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AA. VV.
Horror 5
Lo mejor del terror contemporáneo
Horror - 5
ePub r1.0
Trujano 05.07.14
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Título original: The Best Horror Stories from The Magazine of Fantasy & Science Fiction
AA. VV., 1988
Traducción: Jordi Fibla & Albert Solé
Compiladores: Anne Deveraux Jordan & Edward L. Ferman
Ilustración de portada: Les Edwards
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Introducción
Un amigo mío, que escribe relatos de terror, se queda paralizado de miedo ante la
idea de entrar en uno de esos ascensores de cristal que se deslizan por las paredes de
los edificios. No ha podido asistir a muchas citas o acontecimientos porque es
literalmente incapaz de meterse en un ascensor semejante. A mí no me entusiasman
las serpientes y los insectos, y cuanto más grandes son más rápido me muevo… en
dirección opuesta. ¿Creo realmente que esa araña suspendida ante el cristal de mi
ventana, que posiblemente mide un milímetro, va a volverse repentinamente feroz,
que se lanzará sobre mí y me barrerá de la superficie de la Tierra? Intelectualmente,
no. Bueno…, quizá.
El motor del miedo es implacable, subjetivo, y utiliza como sustancia combustible
la imaginación. Todos podemos imaginar situaciones del tipo «y si», pero hace falta
auténtico talento literario para convertir dicho «y si» en un relato que tenga calidad y
valor. Mientras yo retrocedo ante un insecto, una escritora como Lisa Tuttle está
convirtiendo mediante su arte a dicho insecto en toda una historia muy terrorífica
como «La casa de los insectos». Cuando se habla de relatos de terror, la pesadilla de
una persona es la inspiración de otra, y en estos días el tema de un relato de terror
tiene como únicos límites la imaginación de un escritor.
El relato de terror ha llegado a su mayoría de edad en el siglo XX. Ya no consiste
simplemente en el recitado de un acontecimiento que se sale de lo normal o la
relación de los hechos de un fantasma, sino que más bien es una historia de gente…,
gente que reacciona ante la oscuridad y el lado oscuro del alma, donde el control ha
sido eliminado y el caos es una amenaza. En 1765, Horace Walpole creó el género
«gótico» con su historia de fantasmas El castillo de Otranto, y nos dio la pauta y el
estado anímico del moderno relato de terror. Cada escritor de terror que le ha seguido
añadió un poco más al género, de tal forma que hoy podemos ser asustados en
cualquier sitio, en cualquier lugar y por cualquier persona… o cosa. El horror ha
salido sigilosamente del castillo y se ha metido en cualquier rincón oscuro.
Pero «eso» —sea cual fuere el «eso» que nos da miedo en un relato— debe ser
creíble. Para ello hace falta habilidad. Cualquiera puede hacer que una persona se
estremezca (imagine que está resbalando por una barandilla que se transforma en una
navaja… ¿Ha sentido un leve escalofrío interior?), pero crear un relato alrededor de
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ese estremecimiento y hacer que la historia y los personajes cobren vida requiere un
talento que se sale de lo normal. En Magazine of Fantasy & Science Fiction sentimos
un gran placer cuando nos encontramos con un talento semejante. Cuando leemos un
manuscrito, lo primero que buscamos, por encima de todo, es la calidad de la
escritura y el arte del escritor, la sangre no es importante. Ocurre demasiado a
menudo que el escritor principiante, quizá influido en exceso por las películas
actuales de «terror» donde reinan las puñaladas y los degollamientos, cree que son los
ríos de sangre lo que hace funcionar el terror. Las mejores historias de terror son las
que crean una obra con nuestras mentes y temores como intérpretes, no con nuestros
impresionables estómagos.
Desde su fundación, el Magazine of Fantasy & Science Fiction ha publicado
relatos de terror que se han colocado entre los mejores de su género, y los relatos
elegidos para esta antología se encuentran entre lo mejor de esos relatos. Al crear esta
antología hemos intentado incluir relatos para todos los gustos. Por ejemplo, «El
infierno de Balgrummo», de Russell Kirk, tiene un decidido sabor antiguo. Utiliza
muchas convenciones de la historia tradicional de terror gótico, aunque está
ambientada en el mundo actual. Es una de las historias más aterradoras que jamás se
hayan escrito. Por otra parte, «El Gregory de Gladys», de John Anthony West,
conseguirá que usted ría…, aunque puede tratarse de una risa algo nerviosa.
Mientras que John Anthony West le hará lanzar una risita nerviosa, en esta
antología hay más relatos de la variedad mire-por-encima-de-su-hombro-y-cierre-la-
puerta. «Aguas que suben», de Patricia Ferrara, es un relato escrito con elegancia e
increíblemente fantasmagórico, mientras que «La vieja oscuridad», de Pamela
Sargent, puede hacer que su factura de la electricidad suba hasta el cielo. Para quienes
prefieran un poco más de ciencia y ciencia ficción mezclada con terror, «La
autopsia», de Michael Shea, se encargará de proporcionárselo…, y mucho más que
eso. Con todo, el elemento básico que tienen en común los relatos que componen esta
variadísima colección es que todos son de una calidad excepcional, que han sido
escritos por personas de considerable talento, y que su propósito declarado es
provocar tanto miedo que a uno se le caigan los calcetines.
Los relatos de terror, y en particular los de esta antología, son piezas de artesanía
delicadamente labradas que nos recuerdan siempre: «¡Tened cuidado!». Incluso el
objeto más minúsculo de nuestro mundo puede volverse contra nosotros, extinguir la
luz, apagar el fuego y dejarnos a solas en la oscuridad, esperando…
Así pues…, cierre las puertas, encienda todas las luces (pero, por si acaso, tenga a
mano una linterna), instálese cómodamente, pase la página, lea y disfrute con la
escurridiza sombra del miedo.
¡Y tenga cuidado!
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Ventana
BOB LEMAN
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—No sabemos qué diablos está pasando allí —le dijeron a Gilson en Washington
—. Puede que sea un asunto bastante gordo. El chalado que está al mando ha
intentado mantenerlo en secreto, pero el ejército se encargaba de la seguridad
rutinaria, y el oficial jefe nos dio el soplo. Un proyecto de lunáticos. Al parecer, ha
estado recibiendo fondos durante años sin que nadie le prestara mucha atención.
Percepción extrasensorial, en nombre de Dios… Y puede que hayan encontrado algo.
Al menos, eso piensa el coronel encargado de la seguridad. Averígüelo.
El chalado-que-estaba-al-mando era un profesor de psicología que vestía ropas
arrugadas y se llamaba Krantz. El profesor y el coronel recibieron a Gilson en el
aeropuerto, y los tres se dirigieron directamente a la sede del proyecto en un sedán
del ejército. El coronel empezó a hablar sin perder ni un instante.
—Gilson, tiene usted aquí algo francamente raro —dijo—. Nunca he visto nada
parecido, y no hay nadie que tenga ni idea de lo que es. Krantz está tan desorientado
como todos los demás. Y el proyecto es su hijito. Nosotros sólo nos encargamos de la
seguridad, aunque hasta el momento no nos había hecho falta, desde luego. Ni
siquiera hacía falta mantener el secreto, salvo para evitar que el público se riera hasta
reventar. Lo que han montado aquí es…
—Doctor Krantz —interrumpió Gilson—, sería mejor que me trazara usted un
panorama completo de cuál es la situación. Por el momento no tengo la más mínima
información.
Krantz estaba muy ocupado encendiendo un cigarro. Exhaló una nube de humo
apestoso y, a través de ella, dijo:
—Nos falta un edificio prefabricado, un ordenador, cierto equipo médico y…
esto…, un investigador llamado Culvergast.
—Explique eso de «nos falta» —dijo Gilson.
—Se han ido. Han desaparecido. Un edificio y cuanto había dentro de él. Ya no
está aquí. Pero tenemos algo a cambio.
—¿Y de qué se trata?
—Creo que será mejor esperar y que lo vea por sí mismo —contestó Krantz—.
Estaremos allí en pocos minutos.
Cruzaban los límites del área metropolitana, consistentes en una mísera serie de
suburbios que antes habían sido pueblecitos. La autopista serpenteaba por el valle que
había junto al río, y los pueblecitos se esparcían a lo largo de la orilla, ninguno de
ellos con más de uno o dos bloques de edificios, con sus callejuelas laterales subiendo
empinadas cuestas hacia el primer risco. En una de esas moribundas comunidades
dejaron la autopista; ascendieron dando brincos por un retorcido camino que trepaba
por la colina, cuya superficie cambió de adoquines a grava después de que hubieran
dejado atrás las casas. Más allá de la cresta del risco, el camino empezó a bajar tan
abruptamente como había subido antes; después de aproximadamente medio
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kilómetro dieron la vuelta para meterse por un sendero cuya entrada le habría pasado
por alto a quien no estuviera prevenido. Ahora se hallaban en un bosque. Los árboles
no eran los originales, pues habían sido replantados, pero la primera tala tuvo lugar
hacía tanto tiempo que el lugar bien podría haber sido una tierra virgen, altiva,
silenciosa y un tanto lúgubre en ese día gris.
—Muy bonito —dijo Gilson—. Y, de todas formas, ¿cómo ha venido a parar
hasta aquí semejante proyecto?
—El lugar estaba disponible —dijo el coronel—. Ha estado disponible desde la
Segunda Guerra Mundial. Lo prepararon para hacer ciertos trabajos sobre
detonadores de contacto. Lo cerraron en el año cuarenta y ocho. Estuvo sin ocupar
hasta que el profesor decidió quedárselo.
—Culvergast es un tanto excéntrico —dijo Krantz—. No quería trabajar en la
universidad…, demasiada gente, decía. Cuando oí decir que el sitio se encontraba
disponible, hice una petición y lo conseguí…, junto con el coronel, aquí presente.
Culvergast parecía encontrarse a gusto con el arreglo, pero supongo que tiene un
tanto preocupado al coronel.
—Es un chiflado —dijo el coronel—, y sus pequeños colaboradores son todavía
peores que él.
—Bien, ¿qué diablos estaba haciendo? —preguntó Gilson.
Antes de que Krantz pudiera contestar, el chófer frenó ante una puerta de alambre
que bloqueaba el camino. Estaba asegurada con una gruesa cadena y vigilada por
soldados con armas. Uno de ellos, metralleta en mano, se asomó por la ventanilla.
—¿Todo bien, señor? —preguntó.
—Todo bien y además llevamos bollos, sargento —contestó el coronel.
Evidentemente, era una contraseña. Uno de los soldados abrió el enorme candado que
mantenía asegurada la cadena—. Bastante primitivo —dijo el coronel mientras
avanzaban dando tumbos por el camino de acceso—, pero servirá hasta que
consigamos el equipo adecuado. Tenemos hombres con perros patrullando la valla. —
Miró a Gilson—. Ya hemos llegado. Adelante, sírvase una buena ración.
Era una casa. Estaba en el centro de un terreno despejado, en una isla de claridad
solar, blanca, reluciente, y completamente fuera de lugar. A su alrededor se
encontraba el negro enredo del bosque bajo un cielo sin sol, pero, sin que fuera
posible saber cómo, el sol brillaba sobre la casa, centelleando en sus pulidas ventanas
y haciendo brillar los colores de los cuidados arriates de flores que la adornaban,
reflejando la límpida blancura de sus líneas sobre la grisácea superficie del claro,
empequeñecido por las feas hileras de edificios prefabricados que parecían medio
abandonados.
—No podía haber escogido un momento mejor —dijo el coronel—. Allí hace sol
y aquí está nublado.
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Gilson no le estaba escuchando. Había salido del coche y estaba contemplando el
espectáculo, fascinado.
—Jesús —murmuró—. Igual que una maldita postal victoriana.
La casa estaba hecha de madera recubierta por complejas tallas, dibujos que
parecían enloquecer en los aleros del tejado, trazado en pendiente, trepando de forma
cada vez más elaborada a lo largo de torres y gabletes, embelleciendo las líneas de la
fachada y delineando un largo y airoso porche. El espacio entre los grandes
ventanales indicaba que había numerosas habitaciones y que eran muy amplias. Daba
la impresión de que la casa era nueva, o quizá sólo fuera que estaba recién pintada, y
que se la cuidaba con esmero. Un sendero de fina gravilla blanca conducía hasta una
gran puerta para carruajes.
—¿Qué opina? —preguntó el coronel—. ¿Se parece a la casita de su abuelo?
A decir verdad, se parecía; era como la casa de su abuelo, más grande y perfecta,
y vista a través de la lente de la nostalgia romántica, la casa de su abuelo, cuidada y
mimada como nunca lo había sido la vieja granja.
—¿Y esto es lo que han obtenido a cambio de un edificio prefabricado? —
preguntó a su vez.
—Uno igual que ése —contestó el coronel, señalando hacia una de las miserables
construcciones—. Por supuesto que el edificio prefabricado podíamos utilizarlo.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Mire —dijo el coronel.
Cogió una pequeña piedra y la arrojó hacia la casa. La roca subió por el aire, llegó
al punto más alto de su arco y empezó a caer. De repente, ya no estuvo allí.
—Vaya —dijo Gilson—. Déjeme probarlo.
Arrojó la piedra como si fuera una pelota de béisbol y estuviera haciendo su
mejor lanzamiento. La roca desapareció a unos quince metros de la casa.
Contemplando el punto donde se había esfumado, Gilson se dio cuenta de que el
suave césped de la pradera terminaba justamente bajo él. Allí donde terminaba el
césped empezaban los hierbajos y piedras que formaban el terreno del claro. La línea
de separación era absolutamente recta, y cruzaba el césped formando un ángulo.
Cuando se acercaba al sendero, daba un giro de noventa grados y segaba la hierba, el
sendero y las flores con idéntica y rectilínea precisión.
—Perfectamente cuadrada —dijo Krantz—. Unos treinta metros de lado. A decir
verdad, es probable que se trate de un cubo. Sabemos que la cima se encuentra a unos
veintisiete metros en el aire. Supongo que habrá unos tres metros de eso por debajo
del suelo.
—¿«Eso»? —preguntó Gilson—. ¿«Eso»? ¿Qué es «eso»?
—Dele nombre y se lo puede quedar —contestó Krantz—. Un receptor de
televisión tridimensional que tiene treinta metros de lado, quizá. Una bola de cristal
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cúbica. ¿Quién sabe?
—Las rocas que arrojamos… No dieron en la casa. ¿Adónde han ido las rocas?
—Ah. Ciertamente, ¿adónde? Conteste a eso y puede que tenga la respuesta a
todo.
Gilson tragó aire.
—De acuerdo. Ya lo he visto. Ahora, hábleme de ello. Desde el principio.
Krantz se quedó callado durante un segundo; luego, con la seca voz de un
conferenciante, dijo:
—Hace cinco días, el trece de junio, a las once y media de la mañana, tres
minutos más o menos, el soldado Ellis Mulhivill, que estaba de guardia en la puerta,
oyó lo que luego describió como «algo parecido a una explosión que no hiciera
ruido». Entró en el recinto, cerró la puerta a su espalda y vino corriendo al claro. Se
quedó asombrado («atontado», fue su expresión) al ver esa casa de allí en el sitio que
debía ocupar el edificio prefabricado de Culvergast. Supongo que se debió quedar
parado durante un tiempo, parpadeando y tragando saliva, intentando llegar a una
especie de acuerdo racional con lo que le decían sus ojos. Luego fue corriendo al
puesto de guardia y llamó al coronel, que me llamó a mí. Vinimos aquí, y nos
encontramos con que habían desaparecido unos novecientos metros cuadrados de
tierra, un edificio y el hombre que había en su interior, y habían sido reemplazados
por esto con la misma limpieza que si hubieran clavado una chincheta en un tablero
de corcho.
—Usted piensa que el edificio prefabricado ha ido al mismo sitio que las piedras
—dijo Gilson.
Era una afirmación.
—Bueno, ni siquiera podemos estar absolutamente seguros de que haya
desaparecido. Es imposible, eso de allí no puede estar donde lo vemos. Cuando aquí
luce el sol, llueve sobre esa casa, y ahora mismo puede ver usted cómo brilla el sol
sobre ella, en un día como éste. Es una ventana.
—¿Una ventana a qué?
—Bueno…, eso parece una casa recién construida, ¿no? ¿Cuándo construyeron
casas como ésa?
—En mil ochocientos setenta u ochenta, o algo así…
—Sí —dijo Krantz—. Creo que estamos viendo el pasado.
—Oh, por el amor de Dios —musitó Gilson.
—Ya sé lo que siente. Y puede que me equivoque. Pero debo decir que eso es lo
que parece. Quiero que oiga a Reeves. Ha estado aquí desde el principio. Es un
licenciado que nos ayuda en el proyecto. ¡Reeves!
Un hombre bastante joven, muy alto y muy delgado, se irguió como si se
desdoblara desde su posición anterior, agazapado sobre una máquina de aspecto
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extraño que se encontraba cerca de la línea que separaba la hierba de los guijarros, y
fue hacia los tres hombres. Reeves estaba entusiasmado.
—Oh, desde luego que es el pasado —dijo—. Hacia el mil ochocientos ochenta.
Mi chica cogió algunos libros sobre trajes de la biblioteca y las ropas encajan con esa
década. Y los adornos que hay en los arneses de los caballos también son una buena
pista. Eso lo saqué de…
—Espere un momento —interrumpió Gilson—. ¿Ropas? ¿Quiere usted decir que
allí dentro hay gente?
—Oh, claro —dijo Reeves—. Una familia muy agradable. Mamá, papá, una niña,
un niño, una viejecita que debe de ser la abuela o la tía. Un perro. Buena gente.
—¿Cómo puede usted saberlo?
—Oiga, les he estado observando durante cinco días. Están teniendo…, bueno,
estamos teniendo un tiempo estupendo allí… o entonces, o como quiera usted decirlo.
Se portan muy bien unos con otros; se aprecian. Buena gente. Ya lo verá.
—¿Cuándo?
—Bueno, ahora estarán cenando. Normalmente salen después de cenar. Dentro de
una hora, quizá.
—Esperaré —dijo Gilson—. Y mientras esperamos, por favor, cuénteme algo más
del asunto.
Krantz adoptó nuevamente su voz de conferenciante.
—En cuanto a su naturaleza, no hay nada que contar. Tenemos una ventana y
creemos que da al pasado. Podemos ver por ella y, por lo tanto, sabemos que la luz la
atraviesa; pero lo hace sólo en una dirección, como lo demuestra el hecho de que la
gente del otro lado no se da cuenta para nada de nosotros. No puede pasar nada más.
Ya ha visto lo que sucedió con las piedras. Hemos metido palos por la zona de
contacto (no hay ni la más mínima resistencia), pero lo que cruza esa superficie
desaparece, y sólo Dios sabe dónde va. Lo que meta por allí, allí se queda. El palo
queda limpiamente cortado. Fascinante. Pero, sea lo que sea, no está en el mismo
lugar que la casa. Esa zona de contacto no esta situada entre nosotros y el pasado;
está entre nosotros y… algún otro sitio. Creo que nuestra ventana de aquí no es más
que un efecto colateral producido por casualidad, un… un retorcimiento del tiempo
que es el resultado de las tensiones existentes a lo largo de esa zona de contacto, sean
las que sean.
Gilson lanzó un suspiro.
—Krantz —dijo—, ¿qué voy a contarle al secretario? Ha dado por casualidad con
lo que quizá sea el acontecimiento más importante de toda la historia, y se lo ha
tenido callado durante cinco días. No sabríamos nada de todo esto a no ser por el
informe del coronel. Cinco días perdidos. ¿Quién sabe cuánto durará este fenómeno?
Los científicos más destacados del país tendrían que estar aquí…, tendrían que haber
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estado aquí desde el primer día. Para estudiar el fenómeno tenemos que usar todos
nuestros recursos. Este lugar tendría que ser un avispero en estos momentos. Y, en
cambio, ¿qué me encuentro? Usted y un licenciado lanzando piedras y hurgando con
palos. Y una novia que se encarga de buscar fechas de trajes. Maldita sea, es
prácticamente una negligencia criminal…
Krantz no pareció intimidado por sus palabras.
—Pensé que diría eso —le contestó—. Pero mírelo de otra forma. Le guste o no,
este fenómeno no ha sido producido por la tecnología o la ciencia. Fue puramente
parapsicológico. Si podemos reconstruir el trabajo de Culvergast, quizá podamos
descubrir lo que ocurrió; podemos ser capaces de repetir el fenómeno. Pero no me
gusta nada lo que ocurrirá después de que haya llamado a sus científicos, Gilson.
Empezarán a tomar medidas, a hacer pruebas, harán conjeturas y montarán teorías, y
ni por un solo instante aceptarán la base real de lo que ha sucedido. Cuando ellos
lleguen, yo quedaré fuera del asunto. Y, maldita sea, Gilson, este fenómeno es mío.
—Ya no —contestó Gilson—. Es demasiado grande.
—Oiga, nosotros también hemos estado haciendo algunos experimentos por
cuenta propia —dijo Krantz—. Reeves, háblele de su máquina bateadora.
—Sí, señor —dijo Reeves—. Verá, señor Gilson, lo que ha dicho el profesor no es
totalmente cierto, ¿sabe? A veces algo puede cruzar la ventana. Lo vimos el primer
día. Se había producido una inversión térmica por encima del valle, y el mal olor de
la planta química se había acumulado durante una semana. La inversión se rompió
ese día y el viento, al soplar, nos mandó la pestilencia hasta aquí. Un olor realmente
horrible… Estábamos observando a la familia de allí dentro y, de repente, empezaron
a husmear el aire, arrugaron la nariz y pusieron cara de disgusto. Supusimos que
debía de ser el olor de las sustancias químicas. En ese mismo instante metimos un
palo por la ventana, pero el extremo desapareció, como de costumbre. El profesor
sugirió que quizá se hubiera producido una oscilación o algo parecido en la zona de
contacto, algo que sólo existe en forma intermitente. Inventamos un artefacto para
poner a prueba esa idea. Venga, échele una mirada.
Se trataba de una rueda horizontal con una paleta unida al borde, que sobresalía.
Al girar la rueda, la paleta se desplazaba sobre una mesa. Encima de la mesa se
encontraba una tolva suspendida y, a intervalos regulares, algo caía de la tolva a la
mesa, siendo golpeado inmediatamente por la paleta, que lo mandaba volando por los
aires. Gilson le echó un vistazo al interior de la tolva, y arqueó una ceja en señal de
interrogación.
—Cubitos de hielo —contestó Reeves—. Teñidos de color naranja para que sean
más visibles. Ese trasto manda un cubito de hielo a la zona de contacto cada segundo.
Siempre hay alguien de guardia con un cronómetro. Hemos llegado a establecer que
cada quince horas y veinte minutos la ventana se abre durante cinco segundos. Cinco
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cubitos de hielo lograron cruzar y cayeron al césped del otro lado. El resto del tiempo
lo único que hacen es desvanecerse en la zona de contacto.
—Cubitos de hielo. ¿Por qué cubitos de hielo?
—Se funden y desaparecen. No podemos ir llenando el pasado con objetos de
nuestro tiempo. Sólo Dios sabe qué efecto podría tener eso. Además, son baratos y
estamos mandando montones de ellos.
—La ciencia… —dijo Gilson con voz algo abatida—. No sé si podré esperar para
oír lo que dirán en Washington.
—Búrlese cuanto quiera —dijo Krantz—. La casa está allí, y la zona de contacto
también está allí. Por Dios, hemos dado con una especie de viaje por el tiempo. Y fue
Culvergast el chalado quien lo hizo, no un físico o un ingeniero.
—Ya que saca a relucir el tema —dijo Gilson—, ¿qué estaba haciendo
exactamente su Culvergast?
—Buena pregunta. Lo que estaba haciendo era… bueno, para decirlo más o
menos claramente, estaba intentando encontrar hechizos.
—¿Hechizos?
—Sí, los hechizos que se pueden arrojar sobre algo o alguien. Palabras mágicas.
No ponga cara de asco, espere un poco. En cierta forma tiene sentido. Nos dieron
fondos para investigar la telequinesia…, la manipulación de la materia a través de la
mente. Resulta obvio que si se pudiera aplicar con precisión la telequinesia sería un
arma maravillosa. La hipótesis de Culvergast era que, de hecho, existen personas
capaces de utilizar la telequinesia, y aunque esas personas nunca parecen estar en
condiciones de saber o explicar cómo lo hacen, sin embargo realizan una acción
mental específica que les permite utilizar cierta fuente de energía que, aparentemente,
existe alrededor de todos nosotros; en cierta medida, enfocan y dirigen esa energía.
Culvergast se proponía descubrir el factor común de todos sus procesos mentales.
»Hizo pasar por aquí un montón de personas a las cuales se suponía dotadas de
poderes telequinésicos y, según informó, encontró en ellos algo común, una especie
de truco mnemónico que funcionaba justo en el fondo del nivel verbal o, incluso, por
debajo de éste. En uno de los sujetos descubrió que era un conjunto de notas
musicales, en varios se trataba de una serie de palabras sin sentido, y en uno, según
dijo, consistía en matemáticas de un nivel aritmético muy primario. Empezó a pasar
todo eso por el ordenador, intentando eliminar lo que era simplemente ruido y la
idiosincrasia personal de los sujetos, e intentó poner al desnudo la auténtica esencia
efectiva del asunto. Luego propuso organizar esta esencia en palabras; palabras que
moldearan las corrientes mentales de quien las pronunciara en nuestro idioma, de tal
forma que canalizaran y manipularan el poder telequinésico a capricho de quien
hablara. Palabras mágicas, podría decir usted. Hechizos.
»Evidentemente, había ido más lejos de lo que yo sospechaba. Creo que debió
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conseguir ciertas palabras, que las puso a prueba y que hizo una intentona
telequinésica…, algo pequeño, como hacer que un cenicero se levantara de la mesa y
flotara en el aire, quizá. Y funcionó, pero lo que obtuvo no fue una agradable y
pequeña fuerza para levantar ceniceros; abrió completamente la puerta, y alguna
especie de poder terrible pasó por ella. Naturalmente, es una pura conjetura, pero
tuvo que ser algo parecido para causar un efecto como éste.
Gilson le había escuchado en silencio.
—No voy a decir que está usted loco porque puedo ver esa casa, y también estoy
viendo lo que les ocurre a esos cubitos de hielo —contestó por fin—. Y, de todas
formas, el cómo sucedió no es mi problema. Mi problema es cuál será mi
recomendación al secretario en cuanto a lo que haremos con este fenómeno, ya que lo
tenemos. Una cosa es segura, Krantz: esto no va a seguir siendo su juguete privado
durante mucho tiempo.
Reeves lanzó una exclamación de puro dolor.
—No pueden hacer eso —dijo—. Este fenómeno es nuestro, es del profesor. Mire
eso, mire la casa. ¿Quiere que un maldito montón de ingenieros empiecen a meter sus
narices en eso?
Gilson entendía perfectamente a Reeves. Ahora la casa estaba bañada por la luz
rojiza del crepúsculo; parecía arder desde dentro con una claridad rosada. Pero,
reflexionó Gilson, el crepúsculo era innecesario; los sentimientos y ese inconfesado y
universal anhelo por una época más sencilla y limpia bastaban por sí solos para teñir
de rosa el edificio. Se daba perfecta cuenta de que el deseo y la nostalgia que sentía
alzarse en su interior eran por algo que en realidad nunca había experimentado, que el
modo de vida del que la casa era un epítome para él no podía ser, de hecho, sino su
propia creación, construida mediante fragmentos de novelas y películas. Y, sin
embargo, sentía en su interior una gran necesidad de esa vida y esa época. Pensó que
era una época amable y segura, una época en la que no hacía falta correr y el aire
estaba limpio; una época en la que había gracia y estilo, donde jóvenes con chaquetas
a rayas y sombreros de paja podían cortejar decorosamente a jóvenes damas con
largos vestidos blancos, dejando transcurrir las largas y soñolientas tardes del verano
en apacibles conversaciones bajo la sombra de los porches. También habría alegres
paseos en bicicleta por caminos en los que se agitarían las hojas de los árboles,
caminos que serpentearían por entre las colinas hasta llegar a frescos claros por los
que correrían veloces arroyuelos; y habría largos y deliciosos viajes en calesas tiradas
por caballos pacientes y medio adormilados bajo una gran luna blanca, con un
enamorado hablando en susurros apremiantes a su amada mientras los pájaros
cantaban en la noche. Habría excursiones a lo largo del río, espacioso y limpio, botes
que irían flotando por la corriente, acercándose a una banda de música cuyos acordes
les llegarían desde la pradera.
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Sí, pensó Gilson, y probablemente también habría un vejestorio con todo un
repertorio de adjetivos, rondando por allí, hablando sin cesar sobre cómo las cosas
habían sido mucho mejores cien años antes. Si no se vigilaba un poco, pronto estaría
ayudando a Krantz y Reeves, intentando mantener oculto el asunto. El joven Reeves
—y resultaba extraño para alguien de su edad— daba la impresión de estar
irremediablemente atrapado por toda esa falsa nostalgia. Su descripción de la familia
de la casa había sido francamente digna de un entusiasta adorador. Oh, sí,
decididamente ya era tiempo de llamar a los chicos del cerebro y los ojos despejados.
Sí, no se podía perder ni un segundo.
—Tendrían que salir dentro de muy poco —estaba diciendo Reeves—. Espere
hasta que vea a Martha.
—Martha —repitió Gilson.
—La pequeña. Es una muñequita.
Gilson le miró. Reeves se ruborizó y dijo:
—Bueno…, les he dado nombres. A los niños. Martha y Pete. Y el perro es Alfie.
Verá, dan la impresión de que ésos son sus nombres —Gilson no dijo nada, y Reeves
se puso todavía más colorado—. Bueno, usted mismo lo podrá ver. Aquí llegan.
Una familia muy agradable, tal y como había dicho Reeves. Tras observarles
durante media hora. Gilson estuvo dispuesto a confesar que realmente eran muy
atractivos y, a su modo, tan perfectos como su casa. Eran, sencillamente, lo que hacía
falta para completar la imagen, para crear un auténtico cuadro de estilo victoriano.
Mamá y papá eran guapos y seguían enamorados, los niños eran sanos, alegres y
estaban contentos con su mundo. O eso le pareció mientras les observaba en el
atardecer que se iba convirtiendo en noche, imaginando la tranquila y afectuosa
conversación de los padres sentados en el gran columpio del porche, casi oyendo los
chillidos de los niños y el ladrido del perro mientras corrían por el prado. Ya casi
había oscurecido: la suave claridad de las lámparas de aceite brillaba en las ventanas,
y las luciérnagas parpadeaban en la pradera. El padre lanzó la colilla de su cigarro por
encima de la barandilla, creando un arco de fuego, y se puso en pie. Después de eso
vino una encantadora y breve pantomima al llamar a los niños, que protestaron como
era su deber y a los que, como era deber de los padres, se les permitió jugar durante
unos minutos más, al final de los cuales se les ordenó firmemente que entraran. Los
niños se dirigieron con reluctancia hacia el porche y entraron en la casa mientras que
el perro, que se había quedado atrás para mojar por última vez la hierba, se acercaba
corriendo para reunirse con ellos. El padre y la madre entraron en la casa siguiendo a
los niños y al perro. La puerta se cerró, dejando tan sólo la suave luz de las ventanas.
Reeves dejó escapar un largo y lento suspiro.
—¿No es maravilloso? —preguntó—. Así se debería vivir, ¿sabe? Si una persona
pudiera decir, sencillamente, al diablo con todas las cosas desagradables que debemos
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soportar en nuestra vida actual, si pudiera regresar hasta ese lugar y vivir de esa
forma… Y Martha, ya ha visto a Martha. Un ángel, ¿verdad? Amigo, lo que daría yo
por…
Gilson le interrumpió.
—La siguiente tanda de cubitos, ¿cuándo le toca pasar?
—… Poder… Ah, sí. Veamos… La última penetración tuvo lugar a las quince
horas, quince minutos, justo antes de que llegara usted. La siguiente será a las seis,
treinta y cinco de la mañana, si no se rompe la pauta. Y, de momento, no se ha roto.
—Quiero ver eso. Pero ahora tengo que hacer unas llamadas por teléfono.
¡Coronel!
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mira los pájaros y las ardillas, supongo que hasta el momento en que la llaman para
desayunar. —Siguieron inmóviles, contemplando a la niña, que estaba mirando algo
que se encontraba más allá de la ventana que conectaba su mundo al de ella, algo que
si los dos mundos hubieran sido el mismo estaría situado a espaldas de los tres
hombres. Gilson estuvo a punto de volverse para descubrir lo que la niña estaba
mirando. Al parecer, Reeves había tenido el mismo impulso—. ¿Qué cree usted que
estará viendo? —preguntó—. No puede ser el bosque, como ahora. Creo que es
posterior a su época. ¿Quizá una pradera? ¿Con ganado o caballos? Oh, lo que daría
por estar allí y ver qué es.
Krantz miró su reloj y dijo:
—Será mejor que nos acerquemos. Ahora sólo faltan unos minutos.
Fueron hacia la máquina, que seguía enviando monótonamente cubitos de hielo a
la zona de contacto. Un soldado con un cronómetro estaba sentado junto a ella, detrás
de una mesa con un reloj de aspecto formidable y un montón de hojas.
—Dos minutos, doctor Krantz —dijo.
—No aparte los ojos de los cubitos de hielo —dijo Krantz a Gilson—. No se
pierda el momento en que ocurre.
Gilson observó la máquina, levemente divertido por el prosaico ritmo de sus
sonidos; plinc, cae un cubito; buf, la paleta gira; bang, la paleta golpea el cubito. Y
luego la trayectoria en línea recta hacia la zona de contacto, donde se desvanece
bruscamente el pequeño proyectil color naranja. Un segundo después, otro. Y luego
otro.
—Cinco segundos —dijo el soldado—. Cuatro. Tres. Dos. Uno. Ahora.
Se había adelantado un segundo en la cuenta; el cubito de hielo desapareció igual
que sus predecesores. Pero el cubito siguiente continuó su vuelo y cayó sobre la
hierba. Allí se quedó, reluciendo levemente. Entonces, era cierto, pensó Gilson. El
viaje temporal para los cubitos de hielo.
De repente, a su espalda se oyó un grito incomprensible emitido por Krantz y otro
de Reeves, y luego, muy claramente y con voz angustiada, a Krantz diciendo:
«¡Reeves, no!». Gilson oyó el ruido de unos pies lanzados a la carrera y, en el borde
de su campo visual, distinguió algo que se movía rápidamente. Se volvió a tiempo
para ver la desgarbada silueta de Reeves que pasaba corriendo junto a él y se lanzaba
hacia la zona de contacto; la cruzó y se quedó tendido sobre la hierba.
—¡Estúpido! —gritó Krantz con voz enfurecida.
Un cubito de hielo cruzó el aire y aterrizó junto a Reeves. La máquina hizo
nuevamente bang: un cubito de hielo salió volando y se desvaneció. Los cinco
segundos para acceder al otro lado habían terminado.
Reeves alzó la cabeza y, por un instante, contempló la hierba sobre la que yacía.
Luego, miró hacia la casa. Se puso lentamente en pie, con una expresión aturdida en
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el rostro. Después, una sonrisa se abrió paso muy lentamente por entre sus labios, y
los hombres que le contemplaban desde el otro lado casi pudieron leer sus
pensamientos: «Bueno, que me cuelguen. Lo hice. Estoy realmente aquí».
Krantz estaba hablando a toda velocidad, como si no pudiera controlarse.
—Seguimos estando aquí, Gilson, seguimos estando aquí, todavía existimos, todo
parece estar igual. Quizá no han cambiado demasiado las cosas, quizá el futuro es
algo fijo y no ha cambiado nada en absoluto con su acto. Tenía miedo de que
ocurriera algo parecido a esto. Desde que llegó usted, Reeves ha estado…
Gilson no le escuchaba. Estaba mirando a la niña de la ventana, aturdido, lleno de
incredulidad, intentando comprender lo que veía pero no lograba creer. La conducta
de la niña no era normal, no, no era nada normal. Un hombre se había materializado
repentinamente sobre la hierba, surgiendo del aire, en una mañana de sol, y ella no
había dado ninguna muestra de sorpresa, asombro o miedo. En vez de ello, había
sonreído al instante, espontáneamente, una sonrisa que se fue haciendo más y más
ancha hasta dar la impresión de que la mitad inferior de su rostro iba a partirse en
dos, una sonrisa que dejaba al descubierto demasiados dientes, una sonrisa rígida,
incongruente y terrible bajo sus brillantes ojos azules. Gilson sintió que se le formaba
un nudo en el estómago, y se dio cuenta de que estaba mortalmente asustado.
El rostro se esfumó bruscamente de la ventana; unos segundos después la puerta
de entrada se abrió de par en par, y la niña cruzó corriendo el umbral, yendo hacia
Reeves con furiosa velocidad, moviéndose de forma curiosamente encogida, como si
estuviera medio agazapada. Cuando se encontraba a unos metros de él, dio un salto
que tenía la agilidad y la sorprendente rapidez de una pulga. Los ojos de Reeves
apenas si habían empezado a mostrar asombro cuando los poderosos dientecillos le
desgarraron el cuello.
La niña se apartó de él y dio un salto hacia atrás. Un brillante géiser de sangre
brotó del agujero abierto en el cuello de Reeves. Él lo contempló estupefacto durante
un momento que pareció eterno, y luego alzó las manos para tapar la herida; la sangre
borboteó entre sus dedos y corrió por sus antebrazos. Sus rodillas se doblaron
lentamente hasta llegar al suelo, despacio y sin ninguna violencia, mientras que sus
ojos, desorbitados por el asombro, no se apartaban de la niña. Su cuerpo osciló de un
lado a otro, se estremeció y acabó cayendo de bruces.
La niña le observó con ojos tan fríos como los de un reptil, la terrible sonrisa aún
en el rostro. Estaba desnuda, y a Gilson le pareció que en su torso había algo que
estaba fuera de lo normal, como su boca. Dio la vuelta, y pareció lanzar un grito hacia
la casa.
Y un instante después llegaron todos, corriendo, la madre, el padre, el niño y la
abuela, todos desnudos, todos experimentando esa horrible transformación en la boca.
Sin pararse y sin disminuir la velocidad rodearon el cuerpo, se agazaparon sobre él y,
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frenéticamente, le arrancaron las ropas. Luego, sentándose sobre la hierba iluminada
por el sol de la mañana, la pequeña y encantadora familia empezó su horrenda
comida.
El continuo balbuceo de Krantz se componía ahora de palabras muy distintas:
—Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros…
El soldado del cronómetro estaba vomitando ruidosamente. Alguien vació todo el
cargador de una metralleta en la zona de contacto, y el coronel lanzó un chorro de
maldiciones. Cuando Gilson no pudo soportar más el repugnante banquete, apartó la
mirada y se fijó en el perro, que estaba sentado en el porche, meneando alegremente
el rabo con un rítmico golpeteo.
—¡Por Dios, es imposible! —exclamó Krantz sin poder contenerse—. Si hubiera
existido gente así en ese sitio estaría en los libros de historia, en los periódicos…
¡Dios mío, algo así no habría podido ser olvidado!
—¡Oh, no diga más tonterías! —le respondió secamente Gilson—. Eso no es el
pasado. No sé lo que es, pero no se trata del pasado. No puede serlo. Es…, no lo sé,
algún otro sitio. Alguna otra… ¿dimensión? ¿Universo? Una de esas teorías. Los
mundos alternativos, los mundos del Si, los mundos probables, como quiera usted
llamarles. Sí, esas criaturas asquerosas del otro lado están en el presente. El maldito
hechizo de Culvergast abrió un agujero a uno de esos mundos paralelos. Tiene que ser
algo así. Y, Dios mío, ¿qué infierno de historia han tenido para producir esas cosas?
No son seres humanos, Krantz, no tienen nada de humano, sea cual sea su aspecto.
«Alegres paseos en bicicleta…». ¿Cómo hemos podido equivocarnos así?
Por fin, el banquete terminó. La familia se tendió sobre la hierba con los vientres
hinchados, cubiertos de sangre y grasa, los párpados casi cerrados a causa del festín.
Los dos pequeños de la familia se quedaron dormidos. El macho parecía muy absorto
en sus pensamientos. Después de unos minutos se puso en pie, cogió las ropas de
Reeves y las examinó cuidadosamente. Luego despertó a la más pequeña de las
hembras y, al parecer, la estuvo interrogando durante un rato. Ella hizo gestos hacia el
aire, señaló con el dedo, e imitó la llegada de Reeves y su caída sobre la hierba. Él
contempló pensativo el sitio donde se había materializado Reeves y, por un instante, a
Gilson le pareció que esos ojos implacables estaban clavados en los suyos, mirándole.
Acabó dándose la vuelta y tras haber cruzado lentamente la hierba, todavía pensativo,
entró en la casa.
En el claro reinaba el silencio, roto sólo por el ruido de la máquina. Krantz
empezó a llorar y el coronel a lanzar maldiciones otra vez, en tono bajo y monocorde.
Los soldados parecían aturdidos. «Y todos tenemos miedo —pensó Gilson—. Un
miedo horrible».
La familia de la pradera estaba realizando una horrible parodia de ordenar las
cosas después de una comida campestre. Los dos pequeños habían traído una cesta y,
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bajo la meticulosa supervisión de las hembras adultas, recogían ahora los despojos y
restos de alimento. Uno de ellos le arrojó un hueso al perro, y el soldado que
controlaba el tiempo vomitó de nuevo. Cuando la pradera hubo quedado una vez más
inmaculada, las dos criaturas más pequeñas se llevaron la cesta a la parte trasera de la
casa, y las criaturas adultas entraron en ella. Un instante después el macho salió de la
casa, vestido ahora con un traje de lino blanco. Llevaba un libro.
—Una Biblia —dijo Krantz, atónito—. Es una Biblia.
—No es una Biblia —contestó Gilson—. Es imposible, esos…, esos seres no
pueden tener Biblias. Es otra cosa. Tiene que ser otra cosa.
Parecía una Biblia; estaba encuadernada en cuero negro, y cuando el macho
empezó a hojearla, evidentemente en busca de algún pasaje determinado, pudieron
ver que era el mismo papel delgado y resistente en el que se imprimen las Biblias. El
macho encontró su página y, según le pareció a Gilson, empezó a leer en voz alta,
como si estuviera declamando, sus labios articulando cuidadosamente las palabras.
—¿Qué diablos supone que está haciendo, Krantz? —preguntó Gilson.
No había terminado de hablar cuando la ventana desapareció.
La casa y la hierba se desvanecieron junto con la silueta del traje blanco. Gilson
distinguió fugazmente unos árboles al otro lado de un ancho abismo que se abría
entre él y el bosque. Un instante después una ráfaga de viento le derribó, y el aire se
llenó de polvo, objetos que volaban y el aullido del viento. El viento se detuvo tan
bruscamente como había venido, y alrededor de ellos oyeron el repiqueteo de los
objetos que caían nuevamente al suelo. El sitio donde se encontraba la casa ahora
estaba cubierto por una nube de polvo que giraba sin cesar.
Lentamente, el polvo se fue aquietando. Allí donde había estado la ventana ahora
se encontraba un gran agujero en el suelo, un agujero perfectamente cuadrado que
tendría unos treinta metros de lado y quizá unos tres de hondo, con la superficie tan
lisa como la de una mesa. El fugaz atisbo que Gilson tuvo de él, antes de que el
viento se hubiera precipitado a llenar el vacío, le había mostrado que los lados eran
tan pulidos y rectos como si un cuchillo afilado hubiera cortado un queso; pero ahora
se estaban produciendo pequeños derrumbamientos a lo largo de todo el perímetro, a
medida que los guijarros y la tierra iban cediendo para resbalar hasta el fondo, y los
bordes se iban haciendo más irregulares a cada momento.
Gilson y Krantz se pusieron lentamente en pie.
—Y eso parece ser todo —dijo Gilson—. Estaba aquí, y ahora ya no está. Pero
¿dónde se encuentra el edificio prefabricado? ¿Dónde está Culvergast?
—Sólo Dios lo sabe —contestó Krantz. Y no lo decía con intención de ser
irreverente—. Pero creo que se ha ido para siempre. Y, al menos, no al sitio donde
estaban esas criaturas.
—¿Qué cree usted que eran?
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—Tal y como dijo antes, desde luego no eran seres humanos. Tenían menos de
humano que una araña o una ostra. Pero, Gilson, el modo en que se vestían, su
aspecto, esa casa…
—Si existe un número infinito de mundos posibles, entonces cada tipo de mundo
posible existirá.
Krantz no parecía convencido.
—Sí, bueno…, quizá. No sabemos nada de eso, ¿verdad? —Se quedó callado
durante un instante—. Gilson, esas criaturas eran aterradoras. Ni siquiera le hizo falta
una fracción de segundo para reaccionar ante la aparición de Reeves. Supo al instante
que era algo desconocido y actuó de inmediato para destruirle. Y no era adulta. Creo
que quizá nos sintamos más seguros no teniendo la ventana.
—Amén. ¿Qué cree que le ocurrió?
—Es obvio, ¿no? Ellos saben cómo usar las energías con las que Culvergast
andaba tanteando. El libro…, tiene que ser un libro de hechizos. Deben de tener toda
una ciencia al respecto…, cosas que han probado una y otra vez, cosas que han
logrado averiguar, parte de la sabiduría que han ido recibiendo de sus antepasados.
Esa criatura utilizó el libro como si fuera una herramienta rutinaria, algo de cada día.
Después de que se le pasara la alegría del banquete, no necesitó más de veinte
minutos para imaginar cómo había llegado Reeves hasta allí, y para saber cómo
actuar. Se limitó a coger su libro de hechizos, seleccionó el que necesitaba (me
gustaría ver el índice de ese libro) y dijo las palabras. ¡Puf! La ventana ha
desaparecido, y Culvergast se ha quedado atrapado sólo Dios sabe dónde.
—Supongo que es posible. ¡Infiernos!, incluso resulta probable. Tiene razón,
realmente no sabemos nada de este asunto.
De repente, Krantz pareció asustado.
—Gilson, ¿y si…? Mire, si le resultó tan sencillo eliminar la ventana, si tiene esa
clase de control sobre el poder telequinésico, ¿qué le impide conseguir una ventana
que dé a nosotros? Quizá ahora nos estén observando tal y como nosotros les
observábamos a ellos. Ahora saben que estamos aquí. ¿Qué clase de ideas se les
puede ocurrir? Quizá necesitan carne. Quizá… Dios mío.
—No —dijo Gilson—. Imposible. Fue una pura casualidad que la ventana se
abriera sobre ese mundo. Culvergast no tenía más idea de lo que estaba haciendo que
la que tiene un chimpancé sobre el funcionamiento de una consola de ordenador. Si la
«teoría de los mundos posibles» es la explicación de todo esto, entonces el mundo
con el que dio es sólo uno entre un número infinito. Incluso si las criaturas de allí
saben como crear estas ventanas, tienen en contra un número infinito de posibilidades
a la hora de encontrarnos. Por no decir que les será imposible hacerlo…
—Sí, sí, por supuesto —dijo Krantz con voz llena de agradecimiento—. Por
supuesto. Podrían intentarlo eternamente y nunca nos encontrarían. Incluso si
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quisieran hacerlo. —Se quedó callado durante un segundo, pensando—. Y creo que
desearían hacerlo. El que destruyeran a Reeves fue un puro acto reflejo, algo que me
pareció involuntario como el mover la pierna cuando te golpean la rodilla. Sabiendo
que estamos aquí, ahora deben intentar alcanzarnos: si les he interpretado
correctamente, les resultará imposible hacer otra cosa.
Gilson recordó sus ojos.
—No me sorprendería nada —dijo—. Pero ahora lo mejor será que nosotros
dos…
—¡Doctor Krantz! —gritó alguien—. ¡Doctor Krantz!
En esa voz había el más absoluto terror.
Los dos hombres se volvieron en redondo. El soldado del cronómetro estaba
señalando algo con una mano temblorosa. Mientras miraban, algo blanco se
materializó en el aire sobre el borde del pozo, y luego cayó para aterrizar junto a un
objeto similar que ya había llegado al suelo. Apareció otro objeto; luego otro y otro.
Cinco en total, dispersándose sobre un área que no llegaría al metro cuadrado.
—¡Son huesos! —exclamó Krantz—. ¡Oh, Dios mío, Gilson, eso son huesos!
Su voz se estremecía a punto de caer en la histeria.
—Basta, cállese —gritó Gilson—. ¡Basta ya!
Corrieron hacia el lugar. El soldado ya estaba allí, en cuclillas, su rostro
extrañamente retorcido por el terror y las náuseas.
—Ése —dijo, señalando con el dedo—. Ése de allí. Ése es el que le arrojaron al
perro. Se pueden ver las marcas de los dientes. Oh. Jesús. Ése es el que le arrojaron al
perro.
«Entonces —pensó Gilson—, es que ya han hecho una ventana. Deben de saber
mucho sobre estas cosas para haberla conseguido tan rápidamente. Y ahora nos están
observando. Pero ¿por qué los huesos? ¿Para avisarnos de que no interfiramos con
ellos? ¿O es sólo una prueba? Pero, si es una prueba, entonces, ¿por qué los huesos,
de todas formas? ¿Por qué no un guijarro…, o un cubito de hielo? Para ver cuáles son
nuestras reacciones, quizá. Para ver qué haremos.
»¿Y qué haremos? ¿Cómo podemos protegernos contra esto? Si entre los rasgos
naturales de esas criaturas se encuentra el de cooperar entre ellas, entonces esa
encantadora familia no perderá ni un segundo para difundir la noticia por todo su
mundo, de forma que uno de estos días nos encontraremos con que un millón de esas
cosas habrán cruzado simultáneamente de un salto ventanas parecidas por toda la
Tierra, materializándose de repente, igual que una nube de enormes langostas
carnívoras, un enjambre que se alimentará con esa insensata voracidad hasta que
hayan convertido el planeta en un desierto de huesos. ¿Hay alguna protección contra
eso?».
Krantz había seguido un camino similar al de sus pensamientos.
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—Estamos en un apuro, Gilson, pero tenemos un pequeño factor de nuestro lado
—dijo con voz temblorosa—. Sabemos cuándo se abre esa maldita cosa, lo hemos
cronometrado exactamente. Washington tendrá que contarlo todo, tendrá que advertir
al mundo entero, que lo haga a través de las Naciones Unidas o algo parecido…
Sabemos en qué segundo exacto puede penetrarse por la ventana. Tendremos que
preparar un sistema de alarma, que cada comunidad humana del planeta haga sonar
una sirena o una campana cuando sea el momento. Suena la campana, todo el mundo
coge un arma y se pone alerta. Si las criaturas no han aparecido en cinco segundos, la
campana vuelve a sonar y todo el mundo vuelve a lo que estaba haciendo, hasta que
llegue el momento de la siguiente apertura. Podría funcionar, Gilson, pero tenemos
que trabajar rápido. Dentro de quince horas y…, sí, un par de minutos, se abrirá de
nuevo.
Quince horas y un par de minutos, pensó Gilson, luego cinco segundos de la más
horrible vulnerabilidad, y luego quince horas y veinte minutos de seguridad antes de
que llegue nuevamente el terror. Y así por… ¿cuánto tiempo? Era de suponer que
hasta la llegada de las criaturas, que quizá nunca tuviera lugar (¿quién sabía cómo
funcionaban sus mentes?), o hasta que el accidente de Culvergast pudiera ser
repetido, otra cosa que quizá no ocurriera nunca. Se preguntó si los seres humanos
podrían vivir bajo tales condiciones sin volverse locos; resultaba dudoso que la mente
pudiera mantener su coherencia cuando el único futuro previsible era una
interminable montaña rusa, que la haría bajar a largos valles de terror e incertidumbre
para luego hacerla subir violentamente a breves puntos más elevados de tranquilidad.
¿Seguirá funcionando la mente cuando sus únicas alternativas son una muerte
horrible, o una insoportable tensión que se prolonga para siempre? «¿Hay algún
modo —se preguntó Gilson—, de que la raza pueda vivir sabiendo que no tiene
asegurado ningún futuro más allá de las quince horas y veinte minutos siguientes?».
Y entonces, perdiendo toda esperanza, vio que no les quedaban quince horas y
veinte minutos, que ni siquiera se trataba de una hora, que ya no había tiempo para
nada. Al parecer, la ventana no era intermitente. Materializándose en el aire, de
repente se vio un desordenado montón de huesos y ropas hechas pedazos, igual que
un montón de basura arrojado despectivamente, que cayó al suelo y allí se quedó,
como un horrendo presagio.
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Insectos en ámbar
TOM REAMY
Tom Reamy (1935-1977) publicó por primera vez en 1974 al aparecer su relato
«Twilla» en el F&SF. En el momento de su muerte, que tuvo lugar en 1977, sus obras
le habían permitido ocupar una posición más que destacada en el campo de la
ciencia ficción y la fantasía, convirtiéndole en un escritor de inmenso talento. Su
relato «San Diego Lightfoot Sue» le hizo ganar el Premio Nebula en 1976, el mismo
año en que recibió el Premio John W. Campbell al mejor escritor novel de ciencia
ficción. Después de su muerte, sus relatos cortos fueron reunidos y publicados junto
con su única novela, Blind Voices (1978). «Insectos en ámbar» es un soberbio
ejemplo del estilo imaginativo de Tom Reamy, un relato electrizante que se inicia en
el escenario de una casa encantada, y se convierte luego en algo totalmente
distinto…
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La tormenta se formó en el sudoeste, convirtiendo el aire en una masa que tenía el
mismo color azul que las profundidades marinas, haciendo que la llanura pareciese el
lecho del mar. Los relámpagos se encendían y se apagaban en la oscuridad, cada vez
más cercana, causando fugaces reflejos entre el hervor de las nubes. El trueno, que
antes sólo había sido un gruñido lejano, no tardó en estallar incontrolable sobre la
pradera de Kansas.
Tannie y yo observábamos la espectacular exhibición por la ventanilla trasera de
nuestra nueva camioneta Buick. La lluvia nos seguía igual que una ola, un telón que
tuviera kilómetros y kilómetros de largo. Nos atrapó unos minutos después,
convirtiendo en noche el final de la tarde.
Mi padre lanzó un gruñido, encendió las luces y puso en marcha el
limpiaparabrisas. Detuvo la camioneta con mucho cuidado y, apoyándose en el
volante, contempló el aguacero. Los truenos estallaban a nuestro alrededor con un
seco crujido. Los relámpagos eran tan brillantes que dejaban un trazo blanco flotando
ante nuestros ojos. Las varillas del limpiaparabrisas iban de un lado a otro con inútil
alegría.
Tannie estaba sentada junto a mí, los ojos encendidos por la emoción. Tenía siete
años, y una de esas mentes curiosas y llenas de preguntas que ponen a ciertos adultos
entre la espada y la pared.
Habíamos empezado una de esas vacaciones de las que tanto les gusta hacer
publicidad a los fabricantes de coches, los propietarios de moteles, los dueños de
complejos turísticos, las compañías de neumáticos, la cadena Howard Johnson y los
vendedores de curiosidades de la carretera 66. Habíamos cargado la camioneta hasta
los topes, y nos disponíamos a pasar tres semanas de viaje que nos dejarían el trasero
entumecido. Esa mañana habíamos salido de Lubbock (mi padre era profesor de
literatura inglesa en la Universidad Técnica de Texas), y teníamos planeado cruzar
Kansas, Nebraska y Dakota del Sur, subiendo luego hasta Wyoming y Yellowstone,
para volver a casa cruzando Colorado. No era el tipo de vacaciones que yo habría
planeado, aunque tampoco me disgustaban.
Tenía quince años, no me faltaba mucho para cumplir los dieciséis y, si me
hubieran dejado elegir sin peligro de sentirme culpable, probablemente me habría
quedado en Lubbock para no hacer nada y divertirme con mis amigos. Pero dado que
tenía una relación especial con mi familia, el viaje no era ningún sacrificio.
Habíamos planeado llegar a Dodge City al anochecer, pero la lluvia daba la
impresión de no estar de acuerdo en ello. Papá nos hacía avanzar a unos treinta
kilómetros por hora, pues apenas si podía ver la carretera. Las cosas fueron así
durante un rato, hasta que nos encontramos detrás de otro par de vehículos que
todavía iban más despacio. Teníamos delante un Firebird rojo con matrícula de
Arizona, y él tenía delante un viejo camión. Papá no intentó adelantar, y el Firebird
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también parecía conforme en quedarse donde estaba.
Mamá entrecerró los ojos, examinando el mapa de carreteras de la Exxon.
—El pueblo siguiente es Hawley, pero parece bastante pequeño —dijo—. Tiene
como señal un círculo abierto, lo cual quiere decir… —desdobló el mapa—, ah…,
menos de mil habitantes.
—Esperemos que no sea demasiado pequeño para tener un motel —dijo papá,
abandonando la idea de llegar a Dodge City esta noche.
—Me da igual que tenga motel —trinó Tannie—. Sólo espero que tenga algún
sitio donde comer.
Estaba sentada con la nariz pegada a la ventanilla, nublando el cristal con su
aliento y haciendo dibujos en él.
—¿Comer? —Me reí—. Hoy has comido lo suficiente para matar a un caballo.
Sabía que realmente tenía hambre, pero a ella le gustaba que yo bromeara y le
tomara el pelo.
Tannie se apartó de la ventanilla y me examinó con frialdad, pero con un destello
burlón en sus ojos. Yo sabía perfectamente que iba a soltarme una réplica
devastadora. Se reclinó en el asiento y cruzó los brazos.
—En este asiento hay cierto exceso de rivalidad entre hermanos —dijo, con aires
de gran dama.
Lancé un gemido. Siempre estaba diciendo ese tipo de cosas. Mamá y papá se
rieron. Me di cuenta de que los labios de Tannie empezaban a temblar levemente. No
sería capaz de mantener esa expresión altiva durante mucho tiempo.
—Es culpa tuya, Ben —dijo papá con una risita—. Jamás tendrías que haberle
dicho que era muy precoz.
—Ajá. —Tannie sonrió—. Lo miré en el diccionario.
—Uh, oh —murmuró papá.
Dejó de reírse y redujo todavía más la velocidad de la camioneta. Yo me apoyé en
el respaldo de su asiento, y miré por encima del hombro de mamá. Delante de
nosotros el camino estaba bloqueado por una barrera de madera con luces
intermitentes de color ámbar. Dos coches se habían parado ya ante ella: un
Volkswagen amarillo y un elegante sedán oscuro que podía ser un Chevrolet. El
camión se detuvo detrás del sedán, el Firebird se detuvo detrás del camión, y nosotros
nos detuvimos detrás del Firebird. Todo el mundo se quedó quieto y tuvo derecho a
una pequeña sesión de estirar el cuello, hasta que un hombre con impermeable salió
del VW por el lado opuesto al conductor.
Fue rápidamente hacia el sedán, al parecer con la intención de meterse en él sin
ningún comentario, pero el tipo del camión asomó la cabeza por la ventanilla y dijo
algo. El hombre del impermeable vaciló, me pareció que de bastante mala gana, y
luego fue hacia el camión y empezó a hablar.
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—Supongo que lo mejor será que salga a echar un vistazo para saber qué pasa —
dijo papá con un suspiro de resignación.
—Charles, te quedarás empapado.
Papá se dio la vuelta en el asiento.
—Ben, ¿puedes llegar hasta el paraguas de allí atrás?
Me puse de rodillas en el asiento y rebusqué por entre la confusión de maletas,
mantas y cajas de cartón llenas de nadie sabía qué, así como todo tipo de trastos que
habíamos traído para las vacaciones. Finalmente, logré encontrarlo y se lo di. Cuando
papá salía de la camioneta para exponerse a la lluvia, una chica salió del VW también
con un paraguas. Se encontraron en el camión. Entonces, un tipo bajó del Firebird y
se les unió. La cosa se estaba convirtiendo en una convención.
Los cuatro se quedaron inmóviles bajo el diluvio, hablando, agitando los brazos y
señalando hacia un lado y hacia otro. Quienes más se agitaban eran el tipo del sedán y
el del camión. Ése era el más listo; estaba a cubierto de la lluvia. Un rato después el
grupo se dispersó.
—Tenemos que tomar por un desvío —dijo papá cuando hubo entrado de nuevo
en la camioneta.
—¿Qué pasa? —preguntó mamá.
—La autopista se ha inundado allí delante.
—¿Pudiste verlo?
Tannie siempre se animaba ante las primeras señales de un desastre.
—No. La chica del Volkswagen dijo que un patrullero con un impermeable
amarillo le había explicado que el camino estaba inundado. La hizo parar, y luego
apareció el viejo caballero del sedán. Parece que se conocen.
—¿Dijo si el desvío era seguro? —preguntó mamá, contemplando la lluvia con un
pequeño fruncimiento del entrecejo.
—No lo sé. Parece que el patrullero se ha esfumado. El tipo del camión vive por
aquí. Dijo que el desvío no era peligroso.
Tannie empezó a dar botes en su asiento.
—¿Verdad que es emocionante? —preguntó con voz chillona.
—No te lo parecerá tanto si tenemos que pasar la noche en la camioneta,
atascados en cualquier sitio por culpa del fango —contesté yo.
Papá torció el gesto.
—Ni pensar en eso, Animoso Charlie —dijo, y arrancó.
El sedán rebasó al VW y giró hacia la izquierda por un camino de grava que se
unía a la carretera en el punto donde estaban las barreras. El VW le siguió, después
pasó el camión, luego el Firebird y detrás nosotros. Era igual que una caravana de
camellos. El camino no era malo, sólo un poco irregular y tenía montones de charcos.
Me di la vuelta en el asiento y miré hacia la carretera, pero ya no pude ver las
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luces intermitentes. Teníamos que haber subido de nivel, aunque no me había dado
cuenta de que fuera así. También me pareció ver los faros de un coche yendo por la
carretera, pero con la lluvia no podía estar seguro. Habría sido un relámpago.
Mamá y papá no hablaban entre ellos. Cuanto más nos alejábamos de la autopista,
más oscuro parecía volverse todo. Mamá vigilaba el camino nerviosamente, y papá
estaba muy concentrado en la tarea de conducir. Incluso Tannie estaba callada, para
variar. Tenía nuevamente la nariz pegada a la ventanilla, intentando ver algo con el
frecuente resplandor de los relámpagos. No sé qué distancia llegamos a recorrer.
Probablemente, me pareció más larga de lo que era en realidad porque nos movíamos
muy despacio.
Un rato después pegué también la nariz a la ventanilla y miré hacia fuera. No sé si
era una coincidencia o no, pero la cosa no habría salido mejor ni aunque la hubiera
preparado Alfred Hitchcock para una de sus películas. Se oyó un trueno increíble, y
el relámpago duró un espacio de tiempo que parecía inexplicablemente prolongado.
Vi una casa situada a unos cuarenta y cinco metros del camino, en lo alto de una
pequeña loma. Parecía ser muy antigua, y tenía la forma de una caja con montones de
chimeneas bastante altas, gabletes y una torre en una esquina. El relámpago se
desvaneció lentamente, y yo volví la cabeza para no perder la casa de vista, pero el
relámpago no se repitió.
Papá detuvo la camioneta y yo me di la vuelta. Los demás vehículos de la
caravana también se habían parado, con sus pilotos de freno encendiéndose y
apagándose.
—¿Crees que alguien se ha quedado atascado en el barro? —me preguntó Tannie
con un leve temblor de oculto deseo bajo su pregunta.
Creo que le gustaría ser atacada por tigres sólo para ver cómo era la cosa.
—Esperemos que no —gruñó papá.
Alguien hizo sonar su bocina delante de nosotros.
—Creo que están convocando otra reunión —dije yo.
—Parece que tienes razón.
Papá cogió el paraguas.
Apoyé los brazos en el respaldo del asiento y les vi rodear de nuevo el camión.
Entonces la lluvia aflojó un poco, y gracias a los faros del sedán pude ver una lámina
de agua fangosa cubriendo el camino. En sus remolinos giraban escombros y basura,
hierbajos y ramas de árbol.
Después de un rato se dispersaron, y papá volvió a la camioneta, luchando con el
paraguas.
—Este camino también se ha inundado —anunció con voz abatida—. Tendremos
que dar la vuelta y regresar.
—No me parece que haya sitio para dar la vuelta. Te podrías quedar atascado en
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la cuneta —dijo mamá, como si no pasara nada.
Estaba preocupada pero no lo demostraba; no quería que Tannie y yo nos
asustáramos.
—Según el tipo del camión, acabamos de pasar, cita, la vieja mansión de los
Weatherly, fin de la cita. Se supone que debemos dar marcha atrás y girar cuando el
camino se haga un poco más ancho.
—Sí —dije yo—, la he visto. Parecía algo salido de una película de terror.
—Soberbio —gimió papá.
—¡Quiero verla! —chilló Tannie y trepó sobre mí, pegando su cara al frío y
húmedo cristal de la ventanilla.
—¡Ten cuidado! —gruñí yo—. Tienes las rodillas muy huesudas.
—Bueno, mantened la calma ahí atrás —dijo papá, pero estaba sonriendo.
Hizo retroceder la camioneta lentamente, mirando por encima del hombro.
—¿Puedes ver el camino? —le preguntó mamá.
—A decir verdad, no.
Torció el gesto.
A papá le había tocado la peor parte. Los demás podían ver algo gracias a las
luces del vehículo que tenían detrás. Tannie y yo habíamos pegado nuevamente la
nariz a la ventanilla, esperando que apareciera la casa. El relámpago llegó justo a
tiempo. Tannie lanzó un leve suspiro de aprobación.
Papá frenó con una leve sacudida. Las luces de los pilotos de freno se fueron
encendiendo en una secuencia a lo largo de la hilera. Papá se irguió en el asiento, y
examinó atentamente el camino con el entrecejo levemente fruncido. Una pequeña
alcantarilla de cemento cruzaba la cuneta llena de agua, aunque daba la impresión de
que la mayor parte del agua parecía discurrir por encima de ella y no por debajo.
Miró a mamá. Ella miraba el agua. Papá se encogió de hombros, tamborileó
rápidamente con las uñas sobre el volante y avanzó con cuidado.
El morro de nuestra camioneta se habría desplazado apenas un metro cuando, de
repente, cayó de lado y nos encontramos casi metidos en la cuneta.
—¿Nos hemos quedado atascados en el barro? —preguntó Tannie con una
inocencia algo empalagosa.
—No me sorprendería lo más mínimo.
Papá puso la marcha atrás e intentó salir de la cuneta. Los neumáticos gimieron, y
la parte trasera avanzó un poco hacia el camino. Papá apagó el motor, y se reclinó en
el asiento dando un bufido.
—Parece que ha llegado el momento de otra conferencia —dije, viendo que los
demás convergían hacia nosotros.
—No te hagas el listo —gruñó él. Cogió el paraguas y salió de la camioneta. Yo
me desplacé hacia el otro lado y bajé la ventanilla para poder oír—. Lo siento, amigos
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—dijo papá.
—Mala suerte, señor Henderson.
Ése era el tipo del Firebird. Aparentemente, en la conferencia anterior hubo unas
cuantas presentaciones.
La chica del Volkswagen amarillo era Ann Callahan. Tenía unos veinte años, y
era absolutamente preciosa. Ésa era la primera ocasión que tenía para verla bien. Una
vez lo hice, no conseguí apartar los ojos de ella.
El hombre mayor del sedán era el profesor Philip Weatherly. Sí, eso es:
Weatherly, igual que en «la vieja mansión Weatherly». Tenía unos sesenta años y una
expresión amable aunque ligeramente despistada. Sin darme mucha cuenta de ello
también percibí cierta tensión nerviosa, pero no me sorprendió dadas las
circunstancias.
Carl Willingham era el conductor del camión. Tendría unos cincuenta años, el
vientre levemente hinchado de un bebedor de cerveza, y un cigarro al que no paraba
de darle vueltas entre los labios. Llevaba botas y un sombrero Stetson oscurecido por
el sudor. Pensé que le habrían mandado los de la agencia, como intérprete secundario.
El tipo del Firebird era Poe McNeal. Tendría unos veinticinco años, el rostro
animado y la sonrisa fácil. Su cuerpo era fuerte y musculoso, y los rasgos eran más
agradables que hermosos. Me gustó inmediatamente.
Ann Callahan y Carl Willingham fueron hasta la parte delantera de la camioneta,
acercándose tanto como les era posible sin meterse en el agua, y examinaron las
ruedas cubiertas de barro.
—No fue culpa suya, señor Henderson —dijo ella con una voz que produjo unos
extraños efectos en mi interior—. La cañería está atascada, y apenas si hay sitio para
la suspensión.
Los demás se acercaron para comprobarlo.
—Quizá pudiéramos meter algo bajo las ruedas para darles un poco más de
tracción —sugirió Poe McNeal.
—No servirá de nada —gruñó Carl Willingham—. Este vehículo es demasiado
pesado y se ha hundido mucho. Hará falta una grúa.
El agua marrón giraba en pequeños remolinos alrededor del parachoques.
—Estupendo —dijo papá—. ¿Y cómo se consigue una grúa?
—Supongo que podríamos esperar hasta que venga otro coche y hacer que fuera a
buscarla —contestó Poe sin mucha convicción.
—¿Cómo darán la vuelta? —Siempre se podía confiar en papá para que pusiera el
dedo sobre la llaga—. Antes de que termine la noche podemos tener trescientos
coches atascados aquí.
Poe sonrió.
—Los conductores de las grúas estarán encantados.
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—¿Qué hay de esa casa? —preguntó papá, entrecerrando los ojos para ver mejor
entre la lluvia.
Un relámpago y el redoble de un trueno puntuaron su pregunta. Demasiado fácil;
más típico de William Castle que de Alfred Hitchcock.[1]
—Vi unas cuantas chimeneas. Puede que allí dentro tengan un fuego ante el que
podamos secarnos y entrar en calor.
Ésa era Ann.
Carl contempló la colina con expresión de disgusto.
—Nadie ha vivido en esa casa en cincuenta años. Lo más probable es que esté a
punto de caerse.
El profesor Weatherly habló por primera vez.
—Supongo que soy el propietario. Tienen mi permiso.
En su voz había una tensión parecida a la de quien esconde una carta en su
manga.
El entrecejo de Carl se hizo más acusado.
—Creo que no me gustaría mucho pasar la noche en esa casa.
—¡No me digas que está encantada! —exclamó Poe, intentando que no se le
notara el entusiasmo.
—No lo sé, la verdad —respondió Carl sin el menor rastro de humor en su voz—,
aunque he oído decir ciertas cosas.
El profesor miró a Carl con un leve fruncimiento del entrecejo, como si se hubiera
equivocado al mirar una de sus cartas.
—Traeré una linterna —dijo papá y abrió la puerta de la camioneta. Metió el
cuerpo dentro, intentando cubrirse al mismo tiempo con el paraguas—. Ben, dame la
linterna. —Miró a mamá—. Vamos a comprobar si esa casa está en condiciones para
pasar la noche allí.
Mamá asintió y examinó la oscuridad, intentando ver algo en ella.
Logré sacar la linterna, perdida detrás del asiento.
—¿Puedo ir contigo?
—No, no puedes. Si no está en condiciones, no hay razón para que te mojes.
—¡Oh, cuernos! —dije yo.
—Nada de cuernos. —Luego sonrió—. Anda, ven.
Cogí otro paraguas de la cornucopia que había tras el asiento trasero y salí de la
camioneta. Poe estaba apoyado en la ventanilla del Firebird explicando lo que pasaba
a los demás. Unos instantes después empezamos a subir por la colina hacia la casa.
Con la oscuridad, la lluvia y lo difícil que era ver donde poníamos los pies,
ninguno de nosotros le hizo mucho caso al edificio hasta que hubimos llegado al
viejo porche que circundaba tres de sus lados. Cuando nos encontramos fuera de la
lluvia, miramos a nuestro alrededor sin decir nada. La casa había sufrido un poco a
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causa de las inclemencias del tiempo, y le hacía falta urgentemente una mano de
pintura, pero desde luego no era lo que uno llamaría una ruina. En lo alto del porche
faltaban unas cuantas tejas, y cuando lo pisabas oías ciertos crujidos en los tablones
del suelo, pero he visto a gente viviendo en sitios mucho peores.
Papá miró a los demás y abrió la gran puerta principal que tenía un farol encima.
Movió su linterna en un arco, y todos nos apiñamos formando un grupo a su espalda.
Mi brazo golpeó el cuerpo de Ann, y ella me sonrió. No era más que una de esas
sonrisas amistosas y sin significado que diriges a los desconocidos, pero sentí que me
ardía el rostro.
Nos encontrábamos en un gran vestíbulo, como percibí unos instantes después.
Una espaciosa escalera de caracol llevaba hasta la parte trasera del segundo piso.
Todo estaba limpio y no había polvo. La alfombra que se extendía por el centro del
vestíbulo y subía luego por la escalera tenía los colores un tanto apagados, pero se
encontraba en buen estado. Las cortinas de encajes que adornaban las ventanas
situadas a cada lado de la puerta se habían vuelto algo amarillentas a causa del
tiempo, pero se veían limpias. De repente, un gran reloj de péndulo situado en lo alto
de la escalera emitió un chirrido y dio seis campanadas. Todos nos quedamos
mirándolo, casi sin respirar, hasta que hubo terminado.
—¿Cuándo llega Vincent Price? —murmuró Poe.
—¿Qué? —preguntó Ann, volviendo bruscamente la cabeza hacia él.
—Nada.
Sonrió.
Papá miró a Carl.
—¿Está seguro de que esto lleva años vacío?
Él se encogió de hombros estoicamente.
—Siempre pensé que estaba vacío. Debo haberme equivocado.
Entramos en la sala de estar (aunque imagino que en esos tiempos la llamaban
salón), situada a la izquierda del vestíbulo.
—Si todo esto le pertenece, profesor —dijo Ann en voz baja—, debería saber si
alguien ha estado viviendo aquí.
Él parecía sinceramente confuso.
—El señor Willingham tiene razón. Nadie ha vivido aquí en cincuenta años.
Cuando estuve en la casa por última vez, hace treinta y cinco años, contraté a un
hombre para que cuidara del lugar. Parece que ha estado cumpliendo muy bien con su
trabajo.
La sala de estar/salón estaba perfectamente amueblada con ese estilo pesado y
carente de gracia de los años veinte. Todo estaba limpio pero, aun así, no daba la
impresión de que nadie viviera allí; parecía más bien una exposición de mobiliario;
un decorado teatral que se había mantenido impecablemente conservado para una
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compañía que nunca llegó.
—Hay madera para la chimenea —dijo papá, y se le iluminó el rostro—. Temía
que fuera necesario quemar los muebles.
Poe arrugó la nariz.
—No se perdería gran cosa.
El profesor pareció salir de su aturdimiento.
—¿Por qué no hacen venir a los otros y cogen de los vehículos lo que pueda hacer
falta? Mientras, el señor Willingham y yo encenderemos el fuego.
Volvimos a meternos bajo el diluvio, y avanzamos chapoteando de regreso a los
coches. Ann me sonrió cuando bajábamos los peldaños del porche. Me salté uno de
los peldaños y tuve que agarrarme a la barandilla. ¡Maldición!
Cuando volvimos con las maletas y todo lo que podíamos llevar, Weatherly y Carl
ya tenían en marcha una crujiente hoguera. Eso y la media docena de lámparas de
queroseno esparcidas por la habitación casi lograban hacerla parecer alegre. Entramos
en ella con bastantes tropezones y confusión, quitándonos impermeables y dejando
paraguas en el suelo, mirando a nuestro alrededor sin saber muy bien lo que debíamos
hacer. Todo el mundo estaba alegre, nervioso y parecía ver el asunto igual que una
aventura.
—Esto es soberbio —dijo Linda McNeal, encantada—. Me esperaba arañas y
ratas.
La mujer de Poe tenía veintidós años, era rubia, de tez rosada y guapa…, y estaba
embarazada. Poe la ayudó a quitarse el impermeable. Linda me gustaba tanto como
Poe.
—O eso o que algún granjero lo estaría usando para guardar el heno.
Ése había sido Judson Bradley Ledbetter, conocido profesionalmente como Jud
Bradley; Ledbetter parecía un poco demasiado provinciano. Resultaba bastante fácil
ver que era hermano de Linda. También era rubio, de tez rosada y guapo, pero había
en él una cierta oscuridad oculta que no tenía Linda. Me pareció que vestía con
demasiado atildamiento y, obviamente, le había robado los zapatos a Carmen
Miranda.
—¿Dónde están los fantasmas? —preguntó Tannie, dispuesta a ir directamente al
grano.
—No salen hasta la medianoche —dije yo, muy serio.
—Basta ya, Ben —dijo mamá—. Sabes perfectamente que se cree cuanto dices.
—¿Estás bien, cariño? —preguntó Poe a su esposa—. Debes cuidarte, nada de
coger frío.
—Pues tú parece que hayas estado nadando con la ropa puesta.
Sonrió.
—Estaba esperando a que Fred McMurray apareciera remando en una canoa.
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—¡Vinieron las lluvias! —exclamó alegremente Linda.
—¡Correcto!
Mamá no era de las que se cruzan de manos ante esos pequeños problemas.
—Tengo unas cuantas toallas en las maletas —dijo, y cogió varias.
Entregó una a Linda.
—Gracias —le sonrió Linda—. Sólo se me ha mojado el pelo y los pies.
—¿El primero? —preguntó mamá.
—Sí. Resulta maravilloso, ¿verdad?
—Sí, lo es. —Mamá se rió—. Yo me sentí igual cuando tuve a los míos. Venga,
siéntese junto al fuego y quítese los zapatos.
Ella y Poe arrimaron una de las sillas al fuego y empezaron a ocuparse de Linda.
Luego mamá me entregó una toalla a mí y otra a Tannie, dándonos instrucciones para
que secáramos cuanto se hubiera mojado.
Teniendo ahora algo que hacer, mamá funcionaba a toda velocidad. Supongo que
ésa es una de las razones por las que es tan buena como esposa de un profesor
universitario. Hay montones de mujeres que no pueden soportarlo. He visto a mujeres
perfectamente estables con ojos vidriosos ante la sola idea de asistir a otro té
universitario, y a esposas de profesores agregados considerando seriamente la
posibilidad de meter sus cabezas en el horno después de que se las haya cortado la
mujer de un catedrático, delicadamente y sin ninguna herida visible, por supuesto.
Mamá dice que una esposa de profesor universitario debe tener un cuarto de
azafata, otro cuarto de pinche de cocina, otro cuarto de diplomática, otro de agente
secreto y un ciento por ciento de santa.
—Si todo el mundo está bien instalado —dijo el profesor, en su papel algo
reluctante de jefe de náufragos—, iré por mis maletas. También tengo algo de
comida.
—Iré con usted —se ofreció papá—. Tenemos café en la camioneta.
—Gracias —dijo Weatherly—. Hay un hornillo en la cocina, pero me temo que
no tenemos agua caliente.
—Clare, ¿quieres calentar un poco de agua? —preguntó papá—. Volveremos de
inmediato.
—Por supuesto.
Se fueron; los demás nos dedicamos a ponernos lo más cómodos posible. Cogí
calcetines secos de la maleta para Tannie y para mí. Mamá y Poe seguían
revoloteando alrededor de Linda. Carl Willingham y Judson Bradley Ledbetter hacían
turnos delante del fuego para secarse. Jud no tardó en cansarse, y fue a otra
habitación para ponerse ropas secas, tras hurgar largo tiempo en su abundante
equipaje.
—¿Cuándo le toca? —preguntó mamá, que todavía no había agotado por
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completo el tema de las criaturas.
—Dentro de cinco semanas —dijo Linda.
—Íbamos a visitar a los padres de Linda, en Wichita, antes de que estuviera
demasiado adelantada para viajar. —Poe sonrió con la orgullosa y algo sorprendida
sonrisa del futuro padre—. Vivimos en Flagstaff.
—Oh, Poe —gimió Linda—. Se preocuparán tanto cuando no aparezcamos… Se
supone que llegaremos a las ocho.
—Lo sé, cariño, pero no podemos hacer nada al respecto.
—¿Quiere una manta?
Mamá le entregó una antes de que ella pudiera responder.
—Gracias, señora… —Se rió—. No sé cuál es su nombre.
—Clare Henderson. Supongo que deberíamos empezar por eso. El que ha salido
ahora mismo en busca de café era mi esposo, Charles. Mi hijo, Ben, y mi hija,
Tannie.
Cuando te presentan a desconocidos todo el mundo siente un leve escalofrío de
nervios, y así les ocurrió. Salvo a mí. Yo estaba mirando a Ann Callahan, que había
entrado en la habitación tras hacer una pequeña ronda exploratoria.
—Mi nombre es Tania Henderson —proclamó Tannie con orgullo—. Por mi
abuela.
—Es un nombre precioso —dijo Ann, acercándose a nosotros.
—Muchísimas gracias —contestó Tannie, sonriéndole.
—No hay de qué —dijo Ann, devolviéndole una sonrisa tan radiante como la
suya—. Me llamo Ann Callahan. De Albuquerque.
—Poe McNeal. No pienso decir de qué es abreviatura Poe. Mi esposa, Linda.
—El de allí dentro es mi hermano —dijo Linda, ladeando la cabeza hacia la
puerta cerrada—, Jud Ledbetter. Vive en Hollywood.
Mamá levantó las cejas en una expresión interrogativa.
—¿Es actor? Me parece lo bastante guapo para serlo.
La boca de Linda se estremeció con el esfuerzo que hizo para contener una
sonrisa.
—Probablemente le dirá que lo es —le contestó—, pero es modelo. Quizá
reconozca usted su nuca. —La sonrisa acabó abriéndose paso y Poe lanzó una risita
—. Ha salido en montones de anuncios, pero la cámara enfoca siempre el reluciente
cabello de la chica y sus brillantes incisivos libres de toda cavidad. Todo lo que se ve
de Jud es su nuca. Si tiene ganas de escuchar un selecto relato sobre la dudosa
parentela de los productores y directores de anuncios para la televisión, sólo tiene que
sacar el tema.
Ella y Poe lucharon para no reír a carcajadas.
—¿Por qué se ríen? —preguntó mamá, confundida—. Yo creo que tiene mucha
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suerte.
—Oh, sí, la tiene —dijo Poe, logrando controlarse por fin—. Hace dinero a
montones…, mucho más de lo que ganaré yo nunca. Verá, señora Henderson, Jud,
Linda y yo crecimos juntos en Wichita. Jud y yo estábamos en el mismo curso.
Sencillamente, nos resulta difícil tomarle en serio. Le conocemos demasiado bien.
Poe empezó a tirar de sus ropas empapadas, intentando despegarse la tela de la
piel.
—Si me disculpa, seguiré el ejemplo de mi apuesto cuñado y me pondré algo
seco.
Estuvo hurgando en una maleta y fue a reunirse con Jud.
—Me parece que su esposo y su hermano no se llevan demasiado bien —dijo
mamá.
—No, no es eso —dijo Linda, envolviéndose mejor los hombros con la manta—.
Apenas si se han visto desde la escuela, y Jud ha cambiado mucho desde entonces.
Creo que Hollywood se le ha subido a la cabeza. No es nada serio. Jud se da aires,
eso divierte a Poe, y el que Poe se divierta irrita a Jud.
—¿Le gustaría ayudarme a hervir agua? —preguntó mamá a Ann, acordándose de
pronto del encargo.
—Claro —dijo ella.
Cogieron una lámpara y se fueron en dirección opuesta a Jud y Poe.
—Me pregunto cuándo leerán el testamento —dijo Poe al volver.
—¿Eh? —pregunté yo, pensando todavía en Ann.
—En las películas —me explicó—, cuando un grupo de gente se reúne en una
vieja mansión tan aterradora como ésta, suelen leer un testamento. Pero siempre hay
la cláusula de que deben pasar la noche allí. Y después de eso, los beneficiarios son
asesinados uno por uno.
—Poe… —Linda frunció el entrecejo—. No hables de ese modo. Asustarás a
Tannie.
—Nada la asusta —dije yo.
—¡Nada de nada! —afirmó ella.
—O eso —siguió explicando Poe, sin hacer caso de su mujer—, o son atraídos
hasta allí por un misterioso anfitrión que luego los asesina uno tras otro.
—El invitado número trece o Y no quedó ninguno —dije yo.
—Uh, oh. —Linda se rió—. Poe ha encontrado un alma gemela.
—¿Qué? —pregunté yo, ofreciendo otro ejemplo de mi brillante repertorio de
contestaciones.
—Poe y Linda siempre se están haciendo preguntas sobre viejas películas —dijo
Jud con una más que notable condescendencia en su tono—. Si no saben la respuesta,
el otro se anota un punto.
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—Es un juego que practicamos durante los viajes para pasar el tiempo —dijo Poe,
y sus ojos se entrecerraron de forma casi imperceptible.
—¿Puedo jugar? —pregunté.
—Claro —contestó Linda, riéndose—. No soy gran cosa como oponente.
—Cuidado, jovencito. —Poe sonrió—. Te enfrentas a una auténtica maestra.
—De acuerdo, me toca —dijo Linda, poniéndose muy seria—. Veamos. Ah…,
¿cuántas veces se casó Scarlett O’Hara?
Poe se volvió hacia mí con una burlona mueca de exasperación en el rostro.
—Ya ves qué gran contrincante tengo. ¿Sabes cuál es la respuesta a eso?
—Claro. —Sonreí—. Tres veces.
—Ningún punto para Linda —canturreó. Linda le sacó la lengua—. De acuerdo
—dijo él, preparando alguna pregunta realmente difícil—, ¿qué famosa estrella de
películas del Oeste de segunda fila interpretó un papel romántico con Greta Garbo?
Y se echó hacia atrás con una sonrisa de satisfacción.
Linda le miró con suspicacia.
—Te la estás inventando.
—No, nada de eso —se rió.
—Johnny Mack Brown —murmuró Jud.
En el rostro de Poe apareció la expresión de quien ha sido abyectamente
traicionado cuando menos se lo espera.
—¿Cómo lo sabías? —gimió.
Jud enarcó sus pálidas cejas.
—¿Quieres decir que he acertado? Me limité a soltar el nombre más improbable
que se me ocurrió.
—Yo habría probado con Lash LaRue —dijo Linda, muy seria.
Cuando papá y el profesor Weatherly volvieron, los cuatro nos estábamos riendo.
El profesor llevaba una maleta y una de esas cestas que se usan para las excursiones
campestres. Papá llevaba una caja de cartón con café instantáneo, vasos de plástico,
azúcar, leche en polvo y unas cuantas cosas más. Estábamos ayudándoles a sacarlo
todo cuando aparecieron mamá y Ann, con cara de satisfacción.
—El agua está lista —anunció mamá—. Con un poco de ingenio aborigen,
intuición femenina y montones de suerte, logramos averiguar cómo funcionaba ese
viejo hornillo de queroseno.
—Profesor —dijo Ann, el entrecejo algo fruncido—, ¿su vigilante vive en la
casa? En la cocina hay comida. No mucha, y casi toda en latas de conserva.
—No lo sé —contestó él, pareciendo confundido—. El hombre que contraté vive
en Hawley con su mujer.
—Puede que alguien haya decidido instalarse en la casa de forma ilegal —
aventuró Jud.
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—No será nadie de por aquí —dijo Carl con seguridad—. La gente de Hawley no
se acerca por estos alrededores.
—Pues usted está aquí, señor Willingham —señaló mamá—. ¿Ha cambiado de
opinión en cuanto a que el lugar esté encantado?
—Nunca dije que estuviera encantado —contestó él con tono flemático—. Sólo
dije que la gente habla de ello.
Lo que ocurrió entonces es difícil de explicar. Poe y yo habíamos vuelto junto a la
chimenea, con Linda. Yo estaba sentado en una silla al lado de Linda, y Poe estaba
sentado en el suelo con los brazos alrededor de las rodillas. Todos los demás se
encontraban junto a una mesa situada a unos tres metros de distancia, sacando lo que
el profesor había traído en su cesta. Yo estaba pensando que seguramente debía de
tener alguna razón para haber traído tal cantidad de comida.
Lo sentí venir antes de que me golpeara, pero me quedé tan sorprendido que fui
incapaz de hacer nada para protegerme.
Hubo un impacto. Luego una presión, una presión tal que me dejó sin aliento. Si
hubiera estado de pie, creo que me habría caído.
Mi cabeza se desplomó contra el respaldo del asiento. Seguramente no duró más
de un segundo, pero el frío residuo que el miedo dejó en mi cuerpo era abrumador. El
miedo era dulce y fresco, como si una helada corriente de agua azucarada corriera por
mis venas.
Se me cerraron los ojos y empecé a temblar de forma incontrolada. Tenía los
brazos tan débiles que no podía levantarlos. Nunca había conocido un miedo tan
grande.
Pero no era mío.
Un segundo eterno y se esfumó, la presión y la presencia se fueron tan de repente
como habían llegado.
Podía oír lo que estaban diciendo todos, voces diminutas que sonaban muy lejos;
y sabía lo que estaban haciendo, sin verles con mis ojos.
En ese segundo helado, Ann dio un respingo y miró rápidamente a su alrededor,
buscando una fuente. ¿De qué? Todo el mundo dejó de hablar y la miró; el profesor
Weatherly lo hizo con un interés que me resulta imposible explicar.
Y entonces Linda me miró.
—¡Señora Henderson! —gritó—. ¡A Ben le pasa algo!
Todo el mundo se acercó, salvo Jud y Carl. Ann estaba temblando. La ayudaron a
sentarse. Tannie me miraba con los ojos abiertos como platos. Mamá y papá se
arrodillaron a mi lado. Mamá me puso las manos en la cara, fría y pegajosa a causa
del sudor.
—Cariño, ¿qué pasa?
Intenté abrir los ojos, pero los párpados se movían igual que las alas de una
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mariposa, y no lograba enfocar la mirada.
—¡Ben! —dijo papá, su voz enronquecida por la tensión y lo preocupado que
estaba—. Hijo, di algo.
—¿Mamá? —sollocé yo.
No me daba vergüenza. Bastante agradecido estaba con no gritar.
Mamá me rodeó los hombros con su brazo y me apretó contra su seno,
abrazándome como si yo tuviera dos años de edad. Papá había puesto su mano sobre
mi nuca. Me abrí a ellos, dejando caer todas las barreras. Absorbí su amor, la
compasión y lo preocupados que estaban por mí. Me bañé en esos sentimientos, nadé
en ellos, dejé que me ahogaran. Dejé que su calor corriera por todo mi cuerpo,
expulsando el frío del miedo.
—¿Qué ocurre, Ben? ¿Te sientes mal? —me preguntó mamá con voz muy suave.
—Oh, mamá, había tanto miedo… —gemí yo contra su hombro.
—¿Había? ¿Quién tenía miedo? —preguntó papá, confundido.
Mis ojos se centraron en Ann, que se asomaba por encima del hombro de mamá.
Me estaba mirando y en su mirada había sorpresa y comprensión. Pero su sorpresa no
era mayor que la mía. Weatherly la miraba a ella y luego a mí, y luego volvía a
empezar, como un búho que ha recibido un susto. Entonces me di cuenta de que todos
los demás también me estaban mirando, y me sentí un poco incómodo. Aparté los
brazos de mamá y me apoyé en el respaldo de la silla, porque no estaba muy seguro
de si podía levantarme. Pero no aparté los ojos de Ann.
—No lo sé, papá —dije, intentando responder a su pregunta—. De repente,
sentí…, sentí…, era como si me hubieran dejado sin aliento de un golpe…, y…,
había tanto miedo.
—Eso es lo que yo sentí…, sólo que no tan fuerte —dijo Ann con voz tranquila.
Muy despacio, en un gesto lleno de duda, Tannie cogió mi mano entre sus dedos,
y me miró con los ojos muy abiertos y asustados. Sonreí y le guiñé el ojo. Su
pequeño rostro pareció explotar, y me devolvió la sonrisa. Mamá estaba mirando a
Ann.
—¿Te encuentras mejor, Ann?
—Sí, estoy perfectamente.
De pronto, Tannie pareció animarse y, con voz cantarina, dijo:
—Tiene que haber sido el fantasma.
Una leve oleada de risas nerviosas recorrió la habitación.
—Creo que tiene razón. —Poe sonrió—. He visto suficientes películas, y sé
reconocer una casa encantada.
—He oído a la gente hablar de eso —dijo Carl, meneando la cabeza en un gesto
de asentimiento.
—Siempre dice usted lo mismo —gruñó Jud—. Para ser exactos, ¿de qué habla
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esa gente?
—De esta casa, y de lo que ocurrió aquí hace cincuenta años.
—¡Lo sabía! —exclamó Poe, dando una fuerte palmada—. Una casa no consigue
semejante reputación a no ser que le acompañe alguna historia. ¿Qué ocurrió hace
cincuenta años? ¿Algún asesinato espectacular?
—Es la primera vez que estoy aquí dentro —contestó Carl, un tanto avergonzado
al verse convertido en el centro de atención—. No conozco a nadie que haya estado
en ella. La he visto montones de veces desde la carretera. Antes de que construyeran
la autopista era el camino más utilizado.
—Bien, ¿qué ocurrió? —preguntó Poe, removiéndose inquieto.
Estaba claro que el profesor Weatherly no se encontraba a gusto, y deseaba estar
en otro sitio.
—Ocurrió antes de que yo naciera, pero he oído a la gente hablar de ello —siguió
diciendo Carl, empezando a cogerle gusto al tema—. Los Weatherly vivían aquí. La
gente dice que tenían una granja excelente.
Eso fue antes de la Depresión. El marido, la mujer, dos chicas y un chico. Según
tengo entendido se les apreciaba bastante, aunque oí decir a unos cuantos que en el
chico había algo raro. Una noche, los vecinos más cercanos a ellos vieron que en la
casa había unas luces extrañas. Había luces bailando por encima de ella, y llamas en
una de las habitaciones del piso de arriba. Pensaron que el lugar estaba ardiendo, y
fueron corriendo para ayudar. Cuando llegaron aquí, no había nada. No había ningún
incendio, nada. Gritaron. Nadie les respondió. Entraron en la casa y examinaron el
lugar. No encontraron a nadie. Lo único raro que encontraron estaba en la habitación
de arriba, donde las llamas. Dicen que era la habitación del chico. Todo el interior
estaba quemado, pero ya no había fuego. Nadie volvió a ver a los Weatherly, ni oyó
hablar de ellos desde entonces.
—¡Eh! —Poe dejó escapar lentamente el aire por entre sus labios—. Eso es
todavía mejor que un asesinato.
—¿No descubrieron nunca lo que pasó? —preguntó papá.
—No. —Carl se encogió de hombros—. No que yo sepa.
—Profesor… —Ann se volvió hacia él—. Cuando estábamos parados en la
autopista usted me dijo que antes vivía aquí. ¿En esta casa?
—Sí, durante un tiempo. —Sus dedos se movieron en un gesto nervioso y luego
cambió de tema—. Señora Henderson, ¿cree que el agua estará hirviendo ya? Estoy
más que dispuesto a tomar una taza de café.
—¡Oops! —Mamá se rió—. Me había olvidado del agua.
Me miró con expresión interrogativa y yo asentí. Mamá salió rápidamente de la
habitación. Ann siguió mirando al profesor con el rostro pensativo, pero decidió dejar
el tema por el momento.
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—Dijo que había gente viviendo cerca de aquí. —Era Poe, con voz algo más
animada—. Quizá pudiéramos ir andando hasta una de las casas y llamar pidiendo
una grúa.
—Y a mis padres —añadió Linda.
Carl meneó la cabeza.
—Ya no hay nadie. No quedan muchas granjas pequeñas. Creo que no habrá otra
casa en nueve o diez kilómetros.
—Olvide lo que había dicho —gruñó Poe, reclinándose en su asiento.
Mamá volvió con un recipiente lleno de agua caliente y lo dejó junto al café y las
demás cosas. Hicimos café y bocadillos con lo que había en la gran cesta del
profesor, y volvimos junto a la chimenea.
Todos salvo Carl; él estaba mirando por la ventana hacia donde se encontraban
los vehículos, por entre la lluvia. Estaba más nervioso y preocupado que el resto de
nosotros. Unos instantes después, se apartó de la ventana y se nos unió. Tenía el
entrecejo fruncido y estaba convirtiendo su cigarrillo en una auténtica ruina.
—Es realmente raro —dijo—. He estado vigilando la carretera y no ha pasado
ningún otro coche desde que llegamos aquí.
—Puede que el agua haya bajado —dijo Jud con voz de aburrimiento.
—No es probable. —Papá también tenía el entrecejo fruncido—. Sigue lloviendo.
—La respuesta es muy sencilla —anunció Poe en un tono burlonamente ominoso
—. Los fantasmas nos han traído hasta aquí por alguna razón diabólica que sólo ellos
conocen, y ahora no dejan que nadie más se acerque.
El profesor Weatherly le dirigió una de sus miradas de búho asustado. Vaya, vaya,
el profesor parecía estar de acuerdo con esa opinión. Linda se rió y contuvo un
escalofrío.
—¡Poe, basta! Ahora es a mí a quien estás asustando.
—En absoluto, joven —dijo Weatherly, apresurándose para reparar el posible
daño—. Es obvio que han descubierto que el desvío también se ha inundado y ahora
obligan a dar la vuelta a los coches.
Poe torció el gesto y se rió.
—¡Aguafiestas!
Ann cogió el recipiente del agua y me miró.
—Voy a buscar un poco más de agua —dijo, y salió de la habitación.
Yo la seguí, maldiciéndome por no haber conseguido estar a solas con ella un
poco antes de esto.
La puerta de la cocina estaba abierta. Me apoyé en el quicio de la entrada, y
estuve observando cómo llenaba el recipiente con la bomba de mano. Tenía el cabello
oscuro y lo llevaba corto; a decir verdad, no era mucho más largo que el mío. Era
alta, con unas piernas largas y estupendas. Con tacones sería más alta que yo, pero
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ahora llevaba zapatillas deportivas. Yo medía casi un metro setenta y cinco, pero
esperaba llegar al metro ochenta en un par de años. Sé que no hice ni el menor ruido,
y ella me estaba dando la espalda.
—Hola, Ben Henderson —dijo, sin darse la vuelta.
La cocina estaba muy oscura aunque había una lámpara de queroseno encendida.
Ahora la tenía sólo para mí y no sabía qué decirle, así que fingí estar interesado en
esa lámpara.
—Es asombroso que la gente no se quedara ciega si no tenían más luz que la que
dan estos trastos.
Sentí que me rechinaban los dientes.
—Es probable que se quedaran ciegos —dijo, encendiendo el hornillo debajo del
recipiente.
Luego se volvió y me miró. En sus labios había una débil sonrisa, ligeramente
impúdica. Tuve la sensación de que me encontraba totalmente desnudo ante ella. Fue
una sensación tan brusca e inesperada que me ruboricé igual que una virgen. Y
después me ruboricé todavía más porque ya me había puesto colorado. La sensación
era tan sensual que me vi obligado a una complicada gimnasia mental para no verme
en una situación realmente comprometida.
Ann se rió, pero en su risa sólo había ternura.
—Lo siento. No quería hacerte sentir incómodo. Sólo quería saber si podías
recibirlo.
—Alto y claro —contesté, combatiendo el cosquilleo que sentía en el fondo de mi
estómago.
—Eres un jovencito muy apuesto —dijo ella, como sin darle importancia—.
Deberías estar acostumbrado a ello.
—Esta vez fue un poco distinto. Sabías que lo estaba recibiendo.
Se apoyó en los armarios de la cocina. En su voz había ahora una cierta tristeza
pensativa.
—Algunas veces, ¿no desearías ser como todos los demás? ¿No estás harto de
saber siempre la respuesta?
—Sí. A veces.
—¿Sabes que eres muy afortunado? Tu familia te quiere mucho.
—Tú no tienes familia, ¿verdad?
—No. Mis padres murieron cuando yo era pequeña. Una tía me adoptó. ¿Viste
eso?
—No, realmente no. Sentí tristeza y como si hubiera perdido algo cuando
mencionaste a mi familia. Tenía que ser algo parecido a eso.
—Mis tíos son muy buenos pero, a diferencia de lo que ocurre contigo, no hay
ningún resplandor cálido y confortable al que pueda retirarme cuando las cosas
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empiezan a ser un poco agobiantes.
Y, por eso, hice algo que había estado deseando hacer desde que descubrí que
Ann era como yo. Me miró con sorpresa y placer.
—Gracias, Ben —dijo en voz baja, como una blanca corriente de terciopelo
fluyendo sobre un manto de oro viejo.
—Oh, no es nada. Estamos especializados en resplandores cálidos y confortables.
—Idiota.
Lanzó una risita.
—Era real, ya lo sabes.
—Sí, por supuesto que lo sé —se limitó a decir. Luego se rió—. Y ten cuidado,
que también he recibido lo de antes.
—Lo siento. Un reflejo involuntario. Además, tú empezaste.
—Ben, para mí no eres un niño.
De nuevo tuve esa sensación de terciopelo blanco.
—Lo sé. Supongo que hace falta cierto tiempo para acostumbrarse a ello. Pensé
que estaba solo.
—Verte a ti mismo tal y como te ven los demás es una frase que sólo nosotros
podemos entender. Supongo que lo peor del asunto es la cantidad de cosas que
resultan aburridas.
—Como los juegos de cartas.
—Y la escuela. ¿Te has saltado algún curso?
—Sí.
—Yo también. Estoy en el último año de universidad.
—A mí me falta un curso antes de empezar. ¿Qué harás cuando termines?
Se encogió de hombros.
—Probablemente algún trabajo como licenciada, y conseguiré mi doctorado en
psicología. —Una sonrisa—. Soy muy buena en ese campo.
La miré y ella me miró. Era magnífico, oh, sí, magnífico. Pero teníamos un
problema.
—Según tú, ¿qué pretende el profesor Weatherly?
Frunció el entrecejo.
—No lo sé. Tengo la sensación de que todo esto es algo preparado. —Yo tenía la
misma sensación, pero no lo dije. Ella ya lo sabía—. Es mi profesor de psicología en
la Universidad de Nuevo México. Cuando me detuve en esa barrera, y él frenó detrás
de mí…, bueno, para decirlo suavemente me quedé algo sorprendida. Dijo que iba de
camino a Hawley, que había vivido cerca de allí cuando era niño, que tenía alguna
propiedad, y que había venido para resolver ciertos asuntos. —Sus ojos se pasearon
por la habitación—. Ésta parece ser la propiedad, y parece que nosotros formamos
parte de esos asuntos.
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—¿Cómo se te ocurrió venir aquí?
Se encogió de hombros.
—No tenía ninguna razón especial. Ayer, después de las clases, decidí
sencillamente coger el coche y salir el fin de semana. No sé por qué. En ese momento
me pareció una buena idea, aunque ahora no estoy tan segura. —Me miró y sonrió.
Sentí vibrar cuerdas de violín—. No. Fue una buena idea. —Bajó la mirada—. El
agua está hirviendo. Será mejor que regresemos. —Se volvió hacia el hornillo,
dándome la espalda—. ¿Ben? Lo que estabas pensando hace un momento… No me
importaría…
—Lo sé —dije yo, y cogí el recipiente.
Ella apagó el hornillo y me miró. Ni por un momento pensé en sonrojarme.
En el camino de vuelta al salón nos encontramos con Tannie sentada en el último
peldaño de la escalera, con una lámpara de queroseno ante ella. Tenía los codos sobre
las rodillas y el mentón apoyado en las manos. En su rostro había esa expresión
perpleja que pone cuando topa con algo demasiado complicado para entenderlo.
Obviamente, me estaba esperando para que la ayudara a salir del lío.
—Tannie, ¿qué haces aquí? —le pregunté.
—Quería ver la habitación quemada —murmuró, con la mente todavía pensando
en otra cosa.
—¿La encontraste? —preguntó Ann.
—Sí, muchas gracias —dijo ella cortésmente y luego alzó los ojos hacia mí, con
el entrecejo levemente fruncido—. Ben, ¿qué aspecto tienen los fantasmas?
—No lo sé —dije yo, y me reí al ver lo seria que estaba—. Nunca he visto a
ninguno.
Tannie se miró los pies y, distraídamente, se rascó una pierna.
—Yo siempre pensé que llevaban sábanas, o que se podía ver a través de ellos.
Ahora pienso que, sencillamente, son igual que la gente.
—¿Qué viste? —le pregunté, poniéndome serio yo también, pues sabía que
Tannie había visto algo.
—En la habitación quemada había una señora. Tendría unos doscientos años de
edad y llevaba ropas muy raras.
Alzó nuevamente los ojos hacia mí con una leve mueca de perplejidad. Tannie me
lo había contado casi sin darle importancia, pues sabía que yo siempre la creía cuando
me estaba diciendo la verdad.
Dejé el recipiente con el agua en el suelo y me senté junto a ella en el escalón.
—¿Qué hizo la señora?
—Nada. No quiso hablar conmigo.
Le cogí la mano y me levanté.
—Volvamos a la chimenea. Ann y yo iremos a ver.
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Mamá, papá, Poe y Linda estaban jugando al bridge. Carl estaba mirando de
nuevo por la ventana, y Jud estaba leyendo las Conversaciones al desnudo de Rex
Reed. Weatherly estaba sentado en el diván, y parecía deprimido.
—Mamá —dije yo—, Tannie ha estado explorando.
—¿Cómo? Pensé que estaba contigo. Tannie, sabes que no debes ir dando vueltas
por ahí sin decírnoslo.
—Oh, mamá… —suspiró Tannie, expresando con ello la trivialidad de su delito
—. Estaba hablando con el fantasma, nada más.
La reacción que eso produjo en Weatherly fue tan brusca, que me di la vuelta y le
miré. Tenía el aspecto de un hombre que acababa de recibir una severa sorpresa.
Mamá sonrió.
—Claro que sí.
—Volveré dentro de un minuto —dije yo, todavía observando al profesor—. Ann
y yo vamos a echar un vistazo.
—De acuerdo. Ten cuidado.
—Desde luego. —Cogí la lámpara de donde la había dejado Tannie, al pie de la
escalera—. Tannie estaba diciendo la verdad —dije—. Vio a alguien.
—Sí, lo sé.
Ann sonrió.
Yo le devolví la sonrisa porque, en esos momentos, no había en el mundo nada
que fuera más sencillo y agradable.
—Siempre se me olvida. Bien, decididamente el profesor Weatherly nos está
ocultando algunos secretos.
—Eso también lo sé. No estaba diciendo toda la verdad cuando nos contó que
había vivido aquí de niño.
—¿No vivió aquí?
—Esa parte es verdad. Vivió aquí. Pero estaba intentando escurrir el bulto. ¿No lo
recibiste?
—No estaba pensando en ello. Casi nunca leo a la gente sin tener una buena razón
para hacerlo. Normalmente resulta embarazoso, y puedes llevarte demasiados
disgustos. Me limito a considerarlo como una especie de ruido de fondo al que te
acabas acostumbrando, y que no oyes si no le prestas atención…, a no ser que resulte
muy fuerte, como cuando Tannie mencionó al fantasma. Entonces recogí una gran
dosis de sorpresa y confusión. Creo que el profesor no esperaba encontrar a nadie
aquí.
Examinamos varias habitaciones del piso superior, todos dormitorios, antes de
encontrar la habitación quemada. Una de las puertas, que debería llevar a la torre si
mi recuerdo de su posición era correcto, estaba cerrada. Me volví hacia Ann, alzando
las cejas en una muda pregunta. Ella se encogió de hombros. La habitación quemada
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también había sido un dormitorio. Daba la impresión de que nadie la había tocado
desde el incendio, hacía cincuenta años. El mobiliario y las paredes estaban
calcinados en algunos sitios, pero en otros sólo estaban chamuscados, como si el
fuego hubiera ardido ferozmente durante algunos minutos, y luego se hubiera
extinguido en un segundo.
Pero no había ninguna vieja señora con ropas raras.
Cuando volvimos al piso de abajo nos encontramos con Tannie, plantando cara a
los demás con una expresión desafiante y al borde del llanto. Se dio la vuelta y corrió
hacia mí.
—Ben, por favor, ¿quieres decir a esta gente lo que vi? —me preguntó con voz
temblorosa.
Me arrodillé y la cogí en brazos. Ella me pasó los suyos alrededor del cuello y,
valerosamente, logró no llorar.
—Lo siento, cariño —le dije en voz baja—. Cuando llegamos allí ya no estaba.
—¿Tú también piensas que estoy imaginando cosas?
El temblor de su voz se había agudizado ante la idea de que también yo pudiera
estar en su contra.
—Por supuesto que no —le dije con firmeza—. Realmente ha visto a alguien —
les dije a los demás.
Me puse en pie, pero Tannie siguió cogida de mi mano.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —me preguntó Judson Bradley Ledbetter
alzando despectivamente las cejas.
—¿Ha visto alguna aparición? —preguntó Poe con auténtico interés.
—Eso tendrá que preguntárselo al profesor Weatherly —dije yo.
El profesor me miró con el entrecejo fruncido, como si un soldado que estuviera a
sus órdenes se hubiera vuelto contra él. Tras unos segundos de vacilación, lanzó un
suspiro.
—Les aseguro que en esta casa no hay fantasmas —dijo con seca irritación—. Sin
embargo, tienen derecho a una explicación, pues veo que algunos de ustedes
empiezan a dar rienda suelta a su imaginación. Antes de explicarles nada, y sigo sin
poder contárselo todo, quiero enseñarles una cosa.
Fue hacia la mesa donde había quedado abandonada la partida de bridge.
—¿Por qué no puede contárnoslo todo? —preguntó papá, que también empezaba
a irritarse un poco.
—No me creería, señor Henderson. —Suspiró con impaciencia—. Y carece de
objeto alarmarles innecesariamente.
Poe lanzó un gruñido.
—Ese tipo de frases son las que me alarman innecesariamente.
—Señor McNeal —dijo Weatherly con voz brusca—, no hay fantasmas y no
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corren ustedes ningún peligro. Por favor, basta ya de especulaciones salvajes. —Poe
levantó los hombros en un ademán de protección y me sonrió. Ann y yo nos miramos
con una ceja arqueada. Weatherly era difícil. Estaba diciendo la verdad, pero yo tenía
la sensación de que sus palabras sólo eran ciertas técnicamente—. Y ahora, que todo
el mundo venga aquí —siguió diciendo, sentándose ante la mesa—. Ben, tú y dos
más, siéntense.
Me senté delante de él, dispuesto a cooperar y descubrir lo que estaba pasando.
Ann se quedó de pie, detrás de mí. Mamá y papá ocuparon los demás asientos. Todos
los demás se acercaron a la mesa, salvo Carl, que se quedó observando al otro
extremo de la habitación. Tuve la impresión de que se mantenía cerca de la puerta, y
que estaba a punto de salir corriendo por ella. Weatherly cogió las cartas y se las
tendió a mamá.
—Ahora, señora Henderson, por favor, baraje las cartas cuidadosamente y reparta
cuatro manos.
Mamá le miró con expresión interrogativa, pero hizo tal y como le pedía.
Weatherly cogió sus cartas y las extendió en forma de abanico. Los demás hicieron lo
mismo. Yo tenía trece tréboles perfectamente colocados en orden, con el dos a la
izquierda y el as a la derecha.
—Y ahora, Ben —dijo Weatherly—, cuéntanos quién tiene la mano ganadora si
estuviéramos jugando al bridge.
—Papá —dije yo.
Él asintió con aire de satisfacción.
—Correcto —se limitó a decir, y puso sus cartas boca arriba sobre la mesa. Tenía
trece corazones. Mamá tenía trece diamantes y papá trece picas—. Explícanos cómo
lo sabías.
—No puedo explicarlo —dije yo frunciendo el entrecejo—. Es como…, como
explicar una imagen, un sonido o un olor a quien no tuviera esos sentidos. Papá sabía
que él tenía la mano ganadora, y yo… sentí…, sentí que él lo sabía.
—¿Sabías exactamente qué cartas tenía? —me preguntó Weatherly con voz tensa.
—No. Pero no me resultó difícil imaginarlo en cuanto vi las mías.
—Lee a todos los presentes en la habitación, Ben —prosiguió, con voz tan tensa
que parecía un alambre a punto de romperse. No apartó ni un solo instante sus ojos de
los míos—. Tus padres.
—Preocupación. Amor.
—Tannie.
—Sigue enfadada.
—Poe.
—Interés. Asombro.
—Linda.
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—Amor. Incomprensión.
—El señor Ledbetter.
—Incredulidad. Fastidio.
—El señor Willingham.
—Nervios. Estoicismo.
—Yo.
—Determinación.
Entrecerré los ojos, y él supo que yo había leído algo más aparte de eso, pero no
añadí ni una sola palabra a lo que ya había dicho.
—Ann.
Vacilé. ¿Cómo podía expresarlo en palabras? No podía hacerlo, y por eso me
limité a sonreír, igual que un bobo. Ann me pasó el brazo por los hombros.
—Ben… —dijo mamá con un preocupado hilo de voz.
Realmente, no quise que mis padres lo descubrieran de esta forma, aunque hacía
bastante tiempo que mi padre lo sabía sin ser consciente de ello. Nunca había dicho
nada; no había querido preocupar a mamá y, en verdad, él tampoco quería creerlo.
Ahora los dos estaban confusos y asustados. Abrí la boca para decir algo, intentando
calmar sus temores, pero Ann se me adelantó.
—¿No lo ves, Clare? —dijo con voz tranquila—. Tú y Charles pensáis en Ben
como en un adolescente. Y, por ello, él interpreta ese papel para complaceros. Nos
resulta difícil ser nosotros mismos, y no solamente los reflejos de los demás. Yo pasé
por lo mismo. A nadie le gustan los niños precoces.
Y me pasó las uñas por la nuca.
Todo lo que pude hacer fue sonreír y ponerme colorado. Ann me dio un suave
golpe en la cabeza.
—Ben… —repitió mamá.
—Lo sé, mamá.
—Bien, aquí lo tienen —dijo Weatherly, llevándonos nuevamente hacia donde se
proponía llegar, fuera adonde fuese—. Ann podría haberme dicho lo mismo. Los dos
son telépatas empáticos, aunque Ben es más sensible.
—Telépatas —resopló Jud, sirviéndose otro vaso de café.
—No te preocupes, Jud —dijo Ann para tranquilizarle—. No podemos leer
vuestros pensamientos, sólo vuestras emociones, vuestro estado de ánimo y ese tipo
de cosas.
—Pero yo también sabía donde estaba la mano ganadora —dijo Weatherly, como
si no pudiera contenerse por más tiempo—. Sabía donde estaba cada carta, porque
controlé el reparto. Si no lo hubiera hecho, me habría resultado tan imposible saberlo
como…, como al hombre de la luna.
—Me lo había imaginado —dije yo.
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—¿Cómo controló el reparto de las cartas?
Papá había aceptado por completo cuanto se había dicho hasta entonces.
—Eso también es difícil de explicar. —Weatherly suspiró—. Ben y Ann son
telépatas, y poseen el don de la empatía. Mi habilidad particular es la telequinesia,
aunque creo que en estos tiempos empiezan a llamarla psicoquinesia.
Hubo un momento de silencio.
—¿Qué es eso? —preguntó Linda, con los ojos muy abiertos.
Poe la había rodeado con el brazo y ella se apoyaba en su cuerpo. Poe estaba muy
callado, absorbiéndolo todo.
—La habilidad de controlar mentalmente objetos físicos —explicó Weatherly con
seca precisión.
—¿Se refiere a que la mente domina la materia? —preguntó Linda respirando
entrecortadamente.
—Sí —suspiró él—, creo que ésa es una de las expresiones corrientes con que se
la describe.
Jud estaba yendo de un extremo a otro de la gastada alfombra, como si
pretendiera abrir un camino en ella.
—Veamos cómo mueve ese zapato —dijo con un bufido, y señaló a la zapatilla
deportiva de Poe, aún mojada, que estaba junto al fuego.
Weatherly se reclinó en su asiento y, con un gesto cansado, se pasó la mano por la
cara. Todo su cuerpo emitía un aura de resignación ante las constantes interrupciones
que sufría. Movió la cabeza y la zapatilla se alzó en el aire. Mamá y Linda dieron un
respingo de sorpresa. Tannie la observaba con ojos como platos. Carl Willingham se
acercó un poco más a la puerta. La zapatilla trazó un círculo alrededor de la
habitación y volvió a caer suavemente junto al fuego.
—Señor Ledbetter, en esto hay algo más que desplazar zapatos de su sitio —le
explicó Weatherly con impaciencia—. También la materia puede ser controlada a un
nivel molecular. Señora Henderson, por favor, levante la carta de arriba y mírela.
Mamá le miró con curiosidad y levantó la carta. Era el tres de corazones.
—Vuelva a ponerla boca abajo. —Mamá así lo hizo—. Ahora, mírela. —Mamá
volvió a levantar la carta. Los corazones habían sido reemplazados por pequeñas
margaritas amarillas—. Ahora es el tres de margaritas —dijo Weatherly sin mirar la
carta—. Podría seguir realizando trucos de salón hasta mañana, pero hay asuntos más
importantes. Tengo que hacer algo absolutamente vital. Y no puedo hacerlo solo, no
sin la ayuda de un telépata. Llevo treinta y cinco años buscando. Ya había perdido
toda esperanza. Y entonces descubrí el poder de Ann. Querida mía, debo disculparme
por la forma en que he maniobrado para traerla hasta aquí.
—¿Maniobrado?
—Sí. Pero me temo que el asunto ha acabado convirtiéndose en una especie de
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embrollo. Yo la impulsé a emprender este viaje durante el fin de semana, y lo hice
pensando en ello durante las dos últimas semanas. Naturalmente, usted creyó que la
idea era suya. Yo creé la tormenta, el corte de la carretera y el desvío inundado. Por
supuesto, jamás tuve la intención de que los demás también cayeran en mi pequeña
charada. —Suspiró—. Sí, tengo la impresión de que no lo he hecho demasiado bien.
—Y, un instante después, su expresión se hizo más alegre—. Pero, después de todo,
parece que el resultado final no ha sido tan malo. Si todo hubiera salido según mi
plan, no habría encontrado a Ben.
—¡No creo nada de todo esto!
Jud se dejó caer en el diván, y estiró sus largas piernas, cubiertas por la elegante y
bien cortada tela de sus pantalones. Apartó la mirada con una expresión de enfado.
—Joven —dijo Weatherly, exasperado—, en realidad, crear una tormenta, un par
de barreras de madera, animar un impermeable amarillo y hacer que un poco de agua
caiga sobre un camino sólo se diferencia de controlar una baraja de cartas por una
cuestión de grado. El principio es exactamente el mismo.
—Si puede hacer todo eso —dijo papá con suspicacia—, podría haber sacado mi
camioneta de la acequia.
—Seguramente, señor Henderson, no habría sido muy difícil. Pero, verá, y debo
disculparme por ello, fui yo quien puso su camioneta en la acequia.
—¿Por qué? —le preguntó mamá.
—Oh, querida mía, ¿no resulta obvio? —contestó Weatherly con lo que era casi
un gemido—. Para que Ann no se marchara de aquí, me vi obligado a retenerles a
todos.
—Profesor, ¿por qué todas esas maquinaciones tan complicadas? —preguntó
Ann, muy seria—. ¿Por qué no me pidió sencillamente que le ayudara?
—No podía correr el riesgo. Si se hubiera negado… Tenía que venir aquí, era
necesario. Soy un hombre viejo, Ann. Ésta es mi última oportunidad. Si vuelvo a
fracasar… —Sus hombros se encorvaron—… Entonces, que Dios nos ayude.
Un silencio asombrado se extendió sobre la habitación, igual que si alguien
hubiera dejado caer una manta sobre nosotros, y continuó hasta que Ann, en voz baja,
le preguntó:
—¿Qué quiere que haga?
—Por favor, querida mía, sea paciente conmigo. —Suspiró y volvió a pasarse la
mano por la cara. Tenía los ojos algo vidriosos por culpa de la tensión nerviosa y su
piel se había vuelto tan pálida como si fuera de arcilla. Yo seguía sin saber qué
planeaba, pero me daba la impresión de que no estaba en condiciones de vérselas ni
siquiera con un gatito furioso—. Antes de que se lo explique todo deben hacerse
ciertos preparativos. Imagínense —dijo, y su rostro volvió a iluminarse—, después de
treinta y cinco años encuentro a dos telépatas.
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—Un momento —dijo papá, y en su voz había una dureza que yo, rara vez había
oído antes—. Si Ann quiere ayudarle con lo que prepara, sea lo que sea, eso es asunto
suyo, pero Ben no va a meterse en ello.
El mentón de Weatherly se puso muy rígido. Estaba preparándose para discutir,
pero entonces Jud se levantó de un salto y empezó nuevamente a pasear de un lado a
otro. Se frotó las manos en los pantalones y, hablando en voz bastante alta a causa de
los nervios, dijo:
—¡Creo que todos ustedes están chalados! Aquí están, sentados y hablando de la
telepatía y la telequinesia, y de crear tormentas, y… y…, como si estuvieran
hablando… del tiempo que hace. Todo lo que yo veo es un hombre de cuya cordura
estoy empezando a dudar, que hace trucos con las cartas.
Se calló, y clavó en Weatherly sus ojos color azul claro.
—Jud, por favor —murmuró Linda, con una expresión de incomodidad en el
rostro.
—No te olvides de la zapatilla —dijo Poe animado.
Jud se volvió para dedicar a su cuñado la misma mirada con que antes había
obsequiado al profesor. Poe sonrió y enarcó las cejas.
Jud se volvió nuevamente hacia el profesor.
—Si usted puede hacer todos esos abracadabras, ¿por qué no tiene la bondad de
terminar con la lluvia, sacar el vehículo del señor Henderson de la acequia, y nos deja
marchar de este espectáculo circense?
Su voz fue subiendo gradualmente de volumen.
La respuesta de Weatherly no se quedó atrás en decibelios.
—Señor Ledbetter, no soy un mago. No puedo chasquear los dedos y hacer
desaparecer la lluvia. En primer lugar, hicieron falta dos días de cuidadosas
manipulaciones para crearla. Además… —bajó la voz hasta adoptar un tono
conciliatorio—, no serviría de nada el que se fueran. Tienen que pasar la noche en
algún sitio, y tanto da que sea aquí. En el piso de arriba hay dormitorios muy
cómodos. Si alguno de ustedes desea retirarse le indicaré el camino.
Jud no pensaba abandonar tan fácilmente.
—¿Quiere decir que vamos a quedarnos aquí tanto si nos gusta como si no? ¡Mis
padres nos esperan esta noche, y yo quiero irme!
—Lo siento, señor Ledbetter. Acepte mi palabra. Es imposible.
Ann y yo nos miramos. Los dos habíamos percibido lo mismo. Estaba diciendo la
verdad, tal y como la veía él. Era imposible marcharnos…, y no a causa del mal
tiempo. Pero ninguno de los dos pudo descubrir la auténtica razón.
—Tómatelo con calma, Jud —dijo Poe, apelando a su cordura—. Ya llevamos
tanto retraso que unas cuantas horas más carecen de importancia.
—De acuerdo, de acuerdo. —Jud se encogió aparatosamente de hombros y tomó
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asiento ante la mesa, ahora vacía. Cogió las cartas y empezó a barajarlas—. Podéis
seguir adelante con vuestra cacería de fantasmas. Yo me quedaré sentado aquí, y haré
solitarios toda la noche. No me importa si vienen veinte fantasmas haciendo
entrechocar sus cadenas, y gimiendo hasta que les reviente la cabeza. No les haré ni
caso.
Extendió las cartas en la primera mano de un solitario y se dedicó a ignorarnos.
Todos le miramos algo divertidos durante un par de segundos. Su competición de
gritos con el profesor había logrado aliviar considerablemente la tensión. Entonces,
mamá meneó levemente la cabeza y dijo:
—Yo conozco a una jovencita que debe irse a la cama.
—¿Tengo que irme a la cama? —gimió Tannie—. Las cosas están demasiado
interesantes para irse a dormir.
—Pues sí, tienes que ir.
Mamá se rió.
Cogió una de las maletas y salió de la habitación llevándose a Tannie. Tannie dio
las buenas noches a todo el mundo, nos dio un beso a papá y a mí y, por último, se
fue lanzándome una mirada de abatimiento y derrota. Yo le guiñé el ojo. Apenas
había salido de la habitación, cuando Tannie volvió.
—Mamá se ha olvidado la linterna —dijo.
Papá iba a dársela cuando oímos que mamá emitía un jadeo de sorpresa y dejaba
caer la maleta. Todos fuimos corriendo al vestíbulo. Mamá estaba inmóvil al pie de la
escalera con la mano en la boca, mirando hacia arriba. La maleta yacía junto a sus
pies, volcada.
—En lo alto de la escalera había alguien —dijo, controlando cuidadosamente su
voz.
Papá enfocó la linterna hacia lo alto de la escalera y la encendió. No había nadie.
El reloj del péndulo emitió un seco crujido y dio las ocho. Linda, sobresaltada, dejó
escapar un chillido. Papá bajó el haz luminoso, y gracias a él vimos un hombre que
venía hacia nosotros.
Era joven, aproximadamente de la misma edad que Poe y Jud, iba mal vestido y
su moreno rostro eslavo se mostraba inexpresivo. Así le vieron mis ojos. Cuando le
miré sin usarlos, sólo vi un resplandor que cambiaba continuamente, una luz sin
rasgos. Papá le enfocó con la linterna.
—Es Lester Gant —dijo Carl Willingham, detrás de nosotros, como si estuviera
viendo a un perro rabioso.
El hombre llegó al final de la escalera y se quedó inmóvil, mirándonos, todavía
sin mostrar ninguna reacción. El reloj acabó de dar las campanadas de la hora. No sé
por qué razón, pero todos retrocedimos un poco.
—¿Le conoce? —preguntó Weatherly, su rostro volviendo a la sorprendida
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confusión de la que sólo en los últimos minutos había logrado escapar.
Tuve la impresión de que no podría aguantar muchas más complicaciones o
interrupciones de última hora.
—¿Es el hombre que cuida de la casa? —preguntó papá.
—¿Cómo? —Weatherly se volvió hacia él con una pequeña sacudida—. Por
supuesto que no. Eso fue hace treinta y cinco años… Espere, sí, ese hombre se
llamaba Gant. ¿Cuál era su nombre de pila? ¿Horace? ¿Homer?
—Harold Gant era el padre de Lester —contestó Carl, intentando ayudarle—.
¿Era ése el nombre?
—Posiblemente. —El profesor movió la cabeza en un gesto de asentimiento, y se
volvió hacia el joven moreno—. Señor Gant, ¿su padre es el hombre que contraté
para cuidar de la casa?
—El viejo Gant lleva muerto diez años —contestó Carl—. Bueno, al menos él y
su esposa desaparecieron…
—Ah… —Poe abrió un poco más los ojos—, nuevos misterios.
—Creo que usted no está muy al corriente de lo que les ocurre a sus empleados,
profesor —gruñó papá.
—¿Cómo? —Una nueva revolución de su cabeza—. Oh, el banco de Hawley se
encarga de todo eso. Supongo que le dieron el trabajo al chico cuando desapareció el
padre. Señor Willingham, ¿es que no puede hablar o qué?
—Puede hablar. Yo mismo le he oído hacerlo —afirmó Carl.
Y lo hizo. Cuatro palabras. Jamás le oí decir nada más.
—La señora bajará en seguida —dijo, con una voz átona y sin la menor inflexión.
—¿Quién más hay aquí? —gimió Jud.
Weatherly suspiró.
—Imagino que se refiere a mi madre, señor Ledbetter.
—¿Su madre? —preguntó mamá con voz que parecía más bien un graznido—.
¿Por qué no nos ha dicho que su madre vivía aquí?
—No estaba seguro de ello. —Weatherly parecía un hombre a punto de quedarse
sin recursos—. No esperaba que siguiera viva.
Gant se dio la vuelta sin decir nada más, y se desvaneció entre las tinieblas que
ocultaban el final de la escalera. Parecía que Weatherly hubiese recibido una patada
en el estómago. Esa última complicación había sido demasiado para él. Un instante
después, papá cogió la maleta de mamá y la escoltó hacia el piso superior.
—¿Quieres irte a la cama, cariño? —preguntó Poe a su mujer—. Debes estar
agotada.
—Si no te importa —dijo Linda, riéndose nerviosamente—, esperaré hasta que
vengas tú. No podría dormir allí arriba estando sola.
Poe sonrió y la rodeó con el brazo. Todos empezaron a volver a la sala de estar,
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pero yo le hice una seña a Ann y salí al porche delantero. Había dejado de llover.
Pude ver algunas estrellas detrás de las nubes. Las ranas croaban en su húmedo
éxtasis, y unos cuantos grillos osados habían emergido de sus escondites. El aire tenía
el olor fresco y limpio que siempre queda después de llover y, por contraste, hacía
resaltar todavía más el ligero olor a moho que reinaba en la casa. Aspiré una honda
bocanada y me apoyé en la barandilla, mirando los coches que pasaban por la
carretera en la parte baja de la colina.
—¿Lo viste? —pregunté al sentir que Ann estaba detrás de mí.
—Sí. Anteriormente, ya me había encontrado con eso algunas veces. Al parecer,
cierta gente posee escudos naturales.
Se apoyó en la barandilla a mi lado.
Me volví al oír que se abría la puerta, pero ya sabía quien era. Carl Willingham
nos hizo una seña con la cabeza, y bajó los peldaños del porche.
—¿Adónde va, señor Willingham? —preguntó cortésmente Ann.
Él se detuvo, y se dio la vuelta para mirarnos.
—Me voy, señora. La lluvia ha parado y prefiero caminar diez kilómetros antes
que estar en la misma casa que Lester Gant. Puedo aceptar a los magos y a la gente
que lee la mente —agachó la cabeza—, y no quiero ofenderles, e incluso puedo
aceptar que las zapatillas deportivas vuelen, pero él…, no, él es demasiado. Les
aconsejaría que hicieran lo mismo.
—¿Qué tiene de malo ese hombre? —pregunté, porque Willingham estaba
auténticamente asustado.
—La gente dice que mató a sus padres. Nunca les encontraron, y no hay prueba
de que lo hiciera, pero lo dicen de todas formas.
Nos hizo una nueva señal con la cabeza, y empezó a bajar por la colina. Le
observamos durante un instante.
—Desde luego, la gente de aquí dice montones de cosas —comenté yo con
sarcasmo, y volvimos a casa.
Weatherly estaba sentado en el diván, perdido en sus pensamientos con una
expresión lúgubre en el rostro. Tuve la misma impresión que si estuviera tocando un
charco de agua fangosa que remolineara sin parar. Poe, Linda, Jud y papá estaban
empezando otra partida de cartas.
—El señor Willingham acaba de irse —dije, y ciertamente no esperaba la
reacción que provoqué.
Weatherly se levantó de un salto y me miró.
—¿Marcharse? ¿Qué quieres decir?
—Que se va andando hasta el pueblo —respondí yo, sin entender nada.
Weatherly se puso nerviosísimo, y empezó a moverse de un lado a otro como si
no supiera qué dirección era la adecuada.
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—¡No puede irse! —gimió—. ¡Morirá! ¡Deténganle! ¡Háganle volver por la
fuerza si es necesario! ¡De prisa, de prisa!
La ansiedad de Weatherly era tan intensa y aguda que yo salí corriendo de la
habitación y crucé la puerta principal. Todos me siguieron, confusos y asustados. Carl
estaba casi al final de la colina. Yo grité, llamándole. Papá y Poe estaban justo detrás
de mí, sin saber qué pasaba. Los demás se quedaron en el porche.
Carl se dio la vuelta y nos miró con curiosidad. Sus cejas se alzaron en una
expresión de asombro al vernos bajar la colina, dando saltos y hundiéndonos en el
fango resbaladizo, chillando como locos.
Carl, el único que miraba hacia la casa, fue el primero en verlo. Se le desorbitaron
los ojos y dio un paso hacia atrás.
Entonces lo sentí yo, igual que electricidad estática en mi cabeza. Patiné hasta
detenerme sobre el suelo enfangado, y caí de rodillas con un gruñido. Me volví hacia
la casa. Weatherly agitaba los brazos y gritaba. Los grillos dejaron de cantar.
La casa estaba rodeada por una aureola, un nimbo iridiscente parecido a una
burbuja de jabón, que se iba haciendo más y más grande. Papá y Poe se habían
detenido y estaban mirando a la casa. Weatherly estaba aullando y haciéndonos señas
de que volviéramos. En mi cabeza sentía cantar el dulce frescor del miedo, pero no
era el mío. El aire chisporroteaba, cargado de energía. Sentí que se me erizaba el
vello de los brazos. La colina empezó a brillar, y un torrente de chispas bajó por ella
igual que un río embrujado. Me volví hacia Carl.
Él estaba mirando la casa, retrocediendo lentamente. La electricidad estática del
aire hacía que las ropas se le pegaran a la piel. Luego, se dio la vuelta y echó a correr.
La presión energética se estaba haciendo insoportable.
Y entonces llegó la luz, un relámpago deslumbrante, una descarga feroz. Toda la
energía que flotaba libremente por el aire se concentró en un solo punto. Primero giró
igual que un torbellino de luciérnagas, rodeándome, luego se contrajo y cayó en un
solo punto.
Sobre Carl.
Gritó, y un instante después quedó cubierto de fuego. Gritó y corrió, su cuerpo en
llamas. Empezó a golpearse las ropas con las manos, las llamas de éstas uniéndose a
las llamas de la tela. Sus pies relucientes se agitaron por entre la hierba húmeda y
dejaron pequeños hilillos de vapor, que siseaban y acababan desvaneciéndose.
Carl dejó de agitarse, viendo que no servía para nada, y se concentró en correr, los
brazos extendidos ante él, como buscando algo. Luego tropezó, avanzó
tambaleándose unos cuantos pasos y cayó, todavía gritando. Y siguió moviéndose,
intentando avanzar a rastras.
Los gritos cesaron.
Luego cesó el movimiento.
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Carl no era más que un bulto informe que seguía ardiendo, desprendiendo una
negra columna de humo que se perdía en el aire de la noche. La energía y la presión
habían desaparecido. Los grillos reanudaron su canto.
Yo había alzado mis maltrechas barreras intentando no sentir su presencia,
intentando detener su agonía antes de que llegara a mi mente. Después de eso, creo
que sentí el suelo fangoso golpeándome en la cara.
Me movía y flotaba en algo cálido. Papá me llevaba en brazos, como cuando yo
tenía tres años y me había quedado dormido. Apreté con más fuerza su cuello. Y unos
instantes después, él hizo que mis dedos se aflojaran y me dejó en el diván.
Todos estaban allí, a mi alrededor, mirándome. Salvo Jud. Él estaba mirando por
la ventana, pálido y tembloroso. Tannie, en pijama, tenía los ojos desorbitados por el
asombro. Ann puso su mano sobre mi frente, y me apartó el cabello de los ojos.
Papá estaba a un metro de distancia, observándome. Nunca le había visto tan
enfadado.
—Profesor Weatherly —dijo en voz muy baja—, según usted no había ningún
peligro. Quiero que me explique exactamente lo que está pasando. Nada de evasivas
ni de promesas. Nos gustaría tomar unas cuantas decisiones por nosotros mismos.
—Lo siento, señor Henderson —contestó él, y en su voz había una sincera pena
—. Es demasiado tarde para tomar decisiones de forma independiente. Sólo nos
queda un camino abierto.
—¿Ha oído lo que he dicho? Quiero una explicación.
—Por supuesto, señor Henderson. —Sus manos se agitaban igual que las alas de
una mariposa—. Espere a que todo el mundo pueda calmarse y le contaré todo lo que
sé.
—Jud. Apártate de la ventana —dijo Linda.
Tenía la voz ronca y algo temblorosa. Jud se dio la vuelta sin hacer ningún
comentario, y tomó asiento en una silla.
—Así que, después de todo, los espíritus son malignos, ¿eh, profesor? —dijo Poe
en voz baja y tranquila.
—Por favor, tengan paciencia unos minutos más. Veamos si Ben se ha recobrado.
—Me miró, con auténtica preocupación en su rostro—. ¿Te encuentras mejor?
—Sí, creo que sí.
Cogí la mano de Ann entre mis dedos y la apreté. Tannie me miró con su pequeño
rostro tenso y pálido. Yo sonreí y le guiñé el ojo.
—Me niego a darte un abrazo, Benjamín Henderson. Me niego categóricamente
—dijo con una voz que no tenía nada de categórico—. Me has dado un susto de
muerte. Pensé que iba a quedarme viuda.
Todo el mundo se rió, con mayor entusiasmo del que merecía la broma, desde
luego, pero sirvió para romper la tensión. Incluso Jud se las arregló para esbozar una
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sonrisa anémica. Tannie resopló, intentando no llorar. Yo me senté en el diván y abrí
los brazos, mirándola. Tannie se lanzó sobre mí y empezó a sollozar en mi pecho.
—Lo siento, cariño —dije.
—¡Oh, Tannie! —protestó mamá y, gracias a Dios, encontró algo práctico en que
concentrar su atención—. Ben está cubierto de barro. Te estás poniendo perdida. —
Apartó a Tannie de mí con un cierto esfuerzo—. Ben, ve a cambiarte de ropas y
lávate la cara.
Así que fui hasta la maleta y cogí unos tejanos y una camisa limpia. Sentía las
rodillas un poco débiles, pero intenté no demostrarlo. Hay un límite que uno puede
soportar. Me fui a un rincón, detrás de una silla, y me cambié mientras hablaban.
—¿Está listo, profesor? —preguntó papá, que estaba llegando al límite de su
paciencia.
—Sí, señor Henderson. Que todo el mundo se ponga cómodo. Quiero explicar lo
ocurrido tan bien como me sea posible. Ben, ¿lo sientes?
—Sí.
—Descríbemelo.
—Realmente no hay nada que describir. Está allí, nada más. Es consciente de
nuestra presencia. Y… está allí…, nada más.
—Eso es —dijo Ann.
—¿No hay hostilidad? ¿No hay ira? —preguntó Weatherly, como si estuviera
esperando que hubiera algo de eso.
—Ahora no —respondí yo—. Está asustado. Creo que siempre lo está. Había
ira…, no, no era eso…, pánico, cuando el señor Willingham intentó marcharse.
Acabé de cambiarme y volví a unirme al grupo.
Estaba tan ocupado concentrándome en Weatherly que no sentí su presencia. Ann
tampoco la notó. Nadie supo que estaba en la habitación hasta que oímos sonar su
potente voz de soprano.
—¡Philip! —aulló—. ¿Qué está haciendo toda esta gente en mi casa?
Todo el mundo se volvió rápidamente. Sentí que la voluntad y los propósitos de
Weatherly se convertían en frágiles telarañas. La mujer llevaba un largo vestido negro
que llegaba hasta el suelo, y permanecía inmóvil en el umbral, observándonos. Su
apretado cuello de encajes le apretaba la carne, formando arrugas alrededor de su
afilado mentón. El vestido, de mangas largas, tenía como único adorno un gran
camafeo en la garganta. Sus manos descansaban en un bastón con empuñadura de
plata, y su cabellera rojiza estaba recogida en un moño. Tenía la piel casi blanca y
con un brillo peculiar, como si una figura de cera hubiera cobrado vida. Lester Gant
parecía acechar tras esa silueta erguida y rígida como un palo, igual de inescrutable
que antes.
—Estoy esperando una respuesta, Philip.
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—Me alegro de volver a verte, madre.
Su voz daba la impresión de pertenecer a un niño pequeño, al que habían
sorprendido haciendo algo feo en el cuarto de baño.
—Eres un estúpido, Philip —afirmó ella con su voz de trueno—. Siempre lo has
sido.
—Sí, madre, me alegro muchísimo de volver a verte.
Y suspiró.
Ella le traspasó con una mirada feroz y, como si fuera una reina, se instaló en una
silla, mirándonos. Se movía como si toda su columna vertebral estuviera hecha de
una sola pieza. Gant se quedó en el umbral.
—Has venido a intentarlo de nuevo, ¿verdad?
Era una afirmación más que una pregunta. Los demás seguíamos inmóviles, con
la boca abierta.
—Sí —dijo él—. Iba a explicárselo.
—Te matará, igual que hizo ahora mismo con ese hombre. Sabía que eras lo
bastante idiota como para seguir intentándolo, pero no sabía que tu obsesión llegara
hasta el punto de hacer que otras personas corrieran peligro.
—No están aquí por mi voluntad, madre.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde tu último y fútil intento, Philip?
—Treinta y cinco años.
—¿Tanto? —dijo ella con una leve ironía pensativa en su voz.
—Profesor —interrumpió papá, apretando los dientes—, estamos esperando.
—¿Cómo? —Se sobresaltó igual que si se hubiera olvidado de nosotros—. Sí.
Discúlpame, madre. —Se apartó de ella y dijo—: El cómo empezó todo ya lo
conocen por el señor Willingham. Yo tenía diez años. El fuego que vieron estaba en
mi habitación. Ya hacía cierto tiempo que era consciente de mis poderes, pero pensé
que todo el mundo los poseía. Tras haber descubierto de forma casi desastrosa que
ése no era el caso, que yo era un ser único, los mantuve en secreto y empecé a
practicar. Sin embargo, y como ya le han oído contar al señor Willingham, no pude
evitar que en la comarca se me diera la reputación de ser algo… eh… peculiar. Mis
poderes se desarrollaron con la práctica, pero yo no había madurado demasiado.
—Eras un idiota.
—Sí, madre. Sucedió la noche de la que les ha hablado el señor Willingham.
Desgraciadamente, yo creía saber cuanto me hacía falta. Verán, acababa de leer La
máquina del tiempo, de Wells. Yo… eh…, me temo que intenté viajar en el tiempo.
Nos miró con el entrecejo fruncido en un gesto irónico.
—¿Por qué? —preguntó papá, algo confundido.
Weatherly se encogió de hombros.
—Tenía diez años, y la idea me pareció excelente.
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—¿Qué pasó? —preguntó Poe, claramente fascinado.
—Mis poderes eran muy fuertes —siguió diciendo el profesor—, pero no así mi
control sobre ellos. En aquel momento no supe exactamente lo que había hecho, pero
ahora creo que llegué a deformar el espacio, no sé muy bien cómo. Y algo cruzó esa
deformación. Era algo feroz, todo fuego y energía. Me atacó igual que hizo con el
señor Willingham. Yo intenté luchar con él, pero lo único que pude hacer fue seguir
con vida. Salí corriendo de la casa, y no volví en quince años.
—Salió corriendo y permitió que su familia fuera destruida.
—No podía hacer nada, madre.
—¿Por qué no le ocurrió nada a usted, señora Weatherly? —preguntó papá.
La cabeza de la señora Weatherly se volvió hacia él.
—No sé por qué no fui destruida, pero eso es lo que ocurrió. Me conservó como
si fuera un recuerdo. Como a un insecto atrapado en un trozo de ámbar. Muchas veces
he deseado que me hubiera… destruido.
Papá ladeó la cabeza hacia Lester Gant, todavía inmóvil en el umbral,
contemplándonos con expresión impasible.
—¿Y él?
—Él señor Gant no corre ningún peligro —dijo ella, con una ligera elevación de
las comisuras de sus delgados labios—. El señor Gant viene y va cuando quiere. La
cosa sabe que siempre volverá. El señor Gant es un adorador suyo. —Tuve la
impresión de que sus palabras sólo eran un pequeño disparo sin importancia en una
vieja guerra. Gant la miró con rostro inexpresivo—. Nos despertó el ruido que venía
de la habitación de Philip —dijo la señora Weatherly, reanudando el hilo de su
historia—. Mi esposo y mis hijas fueron quienes llegaron primero. Vi cómo eran
destruidos. Me oculté en el ático. Cuando los vecinos registraron la casa no me
encontraron, y la cosa no les molestó. Cuando conseguí recuperarme de mi temor, ya
era demasiado tarde. No podía irme.
—Volví quince años después. Era mucho más fuerte y sabía controlar por
completo mi poder.
—Tendrían que haber visto la ridícula expresión de su rostro cuando me encontró
—dijo su madre, frunciendo levemente sus delgados labios.
—¿Estuvo aquí quince años? —preguntó mamá, confundida—. ¿Cómo logró
sobrevivir?
—A los insectos atrapados en ámbar no les hace falta nada —respondió ella con
voz átona—. No como. No duermo. Ni siquiera estoy muy segura de seguir con vida.
—La cosa que traje a este lugar no tiene existencia física tal y como nosotros la
conocemos —explicó el profesor—. Creo que mantiene a mi madre con su propia
energía vital.
—¿Sucede lo mismo con él? —preguntó Poe, y señaló a Lester Gant.
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Yo también le miré, todavía inmóvil en el umbral. Tenía los ojos entrecerrados, y
su mirada no se apartaba de Ann. En ese momento no di ninguna importancia a su
forma de mirarla.
—El señor Gant se encuentra aquí para otros propósitos —contestó la señora
Weatherly con ese fruncimiento de labios que parecía indicar diversión—. El señor
Gant está aquí voluntariamente. El señor Gant tiene ciertos apetitos secretos.
Gant la miró de forma malévola, y giró sobre sus talones. La señora Weatherly le
vio marchar, sus ojos de porcelana brillando suavemente. Luego se volvió
nuevamente hacia nosotros.
—El señor Gant ha blasfemado.
—¿Qué hizo usted al volver? —preguntó papá a Weatherly, regresando al tema
anterior.
—Yo le diré lo que hizo ese estúpido —ladró su madre cuando Weatherly abría la
boca para responder—. Intentó destruir a la cosa. Pero también ella se había vuelto
más fuerte. Y salió corriendo de nuevo. Después, antes de permitir que la casa se
convirtiera en ruinas, como debe ser, contrató al padre del señor Gant para que la
mantuviera en buen estado.
—Lo hice por ti, madre. No podía…
Ella le hizo callar con un resoplido.
—¿Qué sucedió con los padres del señor Gant? —preguntó Ann.
—El señor Gant y yo hablamos de muchas cosas, pero no de eso. Se trasladaron a
la casa cuando él era muy pequeño. No me Importó. Nunca salía de mi habitación.
Cuando el señor Gant tenía más o menos la edad de ese chico —y me señaló con un
dedo huesudo—, sus padres ya no estaban aquí.
—¿Qué está planeando hacer ahora, profesor? —preguntó Ann.
—Mi error radicó en intentar destruir a la cosa. —Frunció el entrecejo—. Ahora
sé que lo más probable es que no se la pueda destruir. Pero hay que detenerla antes de
que salga de esta casa. No sé por qué sigue aquí. Debo comunicarme con la cosa,
averiguar lo que quiere. Por eso la traje hasta aquí. Ann, para comunicar con ella. No
puede ni imaginar el entusiasmo y el alivio que sentí al encontrarla. Treinta y cinco
años…
Y se calló.
—¿Y cómo logró encontrarme? —le preguntó ella.
—Pruebas. —Alzó su índice ante ella—. Por eso me convertí en profesor de
psicología, para poder hacer pruebas con los estudiantes. Pruebas de todo tipo con
miles de estudiantes. La mayor parte de las pruebas tuvieron que ser alteradas para
que se ajustaran a mis propósitos y no a los de sus creadores, por supuesto.
—¿Y qué se conseguirá con esa comunicación, aparte de satisfacer su curiosidad
personal? —le pregunté.
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—¿No es suficiente con eso? —Abrió un poco más los ojos al mirarme—. Pero
tengo la esperanza de aprender mucho más. Mucho más.
—Si es imposible destruirla —dije—, ¿qué planea hacer con la cosa?
—Debo deformar el espacio de nuevo y mandarla de vuelta al sitio del que vino
—contestó él.
Su madre le miró con expresión pensativa.
—Puede que ya no seas tan idiota como antes. —Y luego meneó la cabeza—. No.
Podrías haberlo hecho sin meter en esto a la chica. Sigues siendo un idiota. —Se puso
en pie, y con el paso de una emperatriz, fue hacia la puerta. Cuando llegó a ella, se
detuvo y se volvió hacia nosotros, sus dos manos apoyadas en la empuñadura de plata
de su bastón—. No dejes que el señor Gant se entere de lo que haces.
Luego cruzó el umbral y subió por la escalera, igual que un espectro, hasta
desaparecer en la oscuridad.
—Mamá —dijo Tannie con voz llena de sueño—, ¿puedo volver a la cama, por
favor? Me estoy durmiendo.
Mamá puso su mano sobre la cabeza de Tannie.
—Quizá sería mejor que durmieras aquí abajo, cariño.
—¿Por qué?
—¿Nunca se asusta por nada? —gruñó Jud.
Tannie le miró, sorprendida ante su ignorancia.
—Mi hermano está aquí.
Jud hizo una mueca y suspiró.
—Ojalá poseyera tu confianza, niña. De veras, ojalá la tuviera.
Supongo que en la cama estaremos tan a salvo como aquí —dijo Poe con bastante
sentido común—. Yo estoy listo.
Fui hacia la puerta y Ann se puso a mi lado antes de que llegara al umbral. La
cogí de la mano. Salimos al porche mientras los demás hacían los preparativos para
irse a la cama. El cielo se había despejado casi por completo. Una noche clara y
brillante se extendía sobre los pastizales de Kansas. No pude ver el cuerpo de Carl, si
es que aún quedaba algo por ver. Nos sentamos en la barandilla.
—Ben —dijo ella en voz baja—, ¿crees que deberíamos hacer esto? Ya sabes lo
que te ocurrió cuando la cosa mató al señor Willingham.
—He estado trabajando en eso —contesté, y me volví de cara a ella—. Léeme.
Se concentró por un instante y luego me miró, sorprendida.
—Estás completamente protegido. Si no pudiera verte, ni sabría que estás aquí.
—Cuando el señor Willingham murió —y el recuerdo hizo que se me pusiera la
piel de gallina—, recibí toda la energía de la cosa. Siempre he tenido una especie de
escudo. No recibo nada a no ser que se trate de algo especialmente fuerte o que desee
recibirlo. El parloteo de fondo no consigue pasar. Por eso no te localicé.
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Ella asintió.
—Me pregunto cuántos más habrá, cuántos habremos encontrado por la calle sin
reconocerles…
—He estado intentando reforzar mi escudo —seguí explicándole—. Fue
relativamente fácil. Nunca se me había ocurrido intentarlo, eso es todo. Anda,
concéntrate en mí. Lo iré bajando lentamente, así verás cómo funciona.
Le mostré cómo funcionaba, y ella hizo una prueba. Estuvimos practicando
durante un rato hasta que lo hizo tan bien como yo. Luego se quedó callada,
mirándome.
Se puso en pie y vino hacia mí, mirándome. Sus manos subieron hasta mi cuello.
Cuando se trata de abrir mucho los ojos, Tannie no es nada comparada conmigo.
—Ben… —dijo ella con voz solemne—. Sé lo que estás sintiendo, lo que piensas
sobre lo que puedes hacer. Nunca lo has explorado antes, nunca has intentado
realmente extender los límites de tu habilidad. Sé que eres fuerte, más fuerte que yo.
Pero… ten cuidado. No dejes que todo esto se te suba a la cabeza. No te vuelvas
demasiado confiado. Ten…, ten cuidado, nada más.
Moví la cabeza en un gesto de asentimiento, comprendiendo lo que quería
decirme. Nos miramos mutuamente, sin leernos, limitándonos a las sensaciones
físicas. Después, subí mis manos por sus brazos, y uní los dedos detrás de su cuello,
haciendo bajar lentamente su cabeza hacia la mía. No se resistió. La besé muy
suavemente en los labios, aun sin leer su mente, disfrutando de la pureza física del
momento. Ella echó la cabeza hacia atrás y me sonrió. Me puse en pie, y dejé que mis
brazos resbalaran por su espalda. Sentí que los suyos hacían lo mismo. Volví a
besarla, con más fuerza. Ella me devolvió el beso.
Estábamos sentados en los peldaños, sin hacer nada, sin hablar, limitándonos a
estar juntos, cuando lo sentí. Era como si una bota de clavos me hubiera golpeado en
la ingle. Miedo y dolor, pero sobre todo ira y rabia. Ann también lo recibió. Dio un
respingo, emitió un gruñido ahogado y me miró, los ojos llenos de dolor. Nos
levantamos de un salto y volvimos corriendo a la casa. Sabía quién era. Examiné
rápidamente la casa. Sólo faltaba uno.
Asomé la cabeza por la puerta de la sala, donde el profesor estaba sentado con
expresión pensativa ante el fuego que ya agonizaba.
—¿Dónde está Jud?
El sonido de mi voz le hizo dar un salto y me miró, sin comprenderme. Yo repetí
mi pregunta, con mayor insistencia.
—Comparte una habitación contigo —dijo, sorprendido—. La segunda de la
derecha, al final de la escalera. ¿Qué pasa?
Se levantó y vino hacia nosotros.
—Está muerto —dije por encima del hombro.
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Ann y yo echamos a correr por la escalera. Le encontramos en el cuarto de baño,
tendido de bruces en el suelo. Sólo vestía unos pantalones cortos de color dorado. La
sangre resbalaba todavía por las junturas de las baldosas blancas. Su complexión, que
antes tenía el tono rosado de los hombres rubios, había perdido su color. Judson
Bradley Ledbetter ya no tenía nada de apuesto. Sus artículos para afeitarse estaban
esparcidos alrededor de su cuerpo, como si los hubiera estado sosteniendo en las
manos cuando le atacaron. Me arrodillé junto a él, y le di la vuelta. No tendría que
haberlo hecho. Su abdomen y su pecho habían sido concienzudamente mutilados con
un cuchillo de hoja grande.
Ann dejó escapar un jadeo ahogado, y Weatherly exhaló un largo silbido por entre
los dientes.
—¿Quién puede haberlo hecho? —murmuró.
—Gant.
—¿Por qué?
—No lo sabemos. Quizá su madre lo sepa. Está en el vestíbulo.
Y ahí estaba, mirándonos, con el mismo aspecto de antes. Poe abrió la puerta del
otro extremo, y entró en el vestíbulo con el rostro soñoliento y llevando únicamente
los pantalones del pijama.
—¿Qué es todo ese jaleo? —preguntó, frotándose la cara.
Ann se le acercó y le habló en voz baja. Poe pareció asustarse, y entró a toda prisa
en la habitación de la que había salido.
—Señora Weatherly —dije—, Jud Ledbetter ha sido asesinado. —Sus ojos de
porcelana se volvieron hacia mí, pero no dijo nada—. Hemos leído a todo el mundo
de la casa a excepción de Gant. Es el único que puede haberlo hecho. Necesitamos
saber por qué.
Me miró con los ojos medio cerrados, y luego se volvió hacia su hijo.
—Tu estupidez parece ser contagiosa. Philip. El señor Gant también es un
estúpido. Mató al que no debía.
—¿Cómo? —farfulló Weatherly.
—No seas idiota —contestó ella secamente—. El señor Gant está protegiendo a la
cosa. —Se volvió nuevamente hacia mí—. Jovencito, sin duda el señor Gant
descubrirá su error.
Giró en redondo y se alejó hasta perderse en la oscuridad.
—Ben —dijo Ann con voz que parecía más un siseo—. Tenía la intención de
matarte.
—Estoy intentando recordar lo que dijimos mientras él estaba en la habitación.
Sabe que tú y otra persona estáis aquí para ayudar a que el profesor se libre de la
cosa, pero cuando él habló de eso tú estabas sentada junto a Jud. Eso quiere decir que
ahora irá por ti.
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—Tenemos que encontrarle —gimió Weatherly—. Podría echarlo todo a perder.
Le miré con expresión disgustada, aunque realmente no había tenido intención de
hablar de esta manera.
—Despertaré a papá —dije.
Poe apareció de nuevo con cara de no encontrarse demasiado bien. Ann y el
profesor se le acercaron.
Mamá y papá estaban dormidos. Tannie estaba enroscada en un catre igual que un
gusanito, tal y como dormía siempre. Puse mi mano en el hombro de papá y él abrió
los ojos inmediatamente. Empezó a decir algo, pero yo me llevé el dedo a los labios
y, con una seña, le indiqué que saliera de la habitación. Se levantó de la cama,
cuidando de no despertar a mamá, y se puso su albornoz, mirándome todo el rato con
expresión interrogativa.
Una vez fuera de la habitación les explicamos cuánto sabíamos.
—¿Crees que Linda y tu madre estarán a salvo? —preguntó Poe.
—Despierta a Linda, y que vaya a la habitación de mamá. Ann, quédate con ellas
y cierra la puerta con el pestillo.
Ann asintió.
Poe estaba preocupado.
—No le contaré a Linda lo que le ha pasado a Jud. Todavía no.
Volvió a su habitación y cerró la puerta.
—Profesor —dije yo—, usted conoce la casa. ¿Dónde puede ocultarse?
Weatherly meneó la cabeza.
—No lo sé. Hay un montón de sitios. Sugiero que empecemos por la planta baja,
y que vayamos subiendo hasta llegar al ático. Ben. ¿puedes leer alguna impresión
suya?
—No.
Empezamos en el sótano, y examinamos todos y cada uno de los posibles
escondites. No estaba allí abajo, y tampoco se encontraba en el primer piso. Papá
tenía su linterna, y yo había cogido una de las lámparas de queroseno, por lo que
podíamos separarnos cuando era necesario para impedir que Gant se escurriera y
apareciera a nuestra espalda. Poe llevaba un atizador que había cogido de la chimenea
en la sala de estar. Me miró con una sonrisa nerviosa, y se golpeó un par de veces la
palma de la mano con el atizador.
Subimos por la escalera. Papá iluminó el pasillo con su linterna. Gant estaba
agazapado ante la puerta de mamá, con una mano en el picaporte. En la otra mano
llevaba un gran cuchillo de carnicero. Nos miró y salió corriendo en dirección
opuesta, desapareciendo a través de un umbral. Cuando llegamos hasta allí, ya había
cerrado la puerta.
—Ésa es la escalera del ático —dijo Weatherly.
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Papá sacudió la puerta unas cuantas veces, mirándola con el entrecejo fruncido.
Tenía una de esas viejas cerraduras que permiten cerrar la puerta desde ambos lados,
pero sólo usando la llave.
—Esperen un momento —murmuró Weatherly.
El cerrojo emitió un leve crujido, y luego hizo snic. La puerta giró sobre sí misma
un par de centímetros, abriéndose con un perezoso chirrido.
Papá miró a Weatherly, y luego acabó de abrirla. Enfocó el haz luminoso hacia el
angosto y empinado tramo de escalones, pero en él sólo había penumbra y telarañas.
Papá aspiró una buena bocanada de aire y empezó a subir, muy cautelosamente. Poe
iba detrás de él con su atizador, y luego venía el profesor. Yo cerraba la marcha con
mi lámpara de queroseno.
La escalera daba al ático a través de un agujero abierto en el suelo, un lugar
perfecto para recibir un buen golpe en la cabeza nada más te asomaras por el hueco.
Papá trazó un arco con su linterna, manteniéndose tan encogido como pudo,
dispuesto a meterse de nuevo en la escalera si Gant estaba esperándole. Cuando nos
hizo una seña para que subiéramos, me di cuenta de que había estado conteniendo el
aliento.
El ático era un confuso montón de trastos viejos sobre el que se había acumulado
polvo durante cincuenta años. El suelo estaba cubierto por una capa de suciedad tan
gruesa, que daba la impresión de ser una alfombra de terciopelo, alterada sólo por las
pisadas del señor Gant, que se dirigían hacia el montón de trastos viejos, y las
pequeñas marcas dejadas por las cucarachas y los escarabajos, parecidas a puntadas
de ganchillo. Papá siguió las pisadas del señor Gant con la luz de su linterna, pero no
logramos verle.
El desorden era tal que veinte personas podrían haberse ocultado en él. Sostuve
en alto mi lámpara, intentando ver algo en la oscuridad. Resultaba prácticamente
inútil; lo iluminaba todo espléndidamente… en un círculo aproximado de un metro de
diámetro. Y cada vez que uno de nosotros se movía, proyectaba una sombra tan
grande como Godzilla.[2]
Las vigas del techo estaban cubiertas de telarañas polvorientas, y entre ellas se
veían las bolitas marrones hechas por los insectos que gustan de anidar en la
oscuridad. El haz luminoso de la linterna pasó sobre un avispero tan grande como un
plato, medio oculto en un rincón. Las avispas se removieron perezosamente,
aletargadas por el aire fresco de la noche.
Papá seguía moviendo su linterna en círculos, cubriendo tanta extensión del ático
como le era posible, pero el señor Gant era tan invisible para mis ojos como para mi
mente. Podía ocultarse en uno de los múltiples escondrijos posibles de aquel lugar.
Estaba a punto de sugerir que cerráramos el ático y dejáramos al señor Gant en
compañía de las arañas, cuando a mi espalda se oyó un ruido y algo cayó al suelo.
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Todos nos volvimos rápidamente en esa dirección. El haz luminoso de la linterna
recortó la silueta del señor Gant, que se lanzaba sobre nosotros con el cuchillo de
carnicero en ristre. Todo lo que sucedió entonces no pudo durar más de unos dos
segundos, pero de repente tuve la impresión de que estaba ocurriendo a cámara lenta,
y vi claramente a Gant corriendo hacia mí por entre el angosto espacio que dejaban
las hileras de cajas de cartón, con el cuchillo reluciendo a la luz de la linterna y su
camisa reflejando la luz a cada paso que daba.
Recuerdo que examiné su rostro, y recuerdo la sorpresa que sentí al ver que no
reflejaba prácticamente ninguna emoción, que no estaba babeando igual que un loco.
Todo esto debió de tener lugar en mi mente, porque mis músculos no reaccionaron de
ninguna forma. Lo único que hice fue quedarme inmóvil, tan tieso como un maniquí,
mirándole.
Y entonces tropezó. Su pie se enganchó en el marco de un cuadro que estaba
apoyado contra una pila de cajas. En su rostro apareció una fugaz expresión de
sorpresa al sentir que su cuerpo se derrumbaba hacia adelante. En lugar de herirme
con el cuchillo, cayó sobre mí.
Mis brazos se levantaron en un gesto de protección, y se me escapó la lámpara de
entre los dedos. Lancé un gruñido cuando el golpe me dejó sin aliento. Y, un instante
después, Gant y yo aterrizamos en el suelo formando un confuso montón de
miembros, pero durante todo ese tiempo pude ver mi lámpara claramente, subiendo
hacia el techo del ático en un arco muy, muy lento. El tubo de cristal se estrelló contra
una de las vigas y se hizo pedazos, y luego fue la base la que se rompió con el pábilo
aún ardiendo al golpear un gran baúl, inundando todo un extremo del ático con una
marea de queroseno ardiendo.
El señor Gant no perdió mucho tiempo librándose de mí; había aterrizado encima
de mi cuerpo. Yo estaba tendido de espaldas. Un instante después me di cuenta de
que estaba a caballo sobre mi estómago, el cuchillo levantado. Torcí mi cuerpo para
evitar el golpe, y sentí que el acero se estrellaba en el suelo junto a mi oreja.
Entonces, el bueno de Poe hizo girar el atizador en un gran arco, sujetándolo con
las dos manos igual que si estuviera partiendo leña. El golpe cayó justo entre los
hombros del señor Gant. Lanzó un grito y arqueó la espalda, su rostro convulsionado
por el dolor. Logró levantarse, jadeando frenéticamente para recuperar el aliento, y se
alejó tambaleándose por entre la oscuridad, con el cuchillo todavía en la mano. Al
moverse, derribó varios montones de trastos y los hizo caer el suelo con un gran
ruido. Poe y Papá me ayudaron a levantarme, y yo miré a Poe, sonriéndole con
agradecimiento.
El señor Gant era nuevamente invisible, oculto entre la oscuridad y el humo. Nos
volvimos hacia el incendio. La mitad del ático estaba ardiendo furiosamente, y el
calor estaba llegando rápidamente a unos extremos no muy cómodos de soportar. Nos
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dirigimos hacia la escalera, pero el profesor estaba mirando las llamas, perdido en sus
pensamientos. Los demás también nos detuvimos, y observamos el incendio.
En el ático empezó a formarse una niebla, como si los espesos zarcillos de calina
entraran desde el exterior. Incluso olía igual que la niebla. Se hizo más y más espesa,
acumulándose hasta que el fuego quedó finalmente tapado por la blancura de la
niebla. El crujir de las llamas acabó convirtiéndose en una especie de húmedo siseo, y
luego cesó por completo. Ya no podía sentir el calor. En el vello de mis antebrazos
había gotitas de agua, igual que si hubiera caído sobre nosotros una espesa capa de
rocío. La niebla empezó a disiparse como bajo los efectos del viento, y vimos que el
incendio se había extinguido. Toda esa parte del ático estaba ennegrecida y medio
calcinada, y relucía a causa de la humedad. De las vigas del techo empezaron a caer
gotas de agua que resonaban levemente al golpear contra los baúles, las cajas y el
resto de los objetos. Weatherly lanzó un hondo suspiro.
—Profesor, desde luego resulta muy útil tenerle a mano —dijo Poe, y en su voz
había un más que considerable respeto.
—Trucos de feria —contestó él, como no queriendo darle importancia a lo que
había hecho.
Papá apartó su linterna de la zona quemada y abrió la boca para decir algo. Y así
se quedó, con la boca abierta, los ojos clavados en lo que estaba viendo. Todos nos
dimos la vuelta. Gant se arrastraba hacia nosotros, cuchillo en mano. Es posible que
el señor Gant tuviera sus defectos pero, desde luego, entre ellos no se contaba la falta
de tenacidad. Cuando la luz cayó sobre él se detuvo. Sus ojos relucían igual que dos
canicas. Weatherly estaba concentrándose de nuevo.
Oí un áspero zumbido, y el avispero que se encontraba casi encima de la cabeza
de Gant hizo erupción, emitiendo una tormenta negra y amarilla. No sé qué hizo
Weatherly, pero todas las avispas se lanzaron sobre Gant. Gritó y retrocedió,
tambaleándose, debatiéndose a ciegas por entre los objetos del ático, aplastando a
manotazos el enjambre de insectos que le cubría. No paraba de gritar y moverse, y
supongo que a Weatherly debió de resultarle imposible seguir con su esfuerzo, porque
las avispas dejaron a Gant y volvieron a su refugio en el techo.
Y después de eso, increíblemente, Gant se levantó de entre los objetos caídos al
suelo y avanzó de nuevo hacia nosotros. Tenía el rostro y las manos cubiertos de
aguijonazos, que iban hinchándose y enrojeciendo por segundos. Uno de sus ojos
estaba casi cerrado, pero aun así avanzó hacia nosotros, tambaleándose, a punto de
caer, enredándose entre el laberinto de basura y trastos. Con una mano apartaba los
objetos que amenazaban con derrumbarse sobre él, y con la otra sostenía el cuchillo.
El profesor Weatherly lanzó un gemido. Y el cuchillo que Gant tenía en la mano
se puso de un brillante color rojo cereza. Gant aspiró el aire por entre los dientes y lo
dejó caer, agarrándose esa mano con la otra. El cuchillo chocó contra el suelo, y del
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metal se alzó un hilillo de humo. Pero antes de que pudiera provocar otro incendio,
Weatherly le hizo algo y el metal volvió a enfriarse.
Papá tenía enfocado a Gant con su linterna, y Gant empezó a retroceder,
agarrándose todavía la mano quemada. Nosotros avanzamos hacia él. Ahora tenía un
ojo completamente cerrado, y el otro no presentaba un aspecto demasiado bueno.
Pero seguía sin rendirse. Con su mano buena cogió por la base uno de esos taburetes
que se utilizan para sentarse al piano y se preparó para arrojarlo contra nosotros.
Y se quedó paralizado. El taburete resbaló de entre sus fláccidos dedos y rebotó
sobre una mesilla de tres patas. Gant boqueaba, tragando aire igual que un pescado.
Se apretó el pecho con los dedos; yo miré a Weatherly y luego a Gant de nuevo.
Estaba respirando con un jadeo que casi parecía un rugido, los dedos haciendo
pedazos su camisa. Una de sus rodillas golpeó el suelo, y luego su cuerpo se dobló
sobre sí mismo, desplomándose sobre una pajarera oxidada. Dejó de moverse. Me
acerqué. Estaba inconsciente, pero respiraba regularmente.
Miré a Weatherly.
—Podría haberle matado.
—Sí.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó papá en voz baja.
El profesor se quedó callado durante unos instantes, y luego alzó los ojos.
—El armario que hay en el pasillo del piso superior tiene un cerrojo muy
resistente.
Así pues, bajamos a Gant por la angosta escalera, y le encerramos en el armario
vacío. No me dio la impresión de que el cerrojo fuera más fuerte que los demás de la
casa, pero funcionaba y, al menos, estaba bien sujeto a la madera. La puerta se abría
hacia fuera, pero Gant no tenía el espacio suficiente para tomar carrerilla y lanzarse
contra ella. Y, si lo intentaba, le oiríamos. Dejamos una silla atrancada bajo el
picaporte, sólo por si acaso, y nos quedamos inmóviles, mirándonos los unos a los
otros.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó por fin Poe, quitándose hebras de telaraña del
pecho.
—Todo el mundo debería volver a la cama. No hay nada más que hacer —dijo el
profesor.
Papá se estaba quitando el polvo que cubría su albornoz.
—¿Cuánto tiempo planea esperar antes de que intente mandar a ese monstruo de
vuelta a su lugar de origen?
Weatherly me miró, y luego se volvió hacia papá, como si no deseara responderle.
—No lo sé —contestó con un suspiro—. Mañana, con la luz del día, cuando todos
hayan descansado… No lo sé. —Volvió a mirarme—. Debemos asegurarnos de que
lo hacemos todo bien. Dudo de que podamos tener una segunda oportunidad. —Miró
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al suelo y luego sus ojos fueron hacia papá—. Siento terriblemente que todos ustedes
se hayan visto metidos en esto, señor Henderson. Señor McNeal…, lo siento
muchísimo.
Se dio la vuelta, y caminó lentamente hacia la escalera.
—Claire y Linda tendrán ganas de saber a que ha venido todo ese jaleo —observó
papá.
—Lo de Jud…, no se lo digan a Linda hasta mañana —dijo Poe con voz llena de
tensión—. Necesita dormir.
—Ann ya ha satisfecho su curiosidad —les expliqué yo.
Bajamos el cuerpo de Jud por la escalera hasta el comedor, y lo cubrimos con una
sábana. A ninguno de nosotros se nos ocurrió que pudiera hacerse otra cosa. Luego
volvimos a la cama.
No sé cuánto tiempo llevaba dormido. Cuando me despiertan bruscamente, no
estoy lo que se dice en mi mejor momento de lucidez. Me encontré sentado en la
cama, preguntándome qué me había despertado. Y unos instantes después lo supe.
Salí corriendo al pasillo, descalzo y en ropa interior. La puerta del armario estaba
abierta de par en par. Nunca he llegado a descubrir cómo pudo abrirla Gant sin
despertar a nadie. Debí de imaginarme que su tozuda decisión no sería vencida por
una simple puerta cerrada con llave.
Irrumpí corriendo en la habitación de Ann, y me detuve dando un patinazo. Gant
tenía su brazo alrededor del cuello de Ann para impedir que gritara. Estaban al pie de
la cama. Ann se debatía, pero Gant era demasiado fuerte para ella. Había vuelto al
ático para recobrar su cuchillo, y ahora lo sostenía sobre el pecho de Ann. El rostro y
las manos de Gant parecían una hamburguesa cruda. Ni siquiera me miró, aunque
supongo que le resultaría casi imposible ver algo. Su ojo bueno se había hinchado
tanto que estaba prácticamente cerrado. Pero se encontraba perdido en alguna fantasía
particular, y creí detectar en su rostro hinchado una expresión casi de éxtasis. No
agarraba el cuerpo de Ann como si fuera un escudo o una rehén, sino como si fuera a
ejecutar un sacrificio.
Me quedé petrificado en mitad de la habitación mientras él levantaba el cuchillo.
Mi rostro se retorció en una mueca de rabia y dolor, y lancé un silencioso alarido
mental. No sé exactamente lo que hice, y jamás he intentado repetirlo. En aquel
momento usé algo que espero que nunca emerja nuevamente a la luz.
Mi mente estaba enfurecida, toda mi rabia iba dirigida contra Gant, azotándole
con una tempestad del odio más primario. Las sinapsis se abrieron igual que las
compuertas de un dique. El cuchillo pareció congelarse en el aire. Mis uñas se
hundieron en la carne de mis palmas. Mi cuerpo temblaba incontrolablemente, y mi
rostro se cubrió de sudor. Mis ojos estaban clavados en los suyos. El brazo que
rodeaba el cuello de Ann se apartó de él. El cuchillo resbaló de entre sus dedos
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levantados. Gant dio un paso hacia atrás, la roja hendidura de su ojo bueno
mirándome con incomprensión, la boca fláccida. Ann se apartó de él y se colocó
detrás de mí.
No me detuve porque Ann estuviera libre. La visión del cuchillo enterrado en su
pecho era demasiado vivida. Podría haber racionalizado lo que hice diciendo que era
la única solución, pero en ese instante no estaba pensando, lo único que hacía era
odiar.
Gant retrocedió hasta pegarse a la pared, pero sus piernas seguían moviéndose,
intentando alejarle de mí. Su cabeza oscilaba a un lado y a otro, como si quisiera
liberarse de algo que se le hubiera pegado al rostro. Alzó sus rojas e hinchadas manos
hasta taparse los oídos con ellas, y empezó a respirar por la boca. En lo más hondo de
su garganta nació un ronco gruñido. El gruñido aumentó lentamente en volumen y
tono hasta que se convirtió en un agudo lamento, que sólo terminó cuando sus
pulmones quedaron vacíos.
Yo seguí golpeando el brillante espejo que lo rodeaba, atacándolo una y otra vez,
estrellándome contra él, hasta que finalmente se hizo pedazos y pude entrar en su
mente.
Después pensé que había gritado, pero Ann dijo que sólo fue un gemido.
Levanté mis escudos y luché para salir de aquello, desgarrando y rompiendo,
abriéndome paso a zarpazos, hendiendo el brillante caos y el desorden cegador que
eran la mente de Gant. Y, al liberarme, sentí que su mente se iba oscureciendo hasta
quedar negra.
Tenía la impresión de haberme vuelto de gelatina, y resbalé hasta quedar de
rodillas. No podía respirar. Mis brazos colgaban fláccidamente en los costados, no
podía moverlos. Gant se había derrumbado como un fardo contra la pared. Ann
estaba junto a mí, de rodillas, sus brazos a mi alrededor, sintiéndome.
Empecé a oír el latido de un corazón.
Oh, Ben.
Sí, ¡Dios mío!, ¿sabes lo que he hecho?
Lo sentí. Parte de ello se reflejaba a través de su escudo.
¿Te encuentras bien? ¿Te hizo daño?
No. Estaba asustada, sólo eso. Viniste.
Ahora podemos hacerlo.
No. Ahora no. Luego.
Sí.
El corazón seguía latiendo.
Todos están durmiendo.
Sí. Jamás pensé que podía ser tan…
Lo sé. Lo sé.
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Siempre se me olvida. Ann…
Lo sé. No te pongas triste.
Hemos perdido algo. Pero hemos ganado algo más importante, algo mucho más
importante…
El corazón dejó de latir.
La rodeé con mi brazo. Ann apoyó su cabeza en la mía y fuimos a mi habitación.
Cerré la puerta a mi espalda y me recosté en ella, mirándola. Ann dio un paso hacia
mí. Yo avancé para recibirla. Nos besamos, unidos en mente y en cuerpo. Nos
desnudamos y fuimos a la cama, para tocarnos y amarnos. No era sólo amor físico,
pero no la estaba leyendo. Ya no era necesario.
Era yo.
Y era Ann.
Los dos, juntos, éramos nosotros.
Cuando salió el sol, nos levantamos de la cama y nos vestimos. Fui a la
habitación de mis padres. Ann fue a la de Poe y Linda.
—Papá. Mamá —dijimos—. Poe, Linda —dijimos—. Despertad. Vestíos y
preparaos para partir. Guardadlo todo y salid al porche.
—¿Ben? —preguntó mamá.
—¿Ann? —preguntó Linda.
—Todo va bien —contestamos nosotros—. Estamos preparados para ayudar al
profesor para que se libre del monstruo. Rápido.
Ann y yo nos encontramos en el pasillo y bajamos por la escalera. El profesor
Weatherly estaba dormido en el diván, cansado y canoso, a punto de permitir que le
venciera la desesperación.
—Profesor —dijimos con mi voz.
—¿Qué? —se levantó rápidamente, confuso—. Oh, Ben. ¿Ya es de día?
—Sí.
—Estamos listos —dijo la parte de mí que era Ann.
—¿Qué? —dijo él, frotándose los ojos.
—Estamos listos para ayudarle en el exorcismo de su monstruo.
El profesor nos miró.
—Ha ocurrido algo.
—Sí. Ann y yo estamos unidos telepáticamente. Es algo permanente.
—Descríbeme lo que sientes.
—No estoy seguro de poder hacerlo. Sé todo lo que piensa Ben; lo recuerdo todo;
siento cuanto siente él.
—Pero hay algo más que eso —dije yo—. Soy los dos a la vez, y los dos somos
uno. Somos…, bueno, básicamente somos una personalidad en dos cuerpos. Y aun así
seguimos conservando nuestros dos yo. Quizá una explicación mejor sería decir que
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somos dos personas cohabitando en dos cuerpos. No sé cómo sería la cosa con dos
hombres o con dos mujeres, pero con nosotros… es… es… amor.
—Sí —murmuró él—. Sí. Tendría que ser eso exactamente, ¿verdad? El amor
total o… el aborrecimiento total. No podría ser de otra forma.
—Realmente, no hay ninguna forma de saber como es sí no se experimenta —
dijo Ann—. La gente que sólo conoce el amor físico pierde una parte tan grande de
todo esto… —Sonreímos—. Aunque supongo que debe de haber algo levemente
masturbatorio en ello.
—Esto es absolutamente maravilloso. —Tenía el rostro tan radiante como un niño
la mañana del día de Navidad—. ¿Me permitiréis estudiar esto más adelante?
Le sonreímos.
—Por supuesto, profesor —dije yo—. Tan pronto como los demás estén listos
para irse, podremos entrar en contacto con su monstruo. Su madre no se irá. El señor
Gant está muerto.
—¿Muerto?
Parpadeó.
—Le maté —dije yo. Tensé mis músculos para controlar el temblor que ya
empezaba a sentir—. Deseé que muriera y murió —dije con voz átona.
Ann me puso la mano en el hombro.
—Estamos listos —dijo.
El vocalizar resultaba algo lento y torpe, pero era una vieja costumbre.
—Espere aquí —le dije, y los dos fuimos al vestíbulo. Los demás bajaron por la
escalera con el equipaje y los rostros cargados de las más diversas expresiones. Linda
llorando pero intentando contenerse. Poe le había contado lo de Jud. Les llevé hasta
el porche sin que ninguno opusiera resistencia. Mamá y papá se volvieron para
mirarme, asustados. Yo sonreí—. No os preocupéis —dije. Tannie me estaba mirando
con los ojos grandes como platos y una expresión solemne en el rostro. Le guiñé el
ojo. Ella sonrió y salió de la casa. Cerré la puerta y volví a la sala de estar—.
¿Preparado?
—Sí —dijo Weatherly.
—Espero que lo que encuentre lo justifique todo, profesor. —Nos concentramos.
Un destello brillante. Una lámina de energía pura empezó a girar alrededor de
nosotros, mantenida a distancia por el profesor, y se extinguió—. Con calma —dije
yo en voz baja—, con calma. Está terriblemente asustado, casi enloquecido.
Tocamos esa mente alienígena. No entramos en ella, sólo la tocamos. Si
hubiéramos entrado en ella nos habríamos perdido para siempre. No hay forma de
explicar cómo era. No había ningún punto de referencia respecto al pensamiento
humano. Atónitos e impresionados, contemplamos esa gran mente, brillante e
inmadura. El que fuera tan ajena a nosotros hacía imposible percibir los detalles de su
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pensamiento, aunque fueran tan potentes; pero las emociones básicas, que deben ser
comunes a toda la vida inteligente, estaban ahí, muy claramente, y se las podía leer.
Era consciente de nuestra presencia, pero no temía nuestras mentes. Sólo temía lo que
al ser le resultaba extraño, incomprensible: el ataque físico de Weatherly.
En nuestros labios nació una sonrisa involuntaria.
—Que me aspen —dije en voz alta—. ¿Sabe lo que tenemos aquí, profesor? Es
un… un bebé, si ésa es la palabra adecuada. Sus recuerdos abarcan millones de años,
miles de millones; llegan hasta tan lejos que no puede recordar su origen, pero sabe
que aún no ha madurado. La razón de que jamás abandonara esta casa es,
básicamente, que se trata de un bebé asustado. Lo único que quiere es volver a casa.
Mándelo de vuelta, profesor, mientras yo intento mantenerle tranquilo.
Otro destello y otro remolino de energía.
—Está demasiado asustado —dije yo, preocupado y nervioso—. Empiezo a tener
problemas. Quiere volver a su hogar por encima de cualquier otra cosa, pero tendrá
que obligarle a ello. El miedo le ha vuelto irracional. Según su escala de tiempo, sólo
lleva aquí un instante.
Ann se fue para reunirse con los otros en los coches, lejos de la casa. Yo esperé
hasta que todos estuvieron a una distancia segura.
—Ahora. Oblíguele, profesor.
Un tornado de energía giró a nuestro alrededor. Los muros, los techos, los suelos
y los muebles, todo ardía ferozmente salvo la burbuja dentro de la que nos
encontrábamos.
Weatherly abrió un camino a través del infierno, un camino para que llegáramos a
la puerta.
—Ve con los demás, Ben —dijo. Yo iba a protestar, pero él me hizo callar con un
gesto—. Puedes hacer lo mismo fuera de la casa que aquí dentro. Y yo puedo hacer
más si no debo preocuparme de ti.
Tenía razón. Yo no poseía protección alguna contra la energía física de la cosa,
energía que sospeché estaba manifestándose a sí misma físicamente, porque la cosa
estaba aquí, no en el sitio del que había venido. Corrí por el túnel que había abierto, y
me volví al llegar a la puerta. El túnel se cerró y no pude verle más.
Bajé a toda prisa la colina para reunirme con los demás, todavía en contacto con
el monstruo del profesor. El sol, que acababa de salir, brillaba sobre la casa todavía
mojada, convirtiendo el color gris que le había dado las tormentas y el tiempo en
cobre, pero por las ventanas de la sala de estar brotaban las llamas. Por las demás
aberturas de la casa salían nubes de humo gris, que el sol también volvía doradas. De
repente, las llamas brotaron por debajo del porche. El fuego había llegado al piso
superior. Oí los crujidos de toda esa energía como si fueran truenos.
Todo esto lo vi con mis ojos y lo oí con mis oídos. Lo que vi y oí con mi mente
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era distinto.
Percibí un pensamiento que venía de la madre del profesor, pero me aparté
rápidamente de él, incapaz de soportarlo. El monstruo se debatía entre la presa mental
del profesor, tan asustado que había perdido todo el control, lanzando penosos
alaridos.
Vi al profesor Weatherly en la sala de estar, pero no con mis ojos. Se encontraba
de pie en una isla tranquila, rodeado por el furor de la energía y las llamas. Y
entonces empezó todo. El infierno se apartó de él, y un túnel se abrió a un lado, un
túnel interminable que relucía. Él seguía inmóvil, el cuerpo encogido a causa de la
concentración.
De repente, supe lo que iba a suceder, pero el profesor se vio pillado totalmente
por sorpresa. No pude hacer nada por ayudarle. Protegí la mente de Ann con mis
escudos. Ella salió de su trance, y miró sobresaltada a su alrededor.
—¡No! ¡Ben! —gritó, mirándome—. ¡No lo bloquees!
Más crujidos de energía. Todo el mundo tenía la ropa pegada a la piel. Pude sentir
como se me erizaba el cabello, cargado de electricidad estática. Y, sin poder hacer
nada, vi cómo el profesor hacía entrar por la fuerza a su monstruo en el túnel.
No se había movido. Estaba delante del túnel, rodeado por el infierno, totalmente
concentrado. Y luego, muy despacio, gradualmente, su cuerpo pareció volverse
borroso, como si algo tirara de él hacia el túnel. El profesor lo sintió y alzó los ojos.
Se alejó del túnel, extendiendo los brazos, como deseando apartarlo de él. La
distorsión de su cuerpo continuó, haciéndose más aguda. Tenía los brazos atrapados
en esa mancha borrosa, casi dos veces más largos que en su estado normal; se
estiraban hacia el túnel, y cada vez eran más difíciles de ver.
Entonces, una partícula de su dedo meñique se apartó de él y salió disparada hacia
el túnel, igual que una estrella fugaz. Más partículas empezaron a soltarse. El túnel se
llenó de estrellas fugaces lanzadas hacia la eternidad.
Alcé mi escudo. El terror de Weatherly era demasiado grande. Pero, en esa última
fracción de segundo, vi que un cometa se alejaba rugiendo por el túnel, y Weatherly
desapareció. El túnel se estaba cerrando.
Sólo era consciente de mis sensaciones físicas. Me quedé inmóvil, oscilando de
un lado a otro, intentando no caer de bruces. Ann me rodeó con sus brazos. Papá puso
su mano sobre mi nuca, sin decir nada. Dejé caer mis escudos. Ann y yo fuimos
nuevamente uno.
—Lo hizo —dije yo, sintiéndome mareado a causa del agotamiento—. Ha vuelto
a su casa. Lo mandó de regreso. Pero la cosa se lo llevó con él. Durante un segundo
estuve con él.
La energía había desaparecido, pero no así el fuego. La vieja madera de la casa
ardía ferozmente. Papá nos alejó de ella hasta llevarnos al final de la colina, donde los
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demás nos esperaban con expresiones aturdidas. Nos quedamos allí durante un rato
muy largo, sin decir nada, viendo como ardía la casa.
Tannie se había acercado a mí y miraba el incendio, rodeándome un muslo con el
brazo. Yo le había pasado un brazo por encima de los hombros.
—¿Y tú, Ann? —preguntó papá.
—Está conmigo —dije yo.
—Sí.
Sonrió.
Tannie se estiró a mi espalda para mirarla. Ann le sonrió, y le guiñó el ojo
exactamente igual que lo habría hecho yo. Tannie le devolvió su sonrisa con la
intensidad de una supernova. Se lanzó sobre Ann, y la abrazó muy fuerte.
Cuando ya íbamos a marcharnos, apareció el coche del sheriff. Era un hombre
muy agradable que se llamaba Robin Walker. Le narramos una versión simplificada
de lo que había ocurrido, una versión que podría creer. Ann y yo nos aseguramos de
que la creyera.
Papá sacó la camioneta de la acequia. Yo subí al VW amarillo con Ann, y
seguimos camino hacia Wichita.
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Tierra gratis
CHARLES BEAUMONT
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Jamás ave alguna había tenido un aire tan difunto. Sus huesos se encontraban
limpiamente amontonados en un extremo del plato como si fueran pequeños troncos
para encender el fuego: blancos, secos y desnudos, brillando a la tamizada luz del
restaurante. Y sólo había huesos, con cada hebra y filamento de carne metódicamente
eliminado. Aparte de ese montoncito, el plato era una vasta y reluciente llanura.
Los otros platos, más pequeños, exhibían igual virginidad, así como los cuencos.
Resplandecían ferozmente, como intentando competir unos con otros, y del conjunto
se desprendía una claridad cremosa, que planeaba sobre la blancura nevada del
mantel no manchada por salsa alguna, sin rastro de café y libre de los estigmas que
podrían representar las migas de pan, la ceniza de un cigarrillo o un fragmento de
uña.
Sólo los huesos del pájaro muerto y el rígido trazado de gelatina roja, ya
endurecida, que se aferraba tímidamente al fondo de un tazón podían probar que esas
ruinas habían sido en tiempos una magnífica cena de seis platos.
El señor Aorta, que no era lo que se dice un hombrecillo, se permitió un leve
eructo, dobló el periódico que había encontrado sobre el asiento, inspeccionó su
chaqueta buscando restos de comida, y luego se dirigió con paso vivaz hacia la
cajera.
La anciana examinó su cuenta.
—¿Sí, señor? —dijo.
—Todo estaba delicioso —dijo el señor Aorta, y sacó del bolsillo de su pantalón
una gran cartera negra.
La abrió con gesto despreocupado, silbando Las siete alegrías de Mary por el
hueco que se recortaba entre dos de sus dientes.
La melodía se detuvo bruscamente. El señor Aorta puso cara de preocupación.
Miró dentro de su cartera y empezó a sacar cosas, hasta que al final todo el contenido
de la cartera quedó extendido sobre el mostrador.
Y frunció el entrecejo.
—¿Alguna dificultad, señor?
—Oh, no se trata exactamente de una dificultad —dijo el gordo señor Aorta.
Aunque era evidente que la cartera estaba vacía, el señor Aorta separó al máximo
sus pliegues, le dio la vuelta y la sacudió ferozmente, sugiriendo con ella la imagen
de un murciélago rabioso que había sufrido un ataque en pleno vuelo.
El señor Aorta sonrió con la débil sonrisa del hombre que se enfrenta a un
problema imprevisto, y vació sus catorce bolsillos. Cuando hubo terminado, el
mostrador estaba sepultado bajo un montón de objetos diversos.
—¡Bien! —dijo con impaciencia—. ¡Qué tontería! ¡Qué molestia! ¿Sabe lo que
ha ocurrido? ¡Mi mujer ha salido y se ha olvidado de que debía dejarme algo de
dinero suelto! Hum, oh, bien, eh…, mi nombre es James Brockelhurst; trabajo en la
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Corporación Pliofilm; normalmente no como fuera de casa, y… tenga, no, insisto.
Esto resulta tan incómodo para usted como para mí. Insisto en dejar mi tarjeta. Si
tiene la amabilidad de quedarse con ella, volveré mañana a esta hora y pagaré la
cuenta.
El señor Aorta depositó la cartulina entre los dedos de la cajera, meneó la cabeza,
volvió a guardar todos los objetos en sus bolsillos y, cogiendo un palillo de un
estuche, salió del restaurante.
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de grietas, y los clavos oxidados habían dejado caer sobre ella rastros de un sucio
color naranja.
El cartel decía:
TIERRA GRATIS
SOLICITUDES EN EL
CEMENTERIO DE LILYVALE
y estaba colocado sobre una pared de madera pintada de un sucio color verde musgo.
El señor Aorta notó que una sensación familiar le invadía. Era algo que ocurría
cada vez que se encontraba con la palabra «gratis»…, una palabra mágica que tenía
extraños y maravillosos efectos sobre su metabolismo.
Gratis. ¿Cuál es el significado, la esencia de «gratis»? Bueno, algo a cambio de
nada. Y, como ya se ha indicado, el obtener algo a cambio de nada era el principal
placer del señor Aorta en esta vida.
El hecho de que fuera tierra lo que se ofrecía gratis no le preocupaba en lo más
mínimo. Rara vez pensaba más de un instante en ese tipo de cosas; pues, según
razonaba él, todo tiene su utilidad.
Las demás circunstancias que rodeaban el cartel, más sutiles, apenas si
despertaron su curiosidad: por qué se ofrecía la tierra, de dónde podía venir
lógicamente la tierra gratis en un cementerio, etcétera. Lo único que tomó en
consideración fue la posible fertilidad y riqueza de la tierra.
La solitaria vacilación del señor Aorta encerraba en su perímetro problemas como
los siguientes: ¿se trataba de una oferta honesta, sin ningún tipo de condiciones como,
por ejemplo, el verse obligado a comprar algo? ¿Había un límite a la cantidad de
tierra que podía llevarse a su casa? Y, si no lo había, ¿cuál sería el mejor método de
transportarla?
Pequeños problemas: todos podían resolverse.
En el interior del señor Aorta tuvo lugar algo que se parecía a una sonrisa, miró a
su alrededor y, finalmente, localizó la entrada al cementerio de Lilyvale.
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aspecto que presentaba a esas horas poco tenía que ver con el gordo señor Aorta y lo
que acabaría siendo de él.
Lo único importante es que el lugar estaba lleno de muertos que yacían bajo
tierra, reposando sobre sus espaldas, descomponiéndose lentamente, y abonando con
ello el terreno.
El señor Aorta se dio prisa porque le disgustaba mucho perder lo que fuera,
incluido el tiempo. No pasó mucho rato antes de que hubiera encontrado al
interlocutor adecuado y mantuviera esta conversación:
—Tengo entendido que ofrecen ustedes tierra gratis.
—Sí.
—¿Cuánta puedo conseguir?
—Toda la que quiera.
—¿Y en qué días?
—Cualquier día…, y siempre habrá un poco de tierra fresca.
El señor Aorta suspiró como si acabara de adquirir un seguro de vida perpetuo o
una buena cuenta corriente. Luego, concertó una cita para el sábado siguiente, y se
fue a casa para darle vueltas a los temas en que más le agradaba meditar.
Esa noche, a las nueve y cuarto, dio con una forma excelente para utilizar la
tierra.
Su patio trasero, una desolada extensión color ocre, yacía inútil y reseco, un lugar
que resultaba desagradable a todo lo que no fuera las más resistentes y groseras
variedades de malas hierbas. En tiempos, un árbol logró florecer allí y, en días
mejores, ofreció un refugio a los pájaros suburbanos; pero luego los pájaros
desaparecieron sin tener otra razón que el traslado del señor Aorta a la casa, y el árbol
se convirtió en un feo objeto desnudo y marchito.
Los niños no jugaban nunca en este patio.
El señor Aorta estaba intrigado. ¡Quién sabe, quizá fuera posible hacer crecer
algo en ese patio! Mucho tiempo antes, había escrito a una firma que estaba
empezando sus actividades pidiendo muestras gratuitas de semillas, y recibió la
cantidad suficiente para alimentar a todo un ejército. Pero los primeros experimentos
habían producido sólo brotes resecos e inútiles, que acabaron encogiéndose hasta
convertirse en duros tallos, y el señor Aorta, dominado por el cansancio y la pereza,
había dejado de lado el proyecto. Ahora…
Un vecino llamado Joseph William Santucci se dejó intimidar lo suficiente. Le
prestó su viejo camión marca Reo; unas cuantas horas después, el primer cargamento
de tierra había llegado y, a fuerza de pala, acabó formando un primoroso montículo.
Al señor Aorta el montículo le parecía espléndido, pues su pasión compensaba el
cansancio producido por la tarea. A éste siguió un segundo cargamento, y un tercero,
y un cuarto, y cuando el último cargamento fue depositado, la noche estaba tan
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oscura como el interior de una mina de carbón.
El señor Aorta devolvió el camión y cayó en un sueño exhausto, aunque no
desagradable.
El nuevo día fue anunciado por el lejano clamor de las campanas de la iglesia y el
chinc-chinc de la pala del señor Aorta, que estaba aplanando lo que antes había sido
tierra del cementerio, distribuyéndola entre la reseca tierra de su patio, y moliéndola
concienzudamente. Esta nueva tierra tenía un cierto aspecto continental: era muy
oscura y producía una impresión casi saturnina…, y no tenía nada de seco, aunque el
sol ya calentaba bastante.
Muy pronto, la mayor parte del patio quedó cubierta y el señor Aorta volvió a su
sala.
Puso la radio con el tiempo suficiente para identificar una canción popular, anotó
su descubrimiento en una tarjeta postal y la mandó por correo, confiando en que
recibiría un tostador o un par de medias de nylon a cambio de sus molestias.
Luego preparó cuatro paquetes que contenían, respectivamente, una lata con
cápsulas vitamínicas, de la que faltaba la mitad; una latita de café, a medio consumir;
media botella de líquido quitamanchas, y una caja de jabón en polvo en la que faltaba
la mayoría del jabón. Envió por correo los cuatro paquetes, acompañado cada uno
con una lacónica nota en la que expresaba su más absoluta insatisfacción a las
compañías que le habían ofrecido dichos productos con la garantía de reembolsarle su
dinero.
Había llegado la hora de cenar, y el señor Aorta ya resplandecía ante la
perspectiva. Se instaló en la mesa para consumir un surtido de exquisiteces en el que
se incluían anchoas, sardinas, champiñones, caviar, aceitunas y corazones de cebolla.
Sin embargo, no se trataba de que disfrutara de esa clase de alimentos por cualquier
tipo de razón estética, sino que todos ellos venían en latas y envases lo bastante
pequeños como para que resultara posible metérselos en el bolsillo sin atraer la
atención de los siempre ocupados comerciantes.
El señor Aorta rebañó sus platos tan concienzudamente que ningún gato se habría
tomado la molestia de lamerlos. También las latas vacías Redaron limpias y brillantes
como si fueran nuevas: incluso sus tapas brillaban con un resplandor iridiscente.
El señor Aorta echó un vistazo al saldo de su talonario de cheques, sonrió de
forma indecente, y luego fue a mirar por la ventana de atrás. (No estaba casado, por
lo que no tenía prisa para irse a la cama después de cenar).
La luna brillaba con un frío resplandor encima del patio. Sus rayos pasaban sobre
la valla que el señor Aorta había construido utilizando rocas —gratis, claro está—, y
se derramaban tristemente sobre la tierra, ahora de color negro.
El señor Aorta estuvo pensando durante unos instantes, guardó su talonario, y
cogió los recipientes que contenían las semillas para el jardín.
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Estaban en perfecto estado, igual que si acabaran de mandárselas.
El camión de Joseph William Santucci fue usado cada sábado durante las cinco
semanas siguientes. Dicho buen hombre observó con curiosidad a su vecino,
volviendo de sus viajes con más y más tierra, y le hizo varias observaciones a su
esposa sobre lo raro que resultaba todo aquello, pero ella ni siquiera soportaba hablar
del señor Aorta.
—¡Nos ha robado descaradamente! —dijo—. ¡Mira! ¡Lleva tus viejas ropas,
utiliza mi azúcar y mis especias, y te pide prestado cuanto se le ocurre! ¿Prestado, he
dicho? Quise decir robado. ¡Durante años! ¡Todavía no he visto que ese hombre
pague ni una sola cosa! ¿Dónde trabaja para ganar tan poco dinero?
Ni el señor ni la señora Santucci sabían que las labores cotidianas del señor Aorta
consistían en permanecer sentado en una acera de la ciudad, con unas gafas oscuras y
una maltrecha tacita de latón. Los dos habían pasado ante él más de una vez, sin
embargo, y le habían dado algunas monedas, incapaces de descubrir su astuto disfraz.
Éste era guardado, sin pagar nada, en un armarito situado en la terminal del
ferrocarril.
—¡Ya viene ese chalado otra vez! —gimió la señora Santucci.
Pronto llegó el momento de plantar las semillas, y el señor Aorta se dedicó a ello
con lenta y pesada precisión, tras haber consultado numerosos libros en la biblioteca.
Ordenadas hileras de lechuga fueron sembradas en la oscura y rica textura de la tierra,
así como guisantes, maíz, cebollas, judías, habichuelas, ruibarbo, espárragos, puerros
y muchas más plantas y hortalizas. Cuando todas las hileras hubieron quedado llenas,
el señor Aorta, viendo que aún le quedaban más paquetes de semillas, esparció al azar
semillas de fresas, de melones, y semillas sobre las que los paquetes no daban
demasiadas explicaciones. Muy pronto, los recipientes de papel quedaron vacíos.
Pasaron unos cuantos días, y se acercaba el momento de volver al cementerio en
busca de otra carga de tierra, cuando el señor Aorta se dio cuenta de algo bastante
raro.
El oscuro suelo había empezado a ceder, y en él se habían formado minúsculas
erupciones. Una inspección más atenta reveló que en el suelo empezaban a crecer
cosas.
Bien, el señor Aorta sabía muy poco de jardinería, ello era innegable. Por
supuesto que la cosa le pareció extraña, pero no sintió ninguna alarma. Vio que algo
crecía en el suelo; eso era lo importante. Y lo que crecía acabaría convirtiéndose en
comida.
Orgulloso de su weltanschauung,[3] fue presuroso a Lilyvale; una vez allí, recibió
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una decepción de lo más singular: en los últimos tiempos no había muerto mucha
gente. No había mucha tierra que llevarse, apenas la carga de un camión.
Ah, bueno, pensó, durante las vacaciones las cosas se animarán un poco; y se
llevó a casa la tierra que había.
La adición de dicha tierra significó una notable mejora en el crecimiento de su
huerta. Los brotes y los tallos se hicieron más altos, y el paisaje empezó a resultar
menos desolado.
Le resultó casi imposible contenerse hasta el sábado siguiente, pues, obviamente,
la tierra estaba actuando sobre sus plantas como si fuera algún tipo de fertilizante…,
la comida gratis estaba pidiendo más tierra.
Pero el sábado siguiente fue un auténtico desastre. Ni siquiera la tierra suficiente
para llenar una pala. Y la huerta estaba empezando a secarse…
La sorprendente decisión del señor Aorta nació como resultado de probar con
todos los tipos de nueva tierra posibles y con fertilizantes de todas las clases
imaginables. Nada funcionó. Su huerta, que había prometido darle todo un tesoro de
comestibles, se había hundido hasta un nivel sin precedentes, y casi había regresado a
su estado original. Y esto era algo que el señor Aorta no podía consentir, pues había
invertido en el proyecto un trabajo considerable, y dicho trabajo no podía
desperdiciarse. Ya había afectado profundamente al resto de sus empresas.
Por ello, con la cautela que es fruto de la desesperación, entró una noche en aquel
lugar callado y gris donde se alzaban las lápidas, localizó unas tumbas recién
excavadas pero todavía sin ocupar, y añadió al metro ochenta de profundidad que ya
tenían unos treinta centímetros más. Nadie que no andara buscando tal tipo de
diferencia se daría cuenta de ella.
No es preciso hacer mención de los muchos viajes que supuso el asunto: baste
decir que, pasado un tiempo, el camión del señor Santucci, aparcado a una manzana
de distancia, quedó lleno en una cuarta parte de su capacidad.
La mañana siguiente presenció un renacimiento de la huerta.
Y así siguieron las cosas. Cuando había tierra disponible, el señor Aorta la
aceptaba encantado: cuando no la había…, bueno, nadie la echaba de menos. Y la
huerta siguió creciendo y creciendo, hasta que…
¡Como de la noche a la mañana, todo floreció! Donde hacía muy poco se
encontraba un reseco pastizal se alzaba ahora un paraíso de múltiples especies
vegetales. El maíz abultaba sus espigas amarillas envueltas en hojas verdes: los
guisantes resplandecían en el interior de sus vainas a medio abrir, y todos los demás
maravillosos comestibles brillaban con una vida tan vigorosa que los habría hecho
dignos de un escaparate. Hilera tras hilera.
El señor Aorta casi se desmayó del entusiasmo.
Siendo un hombre que vivía para el momento, y un idiota en cuanto a las artes de
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la conservación y el envasado, supo lo que debía hacer.
Hizo falta cierto tiempo para recogerlo todo sin desperdiciar nada, pero, con
paciencia, por fin consiguió dejar desnuda la huerta de cuanto no fueran hierbajos,
hojas y otras sustancias no comestibles.
Limpió. Peló. Quitó hebras. Cocinó. Hirvió. Cogió toda esa soberbia comida
gratis y la amontonó geométricamente sobre mesas y sillas, continuando con su labor
hasta que todo estuvo listo para ser consumido.
Y luego empezó. Primero fueron los apios —había decidido hacerlo por orden
alfabético—, y luego, a mordiscos, se fue abriendo paso por entre los guisantes, las
judías, el perejil y el ruibarbo, deteniéndose allí para tomar un poco de agua; y luego
continuó, con gran cuidado de no malgastar ni una sola partícula, hasta llegar a las
zanahorias. Para aquel entonces sentía dolorosos retortijones en el estómago, pero se
trataba de un dolor dulce y casi agradable por lo que, tragando una honda bocanada
de aire y masticando lentamente, terminó con el último vestigio de comida.
Los platos emitían un blanco resplandor, como una serie de copos de nieve
monstruosamente hinchados. Todo había desaparecido.
El señor Aorta sintió una satisfacción casi sexual, lo cual quiere decir que por el
momento ya había tenido bastante. Ni tan siquiera podía eructar.
Su mente se vio invadida por ideas tan felices como éstas: sus dos grandes
pasiones habían sido satisfechas, y el significado de la vida había sido puesto en
acción, simbólicamente, igual que en una enciclopedia condensada, de la A hasta la
Z. Esas dos cosas eran lo único que ocupaba los pensamientos de este hombre.
Y entonces, casualmente, se le ocurrió mirar por la ventana.
Lo que vio era un puntito brillante en medio de la negrura. Muy pequeño, en
algún lugar situado al extremo del jardín…, débil, pero claro.
Con el esfuerzo de un brontosaurio emergiendo de un pozo de brea, el señor
Aorta se levantó de su silla, fue hasta la puerta y salió a su emasculado huerto.
Vacilante y pesado, avanzó por entre las grotescas siluetas formadas por los zarcillos,
los tallos y las espigas vacías.
El puntito parecía haber desaparecido, y el señor Aorta miró cuidadosamente en
todas direcciones, los ojos medio cerrados, intentando acostumbrarse a la luz de la
luna.
Y entonces lo vio. Una cosa blanca, una planta, quizá sólo una flor, pero ahí
estaba ciertamente, y era lo único que restaba de la huerta.
El señor Aorta se sorprendió al ver que se encontraba en el fondo de una pequeña
hondonada, muy cerca del árbol muerto. No lograba recordar cómo había podido
crearse dicho agujero en su jardín, pero siempre estaban los chicos del vecindario y
sus travesuras. ¡Menos mal que había recogido toda la comida cuando aún era
posible!
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El señor Aorta se inclinó sobre el pequeño agujero, y alargó la mano hacia la
planta que brillaba. Ésta le opuso una resistencia inesperada. Se inclinó un poco más
hacia adelante, y luego todavía un poquito más, e incluso así, sus dedos no lograban
cerrarse adecuadamente sobre la planta.
El señor Aorta no era un hombre ágil. Aun así, con la decisión del pintor que
intenta cubrir el último punto libre situado en un lugar más que incómodo, se inclinó
una fracción de centímetro más hacia adelante y, ¡plof!, cayó por el pozo y aterrizó en
el fondo con un ruido peculiarmente subacuático. Qué molesto, qué condenada y
ridículamente molesto…, ahora, como un tonto, tendría que salir de ahí trepando.
Pero, la planta… Investigó el fondo del agujero y volvió a investigarlo, y no logró
encontrar planta alguna. Luego alzó los ojos y se quedó asombrado ante dos cosas.
Número uno: el agujero era más hondo de lo que había pensado. Número dos: la
planta oscilaba sobre su cabeza, mecida por el viento, en el borde del agujero que tan
recientemente había ocupado el señor Aorta.
Los dolores que sentía en su estómago empeoraron progresivamente. El moverse
hacía que todavía fuera peor. Empezó a sentir una abrumadora presión en las
costillas.
Cuando descubrió que el borde del agujero se encontraba fuera de su alcance, vio
brillar la planta blanca bajo la claridad lunar. Parecía una mano, una gran mano
humana, cérea y rígida, unida a la tierra. El viento sopló sobre ella y la movió
ligeramente, haciendo que una lluvia de polvo y barro cayera en el rostro del señor
Aorta.
Estuvo pensando durante un momento, evaluando la situación, y empezó a trepar.
Pero el dolor era excesivo y no tardó en caer, retorciéndose débilmente en el suelo.
Una nueva ráfaga de viento y más tierra cayó al fondo del agujero. Muy pronto, la
extraña planta era empujada de un lado a otro, y la tierra caía cada vez en mayor
cantidad. Más y más. Cada vez más tierra, y más tierra.
El señor Aorta, que hasta entonces no había tenido nunca ocasión de gritar, gritó.
El grito resultó francamente satisfactorio, pese a que nadie lo oyó.
El señor Aorta fue encontrado por el señor Joseph William Santucci y su señora.
Estaba tendido en el suelo rodeado por varios platos caídos. Sobre las mesas había
muchos platos más. Los platos de las mesas estaban limpios y relucientes.
Su estómago se había hinchado hasta el punto de que su cinturón había sido
incapaz de contenerlo, haciendo reventar la cremallera del pantalón y arrancando los
botones. Su imagen recordaba a la de una gran ballena blanca surgiendo de un mar
plácido y solitario.
—Ha comido hasta morir —dijo la señora Santucci, como quien anuncia la última
frase de un chiste muy complicado.
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El señor Santucci alargó la mano, y recogió una pequeña partícula de tierra de los
labios del gordo y muerto señor Aorta. La examinó. Y se le ocurrió una idea…
Intentó librarse de ella, pero cuando los médicos examinaron el estómago del
señor Aorta y descubrieron que sólo contenía unos cuantos kilos de tierra —y nada
más—, el señor Santucci durmió mal durante casi una semana.
El cuerpo del señor Aorta fue transportado a través del patio trasero, vacío y
desolado con la excepción de los matorrales y malas hierbas, dejando atrás el lúgubre
árbol muerto y la pequeña pared de rocas.
Después, le dejaron descansar en un sitio con una pared de madera pintada de
color verde musgo. En la pared había clavado un pequeño letrero en el cual había
unas letras hechas sin demasiado arte, pero con la suficiente corrección ortográfica.
Y el viento sopló absoluta y totalmente gratis.
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Las aguas suben
PATRICIA FERRARA
«Las aguas suben» fue el primer relato de fantasía publicado por Patricia
Ferrara en el número del F&SF correspondiente a julio de 1987, y rara vez hemos
encontrado tal elegancia y perfecto acabado en un primer relato. Patricia Ferrara
nació en Attleboro, Massachusetts, a un tiro de piedra de la tumba de H. P. Lovecraft.
Tras doctorarse en literatura en Y ale, se trasladó a la ciudad de Atlanta, donde
enseña literatura inglesa y cinematografía en la Universidad de Georgia. «Las aguas
suben» es un fantasmagórico relato sobre los extraños acontecimientos que tienen
lugar en un río sureño. También es la razón, según nos informó Patricia Ferrara, de
que sólo nade en piscinas muy pequeñas, en las que siempre haya un socorrista
vigilando.
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Y con el tiempo, lo que había sido la llanura aluvial del río se convirtió en parte
del mismo río, a medida que los años cambiaban el Ohana de un torrente delgado e
irritable a una cinta de agua que ondulaba plácidamente bajo el sol, tranquilo como
un lago. Pero Rory todavía no había nacido cuando sus abuelos abandonaron la casa
junto a la vieja orilla del río y se trasladaron a lo alto de las amables colinas, a una
gran pradera de tierra que se encontraba a salvo de la nieve producida por cien
inviernos. Para él, la existencia del río era algo tan seguro y digno de confianza como
el autobús escolar. Cada mañana del verano despertaba para el río; y cada noche
dormía junto a él, pensando en él, si llegaba a hacerlo, con un mínimo de interés.
Lo que más ocupaba sus pensamientos era el preguntarse cómo podía llegar al
pueblo para jugar con los vídeos del supermercado. Invasores del Espacio había sido
su favorito, y se quedó algo sorprendido cuando, en una rápida sucesión, un Pac-Man
le quitó el sitio para verse sustituido luego por un Milpiés. El cambio constante
resultaba algo molesto, porque sus veinticinco centavos podían darle más tiempo si el
juego le era familiar. Su muñeca nunca había llegado a dominar el truco de cómo
hacer resbalar el botón que se comía los puntos alrededor de las esquinas; después de
eso, las arañas saltarinas habían demostrado ser más de lo que podía manejar. Las dos
monedas que la abuela le concedía para cada viaje podían llegar a pagarle unos cinco
minutos de Milpiés. La abuela le llevaba al supermercado sólo una vez a la semana
para que la ayudara con las compras, a no ser que olvidara algo; y dado que ella
nunca se olvidaba de nada, Rory nunca podía llegar a mejorar su dominio de los
juegos. Una vez tuvieron que regresar porque la leche estaba agria, y Rory tuvo que
permanecer junto a ella ante la gran ventana del encargado, mientras su abuela
hablaba amargamente de leche que no estaba en condiciones, y de una vaca muy
amable y dulce que llevaba muerta y enterrada cincuenta años. La abuela le había
tenido agarrado firmemente por el brazo, como si estuviera sujetando otra cosa aparte
de a su nieto. Y después, ni siquiera le dejó jugar una partida, aunque había hecho
todo ese trayecto con ella. Quería volver directamente a casa, y así lo hicieron, en
silencio, sus labios formando una especie de grueso botón de color rosa, fruncidos y
temblorosos.
Después llegó el fuerte calor de agosto, y el agua del río se retiró de sus orillas,
dejando varios metros de piedras desagradablemente agudas empotradas en el barro
húmedo entre la hierba y el río. En ese tiempo Rory se alegraba de estar cerca del río.
Podía ir hasta la orilla con su almuerzo metido en una cajita, y pasarse el día entero
refrescándose en el agua y luego acalorándose al sol. El proceso le dejaba bastante
agotado si permanecía allí hasta la hora de la cena, y el calor hacía que nunca llegara
a resultar aburrido.
Un día de agosto se encontraba tendido en la orilla, con el soplo de una brisa
vespertina recordándole que ya casi había llegado el momento de ir a cenar. Y
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mientras estaba tendido allí, sin pensar especialmente en nada, un ruido peculiar le
hizo fijarse en el río. Anteriormente, el río jamás había emitido un ruido semejante.
Miró hacia el oeste, sus manos protegiendo los ojos contra el sol, y vio que a lo lejos
había una oscura mancha triangular, que sobresalía por encima del agua con toda
claridad, pero que se volvía borrosa cuando se confundía con el oscilante cabrilleo
del sol. Se puso en pie para verla mejor, pero siguió siendo sólo eso, un perfil lejano,
sus detalles perdidos en el resplandor derramado por el rojo y redondo sol que se
encontraba a su espalda. Lo estuvo mirando hasta que el sol poniente le hizo llorar,
casi obligándole a cerrar los ojos y, mientras tanto, se olvidó por completo de ese
cronometraje, de vital importancia, que le haría aterrizar en la mesa de la cena justo
cuando la comida llegara a ella. Cuando por fin llegó a casa, su abuela estaba
enfadada con él y tuvo que tomar la cena, que ya no estaba caliente, en soledad.
Cuando volvió al día siguiente, la cosa ya no estaba. Pero había sido algo tan
extraño, nada parecido a un tronco, sino geométrico, como un objeto construido por
alguien… Se olvidó del asunto hasta que, unos días después, se dejó caer sobre su
toalla de baño, casi sin aliento después de haber estado nadando, y respiró durante
unos cuantos minutos absorbiendo el aire a ruidosas bocanadas antes de darse la
vuelta. Mientras suspiraba y orientaba su cuerpo hacia el oeste intentando eludir
inútilmente el resplandor del sol, la línea oscura del objeto emergió tan
repentinamente que le hizo dar un salto. El sol se encontraba justo más allá del
meridiano, y podía ver el objeto con toda claridad. No era un triángulo, nada de eso,
sino un cuadrado que parecía ladearse dentro del agua, y del que brotaba otra forma
geométrica en ángulo con el primer objeto. Meditó durante un rato sobre el enigma,
hasta que se dio cuenta de que había dos pilares o postes que sostenían el segundo
objeto desde abajo. Entonces debía de ser un techo, inclinándose hacia abajo para
formar algo parecido a un porche. Debatió consigo mismo la probabilidad de que su
idea fuera correcta. Había visto fotos de casas durante inundaciones, pero el río
estaba seco como un hueso. Miró hacia abajo para comprobarlo. El agua, límpida y
quieta, se encontraba a casi un metro de sus orillas habituales. Y el techo no se
movía, ni tan siquiera oscilaba sobre el agua. Tras pensar durante un rato más, acabó
decidiendo que si no había bajado flotando por el río, entonces era que el río la había
dejado al descubierto. No tenía muy claro cómo podía haber ocurrido, físicamente
hablando, pero decidió no hacer caso de todas las improbabilidades envueltas en ello.
Después de todo, el objeto estaba ahí.
Lo estuvo observando un rato más desde la orilla, preguntándose qué casa era, y
entonces recordó la historia que solía repetir la abuela, la historia de la vieja casa, y
de cómo habían tenido que abandonarla después de que la última inundación la
hubiera convertido en una ruina, cuando el gobierno federal había hecho un último
pago, y se había negado a renovar el seguro. Nunca nadie había oído algo semejante,
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decía la abuela. Ésa era siempre la última línea de su elegía a la casa. La había oído
tan a menudo, y le había prestado tan poca atención, que concluyó que el seguro era
algo ambiguo de lo que nadie había oído hablar. Pero la aparición de la casa en el río
hacía que la historia fuera interesante, y Rory empezó a rebuscar en su memoria
fragmentos del relato, y le fue dando vueltas en la cabeza mientras miraba. Ésta podía
ser la casa. Se preguntó si debería contárselo a la abuela. Pero eso quería decir que
debería abandonar el objeto allí, mientras subía corriendo por la colina, y la última
vez que había hecho eso, había desaparecido bajo las aguas.
Después de un rato se le ocurrió la idea de que podía nadar hasta ella. Estaba
bastante lejos, quizá casi un kilómetro, pero el techo del porche era plano, y podía
servirle casi igual que un embarcadero. Podía descansar cuando hubiera llegado ahí y,
ante ese seguro refugio en mitad del viaje, el trayecto no resultaba ser más largo de lo
que había nadado otras veces. Por eso, acabó lanzándose al agua.
El agua parecía estar más fría de lo normal a esa hora del día; tras haber superado
la primera impresión de su baño matinal, ahora el río tendría que parecerle casi una
bañera. Pero esto era una aventura, y las aventuras siempre hacían que las cosas
parecieran distintas. Avanzó a través de las límpidas aguas, deteniéndose de vez en
cuando para echar un vistazo y corregir su rumbo. La casa no parecía estar más cerca,
al menos no durante un tiempo bastante largo, y Rory no miró hacia atrás para ver
que, sin embargo, la orilla se estaba empequeñeciendo a su espalda.
Se encontraba ya bastante lejos cuando sus esfuerzos se vieron finalmente
recompensados por una mejor panorámica de la casa. Se detuvo, pataleando en el
agua, y pudo ver las tejas maltratadas por la intemperie, que convertían el tejado en
una gran masa de telarañas, una rejilla en la que sólo se abría un agujero de contornos
irregulares, que seguía viéndose de un negro impenetrable en la lejanía. El aliento que
le ofrecía esa imagen tenía que durarle todavía un buen rato, pues le dolía demasiado
el cuello como para seguir mirando mientras nadaba. También la respiración
empezaba a descoordinarse y, de vez en cuando, se ahogaba, y tragaba un sorbo de
agua sin querer. Pero no había nada que hacer al respecto; tenía que seguir nadando
hasta lo alto del porche, donde le sería posible descansar. Cuando el agua se volvió
repentinamente oscura y espesa a causa del fango que se alzaba del fondo del río, se
detuvo y miró nuevamente por primera vez en largo tiempo. La casa se encontraba a
unos seis metros de él. Ahora parecía asomar a mayor altura por encima del agua, y
pudo ver la punta de una tercera columna que sostenía el porche, así como la parte
superior de un umbral, tras el que se abría el vacío.
Nadó por entre las sucias aguas para agarrarse al poste más cercano, pero estaba
cubierto de musgo y le resbalaron las manos. Su corazón latía de miedo en sus oídos.
Quizá estuviera demasiado cansado para trepar. Sus dedos carentes de fuerza
arañaron la madera medio podrida pero ésta se astilló en sus manos, desmoronándose.
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Enroscó los pies alrededor del poste, y se agitó y se contorsionó hasta que su
estómago asomó por encima del borde del tejado. Y allí se quedó, tendido durante un
momento, exhausto, hasta que un crujido y una ligera inclinación le indicaron que la
casa se estaba ladeando. Rory trepó frenéticamente, abriendo al máximo las piernas,
por el pulido entramado de las tejas. El crujido se detuvo y Rory intentó descansar.
Pero el corazón le latía con fuerza, y los nervios estaban tan tensos que parecían
cantar, y el descanso le resultó imposible.
No estaba familiarizado con el olor de las cosas que han estado enterradas durante
largo tiempo y que vuelven a encontrarse al aire libre. No era un olor agradable ni
tranquilizador, y tan pronto como pudo respirar con cierta normalidad alzó la cabeza,
apartándola de las pestilentes tejas a las que el barro y los hongos habían vuelto muy
resbaladizas. La parte delantera de su cuerpo estaba manchada por culpa de esas
sustancias. Intentó limpiarse la cara y apartar los hongos de su nariz. Pero lo único
que logró fue agravar ese olor con el escozor del barro rojizo que se le había pegado
en el agua, y el olor combinado con ese cosquilleo le exasperaban. Si se rascaba o se
movía, la casa crujía y se movía también; y cuando frotó un pie en el tejado para
calmar el picor, todo su cuerpo resbaló y a punto estuvo de caerse. Subió nuevamente
su pierna con la frenética y necesaria delicadeza de cuando se está sobre una delgada
capa de hielo, pegando su cuerpo a las tejas cubiertas de fango, el vientre hacia
arriba. El calor del sol hacía que el fétido olor de la casa se extendiera a su alrededor,
y puntitos negros bailaban delante de sus ojos. Cerró los párpados y los apretó con
fuerza, pero el brillo del sol traspasaba todas y cada una de sus células, y se arriesgó a
levantar un brazo para taparse los ojos. El gesto hizo que empezaran a picarle, pero
aun así mantuvo levantado su fresco antebrazo hasta que el fuego rojizo fue muriendo
tras sus párpados, y pudo respirar con regularidad.
Cuando apartó el brazo, cautelosamente, parpadeó y se dio cuenta de que ahora el
sol se encontraba muy al oeste del meridiano. Se incorporó lentamente, y se apartó
del agujero que había creado en el tejado. Pronto tendría que empezar a nadar. Se
estaba haciendo tarde. Pero la mancha marrón que rodeaba la casa había aumentado,
y sintió cierta repugnancia ante la idea de saltar y cruzar su opaca superficie.
Sus cautelosos movimientos irritaron de nuevo al delicado equilibrio de la casa, y
Rory se apresuró a tenderse una vez más para calmarla. De su interior le llegó un leve
sonido, parecido a un roce, y luego un golpe ahogado que hizo estremecerse la
delgada membrana del techo. El ruido resultaba sorprendente, pues Rory había dado
por sentado que la corriente del río habría dejado vacía la casa. Pero, naturalmente,
algo podía haber entrado a la deriva por una de las ventanas, y ahora estaría
golpeando las paredes igual que una mosca intentando hallar su camino a través de
una rejilla de alambre. La casa seguía removiéndose inquieta, pese a la inmovilidad
de Rory; mientras pensaba en ello, acabó arrastrándose cautelosamente hasta el otro
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extremo del techo para calmar las oscilaciones.
Esa maniobra le dejó a sólo unos centímetros del agujero original del tejado, y
pudo oír muy claramente los golpes emitidos por lo que contuviera la casa al ir de
una pared a otra. Pero no había ningún chapoteo, y eso resultaba extraño. Miró por el
agujero, sintiendo que volvía a encenderse algo de su curiosidad original. Por el
agujero brotaba una especie de olor más seco, tan repugnante y podrido como el olor
húmedo del exterior. Se inclinó un poco más por el agujero, pero seguía sin haber
nada visible, pues por los dos orificios del techo entraba muy poca luz. Parecía una
especie de ático o buhardilla.
Pero se había inclinado demasiado, y con un débil ruido de succión las tejas
podridas se derrumbaron lentamente hacia el interior, y le dejaron caer suavemente en
el suelo. Rory alzó inmediatamente las manos hacia la luz que colgaba sobre él. Pero
después de que fracasaran sus primeros intentos, se dio cuenta de que sus saltos
hacían brotar un irritado coro de quejidos de toda la casa, y se quedó muy quieto
hasta que éstos cesaron. Aquí dentro hacía frío, incluso si se quedaba en los retazos
de luz, y sus dientes empezaron a castañetear mientras permanecía rígidamente
inmóvil desde los tobillos hasta las orejas, y los dedos de sus pies ejecutaban una
pequeña y aterrada danza en el suelo reseco. Por muy bajo que estuviera el río, el
interior de la casa era peligroso. Algo rodó hacia él desde un rincón oscuro y Rory
dio un salto, sin preocuparse del efecto que su movimiento tendría sobre la crujiente
estructura de la casa. Cuando el objeto quedó iluminado por el sol, lo reconoció y,
tras unos instantes de verlo rodar ante él, verde y blanco, se inclinó a recogerlo. Era
una lata de guisantes. Y estaba nueva, con la etiqueta seca y los extremos de latón
todavía brillantes. Un gigante verde le sonreía por encima de un montón de puntitos
de un verde impecable. El metal se encontraba un poco abollado, y los bordes se
habían llenado de barro al rodar sobre la madera blanda y medio podrida, pero no era
más que una lata de guisantes, perfectamente normal.
Sus dientes habían dejado de castañetear, aunque le seguían temblando los
hombros de vez en cuando. Apretó fuertemente con la mano el recipiente metálico,
pues necesitaba agarrarse a lo que fuera mientras luchaba por plantearse claramente
las opciones que le quedaban. Ahora la casa se movía continuamente, tanto si se
estaba quieto como si no. Decidió que lo mejor sería ir a la parte más baja del techo y
agujerear la frágil superficie de las tejas con las manos; luego treparía encima de él y
saltaría tan pronto como le fuera posible, nadando hacia la orilla. Todavía le dolían
los hombros del trayecto de ida, pero no importaba, conseguiría volver. Pero tenía
que empezar ahora mismo. Si era necesario, podía flotar durante un rato y luego
seguiría nadando. Adelantó su pie derecho, como si estuviera patinando por encima
del suelo hacia el final de la habitación. El suelo se inclinó, siguiendo su movimiento.
Luego su pie izquierdo resbaló hacia adelante, y un perezoso ruido de succión sonó a
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su espalda. Rory miró hacia atrás.
En el rincón del que habían surgido los guisantes había algo más. El sol arrojaba
un gran haz de claridad a través del mayor agujero del techo, en un ángulo bastante
inclinado, y Rory pudo distinguir una especie de masa gris que se recortaba contra la
pared oscura que había a su espalda. Pero no tenía tiempo para más exploraciones. Se
concentró nuevamente en su tarea, haciendo avanzar sus pies en un lento resbalar. La
cosa gris arañó el suelo de madera al inclinarse. La casa se había inclinado lo
suficiente como para que ahora le fuera posible ver el agua mezclada con barro a
través del orificio de las tejas. Ladeó su cuerpo hacia la abertura, manteniendo los
pies inmóviles, y una mano se agarró a una viga mientras que la otra usaba la lata de
guisantes para golpear las tejas, provocando una mezcolanza de madera, agua y barro
del río. Tras haber despejado un agujero lo bastante grande como para saltar a través
de él, sus dedos se enroscaron suavemente alrededor de la viga y Rory tiró de ella. La
viga aguantó lo suficiente como para sostener su peso. Rory se preparó para saltar.
Pero cuando cerró los ojos, una imagen se apoderó de su mente: saltaba, sí, y el salto
era magnífico, hacia arriba, llevándole hasta el agua, y la casa giraba en el aire y se
hundía detrás de él, dándose la vuelta para caer sobre Rory igual que una cesta vacía.
Con un esfuerzo de voluntad hizo que su mente dejara de pensar en ello, abrió los
ojos y arrojó el recipiente metálico al río, agarrándose luego a la viga con las dos
manos. Intentó olvidarse de todo, y movió su cuerpo hacia adelante para saltar, pero
un instante después retrocedió ante la visión de la casa invertida, y su pequeña e
indecisa danza hizo temblar todavía más la casa, haciendo que la masa gris situada a
su espalda oscilase y rebotase en el suelo, arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que
sintió su perezoso peso ondulando alrededor de sus piernas, inmovilizándose contra
ellas. Sus dedos se quedaron helados sobre la viga, y sus ojos, los parpados
fuertemente cerrados, se alzaron hacia el cielo. Sentía un leve zumbido en los oídos, y
podía escuchar su propio jadeo. El objeto enredado entre sus piernas era bastante
pesado. Intentó mover la pierna izquierda. Estaba atascada. Tendría que bajar la vista
para ver cómo podía liberarse.
Al abrir Rory un ojo y bajar lentamente la mirada hacia él, el sol iluminó de lleno
el objeto. Unos cuantos detalles confirmaron que la cosa era un ser humano. Tragó
saliva y dijo: «¿Ho-hola?». No hubo respuesta. No había esperado obtener ninguna.
Movió suavemente su pie derecho y la empujó. El cuerpo se agitó un poco, pero su
pie izquierdo seguía atrapado. Dio una patada y un brazo se soltó de su pie: por un
instante que le dejó sin respiración, vio el rostro antes de saltar gritando a través del
agujero que había en el techo.
Cuando el primer impulso de sus gritos se hubo agotado, empezó a gemir. Quería
saltar, encontrarse en aguas límpidas y nadar, pero el charco de barro se extendía ante
él durante metros y metros, y el cuerpo que había debajo seguía estorbándole, y en su
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mente aún tiraba de sus piernas. Se alejó del agujero, reptando hacia el extremo más
alejado del porche, dejando atrás el sonido de lo que se debatía en el ático.
Si cerraba los ojos, el rostro se alzaba entre él y sus propios párpados, entre Ron y
el sol y el agua si osaba abrirlos. Era el rostro de una mujer, convertido en pulpa por
grandes círculos negros que formaban hinchadas medias lunas sobre toda su piel. Y
rió histéricamente, una risa algo mezclada con sus gemidos, al pensar que le habían
aplastado la cabeza con una lata de guisantes.
Tendría que gritar pidiendo auxilio: no podía hacer otra cosa, y empezó a chillar
tan alto como pudo. Pero su voz sonaba débil y agarrotada por el miedo, y los gritos
no llegaban muy lejos. La orilla se encontraba a gran distancia, y Rory pudo ver que
la casa de sus abuelos empezaba a quedar cubierta por las sombras de los álamos que
había ante ella. Sobresaltado, alzó los ojos. El sol había llegado casi al horizonte
mientras él estuvo en el ático. El río seguía brillando, pero cuando el sol se ocultara la
oscuridad no tardaría en llegar: muy pronto el río sería un gran espejo reluciente
situado junto a la negra orilla, y después de eso, el mismo río se volvería oscuro. Su
abuela debía estarle buscando. Ya había pasado la hora de la cena, y ella sabía que
Rory se encontraba junto al río. Su toalla de baño seguiría en la orilla. Agitó los
brazos, con la esperanza de que pudiera verle recortado contra el sol, y gritó unas
cuantas veces más. No podía ver a nadie, sólo el débil resplandor de la casa blanca, y
el vívido verde y amarillo de los árboles y la hierba allí donde les daba el sol, y las
sombras que iban haciéndose más oscuras y purpúreas detrás de ellos.
Pero estaba la policía. Tenían motoras; podría oírles incluso en la oscuridad, vería
sus luces. Aunque quizá la casa no pudiera esperar. Ahora crujía continuamente, sin
importar lo que Rory hiciera. Intentó concentrarse nuevamente en la idea de nadar;
pero no podía, sencillamente le era imposible. Podía nadar en círculos interminables,
perdido en la oscuridad, incapaz de ver la orilla, con el cadáver flotando a la deriva
detrás de él, esperando para atrapar sus piernas con sus muertos brazos.
El sol no tardó en convertirse en un delgado borde rojizo que brillaba detrás de las
colinas, y el río se volvió una opaca superficie reluciente. Rory miró a su alrededor
por última vez, sabiendo que tardaría mucho tiempo en mirar de nuevo. Y vio algo en
la distancia; quizá fuera un bote, pues se estaba moviendo. Gritó, su voz
enronquecida por el agua y la pestilencia. El objeto se acercaba rápidamente,
avanzando con decisión por el río hacia la casa, con mayor rapidez de la que podía
darle la corriente. Volvió a gritar y agitó los brazos. Había más de uno. Cinco o seis
puntos emergían de las aguas; tenían que ser botes. Dejó de gritar por un instante,
pensando que oiría una réplica; pero no hubo respuesta alguna, ni siquiera un grito
ahogado por el viento, ni el menor sonido de motores o remos lamiendo el agua. Los
botes se acercaban silenciosamente, cada vez más y más cerca, y su voz murió en la
garganta antes de nacer. No llevaban luces. Y a medida que se hacían más grandes, un
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débil destello luminoso le permitió ver que los botes avanzaban por entre un charco
de agua fangosa que se iba ensanchando cada vez más, y la brisa le trajo el penetrante
olor rancio de algo que llevaba mucho tiempo enterrado, mientras la casa oscilaba,
cambiando nuevamente de postura, como si se arrodillara en el agua igual que un
caballo bien entrenado haciéndole una reverencia a su jinete.
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La noche del tigre
STEPHEN KING
Nativo del Maine, Stephen King es actualmente el autor más vendido del mundo,
y se podría pensar en él como en el campeón de los pesos pesados en el relato
moderno de terror. Sabe hacer habilidosas fintas y amagos con motivos y figuras
convencionales del horror, y también explota temas más habituales de la ciencia
ficción como la telequinesia y la telepatía. Sus relatos, novelas y películas son obras
maestras que hacen presa en el lector, y presentan personajes muy reales y muy
creíbles. En muchos de sus relatos —incluido «La noche del tigre»—, Stephen King
retrata de forma realista a gente «de cada día», repentinamente enfrentada a
situaciones que se retuercen y cambian para mostrar sus lados más oscuros. «La
noche del tigre» narra uno de esos momentos de oscuridad, y es la historia de lo que
ocurrió una noche de tormenta en el Circo Americano de tres pistas de Farnum y
William.
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Vi por primera vez al señor Legere cuando el circo pasó por Steubenville, pero yo
sólo llevaba dos semanas en el espectáculo, y tal vez él hubiera hecho
indefinidamente sus visitas irregulares. Nadie quería hablar gran cosa del señor
Legere, ni siquiera aquella última noche, cuando parecía que el fin del mundo estaba
al caer…, la noche que desapareció el señor Indrasil.
Pero si he de explicárselo desde el principio, debería empezar diciendo que me
llamo Eddie Johnston, y que nací y me crié en Sauk City. Allí fui a la escuela, tuve mi
primer amor y trabajé durante algún tiempo en el almacén del señor Lillie, una vez
terminados mis estudios en la escuela superior. Eso fue hace algunos años…, a veces
más de los que quisiera contar. No es que Sauk City sea un lugar tan malo. Algunas
personas se contentan con sentarse en el porche de sus casas en las cálidas y
perezosas noches de verano, pero a mí eso me producía una cierta comezón, como
cuando te pasas demasiado tiempo sentado en la misma silla. Así que dejé el almacén
y me enrolé en el Circo Americano de Farnum y Williams, con sus tres pistas y sus
exhibiciones secundarias. Supongo que lo hice en un momento de aturdimiento,
cuando la musiquilla del circo me nubló el juicio.
Me convertí entonces en un peón nómada. Ayudaba a levantar y desmontar las
carpas, limpiar las jaulas y, a veces, vender algodón de azúcar cuando el vendedor
regular tenía que ausentarse, y vociferar para Chips Baily, el cual padecía malaria, y
en ocasiones tenía que ir a algún sitio muy lejano. En general eran cosas que hacen
los muchachos para que les regales localidades…, cosas que solía hacer yo mismo de
niño. Pero los tiempos cambian, y ya no parecen presentarse como antes.
Aquel tórrido verano pasamos por Illinois e Indiana, el público era bueno y todo
el mundo se sentía feliz. Todos excepto el señor Indrasil, el cual nunca era feliz. Era
el domador de leones, y su aspecto me recordaba al Rodolfo Valentino que había
visto en viejas fotografías. Un hombre alto, de rasgos apuestos y arrogantes y una
agreste cabellera negra. La expresión de sus ojos era extraña, furiosa…, la más
furiosa que he visto jamás. Casi siempre estaba callado; un par de sílabas del señor
Indrasil eran todo un sermón. Todos los miembros del circo mantenían con él una
distancia tanto mental como física, porque sus accesos de cólera eran legendarios. Se
rumoreaba, siempre en susurros, que en una ocasión, después de una actuación
especialmente difícil, uno de los peones derramó café sobre las manos del señor
Indrasil, y éste estuvo a punto de matarle antes de que lograran separarle del
muchacho. No sé si será cierto. Lo que sí sé es que llegué a temerle más que al frío
señor Edmont, el director de mi escuela, al señor Lillie e incluso a mi padre, el cual
era capaz de frías reprimendas que te dejaban temblando de vergüenza y desaliento.
Cuando limpiaba las jaulas de los grandes felinos, las dejaba siempre impecables.
El recuerdo de las pocas ocasiones en que fui objeto de las iras del señor Indrasil
todavía me hace flaquear las rodillas.
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Eran sus ojos, sobre todo…, grandes, oscuros y totalmente inexpresivos. Los ojos
y la sensación de que un hombre capaz de dominar a siete gatazos ojo avizor en un
pequeña jaula, por fuerza tenía que ser también un salvaje.
Y las dos únicas cosas a las que él temía eran el señor Legere y el único tigre del
circo, una bestia enorme llamada Terror Verde.
Como he dicho, vi por primera vez al señor Legere en Steubenville, cuando él
contemplaba la jaula de Terror Verde como si el tigre conociera todos los secretos de
la vida y de la muerte.
Era enjuto, moreno, sosegado. Sus ojos profundos, muy hundidos en las cuencas,
tenían una expresión de dolor y cavilosa violencia en sus honduras con reflejos
verdes, y siempre cruzaba las manos a la espalda mientras contemplaba taciturno al
tigre.
Terror Verde era una fiera digna de verse, un enorme y hermoso espécimen con un
impecable pelaje rayado, ojos verde esmeralda y grandes colmillos como escarpias de
marfil. Sus rugidos solían oírse en todo el recinto del circo…, fieros, airados y
absolutamente salvajes. Parecía gritar su desafío y su frustración al mundo entero.
Chips Baily, que llevaba en el circo Farnum y Williams desde Dios sabe cuándo,
me dijo que el señor Indrasil solía utilizar a Terror Verde en sus actuaciones, hasta
que una noche el tigre saltó de repente desde su plataforma elevada y casi le arrancó
la cabeza antes de que el señor Indrasil pudiera salir de la jaula. Observé que el señor
Indrasil siempre llevaba el cabello largo, cubriéndole la nuca.
Todavía puedo recordar la escena aquel día en Steubenville. Hacía calor, un calor
sofocante, y el público iba en mangas de camisa. Por ello destacaban los señores
Legere e Indrasil. El señor Legere, que estaba de pie en silencio junto a la jaula del
tigre, vestía traje y chaleco, y no tenía el rostro húmedo de sudor. El señor Indrasil
llevaba una de sus bonitas camisas de seda y calzones de gruesa tela blanca, y los
miraba a ambos, pálido como un muerto, con una expresión de cólera lunática, odio y
temor en sus ojos saltones. Sostenía una almohaza y un cepillo, y las manos le
temblaban espasmódicamente, aferradas a aquellos objetos.
De repente me vio y dio rienda suelta a su ira.
—¡Tú! —gritó—. ¡Johnston!
—Sí, señor.
Sentí un hormigueo en la boca del estómago. Sabía que la ira de Indrasil estaba a
punto de volcarse sobre mí, y el temor que me inspiraba aquella idea me hizo sentir
débil. Me gusta pensar que soy tan valiente como cualquier hijo de vecino, y si se
hubiese tratado de alguien más, creo que hubiera estado plenamente decidido a
defenderme. Pero no era nadie más. Era el señor Indrasil, y tenía ojos de loco.
—Estas jaulas, Johnston. ¿Crees que están limpias?
Señaló con un dedo, cuya dirección seguí. Vi cuatro trocitos dispersos de paja y
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un acusador charco de agua de la manguera al fondo de una de las jaulas.
—S… sí, señor —le respondí, y lo que pretendía que fuera firmeza se convirtió
en una débil bravata.
Se hizo un silencio, como la pausa eléctrica que antecede a un aguacero. La gente
empezaba a mirar, y yo tenía la vaga conciencia de que el señor Legere nos observaba
con sus ojos insondables.
—¿Sí, señor? —atronó de repente el señor Indrasil—. ¿Sí, señor? ¿Sí, señor? ¡No
te burles de mi inteligencia, muchacho! ¿Crees que no veo, que no puedo oler?
¿Pusiste el desinfectante?
—Ayer puse el desinfec…
—¡No me repliques! —gritó, y entonces bajó súbitamente la voz, lo que me hizo
sentir un hormigueo en la piel—. No te atrevas a replicarme. —Ahora todo el mundo
nos miraba. Yo quería vomitar, morirme—. Ahora mismo vas a ir al cobertizo de las
herramientas, vas a coger el desinfectante y fregar estas jaulas —susurró, midiendo
cada palabra. De repente, tendió una mano y me agarró de un hombro—. Y nunca,
nunca, vuelvas a replicarme.
No sé de dónde salieron mis palabras, pero de pronto estaban allí, brotando de
mis labios.
—No le he replicado, señor Indrasil, y no me gusta que diga eso. Yo… me ofendo
si dice una cosa así. Ahora déjeme ir.
Su rostro se puso repentinamente rojo, luego blanco y finalmente casi azafranado
de ira. Sus ojos eran llameantes umbrales del infierno.
En aquel momento pensé que iba a morir.
El señor Indrasil emitió un sonido gutural inarticulado, y la presión de su mano en
mi hombro se hizo insoportable. Su mano derecha subió alto, muy alto…, y entonces
descendió con increíble velocidad.
Si aquella mano hubiera alcanzado mi rostro, como mínimo me habría derribado
al suelo sin sentido y, en el peor de los casos, me habría roto el cuello.
Pero no me alcanzó.
Otra mano surgió como por ensalmo en el espacio, directamente delante de mí.
Ambos miembros en tensión colisionaron con un ruido sordo. Era el señor Legere.
—Deja en paz al muchacho —le dijo fríamente.
El señor Indrasil se lo quedó mirando durante un largo momento, y creo que no
había nada tan desagradable en todo el asunto como observar el temor del señor
Legere y la loca avidez de herir (¡o matar!) mezclados con aquella mirada terrible.
Entonces dio media vuelta y se alejó.
Me volví hacia el señor Legere.
—No me des las gracias.
Y no era un «no me des las gracias», sino un «no me des las gracias», no un gesto
La oleada de calor continuó, y las temperaturas rebasaban los treinta grados todos
los días. Parecía como si los dioses de la lluvia se burlaran de nosotros. En cuanto
abandonábamos una ciudad, ésta recibía la bendición de los aguaceros, y cada ciudad
en la que entrábamos estaba reseca y ardiente.
Y una noche, en la carretera entre Kansas City y Green Bluff, vi algo que me
El calor continuó.
Aporreamos su puerta hasta que debió pensar que todos los demonios del infierno
iban a por él. Por fortuna, finalmente la puerta se abrió y apareció el señor Indrasil,
tambaleándose y mirándonos, con ojos de loco abrillantados por el alcohol. Olía
como una destilería.
—Dejadme en paz —gruñó—, malditos seáis.
—Señor Indrasil… —tuve que gritar para hacer oír mi voz sobre el estruendo del
viento.
Aquella tormenta no se parecía a nada de lo que había oído o leído jamás. Era
como el fin del mundo.
—Tú —dijo entre sus dientes apretados. Alargó una mano y me cogió por la
pechera de la camisa—. Voy a enseñarte una lección que nunca olvidarás. —Lanzó
una mirada furibunda a Kelly y Mike, agazapados en las sombras movedizas de la
tormenta—. ¡Marchaos!
Los dos echaron a correr, y no los culpé. Ya he dicho que el señor Indrasil…
estaba loco. Y no era la suya una locura ordinaria… Era como un animal loco, como
uno de sus propios felinos que se hubiera vuelto majareta.
—De acuerdo —musitó, sus ojos como dos quinqués prendidos—. No hay ningún
amuleto que te proteja ahora, ningún talismán. —Sus labios se contorsionaron en una
sonrisa demencial, horrible—. Él no está aquí ahora, ¿verdad? Somos de la misma
clase, él y yo. Quizá los dos únicos que quedamos. Mi dios de la venganza…, y yo
soy el suyo.
Desbarraba, y no traté de detenerle. Al menos no centraba su mente en mí.
—Volvió aquel felino contra mí, allá por el año cincuenta y ocho. ¡Siempre tuvo
más poder que yo. El muy estúpido pudo ganar un millón…, los dos pudimos
ganarlo, si no hubiera sido tan altanero y poderoso… ¿Qué ha sido eso?
Era Terror Verde, que había empezado a rugir aterradoramente.
—¿No has encerrado a ese maldito tigre? —gritó, casi con voz de falsete, y me
sacudió como si fuera un muñeco de trapo.
—¡No quiere moverse! —me oí replicar también a gritos—. Tiene usted que…
En los primeros años del F&SF, los editores Anthony Boucher y J. Francis
McComas aceptaron un relato, «Born of man and woman» (1950), de un tal Richard
Matheson. «Cuando leímos el manuscrito —escribieron—, supusimos que se trataba
de algún profesional bien establecido, que se permitía el lujo de hacer un ejercicio
literario fuera de los senderos habituales bajo seudónimo. Aceptamos rápidamente
ese relato, y pedimos un poco de información personal al señor Matheson…,
¡descubriendo para nuestro feliz asombro que ése era el primer relato que había
vendido jamás!». Desde entonces, Richard Matheson ha seguido su carrera hasta
convertirse en lo que los profesionales señores McComas y Boucher supusieron que
era en 1950, escribiendo numerosos relatos y novelas, y trabajando ampliamente en
el cine y la televisión, muy recientemente con Steven Spielberg. «El vestido de seda
blanca», publicado por primera vez en F&SF en octubre de 1951, es muy
representativo de su estilo. Es la historia terrorífica, conmovedora y soberbiamente
escrita de una simple… niña.
ALTURA: 2 metros
PESO: 115 kilos
PECHO: 1 metro y 24 centímetros
CINTURA: 90 centímetros
CUELLO: 45 centímetros
A la mañana siguiente nos dejaron el desayuno fuera del granero. No era muy
abundante pero sí digno. Antoine envolvió cuidadosamente el retrato, tomando
especial precaución con las zonas donde la pintura aún estaba húmeda; lo llamaba La
jeune fille au miroir, «La muchacha del espejo». Lise estaba sentada junto a nosotros,
observándonos; había vuelto al granero un poco antes de que me despertara, no sé
cuándo. Dijo muy poco y no comió nada. Ahora me resultaba difícil imaginar cómo
había podido llegar a considerarla carente de atractivo.
Supongo que, para seguir desarrollando mis fantasiosas ideas de la noche anterior,
ahora la veía a través de los ojos de Antoine. Ahora, mi primera impresión no contaba
para nada; no era sencillamente que hubiera cambiado de opinión para acabar
rindiéndome ante los puntos de vista de otra persona; más bien había descubierto una
auténtica transformación en la textura de mi mundo, causada por la intensidad de su
visión personal. Pero se trataba de una intensidad que le estaba agotando, me daba
cuenta de ello; ahora no tenía mejor aspecto físico que cuando yo había llegado, e
incluso parecía haber empeorado. Me pregunté si paladear el éxito gracias a la venta
del retrato podría servirle de alimento.
Partí antes de las diez, sabiendo que tenía por delante un largo paseo a pie y en
carruaje antes de que me fuera posible llegar al ferrocarril. Las botas que llevaba, mi
par más resistente, se habían mojado un poco al vadear el río en la jornada anterior,
pero se habían secado durante la noche, y Antoine salió del granero para intentar
conseguir algún medio de transporte, con lo que no tendría que reemprender mi viaje
Tales fueron mis primeros esfuerzos en pro de Antoine; y debo decir que no tuve
Edgar Pangborn (1909-1976) será recordado por aquellos que lleven largo
tiempo leyendo ciencia ficción y fantasía a raíz de sus soberbios relatos sobre Davy,
que mostraban el triunfo del arte y los eruditos sobre la opresión religiosa; estos
relatos fueron combinados en una novela, Davy, publicada en 1964. Aunque Edgar
Pangborn fue más conocido por sus relatos de ciencia ficción, también fue el creador
de relatos de terror tan tensos y bien escritos como «Dientes Largos». «Dientes
Largos» tiene lugar en el Maine rural, y su tema es algo aterrador que nace, vive
durante un breve tiempo en el bosque apacible…, y mata.
Fui detrás de Harp, que había dejado la puerta de la cocina abierta para que el
viento la hiciera golpear contra el marco. Salí de la casa con el rifle y la linterna, y vi
su luz al otro lado del camino. No había ninguna otra luz, sólo el pequeño resplandor
de su linterna y la mía.
Tan pronto como me hube obligado a dejar atrás la esquina de la casa para
penetrar en el fantástico abrazo de la tormenta, supe que no lo conseguiría. El viento
del oeste clavaba agujas de hielo en mi cara. La nieve me llegaba hasta la mitad de
los muslos. Con los pulmones débiles y, quizá, un corazón en no muy buen estado, lo
único que podría hacer aquí fuera sería morir rápidamente para nada. En un segundo
más, Harp empezaría a bajar por la cuesta que llevaba a los bosques. Sus huellas ya
estaban desapareciendo bajo el haz luminoso de mi linterna. Avancé un poco más, y
un momento de calma en la tormenta me permitió gritar:
—¡Harp! ¡No puedo seguirte!
Me oyó. Puso las manos alrededor de su boca y gritó:
—¡No lo intentes! ¡Vuelve a casa! ¡El teléfono!
Agité la mano para indicar que había comprendido el mensaje, y me esforcé por
volver.
Estuve a punto de no conseguirlo. Caí de bruces nada más cruzar el umbral de la
cocina, el rifle y la linterna escapándoseme de entre los dedos para perderse
estrepitosamente no sabía dónde, y allí me quedé hasta haber recuperado el aliento
necesario para continuar con vida. Mi cara y mis manos eran bloques de hielo que
luego se convirtieron en hogueras. Mientras trabajaba en la dura tarea de hacer entrar
Al salir el sol le encontré con Ned y Jerry en el establo. Había vivido ocho o diez
años con ese par de caballos. Dio una última palmada en el cuello de Ned, y se volvió
¿Qué sería una antología de terror sin una historia de vampiros? «Glory» es una
historia de vampiros, pero de un tipo muy distinto al que suele encontrarse
normalmente en las antologías de terror, y es una obra típica del mordiente estilo de
Ron Goulart. Goulart (al igual que muchos de los escritores de esta antología)
publicó su primer relato de ciencia ficción, «Letters to the editor», en F&SF y desde
entonces, por suerte, ha sido un colaborador regular de la revista. Sus relatos suelen
emplear los temas y motivos tradicionales de la ciencia ficción o el terror, pero lo
hacen con una desviación satírica que crea un irresistible clima de locura e
hilaridad. «Glory» es un relato sobre la industria del cine. Las productoras reviven
continuamente viejas películas; las estrellas de ayer recuperan su popularidad, y
tanto los cines como la televisión se permiten orgiásticas exhibiciones de películas
donde éstas aparecen. En «Glory», una de esas «resurrecciones» lleva a unas
consecuencias muy… absorbentes.
Una cálida ráfaga de viento nocturno azotó la maleza que cubría la parte trasera
de la propiedad Yarko, rodeada por altas vallas. El viento se apoderó de Byers Tumly,
hinchando el grueso abrigo a cuadros que el viejo y frágil místico insistía en llevar, y
le empujó contra un seto que llevaba mucho tiempo muerto, haciéndole caer dentro
de un estanque seco que en el pasado contuvo peces.
—Ciertamente…, hum hum… —murmuró, de narices en el suelo junto a un
querubín de piedra medio roto, que abrazaba a un delfín del que antes había salido
agua—, estoy… sabe…, empezando a recordar. El estanque, sí…, solía haber peces
en él.
Jack cogió al brujo por su delgado brazo y le puso en pie.
—No sé mucho de los rituales ocultos —le dijo a Hoff, que llevaba una gran
linterna y una bolsa llena de herramientas que no paraban de tintinear—, pero ¿no
debería estar sobrio?
—Está sobrio.
—Hum… hum…, Peter Yarko…, recuerdo bien la noche…, viento en los
sauces…, arrojar un hechizo…, viejas ruinas… Calabar… Egbo… Nyamba…,
ciertamente, ciertamente.
—Está como una cuba.
Jack le hizo rodear un fauno de mármol, y le guió hacia la negra masa del
edificio.
—Es viejo, nada más.
El viento resbalaba sobre los tejados que se inclinaban abruptamente hacia el
suelo, haciendo girar la maltrecha veleta con un ruido chirriante.
—El que uno sea viejo no quiere decir que huela igual que un trapo para limpiar
mostradores de bar.
—¿Cuál era la razón para arrojar el hechizo?… Me pagó espléndidamente…,
hum… hum…, el Sello de Salomón…, la salamandra… Obambo.
Hasta su muerte, ocurrida hace varios años, el inglés Robert Aickman se interesó
y trabajó en muchas áreas, incluyendo la arquitectura, la ópera, la vida salvaje, los
canales y la investigación psíquica. Fue crítico teatral y cinematográfico,
conferenciante y locutor de radio, pero le conocemos mejor como autor de un gran
número de historias extrañas y soberbias, entre las que se cuentan «Ringing the
changes», «Páginas del diario de una adolescente». («Pages from a young girl’s
journal», que ganó el primer Premio Mundial de Fantasía al mejor relato corto), y la
que van a leer, un moderno cuento gótico con unas cuantas y sutiles desviaciones en
su curso. Es la historia de una joven, que ha tenido un desgraciado asunto amoroso y
pregunta: «¿De qué forma se puede curar un corazón roto?». Y recibe la respuesta:
«Matando al hombre que lo ha roto…».
La subida resultó bastante más laboriosa, como era de rigor. «Peliagudo» era la
palabra que el padre adoptivo de Millicent habría aplicado al trayecto.
—¿Por qué todas las vacas se quedan en una esquina de la pradera? —preguntó
Millicent—. No han movido una pata desde que llegamos.
—Es algo relacionado con las moscas —dijo Winifred, con cara de saber muy
bien de lo que hablaba.
—No mueven los rabos. No sacuden la cabeza. No se inclinan a pastar. De hecho,
podrían estar rellenas de paja, o ser unas estatuas.
—Supongo que estarán masticando lo que ya han comido, Millicent.
—Me parece que no. —Millicent, por supuesto, sabía bastante más que Winifred
de las cosas del campo—. No estoy segura de que sean reales.
—Oh, vamos, Millicent —dijo Winifred, sin detenerse ni un segundo, y sin
siquiera volverse para mirar a Millicent por encima del hombro, y menos aún a las
vacas inmóviles en la lejanía.
Millicent sabía que la gente estaba siendo buena con ella, y que ese momento no
era el adecuado para que ella protestara por nada, salvo quizá con ánimo de bromear
y halagando con ello a su compañera.
Por fin llegaron a la melancólica puerta de los besos situada al final del patio.
Apenas tocada, la puerta emitió su chirrido y, cuando Winifred la hubo cruzado
tranquilamente, se lanzó vengativamente sobre Millicent.
Millicent no recordaba cuál había sido la conducta de la puerta en el camino de
ida. Probablemente, las cosas se comportaban de forma distinta según si estabas
bajando o subiendo.
Pero…
—¡Winifred, mira!
Millicent, que tan cuidadosamente se había contenido durante todo el día, casi
La puerta cochera, que en tiempos estuvo pintada de alguna tonalidad azul, y que
ahora se estaba desmoronando, distanciando lentamente la madera del herraje por un
lado y la barra del engarce por otro, no ofrecía pista alguna sobre si el lugar era o
había sido rectoría, o residencia del vicario local. El camino, no muy largo, estaba
cubierto de maleza y desperdicios. O los árboles habían decidido apoderarse del
edificio, construido a mediados de la era victoriana, o sufrían una prematura
senilidad.
Cuando Winifred lo apretó, el timbre de la puerta principal emitió un sonido
bastante agudo, pero no siguió ninguna respuesta. Tras una pausa silenciosa y
bastante prolongada, con Millicent sosteniendo el guante ante ella, Winifred volvió a
llamar. Y, una vez más, no ocurrió nada.
—Creo que está abierta —dijo Millicent.
Empujó la puerta y las dos entraron en el edificio, pero sólo unos cuantos pasos.
El vestíbulo, que originalmente había sido diseñado más o menos al estilo gótico,
poseía mobiliario, aunque no abundante, y daba la impresión de ser un sitio donde
«se vivía». Y, además, viniendo hacia ellas vieron a una silueta encorvada, femenina
e hirsuta, que llevaba un descolorido delantal que le proporcionaba un vago aire de
sirvienta.
—Encontramos esto en el patio de la iglesia —dijo Winifred con su límpida voz
de siempre, señalando hacia el guante.
—No puedo oír el timbre —dijo la figura femenina—. Por eso está abierto. Perdí
el oído. Ya saben cómo son estas cosas.
Millicent sabía que Winifred nunca había logrado entenderse con los sordos, algo
que muy a menudo no era cuestión de más o menos decibelios sino,
presumiblemente, de psicología.
—Hemos encontrado este guante —dijo, sosteniéndolo ante ella y hablando con
toda naturalidad.
—No puedo oír nada —dijo la figura, lo cual resultó más bien decepcionante—.
Ya saben por qué.
—No lo sabemos —contestó Millicent—. ¿Por qué?
Pero, naturalmente, tampoco esas palabras podían ser oídas. Era inútil seguir
intentándolo.
La sirvienta, si eso era, salvó la situación.
—Iré a buscar a la señora —dijo, y se retiró sin invitarlas a que tomaran asiento
Cuando pasaron por última vez por la puerta de salida del patio, Winifred dijo:
—Nos iremos a casa tan rápido como sea posible. Te llevaré a mi piso y te meteré
en la cama con un calmante. Realmente, no sé nada sobre esta clase de problemas,
pero he visto lo que he visto, y lo que necesitas, en primer lugar, es un largo sueño y
descansar bien, estoy segura de ello.
Millicent sabía que la pena, especialmente la pena reprimida, era, según decían,
capaz de hacer que la mente, aparte de tener ideas raras, viera cosas que no eran
normales.
Sin embargo, Millicent despertó cuando eran exactamente las once y cuarto.
Hacía mucho tiempo, en los primeros días con Nigel, uno de los dos llamaba cada
noche por teléfono al otro a esa hora, y a menudo se habían quedado conversando
hasta la medianoche, momento en el que habían acordado que se fijaba el límite. Tan
sencillos placeres habían llegado a su fin hacía ya años y años, pero desde que
abandonó a Nigel, Millicent no se había acostado jamás antes de esa hora.
Era poco probable que Nigel se acordara de ese viejo y algo sentimental acuerdo,
y era todavía menos probable que tuviera palabras para decirle que pudieran calmarla.
Con todo, Millicent miró su reloj y se quedó tendida en la cama, algo aturdida por el
sedante pero despierta; y el teléfono sonó obedientemente.
En el cómodo dormitorio para huéspedes de Winifred había un supletorio
colocado junto a la cabecera de la cama. Winifred era incapaz de encontrarse a gusto
en una habitación sin teléfono.
Millicent ya tenía el auricular en la mano cuando el pequeño y delicado zumbador
iba sólo por la mitad de su primer repique.
Mike Conner vive en California con su mujer y cuatro hijos, y dice que
probablemente es el único escritor de ciencia ficción y fantasía que ha surgido de
Hopkins, Minnesota, la capital mundial de las moras. Los excelentes relatos escritos
por el señor Conner para el F&SF han examinado siempre el sombrío aspecto oculto
de lo que, a primera vista, parece ser una situación inofensiva, aunque quizá
incómoda. Este relato narra la historia de Claudia Fenster, una recién llegada a un
pueblo minero situado al sur del Missouri, y de cómo se ve expuesta al brillo de su
vida social y a la oscuridad de sus cavernas…, y secretos.
—¿Así que te marchaste corriendo como si fueras una colegiala tonta? ¡Por Dios,
es increíble!
Ulysses Fenster se sirvió un bourbon y, ajustándose su considerable cinturón, se
volvió hacia su esposa, que había estado llorando en una silla.
—¡No me gustan! La única mujer de ese grupo que me demostró cierta simpatía
fue Elly Corporan, pero todas se dejan dominar por la señora Ash, y yo no pienso
permitirlo.
Las mejillas de Fenster enrojecieron, como ocurría invariablemente siempre que
se enfadaba.
—¡Claudia, ya te he explicado que el ser aceptado por lo que en este pueblo
miserable se hace llamar sociedad depende enteramente de esa mujer! ¡No te estoy
pidiendo que la abraces apasionadamente, pero estoy seguro de que puedes mostrarte
agradable durante una hora o dos, y demostrarle que posees una cierta cantidad de
porte y buena crianza!
—¡Se burló de ti, Ulysses! Te acusó prácticamente de haberme robado de la cuna,
y a mí de seducir a un viejo tonto para prosperar materialmente. ¿Qué debía hacer,
sonreír con dulzura y decir: «Por supuesto, señora Ash, qué graciosa es usted al saber
encontrar tales argumentos de comedia»? ¡Si no te hubiera defendido me habría
tomado por una mujer sin carácter!
—¡No hace falta que me defiendan! —rugió Fenster—. Hasta ahora he
sobrevivido a todas las trampas que me ha puesto el prójimo sin que tú me ayudaras,
y me atrevo a decir que lo seguiré haciendo. ¡Por Dios, Claudia, ya que no puedes
darme un hijo, al menos ayúdame a conseguir un puesto seguro en la sociedad!
Claudia alzó sus ojos llenos de lágrimas hacia él, mirándole de forma desafiante.
—Puedo perdonarte eso —dijo—, pero la señora Ash sabe que no puedo tener
más hijos, y lo tomó a broma con sus amigas. ¡Ninguna de ellas le llevó la contraria!
Ninguna…
Y se derrumbó en su asiento, hecha un mar de lágrimas. Ulysses Fenster dejó su
copa y, con una expresión abatida, se arrodilló a su lado.
—Claudia…, nena, si eso es cierto, lo siento. Incluso su esposo está de acuerdo
en que su mujer tiene un carácter difícil. Pero ¿no te das cuenta de que intenta ponerte
a prueba, de que pretende juzgar tu fibra moral?
Pero sí quiso. Claudia se vistió esta vez de satén azul oscuro, con enaguas y una
camisola bajo el vestido para protegerse del frío de las cavernas. Para llegar a su
destino tomó el tranvía, abriendo de par en par la ventanilla, abanicándose y
resistiendo un cómico anhelo de jadear igual que un perro en la parte trasera del
vagón. Cuando llegó a la parada de la calle East, ya sentía una enorme gratitud ante la
oportunidad de escapar al calor, aunque sólo fuera por una o dos horas. Una especie
distinta de calor estaría aguardándola en la persona de la señora Ash, pero la semana
transcurrida desde su última partida de cartas había dado a Claudia tiempo para
prepararse. Hacía mucho tiempo que había aceptado la muerte de su criatura, aunque
el ver perderse de tal modo esa o cualquier otra vida era algo que le causaba gran
dolor. Entonces ¿por qué debía permitir que la molestara la crueldad de la señora Ash
al hablar de ello, como si esa muerte fuera culpa de Claudia? Dios había tenido una
razón para llevarse la vida de la criatura, y no era cosa de Claudia o de la señora Ash
poner en tela de juicio Su sabiduría. Firme en su fe, Claudia entró confiadamente en
las Cavernas de Cristal.
Las luces habían sido encendidas, pero las cavernas estaban vacías, Claudia se
limpió la frente con un pañuelo, y aspiró una profunda bocanada de ese aire suave y
refrescante. La caverna le contestó con un suspiro.
De repente, como la semana anterior, Claudia sintió que una ráfaga bastante
fuerte removía los pliegues de su falda, y le pareció oír algo parecido a un llanto
ahogado que venía del otro lado del pasillo vallado con los tablones. Claudia escuchó
con mayor atención, insegura de lo que había oído. Podía haber sido sólo la vibración
Dos días después, y casi a la misma hora del anochecer, Claudia y su esposo iban
hacia el Hotel Connor en el cabriolé que Ulysses había alquilado para el Baile de los
Mineros. Ulysses estaba muy enfadado, y los brazos le temblaban de tal forma que
tenía dificultades para controlar las riendas.
—¡Me has arruinado! —gritó, sin preocuparse de que se le oyera por toda la calle
principal—. ¡Ya es bastante malo que te viera en el parque con un hombre que no es
tu esposo, pero que luego acudieras a su casa, que entraras en ella sin ser invitada
para gritarle igual que si fueras una fregona que ha perdido los estribos…!
—¡Esa mujer nos odia! Ulysses, en el nombre del cielo, ¿cómo puedes desear
ganarte el favor de alguien que nunca te lo concederá? ¡Y pongo a Dios por testigo de
que le habría arrancado los cabellos de la cabeza si su cochero no hubiera acudido a
ayudarla! En un día y medio ha logrado arruinar mi buen nombre, y te ha hecho
quedar como un tonto, y con todo, sigues poniéndote de su lado…
—¡Silencio! —rugió él—. Has roto la promesa que me hiciste, Claudia, has
fracasado miserablemente cuando debías ayudarme a conseguir lo que más deseo.
¿Sabes lo que me dijo Ash esta tarde? «Lo siento, viejo, si dependiera de mí estaría
hecho en un minuto. Sólo que Olivia cree que tu esposa no resulta nada adecuada
para las tareas auxiliares, y… bueno, una cosa va con la otra. Quizá el año que
viene». ¡El año que viene! Esa locura que se ha metido en tu cabeza me ha costado
por lo menos diez mil dólares en nuevos negocios, y posiblemente mucho más.
—¡No estoy loca! ¡No lo estoy!
—¡Me entran ganas de mandarte a casa de tu padre, si no fuera porque la
vergüenza le mataría! Mereces ser una solterona…
—Ulysses…
—¡Suéltame el brazo, maldita seas!
—Por favor, da la vuelta al carruaje. No tenemos que soportar esto, ¿no lo
entiendes? No se trata de mí o de ti, ¡son ellas quienes no saben cómo deben
comportarse! Éste es el círculo de la señora Ash, las reglas son suyas. Volvamos a
casa. Ulysses, sabré satisfacerte si me das la oportunidad de ello, sólo eso… Fue el
Nina acabó de preparar la cena a la parpadeante luz amarilla de las velas. Andrew
había puesto una sobre la cocina, otra en un estante y dos más sobre la mesa, con un
espejo detrás de ellas para que recogiera la luz.
Nina se estremeció. El aire parecía más frío que de costumbre pese al calor del
horno. Sin la presencia familiar de la electricidad, tenía la sensación de ser
extrañamente vulnerable, incapaz de preparar la comida sin ella, incapaz de leer…, ni
siquiera podía secarse su larga y espesa cabellera sin el secador. Los artefactos
modernos sólo habían logrado hacerla más incompetente; pensó en el pasado,
imaginando familias enfrascadas en sus labores mientras se ponía el sol, leyéndose
uno a otro en voz alta ante la luz de una hoguera, cerrando filas contra la noche que
llegaba.
Sus abuelos, gente que creía en el progreso, siempre le habían dicho que ahora las
cosas eran mejores. Las mentes humanas habían sido más oscuras cuando la gente no
podía quedarse leyendo hasta altas horas de la noche, sus prejuicios eran mayores
cuando les faltaban las imágenes televisadas de otros sitios, su trabajo era más duro
sin los utensilios que mucha gente daba por naturales. Nina no estaba tan segura; la
civilización tecnificada había aislado a la gente de lo que era básico en la vida, y les
habían engañado, haciéndoles creer que controlaban el mundo.
Andrew puso la mesa, y luego colocó un radiocassette portátil cerca de las velas.
—No está tan mal. A decir verdad, incluso resulta algo romántico. Tendríamos
que hacerlo más a menudo.
—Siguen sin haber reparado la línea.
—Ya lo harán.
—Se estropeara todo lo que hay en el congelador.
—Olvídate del congelador. Aguantará. Lo único que debes hacer es no abrir la
puerta.
Descorchó una botella de vino mientras ella servía los pimientos rellenos.
Cuando llevaba los platos a la mesa volvió a sonar el trueno. Las tormentas
siempre la habían asustado, y la oscuridad que había más allá de la habitación
iluminada estaba llena de sombras amenazadoras. Nina tomó asiento ante la mesa, de
cara al espejo. El olor de la cera derretida se mezclaba con el de las especias y la salsa
de tomate.
—Tenemos comida. Incluso tenemos música.
La voz de Andrew sonaba hueca y distante. Una oscura sombra se alzó detrás de
Nina, dispuesta a envolverla en la negrura; Nina clavó los ojos en el espejo, temiendo
moverse. Andrew introdujo una cinta en el aparato, y la música de Bach inundó la
Andrew despejó la mesa y colocó los platos sucios en el fregadero, luego llevó las
velas que quedaban a la sala junto con el radiocassette. Sólo encendió la vela
perfumada, conservando las otras.
—Tenemos velas para tres o cuatro horas —dijo—. Para entonces ya tendrán
arreglada la línea.
Nina, escuchando el gemido del viento, no estaba tan segura.
Andrew conectó el radiocassette. Unas voces que cantaban alabanzas al Señor
subieron y bajaron de tono, saltándose unas cuantas notas. Andrew le dio un golpe al
aparato, y luego lo desconectó.
—¿No tienes nada más? —preguntó Rosalie.
—Tengo a Vivaldi, a Haendel, y un poco de…
—Tendría que haber traído mis cintas —le interrumpió Rosalie—. Por desgracia,
me las dejé en el coche. —Miró hacia la ventana—. Y no pienso salir con ese tiempo.
—No puedo decir que lo lamente —replicó Andrew.
Rosalie levantó la cabeza.
Frente al centro comercial se agitaba una masa oscura; Nina oyó el sonido del
cristal al romperse. Dos hombres pasaron rozándola, llevando una caja de bourbon;
un chico pasó corriendo con un televisor portátil.
Ante las tiendas ennegrecidas se había congregado una multitud. Dentro, se veía
gente que arrojaba ropas, electrodomésticos y botellas a través de los escaparates
rotos a los que se encontraban en el aparcamiento.
Andrew se detuvo. Nina le tiró del brazo.
—¡Será mejor que nos vayamos! —le gritó—. La policía estará aquí muy pronto.
Alarmas a pilas gemían y daban timbrazos; cuando un horno de microondas salió
volando por un escaparate, la multitud lanzó vítores. Nina apartó rápidamente la
mirada, preguntándose dónde estaba la policía.
Otro grupo de gente corría hacia ellos; Nina y Andrew se encontraron
repentinamente en mitad de la turba, y fueron empujados hacia las tiendas. Nina
alargó la mano en busca de su esposo, pero sólo encontró el aire.
—¡Andy! —Luchó por seguir en pie, temiendo ser pisoteada si caía—. ¡Andy!
Un tostador pasó volando a su lado, golpeando a otra mujer, que cayó al suelo y
dejó de ser visible. Había unas cuantas personas que llevaban linternas,
sosteniéndolas igual que si fueran antorchas. Una joven pasó corriendo junto a ella,
los brazos cargados de tejanos. Nina intentó cogerse a un poste, lo consiguió y se
agarró a él mientras la multitud se lanzaba hacia la tienda de licores.
Había varias personas tendidas en la acera; oyó gemidos. Un relámpago iluminó
la escena; Nina imaginó ver un negro charco de sangre junto a la cabeza de un
hombre.
—¡Andy!
—Nina.
Andrew estaba cerca de ella, caído en el suelo. Nina se inclinó sobre él,
intentando levantarle. Él lanzó un gemido.
—Mi pierna…, me duele.
Nina logró incorporarle, y Andrew se apoyó pesadamente en ella. Más gente pasó
corriendo a su lado, uniéndose a la multitud que saqueaba la tienda ante la que
El viento había cesado; la lluvia caía más lentamente. Los árboles amenazaban a
Nina con sus ramas cuando pasaba, golpeándola mientras ella luchaba por sostener a
su cojeante esposo. Murmuraba las plegarias de forma casi automática,
sorprendiéndose al ver que era capaz de recordar tantas, aun cuando llevaba años sin
recitarlas.
Pasaron delante de una extensión de césped cubierta de muebles, y oyeron un
grito lejano. Un haz luminoso la cegó durante un momento; unos guijarros se
estrellaron en su cuerpo mientras unos niños reían. Nina agito ante ella su brazo libre.
El haz luminoso se apartó de ella, y los niños se batieron en retirada.
Intentó ver algo a través de la lluvia, y distinguió un borroso resplandor dorado.
—Luz —dijo—. Ya casi estamos allí. —Ahora podía distinguir farolas, e intento
moverse con más rapidez; Andrew la hacía ir bastante despacio—. No me cogerás —
dijo.
Un camino iluminado serpenteaba subiendo por una colina; un camión de la
compañía eléctrica lo tenía bloqueado. Nina fue hacia el camión.
Un coche de la policía estaba aparcado bajo una farola, cerca del camión.
Llevando a su esposo hacia él, se aproximó hasta el límite entre la luz y la oscuridad,
y entonces se detuvo.
Intentó dar un paso hacia adelante y no pudo; algo la estaba reteniendo. Luchó
por avanzar y sus rodillas no la obedecieron.
—¡No! —gritó.
Una portezuela se abrió a un lado del coche de la policía, y un hombre con
impermeable corrió hacia ella.
—¿Qué está haciendo aquí? —gritó.
—Ayúdenos —dijo ella, alargando un brazo.
No podía llegar hasta allí. Él intentó cogerla, y un instante después retrocedió.
—No podemos entrar —dijo el policía—. Lo hemos intentado. Seguimos
intentándolo.
—Y tú no puedes salir —murmuró la voz.
De nuevo. Nina intentó dar un paso hacia adelante, y sintió como su cuerpo
retrocedía, tambaleándose; Andrew se le escapó y cayó al suelo.
—No puedo ayudarla, señora. —El policía agitó sus brazos en un gesto de
Cruzar a pie la plaza Durbar —que no era realmente una plaza sino un gran
complejo de templos con zonas abiertas, y por el que serpenteabas caminos
adoquinados—, siempre hacía que Eliot se acordara de su breve carrera como guía
turístico, una carrera que se había cortado en seco cuando la agencia recibió quejas
sobre su excentricidad («Mientras se abren paso por entre los montones de
excrementos humanos y mondas de fruta, les aconsejo que no respiren demasiado
profundamente la flatulencia divina, pues de lo contrario podría dejarles insensibles
al aroma de Pradera linda, Cañadita Bordada o cualquier otra ciudadela de vida
graciosa y elegante, a la que llamen ustedes su hogar…»). Le había molestado tener
que dar conferencias sobre las tallas y la historia de la plaza especialmente a la gente
sencilla-y-corriente, que sólo quería una Polaroid de Edna o del tío Jimmy junto a ese
extraño dios mono del pedestal. La plaza era un logar único y, en opinión de Eliot, un
turismo tan poco ilustrado no hacía más que rebajarla.
Por todos se alzaban templos de ladrillo rojo y madera oscura, construidos al
estilo de las pagodas, sus pináculos alzándose como relámpagos de latón. Parecían de
otro mundo, y uno medio esperaba ver que el cielo tenía un color distinto al de este
planeta, y que en él había varias lunas. Sus gabletes y los postigos de sus ventanas
estaban minuciosamente tallados con las imágenes de dioses y demonios, y tras un
gran biombo situado en el templo del Bhairab Blanco se encontraba la máscara de ese
dios. Tenía casi tres metros de alto, hecha en estaño, con un fantasioso tocado, orejas
de largos lóbulos, y una boca llena de colmillos blancos; sus cejas estaban cubiertas
de esmalte rojo y se arqueaban ferozmente, pero los ojos tenían esa cualidad algo
caricaturesca común a todos los dioses de Newari: no importaba cuán iracundos
fueran en ellos había algo esencialmente amistoso. A Eliot le recordaban embriones
de dibujos animados. Una vez al año —de hecho, faltaba poco más de una semana a
partir de ahora—, se abriría el biombo, se metería una cañería en la boca del dios, y
un chorro de cerveza de arroz brotarían por ella hacia las bocas de las multitudes
congregadas ante él: en un momento determinado meterían un pez dentro de la
cañería, y quien lo atrapara sería considerado como el alma más afortunada de todo el
valle de Katmandú durante el siguiente año. Una de las tradiciones de Eliot era
intentar coger al pez, aunque sabía que no era suerte lo que necesitaba.
Más allá de la plaza, las calles se estrechaban y corrían entre largos edificios de
ladrillo, que tenían tres y cuatro pisos de altura, cada uno de ellos dividido en docenas
de viviendas separadas. La tira de cielo que asomaba por entre los tejados era de un
azul brillante que parecía quemar —un color del vacío—, y a la sombra, los ladrillos
¡Derribado!
Un rastro de humo, girando locamente, estrellándose en la colina, y reventando en
una bola de fuego.
Eliot no comprendía por qué eso le había afectado tanto. Había ocurrido antes y
volvería a ocurrir. Normalmente, se habría dirigido a Temal para encontrar otro largo
chal blanco y un par de pantalones de algodón, uno que no estuviera tan
morbosamente centrado en sí mismo (retrospectivamente, así definía el carácter de
Michaela), uno que le ayudara a cargar combustible para una nueva intentona de
visualizar al Buda Avalokitesvara. De hecho, fue a Temal; pero se limitó a sentarse en
un restaurante para beber té y fumar hachís, observando como los jóvenes viajeros se
iban emparejando para la noche. Cogió una vez el autobús que iba a Patán y visitó a
un amigo, un viejo compañero hippie llamado Sam Chipley que dirigía una clínica;
otra vez fue andando hasta Swayambhunath, lo bastante cerca como para ver la
cúpula blanca del stupa y, sobre ella, la estructura dorada en la que estaban pintados
los ojos del Buda que todo lo ve; ahora tenían un aspecto maligno y parecían
bizquear, como si no les gustara demasiado verle aproximarse. Pero lo que más hizo
durante la semana siguiente fue vagar por la casa del señor Chatterji, con una botella
en la mano, un continuo zumbido dentro de su cabeza, y sin perder de vista a
Michaela.
La mayor parte de las habitaciones carecían de mobiliario, pero muchas tenían
señales de haber sido ocupadas recientemente: pipas de hachís rotas, sacos de dormir
hechos pedazos, paquetitos de incienso vacíos. El señor Chatterji dejaba que aquellos
viajeros de los que se encaprichaba sexualmente, ya fueran varones o hembras,
usaran las habitaciones durante lo que podía llegar a ser meses enteros, y caminar por
ellas era como realizar una visita histórica por la contracultura norteamericana. Las
inscripciones de los muros hablaban de preocupaciones tan variadas como Vietnam,
los Sex Pistols, la liberación femenina y la falta de viviendas en Gran Bretaña, y
también transmitían mensajes personales: «Ken Finkel, por favor, ponte en contacto
conmigo en Am. Ex. de Bangkok…, con amor, Ruth». En una de las habitaciones
había un complicado mural que representaba a Farrah Fawcett sentada en el regazo de
un demonio tibetano, acariciando con los dedos el falo cubierto de pinchos. El
David pensó que la casa incluso había hecho envejecer a los niños.
Reunidos alrededor de la mesa del comedor, parecían un grupo de condenados
al infierno: ojeras violáceas, expresión ceñuda, mirando continuamente hacia
todas partes. Incluso con las ventanas abiertas y la luz entrando a chorros por
ellas, daba la impresión de que en el aire había una capa oscura que ninguna
luz era capaz de expulsar. ¡Gracias a Dios, esa maldita cosa dormía durante el
día!
—Bien —dijo—, supongo que se abre el turno de sugerencias.
—¡Quiero irme a casa!
Las lágrimas brotaron en los ojos de Randy y, como si le hubieran dado
una señal, Tim también empezó a llorar.
—No es tan sencillo —dijo David—. Estamos en casa, y no sé cómo nos
las arreglaremos si nos marchamos. Los ahorros se han quedado casi a cero.
—Supongo que podría conseguir un trabajo —dijo Elaine, sin mucho
entusiasmo.
—¡Yo no me voy! —Ginny se levantó de un salto, tirando al suelo su silla
—. ¡Cada vez que hago amigos, tenemos que marcharnos a otro sitio!
—Pero, Ginny… —Elaine alargó la mano intentando calmarla—. Fuiste
tú quien…
El envío llegó a última hora del atardecer del octavo día. Cinco cajas enormes,
que requirieron las energías combinadas de Eliot y tres braceros newari para llevarlas
hasta la habitación del tercer piso, donde albergaba la colección del señor Chatterji.
Tras darles una propina a los tres hombres, Eliot —sudoroso, jadeante—, se instaló
en el suelo para recobrar el aliento, la espalda apoyada en la pared. La habitación
medía siete metros y medio por siete, pero parecía más pequeña a causa de las
docenas de objetos curiosos que se encontraban esparcidos por el suelo, y que se
amontonaban unos encima de otros junto a las paredes. Un picaporte de latón, una
puerta rota, una silla de respaldo recto con los brazos unidos por un cordón de
terciopelo para impedir que nadie tomara asiento en ella, una palangana descolorida,
un espejo recorrido por una raya color marrón, una lámpara con la pantalla hendida.
Todos esos objetos eran reliquias de algún caso de encantamiento o posesión, y
algunos de tales casos habían poseído una grotesca violencia; habían pegado tarjetas
que atestiguaban los detalles en estos objetos y, para quienes estuvieran interesados,
informaban sobre libros que podrían encontrar en la biblioteca del señor Chatterji.
Rodeadas por todas esas reliquias, las cajas parecían inofensivas. Estaban cerradas
En el tercer piso, el Khaa dobló por un pasillo, moviéndose con rapidez, y Eliot
no volvió a verle hasta que no estuvo cerca de la habitación que albergaba la
colección del señor Chatterji. El Khaa se encontraba junto a la puerta, agitando sus
brazos, indicándole aparentemente que debía entrar en ella. Eliot se acordó de la caja.
—No, gracias —dijo.
Una gota de sudor resbaló por sus costillas, y se dio cuenta de que en la zona
cercana a la puerta hacía un calor fuera de lo normal.
La mano del Khaa fluyó por encima del pomo, envolviéndolo; y cuando la mano
se apartó de la puerta estaba hinchada, extrañamente deforme; había un agujero en la
madera, donde antes había estado todo el mecanismo de la cerradura. La puerta se
abrió unos cinco centímetros. De la habitación empezó a salir una masa de oscuridad,
añadiendo una esencia aceitosa al aire. Eliot dio un paso hacia atrás. El Khaa dejó
caer al suelo el mecanismo de la cerradura —se materializó bajo la informe mano
negra, y se estrelló ruidosamente sobre la piedra—, y cogió a Eliot por el brazo. Una
vez más oyó el quejido, la súplica de auxilio y, ya que no podía apartarse de un salto,
Fue una hora después, una hora de mirar a hurtadillas hacia el patio, observando
el juego del escondite que el Khaa practicaba con Aimée Cousineau, dándose cuenta
de que el Khaa les estaba protegiendo al mantenerla ocupada…, fue entonces cuando
Eliot se acordó del libro. Lo recuperó del estante y empezó a pasar rápidamente las
hojas, con la esperanza de enterarse de algo útil. No había nada más que hacer.
Encontró el punto donde Aimée soltaba su discurso sobre su matrimonio con la
Felicidad, pasó por alto la transformación de Ginny Whitcomb en un monstruo
adolescente, y encontró otra parte del libro que trataba de Aimée.
Tres semanas después de la noche del Bhairab Blanco, Ranjeesh Chatterji se libró
de todas las posesiones mundanas (incluyendo el regalo de un año de residencia en su
casa para Eliot, libre de gastos), e instaló su residencia en Swayambhunath, donde —
según Sam Chipley, que visitó a Eliot en el hospital— estaba intentando ver al Buda
Avalokitesvara. Fue entonces cuando Eliot comprendió la naturaleza de esa nueva
claridad mental que había encontrado. Al igual que hizo mucho tiempo antes con los
bocios de la mujer, el Khaa había paladeado su hábito de meditar, no lo había
apreciado, y lo dejó caer en el recipiente que se encontraba más a mano: Ranjeesh
Chatterji.
Resultaba una ironía tan deliciosa que Eliot tuvo que hacer un esfuerzo para no
contárselo a Michaela, cuando ella le visitó esa misma tarde; no recordaba a los
Khaa, y oír hablar de ellos tendía a ponerla nerviosa. Pero, por lo demás, se había
estado recuperando, igual que Eliot. Durante esas semanas, su capa de lánguida
indiferencia se había ido erosionando, su capacidad para amar estaba volviendo a
ella, y se enfocaba únicamente en Eliot.
El británico Ian Watson es uno de los escritores y críticos más significativos que
han surgido en los últimos veinte años. Desde la publicación en 1974 de su primera
novela, Empotrados (The embedding),[7] aspirante al premio John W. Campbell, ha
sido alabado por la excelencia y la capacidad de hacer pensar que posee su obra. En
muchos de sus relatos la realidad aparece a menudo como un asunto subjetivo, y se
podría interpretar «Ritos de recuperación» desde esta perspectiva. A primera vista,
«Ritos de recuperación» es la historia de una inocente expedición al vertedero de la
ciudad. Sin embargo, resulta francamente obvio que Ian Watson ha pensado
seriamente en qué es la basura, y ha terminado consiguiendo lo que, a decir verdad,
es una oscura visión de un viaje al basurero.
Sus captores llevaron a Tim y Rosy, los dos totalmente desnudos, hasta la
siguiente intersección, y allí les dejaron libres, haciéndoles entrar de un empujón en
la otra calle de acero y cemento.
—¡Y ahora adelante, caballero!
La mujer y sus tres compañeros se quedaron inmóviles en el cruce, impidiendo
todo regreso a los recipientes donde habían arrojado los zapatos y las ropas de Tim y
Rosy. Temblando a causa del frío y la conmoción, Tim y Rosy corrieron torpemente
hasta el siguiente camino, tanto para ocultar su desnudez a los ojos que les
observaban con mirada vacua, como para protegerse de la gélida brisa y huir.
A Tim le castañeteaban los dientes.
—E-encontraremos algo que ponernos. M-más adelante. Cualquier harapo viejo.
O c-cortinas.
Los recipientes de esta nueva calle estaban cargados de cartones, rollos de papel
de pared y fajos de revistas viejas. Tim se preguntó si sería capaz de escalar la pared
de un recipiente con los pies descalzos. ¡Tendría que hacerlo!
—¡Pensé que iban a violarme…! —gimió Rosy. Le temblaban los pechos—. ¡Lo
hicieron! Lo hicieron. Fue igual.
El coche patrulla se encontraba detrás del edificio. El doctor vio en las estrellas
una hermosura más cruel que una hora antes. Entraron en el coche, y Craven enfiló
por la calle vacía. El doctor abrió la ventanilla y aguzó el oído, pero el estruendo del
motor ahogaba el sonido del río. Agredidos por los haces de sus faros, hileras de
viejos parquímetros harían brotar largas sombras sobre las aceras, sombras que se
encogían y eran segadas por el movimiento de las luces.
—Todos esos muertos de más… —dijo el sheriff—. ¡Para nada! Ni siquiera
para… ¡alimentarle! Si era una bomba, y si la había fabricado él mismo, debía saber
cuál era su potencia. No creo que intentara ninguna estúpida forma de huir con ella.
¿Y cómo sabía que el artefacto estaba allí? Lo arreglamos todo de tal forma que Allen
estaba terminando un turno de trabajo, pero ni siquiera había salido de la mina
cuando Billy Lee aparcó donde nadie podía verle.
—Déjalo, Nate. Quiero tener más detalles del asunto, pero después de que hayas
dormido. Te conozco. Todas las fotos estarán allí, así como el informe completo, y
tendrás todas las pruebas ordenadamente metidas en cajas y cuidadosamente
explicadas. Cuando lo haya examinado, sabré exactamente cómo debo actuar.
Bailey no tenía ni hospital ni morgue, y los cadáveres se encontraban en una vieja
fábrica de hielo situada en las afueras de la ciudad. Se había traído un generador de la
mina, se había improvisado un sistema de iluminación, y habían vuelto a poner en
marcha el sistema de refrigeración. El despacho del doctor Parsons y la pequeña sala
de pruebas, que desempeñaba funciones de morgue en la comisaría del sheriff, habían
proporcionado todo el equipo que el doctor Winters necesitaría, excepto lo que había
traído con él. Cuando se encontraban a medio kilómetro del pueblo, distinguieron la
fábrica. Era un conjunto de dos edificios rodeado de árboles y sin ninguna otra
construcción vecina: el más pequeño de los dos edificios —la oficina— estaba
iluminado. Los cuerpos se hallaban en el edificio mayor, carente de ventanas, donde
estaba instalado el equipo de refrigeración. Craven frenó junto a otro coche patrulla
Cuando el forense volvió en sí, de hecho sólo recobró una parte de su propio ser.
Antes de abrir los ojos, ya había descubierto que su mente, nuevamente despierta,
volvía a ser dueña tan sólo de una porción extrañamente truncada de su cuerpo. Su
cabeza, su cuello, su hombro izquierdo, así como la mano y el brazo, declararon que
le pertenecían: el resto era silencio.
Cuando abrió los ojos, se encontró tendido en posición supina sobre la camilla,
desnudo. Algo le sostenía la cabeza. Una tira de cuero sujetaba su codo izquierdo a la
camilla, una tira que podía sentir. Su pecho también estaba sujeto por una tira, pero
era incapaz de notarla. A decir verdad, salvo por la parte activa que aún le quedaba,
todo su cuerpo podría estar aprisionado en un bloque de hielo; el entumecimiento y la
impotencia le impedían hacer el más ligero movimiento con la más pequeña de sus
partes.
La habitación estaba vacía, pero de la puerta abierta de la bóveda le llegaban
leves ruidos: el crujir y las suaves fricciones de pesadas lonas cambiadas de sitio,
para llevar a cabo cierta labor que exigía chasquidos y un sonido parecido al de los
besos.
Lágrimas de furia llenaron los ojos del forense. Apretando su único puño, y
alzándolo hacia la estrellada máquina de la creación que ahora no podía ver, rechinó
los dientes y, con un sollozo ahogado, murmuró:
—¡Quítame esta sucia y pequeña hebra de vida! La aparto alegremente de mí,
como el desperdicio que es.
En el interior de la bóveda resonó el lento golpeteo de unas botas de suela gruesa,
y el forense volvió la cabeza. El cadáver de Joe Allen cruzó el umbral de la bóveda y
se le acercó.
Se movía con una nueva energía, aunque su paso era grotesco, un avance furtivo
y encorvado en el que se notaban los espasmos a que le obligaban los músculos
corrompidos, mientras que por encima de ese cuerpo galvanizado, que se esforzaba
por moverse, se cernía inanimado el rostro, hinchado y violáceo, la misma imagen de
la imperturbabilidad y la distancia. Ese rostro revelaba con terrible nitidez lo que
realmente era la cosa: el estropeado guante de una marioneta accionada vigorosa
mente desde el interior. Y cuando ese rostro paralizado quedó suspendido sobre el
forense, las manos apestosas reposaron leves y solícitas sobre su pecho desnudo, de la
CUIDADO PARÁSITO
DE ALLEN EN MÍ
ABRIR TODO HASTA
ENCONTRAR
1.500 G MASA
FIBRA NERVIOSA
pasear un esqueleto de plástico sobre el público de los locales que exhibían sus
películas. (N. del T.) <<