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Manuel García Morente

EJERCICIOS
ESPIRITUALES

PRESENTACIÓN
POR
MAURICIO DE IRIARTE

MADRID, 1961

1
Nihil obstat,
DR. ENRIQUE VALCARCE ALFAYATE
Canónigo Doctoral de Madrid
Madrid, 25 de febrero de 1961

Imprímase,
†JOSÉ MARÍA
Obispo Auxiliar y Vic.

2
ÍNDICE

PRESENTACIÓN.........................................................................................................5

DIARIO DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES....................................................19

DÍA 24. MARTES..........................................................................................................19


Propósitos...................................................................................................................19
DÍA 25. MIÉRCOLES.....................................................................................................20
Primera meditación: Sobre mi condición de criatura................................................20
Segunda meditación: Sobre los fines de la criatura (yo)............................................21
Tercera meditación: Fin de las otras criaturas...........................................................22
Cuarta meditación: Del tanto cuanto.........................................................................23
DÍA 26. JUEVES............................................................................................................25
Primera meditación: De la indiferencia.....................................................................26
Segunda meditación: «Ad majorem Dei Gloriam».....................................................27
Tercera meditación: De los tres pecados....................................................................28
DÍA 27. VIERNES..........................................................................................................29
Primera meditación: Dolor de los propios pecados...................................................29
Segunda meditación: Coloquios.................................................................................31
Tercera y cuarta meditación: Del Infierno..................................................................31
DÍA 28. SÁBADO..........................................................................................................33
Primera meditación: Del juicio universal..................................................................33
Segunda meditación: Del juicio particular.................................................................35
Tercera meditación: Consideraciones sobre la muerte...............................................37
Cuarta meditación: De la misericordia......................................................................38
DÍA 29. DOMINGO........................................................................................................40
Primera meditación: El llamamiento del rey temporal..............................................40
Segunda meditación: De la Encarnación...................................................................42
Tercera meditación: El nacimiento del Salvador........................................................43
Cuarta meditación: La huida a Egipto.......................................................................45
DÍA 30 DE SEPTIEMBRE................................................................................................47
Primera meditación: La vida oculta en Nazareth.......................................................47
Segunda meditación: Jesucristo, a los doce años, perdido y hallado en el templo....49
Tercera y cuarta meditación: De las dos banderas....................................................52

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DÍA 1.º DE OCTUBRE....................................................................................................54
Primera meditación: De tres binarios (clases) de hombres........................................54
Segunda meditación: Jesús parte para el Jordán.......................................................55
Tercera y cuarta meditación: De los tres grados de humildad...................................57
DÍA 2. OCTUBRE..........................................................................................................59
Primera meditación: Prosiguen los tres grados de humildad....................................59
Segunda meditación: La vocación de los Apóstoles...................................................61
Tercera meditación: El sermón de la Montaña...........................................................63
Cuarta meditación: La misión de los Apóstoles.........................................................65
DÍA 3 DE OCTUBRE.......................................................................................................66
Primera meditación: La oración del Huerto..............................................................66
Segunda meditación: Jesús en casa de Pilatos...........................................................68
Tercera meditación: Las siete palabras de Nuestro Señor Crucificado.....................71
Cuarta meditación: Muerte de Jesús en la Cruz.........................................................73
DÍA 4 DE OCTUBRE.......................................................................................................74
Primera meditación: La Resurrección de Nuestro Señor............................................74
Segunda meditación: La aparición junto al lago de Genezareth...............................76
Tercera meditación: La Ascensión del Señor..............................................................77
DÍA 5 DE OCTUBRE.......................................................................................................79
Meditación para alcanzar amor de Dios....................................................................79
Examen analítico y resoluciones.................................................................................82

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PRESENTACIÓN

Estas han de ser sólo breves palabras de presentación de un escrito,


cuya edición aparte solicitaban muchos que ya lo conocían, y nosotros
mismos la tuvimos siempre en propósito. A unos y a otros nos guiaba
idéntico motivo: el ver en él, junto a su valor de documento sobre la vida
interior del protagonista, otros valores más absolutos y religiosamente
operativos, edificantes, a saber, el de su ejemplaridad y el de su doctrina.
Entendemos el adjetivo «edificante» en su acepción enteriza, no en la
vulgar y dulzona. Es decir, pensamos en la acepción paulina de edificación
del templo vivo de Dios en las almas, y en la del Cuerpo místico de Cristo
—la Iglesia—, el cual, por el aumento de la vitalidad religiosa en sus
miembros los fieles—, progresa en su desarrollo orgánico in virum
perfectum, in mensuram aetatis plenitudims Christi, según términos del
mismo Apóstol (1 Cor. 12, 27; Eph. 1, 23; 4, 12). Cuán fundada sea nuestra
confianza en la acción así edificante y bienhechora de estas páginas, lo
muestra la experiencia de los últimos años, el frecuente recurso a ellas para
la meditación, y la repetida y fervorosa confesión de los beneficiarios.
Para ellos, para los varios millares de lectores del libro El Profesor
García Morente, Sacerdote, sería superfluo este prólogo. Útil en cambio, v
casi necesario, para quienes lo desconozcan. Pues así como los «ejercicios
espirituales» del profesor, cuyas vivencias recoge el presente Diario,
fueron, por testimonio del mismo, jalón decisivo en su ascendente ruta
religiosa, así, a su vez, el conocimiento de los pasos anteriores de ella es
premisa inexcusable para apreciar en todo su alcance no menos las densas
consideraciones que los sentimientos allí registrados. Por lo mismo, lo que
aquí se diga sólo muy relativamente puede sustituir al conjunto biográfico
presentado en aquel libro.
***
Don Manuel García Morente (1886-1942) fue una de las figuras
universitarias más brillantes y representativas en los cuatro decenios de su

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profesorado, desde su ingreso en 1912 hasta su muerte. Altamente
favorecido en dones de inteligencia, lo fue también de la fortuna dentro de
su carrera intelectual. Ya a los veintiséis años conquistaba la cátedra de
Etica en la Universidad de Madrid. En 1930 es subsecretario del Ministerio
de Educación; del 31 al 36, decano de la Facultad de Filosofía y Letras, y
como tal el principal agente de su ordenación de estudios y de la
construcción del pabellón a ella destinado en la Ciudad Universitaria.
Era como hecho para el magisterio, verbal o escrito: mente ágil y
lúcida, penetración comprensiva y crítica de las ideas, diafanidad, viveza y
elegancia, sin arrequives retóricos, en la elocución. Y al par el calor
humano, muy de su índole, puesto en la tarea docente, a la que consagró
vida y esfuerzo con amor de vocación, unido a un hondo sentido del deber
y aun del pundonor profesional.
Hombre de aspiraciones elevadas y de acentuada conciencia de su
propia valía. A ellas pudo deberse cierto tono de altivez, de que él mismo
se acusa en el Diario, como también de explosiones iracundas. De gesto
tal vez adusto al exterior, era en el fondo, fuertemente apasionado.
Exigente en sus funciones oficiales, y hasta imperioso y desagradable al
reaccionar contra la desobediencia, la inmoralidad administrativa o las
trampas estudiantiles. Juzgando él mismo su temperamento, habla también
de su «sensibilidad sutil y excitable», de su afectividad, por la que «le
gusta amar y que le amen». Genio vivo, fácil a simpatías y antipatías, a la
ira y a la ternura, a la risa y a las lágrimas, a la ironía y al humor.
Dos rasgos de su vida privada completarán la semblanza. El uno su
vibratilidad estética. así a los encantos de la naturaleza como a los del arte,
singularmente a los de la música, rival de la filosofía en la afición y aun en
la pericia; tanto que, por llegarle tan al corazón, tuvo no escasa parte
dispositiva en el suceso culminante de su historia. El otro, su intimidad
familiar. Familia y vida de familia fueron en él algo entrañable. El vacío
dejado en su hogar por la temprana muerte de su esposa lo llenó él, en
cuanto ello es posible, con su entrega a la compañía de sus dos hijas y con
una solicitud que ellas califican de maternal y mimosa; recrecida, si cabe,
en sus últimos años con sus dos nietos, huérfanos a su vez —y
trágicamente— de padre en la primera infancia.
Tal fue el hombre en su cara humana. Cara humana decimos mirando
a lo puramente natural; pues humana —y no menos— es la que queda por
presentar, la que da a la vertiente sobrenatural y eterna, a la que todo
hombre viene al nacer encarado por superior destino. Puede, sí,
voluntariamente cerrarse a su reclamo, absorbiéndose en intereses terrenos,
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en cuyo caso, y aun con apariencias de plenitud intelectual, será la suya
una existencia frustrada, siempre en conflicto, mas o menos consciente,
con su ser y su deber ser absoluto. Tal fue el caso del profesor Morente
desde su adolescencia hasta cinco años antes de su fin.
Sobre sus catorce años de edad, alumno del Liceo de Bayona, a
influjo quizá del relativismo religioso de aquel centro, o bien en parte por
respetos humanos y alarde muchachil, se desentiende de toda práctica
religiosa y hace profesión de incredulidad. Consolidan tal actitud, y la
sistematizan, sus estudios universitarios en la Sorbona, así como
ampliaciones ulteriores en Berlín y Marburgo. Fuera suceso fortuito o
intencionado, las aulas que en unos y otros centros frecuenta eran
plataforma de ideologías ateas, si se exceptúa la de Bergson, uno de sus
predilectos. El para sí, sin prenderse a sistema alguno filosófico, antes
abierto a todas sus variantes, da sus preferencias a Kant, en cuya ética
basaba la de su cátedra. En fin, instalado ya en España, como en un
refrendo de su postura, se adscribe a la influyente «Institución Libre de
Enseñanza», profesional del laicismo, no precisamente neutro sino
proselitista. No quiere esto decir que él cayera en sectarismo. Exceptuada
alguna actuación pasajera, mantuvo respeto, y aun cierta benevolencia, a
las ideas cristianas, íntegras y vivientes en sus familiares, cuyo ejemplo no
pudo menos de gravitar sobre su ánimo, al menos afectivamente, y a cuyas
plegarias en su favor él mismo atribuyó después la gracia de su
renacimiento.
***
Cuál hubiera sido su porvenir religioso en circunstancias normales de
la vida nacional o de la suya privada, o sea, si el seísmo politicosocial del
año 36 en España no hubiese provocado en su alma un gemelo seísmo
espiritual, del que ahora hablaremos, nadie podría imaginarlo. Ciertos
indicios, reacciones y palabras suyas, dan pie a presumir la pervivencia,
siquiera en raíz, de la antigua fe bautismal; en todo caso una abertura del
ánimo a los altos valores del espíritu y aun resonancia a los católicos.
Y ello en un proceso creciente, a medida de su madurez personal. Al
ensanchársele los horizontes filosóficos, iba sintiendo la estrechez de la
armadura mental en que su primera formación había quedado encogida
(véase Conferencias de Valladolid); y se le desvanecía el optimismo
ingenuo sobre el poder de la pura razón para descifrar los enigmas del Uni-
verso y del hombre, o satisfacer las más radicales exigencias del alma
humana. Fuerte desengaño para una mente ávida de comprensión y
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pesquisidora de significados; desengaño también para el corazón deseoso
de interpretar sus mismas insatisfacciones. Lo que sobre todo echaba de
menos, y no se lo daba su filosofía, ni la inicialmente adoptada, ni los
sistemas o patrones de nuevo curso, era aquello que en una carta
notificativa de su conversión pondera gozosamente haber «por fin»
obtenido con ella, a saber: «un sentido claro e inequívoco para la vida y
orientación concreta». Digno de notar es en este pasaje el adverbio «por
fin», en el que, como al paso, pero agudamente, se nos revelan las
inquietudes, los anhelos y la frustración experimentada en aquellos años de
laicismo, tan bien asentado en apariencia.
Más expresivamente describe su desazón, esa que llamaríamos
desavenencia de un hombre consigo mismo fuente acaso la más viva del
malestar psicológico en unas líneas que no dudamos juzgar como
autobiográficas: «Cuando la fe religiosa abandona a un alma, deja en el
fondo de ella, por decirlo así, un vacío que con nada se llena. El alma sin
religión pierde su unidad; no sabe qué hacer, qué querer, qué desear; y sus
resoluciones, privadas de esa cohesión unitaria que sólo el fundamento
sobrenatural confiere, son contradictorias, disidentes, caprichosas y
subversivas.» (N.º 34 de la revista Ecclesia.)
De ahí la nostalgia de la antigua fe. Mas, al par, los impedimentos.
Porque en una vida como la suya, cuajada ya en cierta horma y posiciones,
con la presión —y prisión— de un modo de ser por tantos años cultivado,
el cambio, cambio desde la raíz, desarraigo, era cosa ardua y violenta, y
presuponía un temple del ánimo de cuya falta son confesión y lamento las
palabras recién transcritas. Y así corría el tiempo.
Hasta que llegó el tremendo aldabonazo. Aquella tempestad del año
36, para todo español estremecedora, cayó sobre él como llamarada e
impacto física y moralmente—, sacudiendo cuanto había de estable en su
existencia, y en su conciencia. Las desgracias personales se sucedieron y
acumularon, y basta enumerarlas: pérdida del decanato y de la cátedra,
asesinato de su yerno, registros de milicianos en su hogar, sobresaltos y
angustias; y al cabo, advertido secretamente del peligro para su propia
vida, la fuga azarosa, dejando tras de sí una familia de mujeres y niños en
total desvalimiento. Así viene a refugiarse en París, indigente, acogido al
amparo de techo y mesa de algunos amigos, u ocupado en un trabajo,
aunque intelectual, casi mecánico, y siempre con la ansiedad sobre la
suerte de los suyos, royendo su soledad e incertidumbre, al borde de la
desesperación.

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La parábola del Hijo pródigo arruinado se encarna entonces en él
dramáticamente, y a la par benéficamente. En el ulterior relato de su
conversión (*) describe sus tristes días de París, las horas nocturnas sobre
todo, durante meses, horas de reflexión, dé entrar en cuenta consigo
mismo, o de pedir cuenta a la Tierra y al Cielo sobre su tragedia. En ellas
—refiere— «repasaba en la memoria todo el curso de mi vida: veía lo
infundada que era la especie de satisfacción modorrosa en que sobre mí
mismo había estado viviendo; percibía dolorosamente la incurable
inquietud e inestabilidad en que de día en día había ido creciendo mi
desasosiego».
Anteriores llamadas del Padre celeste, siempre en espera, nostalgias y
acaso remordimientos del hijo descarriado, habían ido desvaneciéndose en
el vértigo de la actividad, el ruido de los aplausos o la evasión dilatoria; y
en suma, en aquel estado de ánimo que a él mismo acabamos de verle
calificar de «satisfacción modorrosa». De ella le despertaban ahora los
rudos golpes de la realidad, que eran también sus llamadas. Llamadas al
filósofo y al hombre: al amarga sensación de vacío en cuanto al sentido de
la vida sin religión, y al hombre, por el derrumbamiento del bienestar hasta
entonces tan saboreado, reemplazado por la desgracia, el desamparo y el
dolor. Y en el silencio, y alerta, que ellos crean, la voz de la conciencia se
le hace clara y urgente, demandando, tanto como el alivio, la explicación,
que es también un modo de alivio, y casi necesidad para un pensador.
Como tal, decide afrontar el problema que toda aquella trama de
hechos externos y vivencias internas le plantean, y a través de su análisis y
debate, buscar una interpretación que satisfaga a la sana razón. Fueron
análisis y debate rigorosos, detenidos, accidentados en sus pros y contras,
en los que de su caso personal se eleva al de la existencia en general; al fin
de los cuales se ve forzado a reconocer que el mundo, la vida, el acontecer
humano, «tienen un sentido»; un sentido que no lo daría el azar o el
*
Es un autógrafo que llena sesenta apretadas cuartillas, entregado a su director
espiritual, don José María G. de Lahiguera, entonces director espiritual del Seminario
y hoy Obispo Auxiliar de S. E. Rvma. el señor Patriarca-Obispo. En ese escrito,
después de enumerar, como preámbulo, los sucesos personales desde el verano del 36
a la primavera del 37, reconstruye —con su característica lucidez de filósofo y
psicólogo— el curso de sus estados de ánimo durante esos meses, y el proceso mental
y afectivo que se resolvió en su vuelta a la religión. De otros convertidos se han
publicado en nuestros días numerosos documentos similares; ninguno de ellos —a
nuestro parecer— que le supere, y pocos que le igualen en valor psicológico y
religioso. En nuestro libro arriba mencionado se dio a luz el texto íntegro, y de él
serán los párrafos o frases siguientes entrecomilladas.
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determinismo, y que por tanto lleva necesariamente a la idea de una
Providencia; en concreto, a la existencia de un Ser providente, sabio,
primero y último ordenador «de toda vida, de todo complejo o sistema de
hechos plenos de sentido». Conclusión que significaba «Dios a la vista»,
presente a la inteligencia, reconocido como tal; y por ende a la ruptura con
un cuarto de siglo de su indiferentismo o ateísmo.
Pero..., Dios a la vista y reconocido, sí: mas todavía sólo —en frases
suyas— «el Dios del deísmo, ese Dios de la pura filosofía, ese Dios
intelectual en el que se piensa pero al que no se le reza». Ni tampoco un
reconocimiento pacífico, sino forzado, con sacudidas contrapuestas del
sentimiento: tras un inicial consuelo ante el hecho de la Providencia,
quejas subsiguientes y rebeldías ante un Dios aparentemente duro en la
permisión del dolor que le atenazaba.
Situación escabrosa, y casi un callejón sin salida. Para buscársela,
juzga necesario volver atrás y repensar de nuevo todo el proceso mental
recorrido; y entretanto tomarse algún descanso, dando tregua al
pensamiento.
Ocurría esto sobre la medianoche del 29 al 30 de abril de 1937.
Solitario en su departamento, y para entretenerse, recurre a su recreo
favorito, el musical, poniendo en marcha el receptor radiofónico. Trans-
mitían música muy selecta: César Frank, Ravel, y por fin, de Berlioz, en
orquesta, L’enfance de Jésus. «Cantábala un tenor magnífico, de voz
dulce..., que matizaba incomparablemente la melodía pura, ingenua,
verdaderamente divina.» Acabada la pieza, cerró la radio, para no perturbar
el estado de deliciosa paz en que la audición le había sumido.
Y allí le aguardaba Dios, Jesús, el Redentor, con su gracia terminal y
decisiva. Con especiales y emotivos pormenores nos lo dan a conocer las
páginas del autógrafo —que ahora con más pesar extractamos— al relatar
lo ocurrido en aquellas horas silenciosas, las más transcendentales de su
vida: etapa resolutiva de su conversión.
Al hilo del texto musical, providencialmente escuchado, comenzaron
a desfilar por su mente imágenes sucesivas de la vida de Jesús: de la
infancia de Nazareth, de la predicación evangélica, con especial relieve la
clemente acogida a los pecadores; y por último las de la Pasión, y las de la
Cruz, y en ella el Salvador Divino con los brazos abiertos sobre la multitud
agitada y expectante. Y acentuándose el sentido de esta postrera imagen
por el contraste entre su situación personal y aquel momento salvífico, pa-
recíale como si los brazos del Crucificado crecieran y se extendieran para

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abrazar a toda aquella muchedumbre doliente, cobijándola en la
inmensidad de su amor; y como si la Cruz también creciera y se elevara
hasta el cielo, y en pos de ella subieran todos los allí presentes, hombres,
mujeres y niños; y sólo él, postrado, quedara en el paisaje desierto, viendo
desvanecerse los resplandores de aquella gloria infinita que se alejaba.
Esta —vivísima— representación de su fantasía, cuyo natural
estímulo era la mentada audición musical, pero en la que, con tan suave y
natural sobrenaturalidad, intervenía la gracia divina, tuvo —según su
propia expresión— «un efecto fulminante» en su alma. «Ese es Dios —se
dijo—, ése es el verdadero Dios, Dios vivo; ésa es la Providencia viva. Ese
es Dios, que entiende a los hombres, que vive con los hombres, que sufre
con ellos, que los consuela, que les da aliento y los trae a la salvación.» El
Dios teórico de la filosofía, en quien anteriormente había pensado, le
resultaba algo inasequible. «Pero Cristo, Dios hecho hombre, Cristo
sufriendo como yo, más que yo, muchísimo más que yo, a ése sí que lo en-
tiendo, ése sí me entiende. A ése sí que puedo entregarle filialmente mi
voluntad entera, tras de la vida. A ése sí que puedo pedirle, porque sé de
cierto que sabe lo que es pedir, y sé de cierto que da y dará siempre, puesto
que se ha dado por entero a nosotros los hombres.» (Véase la profunda
glosa y tornavoz de estos sentimientos en la med. 4.ª del día 28 sobre la
misericordia.)
La luz de la fe, con viveza de llama, acababa de encenderse en su
espíritu, y el corazón, fortalecido por ella, dio el sí de gracia. ¡A recurrir a
El, pues, a rezar! Y puesto de rodillas comenzó a balbucir el Padre
Nuestro, el Ave María y otras oraciones, a duras penas reconstruidas de su
prolongado olvido. Largo rato permaneció así, ofreciéndose mentalmente a
Jesucristo con las palabras que buenamente se le ofrecían. Una inmensa
paz se había adueñado de su alma. Y un sentimiento tan vivo de
transformación, que le llevó a moverse por la habitación, palpándose
brazos, cabeza y cara. ¿Cómo podía ser el mismo que una hora antes?
Hasta le sorprendía mirarse —aquel otro hombre que ya era— en el
espejo.
Para reposar, se sentó en un sillón delante de la ventana; y su vista,
por encima de la ciudad dormida, encontró la masa oscura del templo
votivo de Montmartre: ¡el monte de los mártires!
«Los mártires —pensó—, ¡qué hombres aquellos! La gracia de Dios
les inundaba, les sostenía; pero además ellos mismos, como todos los
auténticos fieles, recibían y aceptaban sumisamente esa gracia y todo
cuanto Dios les enviaba. Sumisa y libremente. Porque bien claro sabían lo
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que hacían y lo que querían al querer conformarse con lo que Dios quería
en ellos... Ahí está el toque: aceptar a la vez sumisa y libremente. El acto
más propio y verdaderamente humano es la aceptación libre de la voluntad
de Dios... ¡Querer libremente lo que Dios quiera! He aquí el ápice de la
condición humana. Hágase tu voluntad así en la Tierra como en el Cielo. Y
postrado de rodillas, perdida la mirada en el lejano horizonte del caserío de
París, recité con íntimo fervor una vez más el Padre Nuestro, entregando
libremente toda mi voluntad en las manos llagadas de nuestro Señor
Jesucristo.»
Parecería que, llegado a este punto, el gran episodio había terminado.
En realidad, por lo que se ve, y a tenor del relato, la conversión era un
hecho definitivo. Y es conveniente lo advierta quien quiera apreciarla en su
proceso, sus premisas y su motivación interna. Mas la Divina Benignidad
quiso fortalecerla y resellarla, haciéndole experimentar una excepcional
vivencia, al parecer de orden preternatural: la de la presencia de Jesucristo,
cuyo influjo benéfico y eficaz perduró a través de todos los trances, arduos
algunos, de su ulterior vida.
Hecha la oración de ofrenda que hemos referido, y vuelto
nuevamente a su sillón, se dio a pensar reposadamente sobre su nueva
situación y el modo de vida que debía emprender. Así sentado, quedóse
como traspuesto en un tal vez breve sueño. Y de pronto, despertó «bajo la
impresión de un sobresalto inexplicable».
«No puedo decir exactamente —prosigue— lo que sentía: miedo,
angustia, aprensión, turbación, presentimiento de algo inmenso,
formidable, inenarrable, que iba a suceder ya mismo, en el mismo mo-
mento, sin tardar. Me puse en pie, todo tembloroso, y abrí de par en par la
ventana. Una bocanada de aire fresco me azotó el rostro.
»Volví la cara hacia el interior de la habitación, y me quedé
petrificado. Allí estaba El. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba.
Pero El estaba allí... Yo permanecía inmóvil, agarrotado por la emoción. Y
le percibía; percibía su presencia con la misma claridad con que percibo el
papel en que estoy escribiendo y las letras —negro sobre blanco— que
estoy trazando. Pero no tenía ninguna sensación, ni en la vista, ni en el
oído, ni en el tacto, ni en el olfato, ni en el gusto. Sin embargo, le percibía
allí presente, con entera claridad. Y no podía caberme la menor duda de
que era El, puesto que le percibía, aunque sin sensaciones. ¿Cómo es esto
posible? Yo no lo sé. Pero sé que El estaba allí presente, y que yo, sin ver,
ni oír, ni oler, ni gustar, ni tocar nada, le percibía con absoluta e
indubitable evidencia. Si se me demuestra que no era El o que yo deliraba,
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podré no tener nada que contestar a la demostración, pero tan pronto como
en mi memoria se actualice el recuerdo, resurgirá en mí la convicción
inquebrantable de que era El, porque yo lo he percibido.
»No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil y como hipnotizado ante su
presencia. Sí sé que no me atrevía a moverme y que hubiera deseado que
todo aquello —El allí— durara eternamente, porque su presencia me
inundaba de tal y tan íntimo gozo, que nada es comparable al deleite
sobrehumano que yo sentía.
»¿Cómo terminó la estancia de El allí? Tampoco lo sé. Terminó. En
un instante desapareció. Una milésima de segundo antes estaba El aún allí,
y yo le percibía y me sentía inundado de ese gozo sobrehumano que he
dicho. Una milésima de segundo después ya no estaba El allí, ya no había
nadie en la habitación, ya estaba yo pesadamente gravitando sobre el suelo
y sentía mis miembros y mi cuerpo sosteniéndose por el esfuerzo natural
de los músculos.»
Tal es el fenómeno que el mismo protagonista calificó de «Hecho
extraordinario», al someterlo al juicio de su director espiritual, con amplias
observaciones adjuntas de objetiva y aguda crítica sobre su naturaleza.
Diremos, de paso, que fenómenos similares no han sido infrecuentes en
sujetos de condición muy dispar, aun religiosa; y en los tratados de
psicología de la religión son estudiados bajo el nombre de «sentimiento de
presencia».
En el caso del profesor, y en aquellas circunstancias, bien se deja
entender en qué medida contribuyó el misterioso suceso a ratificarle en su
feliz vuelta a Dios, momentos antes decidida. Y tanto fue el influjo, tan
prendida quedó su alma en la vivencia de la personalidad redentora de
Jesucristo, que por ello sin duda ya al día siguiente vino a prefijarse como
debida meta la del sacerdocio. «Pensé —escribía al Sr. Obispo-Patriarca en
carta a que luego aludiremos— que mi deber estricto era trabajar, ayudar a
otros a su salvación, hacer cuanto estuviera en mi mano para afianzar en
las almas la buena palabra de Dios y de su Iglesia. Precisamente en el
hecho de mi conversión advertí la prueba evidente de que con ella no ha
querido Dios solamente hacerme a mí un beneficio infinito, sino, además,
imponerme una obligación, una tarea, una misión que debo cumplir entre
mis compatriotas, lacerados hoy por inauditas desgracias.»
***

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Brevísimamente daremos ahora las últimas noticias biográficas.
Pensando y tratando estaba en días sucesivos sobre el plan de vida para el
futuro, cuando su familia, por cuya salida de España se había afanado
hasta entonces en vano, entre angustias y esperanzas, vino casi
inesperadamente a reunirse con él. Consuelo incomparable; mas al par
grave problema de proveer a su subsistencia. La única solución era el
aceptar la oferta meses antes recibida de explicar unos cursos filosóficos
en la Universidad de Tucumán. Y así lo hizo. La estancia, empero, fue
corta; un año escaso. Era una situación holgada en lo material, pero
apretada de inquietudes, a diario urgido por su conciencia al cumplimiento
de sus propósitos. No pudiendo resistir más, resolvió el regreso a la patria.
Una feliz inspiración le movió a confiarse a la benevolencia y
dirección del Sr. Obispo-Patriarca, hacia quien anteriores contactos
culturales le habían inspirado un alto aprecio. Recibida pronta respuesta, y,
como cabía esperarla, generosamente paternal, el día 3 de junio del 38
embarcaba con toda su familia en Buenos Aires; el 26 arribaban a Vigo, y
el 27 se presentaban en la Residencia episcopal del Castro. En ella,
después de los emocionados saludos, en una larga y secreta entrevista entre
el Pastor y la oveja descarriada, era ésta introducida de nuevo sacra-
mentalmente en el redil divino; y al día siguiente, allí mismo, la Santa
Misa y Comunión —la que él llamó su segunda Primera Comunión—, en
entrañable comunión de almas con los suyos, cerrando definitivamente un
triste lapso vital de cerca de cuatro decenios, daba paso a la postrera
jomada, en ruta de espirituales ascensiones.
Ya no restaba otra cosa sino ajustar concretamente el canon de vida al
logro de sus aspiraciones sacerdotales. Acogidas éstas favorablemente por
el señor Obispo-Patriarca, Su Excelencia, como prueba vocacional al par
que dispositiva, recabó y obtuvo para el profesor la hospitalidad de los PP.
Mercedarios en su convento de Poyo. Fue aquel un año de sabroso
recogimiento, de intenso ora et labora, de fructífera dirección espiritual;
de todo lo cual —lo decía él en una carta— conservó «un recuerdo imbo-
rrable», como él lo dejó allí de su piedad y de su adaptación a todos los
pormenores de una regularidad monástica.
Más dura hubo de ser la prueba, para él acrisolante, y para los demás
fehaciente de su sinceridad, cuando, abierto el Seminario madrileño en
octubre del 39, ingresaba en él como uno de tantos seminaristas internos.
Allí, en un local mal acondicionado tras las violencias de la guerra, en un
régimen de escolar disciplina, entre muchachos, los más de condición
aldeana, aquel profesor distinguido y en edad madura, ahora en humilde
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plan de discípulo, fue noble dechado de sencillez en la observancia, afabi-
lidad en el trato, y —en frases de su rector— «equilibrio de pensamiento,
carácter y devoción», que le valieron el afecto, nada digamos del aprecio,
de superiores y alumnos..
Hasta que, transcurrido año y medio de intenso estudio teológico,
llegó el gran día, el del sacerdocio, iteración y corona —en el altar de
aquel encuentro con Jesucristo en la noche de su fe recuperada. Ahora lo
encontraba en más íntima cercanía, en sus propias manos; y de ello venía a
ser símbolo la misma fecha de la Primera Misa, el día su día onomástico,
Emmanuel, «Dios con nosotros».
Con esto, terminado el entreacto escolar, y consumada la obra de
reforma —nueva forma de ser y vida—, se le abría al profesor Sacerdote
una perspectiva de acción altamente promisora. Y así fue que, en su
sazonada madurez de hombre, junto al juvenil ardor de nuevo sacerdote,
comenzó a desplegar una basta y fecunda actividad, repartida en su
múltiple quehacer, de sacro y apostólico ministerio, de profesorado y de
pluma. A su cátedra universitaria se había ya reintegrado en el curso 1939-
40, simultaneando entonces su doble condición de seminarista y de
catedrático. Requerido también una y otra vez, y de diversas partes, como
conferenciante, de estas actuaciones nos ha quedado un grupo de escritos,
cuyo ideario ofrece a un auténtico pensamiento católico-español fértiles
fermentos y orientaciones.
Mucho nos prometíamos todos de sus futuras tareas, y él mismo no
era corto en aspiraciones y proyectos. Mas todo ello, a humanos ojos,
quedó frustrado. Agravadas por el excesivo trabajo y el reducido descanso
antiguas dolencias, cuando, merced a una intervención quirúrgica parecía
restablecido, el 7 de diciembre de 1942, al amanecer, fue encontrado
cadáver en su lecho. Diríase como si, en los designios de la Providencia, el
destino de aquel hombre se hubiera cumplido con el venturoso desenlace
de su drama religioso, adjunta la ejemplaridad de cada una de sus
incidencias. Y así le plugo llamarlo a la mansión eterna. De su interna
disposición para esta final llamada divina dio testimonio quien bien podía
darlo, el Sr. Obispo Patriarca, en el Colegio de la Asunción, del que
Morente era Capellán: «Tengo la satisfacción de decir que su alma se
hallaba en un grado máximo de fervor, y sin duda Dios la encontró ya
madura para el cielo.»
***

15
Dentro de este marco biográfico ha de verse el Diario de Ejercicios
para que se haga patente todo el valor y matices de su contenido. Hay en él
sentidos, y latidos, únicamente perceptibles si se piensa que quien aquí
describe sus vivencias religiosas es el protagonista de los dramáticos
sucesos que hemos brevemente narrado. Era aquel retiro, además, pre-
paración para otro capital evento, el de las órdenes sagradas, de las que la
primera, el subdiaconado, se le conferiría el inmediato 6 de octubre. Por
ellas, su vida, su personalidad, iba a adquirir una nueva forma de ser, el
«carácter» sacramental, del que —y del ministerio sacro anejo— adviene
al protagonista una responsabilidad que le obliga a una nueva y seria toma
de posición personal. Tal había de ser la labor de sus Ejercicios
espirituales, en los que, a tenor de la ascética ignaciana, va en busca de una
más estrecha cercanía a Dios, y —efecto de ella un más perfecto
conocimiento de la voluntad divina en la ordenación de su conducta.
Las notas que redacta son para sí solo, como memorial y balance de
lo tratado en intimidad con su Dios y su conciencia; hecho que avala su
sinceridad. Su intención mira al porvenir, mas el pasado revive al hilo de
sus meditaciones y es acicate de sus afectos. Al fulgor de las grandes
verdades eternas, y sobre todo la Majestad y Santidad divinas, que ahora,
en la recogida contemplación, le sobrecogen y fascinan, su antigua
impiedad vuelve a presentársele con todo el relieve de su malicia objetiva,
y espantado de ella, también sobre su propia malicia subjetiva formula los
más duros juicios inculpantes. De ahí el ardor entrañable de su
arrepentimiento, del que a su vez deriva el agradecimiento por el perdón
recibido. No sólo por el perdón; sino redobladamente porque, al
rememorar el curso de su historia, se ve como perseguido, reclamado,
cercado, por la divina misericordia, más concretamente, por el amor
redentor de Jesucristo. Consideración que le arranca emocionados acentos
de adhesión y don personal: «Cristo doloroso de Getsemaní, no pecar más,
no resistir jamás al soplo de tu divina gracia.» «Todo yo para Ti, Cristo
mío.» «Cristo mío, lléname de tu amor.» «Tuyo soy, tuyo en todo, por
todo, para todo.»
Y en qué forma práctica entendía esa correspondencia a la gracia, el
ser todo para Cristo, en amor colmado, quedó expuesto, entre otros
pasajes, en el que a continuación transcribimos, más significativo por la
categoría intelectual del autor, y más conmovedor en su misma sencillez y
humildad implorantes:
«En estos coloquios con la Santísima Virgen, el Hijo de Dios Nuestro
Señor Jesucristo y el Padre eternal, he expuesto humildemente mi petición
16
de que me toleren en su servicio, de que miren con buenos ojos a este
pecador arrepentido, que pide un puesto, el último y más humilde, en la
Santa Milicia de Cristo Nuestro Señor. Que Dios me dé su gracia y me
proteja de todo lo que pueda dañar mi alma renaciente... ¡Dios mío, Cristo
mío, Virgen Santísima, haced que yo me aparte ya para siempre, sin
remisión, de ese mundo que pervierte así y trastrueca la recta razón de mis
actos! Concededme la gracia, en adelante, de una vida sencilla, retirada,
llena de paz, en el trabajo incesante y esforzado por mayor gloria de Dios
y salvación de las almas. Que yo sea un sacerdote modesto, recatado,
pacífico, tranquilo, pero que el fuego de mi amor no se apague nunca ni se
debilite jamás, y que las circunstancias me encuentren en todo momento
dispuesto a obedecer con entusiasmo alegre a los mandatos de la voluntad
divina y de las autoridades de la Iglesia. ¡Gracias, Dios mío, por haberme
dado la paz de una resolución inquebrantable!»
Tal es el aire —espíritu— que corre por todo el Diario, espejo del
alma religiosa del autor, y rúbrica, junto a la de su conducta, de la
autenticidad, radicalidad, de su conversión.
Y he ahí su primer valor cristianamente edificante, el ejemplo, el
estímulo para nosotros. Pues si bien de Dios es únicamente el juicio
absoluto sobre lo secreto de los corazones, a nuestra humana vista, en él,
como en los más bellos ejemplos, aparece encarnada la conversión que el
Evangelio exige y denomina metanoia, o sea, el giro en redondo del ánimo
desde la aversio a Deo del pecado a la conversio ad Deum de la caridad
vivífica y operante; y esto no a medias o en zigzag, no nadando y
guardando la ropa, la antigua, por lo que pudiera venir, sino con el sincero
y tajante sí o no como Cristo nos enseña.
Y el otro —y de más vasto alcance— valor del Diario es el de su
contenido, su rica sustancia espiritual, en la que sobre todo fundamos la
esperanza de edificación. Pocos, muy contados, entre los manuales de
Ejercicios —ya en exceso proliferantes pueden competir con estas glosas
admirables de los temas propuestos por San Ignacio; glosas palpitantes de
vida, como nacidas del seno de la propia oración, no compuestas para uso
ajeno. No quiere esto decir que reemplacen al mismo Libro de los Ejerci-
cios o a un buen comentario, pues como notas personales que son, no
recogen aquellos documentos, avisos, normas, etc., esenciales en la obra
ignaciana, que le confieren su peculiarísima estructura y van ordenados a
la ascética o buen régimen del ejercitarse. El profesor los tiene, sí, en
cuenta en el suyo, pero en el Diario sólo están presentes implícitamente.

17
Lo en él valioso —repetimos— es el material que ofrece para la
meditación: copioso surtido de ideas madres, nuevos aspectos de las
verdades eternas o de la doctrina y hechos evangélicos, animadas des-
cripciones, inferencias o aplicaciones al genuino comportamiento
cristiano; y en todo un razonamiento lúcido y vigoroso, como de gran
pensador, y una llama interna, como de gran afectivo, en la que la más fría
reserva del ánimo no puede menos de sentirse prendida.
Encontrará también el lector alguna que otra disquisición que pudiera
parecerle, para aquel lugar, en exceso sutil o divagatoria. Mas si recuerda
que el autor era un filósofo, y que escribía para sí, no se le hará extraño
que salten a su mente y a su pluma problemas especulativos más o menos
trenzados con el tema que medita, cuya recíproca ilustración era natural
que le interesara. Véase, en contraste, y como expresión de su amplia gama
mental, la llaneza con que revive contemplativamente los misterios de la
infancia de Jesús, complaciéndose en el movimiento escénico y la visión
gráfica y concreta, aun con cierta campechanía idiomática, como en una
presencia familiar y afectuosamente confiada.
Y dejando ya por superfluos más comentarios, por terminar,
llamaremos la atención sobre otro pormenor, asimismo ejemplar. Al final
del Diario, bajo el epígrafe de «Resultados logrados por los Ejercicios»,
verá el lector, entre otros, el siguiente: «Idea más clara de lo que son y
valen los Ejercicios. En realidad, nunca los había hecho hasta ahora. Los
de Poyo fueron un espectáculo estético y artístico. Los del Seminario —
noviembre de 1939— un espectáculo intelectual.»
Esta declaración del autor sobre la realidad de sus actuales Ejercicios
se nos revela en todo su sentido y alcance al cotejarla con el contenido de
las notas. La honda vibración espiritual en ellas latente —y latiente,
diríamos—, el fervor de sus reacciones de ofrenda y propósitos de vida,
son el resultado de unos «ejercicios» espirituales de hecho, auténticos, ac-
tivos; siempre contando con cuanto deba atribuirse a la gracia divina. Mas
de ésta sabemos también que se va comunicando, en providencia ordinaria,
a compás de la disposición psicológico-ascética del sujeto; y el crearla,
estimularla y fomentarla es la función y quehacer de los Ejercicios
ignacianos.
Por ello las palabras del ilustre profesor ejercitante son un aviso para
todos, para ejercitantes y ejercitadores. Y por aludir una última vez a su
ejemplo, ahí está la actitud con que emprende su retiro, la plena entrega al
que-hacer en sus ejercicios, y las admoniciones que a sí mismo se dirige,

18
consignadas en los párrafos introductorios del Diario: cuya lectura, o más
bien meditación, nos permitiríamos recomendar encarecidamente.
Con esto damos por cumplida nuestra tarea, poniendo ya el libro en
manos de los lectores.

MAURICIO DE TRIARTE, S. I.

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DIARIO DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES

Septiembre, 1940.

DÍA 24. MARTES.


La Santísima Virgen de la Merced.
Comienzo los Ejercicios por la tarde. Don José María me da el
horario y en pocas palabras expone el nervio de los Ejercicios. Indiferencia
y generosidad. Por mí mismo, ninguna iniciativa en querer, en la voluntad.
Todo es de Dios, que dispone de todo. Y de mí.
En la capilla, después del Santo Rosario, le pido a Dios y a la
Santísima Virgen de la Merced —no hay mejor ocasión que la de hoy, día
dedicado a las Mercedes de Nuestra Señora— la disposición de espíritu
más conveniente para hacer bien los Ejercicios; le pido abandono, entrega
total, sencillez, simplicidad inclusive. Sin retorcimiento, sin retórica.
Heme, pues, aquí ante Dios, para que haga de mí lo que quiera. y la
generosidad, de que habla don José María, ¿en qué puede consistir? ¿En
que puedo yo mostrarme generoso ante Dios? Bien veo que sólo en un
punto puedo yo ser generoso: en la donación de mi libertad. Lo único de
que el Señor nos deja disponer es del libre albedrío. Pues bien; yo hago
libremente donación de mi libertad. Sin dejar de ser libre, quiero ahora ser
esclavo de Dios por mi libre voluntad. Quiero querer lo que El quiera; no
sólo aceptarlo, sino quererlo. No es que anule mi voluntad libre; es que
libremente quiero que mi voluntad sea el sometimiento a Dios; de manera
tan completa, que no consista en aguantar (el sustinere de los estoicos),
sino en adoptar, como si fuera mía la voluntad de Dios.

Propósitos.
Primero, exterior: cumplir minuciosamente el horario establecido.
Segundo, interior: estar atento a la palabra de Dios en mi alma. Voy a vivir
unos días en unión con Dios. Hay que escuchar y no sólo oír. Hay que
mirar y no sólo ver. Sobre todo, hay que meditar y no soñar. Yo propendo
mucho al ensueño y a veces lo confundo con la meditación. Pero el
ensueño es pasivo, mientras que la meditación es ejercicio activo del alma,
20
que escucha y mira; es decir, atiende. Concédame el Señor la gracia de
hacer buenas meditaciones, que me declaren patente la voluntad divina,
para abrazarme al punto a ella. Tomar por intercesores a San Agustín y a
San Ignacio. Aquél por la ternura con que siempre, aun en tiempos muy
remotos, llenó mi alma. Este por la energía luminosa de su concepción
dinámica de la vida espiritual. Todos los días, dirigirme a la Santísima
Virgen y a esos dos santos para que me ayuden y conforten en la oración.
Estoy lleno de alegría y confianza en Dios Nuestro Señor. Una vez más,
repito: Renuncio libremente a tener propia voluntad; quiero libremente lo
que Dios quiera.

DÍA 25. MIÉRCOLES.


Esta mañana he pedido a Nuestro Señor, por intercesión de la
Santísima Virgen y de mis dos santos patronos de Ejercicios, San Agustín
y San Ignacio, la gracia de sentir bien y profundamente las verdades, que
van a ser objeto de la meditación. He ofrecido a Nuestro Señor, una vez
más, toda mi voluntad, todo mi ser.

Primera meditación: Sobre mi condición de criatura.


«El hombre es criado.» (Pero iré fijándome simultáneamente en el
hombre genérico y en mí particularmente.) Tres puntos: a) Creador, b)
Criatura, c) Relación de la criatura al Creador.
En el primer punto: Creador = Dios. Todo lo real demuestra la
realidad de Dios, pues todo lo real es contingente, salvo la realidad
necesaria, que creó la realidad contingente. La realidad de Dios, siendo ab-
soluta (infinita, etc.), es necesariamente absoluto bien, absoluto valor y
fuente o manantial de toda realidad, de todo bien y valor relativos. Luego
el Creador=absolutamente amable. ¡Enciéndeme, Señor, en amor
inextinguible de tu infinita bondad!
En el segundo punto: Criatura = todo ser contingente = yo. El ser o
realidad de la criatura es recibido; Dios lo da; crear significa propiamente
dar el ser. Luego la criatura por sí misma no es; es decir, es nada. Está
entre el ser infinito (Dios) y la nada (infinita); pero ese ser relativo y medio
procede de Dios, fuente de todo ser. El hombre (yo) entre dos infinitos
(Pascal): el infinito positivo de Dios creador
En el tercer punto: la relación de la criatura con el Creador es: a)
Relación de absoluta dependencia. b) De absoluta sumisión. La estatua no
se rebela contra el escultor. Pero el hombre tiene libertad —que Dios le ha
dado—. Puede, pues, rebelarse. Sí; puede. Pero no debe. O, mejor dicho,
21
debe no rebelarse, sino libremente someterse. Esto es lo propiamente
humano. Esa libertad de que puedo mal usar o bien usar es el ápice entre
los dos infinitos; por eso es lo humano. Todos los ejercicios son para ver
bien claro cuál sea el uso que debo hacer de mi libertad (como criatura que
soy).

Segunda meditación: Sobre los fines de la criatura (yo).


Tres puntos: «alabar, hacer reverencia, servir a Dios Nuestro Señor»,
«y mediante esto salvar mi ánima».
Primer punto: ¿Qué es alabar a Dios? Alabar = proclamar la
excelencia o valor de algo. La excelencia o valor de Dios es infinito,
puesto que es el ser absoluto. Luego proclamarla es ocupación incesante y
necesaria de la criatura. Pero esa alabanza no ha de consistir sólo en
proclamar las excelencias de Dios conocidas por mí, sino también en
buscar las desconocidas y suponer ciertamente que las hay en número
infinito. Buscar a Dios en todo. Toda indagación filosófica y científica es
búsqueda de excelencias divinas. La investigación que no se sustenta en
Dios es absurda. Pues ¿qué se busca? Una realidad, algo que es; luego algo
que es bueno; y todo bien y todo ser procede de Dios. En toda cosa, por
nimia que sea, por oculta e incógnita, hallar a Dios. El espectáculo de la
creación, en lo infinitamente grande, en lo infinitamente pequeño y en el
medio (que es el hombre con su mundo) está gritando la grandeza y
excelencia de Dios. Vivir siempre en alabanza de Dios.
Segundo punto: Hacer reverencia. Reconocida y proclamada la
excelencia infinita de Dios, queda nuestro yo y todo lo nuestro reducido a
mínimo valor, y ese mínimo es Dios quien lo ha hecho y criado. Luego
parangonándome (yo y todo lo mío) con Dios, me encuentro infinitamente
pequeño e infinitamente incapaz; reconocerlo así, reconocer y confesar mi
absoluta dependencia ante la infinita supremacía de Dios, esto es hacer
reverencia. Yo soy un ínfimo y minúsculo ente, que Dios sacó de la nada.
¿Qué puedo hacer, sino prosternarme ante la inmensa grandeza y el valor
absoluto de Dios? Prosternarme, sí; y en consecuencia quedar absorto en
esa excelencia suprema, quedar prendado y arrebatado en el amor de un
Bien tan absoluto, como que de él dimana todo otro bien. La alabanza y
reverencia son los preludios del Amor. Amar, amar, amar a Dios. Con todo
amor, con amor intelectual, con amor sensible, con serenidad y con
exaltación. ¡Dios mío!, yo soy incapaz de decir otra cosa mejor que ésta: te
amo, te amo infinitamente. Por nada del mundo quisiera olvidar un
instante ese amor hacia ti. Que te lo tengo no porque lo deba, sino porque
22
se me mete en el alma ante tu grandeza, tu belleza, tu bondad, tu sabiduría,
tu omnipotencia, tu misericordia, de la que me has dado a mí, a mí,
tremendo pecador de tantos años, la más dulce e inequívoca prueba. ¿Quid
retribuam Domino pro ómnibus quœ retribuit mihi?
Segundo punto: Servir. ¿Que Dios no necesita mis servicios? Pero yo
debo y quiero dárselos, aunque El no los necesite. Soy yo el que necesito
servirle, esto es, hacer ciegamente su voluntad santa. ¡Extraño servicio,
dirá alguien acaso, este en que el sirviente necesita servir a un Señor que
no necesita ese servicio! Pero es que ese Señor es Dios. ¡Dios! Y servir a
Dios es lo único que hace la vida del hombre plenamente humana. De
todos modos tendría que servirle aun sin saberlo, aun sin quererlo, como le
sirven los animales, las plantas, las cosas todas creadas, puesto que todo
ejecuta su santa voluntad. Sirvámosle, pues, conscientemente,
voluntariamente, libremente, a sabiendas. Esto es lo que nos eleva por
encima de toda otra criatura y nos hace partícipes de la vida eterna.
Termina la meditación con el fin remoto: «y mediante esto salvar su
ánima». Alabando, reverenciando y sirviendo a Dios salvaré mi ánima. Lo
sé, la creo, lo espero firmemente. Pero añado ahora: Dios mío, te amo y te
amaría, aun cuando este amor no me diese la salvación eterna. Sé que me
la dará. Pero no es por ella por lo que te amo. Ella es para mí un término
seguro; pero no es formalmente el objeto y fin de mi amor hacia ti. Es más
bien un fin superpuesto, superañadido, que accede al único fin mío, que es
amarte por ti solo. Es algo así como ese fin superaccedente de que habla
Aristóteles, cuando dice que el placer es ἑπιγινὁμενον τι τἑλος. Si la
salvación del alma es fin nuestro, lo es, sin duda, en un segundo término, y
en este lugar la coloca San Ignacio al decir: Mediante esto, salvar su alma.

Tercera meditación: Fin de las otras criaturas.


Dice San Ignacio: «Son criadas para el hombre y para que le ayuden
en la prosecución para el fin que es criado.» Tres puntos: a) Como
criaturas, b) Para el hombre, c) Para ayudar al hombre en la prosecución de
su fin.
Primer punto: Como criaturas no tienen las cosas preferencia
metafísica u ontológica sobre el hombre, ni el hombre sobre ellas. Tan
criatura soy yo como ese árbol. Nuestro ser es derivado y contingente y
finito, tan infinitamente alejado del ser de Dios como todo finito está lejos
infinitamente de lo infinito. Esto quiere decir que el hombre y las cosas
están otológicamente en el mismo plano. El hombre no crea las cosas. Ni
las cosas crean el hombre (contra el transformismo). Las cosas tienen su
23
ser propio, independiente del hombre. Y, por consiguiente, su fin propio
independiente del hombre; fin que también es Dios, creador. Ese fin propio
e inalterable de cada cosa no es otro sino la gloria de Dios, que se
manifiesta en la riqueza, variedad y armonía de la creación. Ahora bien, el
hombre tiene sobre las demás cosas unas ventajas estructurales: la
inteligencia y la libertad. Pasemos al segundo punto: las cosas han sido
criadas para el hombre. El hombre es la única cosa criada (en la tierra o,
como dice San Ignacio, sobre la faz de la tierra) que tiene inteligencia, es
decir, conciencia de su propio ser y de su fin, y libertad, es decir,
posibilidad de hacer o no hacer lo conveniente o disconveniente para la
consecución de su fin. Por eso los otros seres, que no tienen ni inteligencia
ni libertad, no saben ni pueden por sí mismos realizar por sí mismos
realizar su fin. Entonces es menester que el hombre lo realice por ellas. En
este sentido las criaturas no humanas son para el hombre; el hombre las
usa, las emplea. En dos sentidos: a) Para que las cosas realicen su fin, la
gloria de Dios, b) Para ayudar al hombre a realizar el suyo (alabar,
reverenciar, servir a Dios).
Tenemos, pues, que las cosas son para el hombre: a) Espectáculo, b)
Habitáculo, c) Instrumento. Son espectáculo en cuanto que son y existen, y
forman la inmensa y magnífica máquina viviente de la creación y
manifiestan al hombre la gloria infinita de Dios. El hombre descubre el
espectáculo de esa gloria en el arte, la ciencia, la filosofía, la historia,
etcétera. Son también habitáculo por cuanto que las cosas por su esencia
propia constituyen el hombre; entre ellas vive el hombre y realiza su
propio fin. Son, por último, instrumento. Y aquí viene el tercer punto.
Las cosas ayudan al hombre a la prosecución de su fin. Como
alimento, como herramienta, como material para diferentes
transformaciones. Pero tienen su fin propio además de este fin auxiliativo
para el hombre. Luego el hombre no puede o mejor no debe hacer con las
cosas todo lo que quiera, sino sólo lo que le sirva a su propio fin. Es
usufructuario, no propietario de la creación, cuyo único dueño es Dios. Y
como usufructurario, no ha de usar de las cosas ni más ni menos de lo
necesario para su fin propio. Esta limitación del poderío humano sobre las
cosas creadas es objeto de la siguiente meditación.

Cuarta meditación: Del tanto cuanto.


El uso de las cosas por el hombre está, pues, condicionado. No puede
ser absoluto, puesto que sólo el Creador tiene absoluto derecho sobre lo
creado. ¿Qué norma para dicho uso? Evidente: el fin del hombre. Las
24
cosas pueden ayudar al hombre a conseguir su fin y realizan su función
(alabar, reverenciar, servir a Dios). Entonces úsense y precisamente para la
consecución del fin. Pueden estorbar a esa consecución. Entonces no se
usen; es más, apártese de ellas el hombre. Pero sucede que el uso de las
cosas (su espectáculo, su manejo, su posesión, etc.) puede despertar en
nosotros afecto, apego, pasión por el placer que nos proporcionan; o
despego, aversión, desafecto por el dolor que nos causan. Pues bien; este
placer y dolor son accidentes secundarios y de ninguna manera pueden
considerarse como fines. Así, cuando usamos y poseemos o contemplamos
algo por el placer que ello nos causa, entonces sustituimos a nuestro fin
propio el afán de deleite; entonces usamos las cosas no en tanto en cuanto
nos conducen al fin propio, sino en tanto en cuanto nos proporcionan
placer. Ponemos nuestro propio placer en el lugar que le corresponde a
Dios. Todo el Universo queda con esto trastocado, deforme v monstruoso;
nuestra alma rompe la armonía de sus proporciones; el afán de deleites nos
desvía de la prosecución del único valor absoluto. Ello equivale a
renunciar a nuestro fin y renegar de nuestro esencial destino.
El placer y el dolor no deben, pues, entrar en la cuenta de nuestras
resoluciones. Si vienen mandados por Dios, es decir, si el recto uso de las
cosas nos los causan, aceptémoslos como de Dios. Pero de ninguna manera
buscarlos expresamente. Ni el placer, ni el dolor. La ascética buena no me
parece que haya de ser ni el cultivo del dolor ni el sistemático rechazar
todo placer. En sí mismos, ni el dolor ni el placer son ni pueden ser fines
propios del hombre. Y si a veces debemos buscar de propósito el dolor,
cuando sentimos, por ejemplo, la obligación de hacer penitencia, ha de ser
como un medio, no como fin propio; como el medio de mostrar a Dios
nuestra disposición para servirle, pese a cuanto este servicio tenga de
penoso y doloroso. Un alma que verdaderamente ama a Dios, ni siquiera
piensa de antemano en cálculos utilitarios o hedonísticos. Bien sabe Dios
por lo que a mí respecta— que jamás la idea de lo que iba a sufrir física y
moralmente al ponerme a su servicio, fue parte a detenerme un solo
instante en mi resolución. Y si durante la ejecución, por ejemplo, el año
pasado en el Seminario, he sufrido de muchas maneras, paréceme que lo
he tomado así como accidente inevitable, sin que haya logrado nunca el
dolor, la molestia ni la humillación ocupar en mi alma el puesto de motivo
determinante o fin principal.
El problema del renunciamiento puede también resolverse por los
mismos principios. Pues la alabanza, la reverencia y servicio de Dios
pueden muchas veces ponernos en el trance de no usar cosas indiferentes
25
de suyo, o incluso gratas y placenteras, y, por otra parte, no contrarias
tampoco al fin último del hombre.
El problema del mal en el mundo rebasa los limites de esta
meditación, porque en realidad el mal no es cosa, no es realidad, no es
criatura. Dios no crea el mal, lo consiente a veces como medio bueno
para... esto o aquello.
En cambio, se plantea ahora netamente la cuestión de la ascética.
Porque si debemos usar de las cosas creadas, no por cuanto nos afecten
(placentera o dolorosamente), sino en tanto en cuanto, independientemente
de todo afecto de placer o de dolor en ellas, nos ayuden a conseguir el fin,
entonces es preciso que el hombre se ejercite en ese hábito de prescindir de
las pasiones. Si el hombre fuese siempre y en absoluto dócil a la
consecución mentalmente formada, toda conducta humana sería racional y
buena. Pero, ¡ay! Video meliora proboque, deteriora sequor. El afán de
placer y el temor al sufrimiento son, de hecho, muy esenciales estímulos
de acción. Para que estos estímulos sensibles sean sustituidos por la pura y
escueta idea del tanto cuanto, hace falta ejercitar la voluntad, preparar la
sensibilidad, esclarecer el entendimiento. A ello van encaminados, según
parece, los Ejercicios.
El día de hoy ha sido muy feliz y muy fecundo.
Las verdades sencillas y profundas del Principio y Fundamento
merecen ser, una y otra vez, miradas y remiradas. No por sabidas han de
pasarse por alto. Hoy he visto con absoluta claridad lo que el amor de Dios
exige de mí.

DÍA 26. JUEVES


Santos Cipriano y Justina, mártires.
Las horas pasan tan llenas y densas que no hay tiempo para ninguna
otra cosa. Y aun esta mañana he tenido que pedir un pequeño cambio en el
horario para tener más holgura en los quehaceres matutinos, aunque los he
reducido al mínimo. Cumplido estrictamente el horario ayer. Mucha
tranquilidad, mucha paz, mucha alegría. Ayer, que fue en verdad el primer
día de Ejercicios, me he sentido contento, fuerte, resuelto, como nunca. No
torcer ni ablandar jamás la resolución tomada de entregarme por entero al
servicio de Dios y hacer en todo momento su voluntad y lo que más
contribuya a su mayor gloria.

26
Primera meditación: De la indiferencia.
Todo va encadenándose con lógica de hierro: el fin del hombre, mi
fin, el uso de las criaturas, en tanto en cuanto sirvan a ayudarme para la
consecución de ese fin, trae una consecuencia indeclinable: que las cosas
criadas no tienen valor propio, sino sólo de aplicación a mi fin, en tanto en
cuanto. Si no tienen, pues, valor propio, yo no debo adherirme a ellas por
ellas mismas. Ahora bien; mi naturaleza y condición me llevan a adherirme
a ciertas cosas por ellas mismas. Entonces, ¿qué sucederá si esas cosas se
revelan contrarias a mi fin y propósito divino? Es, pues, menester hacerme
indiferente. No lo soy en este momento. Debo hacérmelo, es decir,
ejercitarme mentalmente en el desprendimiento de las cosas creadas.
Propósito: Todos los días, en el examen, unos minutos de repaso de las
cosas (mías o no mías) a que he sentido afición natural, para considerar
bien claro su valor propio y disponerme en cualquier momento a per-
derlas, a prescindir incluso voluntariamente de ellas.
Consideración de la indiferencia ignaciana. No es la άδιάφορα de los
estoicos; ésta propiamente es insensibilidad que remataba en orgullo y
soberbia, puesto que consistía en una ascesis o ejercicio encaminado a
elevar al hombre natural por encima de toda vicisitud de la fortuna. No; la
indiferencia de San Ignacio no es eso. Primero: No es indiferencia hacia
las cosas de suyo conducentes a Dios; a éstas, por el contrario, total
adhesión de la voluntad, sean o no gratas. Segundo: No es indiferencia
hacia las cosas, que de suyo desvían de Dios; frente a éstas, por el
contrario, total repulsión de la voluntad, por muy gratas que sean. Tercero:
No es indiferencia a lo mandado o prohibido por Dios, sino adhesión a lo
primero y repulsión a lo segundo, suceda lo que suceda. Cuarto: La
indiferencia se refiere, pues, a que las cosas me sean naturalmente gratas o
ingratas, a lo que se expresa en esa frase de «suceda lo que suceda». En
suma: que la voluntad se resuelva únicamente en vista del mayor servicio
de Dios y acatamiento de su voluntad. Quinto: La indiferencia no consiste
en suprimir en mí la sensibilidad, sino en vencerla siempre. No es
indiferencia en la parte espontánea del deseo y el apetito, sino indiferencia
en la facultad libre racional, en la voluntad. Que los movimientos del
afecto y del apetito y del deseo no entren en la línea de los movimientos
determinantes de la voluntad.
Por eso dice el Santo que la indiferencia ha de recaer «en todo lo que
es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío». Eso es ser
verdaderamente libre, no dejarse esclavizar por el apego natural a las cosas

27
gratas. Tener dominio de la voluntad sobre todo lo mío y lo no mío, para
que la voluntad esté siempre, sin limitación ni condición, a la obra de Dios.
Vienen luego los ejemplos —salud, enfermedad, riqueza, pobreza,
honor, deshonor, vida larga, vida corta, etc.—. Estos ejemplos, que son
antítesis valorativas, aclaran perfectamente lo que el Santo quiere decir. Ni
lo grato, en cuanto que es grato; ni lo ingrato, en cuanto que es ingrato,
pueden ser objeto de mi voluntad. Objeto de ésta no puede ser sino
siempre el mismo hacer la voluntad de Dios, hacer mía la voluntad de
Dios, hacer por mi voluntad lo que más conduce a la mayor gloria de Dios.

Segunda meditación: «Ad majorem Dei Gloriam».


Termina, pues, todo este Principio y Fundamento en una toma de
resolución, que es base fundamental de la vida futura: «Solamente
deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos
criados.» De notar aquí dos puntos: a) Solamente, es decir, que no haya
otro deseo y elección que el de los mejores medios para nuestro fin. El
resto queda entregado a la indiferencia, b) Lo que más nos conduce; es
decir, que nuestra elección ha de recaer sobre aquellos medios que mejor
nos conduzcan al fin. Mejor —sin posible fallo, o sea con más seguridad,
con más rapidez—, con menor numero de contingencias o peligros. La
regla contenida en este «mejor» es, por el momento, formal; en cada caso
se irá especificando, pues en cada caso he de ver yo claramente cuál sea la
mejor resolución a tomar para mejor alcanzar el fin.
Resumiendo: Vitam impendere Deo y dedicarla sin restricción alguna
ad majorem Dei gloriam.—Voluntad resuelta de ser santo. Quiero serlo,
porque Dios lo quiere. ¿No me ha llamado El mismo? ¿No me ha sacado
del abismo? ¿No me ha dado la luz de la fe? ¿No me ha perdonado la vida,
que he vivido tantos años sesteando en una arrogante moral autónoma y
privada? ¿No me ha hecho y rehecho, creándome, por decirlo así, dos
veces? ¡Cuál no sería, pues, mi ingratitud si anduviera con regateos y
cominerías! No, no. Todo a Dios, todo para Dios. Yo quiero prometer
solemnemente —y así lo he hecho ante el altar, donde está encerrado el
Santísimo Sacramento— no negar jamás a Nuestro Señor nada que me
pida, nada. Aunque me pidiera lo que más quiero en el mundo, la vida de
mis hijas —que quiero más, cien veces, que mi propia vida— se la daría
sin vacilar. ¡Dios mío, concédeme la gracia de quererte como te amó el
Santo Patriarca Abraham! Siento en mi pecho la grandeza de la resolución.
Pero la he tomado, tomada está. Desde ayer anda rondándome por los
aledaños del corazón. Ya está. Tuyo soy, tuyo en todo, por todo, para todo.
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Dime lo que quieras y estará hecho al punto, aunque me cueste la vida.
¿Qué digo la vida mía? Aunque me cueste la vida de mis hijas, quedará
hecho sin refunfuños, sin vacilación, sin regateos. Dime, pues, qué quieres
que haga, Señor. Aquí está tu esclavo.

Tercera meditación: De los tres pecados.


Pero yo, que me he entregado enteramente a ese fin, que es Dios; yo,
que he hipotecado para siempre mi voluntad a Nuestro Señor; yo, que
aspiro resueltamente a la santidad, a la beatitud, a la unión con Dios, yo,
¿quién soy ahora? ¿Qué he sido antes siempre? Pecador, pecador y
pecador. En el cieno ha transcurrido mi vida, en el cieno del pecado. Y
¿qué es el pecado? Pues justo lo contrario de lo que acabo de proponerme.
Lo contrario de la obediencia a la. voluntad de Dios, lo contrario de la libre
sumisión. Esta meditación de los tres pecados lo pone bien claro ante los
ojos. Son tres pecados típicos y, por decirlo así, representativos: el pecado
de los ángeles, el de Adán, el de muchos que me han precedido en el
mundo. Los ángeles, sin cuerpo material, espíritus puros y tan próximos a
la cúspide del Ser Divino que en cierto modo participaban ya de algunas
prerrogativas de excelencia casi suprema; los ángeles, sin concupiscencia
de carne, sin pasiones de ambición u orgullo, puesto que cada uno es único
en su especie e incomparable, los ángeles, pecaron. ¿Cómo no he de pecar
yo, encerrada mi ánima en la asquerosa cárcel del cuerpo, sujeto mi ser a
todos los empujones de una naturaleza caída en corrupción,
concupiscencia, hipocresía, ambición, rencor, odio, apetito, envidia y mil
otras monstruosidades harto naturales en la condición del hombre?
Adán, nuestro padre común, también pecó, y eso que había sido
colocado por Dios en óptimas condiciones para no pecar: estado de gracia,
virtudes y dones, inmortalidad, sujeción perfecta del apetito concupiscible
a la voluntad racional, un sólo precepto y aun fácil de cumplir. Sin
embargo, cayó en el pecado, desobedeció al Señor.
Hay un rasgo común a estos dos pecados primeros de los ángeles y
del hombre: es, a mi juicio, la soberbia. Porque Dios, para que sus
criaturas racionales tuviesen el supremo don del merecimiento, los hizo
libres y responsables. Pero ese regalo o merced de la libertad —que hace al
hombre sui juris y propiamente persona— encendió en ellos la soberbia, el
orgullo de no depender, y los llevó a olvidarse de su condición radical de
criaturas. Ya lo insinúa San Ignacio cuando dice: «...no se queriendo
ayudar de su libertad para hacer reverencia y obediencia a su Criador y
Señor». Es decir, que el pecado de los ángeles —y también, en último
29
termino, el de Adán— fue el de no hacer uso de la libertad (cosa creada)
en tanto en cuanto, etc. (principio y fundamento).
Consideración, por último, de los muchísimos hombres que han
pecado y pecan y que por interponer su propia voluntad contra la voluntad
de Dios purgan en un infinito de padecimiento un breve instante de
rebelión, acaso único.
Pues como ellos y más, muchísimo más que ellos, pequé yo también
y repequé y reincidí una y mil veces. ¿No he de ser infinitamente digno de
eterna castigo? Y más aún. He aquí que en su infinita bondad y
misericordia, el mismísimo Dios hecho hombre vino al mundo a sufrir y
morir por esos mis pecados, para traerme, a pesar de mis pecados, la tabla
de salvación, y no una, sino muchas veces, tantas veces como yo mismo
quiera pedirle perdón con arrepentimiento del alma. ¡Qué vergüenza me da
de mirarte, yo, empedernido reincidente, yo, criminal, a Ti, clavado en una
cruz por mis pecados! ¡Qué rubor, qué confusión, qué espanto de conside-
rarme yo vil, ruin, y, sin embargo, acogido con cariño infinito por Ti, que
cada día renuevas el sacrificio de tu humanidad gloriosa y lavas con tu
propio cuerpo en mi ser indigno la mugre de mis pecados! ¡Yo perdonado
a diario y los ángeles malos reducidos para siempre a eterna condenación!
¡Qué vergüenza si vuelvo a pecar! No lo quieras permitir, Dios mío y
Señor mío. No lo quieras permitir; que yo juro ante Ti, Cristo doloroso de
Getsemaní, no pecar jamás, no resistir jamás al soplo de tu divina gracia,
no apartarme ni un ápice de la más mínima voluntad tuya. Tómame, Señor,
bajo tus divinas alas. Mi nada quiere sumergirse en tu Todo, anular la
chispa de ser propio, que Tú mismo me has dado, en el seno de tu voluntad
infinitamente buena. No soy digno, Señor, pero heme aquí —para
vergüenza y rubor— con la frente pegada al suelo, ante tu Cruz. Haz de mí
lo que quieras. Nunca más volveré a pecar, con que me mires con
compasión y me des tu gracia victoriosa. No soy digno, Señor, pero con
que me digas una palabra de gracia y de consuelo, heme aquí dispuesto sin
vacilación a dar mi vida en tu servicio.

DÍA 27. VIERNES.


Santos Cosme y Damián, mártires.

Primera meditación: Dolor de los propios pecados.


He entrado en esta meditación completamente acobardado; tanto, que
apenas he podido dormir pensando en que he de hacerla. Son tantas las
veces en que el pensamiento de mi vida pasada me ha torturado hasta la
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auténtica desesperación, que me entra mucho miedo de tener que volver
sistemática y expresamente sobre esos años tremendos, años de
inconcebible ligereza, soberbia y suficiencia, años de pecado y, lo que es
peor, de pecado que se disfrazaba bajo el manto de una moralidad natural.
No ha habido ningún confesor de los que he tenido, a quien no haya tenido
alguna vez que pedir consuelo y medicina contra la tentación de
desesperación. Todos, unánimemente, me han asegurado, unos tras otros,
que no hay pecador, por grande que sea, que no pueda cobijarse bajo la
infinita misericordia de Dios. Y yo lo creo, sí; lo creo firmemente. Pero
una tan horrenda vida como ha sido la mía, se me antoja, cuando lo miro
de cerca, tan inexcusable, tan radicalmente imperdonable, que siempre que
vuelvo la mirada hacia ella me da un pellizco el corazón y se me nubla la
vista.
He comenzado la meditación leyendo varias veces el texto de San
Ignacio y luego pidiendo a la Santísima Virgen, mi Madre, la que perdona
como todas las madres perdonan, que interceda por mí y me obtenga de
Nuestro Señor la gracia de ver yo bien mis propios pecados, pero sin caer
en la desesperación. Me he encomendado a mis patronos de Ejercicios,
San Agustín y San Ignacio, con la esperanza de que ellos —que también
fueron un tiempo pecadores y también volvieron su vista a Dios en edad
avanzada—, comprendan mi estado de ánimo, se compadezcan de mí y me
ayuden a obtener de Nuestro Señor la gracia de una florecita de esperanza
en mi corazón.
Y me he lanzado resueltamente al recuerdo de mis pecados en mi ya
no corta vida. ¡Qué horror! La fe perdida, la soberbia de un pensamiento
autónomo construyendo sistemas del Universo sin Dios o, lo que es lo
mismo, con un Dios que de Dios sólo tiene el nombre. Luego más triunfos
todavía. A los veinticinco años, catedrático de la Universidad de Madrid.
¡El catedrático más joven de España! Y vertiendo pedantescamente en la
cátedra, con suavidad escéptica, toda suerte de falsedades, errores. Ningu-
na dificultad material en la vida. No puedo seguir pensando sin sentirme
anonadado. ¿Será posible que Dios me perdone? ¡Dios mío! ¡Jesús mío!
Pero aunque no me perdonase nunca yo no puedo, no puedo, no
quiero seguir en esa vida; no quiero, no puedo. Es mucha, mucha la
misericordia de Dios, que al fin me ha abierto los ojos y me saca del fango.
¿Cómo es posible, Dios mío, que te hayas fijado en este gusanillo inmundo
que en su nada se atrevió a mirarte y tratarte con displicente suficiencia de
filósofo entontecido por la soberbia? Pero si lo has hecho, Señor; si, como

31
al buen ladrón, me has dado la merced de una sonrisa tuya y una palabra
de paz y de perdón, sea tu nombre alabado.

Segunda meditación: Coloquios.


Después de la meditación de los pecados propios, me he sentido muy
consolado y animoso. Doy las gracias a Dios, a la Santísima Virgen, a los
Santos Agustín e Ignacio, que me han obtenido la gracia de ese consuelo y
ánimo. Porque, en dándome sin reservas ni regateos a la obra de servir en
todo a Dios con todas mis fuerzas y esfuerzos, bien veo que la misericordia
de Dios es tan grande que podré obtener perdón de mis pecados. Y en estos
coloquios con la Santísima Virgen, el Hijo de Dios, Nuestro Señor
Jesucristo y el Padre Eternal he expuesto humildemente mi petición de que
me toleren en su servicio, de que miren con buenos ojos a este pecador
arrepentido que pide un puesto, el último y más humilde en la Santa Mi-
licia de Cristo Nuestro Señor. Que Dios me dé su gracia y me proteja de
todo lo que pueda dañar mi alma renaciente. ¡La veo ahora tan tierna,
frágil y quebradiza como un brote recién salido! Pero también la veo, en
intención al menos, pura y blanca. ¡Dios quiera conservarle siempre esa
pureza! ¡Que no tenga yo jamás que avergonzarme de mí mismo! Los tres
puntos de las peticiones que quiere San Ignacio que hagamos son
inmejorables. El conocimiento, la evidencia patente de mis pecados, que
aborrezco con toda mi alma. El desorden de mi alma en los actos de mi
vida, que ha sido maculada hasta su medula por una fatal transposición de
mis soberbias frivolidades por encima del fin único y supremo: Dios. Por
haberme amado yo a mí mismo por encima de toda cosa, olvidé el amor de
Dios. En fin, el mundo, la vanidad del mundo, los placeres del mundo,
goces, halagos, deleites, ambiciones, han sido la causa de ese desorden y
de aquellos pecados. ¡Dios mío, Cristo mío, Virgen Santísima, haced que
yo me aparte ya para siempre, sin remisión, de ese mundo que pervierte así
y trastrueca la recta razón de mis actos! Concededme la gracia, en
adelante, de una vida sencilla, retirada, llena de paz, en el trabajo incesante
y esforzado por la mayor gloria de Dios y salvación de las almas. Que yo
sea un sacerdote modesto, recatado, pacífico, tranquilo, pero que el fuego
de mi amor no se apague nunca ni se debilite jamás y que las
circunstancias me encuentren en todo momento dispuesto a obedecer con
entusiasmo alegre a los mandatos de la voluntad divina y de las
autoridades de la Iglesia. ¡Gracias, Dios mío, por haberme dado la paz de
una resolución inquebrantable!

32
Tercera y cuarta meditación: Del Infierno.
Sin duda una de las más hermosas, pero ¡cuán difícil de hacer bien!
Le acechan los dos peligros del exceso y del defecto. Si se insiste
demasiado en la representación concreta de las circunstancias sensibles
(vista, oído, olor, sabor, etc.) y de los tormentos físicos, se cae en el peligro
de antropomorfismo. Si, por el contrario, se retrae la imaginación con
exceso y se contenta el espíritu con la pura idea del castigo, se cae en el
peligro de la abstracción ineficaz. Y es que todo lo que se refiere a las
circunstancias del «más allá» cae —como tan excelentemente ha visto
Santo Tomás— bajo el principio de la Analogía entis. Nosotros no
tenemos del ente real más que la idea extraída de nuestro conocimiento
sensible. Esa idea la aplicamos a todo ente, incluso al transcendente (Dios,
la vida eterna, etc.). Pero debemos tener bien cuenta que en esa aplicación
a los entes no sensibles de las ideas formadas por nosotros en vista del ente
sensible, desempeña un papel capital el principio de la analogía.—Por eso
nuestro conocimiento de lo transcendente es puramente analógico.—Sólo
la revelación puede completarlo, y en ese complemento que la revelación
nos proporciona conviene también tener en cuenta el antropomorfismo en
la forma de expresión.
Así, respecto del infierno, la pena de daño es plenamente inteligible.
No lo es tanto la pena de sentido. La pena de daño se comprende por sí
sola y estremece de pavor. El condenado —damnatus— queda privado
para siempre (¡siempre, siempre, siempre! —exclamaba Santa Teresa niña
—) de disfrutar de lo que es su fin más propio y ansiado. ¡Es horrible!
Todo el ser del hombre, como finito que es, tiende y aspira a Dios infinito,
anhela la posesión de la beatitud eterna, clama a gritos en el mundo por la
perfección absoluta, de que vemos aquí en la tierra un pálido reflejo. Y he
aquí que el pecador, por su propia y exclusiva culpa, queda para siempre,
privado de esa luz eterna, de esa belleza inmarcesible, de esa bondad
inagotable, de esa fecundidad inextinguible. ¿Hay mayor pena y dolor?
La pena de sentido es también clara y evidente en su mecanismo y
contextura causal. El pecado, que —desde el punto de vista humano— es
positivo, exige también una compensación positiva desde el punto de vista
humano. La pena de daño es compensación puramente negativa o
privativa. Luego hace falta que se le añada la pena positiva de sentido. El
infierno no puede ser sólo el lugar donde no se tiene a Dios; ha de ser
también el lugar donde se sufre positivamente. La revelación nos habla del
fuego en múltiples pasajes (acaso el más típico es el del pobre Lázaro y el
rico Epulón). Luego en el infierno hay pena de fuego. Ahora bien: ¿de qué
33
naturaleza es ese fuego? Aquí es donde toda representación nuestra resulta
forzosamente analógica. Porque no pudiendo ese fuego eterno y
trascendente ser el fuego mismo de la combustión química, no queda sino
que nos lo representemos como análogo a la combustión química, como
algo parecido, «algo así como» la combustión química. Y no hay
inconveniente en esa representación —si no se exagera—, puesto que lo
importante no es la naturaleza de ese fuego, sino la realidad psicológica y
humana del castigo positivo, tremendo y aterrador. La imaginación
enérgica de ese castigo despierta necesariamente en el alma un horror tan
profundo, que él sólo bastaría, si nos fijásemos bien, a detener nuestra
voluntad en la inminencia del pecado. Y mucho más todavía si se añade la
representación angustiosa de la eternidad. ¡Siempre! ¡Sin remisión, sin
esperanza, sin perspectiva siquiera de cambio! El horror que se apodera del
alma es tan profundo, que apenas si resulta soportable. Pero la
misericordia de Dios es tan grande que a todos los hombres ha
proporcionado el remedio. Sólo va al infierno el que quiere. De la
condenación eterna uno mismo, y sólo uno mismo, es responsable.
La meditación termina en alabanza y acción de gracias a Dios
Nuestro Señor, que nos ha dado el camino franco y claro de la salvación,
camino llano y fácil para quien se da bien cuenta de la importancia del
negocio; tan llano y tan fácil que hasta los obstáculos más indispensables
han sido benévolamente dulcificados por la Redención. Pues la
benevolencia y misericordia de Dios ha llegado al extremo de no exigir,
como pudiera haberlo hecho, contrición perfecta para la remisión de los
pecados, contentándose con la tan humana atrición del confeso. ¡Qué bien
lo dice San Ignacio!: «Si del amor del Señor Eterno me olvidare por mis
faltas, a lo menos el temor de las penas me ayude para no venir en peca-
do.» El que no ame a Dios lo bastante para sentir espontáneamente el
horror del pecado, tema al menos la eternidad inexorable del castigo.

DÍA 28. SÁBADO.


Beato Simón de Rojas. San Wenceslao.

Primera meditación: Del juicio universal.


Este magnifico tema de meditación es de los más apropiados para
levantar el alma a las altísimas regiones de la eternidad. El momento es
supremo. Es la hora última del género humano. La historia ha terminado.
Los tiempos se han cumplido. La historia pasa la última página de su libro
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y cierra el broche del tiempo para dar entrada a la eternidad inmutable. El
formidable drama llega a su último acto. Al principio de los tiempos, la
creación del hombre fue el prólogo. Y el drama no se hubiera producido a
no ser por la falta de Adán, pecado genérico que pesa sobre toda la especie
humana.
El primer acto fue, pues, el pecado original, la expulsión de la pareja
humana del Paraíso, la caída de la naturaleza humana. En suma, la
iniciación del drama del hombre, que, desde Adán, tiene que reconquistar
(en el sufrimiento, la penitencia, la muerte y la obediencia) su perdida
integridad y perfección. Con la caída de Adán comienza, pues, la historia,
o sea la trayectoria dinámica de una humanidad que busca a Dios, que
quiere reconciliarse con Dios; historia en los dos sentidos, el individual y
el colectivo, pues en ese tiempo de prueba, que es la vida en la tierra, Dios
permite no sólo que cada uno en su vida particular busque la
reconciliación, sino que cada pueblo colectivamente busque la realización
concreta de ideales peculiares.
El segundo acto fue la Redención por Nuestro Señor Jesucristo.
Imposible detenerse ahora en meditarla; sería infinito. Sólo una
observación: que toda la humanidad (cristiana y no cristiana) ha tomado la
venida al mundo de Nuestro Señor Jesucristo como el suceso más
importante de toda la historia sobre la faz de la tierra, el suceso que divide
la historia en dos grandes sectores y que ya no puede tener otra conclusión
que el juicio final.
Este, pues, es el tercer acto del drama humano. Por eso tiene todos
los caracteres de la apoteosis en el sentido griego de la palabra
(άποθεὁσις), o sea: el descenso de Nuestro Señor Jesucristo en la plenitud
de la majestad infinita ante los ojos de la humanidad atónita, de toda la
humanidad, con todos los muertos que han recobrado la vida para este mo-
mento supremo y único. El juicio particular y el juicio universal se
requieren uno a otro y se complementan. Erraría mucho quien pensare que
uno de los dos es superfluo. De ninguna manera. Porque así como el
hombre es por una parte un alma privada, particular, individual, única,
personal, y por otra parte un alma naturalmente encajada en los complejos
colectivos de la familia, la nación y la humanidad entera (de cuya
solidaridad histórica es típico motivo el pecado original transmitido a lo
largo de los tiempos), así el juicio de cada alma debe completarse con el
juicio de todas las almas. El hombre no es enteramente hombre sino en la
humanidad. Como el cristiano no es verdaderamente cristiano sino en la
Iglesia. Y el dogma de la comunión de los santos no significa otra cosa.
35
Cada pecado, por individual que sea, interesa a toda la humanidad. El
juicio particular y el general son, pues, correlativos, se implican y suponen
mutuamente. Y ¡cuál no será el aumento de pena (vergüenza y confusión)
que experimentará el reo condenado particularmente cuando vea su
condenación proclamada públicamente ante la humanidad entera! Como,
por otra parte, ¡cuál no será el aumento de gloria que sentirá el justo cuya
beatitud eterna aparezca ante toda la humanidad congregada! El rey, lleno
de confusión, pasará anonadado al grupo de los condenados; el esclavo,
acaso radiante de felicidad, subirá con Jesús a la excelencia de la gloria.
Este espectáculo público, esta pública declaración de lo que cada uno ha
sido, constituye, pues, el complemento y remate necesario de cada vida
individual y de toda la vida colectiva. En el último acto del drama de la
humanidad total vienen también a cumplirse los últimos actos de cada
drama individual. ¡Qué sublime e inexcrutable disposición de la
Providencia! Las brevísimas historias de cada vida humana vienen a
terminar todas y cada una en el mismo instante en que termine por
completo la ingente historia universal del género humano. Se estremece
uno de pavor y de entusiasmo al pensarlo; al pensar que, cuando yo muera
aquí, todavía quedará aplazado, por decirlo así, el último acto de mi vida
para realizarse cuando llegue el último acto de todas las vidas, de la Vida
humana. Y no se diga que ese aplazamiento es inútil, no; pues, aunque al
instante de mi muerte, mi sentencia esté ya dada y sea por mí conocida,
falta aún algo muy importante: que sea también conocida por todos los
demás hombres, los que fueron antes de mí, los que son conmigo y los que
serán después de mí.
Piensa en esto, alma mía; piensa que tus pecados, tus culpas y la
sentencia de Dios justo van a ser proclamadas un día, el último día de la
historia, ante la faz del mundo. Piensa en esto, alma mía, y dime: ¿No
querrás en ese día supremo ascender a la gloria eterna en la compañía de
los justos y rodear con ellos a la magnificencia de Dios? ¿No te espanta,
no te hiela los huesos de espanto la idea de retroceder, rechazado por
Jesucristo y ante la congregación entera de los hombres, hundirte en el
abismo de negrura, de desesperación y de suplicio?

Segunda meditación: Del juicio particular.


El juicio particular es el complemento y coronación de la vida. Dios
Nuestro Señor nos ha dado el ser, la vida, pero no como a las cosas
irracionales, sino con libertad de voluntad. Nos ha dado, pues, la
administración de nuestra vida aquí en la tierra. Sus gracias son suficientes
36
para que, aprovechándolas, le sirvamos bien. ¿Qué has hecho de tu vida
con la libertad que te di? He aquí la cuestión máxima, la pregunta a la que
todos hemos de contestar en el momento mismo de la muerte. La ocasión
es única —fíjate bien—, única. No se volverá a repetir. Cuando el alma
llega al juicio particular y tiene que dar cuenta de su vida a Dios, ya el
ciclo está cerrado; ya no hay más pruebas, ya no hay posibilidad de volver
a empezar, ya no hay lugar para merecer lo que no hayas querido hacer en
tu vida. Fíjate bien; Dios te ha dado todo lo necesario para tu salvación; y
con superabundancia. Te ha dado libertad de tu voluntad para que elijas el
bien. Te ha dado gracias suficientes para que, aprovechándolas, puedas
enderezar tu conducta. Te ha dado los Sacramentos, sobre todo la
Penitencia y la Eucaristía, que te proporcionan, siempre que quieras, la
oportunidad de recomenzar de nuevo tu vida. Te ha dado la facultad de
orar y la promesa formal de otorgar a quien ora. ¿Cómo te atreverás a pedir
otro plazo más en el momento de la muerte? Si Dios te lo diera, también lo
desaprovecharías. Alma insaciable, ¿hasta cuándo continuarás pecando?
Considera que en ese juicio, que al instante de tu muerte ha de
verificarse, tú mismo en un momento verás toda tu vida como si el pasado
entero tuyo se comprimiese en un espacio de tiempo instantáneo. Algunas
personas —ahogados, ahorcados, fusilados—^ que han escapado a la
muerte después de haber estado literalmente al borde de ella, cuentan que
en un abrir y cerrar de ojos su memoria ha recorrido con insuperable
claridad todo el proceso de su vida. Algo parecido, pero mucho más
intenso, sucederá en el instante de separarse el alma del cuerpo; pero, í
además, una como luz sobrenatural te dará, alma, la visión no sólo de lo
que hiciste y pensaste, sino del valor de lo que hiciste y pensaste, de tu
bondad o maldad, de suerte que —quieras o no quieras el fallo te parecerá
perfectamente justo. En cierto modo tú misma dictarás el fallo. El Divino
Juez, Nuestro Señor Jesucristo, lo sabe todo. Tú sabes que El lo sabe todo.
Luego nada de fingimientos, nada de autoperdones. Cuando Nuestro Señor
Jesucristo te condene, ya tú te habrás condenado a ti misma. ¿Apelarás
entonces a su misericordia? Pero ¿qué? ¿No te ha dado con su propia
muerte de cruz la prenda más alta imaginable de esa misericordia? Y tú
que has hecho de esa prenda divina? ¿La has despreciado? ¿Y vas a pedir
más misericordia aún a quien por ti vertió su sangre? Pero si tú
comprenderás que no hay apelación ni aplazamiento posible. Piénsalo
bien, alma. Júzgate desde ahora a ti misma y mira que el otro juicio, el
definitivo, será tan severo como el que tú ahora puedes hacer de tu propia
vida. ¿A que tú misma no eres capaz de engañarte? Tú mejor que nadie
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sabes lo que eres, lo que vales, lo que mereces. Pues, entonces, ¿a qué
esperas para enmendarte de una vez? ¿A que ya no sea tiempo hábil?
Alma, piénsalo bien; si tú ahora mismo te condenas ya, aprovecha que aún
puedes salvarte, que Dios misericordioso te da aún vida para salvarte.
Porque tu fallo de ahora tiene aplazamiento y nueva probación. Pero el de
el instante de tu muerte ese será definitivo y para siempre jamás.

Tercera meditación: Consideraciones sobre la muerte.


La muerte acompaña nuestra vida, como el término acompaña a la
esencia de la cosa finita.
Nuestra vida es un crédito limitado, que podemos gastar a nuestro
antojo. Pero no sabemos exactamente cuál es el límite. Dios lo sabe.
Si crees que tienes larga vida por delante, acaso en el momento
mismo en que acabas de pensar eso has llegado al límite de tu cuenta de
crédito, y mueres.
La vida es un quehacer, el quehacer de sí mismo. Vivir, para el
hombre, es construirse su vida, hacerse su vida. Tu vida y tú sois una sola
cosa. Como haya sido tu vida, así eres tú y serás tu in æternum.
La meditación de la muerte es necesariamente meditación de la vida,
porque la muerte no es; no es nada positivo, sino el término o fin de un
modo de ser y el comienzo o iniciación de otro modo de ser.
Cuando nacemos tenemos ante nosotros un numero inmenso, casi
infinito, de posibilidades vitales. Podemos ser éste o aquél, podemos
hacernos esta o aquella vida. Conforme vamos viviendo el área de lo
posible para nosotros va reduciéndose cada vez más. Cuando naciste tu
salvación eterna era muy posible. ¿Llevas ya muchos años de vida?
Todavía es posible tu salvación. ¿Estás al borde de la muerte? Ya no te
queda más que un mínimo de posibilidad: el punto de contrición, que da al
alma salvación. ¿Acabas de morir? Acabó también toda posibilidad de
cambiar tu destino en la eternidad. Aprovecha la vida para prepararte a la
muerte, porque la vida, por breve que sea, es menos breve que la muerte.
La muerte es algo que me acontece a mí, luego está en mi vida. Ahora
bien; lo que es contenido es siempre menos extenso que el continente.
Luego el hombre es inmortal.
La inmortalidad del alma es una verdad tan patente y evidente como
ésta: yo existo. Cada quince años, aproximadamente, las moléculas todas
de nuestro cuerpo han sido sustituidas por otras. Pero yo sigo siendo el
mismo. El metabolismo fisiológico supone la inmortalidad del alma. Tú
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seguirás siendo quien eres cuando tu cuerpo esté diseminado en millones
de moléculas de hidrógeno, nitrógeno y carbono. ¿Qué será de ti en esa
vida eterna, cuyo pórtico es la muerte?
Así como tú eres el autor y actor de tu propia vida aquí, también lo
eres allí. Tu suerte eterna está en tus manos. Porque Dios ha dado al
hombre ese incomprensible privilegio: ser persona. ¡A ver lo que haces con
ese fuero!
No pidas vivir en este mundo, que es estar muriendo gota a gota. Pide
vivir con Dios, en este o en el otro mundo, que es estar viviendo en gloria
eterna. Es una verdadera lástima que Dios no haya autorizado el suicidio
en ciertos casos.
Prefiero mil veces morir con Dios que vivir sin Dios.
He vivido sin Dios y ahora me parece que entonces estaba como
muerto.
Cada vez que comulgo me entran ganas de morir.
Debe de ser muy dulce morir en la paz de Dios: entrar suavemente en
la eternidad con la sonrisa en los labios.
El único hombre a quien envidio: el buen ladrón. Para comprender
esto que digo hace falta haber sido, como yo, más que ladrón.
Hoy por hoy, no temo a la muerte. Dios mío, te pido con todo el
fervor de mi corazón que siempre esté así, presto a acudir a tu divino
llamamiento.

Cuarta meditación: De la misericordia.


¿Merezco yo la misericordia de Dios? Hijo mío, no preguntes eso. La
misericordia no se merece nunca. Se recibe de añadidura, porque
justamente la misericordia es de especie distinta de la justicia. Dios,
Nuestro Señor Jesucristo, viene al mundo a traernos su infinita
misericordia: tanta, que se hace hombre para derramar su sangre en pro de
nosotros. La encarnación, con su consecuencia de la Pasión, es el acto de
misericordia más profundo que se puede imaginar. Digo mal, no se puede
imaginar siquiera. Y la prueba acaso más convincente del Evangelio de
Nuestro Señor es que no hay ni podría haber imaginación humana capaz de
inventar eso. Luego es hecho divino.
Hijo mío, si Dios hubiera obrado contigo y con todos los humanos en
pura y estricta justicia, i desgraciados de nosotros! Pero la infinita bondad
de Dios es infinita en todas las dimensiones: como justicia, como equidad,

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como providencia amorosa, y también, y sobre todo, como misericordia. A
la radical miseria del hombre, Nuestro Señor Jesucristo opone la radical
misericordia de su Corazón. Míralo en su humanidad tiernísima: allá va en
busca del pecador arrepentido. Allá va a verter su bálsamo de paz y de
perdón sobre la mujer adúltera que, en justicia, pretendían castigar los
fariseos. Allá va a abrasar en amor y en fe a la Samaritana junto al pozo.
Allá va a recibir amorosamente el homenaje de la Magdalena, pública y
conocida pecadora. Los fariseos se admiran y murmuran. Ese hombre anda
en trato continuo con publícanos, pecadores, gente descarriada e inmunda.
Pero El, Nuestro Señor Jesucristo, ha venido al mundo enviado por la
Misericordia, por Dios misericordioso, por Dios que perdona, por Dios que
recibe como padre en su seno cálido a todos los que lloran y sufren y
padecen de sus pecados. Si Dios fuera estrictamente justo tendría que
anonadar a la Humanidad. Pero Dios lo es todo, y toda bondad tiene en El
su asiento eminente y superabundante; la misericordia también, la
misericordia sobre todo.
¡Qué dulzura, qué consuelo, qué arrebato de amor produce en mi
alma esa idea de la misericordia de Dios! Yo no puedo representármela
adecuadamente, porque de Dios nada puede el hombre representarse
adecuadamente. Pero ahí tengo los inolvidables recuerdos de Nuestro
Señor Jesucristo, sus enseñanzas constantes en mil palabras y parábolas.
Una lágrima de arrepentimiento: ya estás perdonado. Perdonó a Pedro,
hubiera perdonado a Judas. Llevóse consigo al buen ladrón. Por muchos
pecados que tú tengas, alma mía, más perdones tiene Jesucristo en su
infinito Corazón. Fe, mucha fe y esperanza, y amor a Dios, tan
infinitamente bueno que con una sonrisa borra toda una vida de pecado.
Confianza, confianza sin límites. ¡Ah! Pero la misericordia no recae sobre
la soberbia, la obstinación y la rebeldía. Deposuit potentes de sede et
exaltavit humiles. La confianza en la infinita misericordia de Dios no
puede ser broma ni cálculo. Cuando el alma sufre de haberse desviado de
Dios, y su sufrimiento se expresa en humildes confesiones bien dolientes y
dolorosas, dudar del perdón sería injurioso para Dios Nuestro Señor. ¡Qué
consuelo! Jesús mío, yo soy también como la pobre adúltera, tú bien lo
sabes; y he llorado lágrimas muy amargas de mis pecados y no puedo
pensar en ellos sin sentir un pellizco en el corazón. Pero yo sé, Jesús mío,
que, como a la mujer, tú me perdonas, tú me has perdonado. Tú me has
dicho: anda y no vuelvas a pecar. Y yo te juro, amado Cristo mío, mi
Salvador, que jamás volveré a pecar ni en cosa grande ni en chica, y que
siempre, en toda cosa, grande o chica, me encontrarás preparado, listo,
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gozoso para hacer tu santa voluntad. A la infinita misericordia de tu Divino
Corazón quiero yo responder con la generosidad máxima que pueda
atesorar en el mío.

DÍA 29. DOMINGO.


San Miguel Arcángel.
Comienza hoy la parte de Ejercicios llamada segunda semana.
Doy muchísimas gracias a Dios de haber meditado la primera semana
con tantísimo fruto y devoción. La confesión de ayer tarde fue para mí
muy emocionante. ¡Cuántas gracias no debo a Dios! En la comunión de
esta mañana me he ofrecido todo entero a Nuestro Señor en un acto
sencillo, casi simple, de humilde dedicación.
También he dado gracias a Dios de la coyuntura que me ha deparado
de hacer estos Ejercicios santos en condiciones tan excepcionales, con un
director para mí solo, y de la talla moral, intelectual y religiosa de don José
María. ¿Qué pide el Señor de mí? Todo lo que pida le doy ya desde ahora.

Primera meditación: El llamamiento del rey temporal.


Si un amigo, sabiéndote ocioso y desocupado, te invitara a colaborar
con él en una empresa noble, buena, justa y, al fin, de provecho positivo
para ti, ¿no contestarías al punto aceptando su ofrecimiento? Si dices que
no, si dices que prefieres seguir con tu ocio y desocupación, en pereza
egoísta y muelle, ¿no serás justamente vituperado por tu propia conciencia
y por los demás? Si además consideras que la empresa propuesta va a
traerte provecho y ganancia, ¿no sería también locura y necedad el negarte
a colaborar en ella?
Pero considera otra coyuntura. Considera que eres persona de nobles
sentimientos, educada en el honor y en el afán de todo bien, y que tu
patria, tu nación, personificada en el jefe que Dios le ha puesto te invita a
acudir en su auxilio para salvarla o engrandecerla y fundar con tu esfuerzo
y el de otros muchos la prosperidad y bienandanza de todos tus hermanos
(v naturalmente la tuya propia), ¿negarás tu concurso a ese llamamiento?
¿No se te caerá de vergüenza la cara si imaginas si fuera posible una
deserción?
Considera, empero, una tercera coyuntura. La empresa a que tu jefe
natural te invita no es buena y elevada solamente para el bien material de
tu patria de tus hermanos y de tus familiares y de ti mismo sino también es
empresa santa, obra de Dios, salvación de almas. ¿Esta nueva razón o
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motivo no te moverá tampoco? Pero ¿no has prometido servir a Dios en
todo y por todo? ¿Es que has olvidado ya tu promesa?
Considera, en fin, la cuarta coyuntura. El que te invita a trabajar con
él no es ni un amigo, ni el rey o jefe de tu patria; es el mismísimo
Jesucristo, Nuestro Señor Dios, que ha venido al mundo para sembrar en él
la redención de todas las almas, la de la tuya primero, la de los demás
después. Y Jesucristo te llama a ti, a ti personalmente, individualmente.
¡Jesucristo! Es decir, alguien infinitamente mejor y superior a tu amigo y a
tu rey o tu jefe. A ese llamamiento de Jesucristo ¿qué vas a contestar? Y
otra cosa te advierto: ese Jesucristo que te llama es el mismo que te ha
sacado de la ignominia del pecado, el mismo que te ha colmado de gracia
para que rehagas tu vida en la verdad y el bien; el mismo que ha vertido su
sangre por ti; el mismo que alimenta cada día tu alma con su propio cuerpo
y sangre; el mismo que con infinita misericordia te ha perdonado, te
perdona siempre y te ama con un amor del que tú no puedes tener ni
vislumbre siquiera. ¿Qué dices? ¿Serías capaz de desoír el llamamiento de
Nuestro Señor Jesucristo?
Y, por si pudiera interesarte, te digo además que el botín de la
empresa a que Dios te invita es nada menos que la bienaventuranza eterna.
¿Qué dices?
Pero te voy a hacer otra consideración. En tu vida habrás encontrado,
sin duda, alguno o algunos hombres sobresalientes, alguno de esos
hombres brillantes, arrojados, inteligentes, geniales, atractivos, alguno de
esos hombres que arrastran en pos de sí las voluntades y los corazones. Y
habrás pensado al verle. ¡Con qué gusto serviría yo bajo este jefe! Los
veteranos de César se hacían matar por una mirada o sonrisa de su
emperador. Los soldados de Napoleón hubieran dado su vida porque el
emperador les tirase familiarmente de la oreja. Pues bien; piensa en
Jesucristo, en Jesucristo hombre. ¿No es infinitamente más excelso, grande
y atractivo que cualquiera de los que has encontrado o puedas encontrar en
tu camino? Una mirada suya basta para esclavizar al corazón más duro y
rebelde. Nadie resiste a su sonrisa, a su bondad, a su cariño, a su
resolución, a su imperio. En la Sagrada Escritura lo tienes pintado a lo
vivo. ¿Quién le oyó hablar, le vio andar, contempló su ser y no se puso en
el acto a sus órdenes? Sí; te pones a las órdenes de Cristo, que es ponerse a
las órdenes de Dios.
Pero una última e importantísima advertencia. ¿Cómo vas a ser
secuaz de Cristo? ¿Vas a serlo de lejos, con admiración puramente
imaginativa, pasiva o, como se dice vulgarmente, platónica? Esto equi-
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valdría a un simple aplauso, pero aplaudir al jefe no es seguirle. Seguirle
es caminar en pos de él por los caminos, dormir como él en duro suelo,
comer como él, orar como él, esforzarse como él, padecer como él; en
suma, ajustar la vida propia a la vida del admirado y amado modelo y
caudillo. Si quieres —y no tienes más remedio que querer ser secuaz de
Cristo— tienes que ser tú mismo otro Cristo. Ahora bien; Cristo dio su
vida por nosotros. Luego tú tienes que dar tu vida por Cristo. Sólo así serás
otro Cristo. Si los veteranos de César daban su vida por César, ¿no darás tú
la vida por Cristo? Nada de limitaciones en la oblación; cada día superar
en generosidad la oblación del día anterior, cada vez más y más entregada,
cada vez más y más generosa donación. Todo yo para ti, Cristo mío. Si tú
hiciste lo que hiciste, yo quiero hacer lo que tú hiciste, aunque me cueste la
vida. Pero ¿qué vale mi miserable vida? Yo quiero seguirte en la pena por
ti, porque te amo, te admiro infinitamente, me arrastra tu divino poder. Y
sé que siguiéndote en la pena te seguiré también en la gloria. Así sea.

Segunda meditación: De la Encarnación.


Uno de los más admirables aspectos de este insondable misterio es el
infinito amor que revela de Dios al hombre. Porque la redención de la
Humanidad doliente pudo haberse hecho de mil maneras, sin necesidad de
que Dios se hiciese hombre (primera humillación), naciese en un pesebre
(segunda humillación), fuese azotado, flagelado y escarnecido (tercera
humillación), y muriese con muerte de cruz (cuarta humillación). Pero,
entonces, ¿por qué se hizo Dios hombre y padeció todas esas y otras
muchas humillaciones? Admirablemente lo dice San Ignacio: «Para que
(yo) más le ame y le siga.» El hombre no puede fácilmente amar a una
idea. Un Dios-idea no es objeto de amor. Si acaso lo será de temor. Esta es
la falla de toda filosofía que pretenda suplantar a la religión. Esta es la
falla del modernismo que pretende considerar los dogmas como símbolos
del sentimiento religioso subjetivo. Pero si se me dice que Jesucristo es un
mero símbolo, ¿como voy yo a poder amar a un símbolo? No. Jesucristo
no es un símbolo ni una idea. Es un hombre real y verdadero, de carne y
hueso, que tiene hambre y sed y sueño, que sufre y padece, que llora y ríe,
que teme y espera; es un hombre, en todo el sentido de la palabra. Pero
también es Dios. Y si yo amo a Jesucristo como puedo amarlo, con amor
real de hombre a hombre, es claro que amo a Dios. Luego la mejor manera
que Dios pudo discurrir de ser amado de veras y ser seguido de veras —no
sólo en idea, sino en verdadero afecto—, es hacerse hombre, totalmente
hombre, sin dejar de ser Dios.

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He aquí, pues, la primera excelencia de mi príncipe y señor, al que
sigo: Que es hombre y Dios. Que puedo hablarle, dirigirme a su real
humanidad, escuchar su palabra y seguir su ejemplo. Jesucristo hombre, y
yo, somos, pues, conmensurables. Y tiene sentido profundo y posibilidad
de realización mi propósito de imitar a Cristo. ¿Qué sentido, en cambio,
tendría el propósito de imitar a Dios? Mas si Cristo es Dios, imitando a
Cristo imito a Dios. He aquí el ápice del misterio. La Encarnación es el
puente tendido entre el hombre y Dios.
Para llevarla a cabo se necesitaba, empero, ser Dios mismo. Porque
sólo en Dios cabe la grandeza inmensurable de descender de lo infinito a
lo finito, de la divinidad a la humanidad. ¿No admiramos y veneramos a
los santos misioneros que van a vivir entre rudos y bárbaros salvajes y
adoptan sus costumbres y sus modales para mejor inculcar en sus almas la
fe de Cristo? Pues infinitamente más hizo Dios por nosotros; no vino entre
nosotros a adoptar nuestros modales, sino que vino a ser uno de nosotros.
Es mucho más duro sacrificio aún que si el misionero pudiera (y quisiera)
convertirse en auténtico salvaje. Pues ese Dios hecho hombre, que inicia
su existencia terrestre con el más estupendo sacrificio, nace hombre,
vamos a verle ahora llevar una vida humana —breve— que no es sino un
continuo gesto de amor a la Humanidad. El amor que consiste en hacerse,
por amor nuestro, modelo viviente de todas las virtudes humanas,
elevándolas al mayor grado que cabe entre hombres. La vida oculta de
Jesús y su vida pública son el dechado de lo que el hombre debe ser y
hacer. Mira, alma, lo que es la Encarnación: es el acto de Dios, que
ticamente, como hombre, lo que el hombre puede ser y hacer, si quiere.
Ahí tienes el modelo. Amalo, síguelo, imítalo.

Tercera meditación: El nacimiento del Salvador.


En esta meditación me ha sido encantador el demorar en la
representación imaginativa de los hechos, las personas y las cosas. Primero
he imaginado a Tose v María camino de Nazareth a Jerusalén. María va
sentada en el asno, cubierta con un manto. José, de pie, a su lado, camina
conduciendo por el ronzal al borriquillo. Van despacio. Hablan poco. No
necesitan palabras para comunicarse sus sentimientos. Pasan por Jericó,
suben las cuestas polvorientas del puerto. Llegan a Jerusalén y, sin apenas
tomar descanso, prosiguen viaje a Belén. Nadie se ha fijado en ellos. Son
pobres, son humildes. Y, sin embargo, son los descendientes de la casa de
David, y María lleva en su seno al Hijo de Dios. Pero el Hijo de Dios no
ha querido nacer en cuna de oro y jaspe ni en palacios marmóreos.
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Naciendo príncipe, todavía estaría alto por encima de los hombres
comunes. Y Jesús viene a ser amado por todos, grandes y pequeños Nace,
pues, humilde, en pobreza suma y soledad.
Llegan José y María a Belén. ¡Qué recuerdo encantador de Belén en
una mañana de fin de jumo, clara y luminosa! Sobre la falda de la colina,
las casitas blancas motean el lomo pardo con su alegre nota entre
algarrobos, almendros y viñedos. Me complazco en pensar que este
aspecto sería el que entonces tendría la aldeíta sagrada. Hoy los templos y
la basílica han cambiado, sin duda, mucho el lugar. Pero todavía tiene no
sé qué perfume sacro, no sé que hálito sobrenatural, un quid invisible e
indescriptible que envuelve como un halo ciertos lugares donde Dios ha
puesto su planta. Recuerdo páginas conmovedoras de Maurice Barrés en la
Colline inspirée. Recuerdo la gruta de Lourdes. Recuerdo las riberas del
Jordán. Recuerdo el Santo Sepulcro.
En Belén, la penuria y pobreza de la pareja santa llegan a términos
verdaderamente asombrosos. Aquí la historia se hace ejemplar,
paradigmática. No tienen José y María donde cobijarse. El Hijo de Dios
viene al mundo en una cueva, sobre un pesebre.
Las representaciones del acto y de la literatura han estilizado
demasiadamente el momento y el lugar. Le han dado una belleza profana
que acaso le quite algo de su grandeza sobrenatural. Para comprender bien
lo que significa eso de nacer Dios en esa cueva y un pesebre hay que
representarse esa cueva y ese pesebre en toda su realidad. La santa familia
ha sido despedida de todas las casas.
Marcha triste y cabizbaja. ¿A dónde ir? La sublime confianza en Dios
no le falta ni un momento. Acaso José recuerda la cueva por haberla visto
en viajes anteriores. Allá van.
Cuchitril oscuro, sucio, lleno de cagarrutas de cabra; unos
murciélagos, sorprendidos en sus ensueños tenebrosos, salen huyendo por
la estrecha abertura que hace de puerta. Ahí va a nacer el Hijo de Dios. La
Santísima Virgen se sienta en el suelo. Quizá San José coloca la albarda
del asno sobre el negro y terroso suelo de la cueva. Acaso enciende un can-
dil de aceite. En un rincón hay un pesebre desvencijado, hacia el cual el
asno se dirige pausadamente. Pero no; eso es demasiado para ti, asnillo de
Dios, ese pesebre será la cuna del niño que va a nacer. ¡El niño que va a
nacer en esa cueva oscura, junto a un asnillo cansado, en un pesebre de
tablones mal encajados, es el Hijo de Dios! El corazón se hincha de ternura
y las lágrimas empañan los ojos. Por mi eso, por mí todo eso. ¡Y yo

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todavía me quejo de que mi cuarto en el Seminario sea destartalado y frio!
^ ¿Qué dirían José y María cuando vieron al Niño en el pesebre envuelto
en trapillos? ¿Qué se dirían? No se dirían nada. La inaudita grandeza del
momento y del hecho debió privarles de todo medio de expresión. Las
lágrimas serían la única manifestación de sus inexpresables sentimientos.
Ese momento único en la historia de la Humanidad, ese hecho que
divide el tiempo en dos mitades (antes y después de él), ese
acontecimiento que transformó el mundo, tuvo lugar una noche fría de di-
ciembre en una aldeíta de Judea, en una cueva de pastores, a la luz
temblorosa de un candil de aceite, en un pesebrillo desvencijado. ¿Qué?
Pues nada; que una mujer caminante, sin hogar ni amparo, ha parido un
niño. Eso es, no es nada. Nada. Pero el niño es el Hijo de Dios.
Hombre, si tu corazón no revienta de ternura, de amor y de gratitud,
no eres digno de ser hombre.

Cuarta meditación: La huida a Egipto.


Pocas cosas ha consentido Dios que nos sean transmitidas acerca de
la vida oculta y privada de Nuestro Señor Jesucristo. A veces suplen
tradiciones piadosas que no tienen, empero, la autoridad suprema de la
revelación. Pero esas pocas noticias autenticas que tenemos de la infancia
y juventud de Nuestro Señor poseen todas un extraño poder de evocación
lejana y profunda, como las largas resonancias de un gong chino. ¿Qué no
dice al alma el Erat subditus illis?
En los escasos hechos que han sobrevivido indiscutibles encontramos
siempre el mismo esquema: una virtud humana llevada a los extremos
límites de la perfección. Así sucede en el encantador episodio de la huida a
Egipto. Perfecta sumisión y obediencia a la voluntad de Dios. Infinita
confianza en la suprema Providencia. La cual, por su parte, lo dispone todo
con una insondable sabiduría, ante la cual no le resta al hombre —incluso
al historiador y aun al historiador profano— sino inclinarse y admirar sin
reservas.
Herodes quiere eliminar al Niño. Tiene miedo. Teme por su reinado.
No sabe, no vislumbra siquiera, que el reino del Niño no es de este mundo.
El poderoso rey —salvo que es esclavo de Roma— excogita un medio
fácil de acabar con el peligro supuesto. Manda matar a todos los niños de
menos de dos años en Belén. ¡Felices Santos Inocentes, primeras víctimas
de la persecución contra Cristo! De ellos es el reino de los Cielos. Un
ángel avisa a San José. Debe marchar a Egipto aquella misma noche. ¡A

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Egipto! Y así, sin demora. Sin recursos. Sin amigos. José no vacila un
instante, como no vaciló Abraham. Comunica a la Virgen la orden del
Señor. Fiat, fiat, siempre fiat, dice dulcemente la Santísima Madre. (¿No
hay en el culto una Santísima Virgen de la Sumisión? ¿No debiera
haberla?) Y la Sagrada Familia empaqueta su mísero haber y se lanza de
noche con el borriquillo fiel por esos caminos de Dios, hacia Hebrón o
hacia la costa, camino de Egipto. Ni un murmullo, ni una vacilación, ni
una duda. Dios proveerá.
¿Cuánto tiempo demoraron en Egipto los personajes sacros? Quizá
todo el tiempo que transcurrió desde su partida hasta la muerte de Herodes.
Vivirían acaso por Heliópolis, en las inmediaciones del Cairo actual, cerca
de las Pirámides y de la Esfinge. En Heliópolis había una numerosa
comunidad judía de la Diáspora y un templo famoso que daba una especie
de mentís a la unicidad del de Jerusalén. La comunidad judía de Heliópolis
no debía ser tan estrechamente farisaica como la de Jerusalén. Podemos
suponer que la vida material de la Sagrada Familia no fue enteramente
insoportable. Pero ¿y el destierro? ¿Y la convivencia con extraños, por
benévolos y generosos que fueran? ¿Y la dureza del trabajo en tierra ajena?
Y, sobre todo, el no saber hasta cuándo. Todo lo sufrieron con infinita
mansedumbre y confianza ilimitada. En silencio, en el silencio solemne
que envuelve la figura de María y de José; en el silencio santo, que era la
única actitud posible en su situación ante el Divino Niño. ¡Qué admirable^
singular cuadro el de esa familia en donde el Niño omnipotente, el Niño
Dios, obedece manso, y los padres no despegan los labios ni se permiten
jamás una manifestación, una alusión a la naturales vina de su hijo!
Imaginad por un instante que o aun la misma María, hartos ya de tanto
sufrir en el destierro, se encararan un buen día con el Niño Jesús y le
preguntaran: «Pero bueno, ¿esto hasta cuándo va a durar?» Imaginad eso y
decidme: ¿no hubiera sido como lanzar una pella de cieno en un cuadro de
Velázquez? Hay como una contradicción brutal en esa suposición
imaginaria. En ninguna parte de la Escritura se nos dice que esa pregunta
no la hayan hecho nunca. Pero no hay cristiano, ni aun siquiera mero lector
de los Evangelios, que no esté firmemente convencido de que esa pregunta
no se hizo jamás. Ahora bien; pongámonos uno cualquiera de nosotros en
el caso de José y de María. ¿Habríamos hecho la pregunta? Yo estoy
convencido de que sí. Pero es que nosotros no somos ni José ni María. Los
padres de Nuestro Señor eran los únicos seres humanos que podían ser
dignamente padres de Nuestro Señor. Están retratados en dos hechos: ella,
en la Anunciación: fiat. El en el momento en que conociendo que María
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está grávida quiere dejarla en secreto, y no lo hace porque se somete
mansamente y gozosamente a la indicación de Dios.
Sólo una vez —si no recuerdo mal— en todo el Evangelio hay una
veladísima alusión por parte de María a la naturaleza divina de su Hijo. Y
es cuando, acabado el vino en las bodas de Caná, va y le dice a Jesús: «No
tienen vino.» La alusión no puede ser más discreta y tímida. Y, sobre todo,
está dictada por la caridad, la compasión, la misericordia. ¡Alma mía,
cuando sufras de sequedad espiritual y se te haya acabado el vino del alma,
díselo a María Santísima, que ella se atreverá, sin duda, a pedírselo a su
divino Hijo para ti, como lo pidió y lo obtuvo —¿qué no obtendrá?— en
las bodas de Caná!
La meditación se me marchó hacia la Santísima Virgen y su elogio.
Pasé unos minutos pensando en los motivos de haberla declarado
intercesora de todas las gracias, ella, que no pidió nunca nada a su Hijo
para sí.
¡Padre y Madre sublimes, modelos de padres y madres! ¡Unicos
mortales —la Virgen al fin mereció verdadera inmortalidad— capaces de
ser dignamente los educadores y guardadores de Jesús!

DÍA 30 DE SEPTIEMBRE.

Primera meditación: La vida oculta en Nazareth.


¿Con cuánta razón se llama oculta la vida que Nuestro Señor hizo en
Nazareth! Porque en verdad parece haber hecho estudio especialísimo en
no sobresalir ni destacarse en nada sobre los demás hombres, sus
contemporáneos y paisanos. Y el adjetivo, oculta, es indudablemente el
propio, porque no es sólo vida corriente, común, llana, sino
estudiadamente tal. Fue expresa voluntad del Señor el esconderse entre los
hombres, como uno de tantos, «hasta que llegase su hora». En lo cual
obedecía al plan trazado de la Redención. Vida oculta significa, pues, vida
de obediencia. Que un hombre de todo punto sobresaliente, excelente,
excelso, se mantenga treinta años en la aparente mediocridad sin hacer
nada por salir de ella o, mejor dicho, haciendo obra positiva de humildad y
sumisión para no salir de ese rasero, he aquí algo que supera infinitamente
a todo ejemplo humano de obediencia. Imponed a una persona, dotada de
ciertas gracias o cualidades excelentes, la obligación y mandato de
mantenerlas estrictamente ocultas, ¿logrará cumplir y obedecer el
mandato? En lo humano, es casi moralmente imposible. Por poca vanidad
que tenga, será casi imposible que en treinta años de vida no sucumba
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alguna vez a la tentación de exhibir sus gracias y talentos. Jesucristo no
sucumbió jamás a esa ni a ninguna otra tentación. La vida oculta del
Salvador es modelo de santa obediencia a su Padre Celestial. Y,
naturalmente, también a sus padres terrestres. Erat subditus illis, dice el
Evangelio. Modesto, afable, silencioso, el Niño Jesús obedece a sus padres
y maestros con una prontitud matemática y siempre de buen grado.
Haciendo lo que le mandan, como si fuera iniciativa suya. La verdadera
obediencia no consiste sólo en hacer lo mandado, sino en hacerlo como si
fuera la propia voluntad; consiste, en suma, en sustituir a la propia
voluntad la voluntad del Superior. Es una virtud interna tanto, al menos,
como externa. Y no crea nadie que ha llegado a la perfecta obediencia si no
comete nunca desobediencia exterior; perfecto en la obediencia no es más
que el que no comete desobediencia interior. Por eso es tan difícil la obe-
diencia. Sobre todo en esta época actual de crítica, libre examen, cultura
general a todos, democracia y opiniones propias. En otros tiempos no se le
había dicho nunca al hombre que cada cual es, en su propia razón y
conciencia, juez único de lo verdadero y lo falso, de lo acertado y
desacertado. Mandaba Dios por intermedio del hombre más prudente y
sabio. Los demás obedecían con la naturalidad y sencillez del que piensa:
«El superior sabe más que yo». Pero hoy todo el mundo pretende saber
tanto o más que los demás y tener derecho a no reconocer sobre su propio
juicio a ningún otro. ¡Absurda, irreal, utópica creencia! Pues aun para los
que inciden en esta errónea opinión, es Nuestro Señor un buen modelo.
Porque, fíjense bien, obedecía —erat subditus illis— quien por sus dotes y
cualidades, su saber infuso y su talento supremo era humanamente no
digamos divinamente— muy superior a quienes le mandaban.
Podemos imaginar de mil maneras concretas la vida de Nuestro Señor
en la casa de Nazareth. De todas suertes fue una vida sencilla, íntima,
dedicada esencialmente al trabajo y a la oración. Trabajaba Nuestro Señor
en el taller paterno. Trabajaba con sus manos. Ganaba su vida con el sudor
de su frente. Sin obligación a ello, porque no era hijo del hombre en la
carne, cumplía, sin embargo, el destino que desde Adán queda impuesto a
la Humanidad: el trabajo. ¿Quién se atreverá a decir que la doctrina
cristiana no santifica el trabajo?
Además del trabajo, la oración. Porque si trabajar es necesario al
hombre, orar le es propio v connatural. Toda criatura finita depende de su
criador y encuentra dentro de sí los límites de su propio ser. Luego toda
criatura finita necesariamente, por propia naturaleza, está en su ser atenida
a leyes y determinaciones dimanantes de un ser superior. Reconocerlo así,
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enderezar el pensamiento a ese ser superior para pedir lo que no tenemos,
aunque no sea más que la continuación en el ser que tenemos, eso es orar.
La oración no es una necesidad accidental, sino esencial, puesto que se
funda en la condición finita y creada de nuestro ser. Cuando el impío dice
¡Ojalá!... pronuncia una oración. Toda optación del hombre para suplir las
limitaciones de su poder es una oración. Pero el impío la dirige al vacío, a
una incógnita, a algo que no sabe lo que es. Comete con ello una profunda
contradicción, porque lo es el dirigirse a nadie, a no se sabe quién. La
actitud del impío que ora sin saberlo y sin quererlo es, pues, absurda. En
realidad, el único hombre que no tenía necesidad de orar era Jesucristo,
puesto que era Dios mismo, es decir, ente infinito y no limitado, no ne-
cesitado, no obstante, no acuciado por la angustia del no ser. Y, sin
embargo, oraba. Algunos ejemplos maravillosos de oración tenemos en los
Santos Evangelios. Y oraba como hombre. Su personalidad única poseía
dos naturalezas; como hombre debía, pues, orar, porque como hombre
necesitaba, carecía y tenía que pedir. Podemos bien imaginar la oración de
la Sagrada Familia como llena de unción, de piedad grave y contenida.
Todos los momentos de la vida estarían santificados, todas las operaciones
enaltecidas por la oración, que pondría un contrapunto o bajo continuo en
el transcurso ininterrumpido de los días.
He aquí para mí el verdadero ideal cristiano de la oración: la oración
continua, aunque no continuamente explícita, la oración como un pedal o
bajo que sirve de constante base a las melodías y armonías que la voluntad
de Dios envíe en el transcurso de la vida, la oración como ambiente,
atmósfera en que todo acontece. Así como Dios obicuo está en todas
partes, así todos nuestros actos sean siempre fundados en la continuidad de
la oración. Oración, trabajo, obediencia; en estas tres virtudes esenciales,
imitar a Jesucristo y procurar llevarlas al extremo de la perfección.

Segunda meditación: Jesucristo, a los doce años, perdido y


hallado en el templo.
Este extraordinario episodio de la vida de Nuestro Señor, contiene al
mismo tiempo un ejemplo y una regla. Por una parte representa el ejemplo
típico de obediencia total, aun en contra de todas las rémoras imaginables,
incluso de aquellas rémoras que, en cierto sentido, puedan ser plausibles y
aun respetables. Por otra parte, representa una regla de jerarquía en las
obligaciones a cumplir: que los mandatos divinos pasan muy por encima
de los deberes humanos.

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El hecho es, en efecto, que, a los doce años de edad, estando en
Jerusalén para la celebración de la Pascua, Jesucristo se escapa,
desaparece, se sustrae voluntariamente a la vigilancia y custodia de sus pa-
dres, y se va al templo, a la sinagoga, y toma parte en las discusiones de
los doctos en la ley y acaba poniendo cátedra entre los catedráticos. Tres
días dura esa separación de sus padres. Tres días de mortales angustias y
dolores indescriptibles para la Santísima Virgen y el buenísimo San José.
Tenemos que considerar en este acto tres aspectos: 1.º Como acto de
indisciplina, al sustraerse a la custodia paterna. 2.º Como acto de crueldad,
al inferir a sus padres tan profundo dolor y tan angustiosa inquietud. 3.º
Como acto de vida pública que quebranta el silencio y voluntaria
mediocridad de toda la vida oculta. La meditación de cada uno de estos
aspectos nos hará ver la sublime significación de todos ellos.
Primer aspecto.—La indisciplina es aparente. A la tiernísima queja
de sus padres, contesta Jesús: «¿No sabíais que era preciso que yo me
ocupara en las cosas que tocan a mi Padre?» Se trata sencillamente de un
caso de colisión entre deberes. El más alto tiene que vencer al más bajo. La
obediencia a la voluntad y mandato de Dios se ha de anteponer a los
deberes de obediencia filial y sumisión a los padres. Y nótese aquí ya el
terrible dolor, que a la humanidad de Nuestro Señor hubo de causarle el
tener que quebrantar una norma de moral doméstica y familiar. Pero era
necesario obedecer al Padre. En este sentido he dicho que el caso es
ejemplo típico de obediencia total. Puede relacionarse con nuestra propia
vida, cuando en nuestra existencia sobreviene alguna colisión entre los
deberes para con los padres y los deberes para con Dios. Puede también
considerarse del lado de José y María, que dieron también por su parte un
ejemplo sublime de sumisión a Dios, porque de su boca no sale una
palabra de censura; sólo de dolor y pena, y no por otra cosa que por las
angustias que han pasado. Esto lo comprende bien un padre que amando a
su hijo, con amor acaso excepcional y más intenso que lo corriente, lo
lleva por sí mismo a las puertas del convento y lo entrega a Dios, con el
corazón, empero, partido y desangrado.
Segundo aspecto.—No hay aquí tal crueldad. Se trata también sólo de
una apariencia, que el fino sentido de un buen cristiano sabe discriminar
convenientemente. La obra que el Niño Jesús tenia que llevar a cabo,
pertenecía íntegramente a su misión divina. Ahora bien; el servicio de
Dios, la gloria de Dios constituye un fin y negocio que necesariamente
tiene que pasar por encima de toda consideración y afecto humanos. El
ejemplo que aquí da Jesús es tan sublime que muy pocos hombres serían
51
capaces de seguirlo. (Razón de más para que te lo propongas, alma mía.)
Obrando contra todo el torrente de su cariño delicado, acallando en su
corazón los impulsos más humanos de una naturaleza tierna y afectuosa,
Jesús no advierte a sus padres la ausencia que tiene resuelta. Los negocios
del alma no son negocios de familia. No pueden serlo. No deben serlo.
Sólo Dios y el alma. Quien esté íntegramente resuelto a servir a Dios por
encima de todo, ha de servirlo aun sangrándole el corazón. Per calcatum
perge patrem, decía, creo que San Jerónimo, a un discípulo que vacilaba en
retirarse a la vida de anacoreta por temor a la oposición y dolor de sus pa-
dres. Jesús no podía, de ningún modo, avisar previamente a los suyos.
Mezclarlos en su negocio público era imposible; hubiera sido mostrar indi-
rectamente al mundo una cierta superioridad de las consideraciones
familiares sobre las divinas. Había, pues, que hacer de tripas corazón —
valga la vulgaridad del dicho— y pisotear el afecto de sus padres. ¡Con
cuánto dolor no lo haría el buenísimo Jesús! Pero el dolor humano debe ser
vencido —no digo que estoicamente anulado— por la obediencia heroica a
la voluntad del Padre Celestial.
Tercer aspecto.—En la placidez y oscuridad calculada de la vida
oculta, el acto del Niño Jesús en el templo aparece de pronto como una
nota discordante. ¡Qué duda puede caber de que Jesús lo comprendía
perfectamente! Pero, en primer lugar, había que obedecer a Dios; en
segundo lugar, había que multiplicar sin interrupción las señales
mesiánicas. Primero fueron los Reyes Magos, los Santos Inocentes, la
huida a Egipto, la instalación en Nazareth (nazareno, etc.). Al cumplir
Jesús sus doce años y llegar a la edad de ser «hijo de la ley», había que
hacer acto de presencia sobrenatural. Del mismo modo que las grandes
tormentas van precedidas de algunas señales, leves pero muy
significativas, que los peritos reconocen, así también en la tersura de la
vida oculta era necesario que hubiese algún momento vaticinador, algún
pródromo anunciador, algún signo aislado que los perspicaces pudieran
reconocer. Qui potest capere, capiat.
Por último, Jesús necesitaba darse cuenta exactamente del estado de
ánimo en que los príncipes del saber se encontraban por entonces. Tenía
que conocerlos de cerca. Y seguramente el rumbo que luego tomó su
apostolado y siguió su predicación, orientándose hacia las almas humildes
y menos doctas, fue consecuencia de ese experimento primero, en e cual
Nuestro Señor pudo darse cuenta perfectamente de la dureza de corazón
que se ocultaba bajo la aparente erudición de aquellos doctores. Hecha la
prueba, cumplida la orden divina, Jesús vuelve a su hogar, reanuda su vida
52
oculta, reintegra a sus padres en la paz y calma venturosa de los afectos
familiares.
Pero la prueba ha sido dura e inflexible. Apréndelo, alma que quieres
ser secuaz de Cristo; aprende a sobreponer sobre todo afecto el amor y la.
obediencia a los mandamientos divinos. El ejemplo es magnífico; la regla
que de él se deduce, es clarísima. El que quiere seguir a Cristo de verdad,
abandona todo del mundo; todo, incluso lo que más hondas y aun legítimas
raíces tenga en su corazón.

Tercera y cuarta meditación: De las dos banderas.


El alma ha elegido ya seguir a Cristo. Desde las primeras
meditaciones ha tomado su partido. A ello la han movido sentimientos
generosos, el entusiasmo por la figura humana de nuestro Redentor, la
consideración de la criatura humana. La elección está hecha. Pero está
hecha sólo en principio, en términos generales. La experiencia demuestra
que muchas veces estos propósitos demasiado generales se disipan pronto,
cuando al pasar a la realización se concretan en quehaceres bien definidos.
Entonces el hombre se sorprende. Al tropezar con las realidades
consiguientes a la resolución tomada en general, dijérase que no son las
que habíamos pensado al principio. Y empiezan vacilaciones, titubeos. En
suma, que aquella resolución primitiva no había sido obra de plena y
madura reflexión, sino impulso de entusiasmo, a veces racional, a veces
sentimental y siempre algo precipitado. San Ignacio, profundo psicólogo,
sabe esto perfectamente. Y la precipitación es, sin duda, el escollo que con
más cuidado y mejor éxito ha querido evitar en los Ejercicios. Toda la
primera semana estuvo dedicada a preparar la base, el fundamento
inquebrantable. El alma se convence de su nada esencial y que
inevitablemente tiene que ser secuaz. ¿De quién? La figura de Cristo Dios
y hombre arrebata al alma ya dispuesta y orientada hacia su fin propio y
sobrenatural. ¿De quién voy a ser sino de Cristo, de ese Cristo que es Dios
y al mismo tiempo hombre excelso, dechado y modelo de toda virtud y
excelencia humanas? De Cristo soy y seré siempre. Sí; pero ¿te has dado
bien cuenta de lo que Cristo pedirá de ti? Me he dado bien cuenta de ello.
¿De veras? Pues mira: tú eres hombre y vives en esta Tierra; tienes una
naturaleza terrestre, unos sentidos y pasiones cuyos ímpetus tú bien co-
noces. La trayectoria de tu vida en esta tierra puede ir empujada por una de
las dos fuerzas contrarias que impulsan la acción. Esas fuerzas hostiles,
esos dos ejércitos enemigos buscan, el uno, el aniquilamiento del otro.
Cristo y Lucifer son irreconciliables enemigos. No hay entre ellos tregua ni
53
cuartel. Cristo ha venido al mundo para salvar al hombre de Lucifer. Y
Lucifer en el mundo trabaja incesantemente por robar almas a Cristo. ¿De
quién de los dos quieres tú ser? Dices que de Cristo, y lo creo. Sabes que
Cristo es personificación de todo lo bueno, de todo lo mejor y más
excelente que pueda haber para el hombre, y además es Dios, es decir, tu
fin propio, la clave de tu salvación y beatitud eterna. Has elegido, pues, a
Cristo. Pero ese generoso movimiento de tu alma te compromete a mucho,
a duras y dolorosas pruebas. ¿Sabes a qué?
Pues considera lo que ofrece Lucifer y lo que Cristo da. Lucifer
ofrece la riqueza, los bienes materiales. Cuando tú sueñas con una posición
opulenta en el mundo, con abundancia de comodidades, con gustos
satisfechos sin tasa, con lujos en comidas y vestidos, es Lucifer quien pone
ante tus ojos todos esos sueños. Cuando sueñas con honras y triunfos, con
la admiración y adulación de los otros hombres, es Lucifer quien hace
planear ante tus ojos el señuelo de esa gloria mundana. Muchas veces te
prometerá esas cosas sin dártelas y te lanzará en su persecución para
estrellarte en el rencor, en la envidia, el resentimiento, la pasión, el odio y
la muerte. Alguna vez acaso te las proporcionará, en efecto. Serás rico.
Siendo rico, serás honrado y principal. Pero el fruto que sacarás de riqueza
y honores será inevitablemente la soberbia. Fíjate bien, la soberbia, el
pecado fundamental; el que cometió Lucifer e hizo cometer a Adán, el que
quiere hacerte cometer a ti para enrolarte en su cuadrilla y apartarte de
Cristo. La gradación es de eficacia infalible: riqueza, honores y soberbia.
Considera en torno de ti a las personas que ves apartadas de Cristo y
olvidadas de nuestro Salvador. Siempre hallarás en el fondo el gusano
roedor de la soberbia. Lucifer sabe muy bien dos cosas: que la soberbia es
la que induce a todos los grandes pecados y que a la soberbia conducen
infaliblemente la riqueza y la vanagloria. ¿Quieres seguir la bandera de
Lucifer? No, no quiero. Quiero ser de Cristo, de mi Señor, Hombre-Dios,
dechado de hombres y excelsa divinidad. Pero entonces date bien cuenta
de lo que eliges, realízalo bien en tu imaginación, porque lo que eliges es
justo lo contrario de lo que abandonas. ¿Abandonas la riqueza? Pues lo
que eliges es la pobreza. La pobreza de Cristo. Primeramente, la que
consiste en el menosprecio absoluto de la riqueza. Porque acaso eres rico o
vas a serlo, pero, si has elegido a Cristo, forzosamente tienes que
despreciar las riquezas que acaso poseerás. Y si llega tu ardor —como
espero— a ofrecerte sin condiciones a Nuestro Señor y El te concederá la
gracia de aceptarte en su hueste, será la pobreza efectiva y real. La
pobreza, y la desnudez, la penuria; la misma pobreza, desnudez y penuria
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que campeaba triunfante en la cueva oscura de Belén cuando nació el
hombre más grande que ha conocido y conocerá la Historia.
Y además de la pobreza deberás también elegir el oprobio y el
menosprecio, antes que la gloria y el encomio. No querrás más gloria que
la de Dios Nuestro Señor ni más triunfos que los de la santo causa de
Cristo. De esta manera, siendo pobre y sin honores ni preeminencias, serás
humilde. Cuando seas humilde estarás entrando en el supremo grado e a
perfección cristiana. ¿Qué dices de todo esto? Digo que elijo la pobreza
con Cristo, la deshonra con Cristo, la humildad con Cristo. Digo que,
postra o ante Nuestra Señora la Santísima Virgen Madre de Dios, ante
Nuestro Señor Jesucristo, Hombre y Dios, les pido con el mayor fervor del
alma que me acojan en su hueste y bandera, que me den pobreza y
deshonor y con ellas la humildad de corazón que arranque de mi pecho
toda raíz de vanidad y soberbia, que por el camino más vil y rastrero me
conduzca al servicio de Cristo. No hay término medio entre Lucifer y
Cristo. El que no está conmigo está contra mí. Yo no estoy con Lucifer,
sino contra él. Estoy con Cristo y me abrazo a la cruz de Cristo, me acojo a
su pobreza y a su humildad.
Véase en qué ha venido a acabar la «indiferencia» del Principio y
Fundamento. Con harta razón dicen muchos que los Ejercicios de San
Ignacio son como una férrea máquina de hacer santos.

DÍA 1.º DE OCTUBRE.


San Remigio (St. Rémy).

Primera meditación: De tres binarios (clases) de hombres.


Meditación destinada a comprobar el temple en que se halla la
voluntad. Por eso viene inmediatamente después de la meditación de las
dos banderas, que está destinada a presentar clara y concretamente el
objeto sobre que va a recaer la elección. Conocido éste en su estructura
interna, falta todavía —antes de verificar de veras la elección— el tantear
el estado de la voluntad. A esto se destina la meditación de los tres binarios
de hombres. Su esquema: Tres modos de actualizarse la voluntad en una
resolución eficaz. Son éstos: 1.º Vistos los términos contrarios de las
motivaciones (afecto-voz de Dios), la voluntad dilata la resolución. 2.º La
voluntad pretende hallar un compromiso, o apaño, o arreglo (vulgo: pastel)
entre los motivos contrarios. 3.º La voluntad resueltamente vence al
motivo de afecto y adopta efectivamente el seguimiento de la llamada

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divina. A estos tres esquemas responden los tres casos indicados por el
Santo.
Primer binario: Sabe lo que tiene que hacer. Quiere (querría) en
términos generales hacerlo, pero no acaba de resolverse; no pone los
medios eficaces para «quitar el afecto a la cosa acquisita» y va aplazando
la resolución.
Segundo binario: Quiere ahora, en acto, quitar el afecto, es decir,
matar y anular la motivación inferior, pero se alimenta de la ilusión de
poder compaginar con la cosa afectivamente querida la anulación del
afecto; o, como dice muy bien San Ignacio, «que allí venga Dios donde él
quiere».
Tercer binario: Quiere ahora, en acto, quitar el afecto a la cosa
poseída, o sea matar la motivación inferior —y efectivamente la mata—.
Me parece acertadísima la observación del padre Roothan sobre la gran
probabilidad de una errata en el texto de los Ejercicios, siendo la lección
verdadera: en efecto, y no: en afecto. Una vez muerta la motivación infe-
rior, o sea una vez desechado el imperio del afecto, la cosa queda como de
nadie, y entonces el alma inquiere cuál sea la voluntad de Dios acerca de la
cosa y cumple esa voluntad, bien sea la de seguir teniendo la cosa, bien sea
la de abandonarla y dejarla.
Debemos, pues, representarnos claramente estos tres esquemas y
preguntarnos: ¿a cuál de ellos va a corresponder tu conducta futura? ¿Van
a ser tus resoluciones de las dilatorias? (primer esquema) ¿Van a ser de las
combinatorias o acomodaticias? (segundo esquema). ¿Van a ser de las
resolutivas o eficaces? (tercer esquema).
La meditación aquí consiste en representarnos estos tres esquemas en
varios casos reales de nuestra propia vida y ver qué hemos hecho, qué
haríamos, que vamos a hacer.
Y terminar la meditación pidiendo a Dios Nuestro Señor la gracia de
elegir siempre y en exclusivamente lo que sea más grato a su Divina
Majestad y más gloria de ella y progreso de mi alma en perfección
cristiana.
Adjunto (fuera de numeración) una cuartilla con un examen analítico
y resoluciones.

Segunda meditación: Jesús parte para el Jordán.


En esta meditación es de considerar el ejemplo que da Jesús —y la
Santísima Virgen— de dejarlo absolutamente todo para dedicarse con
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exclusividad y sin vínculo alguno que le retenga o contenga a la obra que
le manda realizar su Padre Celestial. ¿Qué deja Jesús? Deja a su madre.
Quien tenga en el corazón un cariño como ése, y además santo como ése,
puede comprender lo que esto significa. ¡Dejar a su madre! Irse lejos de
ella para no volverla a ver sino muy en ocasiones, de soslayo, como una
persona de tantas, incluso en el momento solemnísimo del Calvario. Deja a
San José, por quien sentiría un notable cariño también. Deja su vida
tranquila y pacífica de Nazareth, su oración íntima y familiar, las conversa-
ciones de sus padres y amigos del pueblo, las despreocupaciones en que
llevaba su vida de pacífico y laborioso obrero. ¿Qué va a buscar? La
incertidumbre angustiosa de una vida errante sin hogar, sin asiento; la
penitencia de todos los días por caminos y aldeas; mal dormir, mal comer,
peligros, repulsas, humillaciones; el espectáculo de la miseria y dolor
humanos, enfermos, tullidos, leprosos, paralíticos; la hostilidad creciente
de los poderosos, escribas, fariseos, doctores de la ley; y por último la
prisión, la flagelación, el insulto, el gargajo, la afrentosa crucifixión, la
muerte entre dos criminales vulgares —uno de ellos al menos—. Es un
caso único. Digo único, porque Jesús sabía de antemano todo lo que le
esperaba. Otros hombres han hecho algo parecido, pero sólo remotamente
parecido, porque caminaban tras un ideal que podía antojárseles preñado
de promesas halagüeñas, de éxitos satisfactorios; pero Jesús, como mayor
éxito, sabía que le esperaba la muerte de cruz. Y sin embargo, no vacila ni
un momento en elegirla por suya. Y no en un momento de arrebato
entusiasta, sino serenamente, pausadamente, sabiendo al detalle lo que
hace y lo que va a ser de él.
También la Santísima Virgen es en este caso modelo de padres
cristianos. ¡Ni una queja, ni un gesto de contrariedad! ¡Cuánta no debió ser
su pena al preparar silenciosa y diligente el hatillo de su hijo querido que
partía para la pasión y la crucifixión! Madre Dolorosa, sí, pero nunca
quejumbrosa. Mater lacrymosa, sí, pero nunca de sus labios salió un re-
proche, una duda, un ruego, un intento de desviar o detener al hijo amado.
En verdad puede decirse que María es copartícipe de la pasión de su hijo.
Por eso es llamada con razón corredentora.
Cabe considerar aquí que la madre y el hijo se comportan
estrictamente según el esquema del tercer binario. O mejor dicho: el tercer
binario está calcado exactamente sobre la conducta de María y Jesús en
esta ocasión. No intentan aplazar ad kalendas grecas la ejecución de lo
mandado por el Padre. Ni tampoco se esfuerzan por compaginar y
componer. No hubiera sido imposible, ni quizá difícil, que Jesús llevase en
57
su compañía a su madre. Ella habría aceptado gozosa los sufrimientos
físicos con tal de ahorrarse los morales. Pero no debía ser así. Nuestro
Señor necesariamente había de dar ejemplo a las generaciones
innumerables de hombres posteriores. Este aspecto de la ejemplaridad no
suele ser considerado en la actuación de Jesús tanto como debiera serlo.
Sin duda la misión principal que tenía es la Redención: predicar la
doctrina, instituir los sacramentos ’ y fundar la Iglesia de Dios, derramar su
sangre en el sacrificio de la cruz. Pero también entre los fines que a la
tierra le traen está el de representar como en un dechado o paradigma el
tipo perfecto de lo que debe hacer y ser el hombre. Yo creo que no pocas
particularidades de la vida del Salvador se explican excelentemente si se
parte de esta idea: que la vida de Cristo es pensada a priori como imitable,
o mejor dicho, como imitanda. «Viviré de tal modo que mi vida pueda y
deba ser imitada por los hombres.» Por eso al instituir el sacramento del
sacerdocio, Jesús no sólo confiere al sacerdote el poder de consagrar, sino
también el deber de imitarle en todo. El «haec facite in meam
commemorationem» no significa sólo la consagración de las especies, sino
toda la vida. Haec —toda la vida de Jesús—. El sacerdote —alter Christus
— debe ser, en efecto, alter Christus en todo; y ya que no puede serlo en la
impecabilidad, esfuércese al menos por serlo en la impecancia. (De aquí,
entre otras cosas, el buen fundamento del precepto eclesiástico del
celibato.)
La parte del episodio referente al bautismo en el Jordán, daría pie
para una meditación sobre la humildad. La humildad de Jesús, acercándose
a San Juan Bautista para recibir de él el agua purificadora. La humildad del
Bautista, extrañándose, pero obedeciendo al punto con sencillez
encantadora.

Tercera y cuarta meditación: De los tres grados de humildad.


Es la articulación central de todos los Ejercicios, el gozne en que se
verifica el giro decisivo a través de estas etapas: convicción, aspiración, re-
solución, acción. A mi parecer, los Ejercicios tienen por fin el convertir los
hombres a Dios. Esa conversión es un proceso interno del alma con ayuda
de la gracia de Dios. (Por eso cada Ejercicio comienza siempre pidiendo a
Dios esa ayuda.) Proceso del alma quiere decir proceso psíquico. Sin
ciencia especial, pero con intuición milagrosa de lo que es en su estructura
el alma humana, San Ignacio pone las etapas del proceso de conversión en
el orden exacto psicológico. (Con razón dicen los teólogos ascéticos que la
gracia opera en el alma según el modo natural del alma.) Primero infusión
58
cognoscitiva, el conocimiento, que aquí es detener al alma en su carrera
mundana y obligarla a reflexionar sobre sí misma, sobre su esencia de
criatura finita y su fin sobrenatural. El alma se para, se detiene un tiempo
en el curso de la vida, abre un paréntesis en la vida activa. Durante unos
días el alma no vive; durante los días de Ejercicios el alma pone su vida
entre paréntesis y se dedica a verse a sí misma. Un filósofo protestante,
Fichte, decía que «filosofar es no vivir». Pero la suspensión de la vida
activa durante los Ejercicios de San Ignacio, significa un adentrarse del
alma en sí misma para fines prácticos; es decir, para resolver sobre lo que
va a ser, sobre lo que tiene que ser y hacer en adelante; desemboca, pues,
en la acción y no en la especulación como la filosofía. El Santo nos invita
a especular para vivir de otra manera; o para seguir viviendo como antes,
pero ya a sabiendas de que somos infieles a nuestro destino y esencia
sobrenaturales.
Empieza, pues, impresionando fuertemente al alma con el tema
esencial del propio ser y destino. La máquina del pensamiento se pone en
conmoción y comienza a funcionar. Síguense convicciones claras, tesis
evidentes. Pero la acción no se sustenta sólo en tesis y convicciones. El
pensamiento tiene que verterse en el deseo. El deseo, en la resolución. La
resolución, en la acción. Conocido el fin, el alma aspira a realizarlo.
¿Cómo? La figura de Cristo se ofrece entonces a modo de un modelo
perfecto. El sentimiento se apodera de ese pasto que el Santo le ofrece. Las
convicciones especulativas se convierten en la aspiración de seguir a
Cristo. Aquí nueva parada. Vea bien el alma lo que es seguir a Cristo y
combatir a Lucifer. Resuelva con pleno conocimiento de causa. Y el alma
resuelve: elige a Cristo. ¿Estamos ya en el término? Todavía no. Falta que
la voluntad adopte con firmeza esa resolución. Falta el choque último que
vierta el pensamiento en acción. La meditación de los binarios da el último
empuje. Ya está. Voy a ser, soy ya como Cristo. Soy de Dios y nada más
que de Dios. Pero aún queda un detallito, al parecer insignificante: queda
el detallito de la modalidad. El alma está ya resuelta a ser de Dios. Ya sabe
qué es lo que tiene que hacer; pero ¿cómo?, y ¿cuánto? Porque de Dios se
puede ser un poco o mucho, o muchísimo, o del todo. De Dios se puede ser
tibiamente, fervorosamente, locamente. De Dios se puede ser hasta ciertos
puntos o hasta muchos puntos, o en absoluto en todos los puntos. Las
diversas modalidades con que el alma puede convertirse a Dios «para
salvar su alma» son, pues, el tema de los tres grados de humildad. El alma
se convertirá hacia Dios en lo necesario (primer grado), o también en lo
accidental (segundo grado), o también en lo superfluo (tercer grado). El
59
alma puede reservarse algo para su propia administración (primer grado), o
puede no reservarse nada, pero no excederse en la entrega (segundo
grado), o puede excederse en la entrega superabundantemente. El alma
puede cumplir su cometido estrictamente y no puede ofender a Dios
(primer grado); puede cumplir enteramente y agradar a Dios (segundo
grado); puede cumplir sobradamente y encantar a Dios (tercer grado). En
el primer grado, teóricamente la posición del alma es inatacable. Yo
resuelvo no cometer por nada del mundo pecado mortal. Muy bien. No hay
nada que decir. Ese alma puede salvarse. Cumplir su deber. Nada más. Es
el aprobado justito. Pero el aprobado justito corre gravísimo peligro de
salir suspenso. Alma que se proponga tan sólo no pecar mortalmente, no
pasa jamás de la estricta justicia, si no es que en el camino no cae. Nunca
entrarás por las vías de la perfección cristiana.
En el segundo grado el alma hace más y resuelve no cometer jamás
por nada del mundo pecado venial. Este ya es un grado superior de
perfección, alma cumple con su deber y con algo más, pero que sigue
siendo un quasi deber. Muy bien. No hay nada que decir. Este alma se
salvará casi seguramente. El pequeño exceso en el cumplimiento del deber
le asegura el cumplimiento estricto y algo más. Es el notable franco.
En el tercer grado el alma hace mucho mas. No se contenta con
aquello a que está obligada y quasi-obligada, sino que quiere hacer además
aquello a que no está obligada. No sólo cumple con el deber y el quasi-
deber, sino que además se vuelca en superabundancia y entrega. Este alma
llega aquí a la suprema perfección, a la santidad, a la beatitud eterna casi
desde esta vida misma.
Pero es evidente que entre esas tres meditaciones de la conversión
existen no sólo diferencias de cantidad, sino de cualidad. Las dos primeras
están en la misma línea de cualidad: cumplimiento; sólo que en la primera
el cumplimiento es estricto y en la segunda es completo; en la primera es
cumplimiento mínimo, en la segunda es máximo. No difieren más que en
la cantidad de obligaciones cumplidas. En cambio, la tercera modalidad
difiere de las dos anteriores cualitativamente, porque en cantidad no cabe
más cumplimiento que el máximo; luego la tercera modalidad no cumple
más que la segunda. ¡Claro! Como que la tercera modalidad no se
caracteriza por ser cumplimiento, sino por otra cosa cualitativamente
distinta. La tercera modalidad es ya amor, puro amor, loco amor. Es la
misma diferencia que existe entre dar a uno lo que le es debido en justicia
(o lo que le es debido de justicia y de equidad) y dar a uno lo que no le es
debido. Entonces este dar lo no debido es estrictamente dar por amor.
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Nadie da sin obligación, a no ser que ame (amor, cariño, afecto, etc.) a
aquel a quien da. El tercer grado de humildad...

DÍA 2. OCTUBRE.
Los Santos Ángeles Custodios.

Primera meditación: Prosiguen los tres grados de humildad.


Encuentro que entre completo y total existe una diferencia no sólo
cuantitativa, sino cualitativa. Completo, connota relación a una cantidad
determinada, a la cual no le falta nada. En cambio, total no hace referencia
a determinada cantidad, sino a la integridad de lo que sea. Completo se
refiere a la cantidad toda que es. Total se refiere a la cantidad toda que sea.
La sutil diferencia entre es (indicativo) y sea (subjuntivo) alude, pues, a la
determinación de lo que se da en el primer caso y a la indeterminación de
lo que se da en el segundo caso. En los grados primero y segundo de
humildad el alma da a Dios todo lo que debe (estrictamente en el primero y
latamente en el segundo), pero no más que lo que debe. En el tercer caso
de humildad el alma da a Dios todo, sin fijarse en si es lo debido estricta o
latamente o no; por eso diríamos que le da a Dios todo lo que deba (en
subjuntivo), es decir, lo que debe ahora en acto y lo que pueda deber en
potencia mañana y siempre. Cuando el alma se entrega a Dios en el tercer
grado, entrégase sub specie aeternitatis. O, dicho de otra manera, el alma
entrega a Dios incluso lo, en sí, indiferente. Me explicaré. Los actos
humanos pueden dividirse en tres grupos: 1.º Los que conducen rectamente
al fin del hombre o también los valiosos positivamente o actos buenos. 2.º
Los que ni desvían al hombre de su fin ni le detienen en su marcha, o sea
los indiferentes, los que en sí no son valiosos ni positiva ni negativamente.
Practicar los primeros es cumplir con Dios tasadamente; cumplir en
cuanto a la cantidad. Practicar también los segundos es cumplir con Dios
completamente; cumplir en cuanto a la cantidad completa. Pero si en los
terceros, en los de suyo indiferentes, hace el alma también entrega de su
facultad de optar sin pecado mortal ni venial, entonces el alma se da a Dios
totalmente. Y esta entrega total se sale ya de los dominios cuantitativos y
mensurables (del tiempo o del proceso hacia la salvación) y se coloca fuera
de lo mensurable, fuera del tiempo, en lo eterno; se da por siempre y para
siempre, por toda y para todo; se da incluso en aquello que no es dable, en
aquello que por sí es indiferente y sobre lo cual Dios no ha establecido ni
precepto estricto, ni precepto lato y aun ni siquiera consejo. Esta donación
total, fuera del tiempo y del espacio, es propiamente la santidad. ¿Que San

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Ignacio no ha entrado con su pensamiento en estas sutilezas? ¡Vaya si ha
entrado! Explíquese, si no, lo que pueda significar el texto de la tercera
manera de humildad, donde dice: «siendo igual alabanza y gloria de la
Divina Majestad, por imitar y parecer más actualmente a Cristo Nuestro
Señor, quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre que riqueza, oprobios
con Cristo lleno de ellos, que honores, etcétera...» Analícese lo que esto
quiere decir. Es evidente que el tercer grado se sitúa en la hipótesis de que
el alma se halle entre la necesidad de elegir entre dos actos igualmente
aptos para alabar y glorificar a Dios, es decir, entre dos actos, que el alma
puede indiferentemente elegir, sin pecar ni mortal ni venialmente. Son,
pues, dos actos, que no están comprendidos en la cantidad estrictamente
debida ni en la latamente debida. Y el alma puede sin la menor mácula,
siendo los actos indiferentes e iguales, elegir aquel que le dé mayor gusto y
más grato le sea. Es así, que, colocada el alma en esto absoluta indiferencia
de valor, elige el que más sacrificio y dolor suplica (pobreza, oprobio,
etc.), luego elige por un motivo puramente cualitativo, elige por puro
amor, elige sin hacer cuenta de sí misma, elige por ciega entrega, elige en
una oblación que verdaderamente, propiamente, puede llamarse loca. Esta
divina locura, la santidad, consiste, pues, en una negación tal de la
naturaleza propia, del propio ser, que no sólo se somete a Dios (como en el
primero y segundo grado), sino que se anula ante Dios. El bueno y el justo
dan a Dios lo suyo. Pero se reservan lo que no es de Dios, sino de ellos (lo
indiferente). El santo da a Dios todo; no se reserva ni a sí mismo, es decir,
se aniquila a sí mismo ante Dios.
Pero esta aniquilación del santo ante Dios no es el retorno a la nada
(de donde salió por obra de Dios), sino la integración en el todo que Dios
es. (Bien entendido que no hay aquí peligro de panteísmo, justamente
porque el panteísmo confunde esencialmente el todo con la nada. Véase
Hegel.) Porque el ser, aun el limitado de la criatura, no puede retornar a la
nada. Hay razones metafísicas de ello (contra el idealismo panteísta). El
retorno a la nada sería la operación estrictamente inversa de la creación,
operación que sólo el Creador podría realizar. La criatura que
voluntariamente se anula en Dios no retorna, pues, a la nada, sino, por el
contrario, reconoce su nada propia y, anegándose en Dios, se sume en la
infinitud positiva del Ser infinito actual. Es decir, se salva, entrando desde
luego en la eternidad.
Todavía podría escribirse y meditarse infinitamente sobre esto.
Dejémoslo, empero, aquí.

62
Segunda meditación: La vocación de los Apóstoles.
En la formación del primer grupo de discípulos que siguieron a Cristo
es evidente y palpable la intervención de un poder sobrenatural. Primero,
por la parte que en ello forma el Bautista. Segundo, por la sencillez de
medios puestos en práctica por Jesús para formar su primer discipulado.
Juan el Bautista proporciona a Jesús los primerísimos discípulos
cuando al pasar Jesús le llama «cordero de Dios» y proclama su carácter
de Mesías. El mismo Bautista los impulsa a seguir a Jesús, dejándole a él.
El ejemplo de abnegación y de celo objetivo, sin mancha de propio
egoísmo, es admirable. He aquí un hombre, famoso en toda Palestina, a
quien miles y miles de almas seguían fervorosamente, y que se coloca
modestamente en el segundo plano, se proclama mero precursor e
incitador y envía a sus propios discípulos a Jesús. El caso es inaudito, tanto
más cuanto que se produce antes de toda actuación pública de Jesús, antes
de que la vida y virtudes de Jesús pudieran ser para alma alguna modelo,
norte y guía. Por pura obediencia a la voluntad de Dios —que se manifestó
al Bautista mediante el descendimiento de la paloma y la voz sobrenatural
durante el bautismo de Jesús— el Bautista se rebaja a sí mismo, se olvida
de sí mismo y pone todo su poder e influencia al servicio de otro. ¿Por
qué? Porque sabe que ese otro es el Hijo de Dios, el enviado de Dios, el
que existe antes que él y antes que toda criatura, y a cuya preparación él,
Juan, ha sido destinado
Pero también hay rasgos evidentemente sobrenaturales en la
formación por Jesús de su primer grupo de discípulos. Andrés y Juan
vienen a El enviados por el Bautista. Pero a Simón, hermano de Andrés, lo
conquista —¡y de qué manera!— con unas sencillas palabras, invitándole a
cambiar de nombre. Pensemos bien en lo que significa esta escena, en que
Jesús propone a Simón que se llame en adelante Pedro. ¡Pedro! ¡San
Pedro! La piedra básica de la futura Iglesia, del pontificado, del poder más
alto e inconmovible que hay sobre la tierra. Han transcurrido veinte siglos
desde esa escena sencillísima entre unos toscos aldeanos de Galilea. Y el
tal Simón, ahora ya Pedro, es el primer eslabón de una cadena que sin
interrupción se prolonga igual a sí misma en todos sus eslabones y se
prolongará hasta el fin de los tiempos. No existe ni una sola institución, ni
antes ni después de Jesucristo, que haya vivido con una continuidad tan
sorprendente y verdaderamente milagrosa. La vocación de Natanael es
ejemplo típico de esa acción divina y sobrenatural: Jesús simplemente lee
en su alma como en un libro abierto. Y Natanael (Bartolomé), hijo de.
Ptolomeo, se rinde y pone a los pies de Jesús su ruda franqueza de
63
verdadero israelita. A Felipe no le dice mas que esto: «Ven y sígueme.»
Dijérase, en suma, que a Jesús le bastó aparecer en público y hacer una
señal para que al punto se le juntasen aquellos hombres admirables, cuyas
insignes cualidades estaban como ocultas tras la capa exterior de rudeza e
ignorancia. Y desde el primer momento debieron ser muchos los
seguidores de Cristo, puesto que apenas empezaba la vida pública ya tiene
que hacer una señal para que al punto se le juntasen aquellos hombres
admirables, cuyas insignes cualidades estaban como ocultas tras la capa
exterior de rudeza e ignorancia. Y desde el primer momento debieron ser
muchos los seguidores de Cristo, puesto que apenas empezaba la vida
pública ya tiene que hacer una selección entre ellos y designar a doce con
el nombre y cargo de apóstoles. La congregación de los doce, si bien se
mira, está hecha de mano maestra. Todos los aspectos del corazón humano
y las diversas cualidades de la inteligencia están representados en ella. El
tierno místico, arrebatado en amor ardiente; el prudente calculador, ducho
en números y negocios; el impetuoso y exaltado; el ponderado y ecuánime;
el cauteloso y reflexivo, que exige pruebas palpables. Por no faltar, no falta
ni astuto traidor. ¿Quién negará que el cuadro es tan humano como divino?
Como que en la representación habitual de la Cena no falta el personaje de
mirada torva que esconde la bolsa bajo los pliegues del manto. No se diga,
pues, que Nuestro Señor formó una tertulia de ángeles. No. Hizo una
Iglesia de hombres. Varios de ellos pecaron. Uno, muy probablemente, se
condenó. Los demás fueron todos santos. Hasta ese punto llega la
irresistible influencia de la dulce voz con que Jesús les amonesta y la
penetrante mirada que les dirige.
La escena de la vocación de los apóstoles —que podemos imaginar
sobre los escasos datos de la Sagrada Escritura— debió ser solemne y
grandiosa. En la llanura espaciosa entre el Tabor y Safet se congregó la
muchedumbre de los discípulos más o menos próximos que anhela oír la
palabra de Jesús. Háblales el Maestro. Va a elegir a doce que le acompañen
y le ayuden en los menesteres de la predicación. Serán los que, después de
su muerte, perpetúen la integridad de la Iglesia. Momento emocionante.
De ese momento sobrehumano toman hasta hoy los Obispos su autoridad
indiscutible. Y Jesús va nombrándolos y bendiciéndolos e imponiéndoles
las manos. ¡Qué instante! ¡Pensar que de esa reunión de gente aldeana de
Galilea, en un campo perdido de la perdida Palestina, allá lejos de la Roma
imperial y prepotente, va a derivarse sin interrupción y menoscabo la savia
que nutre el cuerpo gigantesco de la actual Iglesia Católica!

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Tercera meditación: El sermón de la Montaña.
Ha sido preciso limitar el tema de esta meditación. El sermón de la
Montaña es, sin duda, la más sublime expresión que la Humanidad conoce
de la verdad moral y religiosa. ¡Como que es obra de Jesucristo! Ante esas
divinas palabras, que colman las ansias del corazón más levantado, se han
inclinado reverentes los hombres, todos los hombres, los de todas las
creencias, incluso las más opuestas y hostiles al Cristianismo. Y aun se ha
dado la —aparente paradoja de utilizar el sermón de la Montaña como
arma contra el Cristianismo. ¡Hasta ese punto llegan hondo los conceptos y
sentimientos expresados por Cristo! La verdad desnuda es, al fin y al cabo,
lo único con que el entendimiento humano puede combatir, aun cuando por
aberración inconcebible pretenda combatir a la misma verdad. Lo primero
que salta a la vista en el sermón de la Montaña es la manifestación
clarísima de la inaudita novedad que Jesucristo, Dios mismo, enseña a los
hombres: la moral del amor. ¡La moral del amor! Amaos los unos a los
otros, amad a Dios, amad a vuestros enemigos. Amor, amor, siempre amor.
La palabra no se le caía de la boca al venerable viejo San Juan en sus
últimos años de Efeso. Y San Agustín resume toda la moral cristiana en
una breve frase: Ama et fac quod vis. La moral del amor, que Jesucristo ha
traído al mundo; la religión del amor, que ha predicado al mundo; la
Redención por el amor, que ha levantado al hombre hasta las puertas del
cielo; esa inaudita osadía de pedir que las relaciones de los hombres con
Dios y de los hombres entre sí se fundan en el amor, constituye algo tan
absolutamente nuevo, maravilloso e incomprensible para cualquier hombre
anterior a Cristo, que se comprende el estupor de todo el mundo antiguo
ante el espectáculo del amor cristiano. Nadie, absolutamente nadie, antes
de Cristo sabía ni lo que era el amor ni que el amor pudiera ser la clave
central de toda vida moral y religiosa. El amor de Platón, el ἑpoҫ,
filosófico, es un sentimiento privado y personal, algo así como el afán de
saber, el atractivo que ciertas cosas poseen. A ningún antiguo, ni siquiera a
los judíos, pudo ocurrírseles nunca que a Dios se le pueda amar. Cicerón lo
dice taxativamente: «A los dioses se les teme, se les halaga, se les respeta,
pero no se les puede amar.» Las relaciones entre los hombres, antes de
Cristo, son de violencia y bélicas, de derecho y jurídicas, de autoridad, de
familia, de casta, de clase, de conveniencia, de prudencia, de justicia; de
todo lo que se quiera, menos de amor. Pedir a los hombres que se amen y
que amen a Dios, ¡qué cosa extraordinaria para aquellos romanos, aquellos
griegos, aquellos persas, aquellos egipcios, aquellos bárbaros y aun
aquellos judíos! Porque la religión mosaica no se funda en el amor, sino en

65
el temor de Dios. Y he aquí lo tremendamente inaudito de la predicación
de Cristo: el precepto del mutuo amor, del amor incluso a los enemigos.
Demasiado lejos nos llevaría el querer analizar ahora el contenido y
la índole de esa caridad, virtud Cristiana por excelencia. La
encontraríamos en el fondo de todas las benditas bienaventuranzas predi-
cadas en el sermón de la Montaña. Los pobres son bienaventurados, más
infinitamente que los ricos, porque su corazón, no ocupado con las
riquezas del mundo, es más capaz de amor, o sea, es más digno del reino
de los cielos. Los que lloran serán consolados, porque los que lloran piden
amor que no tienen en esta tierra. Los mansos son bienaventurados, porque
en ellos radica la ternura humana, la esencia del amor. Los pacíficos serán
llamados hijos de Dios, porque la paz es el amor frente a la guerra, que es
el odio. Los misericordiosos son bienaventurados, porque aman y
compadecen y consuelan, y en el amar mismo recibe ya como una
recompensa el amante. El amor en cierto modo se completa y perfecciona
a sí mismo, y en su ejercicio, aun no correspondido, hay como una
autocorrespondencia que satisface al alma. Los limpios de corazón verán a
Dios, porque ellos sonríen amorosamente a todo lo que es de Dios. Los
que tienen hambre y sed de justicia serán saciados en el reino de los cielos,
porque aquí la justicia es siempre imperfecta, precisamente porque quiere
basarse sobre la razón pura y no sobre el amor puro, como la justicia
divina. Los que padecen persecución del odio tendrán, no lo duden, la
compensación del amor en el reino de los cielos. ¡Amor, amor! Sea el
mundo humano una inmensa llama de amor mutuo y de amor de Dios.
¡Tan fácil —y tan difícil— es la doctrina de Cristo que no hay quien,
oyéndola una vez, no la abrace para abrasarse en su fuego de amor! ¡Dios
mío, dame más amor! ¡Cristo mío, lléname de tu amor! Haz que nadie ni
nada de lo creado sea visto por mi con indiferencia, ni aun las bestias, ni
aun las cosas. Amor, amor. Como el Santo de Asís, que acaso sea el
hombre que más cerca ha estado de Cristo, quisiera consumirme en amor a
todos y a todo. Yo diría que los hombres se dividen en dos grupos: los que
aman, que son los cristianos, y los que no aman, que son los paganos. Y
aun creo que (a los que no aman) a los paganos les bastaría sentirse
amados para amar, es decir, convertirse en cristianos. El arma más eficaz
de todo apostolado es el amor.

Cuarta meditación: La misión de los Apóstoles.


¡Qué bien viene esta meditación después de la del amor! Porque claro
está que la misión de los apóstoles —acabamos de decirlo— se cumple
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esencialmente con y por el amor. Primero: Cristo les enseña a amar,
amándolos, contagiándoles del inmenso amor de Jesús a los hombres —tan
grande amor que un Dios se hace hombre por amor y muere por amor a los
hombres—. Aprended, pues, apóstoles; aprended, aprendamos de Cristo a
amar.
Ahora bien; la realidad efectiva del amor en el corazón humano
requiere que el corazón esté libre de afectos y aficiones al mundo. No se
puede servir al mismo tiempo a Dios y a Mammón. Es, pues, la pobreza
(actual o de espíritu) condición indispensable para el amor apostólico. Los
apóstoles siguiendo el ejemplo de Jesús, fueron absolutamente pobres.
Aquí pueden venir multitud de hechos efectivos como pruebas de ello. El
comunismo de bienes, que la comunidad cristiana primitiva practicaba (v.
Hechos de los Apóstoles), no es sino la ejecución del precepto de pobreza
como base del mutuo amor.
Pero la misión apostólica de convertir por amor se manifiesta también
en otra virtud que no es sino el amor en práctica: me refiero al celo
apostólico. El celo por las almas es efluvio del amor. Un verdadero amante
se desvive por el amado. Ningún trabajo, ningún esfuerzo le parece
demasiado grande cuando del amado se trata. El pensamiento del amante
no cesa de cavilar medios para servir y agradar al amado.
El amor apostólico no es, empero, amor particular de este o aquel
humano, sino amor a todos los hombres. No cesará, pues, de excogitar y
poner en práctica los medios de servir y hacer beneficios a los hombres, y
el primero de todos, salvar sus almas. El celo apostólico es consecuencia
directa del amor cristiano, o sea de la esencia misma del Cristianismo, que
fue la primera religión misional o proselitista, y aun hoy es la única que
por esencia lo es. Las demás religiones se han hecho (algunas) misionales
y proselitistas por contagio accidental del Cristianismo. Otra prueba más
de la verdad divina de la religión católica.

DÍA 3 DE OCTUBRE.
Santa Teresita del Niño Jesús. Uno de los más conmovedores
símbolos del amor cristiano.

Primera meditación: La oración del Huerto.


Doy comienzo a la tercera semana de los Ejercicios. Las
meditaciones van a versar sobre momentos de la Pasión de Nuestro Señor
Jesucristo. Esos ejemplos formidables de tesón sobrehumano en la
ejecución de los propósitos han de confirmar en mi alma la resolución
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tomada de acomodar mi vida a las enseñanzas de Jesús. Consideremos
primero el inmenso esfuerzo que Nuestro Señor hubo de realizar para
cumplir la misión que Dios Padre le había encomendado en este mundo.
Sabía perfectamente lo que le aguardaba. Podía representarse al detalle
todos los sufrimientos físicos y morales que iba a padecer. El momento
había llegado. No había tregua posible.
Pero tampoco era como el condenado a muerte, que recibe de fuera la
constricción violenta hacia su último momento y no puede evitarla. No.
Aquí Jesús era libre de aceptar la pasión. He aquí lo tremendo. Que Jesús
tenía que querer El mismo su propia pasión y muerte. Dios Padre le
mandaba que fuera a ella. Pero el hombre Jesús, como hombre, hubiera
podido no obedecer. Como hombre, Jesús tuvo, pues, que hacer suya la
voluntad del Padre y querer su propia pasión y su muerte de Cruz. ¿Diréis,
acaso, que tenía que quererla, puesto que Dios lo mandaba? Respondo:
Primero: que no es poco, sino mucho, y tanto, que cabe preguntar. ¿Quien,
no siendo Jesús, fuera capaz de otro tanto? Pero, además y sobre todo, el
que mandaba al hombre Jesús era Dios; ahora bien, Jesús era Dios. La uni-
dad de persona con dualidad de natura. Luego Jesús era también el que se
mandaba a sí mismo a la pasión y a la muerte. La sumisión de Jesús,
cordero de Dios, al mandamiento de Dios implica, pues, un doble acto de
la voluntad libre, la voluntad divina y la voluntad humana. ¡Qué abismo de
generosidad y de abnegación!
No sólo impía, sino grotesca, fuera la observación de que ¡poco
trabajo le costaba sufrir siendo Dios! ¿Pues qué? ¿Es que Jesucristo acaso
era hombre sólo en apariencia? (docetismo). Era hombre en realidad, con
todo lo que los hombres tienen; era hombre enteramente y efectivamente,
como tú y como yo. ¿Queréis una entre mil y otras pruebas? Pues ahí
tenéis el hecho de la oración del huerto. Ahí tenéis a Jesús tan realmente
hombre que le entra un miedo horroroso, ese miedo que hiela los huesos y
estalla en sudor frío. Miedo, horror, pavor, angustia. Tanto pide a Dios que
si possibili est (San Mateo) o si vis (San Lucas) o si fieri posset, omnia tibi
posibilia sunt (San Marcos), aparte de El este cáliz de amargura. Nótese
que aun en este horrible momento no hay en Jesús el más mínimo atisbo ni
mínima realidad de no obedecer a Dios, lo único que pide en ese fugaz
instante es que Dios mude —si quiere, si es posible— su voluntad. En
seguida se recobra y proclama: «Hágase tu voluntad.» El cordero de Dios
marcha al sacrificio.
Es apasionante el escrutar las causas del sufrimiento de Jesús.
Meschler indica tres grupos de causas: Primero: La perspectiva de los
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sufrimientos físicos: azotes, golpes, espinas clavadas en el cuerpo, los
clavos a través de la carne y teniendo que sostener en llagas el peso del
cuerpo, lanzadas, la sed horrible que acompaña a toda hemorragia
abundante, inanición, muerte. Segundo: Asco moral que le produce la
pesada carga de todos los pecados del mundo acumulados sobre El para
expiarlos en su pasión y muerte. Tercero: Prevista ingratitud y relativa
inutilidad de su inmenso sacrificio.
A primera vista se echa de menos en esta enumeración de Meschler el
sufrimiento moral de una muerte agobiosa, como era entonces la muerte de
cruz, que equivalía, más o menos, al garrote vil. Es el sufrimiento que un
caballero (en otras épocas) hubiera sentido de saberse condenado no a
morir bajo el hacha del verdugo (muerte honrosa), sino ahorcado como un
mal villano. Sin embargo, si bien se mira, se comprende bien y se aprueba
que Meschler no incluido este oprobio entre los motivos de sufrimiento,
porque es en sí un motivo histórico, es decir, fundado en un sentimiento
del honor, cuya existencia y cuyos símbolos son variables en la Historia.
No es probable que tales motivaciones hayan pesado mucho en el ánimo
del Salvador, que pensaría en su misión desde un punto de vista universal,
eterno, por encima del tiempo y del espacio. La muerte de cruz era
oprobiosa en el Imperio romano hace veinte siglos. Pero no lo sería ahora,
no lo era hace diez siglos. Y, sin duda, la motivación actuante en Jesús
debió ser ajena a toda variabilidad temporal.
En cambio, los motivos enunciados por Meschler son válidos en todo
tiempo, en la eternidad misma. Todo cuerpo humano es sensible al dolor
físico. Toda alma humana es sensible al asco moral del pecado. Todo
espíritu humano es sensible a la ingratitud y a la (relativa) inutilidad de un
sacrificio.
Hagamos un leve ensayo: Pienso, por ejemplo, la hipótesis de que
una de mis hijas sea conmigo ingrata y me muestre desamor. La sola idea
hipotética de ello me hiela la sangre y me acongoja tan infinitamente que
no puedo apenas soportarlo. ¡Cuál no sería el sufrimiento terrible de Jesús,
en Getsemaní, viendo que tantos y tantos de esos hombres —por quienes
sentía un amor infinitamente mayor que el que yo pueda sentir por mis
hijas— van a ser ingratos, rebeldes, duros de corazón, burlones acaso y
sacrílegos!
¡Cuán consoladora es la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, que
en cierto modo repara las injurias, ofensas e ingratitudes recibidas por el
Salvador!

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Segunda meditación: Jesús en casa de Pilatos.
Las tres entrevistas de Jesús con Caifás, Herodes y Pilatos pueden
bien contemplarse como el encuentro con los tres grandes poderes de su
tiempo: el poder religioso judío, el poder mundano y el poder político.
Pero la entrevista con Pilatos tiene un matiz especial que la hace por
demás interesante, y es que en ella el espíritu cristiano choca por vez
primera con el sentir de los hombres cultos del paganismo grecorromano,
es decir, con el mundo que pocos años después iba a ser el campo de más
vertiginosa y milagrosa propagación para el Cristianismo. Pilatos re-
presenta típicamente la mentalidad media de ese mundo culto
grecorromano. Tres tendencias principales actúan en su espíritu: Primera:
el empeño resuelto de mantener a toda costa el statu quo del Imperio
romano bajo la Administración romana, en la paz romana tan difícil y
penosamente impuesta al fin a todos los territorios del mundo antiguo. El
gobierno de Roma sobre los pueblos es la garantía de la paz universal. La
institución imperial en Roma es la garantía de la paz civil. Ni guerras
civiles, ni guerras contra pueblos. Nada de revueltas ni de rebeliones.
Acatamiento al gobierno de Roma, fidelidad al César, paz, tranquilidad.
Nada de líos, ni de jaleos, ni de perturbaciones. Segunda: Cultura
filosófica y científica bastante desarrollada, adquirida en la escuela de
Grecia, pero ya en decadencia franca y dominada por un elegante
escepticismo, que mezcla indiferente las diversas teorías sin adherirse de
corazón a ninguna de ellas. Los tiempos de Platón y de Aristóteles han
pasado definitivamente. Ahora predomina el eclecticismo escéptico de un
Pirrón, de un Carnéades, de los nuevos académicos: se cultiva la erudición
histórica o una filosofía puramente moral de tinte unas veces epicúreo,
otras estoico. Tercera: La indiferencia religiosa, mezclada con una
propensión notable a la superstición y que conduce a acoger sin
discernimiento cualquier fábula oriental más o menos atrayente en forma
de sincretismo religioso, cuya monstruosidad ni se quiere ni se puede
percibir en la modorra del escepticismo metafísico. Toda religión, toda
práctica de culto parece buena, con tal de que ni ponga en peligro la
autoridad imperial ni se arrogue la pretensión de combatir a las demás
religiones del Imperio, tan legítimas unas como otras.
Pilatos, típico representante de estas ideas, ve llegar a su tribunal al
buen Jesús entre una turba de energúmenos que piden su muerte,
acusándole de quererse alzar con la realeza sobre los judíos y hacer
traición al César. La insidiosa acusación va enderezada a despertar la
suspicacia de Pilatos, representante del poder romano. Pero Pilatos, que no
70
tiene noticia previa de movimientos políticos en el pueblo judío, se da
cuenta en seguida de la falsedad de la acusación. Pero Jesús, la
personalidad de Jesús, le impresiona fuertemente. ¡Qué hombre más
extraño! Acaso sea un loco. «¿Conque tú eres rey?», le dice, no sin ironía.
Y Jesús, cumpliendo hasta en su misma agonía su ministerio de proclamar
la verdad de su Padre, contesta: «Tú lo dices; soy rey. He nacido y he
venido al mundo para dar testimonio de la verdad; todo el que sea de la
verdad escucha mi voz.» Ante esta contestación inesperada, que lejos de
ser de un loco hace resonar fibras en lo profundo del alma de Pilatos, éste
se queda silencioso y meditativo. ¡Qué hombre! Y al cabo de un momento
se sobrepone en él el escepticismo superficial de su educación romana y
culta y, encogiéndose de hombros, dice: «¡Bah! ¡Cualquiera sabe lo que es
la verdad!»
El momento punzante ha pasado, las palabras graves del Salvador
han resbalado sobre el alma bruñida de Pilatos, alma curtida en disputas
académicas, alma sin posible asidero a verdad ninguna, alma escéptica.
Pero no desprovista de compasión. Pilatos quiere salvar a Jesús. Es
evidente. Pero, sobre todo, no quiere jaleos, ni griterías, ni nada que
remotamente se parezca a complicaciones. La palabra «Galilea» suena en
labios de los acusadores de Jesús. A ella se agarra Pilatos. ¡Hombre,
Galilea! Ahí está Herodes. Que le juzgue Herodes. Así me lo quito de
encima y de paso le hago una cortesía a Herodes, con quien las relaciones
no están en muy buen temple.
Y Jesús pasa del tribunal de Pilatos al de Herodes. Cuando vuelve
otra vez a Pilatos, éste sigue en el mismo estado de ánimo. Ese Jesús es
inocente, sin duda alguna. ¿Qué tendrán contra él estos vociferantes
sacerdotes? Pilatos no lo sabe ni le interesa. Lo que quiere es acabar con
este asunto. Si puede, salvará a Jesús. Pero tampoco quiere enojar a los
mandamases de la Sinagoga y del Templo. Les propone entonces mandar
azotar a Jesús antes de ponerle en libertad. Pero a los sacerdotes y fariseos
no les satisface nada como no sea la vida de Jesús. Pilatos no sabe qué
hacer. Se le ocurre entonces ofrecer al pueblo la libertad de Jesús como
indulto de la Pascua. Pero tampoco le vale este recurso. El pueblo, atizado
por los sacerdotes, pide la libertad de Barrabás y la crucifixión de Jesús.
Pilatos no entiende una palabra de lo que está sucediendo; no le cabe en la
cabeza que pidan el indulto del ladrón y la condenación del inocente. Pero
es política de Roma no ir contra las costumbres y voluntades de los pue-
blos dominados (mientras no represente peligro para la soberanía romana).
Pilatos, como todo buen pagano de entonces, no quiere complicaciones,
71
sino paz y tranquilidad. La justicia —¡qué es la justicia! le deja en sí frío.
Vaya, pues. Si quieren matar a Jesús, que lo maten. Yo no tengo arte ni
parte en esa barbaridad. Y simbólicamente se lava las manos. Todavía
Pilatos hace un esfuerzo para intentar la salvación de Jesús. Le manda
azotar y, exhibiéndole cubierto de sangre ante el pueblo, dice: «Ahí tenéis
al hombre», con la esperanza de que el suplicio cruel del inocente ablande
la incomprensible furia de aquella muchedumbre enloquecida. Pero
tampoco eso basta a deshacer la furia de aquella gente. Pilatos intenta
desentenderse del asunto. Que lo maten ellos. «Tomadle vosotros y
crucificadle.» Pero ellos quieren que Jesús sea formalmente condenado.
Pilatos hace un último esfuerzo. Vuelve a Jesús y le pregunta: «¿De
dónde eres?» Acaso el punto de origen o nacimiento le dé a Pilatos pie
para un cambio de rumbo en el procedimiento judicial. Pero Jesús no
respondió palabra. ¿Para qué? Pilatos le acucia: «Habla, mira que puedo
salvarte.» «Nada podrías —contesta Jesús— si el Cielo no te hubiera dado
ese poder. Por eso el que me ha entregado tiene más pecado.» Pilatos sigue
queriendo salvar a Jesús. Claro que con una simple cohorte de soldados,
que hubiera barrido la plaza y encarcelado a los calumniadores sacerdotes,
hubiera bastado para acallar al pueblo y poner a Jesús en libertad
tranquilamente. Pero eso es justamente lo que no quiere hacer Pilatos. La
política y mentalidad del Imperio romano es: Nada de líos, nada de jaleos;
paz, aunque sea a costa de la justicia individual. Pilatos, al fin, se decide a
entregar a Jesús a que lo crucifiquen. Jesús muere por la envidia y odio de
los judíos de los judíos y por la política peculiar del Imperio Romano. Y
todos los mártires perecen por la misma política. Las cartas de Bitinia de
Plinio el Joven a Trajano son un documento precioso en este sentido.
Plinio pregunta al César: «¿Qué hago con los cristianos?» Responde:
«Nada, si no hay escándalo. Duro, si puede haber desorden.» A Pilatos le
arrancan a la fuerza la condenación de Jesús; le hacen la forzosa los judíos
poniéndole en el trance de un escándalo o de condenar al inocente. Y
Pilatos condena al inocente. Muy de su época, muy de su nación. Pero
Jesús en todo ese proceso tiene una actitud sublime: Silencio — verdades
— resignación — perdón — misericordia.
La misma actitud de los mártires.—Los mártires han sido confesores
de la fe no sólo por el hecho, sino porque en todo y por todo han imitado
fielmente la conducta de Nuestro Señor.
Ahora bien; esa fiel imitación de la conducta de Jesús ha sido en
buena parte causa del inaudito triunfo y propagación del Cristianismo. En
la escena de Jesús y Pilatos están contenidos, puestos por Cristo-Dios, los
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gérmenes todos que inmediatamente iban a fructificar y florecer hasta en
las mismas casas nobles de Roma. ¡Quién sabe si algún hijo o nieto de
Pilatos no habrá sido cristiano!

Tercera meditación: Las siete palabras de Nuestro Señor


Crucificado.
Me limitaré a indicar brevísimamente la idea meditada en cada
palabra.
Primera palabra: Padre mío, perdónalos porque no saben lo que
hacen.—Ausencia de todo rencor y resentimiento. Misericordia infinita. A
éstos también ha venido a salvar. A nosotros nos perdona Dios, por
intercesión de Jesús, a pesar de las innumerables ofensas que le hemos
inferido un día tras otro. Antes nos cansaríamos nosotros de pecar que El
de perdonar al pecador arrepentido de corazón. La Redención es esto: es el
perdón, siempre el perdón. Redención de amor que cada día se renueva en
amor.
Segunda palabra: Jesús perdona al buen ladrón.—* Empalma con la
palabra anterior. Pero haciendo hincapié en la contrición del buen ladrón
—y en su confesión— y en su oración y petición. El buen ladrón es el
único hombre —que se sepa— que se ha confesado con Nuestro Señor y
recibido directamente la absolución de El. Este privilegio concedido a un
ladrón da mucho que pensar. Ejemplos numerosos de Cristo atrayendo y
purificando pecadores. Valor infinito de la misericordia de Dios, que a un
instante de verdadera contrición concede lo mismo que a toda una vida de
santidad. Y el santo que protestare de ello dejaría, ipso facto, de ser santo,
puesto que carecería de la caridad —amor cristiano—. Perdón del padre al
hijo pródigo, aunque refunfuñe el otro hijo. El santo de toda la vida, si es
verdaderamente santo, se alegrará infinitamente del perdón concedido al
pecador por un acto solo de contrición.
Tercera palabra: He aquí a tu madre. En esta palabra San Juan, que
recibe como suya a la Madre del Salvador, representa a la Iglesia entera en
todos sus componentes.
Madre nuestra es la Santísima Virgen, cooperadora en la Redención,
no sólo porque da a Cristo su materia humana, sino porque realmente
colabora con El —como ya hemos visto— en la obra de la Redención.
¿A quién acudir, sino a la Santísima Madre, en cualquier ocasión?
¿Quién —que no sea Dios mismo— podrá atesorar tanto amor a nosotros
como Ella?
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La Santísima Virgen como mediadora de todas las gracias.
Reflexión sobre el Santo Rosario y sobre las Letanías de la Virgen,
corona de alabanzas harto pobre si se compara con el objeto y, sin
embargo, la más honda y rica que ha obtenido jamás persona alguna en el
mundo.
Cuarta palabra: Dios mío, ¿por qué me has abandonado?—Lo
exclama Jesús con gran voz después de tres horas en que la tierra se cubrió
de tinieblas. ¿Qué sentido tienen estas palabras? ¿Sufrimientos indecibles
y para nosotros misteriosos? ¿Visión anticipada de algo espantoso para la
Humanidad, a quien Jesús amaba? Todo en esta palabra, hasta las cir-
cunstancias materiales en que fue pronunciada, es profundamente arcano.
Sin duda nos hallamos aquí ante algo esencial y únicamente divino que
jamás podremos en esta tierra entender.
Quinta palabra: Tengo sed.—Sed física, consiguiente a la enorme
hemorragia. Profecía del Salmo 21. Pero también sed espiritual o moral.
¿De la salvación del hombre? ¿Afán o amor inextinguible del género
humano? ¿Petición a los hombres de un poco siquiera de gratitud? Pensar
esto y derretirse el corazón en correspondencia amorosa. Toma mi vida, Je-
sús, para restañar esa sed.
Sexta palabra: Todo está acabado.—La obra está hecha. Jesucristo
ha cumplido su misión. La Humanidad ha sido redimida. El pecado es
vencido por la misericordia, el odio por el amor, Satanás por Cristo. Hay
como un suspiro de alivio infinito. Jesús lo ha dado todo por el hombre.
Pero ya se acabó. Hombre, ¿qué harás tú ahora?
Séptima palabra: Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu.—
Esta palabra puede tener múltiples sentidos. Me consuela mucho el pensar
que signifique que Jesucristo encomienda a Dios el destino de la Iglesia y
sus santos. ¿No es el espíritu de Cristo el que anima a la Iglesia? Véase
San Pablo.

Cuarta meditación: Muerte de Jesús en la Cruz.


Esta meditación ha sido para mí un gran silencio del alma. El silencio
profundo de lo que no tiene expresión posible. El silencio de los espacios
infinitos que anonadaba a Pascal. ¿Qué marcha fúnebre podrá expresar ese
abismo de silencio? Ni Bethoven, con sus espeluznantes silencios que
parecen surgir de la eternidad callada. Ni San Juan de la Cruz, con esas
desgarradas noches silenciosas y abruptas como insondables precipicios.
Ante el pensamiento de la muerte de Jesús, el corazón se encoge y se

74
estruja hasta quedar exhausto de sangre y vida. Todo ser creado resulta
harto imperfecto para corresponder a la grandeza del momento. ¡Dios se
muere! ¡Dios se ha muerto! La muerte, la segadora horrenda, ha tenido la
inconcebible audacia de pasar el filo de su guadaña por el cuerpo de Dios.
¿Cómo no había de retemblar la tierra? ¿Cómo no habían de quebrarse las
rocas del Calvario? ¿Cómo no habrían de abrirse los sepulcros y salir de
ellos despavoridos los santos de la antigua ley? El velo del Templo se
rasga con estridor de agonía. El espanto cunde por todo el orbe. ¡Dios se
muere! ¡Dios se ha muerto!
En el silencio profundo de esta muerte imposible, surge una lucecita,
una estrella única en la inmensidad negra de un cielo desolado. Dios vive.
Dios está vivo. Dios es el que siempre vivió y vivirá. Dios es la vida
misma. Y como la vida es más que la muerte, la muerte no puede nunca
con la vida. ¿Quién ha muerto? Ha muerto Jesús de Nazareth, pero vive el
Hijo, vive la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios vivo, Dios de
vida. Y si Jesús de Nazareth ha muerto, es porque Jesús, Hijo de Dios vivo,
quiere verter vida nueva y más pura sobre los hombres, a quienes ama de
amor inconcebible. Alma mía, no calles en el silencio fúnebre de lo
inexpresable. Prorrumpe en gritos de júbilo. ¡Alleluia! Esta muerte es
fuente de vida. Esta muerte es el ocaso de un viejo astro cansado y
putrefacto, en las escuelas farisaicas de los rabinos, y el orto de un
esplendente sol que inundará al mundo de luz nueva. Saulo de Tarso,
criado en los bancos de la escuela de Gamaliel, cae cegado por la nueva
luz del nuevo sol. Y se levanta, lleno de la nueva lumbre de la verdad ver-
dadera. Cristo muere en la Cruz con la grandeza imponente de una muerte
que es nueva vida. Hasta el último instante modelo divino, sigue siendo
paradigma y ejemplo para quien sepa mirarlo. Pues míralo morir. Míralo.
Todo se acaba, todo se acabó. Jesús ha muerto. Los apóstoles han huido.
Junto al cuerpo del Maestro no quedan sino tres débiles mujeres y un joven
tierno y frágil. Todo ha pasado ¿verdad? Sin Cristo, no hay cristianos.
Y la Sinagoga triunfa. ¿Sí? Ahora empieza la vida. El mundo entero
de la antigüedad judía y pagana ha sido el que ha muerto con Jesús de
Nazareth. El mundo nuevo del amor cristiano nace ahora, en este preciso
instante.

DÍA 4 DE OCTUBRE.
San Francisco de Asís.

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Primera meditación: La Resurrección de Nuestro Señor.
Puede tomarse, primero, como figura y anuncio de la resurrección de
toda carne de hombre, pues si Cristo ha sido modelo de humanidad en su
vida mortal, también ha de serlo en su vida gloriosa. En este sentido es
perfectamente lógico que Jesús fuera en seguida después de su muerte
temporal a la mansión de los justos de la antigua ley, a hacerlos, sin tardar,
partícipes de la Redención ya hecha.
Por eso San Pablo insiste con mucha razón sobre la verdad de que la
Resurrección de Nuestro Señor es garantía de nuestra propia resurrección.
Toda la humanidad recibe, en el acto de la Resurrección del Salvador, la
gloria, es decir, el pleno resultado de la Redención. Sin la Resurrección la
Redención no sería completa, y Jesucristo no habría perfeccionado su obra
temporal. Es, pues, la Resurrección el sello más patente de la divinidad en
la Vida de Cristo. Refluye, por decirlo así, retrospectivamente sobre la vida
temporal y la nimba de la gloriosa divinidad.
Puede tomarse también: segundo, como hecho histórico real. No hay
en toda la Historia hecho más y mejor atestiguado. Los detalles que la
Sagrada Escritura refiere son tanto más convincentes y fidedignos cuanto
que son discutidos. Porque es evidente que una referencia histórica como
la que tenemos de la Resurrección no sería, ni habría sido jamás discutida
por nadie, si se tratara de un hecho natural profano. La muerte de César,
asesinado por Bruto, está históricamente menos atestiguada que la Resu-
rrección del Salvador, y nadie ha imaginado jamás discutirla. Es el
prejuicio antisobrenatural el que aquí actúa. Pero ningún historiador, que
verdaderamente piense sin ningún prejuicio, puede negar la Resurrección.
Puede tomarse también: tercero, en su naturaleza e índole. El cuerpo
de Cristo resucitado vive una vida completamente distinta de la temporal.
Sus principales propiedades son: impasibilidad, independencia Hp. toda
constricción natural v material (alimento, sueño, etc.); claridad, brillo,
belleza y esplendor de gloria; libertad, exención de toda gravedad y de
toda imperfección de criatura; agilidad, sutileza, ilimitación material. De
todas esas propiedades ha de participar el cuerpo humano en la
resurrección de la carne; por eso San Pablo llama a Cristo «primicias los
que duermen» y «jefe y modelo de todos los bienaventurados. Y aplicando
al hombre santo estas propiedades, bien puede decirse que la corona de la
gloria es la exaltación al grado supremo de las mismas virtudes que la vida
temporal del santo practico. Pues si el santo se ha desprendido y desasido
del mundo y de la carne pasible, haciéndose, como dice San Ignacio,
indiferente, esa indiferencia tórnase impasibilidad, claridad, sutileza, etc.,
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en la gloria. Pero ahora, ya en sentido positivo. No se tome, pues, la gloria
del bienaventurado como una recompensa que devuelve al Santo los
placeres y deleites y aficiones a que en vida renunció, sino como un estado
de beatitud espiritual al que precisamente se llega por medio de ese
desasimiento y renuncia que en la vida terrestre tienen carácter negativo
solamente, pero que en la celeste se torna positivo y acompañado de una
felicidad cuya cualidad es completamente distinta del goce y placer
temporales.
Puede tomarse también la Resurrección como el cumplimiento del
drama histórico de la creación del hombre. El hombre pierde y cae de su
primitiva naturaleza en el pecado original. Recobra la inmortalidad
gloriosa por la Resurrección de Nuestro Señor. En este sentido es
adecuadísima la división de la historia humana en antes y después de
Jesucristo.
Alégrese, pues, el hombre de la obra inmensa llevada a cabo por el
Salvador. Cante cánticos de acción de gracias a pleno pulmón. Grite su
gozo y alegría en el día sagrado de la Pascua florida. ¡Alieluia! ¡Alleluia!
Y de esa santa alegría extraiga amor, más amor a un Dios tan bueno
que muere y resucita por su criatura. Amor a Cristo resucitado y glorioso,
colmo y ápice de toda perfección, de todo ser, de toda amabilidad.
Y con el amor y la alegría edifique el hombre en su corazón la santa
esperanza. Para dárnosla cierta vivió Cristo, murió Cristo y resucitó Cristo.
Inmortal eres, hombre. Vivirás en la eternidad por los siglos de los siglos
junto a Cristo Dios, en la gloria de los santos.

Segunda meditación: La aparición junto al lago de Genezareth.


En esta aparición cumple el Señor la promesa que hiciera a los
apóstoles cuando les dio cita en Galilea. El cuadro tiene un encantador
ambiente rústico. Pasan una noche entera los apóstoles (Pedro, Tomás,
Bartolomé, Santiago, Juan y otros dos) pescando, pero sin coger nada. Al
amanecer aparece Jesús en la ribera del lago. Les dice dónde tienen que
echar la red. Pesca milagrosa. Saltan a tierra precedidos del fogoso Pedro,
que se tiró vestido al agua. Ya estaba preparada la lumbre y un pescado
asándose en ella. Comen con Jesús. El cuadro es idílico y encantador. El
lago brillante, al sol de la mañana. Aquellos pescadores sentados en el
suelo junto al Maestro, comiendo de la pesca milagrosa. Todos saben que
es el Maestro. Nadie osa preguntarle nada. Es el silencio que precede a los
grandes momentos. De pronto Jesús pregunta a Pedro: «¿Me amas más que

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éstos?» Respuesta humilde y melancólica de Pedro —el que tres veces
negó al Señor—: «Te amo.» Pero no afirma si más, menos o igual que los
otros. Y Cristo dice gravemente: «Apacienta mis corderos.» Repite la
pregunta; obtiene la misma respuesta. Y añade la misma recomendación:
«Apacienta mis corderos.» Repite por tercera vez la pregunta. Pedro, cada
vez más triste, contesta: «Señor, Tú lo sabes todo y sabes que te amo.»
Jesús entonces le dice: «Apacienta mis ovejas.» E inmediatamente viene la
profecía del martirio y muerte de cruz de Pedro.
Pedro entonces, señalando a Juan, el discípulo amado de Jesús,
pregunta: «¿Qué será de éste?» Y Jesús reprende la curiosidad de Pedro
diciendo: «Si yo quiero que así se quede hasta mi venida, ¿a ti qué te
importa?»
Pueden considerarse en el conjunto de esta aparición varios puntos:
1.º El sentido simbólico de la pesca milagrosa y la comida junto al lago. 2.º
La concesión a Pedro del primado sobre la Iglesia. 3.º La predicción del
martirio de Pedro.
La pesca milagrosa simboliza la labor de apostolado encomendada a
los apóstoles. Esa labor no dará fruto si no es dirigida por Nuestro Señor
Jesucristo. La noche en que los apóstoles pescan con propia dirección, no
sacan nada. Cuando pescan bajo la dirección de Cristo, hinchan las redes.
Jesús, además, desea comer del pescado cogido y, en efecto, lo come.
Es la recompensa del celo apostólico.
La red no se rompe a pesar de estar abarrotada de pescado: la Iglesia
puede extender confiadamente sus redes sin temor a tortura, a
quebrantamiento de su unidad e integridad. En fin, la premura de Pedro en
saltar al agua para acudir al Señor, simboliza también la primacía, que
vamos a verle concedida. Por último, la comida íntima de los apóstoles con
el Señor figura también la bienaventuranza eterna o mansión con Dios,
recompensa de la vida abnegada que han de llevar los apóstoles.
La concesión del primado sobre la Iglesia la hace el Señor con toda
claridad en sus tres «Apacienta mis corderos» (Iglesia discente) «y mis
ovejas» (Iglesia docente). La autoridad conferida a Pedro comprende,
pues, a toda la Iglesia. Y es autoridad completa, pues en la palabra
apacentar se contiene todo lo que se refiere a la vida de los corderos y las
ovejas.
Pero antes de conceder el primado a Pedro, el Señor le ha preguntado
por tres veces: «¿Me amas?». Porque el amor es la condición esencial del
ministerio apostólico: un amor abnegado, un amor humilde, un amor de
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criatura a su criador. ¡Siempre el amor como sentimiento, virtud, concepto,
ideas centrales en nuestra divina religión!
La predicción del martirio de Pedro tiene por fin: a) Consolar a
Pedro, que está traspasado de dolor por su triple negativa. Está no sólo
perdonado, pero también elevado en cierto modo, por la perspectiva de una
muerte de cruz semejante a la del Maestro. b) Llamar a Pedro —y tras él a
los apóstoles— a una perfecta imitación de Jesús mismo, incluso en el
modo de muerte

Tercera meditación: La Ascensión del Señor.


Preparación: Jesús reúne a los discípulos en Jerusalén. Come con
ellos. Y en la comida les hace las últimas recomendaciones: que esperen en
la ciudad la venida del Espíritu Santo y que por Jerusalén mismo empiecen
la predicación del Evangelio. Luego sale con ellos hacia el monte de los
Olivos, lugar excepcionalmente amado por el Salvador. Los discípulos
preguntan cuándo va a manifestarse el reino del Mesías. Es evidente la
preocupación de la venida del Reino. Muchos la creían inminente, pero
Jesús nunca dio pie a semejante creencia. (El pasaje del Evangelio en
donde Cristo predice la próxima caída de Jerusalén no puede de ninguna
manera aplicarse a la venida del Reino.) Al contrario, siempre calló sobre
ese punto diciendo que el momento solamente lo sabía el Padre Celestial.
En el monte de los Olivos bendijo por última vez a los apóstoles y
con ellos a toda la Iglesia futura.
La Ascensión se verificó con enorme solemnidad y majestad. El
Salvador se dirige lentamente hacia la cumbre. Le siguen, aunque
apartados, los discípulos, los apóstoles y otros, con las santas mujeres y
Nuestra Señora. El momento es escalofriante. Señor camina rodeado de
una aureola de luz vivísima. Apresura el paso. En la cumbre del monte la
muchedumbre le rodea, atónita, adivinando algo inaudito y propiamente
divino. Jesús eleva una mano como para bendecir a sus fieles seguidores, a
la Iglesia, a la humanidad, al mundo entero. Del cielo baja como una nube
y Jesús, en medio de los resplandores de la gloria, asciende hacia el cielo y
desaparece en el resplandor que le rodea. Los apóstoles cayeron al suelo
prosternándose sobre la tierra. El silencio era absoluto. La Santísima
Virgen, con los ojos fijos en la nube celeste, veía acaso lo que a ningún
mortal le es dado ver en este mundo.
De la nube descienden entonces dos ángeles blancos con cetros en la
mano, y con voz sonora de trompeta exclaman: «Varones de Galilea, este

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Jesús que ha subido al cielo volverá de la misma manera que le habéis
visto subir.» La escena final de la humanidad será, pues, la inversa de esta
solemne escena en el monte de los Olivos. El Redentor sube al cielo, de
donde bajará como juez universal. Con idéntica pompa y majestad. Los
dos grandes momentos del drama humano, la Redención y el Juicio final,
son obra de una y la misma persona divina.
Ha terminado la acción directa de Jesús. Comienza la vida de la
Iglesia, que desde entonces ha emprendido esa marcha triunfal a través de
la Historia, proceso y evolución sin par, donde no hay un solo retroceso,
sino un perfeccionamiento cada vez más profundo, y una dilatación por el
orbe que nada ni nadie puede detener. La Ascensión de Nuestro Señor a los
cielos es figura de la ascensión de la Iglesia a los cielos. La Iglesia, la
colectividad de los fieles unidos bajo un solo jefe, en una sola doctrina, en
un solo amor, se purifica en esta tierra, se envuelve en la nube
esplendorosa y se encamina al suave tránsito hacia la eternidad de la
gloria. Sursum corda! Convidemos a todos los hombres a esta ascensión
hacia Dios. Subir, siempre subir hacia lugares de más pura luz.
¡Desgraciado el que no sabe dónde está la vía de luz y de salvación!
Propaguemos la noticia por todo el mundo. Digamos a los hombres todos
que hay un camino por donde se sale de la miseria y de la oscuridad para
entrar en la abundancia y la claridad. Ese camino es Cristo. Vivir con El,
morir con El, ascender con El a la gloria eterna. Fiat.

DÍA 5 DE OCTUBRE.

Meditación para alcanzar amor de Dios.


Al término de los Ejercicios viene esta que llama San Ignacio
«Contemplación para alcanzar amor». ¿Para alcanzar amor? Sin duda.
¿Pero no hemos hecho los Ejercicios justamente para eso? Sí; pero acaso
no hayamos alcanzado en ellos el amor, que en esta contemplación se
apetece obtener. Porque, no lo olvidemos, los Ejercicios espirituales son
«para vencer a sí mismo y ordenar su vida sin determinarse por afección
alguna que desordenada sea». Es decir, que los Ejercicios son un método
para ponerse en disposición de alcanzar el amor (caridad) de Dios, el
estado más alto del alma cristiana. Los Ejercicios pueden durar diez días,
veinte días, un mes. En ese tiempo, ¿puede alcanzarse el amor de Dios? Sí
y no. El amor de Dios puede alcanzarse en un momento, si Dios quiere.
San Ignacio es un ascético realista. Sabe muy bien lo que son y cómo son
las almas.
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Sabe que normalmente, y salvo una extraordinaria gracia, el alma es
tarda en empaparse del amor de Dios. Porque el amor de que el alma
fácilmente es capaz, por naturaleza, es un amor cuyo objeto tenga las
propiedades de los objetos sensibles. El amor, empero, de Dios es
puramente espiritual. Para conseguirlo hace falta matar, por decirlo así, los
sentidos y aplicar el alma, vacía ya de sensibilidad sensible (valga la
redundancia) al objeto espiritual. Que ese vaciamiento o purgación de la
sensibilidad es largo y difícil, se sabe por cualquier libro de ascética. Sería,
pues, equivocar el sentido del libro de los Ejercicios el creerse que son
modos abreviados de llegar en unos días o un mes al puro amor de Dios.
No. Los Ejercicios son un revulsivo enérgico del alma para darle
resolución y fuerzas, a fin de emprender con alegre tesón la cuesta arriba
de la santidad. No hacen santos. Hacen hombres resueltos a llegar a serlo.
Después de todo lo indica el mismo San Ignacio en su primera nota
cuando dice que «el amor se debe poner más en las obras que en las
palabras». Ahora bien, obras de amor de Dios no son los Ejercicios. Estos
nos preparan eficacísimamente para realizar dichas obras. Pero hay que
realizarlas y no en un par de semanas o en un mes.
Adviértase que San Ignacio tiene un concepto activo, no
especulativo, del amor. Es dar, transmitir, comunicar al amado lo que el
amante tiene, y el amado no tiene. Es, pues, querer que el amado esté en
posesión de todos y los más altos bienes, aun despojándose de ellos el
amante para el amado. Pero en el amor reciproco si cada uno da al otro lo
que tiene, todo lo que tiene, entonces este doble movimiento
complementario de entrega mutua produce una compenetración profunda,
una identificación completa que es propiamente la esencia del amor. Ser el
amante del amado y el amado del amante.
Ahora bien, supongamos obtenido lo que San Ignacio pide en el
segundo preámbulo: «Pedir conocimiento interno (nótese esto de interno)
de tanto bien recibido, para que yo, enteramente reconociendo, pueda en
todo amar y servir a su Divina Majestad.» He aquí la clave de esta
contemplación: darse cuenta internamente, es decir, con conocimiento que
sea más que mera noticia, que sea, como dicen los filósofos actuales,
vivencia de todo lo que Dios (amante) nos ha dado (acto de amor).
Entonces no tendremos más remedio que amarle y darle (luego veremos
qué).
Tres grupos de dones nos otorga Dios, según San Ignacio: 1.º Cosas.
2.º Su Ser Divino. 3.º Su actividad divina.

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En primer lugar, cosas: la existencia que le debemos, la redención
que le debemos, las facultades todas de nuestro ser, los dones de cosas
particulares que a cada cual ha dado Dios, y además la creación entera, que
ha puesto en nuestras manos para que la usemos libremente, para que la
aprovechemos, para que la conozcamos (ciencia, técnica, cultura,
civilización). Todo eso nos lo da Dios con tal liberalidad, que raya en la
prodigalidad. Hasta el punto de permitir que muchos hombres hagan mal
uso y saquen desaforadas consecuencias de toda esa infinita variedad de
seres, cuyas esencias y leyes la ciencia del hombre penetra y descubre.
Piénsese adonde, por permisión de Dios, ha llegado la ciencia y técnica en
manos del hombre. Pues todo eso es don de Dios, don puro y gratuito. No
lo olvides, soberbio y orgulloso científico, en quien la vanidad del saber
olvida acaso la evidencia del origen divino de todos los conocimientos. No
lo olvides, técnico orgulloso y soberbio, en quien la satisfacción del poder
logrado sobre la creación oscurece acaso la humildad con que a Dios
debieras atribuir desde la más simple herramienta hasta el más complicado
aeroplano o la más sutil radiación electromagnética.
En segundo lugar: su propio ser Divino. Porque Dios no sólo nos ha
dado las cosas (materiales y espirituales, facultades, etc.), sino que se ha
dado El mismo a nosotros. En primer lugar, al darnos las cosas creadas nos
da su propio ser, porque El habita en ellas, en los elementos, como dice
San Ignacio.
Habita Dios en lo creado, porque todo ser finito y ab alio tiene el ser
de quien se lo dio, es decir, del ser a se. Siendo Dios creador de todo
cuanto existe, el ser de lo que existe es ser de Dios mismo; y Dios se da al
darnos las cosas. Pero, además, Dios vive en nosotros. Somos templo de
Dios de un modo más eminente que cualquier otra criatura. Porque Dios
nos ha dado razón, conciencia; es decir, que sabiéndonos limitados, nos
sabemos creados y nos conocemos como obra de Dios; cosa que a ninguna
otra criatura no racional le acontece. Por eso toda criatura racional es
templo de Dios; contemplándose a sí misma (la criatura racional es la
única que puede hacerlo) contempla su limitación y en la limitación
reconoce la infinitud de Dios. Por último, Dios nos ha dado su propio ser
todavía más íntimamente y estrechamente en la Sagrada Comunión.
Pero con esto entramos ya en el tercer grupo de dones que ha
designado con el nombre de actividad divina. Dios nos hace don también
de su divina actividad. En las cosas hallamos a Dios no sólo siendo
presente en ellas, sino actuando para nosotros. Las cosas poseen una vida
interna (los elementos están en tensiones y síntesis dinámicas, las plantas
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«vegetan», los animales «sensan», etc.). Y esa vida interna de las cosas es
efecto de la actividad de Dios. La misma existencia continuada es creación
continuada. Dios se derrama sobre la creación por dos maneras: como ser
que da ser, como acción o vida que da vida. Y en nosotros la actividad de
Dios ha sido y es especialísimamente amorosa. Hase hecho hombre, ha
padecido y muerto por nosotros, y en la Sagrada Comunión nos da no ya
su ser, como a toda criatura ordinaria, sino su cuerpo y su sangre humanos,
en un portento de amor loco, que multiplica por el infinito cada día el
sacrificio de la Cruz.
Todo eso nos da el amante, todo eso nos da Dios. Quien medite esa
lluvia de infinitos dones que Dios amante vierte en cada momento sobre
nosotros, ¿cómo no ha de rendírsele el alma en deliquio de amorosa
correspondencia? Mas ¿qué puedo yo dar a Dios? Todo lo que soy y lo que
tengo es de Dios. Yo por mí ni soy nada ni tengo nada. Entonces ¿cómo
puedo yo corresponder a Dios amante? ¿Qué cosa mía, verdaderamente
mía, puedo yo ofrendar a Dios para que mi amor no sea mera palabra, sino
obra real? Una sola cosa tengo yo mía, mi libre albedrío, mi libertad. No
porque Dios no me la haya dado, no, sino porque Dios al dármela ha
renunciado a ella explícitamente. (¿Qué mayor prueba de amor cabe
imaginar?) Ninguna criatura es libre más que aquella que Dios ha hecho
libre. Pero en el dar la libertad hay como una necesidad metafísica de no
retener ni un ápice de dentro sobre lo que se da. Por eso la donación de la
libertad es la más grande que Dios ha podido hacer, porque en ella, ¡colmo
del amor!, Dios da hasta la posibilidad de la ingratitud nuestra. La libertad
es un don tal que confiere al que la recibe la posibilidad de revolverse
incluso contra quien la da. Pues hasta ese don tan peligroso para el donante
nos ha dado Dios. Y ¿qué pide en cambio? Que nosotros libremente nos
entreguemos a El. Pudo —es omnipotente— decretar que nos entre-
gásemos sin restricción a El, siempre y en todo momento. Pero entonces
no seríamos libres, no seríamos hombres; seríamos pura mecánica de
causas y efectos segundos y primos (como los animales y las plantas).
Dios nos amó tanto que nos quiso dar esa parcela de naturaleza divina que
es la libertad. Porque su amor prefiere que nuestra correspondencia sea
libre decisión de nuestra libre voluntad, a que sea constreñida obediencia a
las leyes de la materia creada.
Entonces está claro el punto en que nuestro amor a Dios puede
consistir. No puede consistir más que en la donación Ubre de nuestra libre
voluntad. «Tomad, Señor, etc.» Es el único don de que la criatura humana
puede libremente disponer. Allá va. A ti, Dios mío, lo entrego, con toda
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conciencia y con entera libertad. A ti, Dios mío, me doy, doy mi libertad, la
que tú me diste con facultad incluso de negártela si me pluguiera. Pero no
sólo no me place negártela, porque te amo, sino que no te amaría si no te la
entregara libremente. Toma, Señor, mi libertad. Libremente te la doy, te la
regalo, te la dono, como prenda de amor. Tú me la diste como prenda
suprema. Yo te la devuelvo como prenda suprema.
No hace falta después de esto insistir sobre el otro aspecto del amor:
la compenetración mutua. Se encuentra clarísimamente en esa mutua
donación de la voluntad libre, que Dios da y Dios recobra por acto libre
también de la criatura.
Estas consideraciones son una mínima parte de las que sobre tema tan
enorme pudiera hacer cualquiera persona que medite con algo de
fecundidad y de método.

Examen analítico y resoluciones


Cuando me acerco al Santo Tribunal de la penitencia siempre siento
una desazón muy particular. Quisiera ser bien juzgado por mi confesor y
en mi picara vanidad deseo ser bien estimado por él. Pero he aquí lo
extraño y conturbador para mí. Que me es casi siempre (como no sea en
confesión general) muy difícil rebañar pecados en mi conciencia. Por
mucho que busco y rebusco no encuentro materia de confesión; no la
encuentro de la necesaria (mortales) y casi tampoco de la libre (veniales), a
no ser nimiedades que me parecen tan pueriles que me cuesta trabajo
articularlas. Y lo terrible es que, en vez de alegrarme de ello, me contrista
y conturba muchísimo, porque temo mucho que mi confesor me tome o
por hipócrita sacrílego (absit!) o por falto de la necesaria humildad.
Además, yo mismo comprendo que eso no puede ser. ¿Dónde, pues, están
mis pecados? ¡En alguna parte tienen que estar! He aquí el motivo de mi
desolación. A veces envidio literalmente a los que veo hacer largas
confesiones y me digo a mí mismo que yo quisiera, como quizá esos, tener
una copiosa masa de pecados que confesar y de que arrepentirme. Y a
veces llega mi turbación a desear haber cometido pecados para no verme
en la, para mí, dura necesidad de pasar por mejor de lo que soy. Porque
resulta que tengo una profunda sensación de culpabilidad y, sin embargo,
no encuentro por ninguna parte esa culpa que siento en mí. He aquí el
motivo de la d que siempre siento al acercarme penitencia.
Examino minuciosa y analíticamente mi actual vida para ver lo que
en ella encuentre necesitado de reforma. ¿Qué apegos tengo a personas y
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cosas? A personas: no me queda ya más que el amor a mis dos hijas, a mis
nietecitos y a mí mismo. De otros afectos y amistades a parientes próximos
y amigos no hago cuenta; ninguno es tan intenso que no pueda, en
cualquier momento, prescindir de él. Ya Dios Nuestro Señor me ha pedido
a mi hijita Carmen. La he dado sin vacilar. No sin sufrir y seguir sufriendo
de su ausencia. ¡Hágala Dios santa en su nuevo nombre de Sor María de la
Almudena! De mi hija mayor, María Josefa, y de mis nietecitos no veo
probabilidad de que por ahora Dios quiera separarme. Mas si así fuera, de
antemano acato con humildad la voluntad de Dios. Aparte de mi muerte,
que no sería verdadera separación, sólo veo yo —en mis cortas luces—
tres casos en que hubiera de perderlos en el mundo: muerte, ingreso mío en
religión, matrimonio segundo de mi hija. Todos estos casos ha sido ya de
antemano ponderados por mí. Estoy dispuesto a soportarlos con valor y
resignación. Es más: me he adelantado al tercero; y considerando que mi
hija tiene veintiséis años nada más y que acaso Dios quiera de nuevo
llamarla a la vida de casada, ya he hablado con ella y muy tiernamente —
aunque con mucho dolor oculto— le he dicho que en mí no encontrará
oposición a nuevo matrimonio con hombre bueno, trabajador y piadoso.
¿Apego a cosas? A la vida, no. Ya he vivido bastante y sé que nada
me puede ofrecer de atractivo. ¿A ciertas modalidades de vida? En
particular a ninguna estoy apegado. Gracias a Dios, la concupiscencia de la
carne, ya sea por la edad, por fatiga o por merced especial de Dios Nuestro
Señor, jamás, o casi, me atormenta, ni aun siquiera me asedia, y si alguna
vez —rarísima— la imaginación me lleva hacia esos asuntos, me ha sido,
hasta ahora, muy fácil cambiar el rumbo de mis pensamientos.
Soy, en cambio, aficionado a las comodidades materiales de la
existencia: me gusta una casa bien alhajada, me gusta la mesa bien puesta
y bien servida, y aun tengo en el comer caprichos y preferencias. Pero no
me es imposible, cuando es necesario o sólo conveniente, prescindir de
ello. En realidad, desde que vine de América (junio, 1938) casi puede
decirse que he prescindido de ello. En Poyo no puedo decir que se comiera
bien ni que mi celda fuese un dechado de confort. Aquí, en el Seminario,
tampoco. Y al llegar a mi casa, este verano, me hice el propósito —que he
cumplido, salvo dos veces— de no criticar jamás la comida ni pedir nunca
nada especial de comer, sino recibir con agrado cualquier cosa que mi hija
pudiera y quisiera ponerme. Confieso que este propósito de este verano lo
hice sin intención ninguna religiosa ni moral, y solamente por no angustiar
a mi hija en las dificultades actuales de abastecimiento familiar. Ahora
convierto el propósito en regla de conducta definitiva. No pedir jamás
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nada especial de comer ni quejarme jamás de la comida que me pongan
delante ni en casa ni en ninguna otra parte.
También soy muy amante de la paz y tranquilidad. No me gusta nada
el ajetreo, el ir y venir, el recibir a mucha gente. Me refiero, pues, a la paz
exterior, que alguien pudiera confundir con la pereza. No es pereza; porque
en cambio me puedo pasar muchas horas estudiando, leyendo, tomando
notas, escribiendo. Jamás me ha pesado la obligación de la clase diaria en
la Universidad. En cambio todos los días me pesa y me duele el tener que
ir a la Universidad. Si pudiera dar clase sin salir de casa sería para mí el
ideal. Propósito: No negarme jamás a hacer algo bueno, aunque me cueste
esfuerzo físico.
No tengo casa propia, ni fincas, ni valores. Ahora puede decirse sin
exageración que no gasto en mí literalmente nada, salvo las dos pensiones
que pago en el Seminario. Todo va a mantener a mi hija, mis nietos, mi
cuñada y mi tía, y un matrimonio viejo que tengo recogido en casa por
caridad.
Tengo apego a mi nombre y persona. En suma, soy vanidoso. Me
gusta que se tenga buena opinión de mí. Me encanta que una clase o una
conferencia salga bien, redonda, pulida, bien abastada de ideas poco
comunes. También me gusta brillar en conversaciones ideológicas y
doctrinales. En cambio soy poco aficionado a la murmuración y
chismorreo sobre otras personas. Quisiera que todo el mundo me quiera a
mí, y yo siento una gran propensión a querer a los demás, aunque a veces
por pura cortedad soy algo adusto. Hubo un tiempo en que sentí ambición
de mando. Durante el año de 1930 casi entero y dos meses (enero y
febrero) de 1931 fui subsecretario de Instrucción Pública. Me aficioné a
mandar. Después, durante los cuatro años en que fui decano de la Facultad,
también creció y se robusteció mi afición al mando. Como jefe me parece
que soy exigente en el trabajo y la puntualidad, algo breve y brusco en el
ordenar, muy previsor de todo lo que pueda ocurrir y meticuloso en
adelantarme a los acontecimientos, preverlos y encauzarlos de antemano.
La desobediencia, que trastorna mis planes, me pone fuera de mí. En
ocasiones, siendo subsecretario, llegué a ponerme iracundo. La
inmoralidad administrativa también me saca de mis casillas. Siendo
subsecretario supe que cierto habilitado de provincias (para maestros) se
hacía pagar el mentido favor de llevar las nóminas al día, y al maestro que
no le regalaba algo le retrasaba el cobro diez o quince días. Me dio tanta
ira que lo destituí por telégrafo fulminantemente. Luego me dijeron que
tenía diez hijos. Me dio lástima; pero no lo restablecí, sino que le
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proporcioné otro suplemento de sueldo en otra parte. Creo que en el
Ministerio y en la Facultad fui justo y, en general, querido de todos.
Después de mi conversión hice estudio de matar en mí toda ambición
de mando. Me parece que lo he logrado. Hoy pienso con horror en que se
me ofreciera —como ya se me ha anunciado— el decanato de la Facultad
nuevamente. Ni que decir tiene que lo rechazaría de un modo radical. A no
ser que el señor Obispo me mandase aceptarlo. Porque el antídoto que yo
veo más eficaz a mi vanidad y posible orgullo y soberbia es el propósito,
absolutamente resuelto, de obedecer ciegamente al señor Obispo en todo
lo que me mande, ser un instrumento en sus manos. (Salvo, naturalmente,
en el ejercicio de aquellos oficios que requieren por su propia esencia
libertad de decisión, como, v. gr., votación académica o cargo de juez en
oposiciones, etc.). Creo que mi vida está ya toda entera, directa o
indirectamente, dedicada únicamente a la mayor gloria y servicio de Dios,
cuyo servicio se cifra para mí en mis deberes internos de sacerdote y lo
que me mande hacer el señor Obispo; si me sobra tiempo escribiré, si no,
no escribiré; predicaré si quiere el señor Obispo, si no, no predicaré. Y
haré firme propósito siempre de que ni éxitos ni fracasos sean parte a
conmover en lo más mínimo la quietud, paz y resolución en que me han
puesto los Santos Ejercicios.

1 de octubre de 1940.

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