
oiiftfiese sus mayores prem ios y el más alto prestigio a quienes ex­
hibiesen vigor físico o piedad religiosa. ¿Q ué sería de nuestras apti­
tudes allí? Está claro q ue n o iríam os m u y lejos.Y n o cabe duda de
que algunos desarrollaríam os otras. Pero ¿seríamos m enos dignos o
virtuosos que ahora?
La respuesta de R aw ls es que no. R ecib iríam o s m enos, y eso
sería lo apropiado. Pero si b ien tendríam os derecho a m enos, n o se­
r ía m o s m en o s dignos, n o tendríam os m enos m erecim ien to s que
otros. Lo m ism o es cierto de quienes carecen en nuestra sociedad de
puestos prestigiosos y p o seen en m e n o r m edida las aptitudes que
nuestra sociedad tien e a b ien prem iar.
E ntonces, aunque tenem os derecho a los beneficios que las re­
glas del ju e g o nos p ro m e te n p o r ejercer nuestras aptitudes, es u n
error y una vanagloria su p o n er que nos m erecem os, ya para em p e­
zar, una sociedad que valora las cualidades que tengam os nosotros en
abundancia.
W oody A lien expresa algo sem ejante en su película Stardust M e ­
ntones. Alien, que in terp reta u n personaje que se parece a él m ism o,
Sandy, un cóm ico fam oso, se en cu en tra co n Jerry, u n am igo de su
VleJ o b arrio que se lam enta de ser taxista.

Sandy: Entonces, ¿qué haces? ¿A qué te dedicas?


J e r r y : ¿Sabes en q u é trabajo? Soy taxista.
S a n d y : Bueno, se te ve b ien .T ú ... no hay nada de malo en eso.
J e r r y :Ya. Pero compárame contigo...
S a n d y : ¿Qué quieres que te diga? Yo era el chistoso del barrio, ¿no te
acuerdas?
jERRy;Ya.
i
J U S T IC IA

Sa n d y : Pues, pues... ya sabes que vivimos en una... sociedad n


j , ■ ,
da mucha importancia a los chistes, ¿sabes, no? Si lo ves de

m anera... (carraspea), si yo hubiese sido un indio apache, esos
no necesitaban cómicos para nada, ¿vale?, así que me habría 1
dado sin trabajo.
J erry : ¿Y? ¡Pero venga! Eso no hace que me sienta mejor .23

Al taxista n o le im presionó la fioritura del cóm ico acerca de \


arb itrariedad m oral de la fam a y la fortu n a. Q u e su m agra tajad
fuese cosa de mala suerte n o endulzaba la am argura, quizá porque en
una sociedad m eritocrática la m ayor parte de la gente piensa que el
éxito en el m u n d o refleja lo que nos m erecem os. C uesta desplazar
esa idea. Q u e la justicia se pueda separar o n o p o r com pleto del me­
recim iento m oral es una cuestión que estudiarem os en las próximas
páginas.

La v id a , ¿e s in j u s t a ?

E n 1980, cuando R o n a ld R eagan aspiraba a la presidencia, el ec o n o ­


m ista M ilto n F riedm an publicó, co n la coautoría de su m ujer, Rose,
u n libro que tuvo m u ch o éxito, Libertad de elegir. Se trataba de una
briosa defensa, sin tapujos, de la econom ía de libre m ercado. Se con­
v irtió en el libro de tex to — en el h im n o incluso— de los años de
R eag a n . Al d efen d er los p rin cip io s del laissez-faire de las críticas
igualitarias, F riedm an hacía una concesión sorprendente. R e c o n o c ía
q u e q uienes se habían criado en familias acom odadas y estudiado
en colegios de élite tenían una ventaja sobre quienes habían vivido en
am bientes m enos privilegiados. T am bién concedía que quienes he­
redaban aptitudes y dotes disfrutaban, pese a que esas cualidades no
eran ob ra suya, de ventajas injustas sobre otros. Al co n trario que
R aw ls, sin em bargo, F riedm an dejaba claro que no se debería hacer
nada p o r rem ediar esa falta de equidad. D ebíam os, m uy al contrari ’
aprender a vivir co n ella y disfrutar de los beneficios que reporta-
JO H N RAW LS

La vida no es justa. Se siente la tentación de creer que el Estado


puede rectificar lo que la naturaleza ha engendrado. Pero también es
a p o r ta n te reconocer cuánto nos beneficiamos de esa injusticia que
tanto deploramos. No hay nada de justo [...] en que Muhammad Ali
haya nacido con la habilidad que hizo de él un gran púgil. [...] N o es
justo, ciertamente, que Muhammad Ali pudiese ganar millones de dó­
lares en una noche. Pero ¿no habría sido más injusto aún para la gente
que disfrutaba viéndole si, en pos de alguna idea abstracta de igualdad,
no se le hubiese permitido ganar en una velada de boxeo más [...] de
lo que el último de los hombres en la escala social pueda ganar en un
día de trabajo no cualificado en los muelles?24

En Teoría de ¡a justicia, R aw ls rechaza el consejo de ser com pla­


cientes que se refleja en las opiniones de F riedm an. E n u n pasaje
em ocionante, enuncia una verdad bien conocida pero que a m e n u ­
do olvidamos: la m anera en que son las cosas n o d eterm in a la m an e­
ra en que deberían ser.

Deberíamos rechazar el argumento de que la ordenación de las


instituciones siempre será defectuosa porque la distribución de las ap­
titudes naturales y el capricho de las circunstancias sociales son injus­
tos, y esta injusticia debe trasladarse inevitablemente a las disposiciones
humanas. En ocasiones, esta reflexión se ofrece como excusa para ig­
norar la injusticia, como si rehusarse a aceptar la injusticia fuese parejo
a ser incapaz de aceptar la muerte. La distribución natural ni es justa ni
injusta; ni es injusto tampoco que las personas nazcan en la sociedad
en alguna posición particular. Son, simplemente, hechos naturales. Lo
que es justo e injusto es la manera en que las instituciones tratan esos
hechos .25

Rawls p ro p o n e que los tratem os aceptando «com partir los unos


destino de los otros» y «sacar provecho de los accidentes de la natu­
raleza y de las circunstancias sociales solo cuando redunda en el b en e­
ficio co m ú n » .26 Sea válida o no en últim a instancia esta teoría de la
Jüsticia, representa la defensa más atractiva de una sociedad más igual
cIUe la filosofía política haya producido jam ás en Estados U nidos.
6 . E n d e f e n s a d e la ig u a l d a d .J o h n R a w l s

1. John Locke, Second Treatise o f Government (1690), en Locke’s Two


Treatises of Government, 2.a ed., edición de Peter Laslett, Cambridge Univer-

317
N O T A S D E LAS PÁ G IN A S 161 A 181

sity Press, Cambridge, R eino Unido, 1967, sección 119 (hay traducción al
castellano de Carlos Mellizo: Segundo tratado sobre el gobierno civil, Alianza
Madrid, 2008, y Tecnos, Madrid, 2006).
2. John Rawls, A Theory o f Justice, The Belknap Press o f Harvard Uni­
versity Press, Cambridge, Mass., 1971 (hay traducción al castellano de Ma­
ria Dolores González: Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica de
España, 1997).
3. Véase la excelente historia de la legislación sobre contratos de P. S
Atiyah, The Rise and Fall o f Freedom o f Contract, Oxford University Press,
Nueva York, 1979; véase también Charles Fried, Contract as Promise, Har­
vard University Press, Cambridge, Mass., 1981.
4. Associated Press, «Bill for Clogged Toilet: $50,000», Boston G lobe,
13 de septiembre de 1984, p. 20.
5. David Hume, Treatise o f Human Nature (1739-1740), libro III, parte
II, sección 2, Oxford University Press, Nueva York, 2.a ed., 1978 (hay tra­
ducción al castellano de Félix Duque: Tratado de la naturaleza humana, Tec­
nos, Madrid, 2008). .
6 . Ibid., libro III, parte III, sección 5.

7. Lo cuenta Atiyah, The Rise and Fall o f Freedom of Contract, pp. 487-
488; Atiyah cita a E. C. Mossner, Life o f David Hume, Kelson, Edimburgo,
1954, p. 564.
8 . Hume, citado por Atiyah, Rise and Fall, p. 487.

9. Steve Lee Myers, «“ Squeegees” R ank High on N ext Police


Commissioner’s Priority List», N ew York Times, 4 de diciembre de 1993,
pp. 23-24.
10. Rawls, A Theory of Justice, sección 24.
11. Ibid., sección 12.
12. Ibidem.
13. Ibidem.
14. Ibidem.
15. KurtVonnegutJr., «Harrison Bergeron» (1961), enVonnegut, Wel­
come to the Monkey House, Dell Publishing, Nueva York, 1998, p. 7 (hay
traducción al castellano en Ciencia ficción: selección 21, Bruguera, Barcelo­
na, 1977).
16. Ibid., pp. 10-11.
17. Rawls, A Theory of Justice, sección 17.
18. Ibid., sección 12.

318
N O T A S D E LAS P Á G IN A S 181 A 195

19. Ibid., s e c c ió n 48.


2 0 . Ibidem.
21. Rawls, A Theory ofJustice (2 .1 ed., 1999), sección 17.
22. Ibid., sección 48.
23. Woody Allen, Stardust Memories, U nited Ardsts, 1980.
24. M ilton y Rose Friedman, Free to Choose, Houghton Miflin Har-
court, Nueva York, 1980, pp. 136-137 (hay traducción al castellano de Car­
los Rocha: Libertad de elegir, Gota a Gota, Madrid, 2008).
25. Rawls, A Theory o f Justice, sección 17.
26. Ibidem. En la edición revisada de A Theory o f Justice (1999), Rawls
eliminó la frase que habla de compartir los unos el destino de los otros.

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