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LA NACION | CULTURA  | ENTREVISTA EXCLUSIVA

Gilles Lipovetsky: "Ahora se cambia de


religión como se cambia de auto"

uenos Aires para dictar una conferencia, el filósofo francés hace un diagnóstico agudo de lo que llama
modernidad" y sus efectos en la vida y el arte; "se cambia de religión como de auto", dice
o: Silvana Colombo

Pablo Gianera

16 de mayo de 2019  

C omo todo intelectual francés, Gilles Lipovetsky domina no solamente la teoría,


sino también el arte de la provocación. "Imaginemos un dilema aterrador -propone-.
Los jihadistas de Hezbollah secuestran a un niño y ponen además bombas en el Museo
del Louvre. Nos dicen: '¿Qué prefieren salvar? ¿A un niño o el museo más grande del
mundo?'. ¿Qué respuesta les damos? No sabemos. En principio, sería el niño. Pero
destruir totalmente el Louvre...".
Lipovetsky resume en ese dilema varias de sus preocupaciones: el lugar del arte en este
tiempo, lo sagrado y un escenario mundial en el que los conflictos no desaparecieron. Lo
hace a su manera porque, después de todo, sabe muy bien que la provocación es un
arma del pensamiento. "Cuando vimos a los jihadistas destruir las ruinas de Palmira o
cuando se incendió Notre Dame, tuvimos una conmoción emocional. Hay algo sagrado
ahí".
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Un término crucial de su pensamiento, el que une todas sus preocupaciones, es el de


hipermodernidad, tal como lo planteó en su libro Los tiempos hipermodernos
(Anagrama). Del plano sociológico Lipovetsky saltó al artístico y al funcionamiento de la
tradición en un mundo marcado por el individualismo. "La hipermodernidad es la
hibridación de la tecnología moderna con la tradición. Por ejemplo, en los museos se
usan proyecciones y cascos de realidad virtual. Pero la gente pasa cinco o diez segundos
delante de cada cuadro. Miran La Gran Odalisca de Ingres cinco segundos. Es una
actividad de consumidor frente a la tradición. Otro caso: las mujeres pierden la
virginidad a los 16 años, pero se casan de blanco. Hay una estetización de la tradición
que no se corresponde con los valores. La hipermodernidad no hace desaparecer la fe
religiosa. Mucha gente dice que es creyente, pero creen de una manera no tradicional.
Dicen: "Soy católico, pero no estoy de acuerdo con el Papa". ¿Sería una especie de
religión a la carta? "¡Exactamente! ¡A la carta! Y el fenómeno de la conversión. Se
cambia de religión como se cambia de auto. Eso permitió el triunfo de Bolsonaro en
Brasil con el apoyo de los evangelistas".

­¿Es la hipermodernidad un límite histórico? ¿Hay algo más allá?

-En la Edad Media había varias edades medias. Pienso que, de la misma manera, la
hipermodernidad no es homogénea. No quiere decir siempre lo mismo. En segundo
lugar, usé este concepto para dejar de lado el de "posmodernidad", que es ridículo,
porque somos cada vez más modernos. No estamos "después" de la modernidad. Hay
una profundización en los elementos modernos: el mercado, la tecnociencia, la
democracia, el individualismo. ¿De dónde sale ese "post"? La hipermodernidad quiere
decir que los grandes modelos de la modernidad no tienen un contramodelo creíble.
Todo el mundo critica al mercado, ¡pero nadie plantea otro modelo! Fíjese la posición de
[Nicolás] Maduro: ahí tiene los resultados. La crítica al capitalismo es pura retórica.

­En la Argentina, casi ningún político se declara a favor del capitalismo, aun
cuando sepan que no hay otra opción y en la práctica mantendrían las
reglas del mercado. Parece que capitalismo fuera una mala palabra.

-¡Sí, claro! ¡Tiene razón! La retórica anticapitalista está viva. ¿Pero para hacer qué? Es
una de las características de la época. En la década de 1950, no pasaba esto. Los
anticapitalistas alineados con Stalin estaban convencidos de un modelo, la economía
planificada. Estaban locos, pero creían en el modelo y el modelo existía. Ahora podemos
criticar el libre mercado, las reglas comerciales con China o los impuestos a los más
ricos. Pero eso no niega el capitalismo. Tendríamos un capitalismo menos liberal, pero
seguiría siendo capitalismo. Estoy de acuerdo con usted. Es lo que pasa con los
intelectuales: tienen posiciones anticapitalista, pero hablan en el vacío. Es una cuestión
moral, y no es la moral la que va a destruir al capitalismo.

­Si es cierto que, como usted dijo, la hipermodernidad no implica la
desaparición de los conflictos y la retórica anticapitalista es un falso
conflicto, ¿cuáles son hoy los conflictos reales?

-En Francia, tenemos desde diciembre un movimiento social que son los "chalecos
amarillos". Todos los sábados rompen y prenden fuego en Champs-Élysées. O sea, hay
un conflicto. Un conflicto que afecta a poblaciones fragilizadas por la economía. Este
conflicto lleva casi seis meses y es un ejemplo de que el capitalismo hipermoderno no es
sinónimo de consenso. Y voy a ir más lejos: las sociedades capitalistas no dejan de tener
conflictos en el plano de los valores: ¿qué hacemos con la inmigración? ¿Matrimonio
gay, sí o no? ¿Adopción por parte de los homosexuales, sí o no? Una característica de la
hipermodernidad es la multiplicación de las fuentes de conflicto. ¿Por qué? Porque la
hipermodernidad hizo explotar las formas de la vida tradicional. ¿Qué seamos
hiperindividualistas quiere decir que la gente no se interese por la vida pública? No. Hay
cada vez más países en los que la población no vota ni se interesa por las elecciones,
pero sí participa en las manifestaciones. En la sociedad contemporánea se buscan otras
maneras de participación.

­El conflicto entre Europa continental y Donald Trump, ¿es auténtico o
pura simulación?

-Veremos. Para mí, Europa y Estados Unidos son como primos. La gran victoria de
Europa es la existencia de América del Norte; la invención de Estados Unidos sucedió
gracias a Europa. Es el mayor éxito de Europa. No creo que los vínculos se distiendan
demasiado, y además algunas de las críticas de Trump a Europa no son falsas. Cuando
dice que tenemos que hacernos cargo de nuestra defensa, a mí eso no me choca.

­Cuando decíamos antes que casi objetaba el mercado en los hechos, queda
pendiente otra reflexión suya, que es el modo en que el dominio del
mercado trastornó el arte. Por un lado, el arte se convirtió en una
inversión; por el otro, el arte contemporáneo se parece bastante a un
parque de diversiones. ¿Cómo funciona esa dialéctica entre el cálculo y el
entretenimiento?

-Entiendo lo que usted plantea: sería una actividad de consumo. Pero al mismo tiempo,
para las grandes masas el arte contemporáneo es algo que no tiene ningún valor. Si uno
lleva a alguien de poca cultura a ver una exposición de arte contemporáneo dice: ¿qué es
esta mierda? En cambio, con la Capilla Sixtina no dicen lo mismo: no la comprenden
pero la admiran. En la modernidad, desde el siglo XVIII, el arte y sus instituciones se
construyeron contra los poderes. El artista moderno, como Baudelaire y después los
vanguardistas, tiene un desprecio total por el éxito comercial. Desdeñaba al burgués que
pensaba en el dinero. El ethos del artista moderno era la autenticidad y el desinterés.
Ese era el micromundo social de la bohemia: Van Gogh o Giacometti, que vendía un
cuadro para comprar una botella de vino. Ahora los artistas cambiaron. El primero que,
por provocación, pone en marcha este proceso es Andy Warhol. Cuando dijo "yo soy un
artista comercial" dio nacimiento a la hipermodernidad artística. Marcel Duchamp
jamás habría dicho eso. Damien Hirst es uno de los 50 hombres más ricos del Reino
Unido. No alcanza con un estilo, hay que tener una retórica. Tampoco los coleccionistas
son los mismos: ahora especulan. Y en la prensa lo único que importa es el precio.

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Por: Pablo Gianera

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