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EJERCICIOS
ESPIRITUALES
PRESENTACIÓN
POR
MAURICIO DE IRIARTE
MADRID, 1961
1
Nihil obstat,
DR. ENRIQUE VALCARCE ALFAYATE
Canónigo Doctoral de Madrid
Madrid, 25 de febrero de 1961
Imprímase,
†JOSÉ MARÍA
Obispo Auxiliar y Vic.
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ÍNDICE
PRESENTACIÓN.........................................................................................................5
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DÍA 1.º DE OCTUBRE....................................................................................................54
Primera meditación: De tres binarios (clases) de hombres........................................54
Segunda meditación: Jesús parte para el Jordán.......................................................55
Tercera y cuarta meditación: De los tres grados de humildad...................................57
DÍA 2. OCTUBRE..........................................................................................................59
Primera meditación: Prosiguen los tres grados de humildad....................................59
Segunda meditación: La vocación de los Apóstoles...................................................61
Tercera meditación: El sermón de la Montaña...........................................................63
Cuarta meditación: La misión de los Apóstoles.........................................................65
DÍA 3 DE OCTUBRE.......................................................................................................66
Primera meditación: La oración del Huerto..............................................................66
Segunda meditación: Jesús en casa de Pilatos...........................................................68
Tercera meditación: Las siete palabras de Nuestro Señor Crucificado.....................71
Cuarta meditación: Muerte de Jesús en la Cruz.........................................................73
DÍA 4 DE OCTUBRE.......................................................................................................74
Primera meditación: La Resurrección de Nuestro Señor............................................74
Segunda meditación: La aparición junto al lago de Genezareth...............................76
Tercera meditación: La Ascensión del Señor..............................................................77
DÍA 5 DE OCTUBRE.......................................................................................................79
Meditación para alcanzar amor de Dios....................................................................79
Examen analítico y resoluciones.................................................................................82
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PRESENTACIÓN
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profesorado, desde su ingreso en 1912 hasta su muerte. Altamente
favorecido en dones de inteligencia, lo fue también de la fortuna dentro de
su carrera intelectual. Ya a los veintiséis años conquistaba la cátedra de
Etica en la Universidad de Madrid. En 1930 es subsecretario del Ministerio
de Educación; del 31 al 36, decano de la Facultad de Filosofía y Letras, y
como tal el principal agente de su ordenación de estudios y de la
construcción del pabellón a ella destinado en la Ciudad Universitaria.
Era como hecho para el magisterio, verbal o escrito: mente ágil y
lúcida, penetración comprensiva y crítica de las ideas, diafanidad, viveza y
elegancia, sin arrequives retóricos, en la elocución. Y al par el calor
humano, muy de su índole, puesto en la tarea docente, a la que consagró
vida y esfuerzo con amor de vocación, unido a un hondo sentido del deber
y aun del pundonor profesional.
Hombre de aspiraciones elevadas y de acentuada conciencia de su
propia valía. A ellas pudo deberse cierto tono de altivez, de que él mismo
se acusa en el Diario, como también de explosiones iracundas. De gesto
tal vez adusto al exterior, era en el fondo, fuertemente apasionado.
Exigente en sus funciones oficiales, y hasta imperioso y desagradable al
reaccionar contra la desobediencia, la inmoralidad administrativa o las
trampas estudiantiles. Juzgando él mismo su temperamento, habla también
de su «sensibilidad sutil y excitable», de su afectividad, por la que «le
gusta amar y que le amen». Genio vivo, fácil a simpatías y antipatías, a la
ira y a la ternura, a la risa y a las lágrimas, a la ironía y al humor.
Dos rasgos de su vida privada completarán la semblanza. El uno su
vibratilidad estética. así a los encantos de la naturaleza como a los del arte,
singularmente a los de la música, rival de la filosofía en la afición y aun en
la pericia; tanto que, por llegarle tan al corazón, tuvo no escasa parte
dispositiva en el suceso culminante de su historia. El otro, su intimidad
familiar. Familia y vida de familia fueron en él algo entrañable. El vacío
dejado en su hogar por la temprana muerte de su esposa lo llenó él, en
cuanto ello es posible, con su entrega a la compañía de sus dos hijas y con
una solicitud que ellas califican de maternal y mimosa; recrecida, si cabe,
en sus últimos años con sus dos nietos, huérfanos a su vez —y
trágicamente— de padre en la primera infancia.
Tal fue el hombre en su cara humana. Cara humana decimos mirando
a lo puramente natural; pues humana —y no menos— es la que queda por
presentar, la que da a la vertiente sobrenatural y eterna, a la que todo
hombre viene al nacer encarado por superior destino. Puede, sí,
voluntariamente cerrarse a su reclamo, absorbiéndose en intereses terrenos,
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en cuyo caso, y aun con apariencias de plenitud intelectual, será la suya
una existencia frustrada, siempre en conflicto, mas o menos consciente,
con su ser y su deber ser absoluto. Tal fue el caso del profesor Morente
desde su adolescencia hasta cinco años antes de su fin.
Sobre sus catorce años de edad, alumno del Liceo de Bayona, a
influjo quizá del relativismo religioso de aquel centro, o bien en parte por
respetos humanos y alarde muchachil, se desentiende de toda práctica
religiosa y hace profesión de incredulidad. Consolidan tal actitud, y la
sistematizan, sus estudios universitarios en la Sorbona, así como
ampliaciones ulteriores en Berlín y Marburgo. Fuera suceso fortuito o
intencionado, las aulas que en unos y otros centros frecuenta eran
plataforma de ideologías ateas, si se exceptúa la de Bergson, uno de sus
predilectos. El para sí, sin prenderse a sistema alguno filosófico, antes
abierto a todas sus variantes, da sus preferencias a Kant, en cuya ética
basaba la de su cátedra. En fin, instalado ya en España, como en un
refrendo de su postura, se adscribe a la influyente «Institución Libre de
Enseñanza», profesional del laicismo, no precisamente neutro sino
proselitista. No quiere esto decir que él cayera en sectarismo. Exceptuada
alguna actuación pasajera, mantuvo respeto, y aun cierta benevolencia, a
las ideas cristianas, íntegras y vivientes en sus familiares, cuyo ejemplo no
pudo menos de gravitar sobre su ánimo, al menos afectivamente, y a cuyas
plegarias en su favor él mismo atribuyó después la gracia de su
renacimiento.
***
Cuál hubiera sido su porvenir religioso en circunstancias normales de
la vida nacional o de la suya privada, o sea, si el seísmo politicosocial del
año 36 en España no hubiese provocado en su alma un gemelo seísmo
espiritual, del que ahora hablaremos, nadie podría imaginarlo. Ciertos
indicios, reacciones y palabras suyas, dan pie a presumir la pervivencia,
siquiera en raíz, de la antigua fe bautismal; en todo caso una abertura del
ánimo a los altos valores del espíritu y aun resonancia a los católicos.
Y ello en un proceso creciente, a medida de su madurez personal. Al
ensanchársele los horizontes filosóficos, iba sintiendo la estrechez de la
armadura mental en que su primera formación había quedado encogida
(véase Conferencias de Valladolid); y se le desvanecía el optimismo
ingenuo sobre el poder de la pura razón para descifrar los enigmas del Uni-
verso y del hombre, o satisfacer las más radicales exigencias del alma
humana. Fuerte desengaño para una mente ávida de comprensión y
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pesquisidora de significados; desengaño también para el corazón deseoso
de interpretar sus mismas insatisfacciones. Lo que sobre todo echaba de
menos, y no se lo daba su filosofía, ni la inicialmente adoptada, ni los
sistemas o patrones de nuevo curso, era aquello que en una carta
notificativa de su conversión pondera gozosamente haber «por fin»
obtenido con ella, a saber: «un sentido claro e inequívoco para la vida y
orientación concreta». Digno de notar es en este pasaje el adverbio «por
fin», en el que, como al paso, pero agudamente, se nos revelan las
inquietudes, los anhelos y la frustración experimentada en aquellos años de
laicismo, tan bien asentado en apariencia.
Más expresivamente describe su desazón, esa que llamaríamos
desavenencia de un hombre consigo mismo fuente acaso la más viva del
malestar psicológico en unas líneas que no dudamos juzgar como
autobiográficas: «Cuando la fe religiosa abandona a un alma, deja en el
fondo de ella, por decirlo así, un vacío que con nada se llena. El alma sin
religión pierde su unidad; no sabe qué hacer, qué querer, qué desear; y sus
resoluciones, privadas de esa cohesión unitaria que sólo el fundamento
sobrenatural confiere, son contradictorias, disidentes, caprichosas y
subversivas.» (N.º 34 de la revista Ecclesia.)
De ahí la nostalgia de la antigua fe. Mas, al par, los impedimentos.
Porque en una vida como la suya, cuajada ya en cierta horma y posiciones,
con la presión —y prisión— de un modo de ser por tantos años cultivado,
el cambio, cambio desde la raíz, desarraigo, era cosa ardua y violenta, y
presuponía un temple del ánimo de cuya falta son confesión y lamento las
palabras recién transcritas. Y así corría el tiempo.
Hasta que llegó el tremendo aldabonazo. Aquella tempestad del año
36, para todo español estremecedora, cayó sobre él como llamarada e
impacto física y moralmente—, sacudiendo cuanto había de estable en su
existencia, y en su conciencia. Las desgracias personales se sucedieron y
acumularon, y basta enumerarlas: pérdida del decanato y de la cátedra,
asesinato de su yerno, registros de milicianos en su hogar, sobresaltos y
angustias; y al cabo, advertido secretamente del peligro para su propia
vida, la fuga azarosa, dejando tras de sí una familia de mujeres y niños en
total desvalimiento. Así viene a refugiarse en París, indigente, acogido al
amparo de techo y mesa de algunos amigos, u ocupado en un trabajo,
aunque intelectual, casi mecánico, y siempre con la ansiedad sobre la
suerte de los suyos, royendo su soledad e incertidumbre, al borde de la
desesperación.
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La parábola del Hijo pródigo arruinado se encarna entonces en él
dramáticamente, y a la par benéficamente. En el ulterior relato de su
conversión (*) describe sus tristes días de París, las horas nocturnas sobre
todo, durante meses, horas de reflexión, dé entrar en cuenta consigo
mismo, o de pedir cuenta a la Tierra y al Cielo sobre su tragedia. En ellas
—refiere— «repasaba en la memoria todo el curso de mi vida: veía lo
infundada que era la especie de satisfacción modorrosa en que sobre mí
mismo había estado viviendo; percibía dolorosamente la incurable
inquietud e inestabilidad en que de día en día había ido creciendo mi
desasosiego».
Anteriores llamadas del Padre celeste, siempre en espera, nostalgias y
acaso remordimientos del hijo descarriado, habían ido desvaneciéndose en
el vértigo de la actividad, el ruido de los aplausos o la evasión dilatoria; y
en suma, en aquel estado de ánimo que a él mismo acabamos de verle
calificar de «satisfacción modorrosa». De ella le despertaban ahora los
rudos golpes de la realidad, que eran también sus llamadas. Llamadas al
filósofo y al hombre: al amarga sensación de vacío en cuanto al sentido de
la vida sin religión, y al hombre, por el derrumbamiento del bienestar hasta
entonces tan saboreado, reemplazado por la desgracia, el desamparo y el
dolor. Y en el silencio, y alerta, que ellos crean, la voz de la conciencia se
le hace clara y urgente, demandando, tanto como el alivio, la explicación,
que es también un modo de alivio, y casi necesidad para un pensador.
Como tal, decide afrontar el problema que toda aquella trama de
hechos externos y vivencias internas le plantean, y a través de su análisis y
debate, buscar una interpretación que satisfaga a la sana razón. Fueron
análisis y debate rigorosos, detenidos, accidentados en sus pros y contras,
en los que de su caso personal se eleva al de la existencia en general; al fin
de los cuales se ve forzado a reconocer que el mundo, la vida, el acontecer
humano, «tienen un sentido»; un sentido que no lo daría el azar o el
*
Es un autógrafo que llena sesenta apretadas cuartillas, entregado a su director
espiritual, don José María G. de Lahiguera, entonces director espiritual del Seminario
y hoy Obispo Auxiliar de S. E. Rvma. el señor Patriarca-Obispo. En ese escrito,
después de enumerar, como preámbulo, los sucesos personales desde el verano del 36
a la primavera del 37, reconstruye —con su característica lucidez de filósofo y
psicólogo— el curso de sus estados de ánimo durante esos meses, y el proceso mental
y afectivo que se resolvió en su vuelta a la religión. De otros convertidos se han
publicado en nuestros días numerosos documentos similares; ninguno de ellos —a
nuestro parecer— que le supere, y pocos que le igualen en valor psicológico y
religioso. En nuestro libro arriba mencionado se dio a luz el texto íntegro, y de él
serán los párrafos o frases siguientes entrecomilladas.
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determinismo, y que por tanto lleva necesariamente a la idea de una
Providencia; en concreto, a la existencia de un Ser providente, sabio,
primero y último ordenador «de toda vida, de todo complejo o sistema de
hechos plenos de sentido». Conclusión que significaba «Dios a la vista»,
presente a la inteligencia, reconocido como tal; y por ende a la ruptura con
un cuarto de siglo de su indiferentismo o ateísmo.
Pero..., Dios a la vista y reconocido, sí: mas todavía sólo —en frases
suyas— «el Dios del deísmo, ese Dios de la pura filosofía, ese Dios
intelectual en el que se piensa pero al que no se le reza». Ni tampoco un
reconocimiento pacífico, sino forzado, con sacudidas contrapuestas del
sentimiento: tras un inicial consuelo ante el hecho de la Providencia,
quejas subsiguientes y rebeldías ante un Dios aparentemente duro en la
permisión del dolor que le atenazaba.
Situación escabrosa, y casi un callejón sin salida. Para buscársela,
juzga necesario volver atrás y repensar de nuevo todo el proceso mental
recorrido; y entretanto tomarse algún descanso, dando tregua al
pensamiento.
Ocurría esto sobre la medianoche del 29 al 30 de abril de 1937.
Solitario en su departamento, y para entretenerse, recurre a su recreo
favorito, el musical, poniendo en marcha el receptor radiofónico. Trans-
mitían música muy selecta: César Frank, Ravel, y por fin, de Berlioz, en
orquesta, L’enfance de Jésus. «Cantábala un tenor magnífico, de voz
dulce..., que matizaba incomparablemente la melodía pura, ingenua,
verdaderamente divina.» Acabada la pieza, cerró la radio, para no perturbar
el estado de deliciosa paz en que la audición le había sumido.
Y allí le aguardaba Dios, Jesús, el Redentor, con su gracia terminal y
decisiva. Con especiales y emotivos pormenores nos lo dan a conocer las
páginas del autógrafo —que ahora con más pesar extractamos— al relatar
lo ocurrido en aquellas horas silenciosas, las más transcendentales de su
vida: etapa resolutiva de su conversión.
Al hilo del texto musical, providencialmente escuchado, comenzaron
a desfilar por su mente imágenes sucesivas de la vida de Jesús: de la
infancia de Nazareth, de la predicación evangélica, con especial relieve la
clemente acogida a los pecadores; y por último las de la Pasión, y las de la
Cruz, y en ella el Salvador Divino con los brazos abiertos sobre la multitud
agitada y expectante. Y acentuándose el sentido de esta postrera imagen
por el contraste entre su situación personal y aquel momento salvífico, pa-
recíale como si los brazos del Crucificado crecieran y se extendieran para
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abrazar a toda aquella muchedumbre doliente, cobijándola en la
inmensidad de su amor; y como si la Cruz también creciera y se elevara
hasta el cielo, y en pos de ella subieran todos los allí presentes, hombres,
mujeres y niños; y sólo él, postrado, quedara en el paisaje desierto, viendo
desvanecerse los resplandores de aquella gloria infinita que se alejaba.
Esta —vivísima— representación de su fantasía, cuyo natural
estímulo era la mentada audición musical, pero en la que, con tan suave y
natural sobrenaturalidad, intervenía la gracia divina, tuvo —según su
propia expresión— «un efecto fulminante» en su alma. «Ese es Dios —se
dijo—, ése es el verdadero Dios, Dios vivo; ésa es la Providencia viva. Ese
es Dios, que entiende a los hombres, que vive con los hombres, que sufre
con ellos, que los consuela, que les da aliento y los trae a la salvación.» El
Dios teórico de la filosofía, en quien anteriormente había pensado, le
resultaba algo inasequible. «Pero Cristo, Dios hecho hombre, Cristo
sufriendo como yo, más que yo, muchísimo más que yo, a ése sí que lo en-
tiendo, ése sí me entiende. A ése sí que puedo entregarle filialmente mi
voluntad entera, tras de la vida. A ése sí que puedo pedirle, porque sé de
cierto que sabe lo que es pedir, y sé de cierto que da y dará siempre, puesto
que se ha dado por entero a nosotros los hombres.» (Véase la profunda
glosa y tornavoz de estos sentimientos en la med. 4.ª del día 28 sobre la
misericordia.)
La luz de la fe, con viveza de llama, acababa de encenderse en su
espíritu, y el corazón, fortalecido por ella, dio el sí de gracia. ¡A recurrir a
El, pues, a rezar! Y puesto de rodillas comenzó a balbucir el Padre
Nuestro, el Ave María y otras oraciones, a duras penas reconstruidas de su
prolongado olvido. Largo rato permaneció así, ofreciéndose mentalmente a
Jesucristo con las palabras que buenamente se le ofrecían. Una inmensa
paz se había adueñado de su alma. Y un sentimiento tan vivo de
transformación, que le llevó a moverse por la habitación, palpándose
brazos, cabeza y cara. ¿Cómo podía ser el mismo que una hora antes?
Hasta le sorprendía mirarse —aquel otro hombre que ya era— en el
espejo.
Para reposar, se sentó en un sillón delante de la ventana; y su vista,
por encima de la ciudad dormida, encontró la masa oscura del templo
votivo de Montmartre: ¡el monte de los mártires!
«Los mártires —pensó—, ¡qué hombres aquellos! La gracia de Dios
les inundaba, les sostenía; pero además ellos mismos, como todos los
auténticos fieles, recibían y aceptaban sumisamente esa gracia y todo
cuanto Dios les enviaba. Sumisa y libremente. Porque bien claro sabían lo
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que hacían y lo que querían al querer conformarse con lo que Dios quería
en ellos... Ahí está el toque: aceptar a la vez sumisa y libremente. El acto
más propio y verdaderamente humano es la aceptación libre de la voluntad
de Dios... ¡Querer libremente lo que Dios quiera! He aquí el ápice de la
condición humana. Hágase tu voluntad así en la Tierra como en el Cielo. Y
postrado de rodillas, perdida la mirada en el lejano horizonte del caserío de
París, recité con íntimo fervor una vez más el Padre Nuestro, entregando
libremente toda mi voluntad en las manos llagadas de nuestro Señor
Jesucristo.»
Parecería que, llegado a este punto, el gran episodio había terminado.
En realidad, por lo que se ve, y a tenor del relato, la conversión era un
hecho definitivo. Y es conveniente lo advierta quien quiera apreciarla en su
proceso, sus premisas y su motivación interna. Mas la Divina Benignidad
quiso fortalecerla y resellarla, haciéndole experimentar una excepcional
vivencia, al parecer de orden preternatural: la de la presencia de Jesucristo,
cuyo influjo benéfico y eficaz perduró a través de todos los trances, arduos
algunos, de su ulterior vida.
Hecha la oración de ofrenda que hemos referido, y vuelto
nuevamente a su sillón, se dio a pensar reposadamente sobre su nueva
situación y el modo de vida que debía emprender. Así sentado, quedóse
como traspuesto en un tal vez breve sueño. Y de pronto, despertó «bajo la
impresión de un sobresalto inexplicable».
«No puedo decir exactamente —prosigue— lo que sentía: miedo,
angustia, aprensión, turbación, presentimiento de algo inmenso,
formidable, inenarrable, que iba a suceder ya mismo, en el mismo mo-
mento, sin tardar. Me puse en pie, todo tembloroso, y abrí de par en par la
ventana. Una bocanada de aire fresco me azotó el rostro.
»Volví la cara hacia el interior de la habitación, y me quedé
petrificado. Allí estaba El. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba.
Pero El estaba allí... Yo permanecía inmóvil, agarrotado por la emoción. Y
le percibía; percibía su presencia con la misma claridad con que percibo el
papel en que estoy escribiendo y las letras —negro sobre blanco— que
estoy trazando. Pero no tenía ninguna sensación, ni en la vista, ni en el
oído, ni en el tacto, ni en el olfato, ni en el gusto. Sin embargo, le percibía
allí presente, con entera claridad. Y no podía caberme la menor duda de
que era El, puesto que le percibía, aunque sin sensaciones. ¿Cómo es esto
posible? Yo no lo sé. Pero sé que El estaba allí presente, y que yo, sin ver,
ni oír, ni oler, ni gustar, ni tocar nada, le percibía con absoluta e
indubitable evidencia. Si se me demuestra que no era El o que yo deliraba,
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podré no tener nada que contestar a la demostración, pero tan pronto como
en mi memoria se actualice el recuerdo, resurgirá en mí la convicción
inquebrantable de que era El, porque yo lo he percibido.
»No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil y como hipnotizado ante su
presencia. Sí sé que no me atrevía a moverme y que hubiera deseado que
todo aquello —El allí— durara eternamente, porque su presencia me
inundaba de tal y tan íntimo gozo, que nada es comparable al deleite
sobrehumano que yo sentía.
»¿Cómo terminó la estancia de El allí? Tampoco lo sé. Terminó. En
un instante desapareció. Una milésima de segundo antes estaba El aún allí,
y yo le percibía y me sentía inundado de ese gozo sobrehumano que he
dicho. Una milésima de segundo después ya no estaba El allí, ya no había
nadie en la habitación, ya estaba yo pesadamente gravitando sobre el suelo
y sentía mis miembros y mi cuerpo sosteniéndose por el esfuerzo natural
de los músculos.»
Tal es el fenómeno que el mismo protagonista calificó de «Hecho
extraordinario», al someterlo al juicio de su director espiritual, con amplias
observaciones adjuntas de objetiva y aguda crítica sobre su naturaleza.
Diremos, de paso, que fenómenos similares no han sido infrecuentes en
sujetos de condición muy dispar, aun religiosa; y en los tratados de
psicología de la religión son estudiados bajo el nombre de «sentimiento de
presencia».
En el caso del profesor, y en aquellas circunstancias, bien se deja
entender en qué medida contribuyó el misterioso suceso a ratificarle en su
feliz vuelta a Dios, momentos antes decidida. Y tanto fue el influjo, tan
prendida quedó su alma en la vivencia de la personalidad redentora de
Jesucristo, que por ello sin duda ya al día siguiente vino a prefijarse como
debida meta la del sacerdocio. «Pensé —escribía al Sr. Obispo-Patriarca en
carta a que luego aludiremos— que mi deber estricto era trabajar, ayudar a
otros a su salvación, hacer cuanto estuviera en mi mano para afianzar en
las almas la buena palabra de Dios y de su Iglesia. Precisamente en el
hecho de mi conversión advertí la prueba evidente de que con ella no ha
querido Dios solamente hacerme a mí un beneficio infinito, sino, además,
imponerme una obligación, una tarea, una misión que debo cumplir entre
mis compatriotas, lacerados hoy por inauditas desgracias.»
***
13
Brevísimamente daremos ahora las últimas noticias biográficas.
Pensando y tratando estaba en días sucesivos sobre el plan de vida para el
futuro, cuando su familia, por cuya salida de España se había afanado
hasta entonces en vano, entre angustias y esperanzas, vino casi
inesperadamente a reunirse con él. Consuelo incomparable; mas al par
grave problema de proveer a su subsistencia. La única solución era el
aceptar la oferta meses antes recibida de explicar unos cursos filosóficos
en la Universidad de Tucumán. Y así lo hizo. La estancia, empero, fue
corta; un año escaso. Era una situación holgada en lo material, pero
apretada de inquietudes, a diario urgido por su conciencia al cumplimiento
de sus propósitos. No pudiendo resistir más, resolvió el regreso a la patria.
Una feliz inspiración le movió a confiarse a la benevolencia y
dirección del Sr. Obispo-Patriarca, hacia quien anteriores contactos
culturales le habían inspirado un alto aprecio. Recibida pronta respuesta, y,
como cabía esperarla, generosamente paternal, el día 3 de junio del 38
embarcaba con toda su familia en Buenos Aires; el 26 arribaban a Vigo, y
el 27 se presentaban en la Residencia episcopal del Castro. En ella,
después de los emocionados saludos, en una larga y secreta entrevista entre
el Pastor y la oveja descarriada, era ésta introducida de nuevo sacra-
mentalmente en el redil divino; y al día siguiente, allí mismo, la Santa
Misa y Comunión —la que él llamó su segunda Primera Comunión—, en
entrañable comunión de almas con los suyos, cerrando definitivamente un
triste lapso vital de cerca de cuatro decenios, daba paso a la postrera
jomada, en ruta de espirituales ascensiones.
Ya no restaba otra cosa sino ajustar concretamente el canon de vida al
logro de sus aspiraciones sacerdotales. Acogidas éstas favorablemente por
el señor Obispo-Patriarca, Su Excelencia, como prueba vocacional al par
que dispositiva, recabó y obtuvo para el profesor la hospitalidad de los PP.
Mercedarios en su convento de Poyo. Fue aquel un año de sabroso
recogimiento, de intenso ora et labora, de fructífera dirección espiritual;
de todo lo cual —lo decía él en una carta— conservó «un recuerdo imbo-
rrable», como él lo dejó allí de su piedad y de su adaptación a todos los
pormenores de una regularidad monástica.
Más dura hubo de ser la prueba, para él acrisolante, y para los demás
fehaciente de su sinceridad, cuando, abierto el Seminario madrileño en
octubre del 39, ingresaba en él como uno de tantos seminaristas internos.
Allí, en un local mal acondicionado tras las violencias de la guerra, en un
régimen de escolar disciplina, entre muchachos, los más de condición
aldeana, aquel profesor distinguido y en edad madura, ahora en humilde
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plan de discípulo, fue noble dechado de sencillez en la observancia, afabi-
lidad en el trato, y —en frases de su rector— «equilibrio de pensamiento,
carácter y devoción», que le valieron el afecto, nada digamos del aprecio,
de superiores y alumnos..
Hasta que, transcurrido año y medio de intenso estudio teológico,
llegó el gran día, el del sacerdocio, iteración y corona —en el altar de
aquel encuentro con Jesucristo en la noche de su fe recuperada. Ahora lo
encontraba en más íntima cercanía, en sus propias manos; y de ello venía a
ser símbolo la misma fecha de la Primera Misa, el día su día onomástico,
Emmanuel, «Dios con nosotros».
Con esto, terminado el entreacto escolar, y consumada la obra de
reforma —nueva forma de ser y vida—, se le abría al profesor Sacerdote
una perspectiva de acción altamente promisora. Y así fue que, en su
sazonada madurez de hombre, junto al juvenil ardor de nuevo sacerdote,
comenzó a desplegar una basta y fecunda actividad, repartida en su
múltiple quehacer, de sacro y apostólico ministerio, de profesorado y de
pluma. A su cátedra universitaria se había ya reintegrado en el curso 1939-
40, simultaneando entonces su doble condición de seminarista y de
catedrático. Requerido también una y otra vez, y de diversas partes, como
conferenciante, de estas actuaciones nos ha quedado un grupo de escritos,
cuyo ideario ofrece a un auténtico pensamiento católico-español fértiles
fermentos y orientaciones.
Mucho nos prometíamos todos de sus futuras tareas, y él mismo no
era corto en aspiraciones y proyectos. Mas todo ello, a humanos ojos,
quedó frustrado. Agravadas por el excesivo trabajo y el reducido descanso
antiguas dolencias, cuando, merced a una intervención quirúrgica parecía
restablecido, el 7 de diciembre de 1942, al amanecer, fue encontrado
cadáver en su lecho. Diríase como si, en los designios de la Providencia, el
destino de aquel hombre se hubiera cumplido con el venturoso desenlace
de su drama religioso, adjunta la ejemplaridad de cada una de sus
incidencias. Y así le plugo llamarlo a la mansión eterna. De su interna
disposición para esta final llamada divina dio testimonio quien bien podía
darlo, el Sr. Obispo Patriarca, en el Colegio de la Asunción, del que
Morente era Capellán: «Tengo la satisfacción de decir que su alma se
hallaba en un grado máximo de fervor, y sin duda Dios la encontró ya
madura para el cielo.»
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Dentro de este marco biográfico ha de verse el Diario de Ejercicios
para que se haga patente todo el valor y matices de su contenido. Hay en él
sentidos, y latidos, únicamente perceptibles si se piensa que quien aquí
describe sus vivencias religiosas es el protagonista de los dramáticos
sucesos que hemos brevemente narrado. Era aquel retiro, además, pre-
paración para otro capital evento, el de las órdenes sagradas, de las que la
primera, el subdiaconado, se le conferiría el inmediato 6 de octubre. Por
ellas, su vida, su personalidad, iba a adquirir una nueva forma de ser, el
«carácter» sacramental, del que —y del ministerio sacro anejo— adviene
al protagonista una responsabilidad que le obliga a una nueva y seria toma
de posición personal. Tal había de ser la labor de sus Ejercicios
espirituales, en los que, a tenor de la ascética ignaciana, va en busca de una
más estrecha cercanía a Dios, y —efecto de ella un más perfecto
conocimiento de la voluntad divina en la ordenación de su conducta.
Las notas que redacta son para sí solo, como memorial y balance de
lo tratado en intimidad con su Dios y su conciencia; hecho que avala su
sinceridad. Su intención mira al porvenir, mas el pasado revive al hilo de
sus meditaciones y es acicate de sus afectos. Al fulgor de las grandes
verdades eternas, y sobre todo la Majestad y Santidad divinas, que ahora,
en la recogida contemplación, le sobrecogen y fascinan, su antigua
impiedad vuelve a presentársele con todo el relieve de su malicia objetiva,
y espantado de ella, también sobre su propia malicia subjetiva formula los
más duros juicios inculpantes. De ahí el ardor entrañable de su
arrepentimiento, del que a su vez deriva el agradecimiento por el perdón
recibido. No sólo por el perdón; sino redobladamente porque, al
rememorar el curso de su historia, se ve como perseguido, reclamado,
cercado, por la divina misericordia, más concretamente, por el amor
redentor de Jesucristo. Consideración que le arranca emocionados acentos
de adhesión y don personal: «Cristo doloroso de Getsemaní, no pecar más,
no resistir jamás al soplo de tu divina gracia.» «Todo yo para Ti, Cristo
mío.» «Cristo mío, lléname de tu amor.» «Tuyo soy, tuyo en todo, por
todo, para todo.»
Y en qué forma práctica entendía esa correspondencia a la gracia, el
ser todo para Cristo, en amor colmado, quedó expuesto, entre otros
pasajes, en el que a continuación transcribimos, más significativo por la
categoría intelectual del autor, y más conmovedor en su misma sencillez y
humildad implorantes:
«En estos coloquios con la Santísima Virgen, el Hijo de Dios Nuestro
Señor Jesucristo y el Padre eternal, he expuesto humildemente mi petición
16
de que me toleren en su servicio, de que miren con buenos ojos a este
pecador arrepentido, que pide un puesto, el último y más humilde, en la
Santa Milicia de Cristo Nuestro Señor. Que Dios me dé su gracia y me
proteja de todo lo que pueda dañar mi alma renaciente... ¡Dios mío, Cristo
mío, Virgen Santísima, haced que yo me aparte ya para siempre, sin
remisión, de ese mundo que pervierte así y trastrueca la recta razón de mis
actos! Concededme la gracia, en adelante, de una vida sencilla, retirada,
llena de paz, en el trabajo incesante y esforzado por mayor gloria de Dios
y salvación de las almas. Que yo sea un sacerdote modesto, recatado,
pacífico, tranquilo, pero que el fuego de mi amor no se apague nunca ni se
debilite jamás, y que las circunstancias me encuentren en todo momento
dispuesto a obedecer con entusiasmo alegre a los mandatos de la voluntad
divina y de las autoridades de la Iglesia. ¡Gracias, Dios mío, por haberme
dado la paz de una resolución inquebrantable!»
Tal es el aire —espíritu— que corre por todo el Diario, espejo del
alma religiosa del autor, y rúbrica, junto a la de su conducta, de la
autenticidad, radicalidad, de su conversión.
Y he ahí su primer valor cristianamente edificante, el ejemplo, el
estímulo para nosotros. Pues si bien de Dios es únicamente el juicio
absoluto sobre lo secreto de los corazones, a nuestra humana vista, en él,
como en los más bellos ejemplos, aparece encarnada la conversión que el
Evangelio exige y denomina metanoia, o sea, el giro en redondo del ánimo
desde la aversio a Deo del pecado a la conversio ad Deum de la caridad
vivífica y operante; y esto no a medias o en zigzag, no nadando y
guardando la ropa, la antigua, por lo que pudiera venir, sino con el sincero
y tajante sí o no como Cristo nos enseña.
Y el otro —y de más vasto alcance— valor del Diario es el de su
contenido, su rica sustancia espiritual, en la que sobre todo fundamos la
esperanza de edificación. Pocos, muy contados, entre los manuales de
Ejercicios —ya en exceso proliferantes pueden competir con estas glosas
admirables de los temas propuestos por San Ignacio; glosas palpitantes de
vida, como nacidas del seno de la propia oración, no compuestas para uso
ajeno. No quiere esto decir que reemplacen al mismo Libro de los Ejerci-
cios o a un buen comentario, pues como notas personales que son, no
recogen aquellos documentos, avisos, normas, etc., esenciales en la obra
ignaciana, que le confieren su peculiarísima estructura y van ordenados a
la ascética o buen régimen del ejercitarse. El profesor los tiene, sí, en
cuenta en el suyo, pero en el Diario sólo están presentes implícitamente.
17
Lo en él valioso —repetimos— es el material que ofrece para la
meditación: copioso surtido de ideas madres, nuevos aspectos de las
verdades eternas o de la doctrina y hechos evangélicos, animadas des-
cripciones, inferencias o aplicaciones al genuino comportamiento
cristiano; y en todo un razonamiento lúcido y vigoroso, como de gran
pensador, y una llama interna, como de gran afectivo, en la que la más fría
reserva del ánimo no puede menos de sentirse prendida.
Encontrará también el lector alguna que otra disquisición que pudiera
parecerle, para aquel lugar, en exceso sutil o divagatoria. Mas si recuerda
que el autor era un filósofo, y que escribía para sí, no se le hará extraño
que salten a su mente y a su pluma problemas especulativos más o menos
trenzados con el tema que medita, cuya recíproca ilustración era natural
que le interesara. Véase, en contraste, y como expresión de su amplia gama
mental, la llaneza con que revive contemplativamente los misterios de la
infancia de Jesús, complaciéndose en el movimiento escénico y la visión
gráfica y concreta, aun con cierta campechanía idiomática, como en una
presencia familiar y afectuosamente confiada.
Y dejando ya por superfluos más comentarios, por terminar,
llamaremos la atención sobre otro pormenor, asimismo ejemplar. Al final
del Diario, bajo el epígrafe de «Resultados logrados por los Ejercicios»,
verá el lector, entre otros, el siguiente: «Idea más clara de lo que son y
valen los Ejercicios. En realidad, nunca los había hecho hasta ahora. Los
de Poyo fueron un espectáculo estético y artístico. Los del Seminario —
noviembre de 1939— un espectáculo intelectual.»
Esta declaración del autor sobre la realidad de sus actuales Ejercicios
se nos revela en todo su sentido y alcance al cotejarla con el contenido de
las notas. La honda vibración espiritual en ellas latente —y latiente,
diríamos—, el fervor de sus reacciones de ofrenda y propósitos de vida,
son el resultado de unos «ejercicios» espirituales de hecho, auténticos, ac-
tivos; siempre contando con cuanto deba atribuirse a la gracia divina. Mas
de ésta sabemos también que se va comunicando, en providencia ordinaria,
a compás de la disposición psicológico-ascética del sujeto; y el crearla,
estimularla y fomentarla es la función y quehacer de los Ejercicios
ignacianos.
Por ello las palabras del ilustre profesor ejercitante son un aviso para
todos, para ejercitantes y ejercitadores. Y por aludir una última vez a su
ejemplo, ahí está la actitud con que emprende su retiro, la plena entrega al
que-hacer en sus ejercicios, y las admoniciones que a sí mismo se dirige,
18
consignadas en los párrafos introductorios del Diario: cuya lectura, o más
bien meditación, nos permitiríamos recomendar encarecidamente.
Con esto damos por cumplida nuestra tarea, poniendo ya el libro en
manos de los lectores.
MAURICIO DE TRIARTE, S. I.
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DIARIO DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES
Septiembre, 1940.
Propósitos.
Primero, exterior: cumplir minuciosamente el horario establecido.
Segundo, interior: estar atento a la palabra de Dios en mi alma. Voy a vivir
unos días en unión con Dios. Hay que escuchar y no sólo oír. Hay que
mirar y no sólo ver. Sobre todo, hay que meditar y no soñar. Yo propendo
mucho al ensueño y a veces lo confundo con la meditación. Pero el
ensueño es pasivo, mientras que la meditación es ejercicio activo del alma,
20
que escucha y mira; es decir, atiende. Concédame el Señor la gracia de
hacer buenas meditaciones, que me declaren patente la voluntad divina,
para abrazarme al punto a ella. Tomar por intercesores a San Agustín y a
San Ignacio. Aquél por la ternura con que siempre, aun en tiempos muy
remotos, llenó mi alma. Este por la energía luminosa de su concepción
dinámica de la vida espiritual. Todos los días, dirigirme a la Santísima
Virgen y a esos dos santos para que me ayuden y conforten en la oración.
Estoy lleno de alegría y confianza en Dios Nuestro Señor. Una vez más,
repito: Renuncio libremente a tener propia voluntad; quiero libremente lo
que Dios quiera.
26
Primera meditación: De la indiferencia.
Todo va encadenándose con lógica de hierro: el fin del hombre, mi
fin, el uso de las criaturas, en tanto en cuanto sirvan a ayudarme para la
consecución de ese fin, trae una consecuencia indeclinable: que las cosas
criadas no tienen valor propio, sino sólo de aplicación a mi fin, en tanto en
cuanto. Si no tienen, pues, valor propio, yo no debo adherirme a ellas por
ellas mismas. Ahora bien; mi naturaleza y condición me llevan a adherirme
a ciertas cosas por ellas mismas. Entonces, ¿qué sucederá si esas cosas se
revelan contrarias a mi fin y propósito divino? Es, pues, menester hacerme
indiferente. No lo soy en este momento. Debo hacérmelo, es decir,
ejercitarme mentalmente en el desprendimiento de las cosas creadas.
Propósito: Todos los días, en el examen, unos minutos de repaso de las
cosas (mías o no mías) a que he sentido afición natural, para considerar
bien claro su valor propio y disponerme en cualquier momento a per-
derlas, a prescindir incluso voluntariamente de ellas.
Consideración de la indiferencia ignaciana. No es la άδιάφορα de los
estoicos; ésta propiamente es insensibilidad que remataba en orgullo y
soberbia, puesto que consistía en una ascesis o ejercicio encaminado a
elevar al hombre natural por encima de toda vicisitud de la fortuna. No; la
indiferencia de San Ignacio no es eso. Primero: No es indiferencia hacia
las cosas de suyo conducentes a Dios; a éstas, por el contrario, total
adhesión de la voluntad, sean o no gratas. Segundo: No es indiferencia
hacia las cosas, que de suyo desvían de Dios; frente a éstas, por el
contrario, total repulsión de la voluntad, por muy gratas que sean. Tercero:
No es indiferencia a lo mandado o prohibido por Dios, sino adhesión a lo
primero y repulsión a lo segundo, suceda lo que suceda. Cuarto: La
indiferencia se refiere, pues, a que las cosas me sean naturalmente gratas o
ingratas, a lo que se expresa en esa frase de «suceda lo que suceda». En
suma: que la voluntad se resuelva únicamente en vista del mayor servicio
de Dios y acatamiento de su voluntad. Quinto: La indiferencia no consiste
en suprimir en mí la sensibilidad, sino en vencerla siempre. No es
indiferencia en la parte espontánea del deseo y el apetito, sino indiferencia
en la facultad libre racional, en la voluntad. Que los movimientos del
afecto y del apetito y del deseo no entren en la línea de los movimientos
determinantes de la voluntad.
Por eso dice el Santo que la indiferencia ha de recaer «en todo lo que
es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío». Eso es ser
verdaderamente libre, no dejarse esclavizar por el apego natural a las cosas
27
gratas. Tener dominio de la voluntad sobre todo lo mío y lo no mío, para
que la voluntad esté siempre, sin limitación ni condición, a la obra de Dios.
Vienen luego los ejemplos —salud, enfermedad, riqueza, pobreza,
honor, deshonor, vida larga, vida corta, etc.—. Estos ejemplos, que son
antítesis valorativas, aclaran perfectamente lo que el Santo quiere decir. Ni
lo grato, en cuanto que es grato; ni lo ingrato, en cuanto que es ingrato,
pueden ser objeto de mi voluntad. Objeto de ésta no puede ser sino
siempre el mismo hacer la voluntad de Dios, hacer mía la voluntad de
Dios, hacer por mi voluntad lo que más conduce a la mayor gloria de Dios.
31
al buen ladrón, me has dado la merced de una sonrisa tuya y una palabra
de paz y de perdón, sea tu nombre alabado.
32
Tercera y cuarta meditación: Del Infierno.
Sin duda una de las más hermosas, pero ¡cuán difícil de hacer bien!
Le acechan los dos peligros del exceso y del defecto. Si se insiste
demasiado en la representación concreta de las circunstancias sensibles
(vista, oído, olor, sabor, etc.) y de los tormentos físicos, se cae en el peligro
de antropomorfismo. Si, por el contrario, se retrae la imaginación con
exceso y se contenta el espíritu con la pura idea del castigo, se cae en el
peligro de la abstracción ineficaz. Y es que todo lo que se refiere a las
circunstancias del «más allá» cae —como tan excelentemente ha visto
Santo Tomás— bajo el principio de la Analogía entis. Nosotros no
tenemos del ente real más que la idea extraída de nuestro conocimiento
sensible. Esa idea la aplicamos a todo ente, incluso al transcendente (Dios,
la vida eterna, etc.). Pero debemos tener bien cuenta que en esa aplicación
a los entes no sensibles de las ideas formadas por nosotros en vista del ente
sensible, desempeña un papel capital el principio de la analogía.—Por eso
nuestro conocimiento de lo transcendente es puramente analógico.—Sólo
la revelación puede completarlo, y en ese complemento que la revelación
nos proporciona conviene también tener en cuenta el antropomorfismo en
la forma de expresión.
Así, respecto del infierno, la pena de daño es plenamente inteligible.
No lo es tanto la pena de sentido. La pena de daño se comprende por sí
sola y estremece de pavor. El condenado —damnatus— queda privado
para siempre (¡siempre, siempre, siempre! —exclamaba Santa Teresa niña
—) de disfrutar de lo que es su fin más propio y ansiado. ¡Es horrible!
Todo el ser del hombre, como finito que es, tiende y aspira a Dios infinito,
anhela la posesión de la beatitud eterna, clama a gritos en el mundo por la
perfección absoluta, de que vemos aquí en la tierra un pálido reflejo. Y he
aquí que el pecador, por su propia y exclusiva culpa, queda para siempre,
privado de esa luz eterna, de esa belleza inmarcesible, de esa bondad
inagotable, de esa fecundidad inextinguible. ¿Hay mayor pena y dolor?
La pena de sentido es también clara y evidente en su mecanismo y
contextura causal. El pecado, que —desde el punto de vista humano— es
positivo, exige también una compensación positiva desde el punto de vista
humano. La pena de daño es compensación puramente negativa o
privativa. Luego hace falta que se le añada la pena positiva de sentido. El
infierno no puede ser sólo el lugar donde no se tiene a Dios; ha de ser
también el lugar donde se sufre positivamente. La revelación nos habla del
fuego en múltiples pasajes (acaso el más típico es el del pobre Lázaro y el
rico Epulón). Luego en el infierno hay pena de fuego. Ahora bien: ¿de qué
33
naturaleza es ese fuego? Aquí es donde toda representación nuestra resulta
forzosamente analógica. Porque no pudiendo ese fuego eterno y
trascendente ser el fuego mismo de la combustión química, no queda sino
que nos lo representemos como análogo a la combustión química, como
algo parecido, «algo así como» la combustión química. Y no hay
inconveniente en esa representación —si no se exagera—, puesto que lo
importante no es la naturaleza de ese fuego, sino la realidad psicológica y
humana del castigo positivo, tremendo y aterrador. La imaginación
enérgica de ese castigo despierta necesariamente en el alma un horror tan
profundo, que él sólo bastaría, si nos fijásemos bien, a detener nuestra
voluntad en la inminencia del pecado. Y mucho más todavía si se añade la
representación angustiosa de la eternidad. ¡Siempre! ¡Sin remisión, sin
esperanza, sin perspectiva siquiera de cambio! El horror que se apodera del
alma es tan profundo, que apenas si resulta soportable. Pero la
misericordia de Dios es tan grande que a todos los hombres ha
proporcionado el remedio. Sólo va al infierno el que quiere. De la
condenación eterna uno mismo, y sólo uno mismo, es responsable.
La meditación termina en alabanza y acción de gracias a Dios
Nuestro Señor, que nos ha dado el camino franco y claro de la salvación,
camino llano y fácil para quien se da bien cuenta de la importancia del
negocio; tan llano y tan fácil que hasta los obstáculos más indispensables
han sido benévolamente dulcificados por la Redención. Pues la
benevolencia y misericordia de Dios ha llegado al extremo de no exigir,
como pudiera haberlo hecho, contrición perfecta para la remisión de los
pecados, contentándose con la tan humana atrición del confeso. ¡Qué bien
lo dice San Ignacio!: «Si del amor del Señor Eterno me olvidare por mis
faltas, a lo menos el temor de las penas me ayude para no venir en peca-
do.» El que no ame a Dios lo bastante para sentir espontáneamente el
horror del pecado, tema al menos la eternidad inexorable del castigo.
39
como providencia amorosa, y también, y sobre todo, como misericordia. A
la radical miseria del hombre, Nuestro Señor Jesucristo opone la radical
misericordia de su Corazón. Míralo en su humanidad tiernísima: allá va en
busca del pecador arrepentido. Allá va a verter su bálsamo de paz y de
perdón sobre la mujer adúltera que, en justicia, pretendían castigar los
fariseos. Allá va a abrasar en amor y en fe a la Samaritana junto al pozo.
Allá va a recibir amorosamente el homenaje de la Magdalena, pública y
conocida pecadora. Los fariseos se admiran y murmuran. Ese hombre anda
en trato continuo con publícanos, pecadores, gente descarriada e inmunda.
Pero El, Nuestro Señor Jesucristo, ha venido al mundo enviado por la
Misericordia, por Dios misericordioso, por Dios que perdona, por Dios que
recibe como padre en su seno cálido a todos los que lloran y sufren y
padecen de sus pecados. Si Dios fuera estrictamente justo tendría que
anonadar a la Humanidad. Pero Dios lo es todo, y toda bondad tiene en El
su asiento eminente y superabundante; la misericordia también, la
misericordia sobre todo.
¡Qué dulzura, qué consuelo, qué arrebato de amor produce en mi
alma esa idea de la misericordia de Dios! Yo no puedo representármela
adecuadamente, porque de Dios nada puede el hombre representarse
adecuadamente. Pero ahí tengo los inolvidables recuerdos de Nuestro
Señor Jesucristo, sus enseñanzas constantes en mil palabras y parábolas.
Una lágrima de arrepentimiento: ya estás perdonado. Perdonó a Pedro,
hubiera perdonado a Judas. Llevóse consigo al buen ladrón. Por muchos
pecados que tú tengas, alma mía, más perdones tiene Jesucristo en su
infinito Corazón. Fe, mucha fe y esperanza, y amor a Dios, tan
infinitamente bueno que con una sonrisa borra toda una vida de pecado.
Confianza, confianza sin límites. ¡Ah! Pero la misericordia no recae sobre
la soberbia, la obstinación y la rebeldía. Deposuit potentes de sede et
exaltavit humiles. La confianza en la infinita misericordia de Dios no
puede ser broma ni cálculo. Cuando el alma sufre de haberse desviado de
Dios, y su sufrimiento se expresa en humildes confesiones bien dolientes y
dolorosas, dudar del perdón sería injurioso para Dios Nuestro Señor. ¡Qué
consuelo! Jesús mío, yo soy también como la pobre adúltera, tú bien lo
sabes; y he llorado lágrimas muy amargas de mis pecados y no puedo
pensar en ellos sin sentir un pellizco en el corazón. Pero yo sé, Jesús mío,
que, como a la mujer, tú me perdonas, tú me has perdonado. Tú me has
dicho: anda y no vuelvas a pecar. Y yo te juro, amado Cristo mío, mi
Salvador, que jamás volveré a pecar ni en cosa grande ni en chica, y que
siempre, en toda cosa, grande o chica, me encontrarás preparado, listo,
40
gozoso para hacer tu santa voluntad. A la infinita misericordia de tu Divino
Corazón quiero yo responder con la generosidad máxima que pueda
atesorar en el mío.
43
He aquí, pues, la primera excelencia de mi príncipe y señor, al que
sigo: Que es hombre y Dios. Que puedo hablarle, dirigirme a su real
humanidad, escuchar su palabra y seguir su ejemplo. Jesucristo hombre, y
yo, somos, pues, conmensurables. Y tiene sentido profundo y posibilidad
de realización mi propósito de imitar a Cristo. ¿Qué sentido, en cambio,
tendría el propósito de imitar a Dios? Mas si Cristo es Dios, imitando a
Cristo imito a Dios. He aquí el ápice del misterio. La Encarnación es el
puente tendido entre el hombre y Dios.
Para llevarla a cabo se necesitaba, empero, ser Dios mismo. Porque
sólo en Dios cabe la grandeza inmensurable de descender de lo infinito a
lo finito, de la divinidad a la humanidad. ¿No admiramos y veneramos a
los santos misioneros que van a vivir entre rudos y bárbaros salvajes y
adoptan sus costumbres y sus modales para mejor inculcar en sus almas la
fe de Cristo? Pues infinitamente más hizo Dios por nosotros; no vino entre
nosotros a adoptar nuestros modales, sino que vino a ser uno de nosotros.
Es mucho más duro sacrificio aún que si el misionero pudiera (y quisiera)
convertirse en auténtico salvaje. Pues ese Dios hecho hombre, que inicia
su existencia terrestre con el más estupendo sacrificio, nace hombre,
vamos a verle ahora llevar una vida humana —breve— que no es sino un
continuo gesto de amor a la Humanidad. El amor que consiste en hacerse,
por amor nuestro, modelo viviente de todas las virtudes humanas,
elevándolas al mayor grado que cabe entre hombres. La vida oculta de
Jesús y su vida pública son el dechado de lo que el hombre debe ser y
hacer. Mira, alma, lo que es la Encarnación: es el acto de Dios, que
ticamente, como hombre, lo que el hombre puede ser y hacer, si quiere.
Ahí tienes el modelo. Amalo, síguelo, imítalo.
45
todavía me quejo de que mi cuarto en el Seminario sea destartalado y frio!
^ ¿Qué dirían José y María cuando vieron al Niño en el pesebre envuelto
en trapillos? ¿Qué se dirían? No se dirían nada. La inaudita grandeza del
momento y del hecho debió privarles de todo medio de expresión. Las
lágrimas serían la única manifestación de sus inexpresables sentimientos.
Ese momento único en la historia de la Humanidad, ese hecho que
divide el tiempo en dos mitades (antes y después de él), ese
acontecimiento que transformó el mundo, tuvo lugar una noche fría de di-
ciembre en una aldeíta de Judea, en una cueva de pastores, a la luz
temblorosa de un candil de aceite, en un pesebrillo desvencijado. ¿Qué?
Pues nada; que una mujer caminante, sin hogar ni amparo, ha parido un
niño. Eso es, no es nada. Nada. Pero el niño es el Hijo de Dios.
Hombre, si tu corazón no revienta de ternura, de amor y de gratitud,
no eres digno de ser hombre.
46
Egipto! Y así, sin demora. Sin recursos. Sin amigos. José no vacila un
instante, como no vaciló Abraham. Comunica a la Virgen la orden del
Señor. Fiat, fiat, siempre fiat, dice dulcemente la Santísima Madre. (¿No
hay en el culto una Santísima Virgen de la Sumisión? ¿No debiera
haberla?) Y la Sagrada Familia empaqueta su mísero haber y se lanza de
noche con el borriquillo fiel por esos caminos de Dios, hacia Hebrón o
hacia la costa, camino de Egipto. Ni un murmullo, ni una vacilación, ni
una duda. Dios proveerá.
¿Cuánto tiempo demoraron en Egipto los personajes sacros? Quizá
todo el tiempo que transcurrió desde su partida hasta la muerte de Herodes.
Vivirían acaso por Heliópolis, en las inmediaciones del Cairo actual, cerca
de las Pirámides y de la Esfinge. En Heliópolis había una numerosa
comunidad judía de la Diáspora y un templo famoso que daba una especie
de mentís a la unicidad del de Jerusalén. La comunidad judía de Heliópolis
no debía ser tan estrechamente farisaica como la de Jerusalén. Podemos
suponer que la vida material de la Sagrada Familia no fue enteramente
insoportable. Pero ¿y el destierro? ¿Y la convivencia con extraños, por
benévolos y generosos que fueran? ¿Y la dureza del trabajo en tierra ajena?
Y, sobre todo, el no saber hasta cuándo. Todo lo sufrieron con infinita
mansedumbre y confianza ilimitada. En silencio, en el silencio solemne
que envuelve la figura de María y de José; en el silencio santo, que era la
única actitud posible en su situación ante el Divino Niño. ¡Qué admirable^
singular cuadro el de esa familia en donde el Niño omnipotente, el Niño
Dios, obedece manso, y los padres no despegan los labios ni se permiten
jamás una manifestación, una alusión a la naturales vina de su hijo!
Imaginad por un instante que o aun la misma María, hartos ya de tanto
sufrir en el destierro, se encararan un buen día con el Niño Jesús y le
preguntaran: «Pero bueno, ¿esto hasta cuándo va a durar?» Imaginad eso y
decidme: ¿no hubiera sido como lanzar una pella de cieno en un cuadro de
Velázquez? Hay como una contradicción brutal en esa suposición
imaginaria. En ninguna parte de la Escritura se nos dice que esa pregunta
no la hayan hecho nunca. Pero no hay cristiano, ni aun siquiera mero lector
de los Evangelios, que no esté firmemente convencido de que esa pregunta
no se hizo jamás. Ahora bien; pongámonos uno cualquiera de nosotros en
el caso de José y de María. ¿Habríamos hecho la pregunta? Yo estoy
convencido de que sí. Pero es que nosotros no somos ni José ni María. Los
padres de Nuestro Señor eran los únicos seres humanos que podían ser
dignamente padres de Nuestro Señor. Están retratados en dos hechos: ella,
en la Anunciación: fiat. El en el momento en que conociendo que María
47
está grávida quiere dejarla en secreto, y no lo hace porque se somete
mansamente y gozosamente a la indicación de Dios.
Sólo una vez —si no recuerdo mal— en todo el Evangelio hay una
veladísima alusión por parte de María a la naturaleza divina de su Hijo. Y
es cuando, acabado el vino en las bodas de Caná, va y le dice a Jesús: «No
tienen vino.» La alusión no puede ser más discreta y tímida. Y, sobre todo,
está dictada por la caridad, la compasión, la misericordia. ¡Alma mía,
cuando sufras de sequedad espiritual y se te haya acabado el vino del alma,
díselo a María Santísima, que ella se atreverá, sin duda, a pedírselo a su
divino Hijo para ti, como lo pidió y lo obtuvo —¿qué no obtendrá?— en
las bodas de Caná!
La meditación se me marchó hacia la Santísima Virgen y su elogio.
Pasé unos minutos pensando en los motivos de haberla declarado
intercesora de todas las gracias, ella, que no pidió nunca nada a su Hijo
para sí.
¡Padre y Madre sublimes, modelos de padres y madres! ¡Unicos
mortales —la Virgen al fin mereció verdadera inmortalidad— capaces de
ser dignamente los educadores y guardadores de Jesús!
DÍA 30 DE SEPTIEMBRE.
50
El hecho es, en efecto, que, a los doce años de edad, estando en
Jerusalén para la celebración de la Pascua, Jesucristo se escapa,
desaparece, se sustrae voluntariamente a la vigilancia y custodia de sus pa-
dres, y se va al templo, a la sinagoga, y toma parte en las discusiones de
los doctos en la ley y acaba poniendo cátedra entre los catedráticos. Tres
días dura esa separación de sus padres. Tres días de mortales angustias y
dolores indescriptibles para la Santísima Virgen y el buenísimo San José.
Tenemos que considerar en este acto tres aspectos: 1.º Como acto de
indisciplina, al sustraerse a la custodia paterna. 2.º Como acto de crueldad,
al inferir a sus padres tan profundo dolor y tan angustiosa inquietud. 3.º
Como acto de vida pública que quebranta el silencio y voluntaria
mediocridad de toda la vida oculta. La meditación de cada uno de estos
aspectos nos hará ver la sublime significación de todos ellos.
Primer aspecto.—La indisciplina es aparente. A la tiernísima queja
de sus padres, contesta Jesús: «¿No sabíais que era preciso que yo me
ocupara en las cosas que tocan a mi Padre?» Se trata sencillamente de un
caso de colisión entre deberes. El más alto tiene que vencer al más bajo. La
obediencia a la voluntad y mandato de Dios se ha de anteponer a los
deberes de obediencia filial y sumisión a los padres. Y nótese aquí ya el
terrible dolor, que a la humanidad de Nuestro Señor hubo de causarle el
tener que quebrantar una norma de moral doméstica y familiar. Pero era
necesario obedecer al Padre. En este sentido he dicho que el caso es
ejemplo típico de obediencia total. Puede relacionarse con nuestra propia
vida, cuando en nuestra existencia sobreviene alguna colisión entre los
deberes para con los padres y los deberes para con Dios. Puede también
considerarse del lado de José y María, que dieron también por su parte un
ejemplo sublime de sumisión a Dios, porque de su boca no sale una
palabra de censura; sólo de dolor y pena, y no por otra cosa que por las
angustias que han pasado. Esto lo comprende bien un padre que amando a
su hijo, con amor acaso excepcional y más intenso que lo corriente, lo
lleva por sí mismo a las puertas del convento y lo entrega a Dios, con el
corazón, empero, partido y desangrado.
Segundo aspecto.—No hay aquí tal crueldad. Se trata también sólo de
una apariencia, que el fino sentido de un buen cristiano sabe discriminar
convenientemente. La obra que el Niño Jesús tenia que llevar a cabo,
pertenecía íntegramente a su misión divina. Ahora bien; el servicio de
Dios, la gloria de Dios constituye un fin y negocio que necesariamente
tiene que pasar por encima de toda consideración y afecto humanos. El
ejemplo que aquí da Jesús es tan sublime que muy pocos hombres serían
51
capaces de seguirlo. (Razón de más para que te lo propongas, alma mía.)
Obrando contra todo el torrente de su cariño delicado, acallando en su
corazón los impulsos más humanos de una naturaleza tierna y afectuosa,
Jesús no advierte a sus padres la ausencia que tiene resuelta. Los negocios
del alma no son negocios de familia. No pueden serlo. No deben serlo.
Sólo Dios y el alma. Quien esté íntegramente resuelto a servir a Dios por
encima de todo, ha de servirlo aun sangrándole el corazón. Per calcatum
perge patrem, decía, creo que San Jerónimo, a un discípulo que vacilaba en
retirarse a la vida de anacoreta por temor a la oposición y dolor de sus pa-
dres. Jesús no podía, de ningún modo, avisar previamente a los suyos.
Mezclarlos en su negocio público era imposible; hubiera sido mostrar indi-
rectamente al mundo una cierta superioridad de las consideraciones
familiares sobre las divinas. Había, pues, que hacer de tripas corazón —
valga la vulgaridad del dicho— y pisotear el afecto de sus padres. ¡Con
cuánto dolor no lo haría el buenísimo Jesús! Pero el dolor humano debe ser
vencido —no digo que estoicamente anulado— por la obediencia heroica a
la voluntad del Padre Celestial.
Tercer aspecto.—En la placidez y oscuridad calculada de la vida
oculta, el acto del Niño Jesús en el templo aparece de pronto como una
nota discordante. ¡Qué duda puede caber de que Jesús lo comprendía
perfectamente! Pero, en primer lugar, había que obedecer a Dios; en
segundo lugar, había que multiplicar sin interrupción las señales
mesiánicas. Primero fueron los Reyes Magos, los Santos Inocentes, la
huida a Egipto, la instalación en Nazareth (nazareno, etc.). Al cumplir
Jesús sus doce años y llegar a la edad de ser «hijo de la ley», había que
hacer acto de presencia sobrenatural. Del mismo modo que las grandes
tormentas van precedidas de algunas señales, leves pero muy
significativas, que los peritos reconocen, así también en la tersura de la
vida oculta era necesario que hubiese algún momento vaticinador, algún
pródromo anunciador, algún signo aislado que los perspicaces pudieran
reconocer. Qui potest capere, capiat.
Por último, Jesús necesitaba darse cuenta exactamente del estado de
ánimo en que los príncipes del saber se encontraban por entonces. Tenía
que conocerlos de cerca. Y seguramente el rumbo que luego tomó su
apostolado y siguió su predicación, orientándose hacia las almas humildes
y menos doctas, fue consecuencia de ese experimento primero, en e cual
Nuestro Señor pudo darse cuenta perfectamente de la dureza de corazón
que se ocultaba bajo la aparente erudición de aquellos doctores. Hecha la
prueba, cumplida la orden divina, Jesús vuelve a su hogar, reanuda su vida
52
oculta, reintegra a sus padres en la paz y calma venturosa de los afectos
familiares.
Pero la prueba ha sido dura e inflexible. Apréndelo, alma que quieres
ser secuaz de Cristo; aprende a sobreponer sobre todo afecto el amor y la.
obediencia a los mandamientos divinos. El ejemplo es magnífico; la regla
que de él se deduce, es clarísima. El que quiere seguir a Cristo de verdad,
abandona todo del mundo; todo, incluso lo que más hondas y aun legítimas
raíces tenga en su corazón.
55
divina. A estos tres esquemas responden los tres casos indicados por el
Santo.
Primer binario: Sabe lo que tiene que hacer. Quiere (querría) en
términos generales hacerlo, pero no acaba de resolverse; no pone los
medios eficaces para «quitar el afecto a la cosa acquisita» y va aplazando
la resolución.
Segundo binario: Quiere ahora, en acto, quitar el afecto, es decir,
matar y anular la motivación inferior, pero se alimenta de la ilusión de
poder compaginar con la cosa afectivamente querida la anulación del
afecto; o, como dice muy bien San Ignacio, «que allí venga Dios donde él
quiere».
Tercer binario: Quiere ahora, en acto, quitar el afecto a la cosa
poseída, o sea matar la motivación inferior —y efectivamente la mata—.
Me parece acertadísima la observación del padre Roothan sobre la gran
probabilidad de una errata en el texto de los Ejercicios, siendo la lección
verdadera: en efecto, y no: en afecto. Una vez muerta la motivación infe-
rior, o sea una vez desechado el imperio del afecto, la cosa queda como de
nadie, y entonces el alma inquiere cuál sea la voluntad de Dios acerca de la
cosa y cumple esa voluntad, bien sea la de seguir teniendo la cosa, bien sea
la de abandonarla y dejarla.
Debemos, pues, representarnos claramente estos tres esquemas y
preguntarnos: ¿a cuál de ellos va a corresponder tu conducta futura? ¿Van
a ser tus resoluciones de las dilatorias? (primer esquema) ¿Van a ser de las
combinatorias o acomodaticias? (segundo esquema). ¿Van a ser de las
resolutivas o eficaces? (tercer esquema).
La meditación aquí consiste en representarnos estos tres esquemas en
varios casos reales de nuestra propia vida y ver qué hemos hecho, qué
haríamos, que vamos a hacer.
Y terminar la meditación pidiendo a Dios Nuestro Señor la gracia de
elegir siempre y en exclusivamente lo que sea más grato a su Divina
Majestad y más gloria de ella y progreso de mi alma en perfección
cristiana.
Adjunto (fuera de numeración) una cuartilla con un examen analítico
y resoluciones.
DÍA 2. OCTUBRE.
Los Santos Ángeles Custodios.
61
Ignacio no ha entrado con su pensamiento en estas sutilezas? ¡Vaya si ha
entrado! Explíquese, si no, lo que pueda significar el texto de la tercera
manera de humildad, donde dice: «siendo igual alabanza y gloria de la
Divina Majestad, por imitar y parecer más actualmente a Cristo Nuestro
Señor, quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre que riqueza, oprobios
con Cristo lleno de ellos, que honores, etcétera...» Analícese lo que esto
quiere decir. Es evidente que el tercer grado se sitúa en la hipótesis de que
el alma se halle entre la necesidad de elegir entre dos actos igualmente
aptos para alabar y glorificar a Dios, es decir, entre dos actos, que el alma
puede indiferentemente elegir, sin pecar ni mortal ni venialmente. Son,
pues, dos actos, que no están comprendidos en la cantidad estrictamente
debida ni en la latamente debida. Y el alma puede sin la menor mácula,
siendo los actos indiferentes e iguales, elegir aquel que le dé mayor gusto y
más grato le sea. Es así, que, colocada el alma en esto absoluta indiferencia
de valor, elige el que más sacrificio y dolor suplica (pobreza, oprobio,
etc.), luego elige por un motivo puramente cualitativo, elige por puro
amor, elige sin hacer cuenta de sí misma, elige por ciega entrega, elige en
una oblación que verdaderamente, propiamente, puede llamarse loca. Esta
divina locura, la santidad, consiste, pues, en una negación tal de la
naturaleza propia, del propio ser, que no sólo se somete a Dios (como en el
primero y segundo grado), sino que se anula ante Dios. El bueno y el justo
dan a Dios lo suyo. Pero se reservan lo que no es de Dios, sino de ellos (lo
indiferente). El santo da a Dios todo; no se reserva ni a sí mismo, es decir,
se aniquila a sí mismo ante Dios.
Pero esta aniquilación del santo ante Dios no es el retorno a la nada
(de donde salió por obra de Dios), sino la integración en el todo que Dios
es. (Bien entendido que no hay aquí peligro de panteísmo, justamente
porque el panteísmo confunde esencialmente el todo con la nada. Véase
Hegel.) Porque el ser, aun el limitado de la criatura, no puede retornar a la
nada. Hay razones metafísicas de ello (contra el idealismo panteísta). El
retorno a la nada sería la operación estrictamente inversa de la creación,
operación que sólo el Creador podría realizar. La criatura que
voluntariamente se anula en Dios no retorna, pues, a la nada, sino, por el
contrario, reconoce su nada propia y, anegándose en Dios, se sume en la
infinitud positiva del Ser infinito actual. Es decir, se salva, entrando desde
luego en la eternidad.
Todavía podría escribirse y meditarse infinitamente sobre esto.
Dejémoslo, empero, aquí.
62
Segunda meditación: La vocación de los Apóstoles.
En la formación del primer grupo de discípulos que siguieron a Cristo
es evidente y palpable la intervención de un poder sobrenatural. Primero,
por la parte que en ello forma el Bautista. Segundo, por la sencillez de
medios puestos en práctica por Jesús para formar su primer discipulado.
Juan el Bautista proporciona a Jesús los primerísimos discípulos
cuando al pasar Jesús le llama «cordero de Dios» y proclama su carácter
de Mesías. El mismo Bautista los impulsa a seguir a Jesús, dejándole a él.
El ejemplo de abnegación y de celo objetivo, sin mancha de propio
egoísmo, es admirable. He aquí un hombre, famoso en toda Palestina, a
quien miles y miles de almas seguían fervorosamente, y que se coloca
modestamente en el segundo plano, se proclama mero precursor e
incitador y envía a sus propios discípulos a Jesús. El caso es inaudito, tanto
más cuanto que se produce antes de toda actuación pública de Jesús, antes
de que la vida y virtudes de Jesús pudieran ser para alma alguna modelo,
norte y guía. Por pura obediencia a la voluntad de Dios —que se manifestó
al Bautista mediante el descendimiento de la paloma y la voz sobrenatural
durante el bautismo de Jesús— el Bautista se rebaja a sí mismo, se olvida
de sí mismo y pone todo su poder e influencia al servicio de otro. ¿Por
qué? Porque sabe que ese otro es el Hijo de Dios, el enviado de Dios, el
que existe antes que él y antes que toda criatura, y a cuya preparación él,
Juan, ha sido destinado
Pero también hay rasgos evidentemente sobrenaturales en la
formación por Jesús de su primer grupo de discípulos. Andrés y Juan
vienen a El enviados por el Bautista. Pero a Simón, hermano de Andrés, lo
conquista —¡y de qué manera!— con unas sencillas palabras, invitándole a
cambiar de nombre. Pensemos bien en lo que significa esta escena, en que
Jesús propone a Simón que se llame en adelante Pedro. ¡Pedro! ¡San
Pedro! La piedra básica de la futura Iglesia, del pontificado, del poder más
alto e inconmovible que hay sobre la tierra. Han transcurrido veinte siglos
desde esa escena sencillísima entre unos toscos aldeanos de Galilea. Y el
tal Simón, ahora ya Pedro, es el primer eslabón de una cadena que sin
interrupción se prolonga igual a sí misma en todos sus eslabones y se
prolongará hasta el fin de los tiempos. No existe ni una sola institución, ni
antes ni después de Jesucristo, que haya vivido con una continuidad tan
sorprendente y verdaderamente milagrosa. La vocación de Natanael es
ejemplo típico de esa acción divina y sobrenatural: Jesús simplemente lee
en su alma como en un libro abierto. Y Natanael (Bartolomé), hijo de.
Ptolomeo, se rinde y pone a los pies de Jesús su ruda franqueza de
63
verdadero israelita. A Felipe no le dice mas que esto: «Ven y sígueme.»
Dijérase, en suma, que a Jesús le bastó aparecer en público y hacer una
señal para que al punto se le juntasen aquellos hombres admirables, cuyas
insignes cualidades estaban como ocultas tras la capa exterior de rudeza e
ignorancia. Y desde el primer momento debieron ser muchos los
seguidores de Cristo, puesto que apenas empezaba la vida pública ya tiene
que hacer una señal para que al punto se le juntasen aquellos hombres
admirables, cuyas insignes cualidades estaban como ocultas tras la capa
exterior de rudeza e ignorancia. Y desde el primer momento debieron ser
muchos los seguidores de Cristo, puesto que apenas empezaba la vida
pública ya tiene que hacer una selección entre ellos y designar a doce con
el nombre y cargo de apóstoles. La congregación de los doce, si bien se
mira, está hecha de mano maestra. Todos los aspectos del corazón humano
y las diversas cualidades de la inteligencia están representados en ella. El
tierno místico, arrebatado en amor ardiente; el prudente calculador, ducho
en números y negocios; el impetuoso y exaltado; el ponderado y ecuánime;
el cauteloso y reflexivo, que exige pruebas palpables. Por no faltar, no falta
ni astuto traidor. ¿Quién negará que el cuadro es tan humano como divino?
Como que en la representación habitual de la Cena no falta el personaje de
mirada torva que esconde la bolsa bajo los pliegues del manto. No se diga,
pues, que Nuestro Señor formó una tertulia de ángeles. No. Hizo una
Iglesia de hombres. Varios de ellos pecaron. Uno, muy probablemente, se
condenó. Los demás fueron todos santos. Hasta ese punto llega la
irresistible influencia de la dulce voz con que Jesús les amonesta y la
penetrante mirada que les dirige.
La escena de la vocación de los apóstoles —que podemos imaginar
sobre los escasos datos de la Sagrada Escritura— debió ser solemne y
grandiosa. En la llanura espaciosa entre el Tabor y Safet se congregó la
muchedumbre de los discípulos más o menos próximos que anhela oír la
palabra de Jesús. Háblales el Maestro. Va a elegir a doce que le acompañen
y le ayuden en los menesteres de la predicación. Serán los que, después de
su muerte, perpetúen la integridad de la Iglesia. Momento emocionante.
De ese momento sobrehumano toman hasta hoy los Obispos su autoridad
indiscutible. Y Jesús va nombrándolos y bendiciéndolos e imponiéndoles
las manos. ¡Qué instante! ¡Pensar que de esa reunión de gente aldeana de
Galilea, en un campo perdido de la perdida Palestina, allá lejos de la Roma
imperial y prepotente, va a derivarse sin interrupción y menoscabo la savia
que nutre el cuerpo gigantesco de la actual Iglesia Católica!
64
Tercera meditación: El sermón de la Montaña.
Ha sido preciso limitar el tema de esta meditación. El sermón de la
Montaña es, sin duda, la más sublime expresión que la Humanidad conoce
de la verdad moral y religiosa. ¡Como que es obra de Jesucristo! Ante esas
divinas palabras, que colman las ansias del corazón más levantado, se han
inclinado reverentes los hombres, todos los hombres, los de todas las
creencias, incluso las más opuestas y hostiles al Cristianismo. Y aun se ha
dado la —aparente paradoja de utilizar el sermón de la Montaña como
arma contra el Cristianismo. ¡Hasta ese punto llegan hondo los conceptos y
sentimientos expresados por Cristo! La verdad desnuda es, al fin y al cabo,
lo único con que el entendimiento humano puede combatir, aun cuando por
aberración inconcebible pretenda combatir a la misma verdad. Lo primero
que salta a la vista en el sermón de la Montaña es la manifestación
clarísima de la inaudita novedad que Jesucristo, Dios mismo, enseña a los
hombres: la moral del amor. ¡La moral del amor! Amaos los unos a los
otros, amad a Dios, amad a vuestros enemigos. Amor, amor, siempre amor.
La palabra no se le caía de la boca al venerable viejo San Juan en sus
últimos años de Efeso. Y San Agustín resume toda la moral cristiana en
una breve frase: Ama et fac quod vis. La moral del amor, que Jesucristo ha
traído al mundo; la religión del amor, que ha predicado al mundo; la
Redención por el amor, que ha levantado al hombre hasta las puertas del
cielo; esa inaudita osadía de pedir que las relaciones de los hombres con
Dios y de los hombres entre sí se fundan en el amor, constituye algo tan
absolutamente nuevo, maravilloso e incomprensible para cualquier hombre
anterior a Cristo, que se comprende el estupor de todo el mundo antiguo
ante el espectáculo del amor cristiano. Nadie, absolutamente nadie, antes
de Cristo sabía ni lo que era el amor ni que el amor pudiera ser la clave
central de toda vida moral y religiosa. El amor de Platón, el ἑpoҫ,
filosófico, es un sentimiento privado y personal, algo así como el afán de
saber, el atractivo que ciertas cosas poseen. A ningún antiguo, ni siquiera a
los judíos, pudo ocurrírseles nunca que a Dios se le pueda amar. Cicerón lo
dice taxativamente: «A los dioses se les teme, se les halaga, se les respeta,
pero no se les puede amar.» Las relaciones entre los hombres, antes de
Cristo, son de violencia y bélicas, de derecho y jurídicas, de autoridad, de
familia, de casta, de clase, de conveniencia, de prudencia, de justicia; de
todo lo que se quiera, menos de amor. Pedir a los hombres que se amen y
que amen a Dios, ¡qué cosa extraordinaria para aquellos romanos, aquellos
griegos, aquellos persas, aquellos egipcios, aquellos bárbaros y aun
aquellos judíos! Porque la religión mosaica no se funda en el amor, sino en
65
el temor de Dios. Y he aquí lo tremendamente inaudito de la predicación
de Cristo: el precepto del mutuo amor, del amor incluso a los enemigos.
Demasiado lejos nos llevaría el querer analizar ahora el contenido y
la índole de esa caridad, virtud Cristiana por excelencia. La
encontraríamos en el fondo de todas las benditas bienaventuranzas predi-
cadas en el sermón de la Montaña. Los pobres son bienaventurados, más
infinitamente que los ricos, porque su corazón, no ocupado con las
riquezas del mundo, es más capaz de amor, o sea, es más digno del reino
de los cielos. Los que lloran serán consolados, porque los que lloran piden
amor que no tienen en esta tierra. Los mansos son bienaventurados, porque
en ellos radica la ternura humana, la esencia del amor. Los pacíficos serán
llamados hijos de Dios, porque la paz es el amor frente a la guerra, que es
el odio. Los misericordiosos son bienaventurados, porque aman y
compadecen y consuelan, y en el amar mismo recibe ya como una
recompensa el amante. El amor en cierto modo se completa y perfecciona
a sí mismo, y en su ejercicio, aun no correspondido, hay como una
autocorrespondencia que satisface al alma. Los limpios de corazón verán a
Dios, porque ellos sonríen amorosamente a todo lo que es de Dios. Los
que tienen hambre y sed de justicia serán saciados en el reino de los cielos,
porque aquí la justicia es siempre imperfecta, precisamente porque quiere
basarse sobre la razón pura y no sobre el amor puro, como la justicia
divina. Los que padecen persecución del odio tendrán, no lo duden, la
compensación del amor en el reino de los cielos. ¡Amor, amor! Sea el
mundo humano una inmensa llama de amor mutuo y de amor de Dios.
¡Tan fácil —y tan difícil— es la doctrina de Cristo que no hay quien,
oyéndola una vez, no la abrace para abrasarse en su fuego de amor! ¡Dios
mío, dame más amor! ¡Cristo mío, lléname de tu amor! Haz que nadie ni
nada de lo creado sea visto por mi con indiferencia, ni aun las bestias, ni
aun las cosas. Amor, amor. Como el Santo de Asís, que acaso sea el
hombre que más cerca ha estado de Cristo, quisiera consumirme en amor a
todos y a todo. Yo diría que los hombres se dividen en dos grupos: los que
aman, que son los cristianos, y los que no aman, que son los paganos. Y
aun creo que (a los que no aman) a los paganos les bastaría sentirse
amados para amar, es decir, convertirse en cristianos. El arma más eficaz
de todo apostolado es el amor.
DÍA 3 DE OCTUBRE.
Santa Teresita del Niño Jesús. Uno de los más conmovedores
símbolos del amor cristiano.
69
Segunda meditación: Jesús en casa de Pilatos.
Las tres entrevistas de Jesús con Caifás, Herodes y Pilatos pueden
bien contemplarse como el encuentro con los tres grandes poderes de su
tiempo: el poder religioso judío, el poder mundano y el poder político.
Pero la entrevista con Pilatos tiene un matiz especial que la hace por
demás interesante, y es que en ella el espíritu cristiano choca por vez
primera con el sentir de los hombres cultos del paganismo grecorromano,
es decir, con el mundo que pocos años después iba a ser el campo de más
vertiginosa y milagrosa propagación para el Cristianismo. Pilatos re-
presenta típicamente la mentalidad media de ese mundo culto
grecorromano. Tres tendencias principales actúan en su espíritu: Primera:
el empeño resuelto de mantener a toda costa el statu quo del Imperio
romano bajo la Administración romana, en la paz romana tan difícil y
penosamente impuesta al fin a todos los territorios del mundo antiguo. El
gobierno de Roma sobre los pueblos es la garantía de la paz universal. La
institución imperial en Roma es la garantía de la paz civil. Ni guerras
civiles, ni guerras contra pueblos. Nada de revueltas ni de rebeliones.
Acatamiento al gobierno de Roma, fidelidad al César, paz, tranquilidad.
Nada de líos, ni de jaleos, ni de perturbaciones. Segunda: Cultura
filosófica y científica bastante desarrollada, adquirida en la escuela de
Grecia, pero ya en decadencia franca y dominada por un elegante
escepticismo, que mezcla indiferente las diversas teorías sin adherirse de
corazón a ninguna de ellas. Los tiempos de Platón y de Aristóteles han
pasado definitivamente. Ahora predomina el eclecticismo escéptico de un
Pirrón, de un Carnéades, de los nuevos académicos: se cultiva la erudición
histórica o una filosofía puramente moral de tinte unas veces epicúreo,
otras estoico. Tercera: La indiferencia religiosa, mezclada con una
propensión notable a la superstición y que conduce a acoger sin
discernimiento cualquier fábula oriental más o menos atrayente en forma
de sincretismo religioso, cuya monstruosidad ni se quiere ni se puede
percibir en la modorra del escepticismo metafísico. Toda religión, toda
práctica de culto parece buena, con tal de que ni ponga en peligro la
autoridad imperial ni se arrogue la pretensión de combatir a las demás
religiones del Imperio, tan legítimas unas como otras.
Pilatos, típico representante de estas ideas, ve llegar a su tribunal al
buen Jesús entre una turba de energúmenos que piden su muerte,
acusándole de quererse alzar con la realeza sobre los judíos y hacer
traición al César. La insidiosa acusación va enderezada a despertar la
suspicacia de Pilatos, representante del poder romano. Pero Pilatos, que no
70
tiene noticia previa de movimientos políticos en el pueblo judío, se da
cuenta en seguida de la falsedad de la acusación. Pero Jesús, la
personalidad de Jesús, le impresiona fuertemente. ¡Qué hombre más
extraño! Acaso sea un loco. «¿Conque tú eres rey?», le dice, no sin ironía.
Y Jesús, cumpliendo hasta en su misma agonía su ministerio de proclamar
la verdad de su Padre, contesta: «Tú lo dices; soy rey. He nacido y he
venido al mundo para dar testimonio de la verdad; todo el que sea de la
verdad escucha mi voz.» Ante esta contestación inesperada, que lejos de
ser de un loco hace resonar fibras en lo profundo del alma de Pilatos, éste
se queda silencioso y meditativo. ¡Qué hombre! Y al cabo de un momento
se sobrepone en él el escepticismo superficial de su educación romana y
culta y, encogiéndose de hombros, dice: «¡Bah! ¡Cualquiera sabe lo que es
la verdad!»
El momento punzante ha pasado, las palabras graves del Salvador
han resbalado sobre el alma bruñida de Pilatos, alma curtida en disputas
académicas, alma sin posible asidero a verdad ninguna, alma escéptica.
Pero no desprovista de compasión. Pilatos quiere salvar a Jesús. Es
evidente. Pero, sobre todo, no quiere jaleos, ni griterías, ni nada que
remotamente se parezca a complicaciones. La palabra «Galilea» suena en
labios de los acusadores de Jesús. A ella se agarra Pilatos. ¡Hombre,
Galilea! Ahí está Herodes. Que le juzgue Herodes. Así me lo quito de
encima y de paso le hago una cortesía a Herodes, con quien las relaciones
no están en muy buen temple.
Y Jesús pasa del tribunal de Pilatos al de Herodes. Cuando vuelve
otra vez a Pilatos, éste sigue en el mismo estado de ánimo. Ese Jesús es
inocente, sin duda alguna. ¿Qué tendrán contra él estos vociferantes
sacerdotes? Pilatos no lo sabe ni le interesa. Lo que quiere es acabar con
este asunto. Si puede, salvará a Jesús. Pero tampoco quiere enojar a los
mandamases de la Sinagoga y del Templo. Les propone entonces mandar
azotar a Jesús antes de ponerle en libertad. Pero a los sacerdotes y fariseos
no les satisface nada como no sea la vida de Jesús. Pilatos no sabe qué
hacer. Se le ocurre entonces ofrecer al pueblo la libertad de Jesús como
indulto de la Pascua. Pero tampoco le vale este recurso. El pueblo, atizado
por los sacerdotes, pide la libertad de Barrabás y la crucifixión de Jesús.
Pilatos no entiende una palabra de lo que está sucediendo; no le cabe en la
cabeza que pidan el indulto del ladrón y la condenación del inocente. Pero
es política de Roma no ir contra las costumbres y voluntades de los pue-
blos dominados (mientras no represente peligro para la soberanía romana).
Pilatos, como todo buen pagano de entonces, no quiere complicaciones,
71
sino paz y tranquilidad. La justicia —¡qué es la justicia! le deja en sí frío.
Vaya, pues. Si quieren matar a Jesús, que lo maten. Yo no tengo arte ni
parte en esa barbaridad. Y simbólicamente se lava las manos. Todavía
Pilatos hace un esfuerzo para intentar la salvación de Jesús. Le manda
azotar y, exhibiéndole cubierto de sangre ante el pueblo, dice: «Ahí tenéis
al hombre», con la esperanza de que el suplicio cruel del inocente ablande
la incomprensible furia de aquella muchedumbre enloquecida. Pero
tampoco eso basta a deshacer la furia de aquella gente. Pilatos intenta
desentenderse del asunto. Que lo maten ellos. «Tomadle vosotros y
crucificadle.» Pero ellos quieren que Jesús sea formalmente condenado.
Pilatos hace un último esfuerzo. Vuelve a Jesús y le pregunta: «¿De
dónde eres?» Acaso el punto de origen o nacimiento le dé a Pilatos pie
para un cambio de rumbo en el procedimiento judicial. Pero Jesús no
respondió palabra. ¿Para qué? Pilatos le acucia: «Habla, mira que puedo
salvarte.» «Nada podrías —contesta Jesús— si el Cielo no te hubiera dado
ese poder. Por eso el que me ha entregado tiene más pecado.» Pilatos sigue
queriendo salvar a Jesús. Claro que con una simple cohorte de soldados,
que hubiera barrido la plaza y encarcelado a los calumniadores sacerdotes,
hubiera bastado para acallar al pueblo y poner a Jesús en libertad
tranquilamente. Pero eso es justamente lo que no quiere hacer Pilatos. La
política y mentalidad del Imperio romano es: Nada de líos, nada de jaleos;
paz, aunque sea a costa de la justicia individual. Pilatos, al fin, se decide a
entregar a Jesús a que lo crucifiquen. Jesús muere por la envidia y odio de
los judíos de los judíos y por la política peculiar del Imperio Romano. Y
todos los mártires perecen por la misma política. Las cartas de Bitinia de
Plinio el Joven a Trajano son un documento precioso en este sentido.
Plinio pregunta al César: «¿Qué hago con los cristianos?» Responde:
«Nada, si no hay escándalo. Duro, si puede haber desorden.» A Pilatos le
arrancan a la fuerza la condenación de Jesús; le hacen la forzosa los judíos
poniéndole en el trance de un escándalo o de condenar al inocente. Y
Pilatos condena al inocente. Muy de su época, muy de su nación. Pero
Jesús en todo ese proceso tiene una actitud sublime: Silencio — verdades
— resignación — perdón — misericordia.
La misma actitud de los mártires.—Los mártires han sido confesores
de la fe no sólo por el hecho, sino porque en todo y por todo han imitado
fielmente la conducta de Nuestro Señor.
Ahora bien; esa fiel imitación de la conducta de Jesús ha sido en
buena parte causa del inaudito triunfo y propagación del Cristianismo. En
la escena de Jesús y Pilatos están contenidos, puestos por Cristo-Dios, los
72
gérmenes todos que inmediatamente iban a fructificar y florecer hasta en
las mismas casas nobles de Roma. ¡Quién sabe si algún hijo o nieto de
Pilatos no habrá sido cristiano!
74
estruja hasta quedar exhausto de sangre y vida. Todo ser creado resulta
harto imperfecto para corresponder a la grandeza del momento. ¡Dios se
muere! ¡Dios se ha muerto! La muerte, la segadora horrenda, ha tenido la
inconcebible audacia de pasar el filo de su guadaña por el cuerpo de Dios.
¿Cómo no había de retemblar la tierra? ¿Cómo no habían de quebrarse las
rocas del Calvario? ¿Cómo no habrían de abrirse los sepulcros y salir de
ellos despavoridos los santos de la antigua ley? El velo del Templo se
rasga con estridor de agonía. El espanto cunde por todo el orbe. ¡Dios se
muere! ¡Dios se ha muerto!
En el silencio profundo de esta muerte imposible, surge una lucecita,
una estrella única en la inmensidad negra de un cielo desolado. Dios vive.
Dios está vivo. Dios es el que siempre vivió y vivirá. Dios es la vida
misma. Y como la vida es más que la muerte, la muerte no puede nunca
con la vida. ¿Quién ha muerto? Ha muerto Jesús de Nazareth, pero vive el
Hijo, vive la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios vivo, Dios de
vida. Y si Jesús de Nazareth ha muerto, es porque Jesús, Hijo de Dios vivo,
quiere verter vida nueva y más pura sobre los hombres, a quienes ama de
amor inconcebible. Alma mía, no calles en el silencio fúnebre de lo
inexpresable. Prorrumpe en gritos de júbilo. ¡Alleluia! Esta muerte es
fuente de vida. Esta muerte es el ocaso de un viejo astro cansado y
putrefacto, en las escuelas farisaicas de los rabinos, y el orto de un
esplendente sol que inundará al mundo de luz nueva. Saulo de Tarso,
criado en los bancos de la escuela de Gamaliel, cae cegado por la nueva
luz del nuevo sol. Y se levanta, lleno de la nueva lumbre de la verdad ver-
dadera. Cristo muere en la Cruz con la grandeza imponente de una muerte
que es nueva vida. Hasta el último instante modelo divino, sigue siendo
paradigma y ejemplo para quien sepa mirarlo. Pues míralo morir. Míralo.
Todo se acaba, todo se acabó. Jesús ha muerto. Los apóstoles han huido.
Junto al cuerpo del Maestro no quedan sino tres débiles mujeres y un joven
tierno y frágil. Todo ha pasado ¿verdad? Sin Cristo, no hay cristianos.
Y la Sinagoga triunfa. ¿Sí? Ahora empieza la vida. El mundo entero
de la antigüedad judía y pagana ha sido el que ha muerto con Jesús de
Nazareth. El mundo nuevo del amor cristiano nace ahora, en este preciso
instante.
DÍA 4 DE OCTUBRE.
San Francisco de Asís.
75
Primera meditación: La Resurrección de Nuestro Señor.
Puede tomarse, primero, como figura y anuncio de la resurrección de
toda carne de hombre, pues si Cristo ha sido modelo de humanidad en su
vida mortal, también ha de serlo en su vida gloriosa. En este sentido es
perfectamente lógico que Jesús fuera en seguida después de su muerte
temporal a la mansión de los justos de la antigua ley, a hacerlos, sin tardar,
partícipes de la Redención ya hecha.
Por eso San Pablo insiste con mucha razón sobre la verdad de que la
Resurrección de Nuestro Señor es garantía de nuestra propia resurrección.
Toda la humanidad recibe, en el acto de la Resurrección del Salvador, la
gloria, es decir, el pleno resultado de la Redención. Sin la Resurrección la
Redención no sería completa, y Jesucristo no habría perfeccionado su obra
temporal. Es, pues, la Resurrección el sello más patente de la divinidad en
la Vida de Cristo. Refluye, por decirlo así, retrospectivamente sobre la vida
temporal y la nimba de la gloriosa divinidad.
Puede tomarse también: segundo, como hecho histórico real. No hay
en toda la Historia hecho más y mejor atestiguado. Los detalles que la
Sagrada Escritura refiere son tanto más convincentes y fidedignos cuanto
que son discutidos. Porque es evidente que una referencia histórica como
la que tenemos de la Resurrección no sería, ni habría sido jamás discutida
por nadie, si se tratara de un hecho natural profano. La muerte de César,
asesinado por Bruto, está históricamente menos atestiguada que la Resu-
rrección del Salvador, y nadie ha imaginado jamás discutirla. Es el
prejuicio antisobrenatural el que aquí actúa. Pero ningún historiador, que
verdaderamente piense sin ningún prejuicio, puede negar la Resurrección.
Puede tomarse también: tercero, en su naturaleza e índole. El cuerpo
de Cristo resucitado vive una vida completamente distinta de la temporal.
Sus principales propiedades son: impasibilidad, independencia Hp. toda
constricción natural v material (alimento, sueño, etc.); claridad, brillo,
belleza y esplendor de gloria; libertad, exención de toda gravedad y de
toda imperfección de criatura; agilidad, sutileza, ilimitación material. De
todas esas propiedades ha de participar el cuerpo humano en la
resurrección de la carne; por eso San Pablo llama a Cristo «primicias los
que duermen» y «jefe y modelo de todos los bienaventurados. Y aplicando
al hombre santo estas propiedades, bien puede decirse que la corona de la
gloria es la exaltación al grado supremo de las mismas virtudes que la vida
temporal del santo practico. Pues si el santo se ha desprendido y desasido
del mundo y de la carne pasible, haciéndose, como dice San Ignacio,
indiferente, esa indiferencia tórnase impasibilidad, claridad, sutileza, etc.,
76
en la gloria. Pero ahora, ya en sentido positivo. No se tome, pues, la gloria
del bienaventurado como una recompensa que devuelve al Santo los
placeres y deleites y aficiones a que en vida renunció, sino como un estado
de beatitud espiritual al que precisamente se llega por medio de ese
desasimiento y renuncia que en la vida terrestre tienen carácter negativo
solamente, pero que en la celeste se torna positivo y acompañado de una
felicidad cuya cualidad es completamente distinta del goce y placer
temporales.
Puede tomarse también la Resurrección como el cumplimiento del
drama histórico de la creación del hombre. El hombre pierde y cae de su
primitiva naturaleza en el pecado original. Recobra la inmortalidad
gloriosa por la Resurrección de Nuestro Señor. En este sentido es
adecuadísima la división de la historia humana en antes y después de
Jesucristo.
Alégrese, pues, el hombre de la obra inmensa llevada a cabo por el
Salvador. Cante cánticos de acción de gracias a pleno pulmón. Grite su
gozo y alegría en el día sagrado de la Pascua florida. ¡Alieluia! ¡Alleluia!
Y de esa santa alegría extraiga amor, más amor a un Dios tan bueno
que muere y resucita por su criatura. Amor a Cristo resucitado y glorioso,
colmo y ápice de toda perfección, de todo ser, de toda amabilidad.
Y con el amor y la alegría edifique el hombre en su corazón la santa
esperanza. Para dárnosla cierta vivió Cristo, murió Cristo y resucitó Cristo.
Inmortal eres, hombre. Vivirás en la eternidad por los siglos de los siglos
junto a Cristo Dios, en la gloria de los santos.
77
éstos?» Respuesta humilde y melancólica de Pedro —el que tres veces
negó al Señor—: «Te amo.» Pero no afirma si más, menos o igual que los
otros. Y Cristo dice gravemente: «Apacienta mis corderos.» Repite la
pregunta; obtiene la misma respuesta. Y añade la misma recomendación:
«Apacienta mis corderos.» Repite por tercera vez la pregunta. Pedro, cada
vez más triste, contesta: «Señor, Tú lo sabes todo y sabes que te amo.»
Jesús entonces le dice: «Apacienta mis ovejas.» E inmediatamente viene la
profecía del martirio y muerte de cruz de Pedro.
Pedro entonces, señalando a Juan, el discípulo amado de Jesús,
pregunta: «¿Qué será de éste?» Y Jesús reprende la curiosidad de Pedro
diciendo: «Si yo quiero que así se quede hasta mi venida, ¿a ti qué te
importa?»
Pueden considerarse en el conjunto de esta aparición varios puntos:
1.º El sentido simbólico de la pesca milagrosa y la comida junto al lago. 2.º
La concesión a Pedro del primado sobre la Iglesia. 3.º La predicción del
martirio de Pedro.
La pesca milagrosa simboliza la labor de apostolado encomendada a
los apóstoles. Esa labor no dará fruto si no es dirigida por Nuestro Señor
Jesucristo. La noche en que los apóstoles pescan con propia dirección, no
sacan nada. Cuando pescan bajo la dirección de Cristo, hinchan las redes.
Jesús, además, desea comer del pescado cogido y, en efecto, lo come.
Es la recompensa del celo apostólico.
La red no se rompe a pesar de estar abarrotada de pescado: la Iglesia
puede extender confiadamente sus redes sin temor a tortura, a
quebrantamiento de su unidad e integridad. En fin, la premura de Pedro en
saltar al agua para acudir al Señor, simboliza también la primacía, que
vamos a verle concedida. Por último, la comida íntima de los apóstoles con
el Señor figura también la bienaventuranza eterna o mansión con Dios,
recompensa de la vida abnegada que han de llevar los apóstoles.
La concesión del primado sobre la Iglesia la hace el Señor con toda
claridad en sus tres «Apacienta mis corderos» (Iglesia discente) «y mis
ovejas» (Iglesia docente). La autoridad conferida a Pedro comprende,
pues, a toda la Iglesia. Y es autoridad completa, pues en la palabra
apacentar se contiene todo lo que se refiere a la vida de los corderos y las
ovejas.
Pero antes de conceder el primado a Pedro, el Señor le ha preguntado
por tres veces: «¿Me amas?». Porque el amor es la condición esencial del
ministerio apostólico: un amor abnegado, un amor humilde, un amor de
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criatura a su criador. ¡Siempre el amor como sentimiento, virtud, concepto,
ideas centrales en nuestra divina religión!
La predicción del martirio de Pedro tiene por fin: a) Consolar a
Pedro, que está traspasado de dolor por su triple negativa. Está no sólo
perdonado, pero también elevado en cierto modo, por la perspectiva de una
muerte de cruz semejante a la del Maestro. b) Llamar a Pedro —y tras él a
los apóstoles— a una perfecta imitación de Jesús mismo, incluso en el
modo de muerte
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Jesús que ha subido al cielo volverá de la misma manera que le habéis
visto subir.» La escena final de la humanidad será, pues, la inversa de esta
solemne escena en el monte de los Olivos. El Redentor sube al cielo, de
donde bajará como juez universal. Con idéntica pompa y majestad. Los
dos grandes momentos del drama humano, la Redención y el Juicio final,
son obra de una y la misma persona divina.
Ha terminado la acción directa de Jesús. Comienza la vida de la
Iglesia, que desde entonces ha emprendido esa marcha triunfal a través de
la Historia, proceso y evolución sin par, donde no hay un solo retroceso,
sino un perfeccionamiento cada vez más profundo, y una dilatación por el
orbe que nada ni nadie puede detener. La Ascensión de Nuestro Señor a los
cielos es figura de la ascensión de la Iglesia a los cielos. La Iglesia, la
colectividad de los fieles unidos bajo un solo jefe, en una sola doctrina, en
un solo amor, se purifica en esta tierra, se envuelve en la nube
esplendorosa y se encamina al suave tránsito hacia la eternidad de la
gloria. Sursum corda! Convidemos a todos los hombres a esta ascensión
hacia Dios. Subir, siempre subir hacia lugares de más pura luz.
¡Desgraciado el que no sabe dónde está la vía de luz y de salvación!
Propaguemos la noticia por todo el mundo. Digamos a los hombres todos
que hay un camino por donde se sale de la miseria y de la oscuridad para
entrar en la abundancia y la claridad. Ese camino es Cristo. Vivir con El,
morir con El, ascender con El a la gloria eterna. Fiat.
DÍA 5 DE OCTUBRE.
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En primer lugar, cosas: la existencia que le debemos, la redención
que le debemos, las facultades todas de nuestro ser, los dones de cosas
particulares que a cada cual ha dado Dios, y además la creación entera, que
ha puesto en nuestras manos para que la usemos libremente, para que la
aprovechemos, para que la conozcamos (ciencia, técnica, cultura,
civilización). Todo eso nos lo da Dios con tal liberalidad, que raya en la
prodigalidad. Hasta el punto de permitir que muchos hombres hagan mal
uso y saquen desaforadas consecuencias de toda esa infinita variedad de
seres, cuyas esencias y leyes la ciencia del hombre penetra y descubre.
Piénsese adonde, por permisión de Dios, ha llegado la ciencia y técnica en
manos del hombre. Pues todo eso es don de Dios, don puro y gratuito. No
lo olvides, soberbio y orgulloso científico, en quien la vanidad del saber
olvida acaso la evidencia del origen divino de todos los conocimientos. No
lo olvides, técnico orgulloso y soberbio, en quien la satisfacción del poder
logrado sobre la creación oscurece acaso la humildad con que a Dios
debieras atribuir desde la más simple herramienta hasta el más complicado
aeroplano o la más sutil radiación electromagnética.
En segundo lugar: su propio ser Divino. Porque Dios no sólo nos ha
dado las cosas (materiales y espirituales, facultades, etc.), sino que se ha
dado El mismo a nosotros. En primer lugar, al darnos las cosas creadas nos
da su propio ser, porque El habita en ellas, en los elementos, como dice
San Ignacio.
Habita Dios en lo creado, porque todo ser finito y ab alio tiene el ser
de quien se lo dio, es decir, del ser a se. Siendo Dios creador de todo
cuanto existe, el ser de lo que existe es ser de Dios mismo; y Dios se da al
darnos las cosas. Pero, además, Dios vive en nosotros. Somos templo de
Dios de un modo más eminente que cualquier otra criatura. Porque Dios
nos ha dado razón, conciencia; es decir, que sabiéndonos limitados, nos
sabemos creados y nos conocemos como obra de Dios; cosa que a ninguna
otra criatura no racional le acontece. Por eso toda criatura racional es
templo de Dios; contemplándose a sí misma (la criatura racional es la
única que puede hacerlo) contempla su limitación y en la limitación
reconoce la infinitud de Dios. Por último, Dios nos ha dado su propio ser
todavía más íntimamente y estrechamente en la Sagrada Comunión.
Pero con esto entramos ya en el tercer grupo de dones que ha
designado con el nombre de actividad divina. Dios nos hace don también
de su divina actividad. En las cosas hallamos a Dios no sólo siendo
presente en ellas, sino actuando para nosotros. Las cosas poseen una vida
interna (los elementos están en tensiones y síntesis dinámicas, las plantas
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«vegetan», los animales «sensan», etc.). Y esa vida interna de las cosas es
efecto de la actividad de Dios. La misma existencia continuada es creación
continuada. Dios se derrama sobre la creación por dos maneras: como ser
que da ser, como acción o vida que da vida. Y en nosotros la actividad de
Dios ha sido y es especialísimamente amorosa. Hase hecho hombre, ha
padecido y muerto por nosotros, y en la Sagrada Comunión nos da no ya
su ser, como a toda criatura ordinaria, sino su cuerpo y su sangre humanos,
en un portento de amor loco, que multiplica por el infinito cada día el
sacrificio de la Cruz.
Todo eso nos da el amante, todo eso nos da Dios. Quien medite esa
lluvia de infinitos dones que Dios amante vierte en cada momento sobre
nosotros, ¿cómo no ha de rendírsele el alma en deliquio de amorosa
correspondencia? Mas ¿qué puedo yo dar a Dios? Todo lo que soy y lo que
tengo es de Dios. Yo por mí ni soy nada ni tengo nada. Entonces ¿cómo
puedo yo corresponder a Dios amante? ¿Qué cosa mía, verdaderamente
mía, puedo yo ofrendar a Dios para que mi amor no sea mera palabra, sino
obra real? Una sola cosa tengo yo mía, mi libre albedrío, mi libertad. No
porque Dios no me la haya dado, no, sino porque Dios al dármela ha
renunciado a ella explícitamente. (¿Qué mayor prueba de amor cabe
imaginar?) Ninguna criatura es libre más que aquella que Dios ha hecho
libre. Pero en el dar la libertad hay como una necesidad metafísica de no
retener ni un ápice de dentro sobre lo que se da. Por eso la donación de la
libertad es la más grande que Dios ha podido hacer, porque en ella, ¡colmo
del amor!, Dios da hasta la posibilidad de la ingratitud nuestra. La libertad
es un don tal que confiere al que la recibe la posibilidad de revolverse
incluso contra quien la da. Pues hasta ese don tan peligroso para el donante
nos ha dado Dios. Y ¿qué pide en cambio? Que nosotros libremente nos
entreguemos a El. Pudo —es omnipotente— decretar que nos entre-
gásemos sin restricción a El, siempre y en todo momento. Pero entonces
no seríamos libres, no seríamos hombres; seríamos pura mecánica de
causas y efectos segundos y primos (como los animales y las plantas).
Dios nos amó tanto que nos quiso dar esa parcela de naturaleza divina que
es la libertad. Porque su amor prefiere que nuestra correspondencia sea
libre decisión de nuestra libre voluntad, a que sea constreñida obediencia a
las leyes de la materia creada.
Entonces está claro el punto en que nuestro amor a Dios puede
consistir. No puede consistir más que en la donación Ubre de nuestra libre
voluntad. «Tomad, Señor, etc.» Es el único don de que la criatura humana
puede libremente disponer. Allá va. A ti, Dios mío, lo entrego, con toda
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conciencia y con entera libertad. A ti, Dios mío, me doy, doy mi libertad, la
que tú me diste con facultad incluso de negártela si me pluguiera. Pero no
sólo no me place negártela, porque te amo, sino que no te amaría si no te la
entregara libremente. Toma, Señor, mi libertad. Libremente te la doy, te la
regalo, te la dono, como prenda de amor. Tú me la diste como prenda
suprema. Yo te la devuelvo como prenda suprema.
No hace falta después de esto insistir sobre el otro aspecto del amor:
la compenetración mutua. Se encuentra clarísimamente en esa mutua
donación de la voluntad libre, que Dios da y Dios recobra por acto libre
también de la criatura.
Estas consideraciones son una mínima parte de las que sobre tema tan
enorme pudiera hacer cualquiera persona que medite con algo de
fecundidad y de método.
1 de octubre de 1940.
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