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Había un gran barullo en las calles. Unos y otros no dejaban de hablar de Jesús de
Nazaret. Los sacerdotes lo habían hecho prisionero por envidia y miedo. En su
presencia Jesús había osado declararse nada menos que el Hijo de Dios. Querían
matarlo. Por eso estaba ahora en poder de los romanos, aunque antes había estado
ante el rey Herodes, que se burló de Él y “le puso un vestido blanco”. Pilato, que era el
gobernador, debía tomar una decisión.
Benjamín, curioso como todos los niños, se había acercado hasta el palacio romano.
Antes avisó a su amigo Cayo, que era hijo de un centurión. Entraron sin ser vistos y
escondidos tras unas cajas, con el corazón en un puño, escucharon a Pilato preguntar:
- “¿Eres tú el Rey de los judíos?”.
- “Tú lo dices”, respondió Jesús.
Los dos niños se miraron sorprendidos. El gobernador no lo estaba menos. No sabía
qué hacer. Se levantó y fue a un lugar elevado desde donde se dirigió a la multitud.
Durante la fiesta era costumbre soltar a un preso. Les propuso soltar a Jesús. Pero los
sacerdotes habían propagado otra consigna entre el pueblo.
- “¡No, a Barrabás!”, gritaron todos.
Barrabas era un asesino. Benjamín y Cayo miraban mientras tanto a Jesús. No se
cansaban de mirarle. Era alto, fuerte y parecía estar rezando, lejos de todo aquello. De
pronto un rugido de mil voces les sobrecogió:
- “¡¡Crucifícalo!!
Pilato cedió, como cedemos muchas veces cada uno de nosotros a lo más fácil. Tuvo
miedo de la verdad. Allí mismo se lavó las manos y les entregó a Jesús.
Los soldados le ataron a una columna y le azotaron sin piedad. La sangre salpicaba el
suelo. Benjamín lloraba y Cayo sintió vergüenza de ser romano. Su mismo padre
estaba allí. Vieron como, un poco más tarde, le pusieron una sucia capa color púrpura
y una corona de espinas, mientras le escupían y le insultaban. Jesús no decía nada, no
se quejaba.
Cayo había arrastrado a Benjamín hasta una posición más favorable, desde donde no
se perderían detalle. Nadie reparaba en ellos. Y fue entonces cuando Jesús les vio. Los
dos niños sintieron en el alma aquella mirada. Nada podía ser ya como antes. Nada
Tan pronto vieron Benjamín y Cayo que ponían sobre los hombros en carne viva de
Jesús semejante peso, entendieron que lo llevarían al Gólgota, un pequeño monte a las
puertas de Jerusalén. Corrieron hasta la entrada del patio. Querían verle salir,
defenderle si podían del odio de tanta gente que le esperaba.
Así fue. Lo recibió una lluvia de escupitajos, piedras e insultos. Los soldados gritaban y
empujaban con sus lanzas y escudos, intentando mantener un poco de orden. Cayo
recibió un puñetazo en la espalda que lo tumbó al suelo. Benjamín le dio la mano y los
dos intentaron ir al paso de Jesús, seguirle mientras pudieran. No dejaban de mirarle.
Mirándole se veían capaces de cualquier cosa, eran invencibles.
A los niños les admiraba la paz de su rostro, medio oculto por mechones de pelo
ensangrentado y las hinchazones de los golpes. Cayo recordó que en una ocasión
había dicho que si alguien quería seguirle debía coger su cruz cada día. Se lo había
oído a su padre, el centurión, y no había logrado entender. Ahora comprendía.
Jesús iba descalzo. Iba dejando las huellas de sus pies en un rastro de sangre. Se
hacía duro seguirle. Los dos niños luchaban a brazo partido con las dificultades. Algún
soldado les reconoció, pero ellos lograban siempre escabullirse. Debían llegar como
fuera al Gólgota, con Él.
Jesús llevaba la Cruz como un trofeo. Al menos eso le parecía a Benjamín que, lleno de
polvo, casi no veía. En el tumulto había perdido una sandalia. Mientras tanto, a su
amigo Cayo ya no le daba ninguna vergüenza que le vieran llorar.
Se veía venir. Tanta pena, tanto agotamiento, tanta sangre derramada pasa al fin
factura al destrozado cuerpo de Jesús. El gentío que se agolpa a su paso, y que le
insulta sin descanso, calla por un momento. Los legionarios se detienen. Se hace un
silencio inesperado. Benjamín y Cayo, valientes, aprovechan la circunstancia y se
acercan a Jesús. Antes de que nadie reaccione le acarician las manos y el rostro, y le
dicen algo al oído...
Un oficial, de pronto, comienza a chillar y la emprende a patadas con los niños, que
corren dando traspiés hasta esconderse entre la multitud. Benjamín y Cayo se miran
satisfechos, y observan sus manos y sus pequeñas túnicas llenas de la sangre de
Jesús. No les da asco, no ponen mala cara. Se sienten mejor que nunca. Entre tanto
dolor van descubriendo una felicidad desconocida. ¡Qué gran milagro es el poder
hablar con Él!
Jesús parece que no puede más. Está molido, completamente destrozado. Algunos
piensan que puede morir allí mismo. Pero no. Con un esfuerzo enorme de su
naturaleza humana tensa cada uno de sus músculos y se levanta. Encorvado bajo el
peso de la Cruz da el primer paso, y después otro, y otro más.
Entre los que miran no todos escupen insultos. También hay gente buena, mujeres y
hombres, que observan aquella tortura mudos de espanto. Ha tenido que ser el
ejemplo de dos niños el que haya despertado en ellos de nuevo la esperanza.
Cayo y Benjamín siguen ahí, quieren recorrer el mismo camino de Jesús. Hasta el final.
Están empeñados en ello. Han comenzado a quererle. Es la aventura del Amor.
El camino se va haciendo ligeramente cuesta arriba. De pronto a Cayo hay algo que le
llama la atención, le dice a Benjamín que Jesús parece mirar a alguien en concreto.
Hasta ese momento sus ojos estaban fijos en el suelo, pero ahora no. Sus pasos se
hacen todavía más lentos, como queriendo apurar un momento único. ¿A quién
mirará? ¿Tal vez a alguno de sus discípulos? Benjamín se vuelve y tras él descubre a
una señora que no aparta los ojos de Jesús. Le pareció la mujer más hermosa que
había visto nunca.
- Niño, ¿cómo te llamas? –le pregunta de pronto un joven que está al lado de la
señora.
- Benjamín –responde sin temor-; ah, y este que está aquí es mi amigo Cayo.
- Yo me llamo Juan. Y esta mujer es la madre de Jesús, María. Os hemos visto antes,
cuando habéis salido a consolar a su Hijo. Creíamos que erais dos ángeles. Él os lo
pagará. Siempre lo hace.
Jesús seguía mirando a su Madre. Y nosotros con Él. Los ojos de María están llenos de
lágrimas. Su dolor es inmenso, sin medida. Los dos niños no apartan sus ojos de ella,
como hipnotizados. Juan la tiene cogida del brazo. Si la dejara se desplomaría bajo el
peso de tanta pena, como su Hijo.
Ya está. Jesús ya está un poco más allá. Los ojos de su Madre –de nuestra Madre- se
cierran por un momento, recogida en oración. Y cuando los vuelve a abrir mira a Juan,
y mira también a Cayo y a Benjamín a quienes acaricia y sonríe. Se fija en que
Benjamín tiene un pie descalzo. No le pasa desapercibido este detalle a una madre.
Con un trozo de tela, y con gran ternura, le pone provisional remedio. Ya no se
apartarán de su lado, irán de su mano hasta la cumbre del Gólgota, acompañando a
Jesús.
Benjamín y Cayo no podían más. No habían llegado ni a la mitad del recorrido, y sin
embargo el cansancio y el desánimo se apoderó de ellos. Tanta crueldad agotaba a
cualquiera. Se veían impotentes para hacer nada por Jesús. ¿Qué podían hacer ellos,
tan pequeños, niños al fin? Ahora ya no corrían, simplemente le miraban.
Contemplaban con pasmo cada detalle, para no olvidar, para aprender.
Jesús, medio asfixiado, seguía adelante. No había dolor que no sintiera. Toda la
historia del hombre sobre la tierra le contempla. Pasado, presente y futuro. Todos
estamos allí, en su cabeza y en su corazón. Pasa a nuestro lado, cargando con
nuestros pecados, y nos espera.
Cayo y Benjamín estaban a punto de volver a salir al encuentro de Jesús cuando una
mujer se les adelantó. Ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. No la conocían. Oyeron:
- Verónica, no!!
Pero nadie la pudo frenar. Ni sus parientes, ni los soldados. Nadie. Tu y yo sabemos
que para el amor, para lo que uno desea de verdad, no hay dificultades que valgan, no
hay nada imposible. La tal Verónica se arrodilló delante de Jesús, y con un paño blanco
limpió Su rostro, ese rostro que atrae sin remedio a quien lo mira...
- ¡Fuera de aquí, mujer!, rugió uno de los soldados mientras la apartaba de un golpe.
- ¡Déjala en paz, que no ha hecho nada!, gritó esta vez Benjamín.
Verónica volvió con los demás, mientras apretaba el paño contra su pecho. Benjamín y
Cayo estaban a su lado. La mujer desplegó el paño. Ante sus asombrados ojos
apareció el mismo rostro Jesús impreso allí, en ese trozo de tela. Y el rostro sonreía.
Tenía razón Juan, el Señor siempre agradece lo poco que podamos hacer por Él.
Verónica lloraba emocionada, rota de pena y sin embargo feliz. El Amor tiene estos
milagros.
VII ESTACION JESÚS CAE POR SEGUNDA VEZ
Jesús había reemprendido el paso. Los soldados empujan, gritan, tienen prisa por
terminar. También a ellos les sofoca este ambiente de insufrible dolor, que les parece
de locos. Cayo conoce bien a uno de los que acompañan a Jesús. Se llama Mario. Es un
gran soldado, muy bueno con la espada y muy respetado por sus compañeros. Desde
que han salido del palacio de Pilato, lo ha venido observando. Cumple con su deber,
pero calla. Se le ve pensativo. De vez en cuando, con disimulo, mira a Jesús. Intuye
que hay algo en ese Hombre que también le afecta.
Ya han salido de la ciudad, de Jerusalén. Jesús carga con el dolor de nuestro olvido,
con el sufrimiento ocasionado por las guerras, con los crímenes de toda la historia. Ve
las injusticias, las mentiras; ve morir a los niños en el vientre de sus madres, a
millones... Todo esto es el verdadero peso de la Cruz, y lo que hace que se desplome
de nuevo en el suelo. La ayuda de Simón de Cirene no ha bastado.
Una de las cosas que más llama la atención de Jesús es su capacidad de estar siempre
pendiente de los demás. ¡Con lo que cuesta!. Benjamín y Cayo lo saben muy bien.
Aquella primera mirada suya, en el patio de Pilato, supuso para ellos toda una
revolución. Jesús les invitó a seguirle. A lo largo del camino, que nos llevará al
Calvario, lo habían ido hablando entre sí. Ahora ya no se trataba de un juego. Era una
aventura fascinante, en donde se ponía en juego una sola cosa: estar con Él. La
presencia de Jesús, acompañarle mientras pudieran, se había convertido en su único
afán.
No hay situación que Jesús no aproveche para hacer algo por los demás. Incluso
ahora, medio muerto, abrasado por la sed, con los huesos desencajados y todas las
heridas abiertas, Cayo y Benjamín ven que no piensa nunca en Sí mismo. Piensa en los
que le han condenado, piensa en los soldados que le acompañan, piensa en su Madre –
nuestra Madre- y en sus amigos, piensa en Simón de Cirene y su familia, piensa en
cada uno de nosotros, piensa en esos dos niños que van de acá para allá sin perderle
de vista.
- Cayo, poco más podemos hacer por Él. Ni ese soldado que tu conoces, ese Mario,
puede hacer nada. ¿Y tu padre? Quizá él...
En ese momento Jesús se arrastró hacia un grupo de mujeres que lloraban
desconsoladas, en un recodo del camino. Benjamín y Cayo las conocían de vista.
Seguían a Jesús desde hace tiempo, fieles. Ellas sí creían que era el Hijo de Dios, el
Mesías. Los dos niños hicieron lo imposible por acercarse a ellas. Los soldados gritaron
que adelante, que venga, que ya está bien.
Jesús las miró y, en un susurro que apenas oyó nadie, les dijo:
- ORAD..., NO... NO OS DEJARÉ.
Enseguida recibió un fuerte empujón que casi da con Él en el suelo. Nerviosos, los
soldados querían terminar de una vez. Benjamín escuchó algo más, mientras Jesús
avanzaba de nuevo.
- ¿Qué pasa?, le preguntó Cayo.
Benjamín no podía responder. Sólo él había oído esas palabras del Señor, en un hilo de
voz:
- OS QUIERO TANTO...
Los pecados de los hombres son tantos, el peso de la Cruz tan descomunal que tenía
que ocurrir. Jesús, que es nuestra fortaleza, cae una vez más, aplastado. El golpe es
tremendo. La gente grita y le insulta. Los soldados, sin ninguna paciencia, sin piedad,
le ayudan a levantarse arrastrándole. Todo su Cuerpo es una herida tan profunda que
ya ni sangre le queda. Sólo la Cruz parece darle fuerzas. Se agarra a Ella como un
náufrago en medio de las olas. Su soledad ante un dolor tan grande es un martirio
insoportable.
Sí, le sostiene la Cruz, pero también el amor de unos pocos. Cayo, de rodillas, no
quiere ni mirar. Y Benjamín llora sin consuelo. Ya casi hemos llegado al Calvario. Por
eso Jesús, aunque parezca imposible, sufre todavía más.
- Benjamín, no llores.
Es Juan. Benjamín le mira, y mira a María –nuestra Madre- que se agarra con fuerza al
brazo del discípulo.
- ¿No hay nada que hacer, verdad Juan?
- Mírale Benjamín, no dejes de mirarle. Es el Hijo de Dios. Su muerte es el comienzo,
no el final. Nos lo dijo. Resucitará y se quedará con nosotros para siempre.
- Resu... ¿qué?, preguntó Cayo, que se había puesto de pie.
- Resucitará de entre los muertos Cayo. Como resucitó a su amigo Lázaro. Pero el
Señor ya no volverá a morir.
- Pero..., pero ¿por qué ha de sufrir tanto?
- Porque nos quiere, porque es necesario que sea así, aunque no lo entendamos del
todo. Ha de sufrir y morir para que nosotros vivamos y podamos ir con Él a su Reino.
- ¿¡Tiene un reino!?, pregunta Cayo abriendo mucho los ojos.
- Lo tiene. Está en el Cielo. Y toda la felicidad será poder estar allí con Él para siempre,
para siempre.
Mientras hablaba Juan miraban a Jesús, miraban como al fin había logrado levantarse.
Y nosotros aprendemos a levantarnos con Él. Las veces que haga falta
Ya hemos llegado. Este es el Calvario. Benjamín y Cayo habían estado alguna vez aquí,
a pesar de que sus padres se lo tenían terminantemente prohibido. No es un lugar
agradable. La gente lo evita. Desde hace tiempo se emplea para ejecutar a bandidos y
rebeldes.
Enseguida los soldados se han puesto manos a la obra. Están acostumbrados. Pero
para los demás es la primera vez. Han tirado a Jesús al suelo, sin miramientos. Unos
soldados le dan de beber vino con hiel –para que el dolor no sea tanto y pueda
aguantar hasta el final-, pero Él apenas lo prueba. No quiere ahorrarse ningún
sufrimiento.
A Jesús nada le queda, absolutamente nada. Ahora comienzan a quitarle la ropa. Cayo
y Benjamín se acercan con disimulo, porque les gustaría recogerla para dársela a su
Madre. Un soldado les aparta de un manotazo. Quieren la ropa de Jesús para ellos,
porque es buena, sobre todo la túnica. Esta la sortean y lo demás se lo dividen.
- Esa túnica se la hizo María, les dice Juan.
Han dejado a Jesús casi desnudo. Miramos su Cuerpo con espanto. No hay nada sano.
La gente le mira riéndose, muchos todavía le insultan. Todo lo sufre con paciencia, con
obediencia a la voluntad de su Padre, con un amor tan delicado que nos pone la carne
de gallina.
El soldado Mario se acerca a nosotros, al pequeño grupo donde estamos con María y
Juan, con algunas otras mujeres, y con Benjamín y Cayo. Mario se dirige a María:
- ¿Eres tu la Madre de este Hombre?
Por un momento María no dice nada. El dolor le impide pronunciar palabra. Mira al
soldado con ternura. Mario insiste:
- ¿Eres tu la Madre de Jesús de Nazaret?
- Sí, lo soy –responde al fin María, con una voz tan dulce como la de un ángel.
- Yo me llamo Mario y me ha tocado en suerte la túnica de tu Hijo. Aquí está, es tuya.
María sonríe. El corazón de los hombres se acerca a Jesús por medio de su Madre,
ahora y siempre. Coge la túnica, la abraza, la besa una y mil veces...
- Gracias soldado Mario. Pediré a Dios por ti.
Y Cayo se siente orgulloso, como romano, mientras mira a Jesús que, en su desnudez,
le parece más Rey que nunca.
Ha llegado la hora. Los soldados tumban a Jesús sobre la Cruz, y los verdugos clavan
en ella sus manos y sus pies. Esas manos que han curado y bendecido a tantas
personas, esos pies cansados que han llevado al Hijo de Dios de lugar en lugar
haciendo el bien. En el punto más alto de la Cruz clavan un cartel, en donde está
escrito INRI, que significa “Jesús de Nazaret, Rey de los judíos”.
Cayo y Benjamín lo observan todo, temblorosos. Tiemblan de rabia y de miedo. Son
niños, como nosotros. Sólo la compañía de María les hace aguantar, no huir. Ven como
le levantan en la Cruz, junto a dos ladrones. El dolor es inaguantable. Desde esa altura
–que es la altura de su Amor infinito- Jesús contempla toda la historia del hombre, nos
contempla a cada uno. Sabe que le vamos a fallar, a traicionar, a olvidar, pero aun así
quiere dar su Vida por la nuestra. Los brazos de la Cruz quieren ser un abrazo a cada
una y a cada uno.
Allí están Benjamín y Cayo, nuestros amigos, al pie de la Cruz, con María y Juan.
Valientes. A pesar de todo los niños siempre queremos estar cerca de Él.
- PADRE, PERDÓNALES PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN, le escuchamos.
Benjamín, con inocencia, pero con gran cariño, habla con Jesús:
- ¿Te duele mucho? Yo te quiero - ¡Y yo!, apunta Cayo que, de puntillas, se agarra a la
Cruz para poder verle mejor.
Jesús inclina la cabeza, les mira, sonríe. Estos niños son para Él un gran consuelo,
ahora que son tan pocos los que le quieren. Benjamín y Cayo podrían estar jugando o
haciendo otras cosas, pero han querido seguirle, estar aquí, al lado de Jesús.
Jesús ya no padece más. De todas y cada una de sus heridas brota todavía sangre.
Nos han quitado al Maestro, al Señor, al Amigo. Pero era necesario que Él muriera para
que todo cambiara, para que el hombre despertara al fin. Ahí tenemos a Jesús, hecho
Sacramento, alimento. Oh Dios, que esta vida, sin Ti, ya no la quiero.
Benjamín y Cayo ayudan a colocar la escalera que el discípulo de Jesús José de
Arimatea trae con él, pues ha pedido el Cuerpo a Pilato para enterrarlo. Bajan al Señor
con sumo cuidado. Lo recoge María en sus brazos. Todos forman un corro alrededor de
la Madre y del Hijo. Cayo sostiene el brazo izquierdo de Jesús, Benjamín el derecho.
Los dos observan las llagas de sus manos. La escena es muy emocionante. ¡Cómo
abraza y besa María –nuestra Madre- el Cuerpo destrozado de su Hijo! No nos
cansamos de mirar tampoco nosotros esta piedad, este cariño...
-Recordad su promesa –dice Juan-, el Señor volverá a estar con nosotros. Él es el
verdadero Mesías, el que nos salva del pecado y de la muerte. No tengáis miedo.
- En una ocasión dijo –recordó una de las mujeres- que “Dios no es Dios de muertos,
sino de vivos”.
- Y María Magdalena reza en voz alta con unas palabras del profeta Isaías: “Él tomó
nuestras enfermedades y cargó con nuestras dolencias”.
Cuesta arrancarle el Cuerpo de Jesús a María. Juan la abraza, la consuela, la mima...
También los demás. José de Arimatea lo envuelve en una sábana limpia y lo deja en un
pequeño carro. El sepulcro no está lejos. Todos le acompañamos. Cayo se queda junto
a María. Benjamín sin embargo sube al carro, junto al Cuerpo de Jesús.
El sufrimiento de Jesús ha sido locura de amor. Él nos enseña, con su ejemplo, a no
quejarnos tanto, a ofrecer a Dios lo que nos cuesta, lo que no nos gusta. El mérito está
en el amor que ponemos al hacer las cosas. Todo tiene sentido para aquel que ama la
voluntad de Dios.
La Cruz de Jesús queda ahí, sola, en la cumbre del monte Calvario. Antes de
marcharse, sin que nadie se dé cuenta, Cayo la besa.