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OPINIÓN

Zoópolis: los animales, ¿nuestros


conciudadanos?
Cómo pensar los derechos de los animales desde una visión que supere la mirada moral o
ética con que se aborda lo permitido y prohibido frente a los animales y se sitúe
explícitamente en la dimensión política, es decir que amplíe el concepto de ciudadanía

Por Maristella Svampa


Marzo 2019

Desde tiempos del Neolítico, los seres humanos venimos usu uctuando de los animales de las formas más
diversas y crueles. La profundización de la explotación y el agravamiento del su imiento animal, a lo que se
añade la gran escala de ciertos modelos de matanza, parecen ser las claves de un vínculo más que perdurable.
Cierto es que la gran escala no es algo novedoso. Por ejemplo, antes del comienzo de la era de los combustibles
fósiles, los transportes públicos eran tirados por caballos (había más de 10.000 taxis de tracción a sangre en
Londres hacia 1870). Además, no solo cumplían un rol imprescindible en la agricultura de la época, sino
también en la guerra: se estima que en la Primera Guerra Mundial murieron unos 8.000.000 de caballos.

Si el cambio de modelo energético benefició sin duda a los equinos, hay que decir que las transformaciones del
modelo alimentario en las últimas décadas empeoraron las condiciones de vida de otros animales, de cara a las
necesidades de un mundo cada vez más superpoblado. Hoy se extiende sobre los animales «la larga sombra de la
producción ganadera», a la que se suma la proliferación de megagranjas industriales. Actualmente, se matan
60.000 millones de animales al año, tres veces más que en 1980. En síntesis, la figura del holocausto cotidiano y
perpetuo, «el eterno Treblinka» como titulara de modo perturbador Charles Patterson un libro publicado en
2002, retomando la ase del escritor y premio Nobel Isaac Bashevis Singer, quien había dicho que «en lo que
respecta a los animales, todos somos nazis». Claramente, los animales, como agrega la filósofa ancesa Elizabeth
de Fontaney, «viven en un estado de excepción permanente».

En razón de ello, hay quienes sostienen que luego de haber logrado ciertos éxitos, el movimiento de defensa de
los derechos de los animales (genéricamente llamados, «animalista») se ha estancado. Más aún, visto de cerca, la
expansión de las onteras de derechos no parece haber conllevado progresos reales, demostrables por ejemplo
«en el desmantelamiento de la explotación animal». Para Sue Donaldson y Will Kymlicka estas limitaciones no
son solo prácticas, sino también teóricas. Así parte la reflexión de los autores de un libro ya considerado un
clásico sobre el tema, Zoopol . Una teoría política para los derechos de los animal , editado originalmente en inglés
por la Universidad de Oxford en 2011, y publicado recientemente en español, por partida doble: primero en
España, a principios de 2018, por la editorial Errata Naturae, y luego en Argentina, a fines del mismo año, por la
editorial Ad-Hoc.

Lo curioso de esta doble traducción casi simultánea es lo que sugieren la tapa y los subtítulos en cada país.
Mientras la edición española muestra en su cobertura un oso enorme y bellísimo, con el título Zoopol , una
revolución animal ta, indicando con ello que su destino es un público más militante (esto es, animalista), la
edición argentina, cuya traducción y prólogo estuvo a cargo de Silvina Pezzetta, especialista en derecho y
profesora en la Universidad de Buenos Aires, respeta el subtítulo original: Una teoría política para los derechos de
los animal y o ece otro cuadro: una portada color rosa viejo, sin fotos ni ilustraciones, en una edición donde
todo rezuma pulcritud y sobriedad.

En todo caso, la intención original de los autores es proponer una discusión de índole más teórica, cuyo objetivo
es instalar la cuestión animal en el campo académico internacional, en una doble clave que une la teoría de los
derechos de los animales con una teoría de la ciudadanía. En concomitancia con lo anterior, la apuesta del libro
desborda el campo militante para dirigirse a un público académico amplio, no convencido e incluso
desconocedor de los debates teóricos y empíricos en torno al tema.

No es que el texto no discuta con las diversas corrientes que hoy defienden los derechos de los animales. Todo lo
contrario, pues lo hace a conciencia, y con los grandes autores (y las grandes autoras) del campo. Pero la apuesta
central es conectar la teoría de los derechos de los animales con una reflexión situada, concreta, de la
ciudadanía.

Los animales son sujetos sintientes y por ello dotados de derechos inviolables, claro está; pero también son
sujetos políticos, en la medida en que pertenecen a una comunidad (mixta o no), son interdependientes y
desarrollan vínculos con otros sujetos/especies. Este último es sin duda el punto fuerte que Donaldson y
Kymlicka explorarán en dicho libro, para construir una original tipología de la ciudadanía animal y los mundos
compartidos entre humanos y no humanos.
Hacia el giro político

Estamos ante un libro innovador en su abordaje conceptual y normativo. Aún si por momentos puede sentirse
cierta tendencia a la repetición, el libro o ece una claridad expositiva y un estilo elegante de escritura, que sin
duda invitan a la lectura. Además, aun si quien lo lee jamás ha reflexionado sobre el tema, lo innegable es que
vivimos en un mundo de comunidades mixtas. Nada de lo animal nos es ajeno.

Los ingentes ejemplos que proponen los autores para discutir o fundamentar sus argumentos no hacen más que
reflejar esta interrelación y cercanía, sumergirnos en las comunidades mixtas, en las que coexisten humanos y
animales. Es a partir de esta constatación propia del sentido común que el texto se encamina en la búsqueda de
un horizonte político transformador: la expansión de los derechos de los animales, vistos como sujetos políticos.
Pues «ninguna sociedad está predeterminada para abrazar los derechos de los animales, pero ninguna está
predeterminada para rechazarlos».

Podría decirse que el libro tiene dos partes. Una primera, donde los autores discuten las limitaciones de las
teorías de los derechos animales, a las que consideran muy acotadas o minimalistas, pues se han limitado a
formular los derechos negativos (el derecho a no ser considerado propiedad, a no ser asesinado, confinado,
torturado o separado de la familia), aplicable a todos los animales que tienen algún nivel de sintiencia. Pero
dichas teorías no abrieron el campo de los derechos positivos, no reflexionan sobre las obligaciones positivas que
tenemos para con los animales.
De lo que se trata es de pensar a los animales como sujetos políticos, lo que en clave liberal-democrática significa
determinar los derechos de membrecía de cada comunidad política específica. En esta línea, la apuesta teórica y
normativa va más allá de las dos corrientes dominantes dentro de la teoría de los derechos animales: la visión
bienestarista (que defiende el bienestar de los animales desde una perspectiva moral, aunque muchas de ellas lo
subordinen al bienestar humano), así como aquella otra visión que concede ciertos derechos a los animales con
capacidades cognitivas o superiores (grandes simios, delfines, ballenas, elefantes).

La crítica apunta asimismo contra la perspectiva abolicionista, una postura que sostiene que una vez
reconocidos y respetados los derechos de los animales, los no humanos deberíamos «dejar hacer», «liberar a los
animales», para que éstos puedan vivir libres en ambientes naturales, formando sus propias sociedades.
Donaldson y Kymlicka consideran que esta tesis segregacionista contradice la realidad, pues históricamente
hemos convivido con seres no humanos; compartimos sociedad con innumerables animales y sería irrealista
proponer la ruptura de un vínculo que, en realidad, requiere ser reconocido desde otro lugar (ético y político) y
debe por ende ser reformulado, en función de los principios fundamentales de la justicia y el derecho.

De este modo, la discusión incluye una conversación con autores muy reconocidos dentro del campo de la teoría
animalista, entre ellos Tom Regan (el moderno fundador de la teoría de los derechos de los animales), Paola
Cavalieri, Gary Francione o inclusive la filósofa Martha Nussbaum, que ha hecho aportes significativos al tema.
Por último, hay escasa alusión al veganismo implícito que lo recorre (solo un párrafo perdido en el libro), y antes
que abundar en una crítica al «especismo» (que, con diversos argumentos, considera la especie humana como
superior al resto de las especies y por ende justifica el dominio sobre ellas), tan en boga en los últimos tiempos,
los autores dan un paso más. La propuesta nos invita a realizar un ejercicio de «imaginación moral, de ver a los
animales no solo como individuos vulnerables y su ientes que necesitan protección, sino también como amigos,
conciudadanos y miembros de sus comunidades o de las nuestras».

En realidad, se trata de una visión que busca superar la mirada moral o ética con que se aborda lo permitido y
prohibido ente a los animales, para situarse explícitamente en la dimensión política, lo cual solo se logra
ampliando la ciudadanía. Así, por un lado, los animales tienen derechos inviolables por ser sujetos sintientes;
por el otro, esos derechos universales son vinculados con tres tipos de ciudadanía diferenciadas: una primera
categoría abarcaría a los animales de compañía y domésticos, quienes son considerados como conciudadanos de
nuestra comunidad, por lo cual tenemos para con ellos todas las obligaciones que conlleva la dependencia; la
segunda categoría se refiere a los animales liminales, aquellos que se hallan en una situación intermedia entre los
domésticos y los salvajes, y aunque coexisten en un mismo espacio con nosotros los humanos, son considerados
como visitantes temporarios o residentes, pero no conciudadanos; por último, la tercera categoría se extiende a
los animales salvajes considerados miembros de sus respectivas comunidades políticas, con sus territorios y
soberanías, que deben ser respetados.
Un punto importante es que esta propuesta disuelve la dicotomía simplista que divide entre animales salvajes y
animales domésticos, la que es reemplazada por una división tripartita que contempla otras variaciones, como el
grado de modificación física o de comportamiento debido a la intervención humana y a los tipos de interacción
entre las personas. Por ello existiría esa tercera clase, los animales liminales, de por sí una categoría laxa y
heterogénea que incluye desde animales que viven dentro del entorno humano, muchos de ellos «oportunistas»
(ardillas, ciervos, halcones, zorros); otros, sobrevivientes a la invasión de sus nichos o ecosistemas por parte de
los seres humanos (codornices, otras aves y roedores); y en fin, animales que han sido extraídos de su entorno de
origen y que ya no pueden volver a él (exóticos) o han generado nuevas dependencia con los humanos.

Pensar los alcances normativos de esta nueva categoría constituye uno de los grandes desafíos del libro, porque
efectivamente estos animales, que no son ciudadanos plenos pero tampoco extranjeros absolutos, son objeto de
una invisibilización recurrente en términos de derechos, o incluso son considerados como una amenaza, lo cual
puede llevarlos a ser víctimas de «limpiezas étnicas». Estos animales no gozarán de todos los derechos de un
conciudadano, pero sí de residencia. Es en este punto donde los autores apelan al multiculturalismo –
perspectiva en la cual Kymlicka es reconocido internacionalmente por sus aportes–. El derecho a la residencia
puede ser pensado en analogía con los derechos de los inmigrantes o aquel de los visitantes temporarios, y
apunta a dar inteligibilidad y matiz a una relación de coexistencia sin comembrecía.

La segunda parte ya aborda de modo específico los tres tipos de ciudadanía y procura problematizar y
desmontar varios lugares comunes, de los cuales solo nombraré uno. Los autores distinguen tres funciones de la
ciudadanía: nacionalidad (membrecía a una comunidad específica, con su estado y territorio); soberanía
popular (la legitimidad del Estado se deriva de su rol como encarnación de la soberanía del pueblo) y, por
último, agencia política democrática (lo cual implica el derecho y responsabilidad de hacer la legislación, esto es,
ideas sobre la participación política).
El último punto aparece problematizado pues claramente los animales no son agentes con capacidad para
participar de la vida política, en términos deliberativos o como agentes legislativos. Ahora bien, ¿carecer de esta
capacidad de agencia los excluye entonces como ciudadanos? Donaldson y Kymlicka desconfían del carácter
absoluto de las teorías racionalistas y deliberativas de la ciudadanía, al estilo John Rawls y Jürgen Habermas. En
realidad, su reflexión se halla en consonancia con otras corrientes que buscan pensar la ampliación de la
ciudadanía, por ejemplo, aquellas que se proponen incluir sujetos con capacidades diferentes (incluso con
discapacidad mental severa).

«Cualquier concepción plausible de la ciudadanía debe reconocer el valor de la agencia, pero debe reconocer
también que las capacidades de agencia se amplían y contraen con el tiempo y varían según las personas y que
un tema central de una teoría de la ciudadanía es apoyar y permitir lo que es a menudo un logro parcial y
ágil», escriben los autores. Dicho de otro modo, para pensar la heterogeneidad de situaciones humanas y no
humanas, hay que replantear la idea de agencia y considerarla como un espacio de geometría variable. Es posible
hablar entonces modelos de «agencia dependiente», «asistida» o «interdependiente». En consecuencia, el status
de ciudadano de los animales no está determinado por sus capacidades cognitivas sino por la naturaleza de sus
relaciones con una comunidad política particular.

Ecología y derechos animales: relaciones poco exploradas


En un mundo en el cual la pobreza y las desigualdades entre los seres humanos se multiplican (en términos
socioeconómicos, socioambientales, de género, étnicos y geopolíticos) y adquieren niveles más que aberrantes,
pareciera que pensar una comunidad política, una zoópolis, en la cual se regulen las relaciones entre humanos y
no humanos, bajo principios de justicia y en clave de derechos, constituye una falta de realismo. Cierto es que
las propuestas de Donaldson y Kymlicka están atravesadas por una fuerte dosis de voluntarismo político, pero
esto no las invalida.

Antes que una reflexión propia de «almas bellas», estamos ante el esfuerzo comprometido por pensar en la
construcción una sociedad transhumana, una zoópolis, de más largo plazo, que tome en cuenta las relaciones de
interdependencia entre animales humanos y no humanos, explorando y abrazando el conjunto de estas
relaciones. Un punto a favor que señalan los autores es que más allá de las aberraciones y abusos de los humanos
cometidos contra los animales, estos tienen poco registro intergeneracional o memoria colectiva. Esto abre la
puerta para un nuevo pacto humano-no humano, una suerte de borrón y cuenta nueva; algo difícilmente
imaginable para el caso de las comunidades humanas.
Uno de los puntos ciegos de Zoópol se vincula a su valoración de la ecología. Sorprende que un libro en el cual
se desarrollan análisis tan refinados sobre la teoría de los derechos de los animales y los múltiples enfoques de la
ciudadanía, los autores o ezcan una concepción tan somera, tan reduccionista y acotada de la ecología. En
rigor, la ecología es identificada con el conservacionismo ecocéntrico más rancio, aquel que no vacilaría en
sacrificar animales para salvar un ecosistema (no solo no humanos, sino también humanos, aclaramos; algo que
escapa a los autores). Y, así, se señala:

«El holismo ecológico provee de una crítica a numerosas actividades que devastan a los animales, pero considera
que la matanza de los animales es neutral o incluso beneficiosa cuando ésta beneficia a los sistemas. Apunta a la
protección de los ecosistemas, conservación y restauración, en lugar de salvar las vidas individuales de los
animales de especies que no están en peligro de expansión»

Los autores ignoran los debates que atraviesan la ética ambiental, la ecología política, las ontologías relacionales.
Muy especialmente desconocen la relevancia que han adquirido las perspectivas biocéntricas, hoy bandera de
lucha de numerosos movimientos socioambientales, que incluso se conectan con el llamado giro ontológico de la
antropología crítica, así como con la reflexión más general sobre la crisis del Antropoceno. La perspectiva
biocéntrica va más allá de la dicotomía holismo/individualismo, pues como dice el ambientalista uruguayo
Eduardo Gudynas, esta «apunta a colocar los valores propios en la vida, sea en individuos, especies o
ecosistemas».

Para ser sincera, la incomprensión e incomunicación es recíproca. En líneas generales los animalistas se
preocupan poco por la salud de los ecosistemas (la preocupación es más social que ecológica, en relación a los
animales), o de modo somero algunos consideran que «una teoría de los derechos de los animales expandida
puede hacerse cargo de asuntos fundamentales como el hábitat y el ecosistema» –como afirman Donaldson y
Kymlicka–; por otro lado, la lucha ecologista poco se ha preocupado por la condición de los animales, más allá
de colocar en el centro de sus campañas aquellos que están en peligro de extinción.

Por ejemplo, en América latina, los últimos quince años, pese a estar tan marcados por las luchas contra el
neoextractivismo y la sanción de nuevos derechos (tal el caso de los derechos de la naturaleza, en Ecuador), poco
y nada se ha hablado de tender puentes con ciertos planteos animalistas. Eduardo Gudynas, aborda el tema el
libro ya citado libro Derechos de la naturaleza. Etica biocéntrica y polític ambiental , pero lo hace muy
rápidamente, criticando los planteos bienestaristas y aquellos que defienden los derechos de los animales
superiores –los grandes simios, como ocurrió con la orangutana Sandra, en el zoológico de Buenos Aires, que en
2015 fue declarada por una jueza como «una persona no humana», portadora de derechos fundamentales–
aunque rescata las posiciones de Tom Regan, que considera valores intrínsecos en los animales. Desde la
perspectiva de Gudynas, «los derechos de los animales pueden ser interpretados como un subconjunto de los
derechos de la naturaleza». En realidad, el autor uruguayo desliza el mismo tipo de cuestionamiento que
Donaldson y Kymlicka hacen al conservacionismo ecológico, pero apuntando contra ciertos planteos
animalistas acerca de la ausencia de una valoración intrínseca de los sujetos, a lo que agrega como crítica, una
perseverante postura antropocéntrica.

Para terminar, es importante agregar que la perspectiva multiculturalista de Kymlicka, reconocida en todo el
mundo suscita gran desconfianza en nuestras latitudes, y ello con razón. Si bien en los tempranos años 90 el
multiculturalismo fue bienvenido (y muchos aprendieron de Kymlicka), luego, al conocerse que venía de la
mano del neoliberalismo, con las políticas del Banco Mundial y sus asesores, generó fuertes cuestionamientos.
Por otro lado, como hemos desarrollado en el libro Debat latinoamericanos, el multiculturalismo presenta una
base liberal que apunta a limitar –y al mismo tiempo a redefinir y encapsular– las demandas de autonomía de
los pueblos indígenas. Quizá este cortocircuito previo sea parte de la actual desconexión y hasta de cierta
indiferencia que sus escritos generan en una parte del campo intelectual y militante de las ciencias sociales
críticas latinoamericanas.

En suma, habría que ver, a la hora de repensar las imprescindibles conexiones entre derechos de los animales y
derechos de la naturaleza, hasta dónde la visión individualista y liberal de la democracia no presenta
limitaciones. Sin embargo, propuestas tan innovadoras como las de Donaldson y Kymlicka impulsan una
apertura teórica. Y más aún, generan la urgencia de pensar la imprescindible vinculación entre derechos de los
animales y derechos de la naturaleza, de tender puentes, de iniciar una conversación inter y transdisciplinaria,
al menos de parte de todos aquellos ecologistas preocupado por la expansión de la ontera de derechos y la
ética ambiental.

Nota: agradezco los comentarios de Silvina Ramírez.

En este artículo
ANIMALISMO DEMOCRACIA DERECHOS

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