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Apuntes sobre el positivismo como ideología, como cultura y como

mentalidad

(Versión exclusiva para uso interno de la cátedra CBC-IPC Mársico, mar. y vier. 21 a 23)

Además de ser un sistema filosófico y una corriente científica, el positivismo también es una
cultura intelectual que fue hegemónica en Occidente entre 1830 y 1914 –de hecho, la Primera
Guerra Mundial fue uno de los principales acontecimientos que contribuyeron a su derrumbe,
como veremos. El rasgo central, distintivo de esta cultura, fue el hacer de la ciencia el intérprete
privilegiado de la realidad, y de las ciencias experimentales el modelo de toda forma de
cientificidad. Es decir, las ciencias duras han operado a partir del positivismo como modelo para
las ciencias sociales.

Para ir acercándonos a una caracterización más detallada del positivismo, podemos destacar en
primer lugar dos elementos que comparte con el iluminismo, es decir el modelo hegemónico del
siglo anterior, el XVIII: i) el progreso del conocimiento está ligado al progreso de la ciencia; ii)
el conocimiento -este es un elemento que impregna la reflexión filosófica de la época- sólo es
efectivamente fecundo cuando es conocimiento de los hechos o, como se decía, de los hechos
positivos, de "las cosas tal cual son".

El propio término positivo tiene dos registros que nos van a ayudar con esta caracterización. En
primer término, para su fundador, Augusto Comte, positivo indica aquello que efectivamente es,
frente a lo que es puramente imaginado; y en segundo término, positivo es sinónimo de
constructivo, por oposición a espíritu destructivo o negativo. De modo que construir una
filosofía positiva supone esta doble referencia: tanto el conocimiento de los hechos positivos
como la posibilidad de proyectar una enciclopedia del saber que progrese continuamente son
elementos clave del éxito del positivismo, en tanto se presentaron en su momento como la
forma de reconstruir la vida intelectual europea y escapar así del gran trastorno que significó la
Revolución francesa, y también la filosofía puramente crítica, que había sido, a los ojos de
Comte, la filosofía de la Ilustración.

Ahora bien, hay una tensión entre el intento de describir y el de hacer una filosofía positiva. Son
dos demandas diferentes: una es proponerse ordenar el conocimiento e imprimirle una función
positiva en la vida social e intelectual y la otra es querer que ese saber se funde en el
conocimiento exclusivamente positivo. Por eso en el proyecto de Comte está implicada una
filosofía de la historia que indica en qué dirección marcha el género humano. En ella está la idea
característica, muy difundida en el siglo XIX, de que la marcha de las cosas va en la dirección
de los bienes deseados. Hay una teleología inscripta en las cosas mismas, por así decir, y esta
finalidad en las cosas lleva hacia una sociedad deseable.

Hablamos del rol de las ciencias experimentales. Otro rasgo fundamental es el papel que el
espíritu o la cultura positivista asigna a la observación. En el caso de Comte, la observación es
un elemento central en la producción de conocimiento. Pero no hay verdadera observación sin
teoría, de modo que hay una conjunción de teorías y observación empírica que, para Comte,
emancipa el pensamiento positivista de lo que de otro modo sería una teoría puramente
empirista del conocimiento. El relieve dado a la observación y la inclinación empirista va a

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desarrollarse más fuertemente en el otro gran nombre de la filosofía positivista: Herbert
Spencer. El espíritu positivista, entendido en estos términos muy generales, domina el paisaje
intelectual occidental, europeo en primer término, entre 1830 y comienzos del siglo XX. Tiene
su primer gran centro en Francia, por obra de quien ha sido el fundador de lo que podemos
llamar la primera escuela positivista, Augusto Comte, centro que va a desplazarse a Inglaterra
cuando este dirección intelectual pase a manos de Herbert Spencer.

En el siglo XIX todos comparten un sentimiento extraordinariamente difundido: la confianza en


la ciencia. No sólo en tanto método de conocimiento, sino también en tanto sistema capaz de
organizar, pensar, diseñar una buena sociedad. Cuando veamos Durkheim, podremos considerar
en su sociología un caso muy atractivo de esta tarea. Ahora bien, esta cultura científica tiene
otra figura que será central en el plano teórico: en 1859, Charles Darwin publica su libro sobre
la evolución de las especies, que ofrece una explicación verosímil acerca del mundo de la vida,
acerca del desarrollo de los seres vivientes, y elabora una teoría de enorme repercusión, no sólo
por su carácter científico sino por su influencia en toda la mentalidad positivista del siglo XIX.
El caso del darwinismo es el de una revolución científico-cultural, científico-civilizatoria. En
este sentido: no toda revolución científica -en la física, en la química, etc.- acarrea
consecuencias culturales; o redimensiona de manera profunda la manera de relacionarse de los
seres humanos con su propia realidad, con su sociedad, con el cosmos, con el sentido de la vida,
etc. Basta pensar en la revolución científica de Einstein, a principios del siglo pasado, que, en
términos epistemológicos, es tan significativa como la de Galileo en el siglo XVII y, sin
embargo, no ha generado los escándalos político-culturales que se generaron en la época de
Galileo, puesto que Galileo, construyendo la cosmología que construye, está atentando contra
dogmas establecidos por la religión dominante. Y lo mismo ocurre con Darwin: afirmar que hay
evolución de las especies contradice puntualmente dogmas inscriptos en el Génesis bíblico. De
manera que esta es una revolución de fuertes efectos culturales y produce reacciones encendidas
y contrarias de quienes siguen compartiendo los viejos criterios religiosos.

Por otro lado, junto con esta revolución teórica, el siglo XIX ve el despliegue
formidable de la aplicación de los descubrimientos científicos en forma de inventos técnicos. Y
vamos a encontrar una serie de frases que se construyen, ya de una manera absolutamente
estereotipada, donde lo que se celebra en los logros científico-tecnológicos es su carácter
prometeico. Prometeico en el sentido de que ahora los seres humanos consiguen dominar la
electricidad, el rayo, atravesar los mares, llegar a todas las profundidades, reducir el espacio,
combatir las enfermedades, prolongar la vida, etc. Es una suerte de asociación o continuidad
iluminista-positivista, donde el saber -y ahora el saber es el saber científico- está asociado a la
virtud, y está asociado a la felicidad y al bienestar de los seres humanos, en una línea
fundacional de Occidente si pensamos en Sócrates y en Platón, y en la vinculación esencial que
la Grecia clásica hacía entre verdad, bondad y belleza.

Esta corriente optimista, cientificista, confiada en las potencias de los seres humanos
para explicar y controlar la naturaleza va a llegar, en el área occidental y en el mundo, hasta
1914. La primera gran guerra europea, o Guerra Mundial, es, sobre la base de sospechas
anteriores respecto de desarrollos no deseables del conocimiento científico, una suerte de
confirmación de que la ciencia no garantiza la felicidad; no garantiza que sólo se construyan
artefactos que aseguren el bienestar, sino que también ha llevado a la construcción de
gigantescas maquinarias de guerra y, por primera vez, la tecnología producirá una cantidad
inusitada de muertos.

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Otro efecto cultural del positivismo que conviene destacar mejor es que en toda el área
occidental esta variable científica se busca para producir efectos de verosimilitud; esto es, un
discurso, aunque no fuera científico, si estaba revestido de una retórica científica tenía
capacidad de convicción; tenía capacidad de organizar representaciones compartidas por
sectores considerables de la sociedad, en un registro muy extendido, un registro que atraviesa
capas sociales y que atraviesa ideologías políticas. Por dar un solo ejemplo, en el ámbito local la
ciencia era tan prestigiosa dentro de sectores de la elite argentina de esos años como entre los
sectores anarquistas, que también construyeron una ideología con fuertes fundamentos
cientificistas. De manera que el positivismo no se trata de una apropiación de un sector social, ni
de un sector político, sino de una convicción de época, que atraviesa distintos estratos
culturales, sociales y políticos.

También podemos considerar esta convicción como una mentalidad. Un gran historiador suizo,
Huizinga, en un libro ejemplar de historia de la cultura que se llama El otoño de la Edad Media,
dice lo siguiente: los hombres del siglo XVI europeos no veían a la burguesía. No veían a esos
mercaderes que empezaban a llegar a las ciudades, que estaban organizando sistemas de
comercialización cada vez más extensos. No los veían; no hay registros, prácticamente. Miraban
a la nobleza, porque creían que la nobleza seguía siendo el motor histórico-social. Con lo cual,
no vieron realmente la fuerza social que estaba revolucionando el mundo desde entonces hasta
el presente, es decir, la burguesía. Dicho esto, Huizinga agrega lo más interesante: sin embargo,
lo que esa gente no veía es igualmente importante para entender el conjunto de
representaciones, de maneras de mirar la realidad que esa gente tenía. Es decir: lo que no se ve
también es significativo. No es una nada, no es un hueco en el saber, sino que también produce
efectos en la realidad. Y esto es una mentalidad: el conjunto de creencias que una sociedad
tiene, y que –independientemente de lo que sea la realidad objetiva- tiene efectos en esa
realidad.

Esta idea de qué es una mentalidad también se aplica al positivismo. El positivismo de esos años
y el sociodarwinismo toman, por ejemplo, la categoría de raza como una clave para explicar la
historia. Esto es algo extraordinariamente difundido, es creído como una convicción
absolutamente científica, y se lo utiliza para jerarquizar a las personas a lo largo y a lo ancho del
mundo. Tomemos América como referencia. La diferencia entre el Norte y el Sur siempre fue
un tema: por qué, siendo más o menos parecidos entre sí, cada uno tomó caminos tan distintos.
Por qué Estados Unidos se convierte en una gran potencia y los países latinoamericanos no, e
incluso algunos tienen una viabilidad amenazada permanentemente en su estructura como
nación, a lo cual se suma el subdesarrollo. La hipótesis de la raza en esos años positivistas
aparece como una explicación: aquellas sociedades habitadas por personas pertenecientes a las
razas inferiores, es decir, las razas no blancas, tienen perspectivas de realización menos
efectivas que las de las blancas. ¿Qué hacer con los otros? Lo que dice José Ingenieros en una
carta escrita desde alta mar, en viaje a Europa: garantizar la dulce extinción de las razas
inferiores; tener una política humanitaria para aquellos que no son un material apto para la
civilización. Si José Ingenieros, conocido por su progresismo socialista y por su ascendiente
sobre la juventud de la Reforma universitaria, podía escribir esto, es porque la mentalidad
racialista y racista estaba completamente instalada y naturalizada. Y era parte del discurso
positivista. En el mismo sentido, el imperialismo, para el Ingenieros del Centenario, está muy
ligado a la idea de nación positivista. Para el positivismo, la nación poseedora de recursos
naturales, una buena extensión de territorio y una población predominantemente blanca podrá
realizarse como tal, y tiene así garantizadas la prosperidad y la expansión.

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Para verlo por contraste, en el romanticismo la idea de nación está mucho más ligada a la idea
de nación-humanidad. Eso explica también el hecho de que muchos de los románticos vayan a
pelear por otras naciones, como es el caso de Garibaldi o de Lafayette, que participan de las
revoluciones del mundo. Esto se da porque se piensa la nación como parte de la humanidad y
como realización, en última instancia, del espíritu universal (en términos hegelianos); la
humanidad se va realizando en cada nación. No existe en el romanticismo esta idea de nación
luchando con otra nación en la lucha por la vida, en la cual prevalecerá la más fuerte, como sí lo
considerará el positivismo. En el positivismo, tanto entre individuos como entre grupos (y las
naciones son grupos) el éxito en la lucha con el otro es para el más apto. Luego, esta idea que
podemos inscribir en el registro positivista va a volver y realimentar en el siglo XX argumentos
nacionalistas belicistas. Pero, en una primera instancia, durante la segunda mitad del siglo XIX,
lo único que se está tratando de garantizar es el progreso, por lo tanto no es la confrontación
armada permanente lo que se pretende sino que, simplemente, una nación supera a la otra
porque tiene mayores recursos científicos o está más adelantada en la tecnología. Por eso la raza
blanca es superior a las otras, porque es la que está superando a las otras.

Otro elemento que muestra hasta qué punto la mentalidad positivista permea las ideologías es
que el propio Marx consideraba que lo mejor que le pudo pasar a la India fue la llegada de los
ingleses, ya que aceleraron el proceso de llegada del capitalismo y, a su vez, eso aceleraba la
posibilidad de llegar al socialismo. Sin embargo, no todo el materialismo histórico está en clave
positivista. Lo estuvo centralmente el de la Segunda Internacional. Luego, y sobre todo a partir
de la Primera Guerra Mundial y la Revolución rusa, va a haber cierto distanciamiento. El mismo
Lenin ya tiene otro discurso menos ligado a estas categorías de análisis.

Volvamos ahora a la cuestión del método científico. Tener en cuenta los hechos no quiere decir
ser positivista. Ahora bien, si sólo se toman en cuenta los hechos, entonces sí se es positivista.
Lo que el positivismo dice es: hay hechos, y la función del conocimiento es establecer
regularidades entre esos hechos. Al establecimiento de esas regularidades las llama leyes.
Establecer relaciones o regularidades significa que cada vez que ocurre A, ocurre B; cada vez
que puedo establecer ciertas condiciones perceptibles empíricamente puedo determinar qué es lo
que va a ocurrir. El positivismo trata con fenómenos, estos fenómenos son llamados hechos,
estos hechos son datos perceptibles por la sensibilidad del sujeto humano y esta sensibilidad se
reduce a los cinco sentidos. Si el juicio que formulo no tiene un correlato empírico, no es
verdadero ni falso. Incluso, se dice, está mal formulado.

Ya mencionamos que la figura central entre los científicos positivistas es Darwin, que ha venido
a desentrañar un enigma referido al desarrollo de las especies vivientes y va a enunciar su
conclusión de que las especies evolucionan a través de una lucha en donde sobreviven los más
aptos: no los mejores, sino los más aptos. Los más aptos son aquellos que están adecuados a las
condiciones del medio.

Acá hay una disputa en el terreno de la biología entre el francés Lamarck y Darwin. Lamarck en
el siglo XVIII ha enunciado también una teoría evolutiva que va a ser desmentida por Darwin.
La teoría lamarckiana se dirime en torno a un ejemplo. Los paleontólogos encuentran jirafas que
tienen cuello corto; es decir que hubo jirafas con cuello corto, cuando las que conocemos tienen
cuello largo. La pregunta es por qué las jirafas de cuello corto se extinguieron y las de cuello
largo no. Para Lamarck, lo que ocurrió es que todas las jirafas que había eran de cuello corto y
que por mutaciones climáticas que se producen en el planeta se extinguieron los pastos de los
que estás se alimentaban y quedaron sólo las hojas de los árboles. Entonces las jirafas que de lo

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contrario de morían de hambre comenzaron a hacer esfuerzos progresivos para alcanzar las
copas de los árboles y así fue como estiraron su cuello. Como quien va al gimnasio a producir
músculos. Y estos cuellos así producidos van a formar parte del bagaje que heredan las
generaciones posteriores de jirafas. Esto se llama la heredabilidad de los caracteres adquiridos;
es decir, los padres adquieren ciertos caracteres, ciertos atributos físicos, y éstos son heredados
por sus hijos.

Darwin rechaza esta hipótesis: los caracteres adquiridos no se heredan. Y de hecho, la genética
(y la experiencia) le han dado la razón. Padres musculosos no tiene hijos musculosos. Hoy
sabemos que esto tiene que ver con la herencia genética que está inscripta en el ADN. Aunque
Darwin no supiera esto, argumenta en la misma dirección, y sostiene que los caracteres
adquiridos no se heredan. Por consiguiente la explicación del fenómeno de las jirafas es que
había simultáneamente jirafas de cuello corto y jirafas de cuello largo. Entonces, cuando
ocurrieron las mutaciones climáticas, las jirafas de cuello corto se murieron y las de cuello largo
sobrevivieron, porque pudieron adaptarse al nuevo ambiente.

El pensamiento biologista se aplicó durante el siglo XIX también al análisis de las sociedades:
sociólogos y psicólogos miraron el desarrollo de las sociedades o de los tipos humanos, bien en
clave lamarckiana, bien en clave darwiniana. Y ya mencionamos que en el siglo XIX existe un
fenómeno explicativo de las realidades sociales y de la historia llamado raza. Hay distintas
razas que incluyen, no sólo determinadas características físicas, sino también ciertas aptitudes
intelectuales y morales. ¿Qué ocurriría, entonces, si alguien comparte esta idea de que hay
diferencias raciales que implican mayores habilidades para una cosa que para otra? Por ejemplo
que los negros saben jugar al básquet y que los blancos son buenos para matemáticas. ¿Qué
consecuencias saco según tome la versión lamarckiana o la versión darwiniana? ¿Cuál es más
democrática o más esperanzada en la justicia? La lamarckiana, porque si un negro desarrolla
cierto tipo de habilidad sus hijos la van a heredar. En Lamarck, la cultura puede modificar a la
biología, a la genética. En el caso de Darwin, no.

Entre paréntesis, Freud decía que hay tres grandes heridas narcisistas del hombre occidental. La
primera es la de Galileo y Copérnico, que dicen que la Tierra no es el centro del universo, sino
un pedazo de piedra girando en un espacio infinito, entre otros tantos pedazos de piedra; es
decir, un descentramiento del hábitat humano. El segundo impacto narcisístico es Darwin: el
hombre no está hecho a imagen y semejanza de Dios, sino que es el descendiente de unos
primates y punto. El tercero, dice Freud (y no sin cierto narcisismo), soy yo: el ser humano no
es sólo racional, no es soberano respecto de sus actos, sino que tiene esta cosa extraña que se
llama lo inconsciente, que lo gobierna a espaldas de su propia conciencia. Todas estas son
heridas del yo, del ego humano; el ser humano es desalojado de distintos centros.

La sociología es una disciplina que surge con el positivismo; es hija del caos y el desorden
posterior a la Revolución francesa y de los fenómenos inducidos por la Revolución industrial,
esto es, la emergencia del mundo del trabajo, de las ciudades, de los centros urbanos, de las
aglomeraciones urbanas. A fines del siglo XIX, los padres fundadores de esta disciplina son
Durkheim en Francia, Max Weber en Alemania, y algunos colocan también a Marx en esta
línea.

Efectivamente, los temas de reflexión de la sociología, muy claramente en Durkheim, pero


también en Weber, están vinculados con los fenómenos de la modernidad. Durkheim trabaja con
datos, en la línea positivista, hechos, tratando de establecer reglas, normas, relaciones, leyes a

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partir de esos datos. Su tesis es sobre el suicidio. El suicidio es el libro fundador de la sociología
moderna, y trabaja con estadísticas de tasas de suicidio en distintos lugares de Francia, que va
vinculando con otra serie de curvas (tasas de nacimiento, tasas de defunción, crecimiento
económico, crisis laborales, etc.). El cruce de todas estas variables determina que un hecho
aparentemente tan poco identificable en sus causas como el suicidio, en tanto parece depender
de una decisión individual, es en realidad un fenómeno social; es decir que tiene que ver con
variables que son detectables en la sociedad, como es el caso de la anomia de los migrantes. El
éxito de la sociología radica en que frente a un objeto de muy difícil análisis, como lo es una
sociedad, el método positivista también puede llevar a detectar ciertas regularidades y habilitar
hipótesis explicativas de esos fenómenos.

Ahora bien, el racialismo o directamente racismo, que ya estaba inscripto, como dijimos, en el
discurso biológico, se vuelca durante la segunda mitad del siglo XIX directamente a la
descripción de los caracteres fisionómicos. El protagonista más conocido en este sentido es
Lombroso, quien en 1870 inventa la antropología criminalística, que pretende determinar a
partir de los rasgos fisionómicos, la peligrosidad de los individuos. Lombroso escribe un libro
sobre el criminal nato y allí hace toda una clasificatoria. Hasta hace unas pocas décadas, se
podían encontrar en los diarios de la tarde, que informaban sobre crímenes abominables que se
cometían, rastros del lombrosismo: ante el caso de un descuartizador, aparecía el dibujo de su
rostro con una serie de flechitas que indicaban la frente abultada, los lóbulos de las orejas
salientes, la mandíbula inferior más prominente, etc. Eso es un legado directo del lombrosismo;
es decir, donde el rostro no es el espejo del alma, sino que es el alma misma.

Esto sirve para ver cuál es la gravitación del pensamiento positivista en sectores estratégicos de
la representación de las sociedades, de los individuos, con consecuencias prácticas
significativas.

Hay dos nociones de raza que son dominantes en el período positivista. Una es ésta: la raza es
aquello que determina un conjunto de rasgos fisionómicos, físicos, que están vinculados con
aptitudes intelectuales y morales. Cuando se ha dicho esto, se ha pasado del racialismo al
racismo, que va a decir que determinadas razas son más o menos aptas para la civilización. En
el caso americano, las razas que van a ser permanentemente expulsadas o discriminadas por esta
visión son las razas indígenas y las razas negras. En la novela realista del siglo XIX también
vemos esta mentalidad. Uno toma la novela francesa y en general comienza con una descripción
fisionómica de las características de un sujeto.

La otra noción de raza que va a circular en la época es una noción que dice raza para referirse a
rasgos culturales, no biológicos; esto es, por ejemplo, una raza argentina, para definir una
identidad. ¿Qué es ser argentino? Tiene que haber una raza argentina que tenga determinadas
características o hay una mala raza argentina porque se burlan de la ley, etc. En este segundo
caso, se dice raza como se podría decir pueblo o cultura.

En el caso del positivismo, en todas partes la categoría de raza juega un papel estratégico como
categoría explicativa de realidades sociales. Esto es lo que se llama sociodarwinismo o
darwinismo social, donde las hipótesis de Darwin sobre las especies animales son seguidas y se
cede a la tentación de analizar a las sociedades con las mismas leyes de lucha por la vida y
supervivencia del más apto.

Ahora bien, Darwin tiene atrás un autor del siglo XVIII llamado Malthus, que ha elaborado una
teoría sumamente convincente para la época y que es una fuerte inspiración para Darwin. La

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llamada ley de Malthus involucra la concepción de una realidad de suma cero y la vincula con
los alimentos. Esto es: las poblaciones humanas crecen en una relación de tres a uno, respecto
de los alimentos. Esto trata de mostrarse empíricamente. Una proyección muy sencilla muestra
que en muy poco tiempo las sociedades van a tener mucho menos alimentos que aquellos que se
necesitan para la satisfacción de todos. Por consiguiente se va a desencadenar una lucha por la
apropiación de estos alimentos, y en esta lucha van a sobrevivir los más fuertes, los más aptos,
los más adecuados, los más astutos. El que va a pensar en contra de esto va a ser Marx, que se
opone a las tesis malthusianas, argumentando que es posible una productividad mucho mayor.
Este es el determinismo social.

Para finalizar, conviene señalar que desde el punto de vista de los contemporáneos de este
momento histórico del que estamos hablando, el biologismo, el darwinismo, el positivismo, no
es un pensamiento de derecha. Marx, cuando escribe El Capital piensa por un momento en
dedicárselo a Darwin. Él escribe que él quiere ser el Darwin de las ciencias sociales, el Darwin
de la economía; es decir, es un faro, es un modelo. Lombroso, que inventa la fisionómica
positivista aplicada a la criminología para prevenir los delitos, es un diputado italiano por el
Partido Socialista y es visto en su época como un progresista, un hombre de la izquierda. Esto se
debe a que es un momento donde la ciencia, el mundo científico tiene entablada una fuerte
polémica con la Iglesia católica y la ciencia es considerada como progresista. En el legado
Iluminista, la ciencia es aquello que viene a disolver las ignorancias y los prejuicios, y en este
sentido forma parte del núcleo del fenómeno de la modernidad. Entonces creer en la ciencia es
ser moderno, y ser moderno es estar con el progreso; a diferencia del pensamiento religioso que
está en contra del progreso, está a favor de la ignorancia, de los dogmas y del encadenamiento
espiritual de los seres humanos. Esto lo cree no sólo el positivismo, sino cualquier pensamiento
que tenga rasgos positivistas o hasta una retórica científica. Es una característica del siglo XIX:
la gente cree en la ciencia, Y esto hace que ciertos discursos que se revisten sólo de una retórica
científica también ganen verosimilitud, independientemente de su valor de verdad o falsedad.

Damián Grimozzi

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