(Sobre el Silencio Masónico) NOTA: Audi, vide, tace (en latín Oye, ve, calla) es una frase que aparece en una filacteria, al pie del escudo de la Gran Logia Unida de Inglaterra que, en 1815, se grabó en el frontispicio del Masonic Hall de Londres. Por Gabriel Muscillo Un padre deseaba para sus dos hijos la mejor formación mística posible. Por ese motivo, los envió a adiestrarse espiritualmente con un reputado maestro vedanta. Después de un año, los hijos regresaron al hogar. El padre preguntó a uno de ellos sobre el Brahmán, y el hijo se extendió sobre la Deidad, haciendo todo tipo de ilustradas referencias a las Escrituras Sagradas, a la filosofía y a la metafísica. Después, el padre preguntó sobre el Brahmán al otro hijo, y éste se limitó a guardar silencio. Entonces el padre, dirigiéndose al último, declaró: -Hijo, tú sí que sabes realmente lo que es el Brahmán.
ANÓNIMO INDIO.
Para la Masonería, como para toda otra sociedad secreta – o discreta – el
silencio constituye una virtud, cuyo cultivo se recomienda ritualmente. Aldo Lavagnini nos dice en su Manual del Aprendiz Masón: “La disciplina del silencio es una de las enseñanzas fundamentales de la Masonería. Quien habla mucho, piensa poco, ligera y superficialmente. Generalmente, su visión de las cosas será estrecha e inflexible y por consiguiente, no tendrá elementos para valorar nuevas ideas u horizontes. Por eso, la Masonería busca que sus adeptos se hagan mejores pensadores que oradores.” Por otro lado, también sucedía así en los antiguos cultos mistéricos. Mucho se habla de la obligación de silencio que imponían los pitagóricos a sus Aprendices, la cual podía llegar a extenderse por tres años. Sin embargo, resulta mucho más probable que la Masonería se la haya autoimpuesto por una razón práctica, histórica: la de defensa propia; en efecto, en sus orígenes, los conventículos masónicos eran duramente perseguidos por las fuerzas combinadas de las monarquías absolutas y la Iglesia Católica; entonces, la pertenencia a una Logia podía llegar a punirse con la muerte; el castigo más leve que podía esperar un Hermano era el destierro, con la consiguiente pérdida de sus privilegios de clase, sus derechos como ciudadano, e incluso bienes y hacienda. En suma: la ruina personal, y el hambre para los suyos. No obstante, y en un marco ideológico masónico, el teósofo Arthur Powell propone la división del tema en dos aspectos: el del Secreto, y el del Silencio propiamente dicho; esto es, plantea decididamente que ambos conceptos son distintos, o cuando menos, recomienda un divorcio teórico entre ellos. El primero sería el aspecto externo, exotérico; el último, interno o esotérico. Por su parte, Myrna Rodríguez Vega observa que “en términos generales, el Templo masónico en su aspecto material no manifiesta el Silencio… ya que el espacio es denso, y con objetos que resultan mayormente contrastantes”; es decir, se trata de un espacio que habla, y por añadidura en forma harto elocuente. La autora relaciona esta suerte de “entorno enunciativo” con el proceso de educación masónica: “Esta práctica o recurso no es [propio] únicamente de la Masonería, sino [también] de sectas y religiones, en términos de lograr un mensaje místico comunicado por medio de imágenes y espacios”; pone como ejemplo de su aserto a las catedrales góticas, a las que ya Fulcanelli llamó “verdaderos libros de piedra”. La relación entre el Templo Masónico y las catedrales medievales (románicas y góticas) es real, más allá incluso de los aspectos simbólicos y estilísticos, ya que, desde el punto de vista estrictamente histórico, puede ubicarse el nacimiento de la Orden en los gremios de canteros – logia – constituidos para hacer frente a la titánica tarea de edificar aquellos monumentos, de los que son acabada muestra Santiago de Compostela, Notre Dame de Paris, Chartres y las Catedrales de Reims y Colonia. Pero el carácter didáctico no se limitaba entonces a estas grandiosas estructuras, ni tan sólo a la organización espacial; toda iglesia se proponía como literatura gráfica, y también su ornamentación, desde frisos y esculturas a vitrales, desde frescos a mobiliario. Por ello, el filósofo carolingio Durando había sentenciado oportunamente: Pictura et ornamenta in ecclesia sunt laicorum lectiones et scripturae (Las pinturas y ornamentos en las iglesias son escritura para los laicos [vulgo, plebe] y su enseñanza. Tal era, por cierto, la idea medieval del arte: “la Biblia de los iletrados”. En definición de Arnold Hauser: “Según la concepción de la Alta Edad Media, el arte sería completamente superfluo si todos fueran capaces de leer y de seguir los caminos del pensamiento abstracto”. Para ponerlo en términos contemporáneos, los muros de las iglesias medievales eran un producto comunicacional similar, en muchos aspectos, al cómic o historieta. Del mismo modo, el Templo Masónico es una enseñanza en sí mismo, desde su estructura – que se propone como un plano del Universo – hasta la organización espacial, la simbología que lo puebla y el mobiliario; adoctrina en perfecto silencio. Expresa, así, el verdadero sentido de la supuesta antítesis propuesta por el anónimo indio de la Introducción, cuando habló de la elocuencia del silencio. O, como dijo Powell: “¿Qué cosa hay en la selva virgen que llama a los seres salvajes? ¿Qué son esas secretas y sagradas cosas que murmuran las montañas al oído del hombre de las cumbres de forma tan silenciosa y a la par tan sonora que apaga el estrépito de los demás cánticos de la tierra: esas cosas que susurra el mar al marino; el desierto, al árabe; el hielo, al explorador de los polos; las estrellas, al astrónomo, la sana filosofía al observador y los materiales del oficio al artesano?”. Dada la importancia simbólica que, para la Masonería, revistió desde temprano la figura de Salomón, no ha de extrañar que, a la hora de buscar fundamento místico y filosófico a la necesidad de silencio, los primeros logistas hayan acudido como fuente casi exclusiva a los libros bíblicos tradicionalmente atribuidos a este Rey, antes que a los dispersos fragmentos de la sabiduría pitagórica, o a los aún más oscuros misterios eleusinos; en lo que respecta a las religiones egipcias, éstas eran pobremente conocidas en el siglo XVIII. Citemos en nuestro abono el Salmo XXXIX, 2-3: “Yo me dije: vigilaré mis caminos, para no pecar con mi lengua. He puesto una guardia a mi boca.” Podrían aducirse asimismo varios ejemplos espigados del Libro de los Proverbios y del Eclesiastés. La nota común a todos ellos es la asociación del Silencio con la Sabiduría, y en contrapartida, de la locuacidad con la vanidad, o incluso con la necedad. “También el necio, si calla, será tenido por sabio”, leemos (Prov. XVII, 28). Cierto es que, en la religión hebrea, el silencio era elemento esencial de los procesos de áscesis, mediante los cuales los “apartados” (nazareos) perfeccionaban su vida interior, adquiriendo así prudencia, templanza, fuerza y, sobre todo, la capacidad de escucha, fuente de todo juicio justo y recto. También podemos pensar en el Silencio que precedió a la Creación. El apóstol Juan escribe que “en el principio era el Verbo” (Jn. I, 1-3), completando el relato del Génesis, donde se dice que entonces, cuando “la tierra estaba sin orden y vacía”, era “el espíritu de Dios” el que “se movía por sobre la faz de las aguas” (Gen. I, 2). Este Verbo, que expresa al espíritu divino, es, claro está, la Palabra Creadora, el fiat lux; por tanto, resulta lógicamente forzoso que antes de la Aparición del Todo, haya sido el Silencio de la Nada. Una Nada, empero, que – usando la distinción tomista – es Ser en Potencia, condición sine qua non del Ser en Acto. Si la Palabra tiene virtud Creadora, el Silencio que la precedió es aquel de la Reflexión, de la Maduración de la Idea en la Mente Divina. Puede decirse que, filosóficamente, el Silencio fue protagonista primo del drama creacional. El Silencio habría sido, así, “el estado germinal, en cuya matriz se desarrolló el verbo cósmico de la manifestación”, y por tanto, “tiene Regio origen, existiendo desde antes… que circulara la luz… por el círculo dormido del futuro universo”, como bellamente escribe un Masón chileno que se oculta bajo el nombre de Amón Ra. Algunos autores sostienen que, dentro del arsenal ritual masónico, el Silencio está representado por la cuchara de albañil, también llamada llana, pues con ella el obrero toma el cemento, esparciéndolo en la hilada de ladrillos, debidamente nivelada y aplomada. “Eso mismo hacen los masones especulativos”, se dice: “Con la llana de la paciencia y del silencio, extienden una capa de bondad sobre los defectos que pueden verse en el otro, sabiendo, como dice el Evangelio, que primero debemos mirar la viga en nuestro ojo, antes que la paja en el del prójimo”. BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA.
LAVAGNINI Aldo. La Masonería revelada. Manual del Aprendiz. Ed. Kier,
B.A., 2009. POWELL Arthur. La magia de la Francmasonería. Berbera Editores, México, 2002. RODRÍGUEZ VERA Myrna. Reflexiones sobre el simbolismo del Silencio en la Masonería y en las artes. Rev. Interdisciplinaria Metro-Inter Kálathos N° 10. kalathos.metro.inter.edu/Num_10/Arte1.pdf HAUSER Arnold. Historia social de la literatura y el arte, vol. I. Ed. Labor, Barcelona, 1978. AMÓN RA. El Silencio en la Masonería. Disponible en: www.luzinterior.org/masoneria1.htm
MATERIAL DE REFERENCIA.
SAGRADA BIBLIA, versiones Nácar-Colunga y Reina-Valera.
MACKEY Albert Gallatin. Simbolismo de la Francmasonería. Ed. Diana, México, 1981. FULCANELLI. El misterio de las catedrales. Ed. Nemira, Madrid, 2009. ECO Umberto. Arte y belleza en la estética medieval. Ed. Lumen, Barcelona, 1999.