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Razones contra la Democracia26

Ya sé que hablar contra la democracia es blasfemia


mayor en estos tiempos (aunque tal vez justamente
por eso valga la pena intentarlo); y lo que es peor, in­
cluso la gente más bien buena y bienintencionada lo
más a menudo pone ceño cuando oye esas blasfemias:
y es que sospecha, por lo primero, que, si uno está en
contra de la democracia, será porque está a favor de la
dictadura o del fascismo o cosas de esas.
Así que hay que dejarlo bien claro desde el prin­
cipio: que, si aquí vamos a criticar la democracia, no
es porque estemos prefiriendo ninguna dictadura
—de derechas o de izquierdas que sea—, ni aristo­
cracia o monarquía o teocracia o califato o lo que us-

26 Texto ligeramente modificado de una conferencia pronuncia­


da, con el título Democracia, individuo, dinheiro e a emancipagao
humana, en el Fórum Transnacional da Emancipado Huma­
na. Desafios da Humanidade e do Planeta, Universidade Fede­
ral do (Jeará, Fortaleza (Brasil), el 4 de agosto de 2010.

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tedes quieran, sino todo lo contrario: será porque la
democracia se parece demasiado a la dictadura como
para que podamos creernos buenamente que esas dos
sean tan enemigas entre sí como nos cuentan ellas.
De falsas alternativas vive el Poder, y mientras siga­
mos creyendo que en política no hay más que elegir
entre la democracia y la dictadura, que es peor, no va­
mos a adelantar ni un paso.
Pues así es, en efecto, como de ordinario suele
aceptar la gente de a pie este régimen que tenemos,
la democracia: como un mal menor en comparación
con otros regímenes —por más que sea, para menor,
bastante gordo: en fin de cuentas, son los regímenes
democráticos los que sostienen, en nuestro mundo,
un sistema económico que mata de hambre y miseria
a millones de hombres, mujeres y niños, que arrasa
tierras y ciudades en nombre del Progreso y, para ma­
yor beneficio de sus empresas, nos envenena los ríos,
los mares y el aire que respiramos—, pero, en fin, en
comparación con los fascismos y los estalinismos, los
nazismos y las dictaduras de militares o de fanáticos
religiosos de cualquier credo (cuyos horrores no en
vano nos los sacan cada día en la televisión y en los
periódicos), no hay ninguna duda de que este régi­
men que nos ha tocado aguantar es, después de todo,
bastante más aguantable que los otros, aunque sea so-

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lamente porque uno puede maldecirlo sin demas: a c:
temor a ir a parar al calabozo.
Y, sin embargo, cualquiera sabe, y la gente a veces
lo dice por lo bajo, que eso de la democracia es mentira;
que eso de «gobierno del pueblo» —que, como todo el
mundo sabe, es lo que «democracia» quiere decir—
queda convicto de mentira flagrante a cada paso. Pues
es evidente para cualquiera que lo que se llama pueblo
el común de las gentes, no pinta nada en estos regíme­
nes democráticos, ni tiene apenas más influencia en
los asuntos que de veras le afectan que en cualquier
monarquía o principado absoluto de otros tiempos
por más que le den a elegir entre unos gobernantes
de un partido o de otro, que de todos modos ya no se
distinguen apenas más que por los nombres.
Y es fácil ver asimismo que, si a pesar de todo la
vida en las democracias es siempre un poco más lle­
vadera que bajo los regímenes más abiertamente dic­
tatoriales o autoritarios, si la gente habla y respira cor.
más libertad y menos temor a los esbirros del poder y
sus represalias, es que eso, bien mirado, no se debe a
que la gente de abajo tenga gran cosa que decir en los
asuntos de gobierno, ni mucho menos aún a que sea la
mayoría en vez de la minoría la que manda (pues nada
hay más temible que la dictadura de la mayoría), sino
más bien a que estos regímenes, después de todo, sue-

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len conservar un cierto respeto a las libertades, como
dicen, personales: unas libertades, es cierto, muy re­
lativas, limitadas, vigiladas, revocables o provisionales
siempre, y que las propias autoridades democráticas
se encargan de cercenar y conculcar a cada paso; pero,
con todo, lo bastante reales como para no despreciarlas
demasiado a la ligera.
Pero lo más triste y descorazonador, de todos
modos, no es que el Poder les ponga trabas y restric­
ciones a las libertades de sus súbditos (pues para eso
es Poder, y hará de las suyas mientras la gente no lo
derribe), sino el uso tan abrumadoramente pobre, con­
formista e idiota que hace la mayoría de los individuos
de esas pocas (y limitadas, pero, hasta cierto punto,
efectivas) libertades que tiene. Basta con ver, por ejem­
plo, cómo la libertad de vestir como a cada uno le dé la
gana —que es acaso una de las conquistas más nota­
bles del régimen social moderno— solo les sirve para
endosar dócilmente, en el caso de la mayoría de los
varones, el mismo uniforme de traje, corbata y camisa,
el mismo en todos los países del mundo llamado desa­
rrollado y todos los días del año, o en todo caso (para la
mayoría de las féminas, pero no solo ellas) para some­
terse afanosamente a los extravagantes mandamientos
de los que llaman los dictadores de la moda (cuyo po­
der dictatorial, en fin de cuentas, no consiste más que

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en la estupidez y el conformismo de sus seguidores
y seguidoras); exactamente de la misma manera que
de la libertad de expresión y de opinión, que, en prin­
cipio, ampara cualquier disidencia y cualquier hereda
imaginable, no saben hacer ellos otro uso mejor que
repetir las memeces reaccionarias que han oído decir
a su televisor: basta con ver, en suma, a esos millones
de individuos que deciden libremente comprar, votar
vestir, comer y opinar lo mismo que los demás, sin
que a ello les haya obligado ninguna coacción ni ame­
naza de nadie.
Pero, por eso mismo, hemos de sospechar en se­
guida que eso no puede ser casual; que a lo mejor las
famosas libertades democráticas estaban hechas justa­
mente para eso: para que todo el mundo haga lo que
está mandado hacer, pero haciéndolo voluntariamen­
te, cada cual con la plena convicción de no estar obe­
deciendo a más mandamiento que el de su soberau:
capricho y albedrío.
Y aim la relativa tolerancia que muestran los regí­
menes democráticos con algunas minorías más o me­
nos disconformes (que deciden, por ejemplo, no ir a
votar, no alistarse en el ejército, o salir por los campos
en busca de alimentos algo menos envenenados e insí­
pidos que los que se hace tragar a la mayoría), esa tole­
rancia para con las minorías, en fin de cuentas, les sirve

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también para afianzar la fe en el dogma de la libertad
personal, tan fundamental para el régimen: esto es, la
creencia de que si los más se resignan, por ejemplo,
a hacerse soldados, a votar, comprar y tragar bazofia,
será porque ellos quieren, porque así lo han decidido
uhremente cada uno, ya que eran libres de no hacerlo; y
; quién quisiera ser tan mal demócrata como para inter­
ferir en las libres decisiones de los demás individuos?
Aún habremos de ver más despacio cómo es eso
de que la libertad personal es el verdadero fundamen-
: e del régimen. Por ahora, bástenos observar lo mucho
cite tiene que decirnos eso acerca de los gobiernos de­
mocráticos y las relaciones que mantienen con sus su­
puestas rivales y antagonistas, las dictaduras (con las
cuales, sin embargo, se entienden de mil maravillas,
: :mo entre buenos hermanos que son, mientras les
ua bien para sus negocios): la libertad democrática
—decíamos— consiste en hacer lo que está mandado,
pero haciéndolo libremente, por propia decisión de
cada uno.
Esa es, evidentemente, la aspiración máxima del
7 :»der: que todos se le sometan por las buenas, por
?u propia voluntad, sin que hagan falta coacciones ni
amenazas demasiado abiertas ni explícitas; que el po­
re: del Capital, el poder del Dinero sobre la vida de la
gente se acepte, no ya como una imposición violenta

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y desde fuera, sino como si fuese lo que cada uno de­
seaba espontáneamente por sí mismo y desde lo más
hondo de su corazón.
Pues la verdadera obediencia, en fin, era eso: la
obediencia que verdaderamente merezca ese nombre
consiste, no en que uno haga solamente lo que está
mandado hacer, sino que haga suya la voluntad del
que manda, que la asuma como su voluntad propia,
tal como predicaba ya en su día san Ignacio de Loyola
a los padres y hermanos de la Compañía: «Todo obe­
diente verdadero debe inclinarse a sentir lo que su Su­
perior siente».
Bien se entiende, pues, que lo otro, los regímenes
más descaradamente autoritarios o dictatoriales, no
son mucho más que un apaño del que se sirve el poder
del Capital ahí donde no consigue hacerse obedecer
voluntariamente. Ese es el caso que se da sobre todo
durante las etapas iniciales y todavía rudimentarias de
su imposición sobre cada país, cuando su dominio es
todavía relativamente inseguro y vacilante; y también
en aquellas situaciones en que el desmandamiento del
pueblo dominado hace tambalearse los cimientos del
poder establecido: y entonces, como es sabido, los Es­
tados no vacilan en recurrir a todas las brutalidades y
las atrocidades que les hagan falta (y a veces más) para
volver a imponer lo que ellos llaman el orden.

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Pero la aspiración esencial del poder del Capital
no es ser dictadura, sino obediencia voluntaria o de­
mocracia (por eso los regímenes dictatoriales, a lo me­
nos en los tiempos modernos, no suelen durar mucho
más de lo que les hace falta para exterminar a los más
rebeldes y recalcitrantes y conseguir el sometimiento
¿e las masas de la población); la aspiración es que se
le obedezca por voluntad propia, no a fuerza de latiga­
zos ni de pelotones de fusilamientos.
Aunque es cierto, por otra parte, que eso nunca
se consigue del todo; que el régimen nunca puede ser
ran perfecto que todos sin excepción se le sometan sin
ningún asomo de vacilación ni de duda; y así es que
el régimen democrático nunca puede prescindir del
todo de los medios represivos o dictatoriales, de poli-
das. cárceles y, por si acaso, ejércitos, siempre prestos
a hacer obedecer a la fuerza a quien no se resigne a
obedecer por las buenas.
Podemos constatar, en resumidas cuentas, que
entre el poder democrático y el dictatorial no hay dife-
renda sino de procedimiento y de grado, según la ma-
: r o menor obediencia espontánea que encuentren
entre la masa de los individuos.
Por lo demás, es muy fácil —demasiado fácil aca-
s-:— darse cuenta de que las democracias modernas

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de «gobierno del pueblo» que pretenden ser no tienen
más que el nombre (apenas hace falta recordar lo que
fueron las democracias de la Grecia antigua, donde
todos los ciudadanos adultos se reunían en la plaza y
se alternaban por turnos en el ejercicio de los cargos
públicos): que poco o ningún influjo tienen las masas
de votantes sobre las decisiones de sus representantes
electos, y mucho menos todavía sobre los aparatos bu­
rocráticos de los Estados, y que poco o nada puede a su
vez el Estado frente al poder de las grandes empresas,
cuyos directivos —que imparten órdenes a los gobier­
nos de los Estados más poderosos— no son por su
parte tampoco nada más que meros vicarios o títeres
del poder del Capital mismo, que (hemos de recordar­
lo) no es ningún individuo ni clase ni conspiración de
individuos tampoco, sino la pura necesidad abstracta
que tiene el Dinero de convertirse incesantemente en
más Dinero.
De manera que los pobres votantes, en fin de
cuentas, nada deciden, ni apenas se les consulta,
acerca de todo lo que de veras afecta sus vidas (ni qué
cosas se producen y cómo y cuánto, pues eso no es
política, sino economía, ni de qué manera se constru­
yen las casas y las ciudades que ellos tienen que habi­
tar, nada: que esas son cosas para los especialistas), y
las elecciones democráticas vienen a ser, en fin, nada

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más que un triste rito de sumisión y de aceptación de
lo que de todos modos ya estaba hecho.
Tan obvio es todo eso y tan fácil de ver que es
mentira esa democracia, que de rebote, de lo puro fá­
cil que es descubrir la mentira, sucede que los discon­
formes y rebeldes al sistema caen las más de las veces
en la trampa de creer que, ya que esta democracia que
nos venden es tan patentemente falsa y posüza, lo
que hay que hacer es luchar para que se establezca la
democracia verdadera, popular o directa, que cumpla
por fin y haga realidad lo que nos prometían en vano
los gobernantes.
Pero no: no puede ser eso tampoco. Quiero
demostrar aquí que hay buenas razones para que la
gente de abajo, lo que se llama el pueblo, los que no
somos poder ni lo queremos, no seamos demócratas
ni hagamos nuestra esa consigna mentirosa de los go­
bernantes.
Pues, para empezar, la noción de democracia es
contradictoria en sí misma, por cuanto trata de casar
al demos, el pueblo, que se supone son todos, con el
krátos, el poder, la dominación o violencia, que forzo­
samente ha de ser poder de unos sobre otros.
Así que una de dos: o bien es de veras el pueblo
quien manda —es decir, todos—-, y entonces no habrá

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poder ni gobierno que valga (sino a lo sumo delegad: s
o encargados de cumplir unas tareas administrativas
bien delimitadas, pero sin derecho a ejercer ninguna
coacción sobre nadie), o bien hay poder y dominación
y, por tanto, división entre quienes ejercen el poder y
quienes lo sufren, y entonces es evidente que el gobier­
no no eran todos, ni era el pueblo quien gobernaba. En
otras palabras, un gobierno verdaderamente popular
—si consentimos la paradoja— solo podría consistir
en el libre acuerdo de todos sin excepción, y no podra
por ende, ejercer coacción ni violencia alguna.
Y como pueblo somos todos, sin que haya lugar
a excluir de antemano a nadie, hemos de entender que
«pueblo» es incompatible con cualquier poder de irno s
sobre otros; y ésta es, a la vez, la única definición de
«pueblo» que vale, es decir, la única que jamás puede
servir para justificar poder ninguno (ni de mayorías m
de minorías), una definición clara y limpiamente nega­
tiva: «pueblo» es, sencillamente, aquello que no es Es­
tado (ni, desde luego, Ejército ni Empresa ni Banca m
otro instituto alguno de dominación), esto es, aquello
que ni quiere tener el poder ni sufrirlo; cosa que, por lo
demás, había reconocido ya la desengañada clarividen­
cia de Nicolás Maquiavelo cuando escribió (II Principe
IX): «Quello del populo é piú onesto fine che quello de
grandi, volendo questi opprimere e quello non essere

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oppresso» (El del pueblo es fin más honesto que el de
los grandes, que solo desean oprimir, mientras que el
pueblo no aspira a más que a no ser oprimido).
Pero seamos, en fin, realistas, y admitamos que
en la democracia, tal como se suele entender, no es
el pueblo quien manda sino —en el mejor de los ca­
sos— la mayoría, esto es, la mayoría de los individuos
(que es, como en seguida veremos, lo contrario del
pueblo), y podemos suponer, un tanto esquemática­
mente, que es esta la situación que se da hoy en día
en las democracias parlamentarias más o menos bien
asentadas, en donde, si bien no es ciertamente la ma­
yoría la que directamente ejerce el poder, al menos el
poder se ejerce con el consentimiento expreso de la
mayoría (más o menos mayoritaria según los casos).
Y no hemos de reparar demasiado, para el caso,
en que se trata aquí por lo general de un consenti­
miento, como diría algún progresista, manipulado o
mal informado, mera hechura de los medios de adoc­
trinamiento (o de «comunicación», como dicen los hi­
pócritas más vendidos al poder) de masas: lo cual es,
sin duda, cierto; pero tampoco vamos a creer tanto en
la omnipotencia de los aparatos de manipulación de
almas como para no sospechar que la verdadera raíz
de tanto conformismo y sometimiento, y para colmo
espontáneo y voluntarioso las más de las veces, ha de

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estar asentada en algún lugar un poco más hondo y
esencial del engranaje.
Constatemos, pues, de entrada que en el Estado
democrático se tiene en cuenta al pueblo no precisa­
mente como pueblo —esto es, como gente que hablan­
do se entiende y se pone de acuerdo por medios, hasta
donde pueda, no violentos ni coactivos—, sino como
suma de individuos, lo que es decir, como meros ele­
mentos de contabilidad, lo mismo que en cualquier
recuento de reses de ganado: y no en vano son las re­
ses de ganado de cuyo nombre en latín, capita, deriva
nuestro vocablo ‘capital’. Pues suma de individuos,
de capita (como dicen los economistas cuando hablan
de «renta per capita») es lo mismo que Capital. Y no
vayan a sospechar ustedes que eso es un vano juego
de palabras: lo cierto es que el gobierno democráti­
co o mayoritario, el gobierno por suma de voluntades
individuales, es condición indispensable para que el
Capital, el Dinero, gobierne como verdadero monarca
absoluto, a través de las leyes de su Mercado.
Para entender cómo funciona eso, hemos de en­
tender primeramente qué es esa institución raigal del
régimen democrático, el individuo, acerca del cual,
como acaso ustedes recuerden, un ilustre teórico de
la democracia, John Stuart Mill, proclamaba solemne-

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mente (On Liberty): «Sobre sí mismo, sobre su propio
cuerpo y mente, el individuo es soberano».
Esa frase no por solemne deja de ser paradójica:
ano se pregunta, de buenas a primeras, quién pueda
ser ese individuo que, por lo que se dice, no es su cuer­
po, ni su mente siquiera, sino que está de alguna mane­
ra fuera del cuerpo y de la mente y, para colmo, se cree
con derecho a tratarlos como objetos de su propiedad.
En todo caso, hemos de constatar, primero, que
esa supuesta libertad soberana del individuo es, en
realidad, una relación de dominio: pues hay, por un
lado, un señor que manda, llamado individuo, y, por
otro, un cuerpo y una mente que le están sometidos;
y luego, que ese señor —como él ya hemos visto que
no es cuerpo ni mente tampoco, ya que estos son me­
ros objetos de su propiedad— debe de ser, por consi­
guiente, algo así como un puro espíritu, una entidad
raramente ideal.
Eso parece absurdo; y, sin embargo, así es: en
ese absurdo se funda la realidad de nuestro mundo y
¿el régimen que padecemos; y hemos de agradecerle
a Mili que, a su manera, nos esté diciendo más verdad
re lo que quiere, en tanto que su preclara fórmula nos
revela, sin querer, la falsedad de la creencia habitual
v vulgar, según la cual el individuo es simplemente lo
mismo que eso que llaman su cuerpo y su mente.

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Pues, en fin de cuentas, no es difícil ver qué clase
de espíritu es ese: basta con reparar en cuáles son las
apetencias y las inclinaciones que de ordinario se le
atribuyen al individuo. El individuo —se nos dice—
necesita, ante todo, realizarse, lo que es decir: hacer­
se algo real, hacerse una cosa, algo que esté sabido y
definido; necesita —como también suele decirse hoy
en día— tener una identidad, esto es, una idea de sí
mismo que le permita ir convenciéndose a cada paso
de que sabe quién es y qué quiere.
Ese es el mandamiento más fundamental: cada
individuo tiene que estar sabido y definido para que
entre todos puedan formar el conjunto total, el Esta­
do; sin eso no hay patrones ni estadísticas ni recuen­
tos de voluntades individuales que, sumadas, formen
la voluntad de la mayoría. Cada individuo tiene que
creer firmemente en su propia identidad bien defini­
da para que el Estado pueda funcionar; de ahí la enor­
me importancia que se da, bajo el régimen actual, a
todo lo que sirva para definir la identidad de cada uno.
la profesión, los títulos, las nacionalidades, y también
desde luego, las opiniones personales y los gustos per­
sonales, que tanto preocupan a los publicitarios y a los
institutos de encuestas.
Ahora bien, el procedimiento que cada individúe
tiene que seguir, más o menos directamente, para ha-

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cerse un ser real y bien definido, hasta donde pueda,
no es otro que el de convertirse en dinero; pues el Di­
nero es, en este mundo, la realidad suprema, la medi­
da de todas las realidades: bajo el régimen del Capital,
lo que no es dinero, lo que no puede intercambiarse
por dinero, no es real, no existe.
El individuo, para subsistir como tal individuo,
tiene que realizarse, hacerse dinero; y eso lo consigue
mediante la venta de sí mismo, esto es, la venta de lo
que de vida y de inteligencia le haya tocado en suerte
(que es el procedimiento que en otros tiempos se defi­
nía como la venta de la fuerza de trabajo de uno, pero
que hoy abarca casi indistintamente las actividades
que se siguen llamando abusivamente de «ocio», y que
en verdad ya no son sino otras tantas formas de trabajo
más o menos encubierto), o la venta, como diría Mili,
de su cuerpo y de su mente, que para eso, en fin, son
suyos, objetos de su soberana voluntad; y no sorpren­
de, por tanto, que los trate con el mismo desprecio y
con la misma soberana indiferencia que a los demás
cuerpos y mentes y al entorno que, todos juntos, ha­
bitan: esto es, como meros medios, en suma, para la
ganancia dineraria, que, si algún respeto o cuidado le
merecen todavía, será en la medida justa en que le pa­
rezcan susceptibles acaso de convertirse en dinero a
su vez.

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Poco importa, por cierto, que cada cual crea que
él o ella, personalmente, se realiza como individuo di­
rectamente dedicándose a ganar dinero sin más (como
suelen declarar los ejecutivos más puros y duros) o más
bien, como suelen afirmar los individuos más cultos y
refinados, que solo gana dinero para realizarse luego
gastando en otras cosas que le permiten ser realmente
el que es: se trata, como hemos visto, de dos etapas
o momentos del mismo proceso, que es circular; y
como esto que estamos haciendo trata de ser un aná­
lisis implacablemente objetivo o, como se decía anta­
ño, materialista, nada nos importan aquí las opiniones
personales —las nuestras propias incluidas—, a no ser
como objeto a su vez de estudio y análisis despiadado.
En resumidas cuentas, consiste, pues, el suso­
dicho proceso en lo que podría describirse como la
conversión de lo que era vida e inteligencia en dine­
ro, es decir, en lo contrario de lo que eran: en tiempo
muerto, sabido y previsto; pues como vida e inteligen­
cia no eran de por sí propiamente de nadie (del pueblo
acaso, que, como es todos, no es nadie en particular)
ni podía saberse qué eran, esa operación requería,
como paso lógicamente previo, su reducción a cosas
sabidas y, por tanto, reales, calculables y manejables,
que, gracias a tal condición, podían ser también ob­
jetos de propiedad y de compraventa; y es entonces

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cuando pasan a convertirse en el cuerpo y la mente
personales de cada uno, del Individuo soberano, que
decía el otro.
Resulta, pues, que el individuo, la unidad por la
que se cuentan las mayorías democráticas, no es otra
cosa que el agente de la conversión de la vida en di­
nero; un agente, por supuesto, puramente ideal, tal
como su nombre y concepto lo exigen: pues no es bala-
di recordar que «individuo» significaba, literalmente,
«indivisible»; e indivisibles evidentemente no pueden
ser nunca los cuerpos ni las almas reales de la gente,
siempre divididos y contradictorios y en guerra consi­
go mismos: indivisibles solo pueden ser los entes pu­
ramente ideales, que carezcan de multiplicidad y de
extensión corpórea, como los puntos geométricos o
como las mónadas que eran, en la metafísica de Leib­
niz, las almas individuales. De ahí que el individuo,
para ser de veras individuum o indivisible, tenga que
ser por fuerza un ente puramente ideal: una persona
tan hecha de pura idea y convención como las llama­
das «personas jurídicas» que, a su imagen y semejan­
za, forman las sociedades anónimas de capitales; tan
ideal y abstracto como es, en fin, el Dinero mismo.
Lo otro, en cambio, esos abismos y laberintos
apenas explorados que con tanta prepotencia de pro­
pietarios llamamos nuestro cuerpo y nuestra mente,

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esos ya no son individuo sino, en todo caso, la mercan­
cía y el capital que el individuo vende, en la medida,
siempre escasa, en que logre saberlos y dominarlos.
Así que el individuo, en fin de cuentas, no viene
a ser otra cosa que el átomo o unidad mínima del Ca­
pital, del Dinero que se ha hecho Hombre (o Huma­
nidad, si ustedes prefieren) por el procedimiento de
hacerse Dinero los hombres mediante la venta de sus
vidas; y como tal átomo o partícula dineraria que es,
el individuo —lo mismo que las sumas o mayorías de
individuos— es necesariamente tan reaccionario, tan
opresor y tan enemigo de la vida y de la inteligencia
como el Dinero mismo.
Bien se entiende, por tanto, por qué la tiranía del
Dinero tiene que aspirar siempre a la forma de gobier­
no democrático y liberal: pues a fin de que el Dinero
pueda reinar como Señor absoluto, sin tolerar a nin­
gún otro poder a su lado, es preciso que los individuos
o átomos dinerarios no obedezcan a nadie más que a
su propia ley constitutiva, que es la búsqueda de su
máximo beneficio personal, sin más restricciones que
las que hagan falta para garantizar el funcionamiento
del conjunto. Y puesto que cada individuo es de por sí
una mera partícula de Capital y, por tanto, constituti­
vamente reaccionario, conservador de su ser y aspi­
rante al beneficio personal, es evidente asimismo que

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la suma de las voluntades individuales, que constituye
las mayorías democráticas, no puede ser otra que la
voluntad del Capital total.
Pero asimismo se entiende también la naturale­
za inevitablemente despótica y opresora del poder de­
mocrático, que, por muy mayoritario que sea, la gente
sigue siempre sintiendo y denunciando por lo bajo
como opresión y servidumbre que es: pues así como
suele ponderarse hoy en día la esencial limitación e in­
justicia de las antiguas democracias griegas trayendo a
recuento a las anchas clases de la población que queda­
ban excluidas de las asambleas populares —las muje­
res, los esclavos, los hijos de forasteros—, así también
podemos calibrar la injusticia esencial de la democra­
cia mayoritaria por el sencillo expediente de recordar
a lo que esas mayorías, por definición, excluyen y con­
denan al silencio; lo que es decir, recordar a los que
nunca votan: ahí están no solo algunas minorías muy
nutridas, y ante todo la llamada minoría de edad, los
niños y las niñas, excluidos por ley del derecho de voto
(con el ridículo pretexto de atribuirles, absurdamente,
una inmadurez, una ignorancia y una irresponsabili­
dad aún mayores que las que muestran las mayorías
de votantes adultos, lo cual es a todas luces inconcebi­
ble), sino asimismo los difuntos —esa verdadera ma­
yoría silenciosa— y los que están por nacer todavía,

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que son los principales afectados de la mayor parte de
nuestras decisiones; por no mencionar a los animales,
las hierbas y los árboles, las nubes, los ríos y los mares,
las ninfas de las fuentes o los faunos de los bosques y
cuantas más poblaciones de incierto número a las que
no se ve manera de otorgarles derecho a voto; y fuera
del voto quedan también, en fin, la inteligencia, la ra­
zón, la vida, el cuerpo, que, como no son individuos
sino propiedades de los individuos, más o menos lo
mismo que sus animales domésticos, tampoco tienen
derecho a hacerse oír en las votaciones democráticas.
El ideal, la aspiración de la democracia es, desde
luego, que no sea así: el ideal es que todo sea Dinero,
Capital, es decir, individuos que votan y que saben lo
que quieren; y que entonces la mayoría sea de verdad
todos, como Dios manda. Pero eso es, a todas luces,
una aspiración puramente utópica o irreal: en realidad,
desde luego, la mayoría nunca son todos, ni es nunca
del todo voluntaria la servidumbre de las masas, por la
simple razón de que cada uno nunca es del todo el que
es ni está verdaderamente bien definido y seguro de su
identidad (pues si no, ¿por qué tendría que afirmarla
y convencerse de ella a cada paso?); y por eso mismo,
la voluntad mayoritaria nunca puede imponerse sin
recurrir, en mayor o menor medida, a los medios re­
presivos o violentos, lo mismo contra las minorías de

Di
disconformes o refractarios a su ley que contra lo que
haya de refractario o disconforme dentro o por déba­
lo de cada uno de los individuos constituyentes de la
mayoría, que es justamente lo que haya en ellos que
no sea individuo, o sea —podríamos decir— lo que, a
pesar de todo, les queda aún de vida, de inteligencia o
de pueblo.
El poder de las mayorías, en resumidas cuentas,
se fúnda necesariamente en la fuerza y la coacción que
ejerce contra quienes no se le sometan: en el monopo­
lio de la violencia de los Estados, es decir, en el derecho
áel más fuerte, exactamente igual que cualquier poder
despótico o dictatorial; a lo sumo podría decirse que la
'dolencia represiva de los Estados democráticos suele
ser, las más de las veces, algo menos bárbara, atroz y
asesina que en los regímenes dictatoriales (y aun eso
no siempre: se han visto regímenes democráticos que
recurren, sin mayores escrúpulos, al asesinato y la tor­
rara de sus oponentes, y algunas dictaduras que no
legaron a esos extremos sangrientos).
Pero en sí mismo, como tal poder, el poder de la
mayoría no es mejor que el de la minoría, ni tiene de
por sí más legitimidad que este. La votación mayorita-
rla, en fin de cuentas, no es más que un simple proce­
dimiento técnico para abreviar la toma de decisiones
en común, no más ni menos legítimo que echarlas a

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suertes o encomendarlas al arbitraje de algún indivi­
duo elegido por común acuerdo, o cualquier otro pro­
cedimiento que se estime conveniente; siempre con la
condición, claro está, de que las decisiones así toma­
das no puedan obligar sino a quienes hayan acordado
previamente someterse a su arbitrio.
Lo que no puede hacer ninguna votación mayori-
taria es otorgar legitimidad moral a lo que de por sí no
la tiene. Lo que es bueno, bello y verdadero no puede
decidirlo ninguna mayoría, por más que así lo postule
la superstición democrática de nuestro tiempo: ni es
menos mentirosa la mentira por ser creída por mu­
chos, ni menos nauseabunda y repelente la bazofia te­
levisiva por más que sea cierto que, según dicen, «a la
mayoría le gusta», ni son menos atroces las hecatom­
bes de vidas humanas en las autovías del desarrollo
o en los bombardeos de poblaciones tercermundistas
en nombre de la Democracia, por mucho que las res­
palden las más amplias mayorías (bien lo siente, pese
a todo, lo que a cada uno, por debajo de su individuo
democrático, le quede aún de pueblo, esto es, de inteli­
gencia, honradez y buen sentido): la mayoría les da la
fuerza, pero no la razón; y contra la fuerza siempre hay
derecho a la resistencia.
El krátos, el poder, la violencia, es siempre y por
esencia malo; por eso el ideal, la aspiración de la gente

T53
de abajo nunca puede ser la democracia sino, en todo
caso, la acracia, la ausencia de todo poder, violencia y
coacción.
Pero ¿es posible eso? ¿No es eso la pura utopía?
En principio, no tiene por qué no ser posible. No está
demostrado que los hombres sean malos y violentos
por naturaleza: bien lo atestiguan tantos pueblos y
tantas tribus de los, con injusto desprecio, llamados
primitivos o salvajes que aún subsisten (aunque cada
vez menos) en los márgenes de nuestra civilización,
conviviendo pacíficamente sin ninguna necesidad de
leyes ni de autoridades (aunque hay otros que no, que
practican el canibalismo y otras atrocidades mayores:
lo cual, en fin de cuentas, solo demuestra que los hom­
bres no son buenos por naturaleza, ni malos tampoco,
sino, por regla general, tan buenos o tan malos como
la sociedad en que les haya tocado vivir); y aun pode­
mos verlo, sin ir más lejos, en muchas aldeas perdidas
por entre los montes y los valles de nuestras tierras,
donde no se recuerda crimen ni violencia alguna de
los tiempos de los tatarabuelos para acá, sin que para
nada les hicieran falta para eso ni policías, ni cárce­
les ni juzgados: lo cual, después de todo (visto que en
esos sitios tampoco ha habido grandes revoluciones ni
proyectos de educación humanitaria sino, a lo sumo,
una relativa lejanía del poder estatal y una, muy rela-

154
tiva, ausencia de miserias o desigualdades demasiado
sangrientas y flagrantes), hace suponer que la cosa, en
fin de cuentas, tampoco era tan difícil ni tan de otro
mundo como acaso se podía pensar.
Cierto es, sin embargo, que lo que son los hom­
bres tal como son ahora, tal como los ha hecho la so­
ciedad que los ha formado, parece ya mucho más di­
fícil que sean capaces de vivir tan libres y tan buenos,
sin leyes ni poder que los obliguen a no hacerse daño
unos a otros: ya se encargan Estado y Capital de asegu­
rar que la gente recuerde lo menos posible lo que era
vivir en libertad; para eso están criando, a su imagen
y semejanza, mediante el ejemplo de su propia bruta­
lidad y prepotencia (multiplicadas aá nauseam por las
industrias de espectáculos a su servicio), a las bandas
de mafiosos y fascistas, a los asesinos y los violadores
y a las correspondientes turbamultas linchadoras: que
todos ellos, sí, son también poder y, por ende, Estado,
aunque ellos no lo sepan, por cuanto imitan y aun,
las más de las veces, exageran los procedimientos co­
activos y violentos propios de los Estados, y así con­
tribuyen a justificar al poder establecido, haciéndolo
aparecer como un mal comparativamente menor.
Y lo que es más —se nos dirá—, tampoco parece
que los poderes dominantes, con sus ejecutivos y esbi­
rros, gobernantes y mandamases, vayan a resignarse a

155
desaparecer así por las buenas, sin fuerza ni violencia
que los obliguen: vamos, que toda revolución, después
de todo, es un acto necesariamente violento y, por tan­
to, autoritario —nos dirán los más realistas—; a tal
punto que incluso los mismos anarquistas, cuando en
nuestra tierra, en la revolución de 1936, se lanzaron
a abolir el Estado y el Poder, tuvieron que recurrir,
muy a su pesar, a las medidas represivas —arrestos,
luidos, cárceles y fusilamientos— para no ser arro­
llados por la contrarrevolución fascista, instaurando
así, paradójicamente, como para dar razón a sus vie­
jos adversarios marxistas, lo que tal vez haya sido la
única dictadura verdaderamente proletaria —es decir,
radicalmente democrática— que ha visto la historia.
Pues bien: puede ser que así sea; puede ser tam­
bién que no: no está demostrado que no se pueda nun­
ca derrocar el poder establecido por la sola fuerza de la
desobediencia de la gente, según el prindpio «Donde
nadie obedece, nadie manda»; ni está demostrado tam­
poco que no se pueda disuadir y hacer mudar de acti­
tud a los individuos demasiado violentos mediante el
razonamiento, el respeto, el cariño o la desaprobadón
pública (o por lo menos, los que prefieren desechar de
antemano tales propuestas por irreales y risibles, es
que creen en la necesidad de la violencia, es decir, en el
Estado); aunque tampoco está demostrado, desde lue-

156
go, que sí se puede: solo puede saberse eso a medida
que se vaya intentando, por si acaso se pudiera; son
cuestiones esas que solo puede resolverlas la práctica,
la experimentación y la inventiva de la gente, paso a
paso y a medida que se vayan presentando. Y por muy
probable que sea que, en muchas o acaso las más de las
ocasiones más o menos revolucionarias que vayan sur­
giendo, no pueda llegarse a la desaparición inmediata
de todo poder coactivo, también es cierto que siempre
cabe, contra la aspiración perpetua del poder a hacerse
más poder, el empeño tenaz del común de las gentes
en que el poder sea cuanto menos, mejor; con lo cual
en fin, no tenemos ninguna utopía ni ideal por realizar
(que ninguna falta nos hace), pero sí un criterio firme
y claro para la acción.
Por lo dicho, de todos modos, queda ya bastante
claro cuál ha de ser nuestra actitud ante cualesquiera
gobiernos o poderes revolucionarios o provisionales
que acaso hicieran falta: pues, siendo así que el poder
es siempre y esencialmente malo, se entiende sin más
que el poder menos malo ha de ser necesariamente el
que menos poder tenga: lo justo, en todo caso, para
impedir cualquier tentativa de restauración del poder
de los Estados, de las empresas o de los individuos.
El gobierno menos malo será, pues, siempre el
que menos gobierne, el que menos poder tenga para

157
hacer daño; y para ello es preciso, ante todo, que no
haya distinción alguna entre gobernantes y gober­
nados: que el gobierno y la administración sean, sin
más, los propios ciudadanos reunidos en asamblea,
m representantes electos ni funcionarios profesiona­
les. sino a lo más, donde haga falta, unos delegados,
elegidos por turnos lo más breves posible y revocables
a cada instante, que cumplan unas tareas bien delimi­
tadas de coordinación o de ejecución de los acuerdos
remados por las asambleas, pero sin ejercer ellos mis­
mos poder decisorio ninguno.
Repárese bien en que la virtud de ese procedi­
miento no consiste en modo alguno, después de todo
1: que hemos dicho acerca de las mayorías, en que
sean muchos en lugar de pocos los que detentan el po­
der i pues bien se sabe lo tiránicos y opresores que pue-
aen llegar a ser aun los gobiernos más populares: ahí
está el ejemplo de la democracia ateniense que, entre
: mas muchas iniquidades y bajezas, condenó a muerte
r Sócrates), ni siquiera en que sean todos (pues ¿quié­
nes y cuántos serán todos? No estarán ahí, en todo
caso, ni los muertos ni los no nacidos, ni los niños que
raimos ni aquellos otros que acaso seamos mañana),
no: sino sencillamente en que es condición necesaria
—aunque no por ello también suficiente— para que
el poder mismo se encamine a su desaparición: así

158
como lo que de veras suprime la propiedad privada no
es la propiedad colectiva (mera variante democrática y
populachera de aquella), sino el usufructo respetuoso
y común de la tierra y de sus bienes, así tampoco se
suprime la soberanía de los Estados mediante la so­
beranía del pueblo, sino recusando resueltamente el
principio mismo de Soberanía, que no es otra cosa que
el monopolio de violencia de los Estados, o dicho en
plata, el derecho de matar impunemente, que distin­
gue al Soberano de los que no lo son.
Para ello hará falta, pues, que el gobierno asam-
bleario o popular se proponga desde el inicio mismo,
como meta prioritaria de sus gestiones, su propia des­
aparición como gobierno, y que, por tanto, renuncie
desde el principio, hasta donde pueda y las circunstan­
cias lo permitan, a todo poder coercitivo, tanto dictato­
rial como democrático (y, en particular, a todo derecho
de coerción de la mayoría sobre la minoría, y no, por
cierto, para que cada cual haga lo que quiera —de eso,
nada: ya sabemos a quién sirven los individuos—, sino
más bien con el ánimo de que el razonamiento libre
y los tratos amistosos y fraternales entre ciudadanos
y ciudadanas vayan disolviendo imparcialmente esos
dos pilares del Estado que son la voluntad individual
y la voluntad colectiva o mayoritaria), procurando, en
todo caso, que las eventuales medidas coactivas que

!59
acaso hagan falta todavía en algunos casos por lo me­
nos sean lo menos coactivas que puedan, siendo mil
veces preferible siempre defender la libertad por los
medios de la libertad: pues en la distinción entre me­
dios y fines estaba acaso la raíz de toda tiranía.
Se nos objetará, sin duda, que todo eso puede que
sea tal vez posible en unas comunidades muy peque­
ñas y de relativamente pocos habitantes, como fueron
las ciudades griegas o las repúblicas medievales de
Italia, pero que de ninguna manera podría aplicarse
a los inmensos territorios de los Estados actuales, con
sus multimillonarias aglomeraciones metropolitanas,
con sus enormes complejidades tecnológicas y comer-
dales, de transportes y comunicaciones, que hacen
imprescindible, en fin, un poder centralizado, con sus
aparatos burocráticos, instancias planificadoras supe­
riores y todo lo demás...
Pues sí; lo admitimos. Y lo que es más, sospecha­
mos la gente de abajo que esos enormes territorios,
esas aglomeraciones, tecnologías y complejidades y
demás pompas y aparatos, estaban hechos justamente
para eso: para servir de pretexto y sostén a los Estados
y a la Empresa; pues si no, ¿para qué sirven? ¿A qué
sirve que el más modesto cachivache electrodomésti­
co para fabricarse tenga que dar dos veces la vuelta al
mundo, a ver si por acá se pagan menos impuestos o

160
por allá menos salarios, o si por acullá se cobra el tan­
to por cien de prima diferencial a las exportaciones bi­
laterales? ¿A quién le sirve que los campos vayan que­
dando reducidos a desiertos, mientras las poblaciones
sobreviven hacinadas en las entrañas de hormigón de
los monstruos megalopolitanos, donde no crece ni un
repollo ni una triste cabra, teniendo que importar el
pan de cada día desde ni se sabe dónde, con todo el
tráfago y derroche de transportes, embalajes, almace­
namientos, intermediarios, inspecciones, frigoríficos
y conservantes que ello comporta?
Con lo fácil que sería —pensamos por acá abajo
los del pueblo indocto en economías empresariales—
que en cada sitio se produzca lo que haga falta y lo que
buenamente se pueda, limitándose los intercambios
de bienes a lo materialmente necesario, esto es, a lo
que las peculiaridades de la tierra y del clima (y no los
intereses de las Empresas y de los Estados) impiden
que se produzca en tal lugar; que la gente viva libre y
dispersa por donde pueda, más o menos agrupada en
tomo a irnos poblados más bien pequeños, donde las
casas y los talleres se entremezclen con las tierras de
labranza, las dehesas y los bosques, permitiendo igual
variedad a los esparcimientos y las ocupaciones de
utilidad común, que muy pronto apenas ya se distin­
guirían... ¡Qué ahorro de ajetreos y de transportes, de

161
embalajes y burocracias, de sumisión y aburrimiento!
;Qué ganancia de tranquilidad, de ocio y belleza, de
aire limpio y de alimentos frescos y sabrosos!
Y sobre todo, a lo que íbamos: que, una vez re­
ducidos a un tamaño razonable los intercambios de
bienes y la extensión de los poblados (y, con ello, las
tareas necesarias de administración de grandes territo­
rios), no se ve por qué no podrían resolverse todos los
asuntos importantes en las asambleas locales de unas
comunidades, en cualquier caso, lo bastante pequeñas
como para que todos los ciudadanos puedan conocerse
entre sí y reunirse sin mayores estorbos en un mismo
sitio cuantas veces hiciera falta. Lo demás, lo que se es­
time conveniente mantener de administración de más
anchos espacios, se limitaría a unas simples tareas de
información y coordinación, sobremanera facilitadas
además por las modernas redes informáticas y apá­
relos de telecomunicaciones, que así, en fin, podrían
servir también alguna vez para algo útil.
No se nos oculta, desde luego, que no es tarea
fácil derribar el régimen; que el camino por hacer es
arduo, largo y dificultoso: pero no tanto tampoco como
se suele creer; pues siendo la servidumbre moderna del
Capital y del Estado, como decíamos, una servidumbre
esencialmente voluntaria, sostenida nada más que por
la fe, siempre precaria, de cada uno en sí mismo y en el

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Todo —esto es, la convicción (por lo demás, nunca del
todo sincera) de que lo que uno quería era justamente
esto que le venden—, así está claro que todo el tingla­
do habrá de desmoronarse por fuerza apenas cunda,
un poco por todas partes, la sospecha de la vanidad de
esa fe y empiece a ponerse en duda la necesidad de la
mano ordenadora del Gobierno, la necesidad de ganar
dinero, de vender y de venderse, y se ponga la gente
por acá abajo a averiguar si no había algo más, y a ver
qué pasa...

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