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04027176 - América II (FRADKIN) 45 COPIAS

Capítulo 7
LOS CASTELLANOS EN MESOAMÉRICA

7.1. LA CONQUISTA DE MÉXICO

Hernán Cortés, un joven aventurero de mediana educación y cierta experiencia


curial, nacido en el seno de una familia de la hidalguía pobre extremeña, llegó a La
Española en 1504 y después pasó a Cuba, donde fue secretario y compadre de su pri-
mer conquistador, Diego Velázquez. Cortés comenzó en 1519 la conquista de México.
Desde el inicio de su aventura contó con dos personajes clave que le sirvieron de me-
diadores lingüísticos —en maya y en náhuatl— entre los castellanos y los indígenas,
Gerónimo de Aguilar y Malintzin (conocida también como doña Marina o la Malin-
che), español uno e indígena la otra. Cortés fundó la Villa Rica de la Vera Cruz e inició
su periplo hacia el interior de la Tierra Firme, pese a las reiteradas solicitudes de los
enviados de Tenochtitlan para que no avanzara sobre sus territorios. Y a pesar también
de las precisas instrucciones de su mandante, Diego Velázquez, dadas en octubre de
1518, cuya preocupación fundamental era el rescate de «oro, piedras preciosas, per-
las e otros metales, especierías e otras cualesquier cosas… [y] sabido que en las di-
chas islas e tierras hay oro, sabréis de donde y cuando lo hay e si lo hobiere de minas y
en parte que vos los podáis haber, trabajar de lo catar e verlo» (Instrucciones de Die-
go Velázquez). Cortés desobedeció a su capitán y compadre, y avanzó hacia el inte-
rior dando inicio al proceso que condujo a la caída del dominio de la Triple Alianza
en esas tierras mesoamericanas.
La alianza que estableció con los tlaxcalteca —que como ya hemos visto, eran vie-
jos enemigos de los mexicas— consolidó el avance cortesiano. En su paso por Cho-
lula (Cholollan), uno de los santuarios religiosos más antiguos y prestigiosos de
Mesoamérica, Cortés, ante rumores de supuestas traiciones de los cholulteca, organi-
zó una matanza preventiva . Esa terrible primera matanza consiguió los efectos «peda-
gógicos» buscados, el camino hacia Tenochtitlan estaba abierto. Tanto así que el
«huehuyetlathoani» mexica, Moctezuma, se apresuró a enviar «embajadores» y ricos
presentes al caudillo extremeño a modo de bienvenida. Entrando por la calzada de Ixta-
palapa, Bernal Díaz nos cuenta «y desde allí vimos tantas ciudades y villas pobladas
en el agua y en tierra firme otras grandes poblaciones y aquella calzada tan derecha por
nivel como iba a México (Tenochtitlan), nos quedamos admirados y decíamos que pa-
recía a las cosas y encantamiento que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes

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torres y cues y edificios que tenían dentro en el agua y todas de cal y canto; y aun algu-
nos de nuestro soldados decían si aquello que veían si eran entre sueños». Moctezuma
recibió con honores a Cortés y lo instaló en palacio. Entretanto, Pánfilo de Narváez,
enviado por Velázquez había llegado a Veracruz con ordenes de apresar al caudillo
extremeño. Cortés —ya convertido de huésped en carcelero de Moctezuma— partió de
Tenochtitlan para enfrentar (y derrotar) a Narváez, dejando en la ciudad al violento
Pedro de Alvarado al mando de la situación. Éste irrumpió en una fiesta religiosa mexi-
ca dedicada a Huitzilopochtli —que había sido permitida por el propio Alvarado—
arrancó con violencia las joyas y ricas vestiduras de los jóvenes oficiantes, a quienes
«desnudos, en cueros, con solamente una manta de algodón a las carnes, sin tener en
las manos sino rosas y plumas, con que bailaban, los metieron todos a cuchillo». Las
límpidas palabras del padre Durán nos eximen de toda hipérbole al recordar el hecho
que se conoce como «matanza del Templo Mayor». Ante ella, la violenta reacción
mexica no se hizo esperar y Cortés hubo de volver apresuradamente a la ciudad, atrin-
cherándose en el palacio de Moctezuma, él intentó sosegar la rebelión colocando al
propio «tlathoani» como apaciguador; éste resultó muerto por sus súbditos, y los cas-
tellanos tuvieron que huir de Tenochtitlan, muriendo muchos de ellos en el intento in-
fructuoso de salvar el oro y las joyas que cargaban. Si bien todas las cifras son aproxi-
mativas, alrededor de ciento cuarenta de los invasores europeos dejaron allí sus huesos.
El resto, con Cortés a la cabeza, se refugió en Tlaxcala para intentar rehacerse.
Dejaron los castellanos Tenochtitlan y el valle central fue alcanzado por la viruela
(de acuerdo a la tradición, un esclavo de Pánfilo de Narváez la introdujo desde Vera-
cruz). Ante el impacto de esta enfermedad importada, frente a la cual los nativos ame-
ricanos estaban completamente demunidos, la mortandad fue enorme y ésta es sólo la
primera oleada de un hecho que se repetió con fatal regularidad. El propio Cuitlahuac,
el caudillo mexica recientemente elegido para resistir a los invasores, murió durante
este brote epidémico. No había desaparecido aún la epidemia y ya los invasores se
hallaban de nuevo en los alrededores del área lacustre. Cortés, que había comprendido
que sólo interrumpiendo el abasto de víveres de la ciudad insular podría vencerla,
estableció alianzas con varios de los señoríos de la región lacustre y comenzó a hos-
tigar duramente a los de Tenochtitlan. Construyó unos bergantines para poder acer-
carse con sus hombres y caballos hasta la ciudad, adonde entró a sangre y fuego. Y des-
pués de una lucha de casi ocho meses, la resistencia mexica resultó completamente
vencida. La mortandad y destrucción fueron enormes. La otrora orgullosa cabecera de
la Triple Alianza quedó en ruinas. Nuevamente, evitemos la hipérbole y dejemos la
palabra a un cronista como Bernal Díaz cuando habla de la villa de Ixtapalapa: «Aho-
ra toda esta villa está por el suelo perdida, no hay cosa en pie…», así quedó Tenoch-
titlan ese 13 de agosto de 1521.

7.2. LAS CONSECUENCIAS DE LA CONQUISTA

Este período inicial está marcado por tres características fundamentales: se trata
del primer momento grave de contracción de la población indígena —efecto sobre
todo de las primeras epidemias— y de la consiguiente contracción en la ocupación del
territorio como una de sus primeras consecuencias. Los indígenas no sólo comienzan
a perder —en manos de los europeos— una parte de su territorio, sino que se inicia

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también lentamente el proceso de fractura del ecosistema prehispánico y de pérdida


progresiva del acceso a un complejo sistema de multiplicidad de recursos.

La catástrofe demográfica

Las últimas estimaciones de Cook y Borah para México central (desde el istmo de
Tehuantepec en el sur hasta la frontera chichimeca en el norte), presentan las cifras
siguientes: para el momento del contacto, es decir 1519, se calculan unos 25,3 millo-
nes de habitantes; éstos serían unos 16,8 millones en 1523 para descender a la cifra
de 6,3 en 1548 y de 2,6 millones en 1568. Según estos mismos autores, en 1605 ape-
nas se llegaría al millón de habitantes en esa área. Es posible que esta estimación sea
excesivamente alta. William Sanders da una cifra inicial de 11,5 millones, en lugar de
los 25 millones de esos dos autores señalados. Sea como sea, los números de Sanders
para principios del siglo XVII coinciden con los de Borah y Cook; pasar de 11,5 millo-
nes a un poco más del millón de habitantes en un siglo escaso, es indudablemente una
catástrofe demográfica de amplitud excepcional.
Nuestros estudios sobre el valle de Atlixco, en el área poblada de la meseta cen-
tral, nos permiten un acercamiento más directo a cifras puntuales. El cuadro 7.1 nos
muestra esos datos para dos pueblos indígenas, situados a escasos kilómetros uno del
otro, pero a una sensible diferencia de altura —y de accesibilidad— en el valle.
Subrayemos que nuestras primeras cifras parten de 1548, cuando ya habían pasado
las ondas epidémicas de la viruela de 1520, y el matlazahuatl de 1547, y nos brinda
una idea cabal de las dimensiones de la catástrofe. Resulta muy difícil saber cuál es
el punto de partida inicial para estos datos, pero, si en 1755 vivían 12.347 indígenas
en los pueblos y las haciendas del valle de Atlixco, no parece descabellado suponer
una población superior a los 100.000 habitantes para el valle en los últimos años del
período prehispánico. Pero también hay que subrayar las diferencias entre el desem-
peño de Huaquechula y Tochimilco, pues mientras aquélla pasa de 10.329 en 1568 a
2.646 en 1755, en un largo e irreversible proceso de decadencia, Tochimilco en cam-
bio, va de 4.521 en 1568 a 1.824 en el año 1755, habiendo remontado a ojos vista des-
de las cifras de 1646, cuando tenía 1.161 indios. En una palabra: la catástrofe
demográfica es una realidad indudable, pero, no afectó a todos los indígenas por igual,
incluso en un área tan estrictamente delimitada como el valle de Atlixco y en pueblos
muy próximos entre sí. Tochimilco, mejor protegido en las alturas del valle y vinien-
do de una trayectoria prehispánica diferente, pudo soportar mejor la debacle demo-
gráfica que Huaquechula. Pongamos otro ejemplo poblano, el de Tepeaca. Según la
Suma de Visitas de c. 1548, Tepeaca y Acatzingo contaban con más de 62.000 habi-
tantes; Cook y Borah dan la cifra de 21.879 habitantes para 1568 y de acuerdo con el
Códice franciscano, el curato tendría hacia 1570 una población de unos 18.000 indios.
La «Relación de Tepeaca» de 1580 habla de 8.000 vecinos y en 1646 serían unos
8.229 indios, nuevamente según Cook y Borah (y siempre incluyendo Acatzingo). Los
tributarios de la entera jurisdicción reflejan también esa caída impresionante durante
el XVI y su lenta recuperación desde mediados del siglo XVII. Es notable como la
«Relación de Tepeaca» de 1580 —al igual que otras relaciones geográficas de la re-
gión poblana— dejan percibir la nítida memoria que los indígenas tenían de las epi-
demias del siglo y de sus consecuencias; esa fuente no olvida señalar que «…faltara

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CUADRO 7.1. VALLE DE ATLIXCO: HUAQUECHULA Y TOCHIMILCO, EVOLUCIÓN DE LA POBLACIÓN,


1548-1755

Huaquechula Tochimilco

1548 17.495 s/d


1568 10.329 4.521
1580 5.594 2.000
1595 5.625 s/d
1648 2.922 1.161
1755 2.646 1.824

FUENTES: Huaquechula: 1548 véase Suma de Visitas, PNE, tomo I, pp. 111-112; los 16 «barrios» y pue-
blos, tiene 3.499 casas c. 1548 y, por lo tanto, pasadas dos de las más grandes epidemias del siglo XVI, ello
nos daría unos 17.495 habitantes, utilizando un multiplicador «bajo» de 5 habitantes por casa (Cook y
Borah prefieren multiplicar por 6,28); las cifras de 1568, 1595 y 1646, en S. F. Cook y W. Borah, Ensayos
sobre historia de la población. México y California, III, Siglo XXI, México, 1980, pp. 27 y 37; la de 1580,
en AGI-Patronato 183, 1, ramo 3 (hemos aplicado el multiplicador 2,8 aconsejado por Cook y Borah); los
datos de 1755, en AGNM-Inquisición 937. Tochimilco: las cifras para 1568 y 1646, en Cook y Borah,
p. 30; la de 1580 en PNE, tomo VI, p. 255, y la de 1755, en AGNM-Inquisición 937. Los multiplicadores
de Cook y Borah para la relación entre «casas» y población de acuerdo con los datos de la Suma de Visi-
tas, en Ensayos sobre historia de la población. México y el Caribe, I, Siglo XXI, México, 1977, p. 131.

el dia de oy de la gente que abia el dia que los españoles entraron de diez partes las
nuebe…», dando una evaluación para la población prehispánica que coincide bastan-
te con estas cifras.
En el capítulo 10 nos extendemos ampliamente sobre las complejas causas de este
hecho y no repetiremos los argumentos en él desarrollados. Recordemos solamente
nuestras conclusiones. Hay aquí una cadena causal compuesta por los siguientes ele-
mentos principales: ritmo de trabajo – dieta – epidemia, y todo ello condicionado por
un marco general de situación en el que reinan la violencia desatada por los invasores
y en el cual se halla omnipresente ese estado anímico tan particular que podemos lla-
mar «desgano vital»; es decir, ante la exigencia de ritmos de trabajo agotadores (y en
general, ajenos al sistema de valores del universo cultural indígena) frente a una die-
ta muchas veces empobrecida, no sólo en cantidad, sino, sobre todo, en calidad y en
diversidad (por efecto de la pérdida progresiva del acceso a determinados recursos y
también con frecuencia, a causa del impacto ambiental ocasionado por la irrupción
europea) los ataques de las epidemias resultarán mucho más mortíferos. Y cada uno
de estos elementos reactuó en forma de acelerador, es decir, catalíticamente, empu-
jando inexorablemente en un círculo «vicioso» al descenso de la población.

Las manifestaciones más tempranas de las relaciones con la sociedad indígena

Durante el primer período de la conquista, es decir, hasta la instauración de la


segunda Audiencia en enero de 1531, asistimos a un primer momento de auténtico
«pillaje» de la sociedad indígena. El primer sistema de trabajo que los conquistado-
res impusieron a los indios fue la esclavitud lisa y llana. Antes de la caída de Tenoch-

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titlan ya se habían repartido esclavos indios en Cholula, Texcoco y Cuernavaca, entre


otros lugares. Y en el lejano norte, la institución tuvo larga vida.
De inmediato —y ante algunas protestas eclesiásticas— fue ocultada detrás de una
institución: «la encomienda». Ésta —de lejanos origines medievales— había renaci-
do en las Antillas como sistema de explotación de la mano de obra indígena. Median-
te este sistema, un poblador europeo era el encargado de percibir «a nombre» de la
Corona el tributo que los indios supuestamente debían como súbditos del monarca
español y se obligaba a «cristianizar» a sus indios como contrapartida. Se trataba fun-
damentalmente de un traspaso —a título gracioso y otorgado por el soberano a los
conquistadores— de renta en trabajo (y, en el caso de México, también de renta en
productos y en metálico) de la sociedad indígena a la naciente sociedad española de
la colonia.
Ésta fue también la época de las primeras construcciones eclesiásticas y civiles de
los españoles. En México, la construcción de los grandes conventos del valle de Méxi-
co y la ciudad que se elevara sobre las ruinas de Tenochtitlan, mereció el siguiente y
lapidario comentario de Motolinía (fray Toribio de Benavente):

La séptima plaga (que se abatió sobre los indios, fue) la edificación de la gran ciudad
de México … porque era tanta la gente que andaba en obras o venían con materiales y a
traer tributos y mantenimiento a los españoles y para los que trabajaban en obras…

En otras palabras, lo más preciado que la sociedad indígena podía entregar a los
invasores durante esta primera etapa era su trabajo. Incluso había bolsones de escla-
vitud lisa y llana de los indios. La situación reinante puede resumirse nuevamente en
otras palabras del citado Motolinía, cuando hablando de la «tasa» de la encomienda,
dice «… su boca [la de los encomenderos] era medida y tasa de todo lo que podían
sacar en tributos y en servicios personales…». Un ejemplo de esta primera época nos
da idea de cómo funcionaba la encomienda en esta etapa. Tepetlaoztoc, cabecera loca-
lizada al noreste de Texcoco, en el Valle de México, en cinco años pasó de mano en
mano, a nombre de tres encomenderos que sacaban del pueblo todo lo que podían, sin
medida ni «tasa»: al primero le daban en cada año treinta pesos de oro, una carga de
mantas finas y 3.000 fanegas de maíz; al segundo encomendero, 120 pesos de oro y
21 cargas de mantas finas; al tercero, 120 pesos de oro, 12 cargas de mantas, 800 car-
gas de fríjoles, 800 cargas de maíz «molido» y 36.600 cargas de maíz común, y así
sucesivamente. Además, en esta etapa turbulenta, las encomiendas cambiaban de
mano al ritmo de los enfrentamientos entre los diversos clanes de conquistadores y sus
huestes.
En México central esta etapa de auténtico pillaje finalizó con la llegada de la
segunda Audiencia (1531), que intentó introducir alguna mesura en la ambición de los
encomenderos. Por supuesto, en áreas alejadas de los centros de poder, esta etapa del
pillaje se extendió bastante más allá de ese período. Todavía a finales del siglo XVI, los
chichimecas capturados en el norte novohispano eran regularmente vendidos como
esclavos.
Le siguió un segundo período que podríamos llamar de «transición». Un elemen-
to central de esta fase fue la transformación de la renta de la encomienda, que pasó de
ser una renta mayoritariamente entregada en trabajo a una renta mayoritariamente
entregada en productos; hemos dicho «mayoritariamente», y no exclusivamente. En

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México, dada la tradición prehispánica de tributar en objetos preciosos y en diversos


productos, esta etapa se venía esbozando muy claramente desde antes. En otras pala-
bras, el excedente agrario —absorbido por el sector dominante español como ren-
ta— se orientó, transformado en mercancía, hacia los mercados mineros y urbanos.
La circulación mercantil de este excedente (generalmente en manos de los propios
encomenderos o de mercaderes ligados a éstos) refleja algunos aspectos de la nueva
economía en formación, pero, la producción del excedente —que sigue siendo con-
trolado por la sociedad indígena— aparece todavía como una prolongación del anti-
guo sistema de producción. Así pues, en esta etapa, las empresas productivas contro-
ladas por los europeos desempeñaron un papel de escasa importancia. En México
abarcó desde la segunda Audiencia (1531-1535) hasta los primeros años del gobierno
de Luis de Velazco, el Viejo (1550-1564), es decir, los años 1531-1555. Se introduce
ya una demarcación y una exigencia precisa en cuanto a la tasa de la encomienda (los
indios deben tributar «lo que buenamente puedan dar»). Las especies son muy diver-
sas y los servicios muy variados. Esta etapa finalizó en México con la abolición del
servicio personal y con la instauración oficial de los «repartimientos de trabajo» que,
si bien no tienen nada que ver con las encomiendas y el tributo real, es obvio que esta-
ban estrechamente ligados con la desaparición del servicio personal de la encomien-
da establecido en 1549.
En esta fase, además del fracaso estrepitoso de los encomenderos por convertirse
en una verdadera clase feudal y la Corona —ya jaqueada en la propia península por
la gran nobleza castellana— no se dudó en usar el cadalso para contener a los seño-
res americanos más revoltosos, dictando una serie de normas jurídicas que limitaban
claramente su poderío y ponían coto a la libre disposición de la fuerza de trabajo indí-
gena y a la conversión de la encomienda en un auténtico feudo hereditario (Leyes
Nuevas, 1542; leyes de retasa, 1546 ; supresión del servicio personal, 1549). Asímis-
mo, y para controlar más eficazmente a los encomenderos, este período vio también
la instauración de las estructuras político-jurídicas fundamentales del poder colonial,
con la creación de la figura del virrey ocupada por vez primera por Antonio de Men-
doza en 1535. Por otra parte, esta etapa estuvo marcada por la terrible epidemia de
1545-1548 (matlazahuatl) que acabó en el valle central con cerca de la mitad de la
población tributaria. Y finalmente, ésta fue también la época de los primeros grandes
yacimientos de minerales (Taxco, Pachuca y Zacatecas se descubrieron entre 1540 y
1546). En el momento en que comenzaban seriamente los «efectos de arrastre» de la
demanda minera, la sociedad indígena tenía muchas dificultades para cumplir con
todas las exigencias de los europeos.

7.3. ECONOMÍA DE LA COLONIA TEMPRANA EN MÉXICO

Las ciudades, las minas y el mercado

Una vez pasados los años iniciales de la conquista, la sociedad que ha surgido en
la colonia comienza a dar visos de una situación duradera. Como hemos dicho, uno
de los aspectos que caracterizan esta etapa fue la constitución de las estructuras de
poder que aseguraban el control y el dominio político de esta sociedad. A su vez, una

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Sombrerete

Cuencamé
Mazapil
Durango

Zacatecas
San Luis Potosí
Golfo
Guanajuato de
Pachuca México
México
Puebla
Taxco

Océano Pacífico

0 km 500

MAPA 7.1. LAS MINAS NORTEÑAS. PRINCIPALES CENTROS MINEROS (SIGLO XVI)

de las consecuencias de esta época de formación de la economía colonial fue la cons-


trucción de las primeras ciudades, centros y núcleos de la dominación española sobre
las comunidades vencidas. Como hemos visto, estas ciudades se edificaron gracias al
trabajo de los indios, sean como meros esclavos en la primerísima época, sea en con-
cepto de servicio personal debido por la encomienda un poco más tarde. Sin embargo,
las ciudades no sólo necesitan ser edificadas, sino también aprovisionadas de forma
regular.
De esta forma, la ciudad se convierte en uno de los primeros centros de consumo
y atracción económica surgidos en el espacio colonial. La ciudad exige pan; por lo
tanto, es necesario portar harina o trigo desde donde sea posible cultivarlo. La ciudad
necesita maíz para los indios que allí habitan en forma estable. Requiere de carne, tan-
to de ganado mayor como menor. Necesita leña para calentarse y encender el fuego;
requiere materiales para la construcción: ladrillos, cal, piedra, arena… Así es como
alrededor de las ciudades surgieron los ranchos, las haciendas, las estancias y los
obrajes textiles para alimentar y vestir a la población urbana. Utilizando una mezcla
de técnicas indígenas y europeas y con mano de obra indígena y esclava, los obrajes
fueron en sus inicios verdaderas cárceles: en algunos se encadenaba a los trabajado-
res. Indios endeudados y traspasados al obraje por el titular de la deuda, mestizos o
indios reos de diversos delitos y cuyo castigo era el trabajo en el obraje, esclavos
negros en fin. Muchas veces, al morir un indio endeudado, su hijo «heredaba» la deuda

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y era obligado a acudir al obraje. Las comunidades indígenas cercanas a las ciudades
fueron las primeras en sufrir la acción disruptora de las exigencias de bastimento, ali-
mentación y vestido de la población urbana.
Por otra parte, hay diversos tipos de ciudades. Unas son preponderantemente polí-
ticas y administrativas, donde el centro de atracción inicial es la presencia de la
Audiencia, del gobernador o de un virrey. Hay algunas fundamentalmente mercantiles,
por hallarse en una ruta de paso vital para la economía de una región. Otras se hallan
ligadas a un puerto y del que reciben gran parte de su impulso económico. Y, final-
mente, hay ciudades que están estrechamente relacionadas con los reales de minas,
convirtiéndose en un centro de producción artesanal y en un espacio privilegiado para
las transacciones mercantiles y financieras ligadas a la explotación minera. Tanto las
ciudades, como los centros mineros, formaron una red de mercados que impulsaron a
las diversas regiones a estructurarse productivamente en función de la provisión de
esos mercados. Se trata de lo que ha sido denominado «efecto de arrastre» de los po-
los mineros y urbanos que impelen a las economías regionales a transformarse en pro-
veedoras de esos mercados. Pero la diferencia más marcada de la minería mexicana
temprana con relación a la del área andina, es la excentricidad de los asientos mine-
ros en relación a la meseta central, la región de mayor concentración humana y pro-
ductiva de la naciente colonia. Salvo Pachuca y Taxco, relativamente próximas a la
capital, el resto de los asientos mineros que se fueron descubriendo (1546, Zacatecas;
1557, Guanajuato; 1558, Sombrerete; 1563, Durango; 1568, Mazapil; 1569, Cuenca-
mé; 1592, San Luis Potosí) se hallaban en el norte, a cientos de kilómetros del valle
central. Ello dio lugar a la constitución de una frontera minero-agraria que, a medida
que nuevos descubrimientos mineros la iban internando hacia el norte, fue expan-
diéndose a distancias cada vez mayores de la capital colonial. Esto tendría efectos
duraderos en las formas laborales imperantes en la minería novohispana y en la con-
formación de los espacios productivos que la circundaron.

¿Cómo nacen las nuevas formas laborales?

Ya hemos visto que, una vez acabado el primer momento de estricto pillaje, fue
indispensable comenzar a ordenar el acceso al trabajo indígena (aunque sólo fuera
para no desperdiciar más vidas en un momento ya de aguda crisis demográfica). Para
ver más de cerca este proceso, lo observaremos a través del ejemplo del valle de Atlix-
co, en el área poblana de la meseta, cuya demografía hemos analizado brevemente en
las páginas precedentes.

Los gañanes

Antes de que los españoles llegaran al valle, ya estaban dadas algunas de las con-
diciones para el desarrollo de relaciones productivas semiserviles. En efecto, según
los datos de la Matrícula de Huexotzinco (1560), en uno de los poblados que bordeaba
el valle, Acapetlahuacán, se concentraba la mayor parte de los «macehuales terraz-
gueros» dependientes de los señores huexotzinca. Y si bien, como por otra parte reco-
nocen todos los autores, es muy difícil atribuir sin más al período anterior a la con-

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quista estos datos fechados en 1560, este hecho es congruente con lo que ya sabemos
sobre la historia prehispánica del valle, pues los huaquechulteca, huexotzinca y cal-
paneca se disputaron arduamente esas tierras. Una vez derrotados los huaquechulte-
ca, los huexotzinca y calpaneca poblaron el área con colonos que eran terrazgueros
dependientes de los señores de Huexotzinco o sometieron a los macehualtin de los
nobles huaquechulteca. De ahí que, según la fuente citada de 1560, no hubiese en ese
entonces, macehuales con tierras en Acapetlahuacán. Y que incluso hubiese muy
pocos pipiltin, pues sólo el 4 por 100 de la población era noble en 1560. También
sabemos, gracias a varios estudios (Carrasco, Broda, Dyckerhoff, Prem, L. Reyes,
Olivera y H. Martínez), que esa categoría de «macehuales terrazgueros» del área
poblana, en poco se distinguía de los auténticos terrazgueros que los castellanos
conocían en su propia tierra como campesinos dependientes de los señores. No tenían
derechos jurídicos sobre la tierra más allá del usufructo y estaban obligados a realizar
prestaciones personales y al pago de tributos en especie a sus «señores naturales», en
retribución por el usufructo de las parcelas que ocupaban. Y este sistema sobrevivió a
la invasión europea, pues las fuentes nos dicen que hasta una época bastante tardía
—últimas décadas del siglo XVI— hay todavía rastros de la existencia de estos mace-
huales terrazgueros estrechamente dependientes de los líderes étnicos en la región
poblana. En este aspecto, una vez más, el área poblana se diferencia del valle de Méxi-
co, en donde el proceso de «liberación» de los macehuales terrazgueros del control de
los señores étnicos parece haber comenzado ya desde las décadas de 1550 y 1560.
Eran aquellos que Alonso de Zorita ha llamado «mayeques», «labradores que están en
tierras ajenas»; no tienen tierras y pagan una renta que «… era parte de lo que cogían
o labraban una suerte de tierra al señor…y así era el servicio que daban de leña y agua
para la casa».
La primera mención cronológica que tenemos a la existencia de indios «asalaria-
dos» («gañanes») de los españoles en el valle está dada por Peter Gerhard y se refie-
re a la existencia de una congregación de indios «agricultores y naboríos» en 1550.
Y nuevamente tenemos que volver a la Matrícula de Huexotzinco de 1560. Según
Pedro Carrasco, la gran mayoría de «los que labran la tierra con bueyes», aparece, se-
gún ese documento, en Acapetlahuacán. De acuerdo a la misma fuente también en
Acapetlahuacán hay macehuales carreteros en 1560. Los gañanes que los españoles
comienzaban a tener muy rápidamente en el valle (y que tuvieron el derecho a una
pequeña parcela) se fueron asimilando poco a poco así a los antiguos terrazgueros
prehispánicos e incluso, según Dyckerhoff y Prem, cuando se vendía una parcela per-
teneciente a un señor étnico que tenía macehuales dependientes, «daban obediencia al
nuevo propietario, aunque fuese español». Y al parecer, sucedía algo similar en otros
lugares del área poblana, como es el caso de Tecali y, muy probablemente, Tepeaca.
No ha de extrañarnos, pues, que, con ocasión de una visita en 1599, un vecino espa-
ñol de Atlixco se refiera a sus gañanes diciendo que a «estos dichos indios los ha ido
adquiriendo … de diferentes partes». Además, es obvio que la extensión del fenóme-
no de la gañanía está relacionado con una serie bastante más compleja de variables
estructurales y es inseparable del problema del control de los principales recursos
(tierra y aguas, en este caso) y de las alteraciones en la locación de los pueblos indí-
genas en el valle. Los antecedentes prehispánicos son sólo un elemento de aceleración
del fenómeno.

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El repartimiento de trabajo

Pero había otro sistema laboral en beneficio de las nacientes empresas de los
europeos, que se acentuó con la progresiva desaparición del servicio personal de la en-
comienda. Nos referimos al llamado «repartimiento de trabajo». Y aquí también
encontramos antecedentes prehispánicos. En efecto, antes de la invasión europea,
existía otro tipo de obligaciones laborales en las que los terrazgueros acudían en
tandas dirigidos por los tequitlatos a trabajar para sus señores étnicos o, con cierta
frecuencia, para las autoridades étnicas superiores (como era el caso de los pueblos
vencidos por los mexica). Como bien ha señalado Charles Gibson, no debemos olvi-
dar que el trabajo colectivo en el período prehispánico se enmarcaba en un mundo cul-
tural que le otorgaba un cierto contenido ritual y simbólico propio y esto, obviamen-
te, no existía en el caso del trabajo de los españoles.
Este sistema consistió en la asignación por turnos de parte del naciente poder colo-
nial de la fuerza de trabajo de los pueblos indios a los empresarios hispanos no enco-
menderos. La primera mención que tenemos sobre esta práctica procede de una carta
de la Audiencia de México de finales de marzo de 1531 en la cual, después de expo-
ner el proyecto de fundación de una villa de labradores en lo que sería Puebla de los
Ángeles, se solicitaba esa merced. Poco mas tarde, en agosto de ese año, se afirmaba
que era indispensable eliminar el sistema de encomiendas en Huexotzinco y Tepeaca
para liberar a los indígenas del control directo de los encomenderos y posibilitar los
repartimientos. La mayoría de los indios obligados a acudir de repartimiento en el pri-
mer período parece surgir de los pueblos sujetos a Tlaxcala y Cholula. En total, ambas
cabeceras se obligaban a entregar 1.500 indios para las labores de los españoles a
cambio de liberarse de la obligación de tributar una cantidad de fanegas de maíz y tri-
go. A principios de la década de 1550, el virrey Velasco instauró las condiciones lega-
les del repartimiento, pues ahora que ya no sería gratuito —es decir, a cambio de tri-
buto— sino que se trataría de una asignación obligatoria de trabajo, pero pagado (a
una tasa muy baja). Otros documentos más tardíos de la década de 1550 confirman la
plena vigencia de la práctica, pero son otros los pueblos concernidos. La amplitud
geográfica es sorprendente pues se llega desde Tepeaca y Totomehuacán al noreste de
Puebla, hasta los poblados indígenas que se hallan en la Tierra Caliente, ya próximos
a Izúcar. Un total de 1.550 tributarios estaban englobados en estas disposiciones,
número que coincide con la cifra inicial que debían entregar Tlaxcala y Cholula.
¿Cuáles eran las tareas de los indios «de repartimiento»? La tareas excepcionales del
ciclo del trigo que exigen gran concurso de fuerza de trabajo (en especial, escardas y
cosecha), así como todas las que no realizaban los gañanes (no era conveniente arries-
garlos en trabajos demasiado extenuantes y, además, su número era menor en compa-
ración con los indios «repartidos») y, por supuesto, como se ve a través de la deta-
llada documentación sobre el reparto de aguas de 1593, eran ellos los encargados de
construir las obras hidráulicas del valle de Atlixco que posibilitaron el enorme cre-
cimiento de las fuerzas productivas en manos de los españoles. También las empresas
mineras del centro de México tuvieron acceso al trabajo indígena a través del repar-
timiento, como veremos seguidamente.

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Ziampan
Queretaro
Ixmilquipan

Pachuca
Tlapujahua

Valladolid
México
Temascaltepec
Puebla
Sultepec

Taxco

Océano 0 km 100
Pacífico

MAPA 7.2. LAS MINAS DEL CENTRO DE MÉXICO

El trabajo en la minería

Nos encontramos aquí con dos realidades diferentes. La de las minas del centro
(Taxco, Pachuca, Sultepec, Temascaltepec, Ziamapan, Ixmilquilpán, Tlalpujagua, et-
cétera), donde la presencia del trabajo forzado a través del repartimiento era impor-
tante y la de las minas norteñas, donde éste casi no existía. En lo que se refiere a las
minas del centro, una fuente de 1580 nos da los siguientes datos: esclavos negros
1.100, naborías 2.600 e indios de repartimiento 800; es decir, sobre un total calculado
de 4.500 trabajadores, tenemos un 58 por 100 de indios libres, un 24 por 100 de escla-
vos negros y un 18 por 100 de trabajadores forzados. Como en el caso de Atlixco, el
área obligada a enviar trabajadores indígenas de repartimiento a algunas de las minas
—tal es el caso de Pachuca, por ejemplo— podía extenderse a más de cien de kiló-
metros a la redonda. Pero en las minas del norte, extendidas en un enorme territorio
y cuyo papel en la producción total de la Nueva España terminó siendo más relevan-
te, la situación era radicalmente diversa. La causa se basaba en la situación excéntri-
ca de estos reales de minas respecto a la gran masa de población indígena de México.
En las proximidades no había indios a quienes obligar al repartimiento y fue necesa-
rio acudir a otros mecanismos.

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Los cambios en las formas de ocupación del suelo

Hay aquí varios aspectos que debemos analizar. En primer lugar, la diversa políti-
ca de la Corona con respecto al papel que debían jugar los líderes étnicos en cuanto
al control de la sociedad indígena como sociedad subordinada; en segundo lugar, la
relación entre ese papel y los cambios en la forma y composición del tributo. Esta eta-
pa se caracteriza por la progresiva implantación de un tributo con un criterio rígido
(cuota fija) y que posee una determinación muy precisa: un peso más una fanega y
media de maíz por tributario cada año. En algunos casos, cuando por razones locales
no era posible, se hacía un equivalente en mantas, cacao u otros productos. Un docu-
mento de la época del visitador Valderrama (que se inició en 1562 y es quien comen-
zó con este nuevo método), nos da una idea del enorme cambio que significó esta alte-
ración en la carga tributaria: en las siete jurisdicciones más importantes del valle de
México y el valle de Puebla que estaban bajo el dominio directo de la Corona, el mon-
to del tributo pasa de 21.000 fanegas de maíz y unos 2.000 pesos, a aproximadamente
12.000 fanegas y 70.000 pesos. Es decir, hay un crecimiento de la carga tributaria,
sumado a una acentuación indudable de la monetización de la renta (la monetización
impulsaba a los indígenas hacia el mercado a los efectos de vender sus productos o su
fuerza de trabajo para oblar el tributo). Ahora bien, no hay que olvidar que ahora tam-
bién tributan los campesinos dependientes de los pipiltin como explicaremos un poco
más adelante. Finalmente, debemos recodar la relación que existe entre estos dos
aspectos antes señalados y los problemas demográficos indígenas, frente a la crecien-
te necesidad de medios de consumo y de producción de la naciente sociedad españo-
la de la colonia.
Durante la primera mitad del siglo XVI, la Corona española procuró conservar el
señorío indígena y lo realizó mediante una «alianza» con la nobleza india, hecho que
le permitió combatir el proyecto señorial de los encomenderos. Así es como los repre-
sentantes reales, al poner coto al crecimiento incesante de las rentas de los encomen-
deros, por un lado favorecieron a los señores étnicos —que aparecían ante sus repre-
sentados como líderes eficaces— y combatieron el poder de los encomenderos y su
pretensión de consolidarse como grupo auténticamente feudal. En cambio, a partir de
la segunda mitad de la década de 1550, y en especial desde la década de 1560 (cuando
ya sentía que había controlado a los díscolos encomenderos, fracasados candidatos a
auténticos «señores feudales» tanto en México como en Perú), la Corona parece aban-
donar este proyecto inicial y comienza a promover mediante diversas vías la constitu-
ción de los cabildos indígenas en función del proyecto de establecer las «repúblicas
de indios», contribuyendo a debilitar el poderío de los linajes dominantes autóctonos.
Esta concepción de la «república de indios» se relaciona además con la política de
las «congregaciones» del período 1550-1564. A través de ellos se buscan tres objeti-
vos fundamentales:
a) Reordenar el uso de la tierra en un momento en que, pasadas las grandes epi-
demias de los años 1545-1548, la población indígena se hallaba particularmente diez-
mada y coincidentemente, dado el proceso creciente de descubrimiento y explotación
de nuevas minas, la sociedad española de la colonia había aumentado de forma evi-
dente sus exigencias de bastimentos, que ya no podían ser cumplidas exclusivamente
mediante los sistemas productivos indígenas. Este reordenamiento se orienta a su vez

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hacia dos objetivos: liberar tierras para las empresas productivas de los españoles y
dotar a las futuras «repúblicas de indios» de sus fundos legales adaptados a las exi-
gencias jurídicas del derecho castellano y destinados a la producción del tributo y al
sostenimiento de los gastos de la «comunidad». Ahora bien, esto sólo podía hacerse si
se afectaban de algún modo los intereses de los «señores naturales» de los indígenas.
b) Dar un fuerte impulso al proceso de aculturación indígena; es decir, como las
fuentes lo señalan con claridad, se trata de que los nuevos pueblos de indios sean el
ámbito privilegiado de «occidentalización» de los indígenas. Aquí nace el pueblo
indígena tal como lo conocemos hoy en día —con su plaza e iglesia como centros de
atención y polos ordenadores clave del espacio—. Hay que señalar que, salvo escasas
excepciones, los pueblos de indios actuales son los originados en este proceso colo-
nial y no son prehispánicos.
c) Hacer accesible la mano de obra indígena. Ya hemos visto que, desde 1550 en
adelante, se establece de forma reglamentada el sistema de repartimientos de trabajo,
tanto en el valle de México como en el valle poblano. Este sistema sólo podía funcio-
nar con éxito si la fuerza de trabajo era accesible y los indios no estaban, como dicen
las fuentes «… dispersos por montes, sierras y barrancas…». Por supuesto, esta dis-
persión aparentemente irracional, no era mas que —justamente— la forma indígena
de salvaguardar su acceso a una sistema múltiple de recursos en un medio ecológico
particularmente difícil. Tal dispersión era sólo una forma de expresión del control
discontinuo del territorio común a gran parte de las sociedades prehispánicas.
Veamos cómo se desarrolló esta nueva concepción de la república de indios. Es
obvio que, a pesar de que la Corona intentó preservar el poder y el prestigio de los
señores naturales, el proceso temprano de las encomiendas afectó fuertemente a esa
institución, dado que, muchas veces, el reparto de los indios no se efectuó respetando
la extensión territorial y jurisdiccional de los señoríos; en especial si recordamos la
importancia que tenia la norma prehispánica de control discontinuo del territorio. De
este modo, la distribución semiarbitraria de las encomiendas llevó a una primera de-
sarticulación de las partes componentes del señorío. Pero a partir de 1540, y en espe-
cial desde una Real Cédula de 26 de marzo de 1546, la Corona dio inicio a su política
de congregaciones que apuntalaría esta nueva concepción.
En el mismo período se produjo un proceso de control acentuado sobre la forma
en que tributaban los indios y se comenzó a regular mucho más de cerca al tipo de
nexo que se había dado antes entre el papel de los señores como líderes étnicos y su
función de perceptores del tributo, evitando que éstos aprovecharan esa circunstancia
para apropiarse de parte del producto del tributo. Las visitas realizadas en la década
de 1550 intentaron regular la relación tributaria entre los principales y los macehual-
tin, es decir, las familias campesinas. Pero, todavía no se había abordado el problema
principal: es decir, la incorporación de los campesinos dependientes en forma perso-
nal de cada pilli y de cada tlatoani a los padrones tributarios.
Ésta fue la función de la visita que comenzó a hacer en 1562 el contador Valderra-
ma, quien, como hemos dicho, fue el que impulsó en toda Nueva España la tasa del
tributo de un peso y fanega y media de maíz por tributario. Estos cambios implicaron
un sensible aumento de la presión tributaria. Ante el incremento de esa presión, los
macehuales insistían en dos puntos: 1) para cumplir la nueva tasa era menester res-
tringir los servicios que los macehuales debían a sus «señores naturales»; y 2) era in-
dispensable que se repartieran las tierras excedentes de los señoríos a los campesinos

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dependientes de los nobles y a todos los que no tuvieran tierras. En 1564, el oidor Vas-
co de Puga estableció algunas pautas al respecto y afirmó que había que recontar a los
tributarios, incorporar a los padrones a los principales y a sus macehuales —hasta
entonces exentos— y disminuir el peso de tributos y servicios que los macehuales
debían a sus señores naturales.
De este modo estaban dadas las condiciones para que el poder sobre los pueblos
pasara de los señores al cabildo indígena: por una parte, la pérdida que sufrieron los
señores de sus dependientes y, por otra, la política de congregaciones que implicó una
redistribución de la tierra indígena fueron los principales factores que incidieron en la
desarticulación del poder económico y social de los líderes étnicos. De esa forma se
explica la importancia del movimiento de traspaso de tierras señoriales indígenas a
manos españolas a finales del siglo XVI: se trataba de tierras patrimoniales que los se-
ñores ya no podrían cultivar al haberse quedado casi sin dependientes. No pocas
haciendas del valle central y del valle poblano tienen su origen en estas tierras adqui-
ridas a la nobleza indígena. Y finalmente, este proceso apunta a la lenta formación de
un peculiar mercado de fuerza de trabajo «libre» y afirma el proceso de consolidación
de la gañanía.
Volvamos por un momento al valle de Atlixco y veamos cómo se produjo la pro-
gresiva ocupación de las tierras indígenas por parte de los europeos. Ésta se inició en
1532, en relación a la fundación de la cercana Puebla de los Ángeles. El primer espa-
ñol que vemos ya asentado en el valle en 1532, con labranzas y estancia de ganado,
se llama Diego de Ordaz (fue en la casa de Ordaz en Chilhuacán, en donde se realizó
a finales de 1532, una importante junta entre españoles y señores de Huexotzinco y
Calpán en función de repartir las primeras parcelas de tierra a colonos europeos).
Según Silva Andraca, estas pequeñas parcelas ahora repartidas (entre una y dos caba-
llerías) a un grupo de vecinos de Puebla, situadas entre Chilhuacán, Tejaluca y Oce-
lopán —es decir, casi pegadas a la actual ciudad de Atlixco hacia el oriente— pare-
cían no pertenecer a ninguno de los diversos señoríos y formarían parte de un área
«vacía» del valle. Entre 1532 y 1534 se repartieron en total parcelas a 61 colonos,
pero sólo 17 de ellos ocuparon realmente sus parcelas. Y, en 1535, se sembaron los
primeros granos de trigo. Podemos decir que entre 1532 y 1535 se colocaron las pie-
dras sillares de lo que sería el valle cerealero de Atlixco durante el siglo XVI.
Pero, en 1539, las famosas «tierras sin dueño» fueron reclamadas por los cholul-
teca; pese a todas las justificaciones a posteriori, podemos sospechar que una parte de
esas «tierras vacías» eran más imaginarias que reales. Las polémicas entre los dos
señoríos (Huexotzinco y Cholula) por el control de esas tierras se arrastrará por un
tiempo todavía y, en 1551, los de Cholula seguían reclamando ante a la Corona su
dominio sobre parte de esas tierras. De todos modos, el núcleo original de españoles
no resultó afectado. De inmediato —y realizada ya una primera congregación en Aca-
petlahuacán— un grupo de españoles acordó con los señores de Huexotzinco el
«arriendo» de algunas suertes de tierra un poco más abajo de donde se hallaban los
anteriores, en Cantarranas, y poco más tarde fue en Valsequillo, hacia el norte de la
actual ciudad de Atlixco, en donde se ubicaron otros colonos europeos, también como
«arrendatarios» de los señores huexotzinca. Asimismo, hay que agregar a los ocupan-
tes de estos dos últimos lugares a un grupo individuos que habían recibido mercedes
y poseían la plena propiedad de las parcelas. No podemos seguir paso a paso este pro-
ceso, sólo que, a finales de la década de 1550, el valle hervía de ocupantes hispanos

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dedicados fundamentalmente a la producción triguera (si bien las viñas, los frutales y
la cría del gusano de seda tuvieron también cierta importancia en el período más
temprano). En 1579 se fundó la villa española de Atlixco. En esa época, el valle pro-
ducía alrededor de 100.000 fanegas anuales de trigo y era el auténtico granero de
Nueva España. Sus trigos y harinas llegaban a México, Puebla e, incluso, a los puer-
tos del Caribe.
Para finalizar, subrayemos dos hechos. En primer lugar, las parcelas que los españo-
les estaban ocupando y laborando eran, por ahora, parcelas medianas y pequeñas, muy
lejos de las extensiones que tendrían las haciendas desde comienzos del siglo XVII. Pro-
pietarios de unas pocas yuntas de bueyes, muchos de estos españoles eran auténticos
labradores en el sentido que la palabra poseía en Castilla en el siglo XVI (por supuesto,
como hemos visto, la diferencia radical entre estos labradores y sus parientes caste-
llanos o andaluces fue el peculiar acceso a la fuerza de trabajo indígena gracias al
repartimiento de trabajo). En segundo lugar, dado que —pese a lo que dice la tradi-
ción— casi todas las tierras tenían dueño, una parte no desdeñable de estos labradores
de medianos y pequeños recursos, fueron arrendatarios de los señores de Huexotzinco
(y más tarde de otros españoles), aunque hubiera ya un grupo de propietarios plenos de
la tierra, grupo que se fue afirmando en el transcurso de la segunda mitad del siglo y
que constituyó el núcleo original de los linajes de hacendados del siglo siguiente.

7.4. LAS ESTRUCTURAS DEL PODER EN EL PERÍODO INICIAL

Al igual que en los reinos de la monarquía hispánica, las primeras formas insti-
tucionales de estructuración del poder y del ejercicio jurisdiccional fueron sucesi-
vamente los gobernadores (La Española y Tierra Firme fueron las primeras goberna-
ciones), las audiencias —(la primera, Santo Domingo, se erigió en 1511)— y los
virreyes, con el nombramiento de don Antonio de Mendoza como virrey de Nueva
España en 1535. La experiencia previa en Aragón, Nápoles, Valencia y, en parte, Cata-
luña, daban ya una buena tradición a esta primigenias formas institucionales erigidas
en las Indias. Hay que subrayar que, al menos durante el primer siglo de dominación,
no se habla de «Virreinato»; por supuesto hay, un virrey, pero éste gobierna el «Reyno
de Nueva España», como lo haría (y más de uno tendría efectivamente esa trayecto-
ria) en el reino de Aragón o en el de Valencia. Nueva España era uno de los tantos rei-
nos que formaban esta extensa monarquía compuesta. Pero no olvidemos que, obvia-
mente, no era lo mismo ser virrey de Aragón, Cataluña o Nápoles (con sus antiguas y
consolidadas tradiciones jurídicas, utsages y costumbres) que en el caso de la reali-
dad indiana, en la cual sólo se tenía enfrente a un grupo de fieros conquistadores, más
sus parientes, aliados y seguidores, y a las sociedades indígenas, vencidas y someti-
das al derecho de conquista. La conquista otorgaba derechos que hubieran sido total-
mente inaceptables, por ejemplo, en el reino de Nápoles (notemos que poco se habla
en Nápoles de viceregno, hay un viceré, pero no un viceregno, según nos recuerda
Giuseppe Galasso). Del derecho conferido por el hecho de la conquista militar a las
consecuencias legales resultantes de la legitimidad dinástica (derecho por el cual
los descendientes de Alfonso el Magnánimo reivindicaban su dominio sobre el reino
de Nápoles) hay un trecho que es jurídicamente muy grande. De este modo, el poder
de los virreyes americanos durante este período temprano resulta mucho menos cues-

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tinado que el de sus homónimos del resto de la monarquía hispánica. El papel que ten-
dría el Consejo de Indias desde su fundación en 1524, también se asemeja al que
ejercía el Consejo de Estado en Castilla o el Consejo de Aragón en ese reino.
Cortés fue el primer gobernador de México, pero nuevas singladuras —la expedi-
ción a Honduras— le obligaron a alejarse en 1524, y sus lugartenientes se enfrenta-
ron duramente con los aliados de su antiguo mandante, Diego de Velázquez. No
podemos entrar en las alternativas de estos conflictos entre los diversos grupos de con-
quistadores, pero subrayemos que la sociedad indígena fue la que tuvo que pagar el
precio más duro, pasando los pueblos muchas veces de mano en mano de un enco-
mendero al otro, de acuerdo con los vaivenes de la lucha entre las distintas facciones.
La llegada de la primera Audiencia en 1527 (dada la especial conducta de algunos de
sus miembros y, sobre todo, de su presidente, Nuño de Guzmán) no hizo sino agravar
las cosas. Cortés se vio obligado a abandonar Nueva España ese mismo año para
defender sus derechos en la corte. Los miembros de la Audiencia se ocuparon de for-
ma abierta de fomentar sus negocios (uno de los oidores, el licenciado Diego Delga-
dillo cuenta en sus cartas que tiene «echados a las minas» 400 esclavos para «sacar
oro que creo que se hará plaziendo a Nuestro Señor Dios muy buena cosa»). Será con
la segunda Audiencia —que inició sus reuniones en enero de 1531—, compuesta por
un grupo de letrados de primera magnitud (Juan de Salmerón, Alonso de Maldonado,
Francisco Ceynos y Vasco de Quiroga), cuando comience a ser instaurado en el reino
de Nueva España un cierto orden jurídico estable. De algunos de ellos, Maldonado y
Quiroga en especial, quedaría memoria de sus acciones en favor de los indígenas.
La llegada en 1535 del primer virrey, don Antonio de Mendoza, dio un fuerte
impulso al proceso de institucionalización de Nueva España. Miembro de una desta-
cada familia de la nobleza castellana (desde entonces, la mayoría de los virreyes novo-
hispanos y peruanos de los siglos XVI y XVII tendrían idéntico origen social a los efec-
tos de reforzar el carácter de esa alta institución que tenía la función primordial de
representar a la persona misma del monarca), su gobierno (1535-1550) y el de su
sucesor, don Luis de Velasco el Viejo (1550-1564), colocaron las piedras sillares de la
estructura de dominación estatal en Nueva España. Las Leyes Nuevas se promulga-
ron en 1542, durante el gobierno de Mendoza. La habilidad del virrey al anular de
hecho el cumplimiento de estas disposiciones —que afectaban el control que los en-
comenderos tenían del tributo indígena— evitó a México una guerra civil entre espa-
ñoles como la que ocurrió contemporáneamente en Perú. Pero tampoco le tembló la
mano: en 1549, los rumores de un posible acuerdo con los sublevados de Perú, dieron
pie a un rápido proceso y al ajusticiamiento de tres vecinos sospechosos. Durante el
gobierno de su sucesor, don Luis de Velasco, las disposiciones restrictivas respecto a
los encomenderos fueron suavizadas, pero, las directrices de la Corona eran de una
claridad meridiana: había que poner coto al poder de los encomenderos e impedir su
consolidación como clase señorial con poder ilimitado sobre sus vasallos indios. Los
encomenderos seguirían recibiendo de aquéllos un tributo —durante dos vidas (con
frecuencia esta norma era alterada mediante complicadas alianzas matrimoniales)—,
pero perderían todo control jurídico —es decir, estrictamente el llamado dominium en
el derecho feudal— sobre los indígenas. Subrayamos porque es obvio que (en los
hechos, si no legalmente) el peso que los encomenderos tuvieron sobre la sociedad
indígena siguió siendo muy grande. De todos modos, esto rompía con cualquier posi-
bilidad de reconstruir en tierras americanas una auténtica sociedad feudal.

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No olvidemos que en el momento de la conquista, la sociedad castellana era una


sociedad jerárquica impregnada de elementos feudales y en la cual el par renta-privi-
legio era el eje central sobre la cual giraban todas las relaciones de dominación. Férrea-
mente dividida entre nobles, eclesiásticos y pecheros. Cuando los futuros conquista-
dores se lanzaban a la loca aventura de cruzar el océano, no era para continuar
ocupando una posición subordinada, sino para salir lo más pronto posible de ella. Así,
el derecho de conquista sobre unos pueblos considerados no cristianos (al menos en
los primerísimos años y antes de la llegada de los miembros de la órdenes religiosas
que «cristianizarían» a inmensa masas de la población indígena) les otorgaba la posi-
bilidad de escapar al destino que su nacimiento en un perdido poblado de Extrema-
dura les había señalado casi ineluctablemente.
Si la mitad de los que cruzaron el mar en busca de las nuevas tierras hasta media-
dos del siglo XVI eran andaluces y extremeños, no nos extrañará saber que andaluces
y extremeños constituyen casi el 40 por 100 de los conquistadores novohispanos que
obtuvieron una encomienda; le siguen en importancia los castellanos. Esos tres orí-
genes regionales conforman alrededor del 60 por 100 de los encomenderos. Pero lo
más importante de este trabajo de R. Himmerich sobre los encomenderos novohispa-
nos que estamos comentando es que sólo una clara minoría de estos hombres gozaban
ya de la condición de hidalgos en el momento de su llegada a Tierra Firme. Sería efec-
tivamente el aprovechamiento de los tributos de su encomienda el que le permitiría
disfrutar ahora de una posición social elevada y que era impensable en su tierra de ori-
gen. Para eso se habían lanzado a la aventura en pos de ese nuevo horizonte allende
el mar. Y es por ello que las Leyes Nuevas de 1542 y toda la panoplia sucesiva de dis-
posiciones jurídicas de esos años relacionadas con la encomienda (sobre todo, las
leyes de retasa de 1546 y la supresión del servicio personal en 1549), eran vistas como
una amenaza que les afectaba en el pleno goce de sus derechos inherentes a la con-
quista. Esta vez, la oposición a las nuevas medidas fue liderada por quien era reco-
nocido como el encomendero más rico y prestigioso de Nueva España: don Martín
Cortés; hijo del conquistador y emparentado, por sangre y alianza, con la familia cas-
tellana de los Arellano (condes de Aguilar) y que había sido criado cerca de Felipe II.
Cuando se instaló en México, en 1562, indudablemente era un grande que podía brillar
con luz propia en la corte novohispana de don Luis de Velasco. Los enfrentamien-
tos con el virrey (que se inician, como es habitual es esta sociedad, por cuestiones de
etiqueta) no se hicieron esperar; pero las cosas fueron rápidamente a más. Fallecido
don Luis en el ejercicio del cargo, los miembros de la Audiencia eran los que debían
afrontar la situación; don Martín, sus dos hermanos bastardos y otros conjurados fue-
ron apresados en julio de 1566. La sangre noble y los ingentes bienes de hijo del con-
quistador le salvaron la vida (sus hermanos bastardos casi corren peor suerte), pero
los restantes acusados, los hermanos González de Ávila, vecinos y encomenderos
prestigiosos, terminaron en el cadalso. En efecto, la Corona no estaba dispuesta a
arriesgar que Nueva España siguiera el camino que tanta sangre había hecho correr en
Perú, permitiendo que se consolidase en América una auténtica nobleza señorial con
dominio sobre las masas indígenas.

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BIBLIOGRAFÍA

Fuentes

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Capítulo 8
DIOSES Y DEMONIOS: LA CONQUISTA
DE LOS ANDES

8.1. PRIMER ACTO: CAJAMARCA

En la recién fundada ciudad de Panamá y en otras pequeñas ciudades del Cari-


be y de Centroamérica, los cada vez más insistentes rumores de la existencia de un
inmenso y riquísimo imperio situado aguas abajo de la Mar del Sur (el océano Pacífico)
mantenían en inquietud a la colección de aventureros, conquistadores desocupados,
encomenderos, vecinos, pobladores y forasteros que allí se habían ido concentrando:
una legión de desarraigados, agolpados en el fondo del Caribe, desesperados porque
sus oportunidades de hacerse ricos con un golpe de valor y de fortuna se disipaban día
a día ante la imposibilidad de ir más allá, ni hacia el norte (las gentes de Cortés y
Alvarado le cerraban el paso en Guatemala), ni hacia el sureste (por el impenetrable
Darién). Parecían consumirse en la rutina de vender ocasionalmente pedazos de metal
más o menos mal hallados a los tratantes que recalaban en aquellos puertos proce-
dentes de España; operaciones en las que los comerciantes eran los que obtenían los
mayores beneficios.
En 1522, un terco marino llamado Pascual de Andagoya armó un pequeño navío y
se empeñó en navegar hacia el sur a lo largo de la costa del Pacífico buscando un nue-
vo «país del oro» que, según las leyendas oídas a viejos conquistadores asentados en
el Istmo, se hallaba mucho más abajo. Andagoya costeó doscientas millas sin encon-
trar nada que pudiera interesarle, salvo nuevos datos sobre un vasto y populoso país
montañoso, rico en oro y plata, situado al sur del río Virú o Birú, que él entendió como
el país de Perú. Las noticias propagadas por el marino a su retorno a Panamá encen-
dieron enseguida los ánimos de la gente. Dos vecinos y encomenderos de Panamá,
Francisco Pizarro y Diego de Almagro, compraron en 1524 el barco de Andagoya con
la ayuda de un clérigo, Hernando de Luque, quien no era sino un testaferro de la pode-
rosísima familia Espinosa, prestamistas y comisionistas que ya habían participado con
sus dineros en la conquista de Cuba, Panamá y México. Pizarro y Almagro empren-
dieron por mar la ruta del sur, pero los resultados de esta expedición fueron de nue-
vo decepcionantes. No encontraron nada parecido al fabuloso imperio que buscaban
y, sobre todo, no trajeron a Panamá cosa alguna que justificara la inversión realizada.
No obstante, en 1526, empeñando sus últimos bienes, organizaron una segunda
expedición. Esta vez tuvieron más suerte: en las costas de un país llamado reino de

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162 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

los Quito tomaron contacto con la cultura incaica. El Birú, Virú o Perú efectivamente
existía y se hallaba en algún lugar de aquellas impresionantes montañas que veían des-
de la costa. Los expedicionarios se animaron y siguieron costeando el actual Ecuador,
hallando en diferentes lugares indios vestidos con suntuosos ropajes de quienes obtu-
vieron clavos de oro y patenas de plata. Recalando en diferentes puntos hallaron la rica
ciudad de Tumbes, que formaba parte del Imperio incaico, y allí desembarcaron.
Desde Tumbes, Pizarro continuó hacia el sur a lo largo de la costa peruana, bus-
cando y preguntando. Otros dos desembarcos confirmaron la magnitud, riqueza y
refinamiento que, según todos los indicios, poseían las culturas andinas. Regresaron
dispuestos a volver con más fuerzas y, sobre todo, con un permiso oficial que les per-
mitiera enseñorearse de aquellas tierras.
En 1529 firmaron la correspondiente capitulación con la Corona para continuar el
descubrimiento y población de aquel avizorado mundo del Perú al que llamaron «la
Nueva Castilla» por las «ciudades y castillos de piedra» que decían en él había. Capi-
tulación en la que se incluía la promesa del cargo de gobernador y capitán general de
aquellas tierras para Francisco Pizarro si llevaba a cabo su conquista. A Almagro se
le concedía el mando de una fortaleza en Tumbes y una declaración de hidalguía (nada
desdeñable en la época); a Hernando de Luque un futuro obispado también en Tum-
bes; y al marino Ruiz, que igualmente firmaba el contrato, el título de piloto mayor de
la Mar del Sur. Todo ello si la empresa tenía éxito.
En 1530, después de haber llevado a cabo una recluta importante en su Extrema-
dura natal (en la que se alistaron todos sus hermanos y su primo Pedro, posterior cro-
nista de la conquista del Perú), Francisco Pizarro completó la expedición en Panamá
con otros aventureros hasta juntar un total de 180 hombres. Almagro, bastante resen-
tido con la posición de segundón que le correspondía tanto en el mando de la empre-
sa como en las posibles ganancias que habrían de tocarle en los repartos, sólo aceptó
continuar con los Pizarro una vez le ofrecieron el título de adelantado y una futura
gobernación que se establecería al sur de la de Francisco. Tuvo también que aceptar,
desde luego a regañadientes, quedarse temporalmente en Panamá para organizar un
grupo de refuerzo mientras el resto de la hueste, al mando del mayor de los Pizarro,
partía hacia el Virú.
La expedición desembarcó en la actual costa ecuatoriana a la altura de la bahía de
San Mateo, más al norte de donde lo habían hecho en su viaje anterior. Después de un
duro camino por tierra, atravesando los bosques costeños, el contingente de invasores
llegó a la Tumbes incaica que ya conocían, de la que sólo hallaron ruinas y donde
obtuvieron noticias de que la ciudad había sido asolada por una guerra en la que se
hallaban empeñados los dos grandes señores de aquella tierra: dos hermanos empera-
dores, Huascar y Atahualpa, enfrentados entre sí por el trono de Perú y en la que
empeñaban la vida de miles de hombres en sus ejércitos respectivos.
Enseguida llegaron nuevos contingentes de aventureros desde Panamá; eran la
gente de Sebastián de Belalcázar y de Hernando de Soto, enviados por Almagro, ávi-
dos cómo todos los demás de rescates y riquezas. Con ellos como vecinos, Pizarro
fundó el primer asiento europeo en aquella tierra, un poco más al sur de Tumbes: San
Miguel de Piura. Alrededor de sesenta españoles al mando de Belalcázar quedaron en
la ciudad, continuando el resto la marcha hacia el corazón de las montañas, hacia el
Tawantinsuyu, como oían decir que se llamaba aquel imperio. Era el mes de septiem-
bre de 1532.

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Lo que sucedió entonces queda muy lejos de la afirmación, según la visión tradi-
cional, de que la conquista de Perú fue una empresa en la que aguerridos conquista-
dores acabaron en pocos días con el Imperio incaico. El pequeño grupo de blancos
invasores que penetró en el interior del espacio andino encontró una coyuntura que en
todo les beneficiaba y de la que supieron aprovecharse al máximo. Si la guerra no
hubiera dividido y enfrentado a la familia imperial incaica (las panacas imperiales) y
a sus ejércitos, y si los pueblos sometidos a la fuerza por los incas no hubieran nota-
do en éstos graves síntomas de debilidad, el destino de la gente de Pizarro hubiera
quedado sentenciado allí mismo. Probablemente ni siquiera hubieran podido salir
vivos de Tumbes.
La dominación incaica de estos pueblos no parecía haber calado en las raíces más
profundas de buena parte de los señoríos andinos, en especial de los situados al nor-
te. La dificultad de su conquista por los incas y los constantes alzamientos que sacu-
dieron el Imperio prueban el descontento y el estado de insumisión existente entre
muchos de estos señores étnicos locales contra el poder imperial cusqueño que lo con-
sideraban extranjero. La llegada de estos primeros españoles debió suponer para mu-
chos de estos caciques una posibilidad de librarse de los incas; liberación que durante
años estaban esperando. Pizarro supo aprovechar esta situación estableciendo alian-
zas con algunos de los caciques y curacas más importantes, quienes no dudaron en
ofrecer todos los medios necesarios —hombres fundamentalmente— para la guerra
contra el poder imperial. Los pactos establecidos con los cañaris y los huancas (wan-
cas, al sur del actual Ecuador y norte de Perú), tradicionales enemigos de los incas y
ahora incondicionales aliados de los Pizarro, resultaron fundamentales para engrosar
la expedición que muy pronto se dirigió al interior de la cordillera andina.
La falta de cohesión en el seno del Tawantinsuyu, que venía de antiguo, se había
agudizado con la muerte del inca Huayna Cápac, el conquistador del norte del Impe-
rio. Durante largos años, los incas de Cuzco habían luchado contra los aguerridos pue-
blos norteños en guerras desatadas a sangre y a fuego. Pero estos grupos sometidos
nunca olvidaron las terribles represalias llevadas a cabo por los ejércitos del inca ante
la reiterada resistencia que ofrecieron. En Quito, Huayna Cápac recibió las primeras
noticias de la llegada por mar de extraños forasteros. Eran, seguramente, las naves
de Andagoya. Pero otra invasión más cruel, procedente del Caribe, se extendía por la
tierra: era la viruela, que había llegado a Perú mucho antes que los castellanos. El mis-
mo inca fue una de sus tantas victimas.
A su muerte, la sangrienta guerra por la sucesión se extendió por el Tawantinsu-
yu. Dos de sus hijos, Huascar y Atahualpa, enfrentados entre sí por la posesión de la
mascapaycha (la Corona imperial), arrastraron a sus seguidores a conformar dos ejér-
citos —el cusqueño y el quiteño—. Huascar, que había nacido en Cuzco, era el can-
didato de la panaca imperial oficial de la capital del Imperio. Atahualpa, nacido en
Quito, era hijo de una princesa norteña con quien el inca había convivido casi toda la
vida, siendo reconocido en el norte como el verdadero continuador de la tradición
paterna. Y lo que era más importante, los grandes generales del ejército incaico, atas-
cado en una contienda de décadas contra los pueblos norteños, le identificaban como
tal inca.
La guerra entre ambos contendientes estalló con toda la violencia de las luchas
ancestrales andinas, con una enorme carga de ritualidad que los castellanos apenas
consiguieron comprender. Y precisamente cuando esta guerra estaba llegando a su fin,

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y el quiteño Atahualpa estaba a punto de proclamarse vencedor eliminando a su her-


mano cusqueño Huascar, un pequeño grupo de blancos barbudos iniciaba el ascenso
de los contrafuertes andinos, ignorantes, todavía, de en qué circunstancias irrumpían
en aquel mundo de serranías.
Mucho se ha escrito y especulado sobre la facilidad con la que, en el primer
encuentro entre ambos grupos en la ciudad andina de Cajamarca, Pizarro pudo apre-
sar a Atahualpa, en una increíble victoria de tan reducido y agotado grupo de cas-
tellanos frente a los miles de servidores que llevaba el inca. Pero hay que considerar
que la conquista de Perú fue, en cuanto a lo material, una guerra fundamentalmente de
indios contra indios, de los cuales Pizarro arrastraba ya a varios miles aportados por
los caciques, sus aliados. La proporción entre blancos e indios de los que se acercaban
al encuentro con el inca debía ser de uno a veinte o incluso superior. Las guerras de la
conquista fueron, fundamentalmente, guerras de indios contra indios, con sus armas,
sus técnicas y sus rituales, en las que los castellanos, con la superioridad técnica de sus
arcabuces, espadas, lanzas, armaduras y caballos, desequilibraban a su favor el resul-
tado de los combates. Pero, además, la actitud de Atahualpa, bastante confiado ante
los invasores, sus temores sobre una posible relación de los blancos con el retorno del
viejo dios andino Wiracocha y, sobre todo, la falta de unidad que minaba el Imperio,
precipitó y favoreció el triunfo momentáneo e inesperado de los castellanos.
Una vez prisionero de éstos, el inca declaró que los había dejado llegar hasta Ca-
jamarca porque eran muy pocos y, en consecuencia, no podían representar ningún
peligro. De hecho, el inca envió a un emisario para que se entrevistase con Pizarro,
invitándole a continuar su marcha hasta Cajamarca en la seguridad de que los recién
llegados irían a rendirle pleitesía ante la grandeza de su Imperio. En realidad, uno y
otro se habían situado en posición de relacionarse entre sí como dioses y demonios,
Apus y Súpais en quechua. Dios se pensaba el inca frente a los extraños demonios
extranjeros. Dioses se creían los castellanos frente a los demonios indígenas.
El reducido grupo de Pizarro que comenzó a ascender la cordillera siguió proba-
blemente un camino incaico que remontaba el valle de Chancay tomando hacia el sur
a lo largo de los Andes y que ascendía por encima de los 4.000 metros. Sin duda, un
ataque en estas condiciones del ejercito imperial hubiera puesto fin —al menos
momentáneamente—, a la conquista de Perú. Pero Atahualpa había decidido permi-
tirles llegar hasta él. El 15 de noviembre de 1532, el grupo de hombres blancos, algu-
nos a caballo, con morriones de hierro y una docena de arcabuces (y el poderoso ejér-
cito de indígenas que se le unió desde el principio), llegaron al hermoso y fértil valle
de Cajamarca. Tras una primera entrevista del inca con los principales capitanes de
Pizarro —entre ellos, Soto y Hernando Pizarro—, los recién llegados obtuvieron per-
miso para alojarse en los mejores aposentos de Cajamarca, en su plaza principal, con-
certándose una entrevista entre Atahualpa y Francisco Pizarro para días inmediatos.
Según la crónica de Pedro Pizarro, la hueste se dividió en cuatro grupos, escondidos
en los principales edificios de la plaza de Cajamarca. El objetivo de los castellanos era
la captura del inca, lo que consiguieron tras un vendaval de fuego y sangre. Una vez
se vio prisionero, Atahualpa, inseguro de su suerte en manos de aquellos bárbaros ex-
tranjeros, y advirtiendo desde un principio el extremado interés que tenían por los
metales preciosos, ofreció a los invasores un extraordinario rescate a cambio de su
vida y de su libertad: según el cronista Francisco de Jerez, «daría de oro una sala que
tiene veintidós pies de largo y diecisiete de ancho, llena, hasta una raya blanca que

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está a la mitad del alto de la sala, y dijo que hasta allí llenaría la sala de diversas pie-
zas de oro, cántaros. Y de plata daría todo aquel bohío dos veces lleno, y que esto
cumpliría dentro de dos meses».
Las órdenes de Atahualpa a sus generales fueron determinantes para el éxito de la
invasión castellana. Además de poner en movimiento a todo el Imperio para conseguir
lo más rápidamente posible el rescate prometido, prohibió cualquier maniobra de su
imponente ejército contra los invasores a sabiendas (como sucedió) de que aquellos
barbudos acabarían con su vida sin miramientos. El ejército incaico se encontraba
presto a intervenir en cualquier momento esperando las órdenes que nunca llegaron:
el general Quizquis ocupaba Cuzco con treinta mil hombres, y acababa de derrotar
definitivamente a Huascar, por lo que Atahualpa era ya el único inca, cosa que éste
supo ya en su prisión; el general en jefe Chalcuchima, situado a mitad de camino entre
Cuzco y Cajamarca, tenía treinta y cinco mil guerreros; otras guarniciones de varios
millares de soldados defendían centros estratégicos como Vilcashuamán y Bombón.
Al norte, entre Cajamarca y Quito, estaba el tercer comandante, Rumiñahui, al frente
de otro importante contingente. Habría bastado una orden de Atahualpa para haber
liquidado al reducido grupo español, a pesar de las cada vez mayores adhesiones que
éstos seguían recibiendo de los señoríos locales y, desde luego, del apoyo que la im-
portante facción cusqueña, descabezada tras la muerte de Huascar, ofreció a los cas-
tellanos en caso de que acabasen con el para ellos impostor Atahualpa.
Mientras, y efectivamente, el rescate de Atahualpa fue llegando hasta Cajamarca
como un formidable río de metal procedente de los más remotos confines del Impe-
rio. En junio de 1533, Francisco Pizarro ordenó la fundición y ensaye del oro y la pla-
ta acumulados, y su distribución entre la gente. El reparto del botín (el famoso y míti-
co «reparto de Cajamarca», más de once toneladas de piezas labradas fueron arrojadas
a los hornos de fundición, hasta lograr 6.087 kilos de oro de primera calidad y 11.793
kilos de plata) quedó registrado por los escribanos y oficiales reales presentes, y una
vez separados los quintos reales, a cada soldado de a caballo le correspondieron unos
40 kilos de oro y 80 de plata, y a cada uno de los peones aproximadamente la mitad.
El reparto tendió a igualar a sus beneficiarios, a excepción de Francisco Pizarro, su
hermano Hernando y Hernando de Soto, que obtuvieron porcentajes muy superiores.
La equiparación a la hora del reparto del botín fue tan sólo aparente, o más bien sólo
aplicable a «los hombres de Cajamarca», puesto que la gente de Almagro que llegó
posteriormente, y los que se habían quedado en la recién fundada San Miguel de Piu-
ra —los de Belalcázar—, sólo obtuvieron cantidades simbólicas.
La carrera del oro era ya imparable. El gran santuario de Pachacamac, cerca de
Lima, fue saqueado, y en Jauja, en una de las tantas incursiones de los españoles a los
lugares supuestamente ricos y abundantes en piezas de valor, fue hecho prisionero
Chalcuchima, uno de los generales más destacados del inca. Un golpe de suerte para
los castellanos.
El último episodio de la tragedia de Cajamarca fue el asesinato de Atahualpa. El
pretexto, el supuesto avance desde el norte del general Rumiñahui «al mando de dos-
cientas mil gentes de guerra», según reflejaron las crónicas con más temor que exac-
titud. El 26 de julio de 1533, Atahualpa, acusado de traidor, fue ejecutado en la plaza
principal. Días después —el 29 de julio—, en una carta a Carlos V, Pizarro justificaba
su decisión ante el inminente ataque del ejército incaico, por el miedo de sus hombres
y la posible pérdida de «tan excelentes dominios como aquí ya tiene Su Majestad».

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Desde Cajamarca, las huestes pizarristas partieron hacia la gran ciudad de Cuzco
el 11 de agosto, después de garantizarse la adhesión de la facción cusqueña, los here-
deros de Huascar, muy fortalecidos tras la muerte de Atahualpa y que todavía creían
en la buena fe de los españoles: pensaban que iban hacia la capital a fin de restituir-
les la mascapaycha, según ellos injustamente arrebatada por Atahualpa al legítimo
inca Huascar. Efectivamente, Pizarro, en otro de los tantos actos teatrales de la con-
quista, coronó como inca a Túpac Hualpa, un niño hermano menor de Huascar.
Mientras tanto, en Cuzco, Villac Umu, sumo sacerdote del Sol, trató inútilmente
de impedir el avance de los extranjeros convocando a la unidad de las dos facciones
en guerra para enfrentarse a los invasores. Pero ni los generales de Quito aceptaron
pactar con sus enemigos de Cuzco, ni la facción cusqueña quiso negociar una paz de
urgencia con los antiguos partidarios de un inca al que nunca habían reconocido y
contra el que llevaban años peleando. Uno de los miembros de la panaca imperial,
Manco Inca, se alió con los castellanos, y con él buena parte del Imperio, recono-
ciendo a Túpac Huallpa como el único inca. Esta alianza fue bien patente en todo el
camino que tomaron los pizarristas hacia la capital imperial, puesto que, a pesar de la
resistencia que opusieron los restos de los ejércitos de Atahualpa, los españoles, con
la ayuda de las tropas cusqueñas de Manco, siguieron de victoria en victoria para lo-
grar llegar finalmente al Cuzco.
En este camino hacia el sur por mitad de la cordillera, las etnias huancas y jaujas,
asentadas respectivamente en ambas orillas del río Mantaro, y otros señoríos de Man-
ta (en la actual costa ecuatoriana), se convirtieron en aliados incondicionales de los
castellanos, a los que veían como vencedores del incario. Tras la fundación de la ciu-
dad de Jauja, donde quedaron registrados como primeros vecinos ochenta españoles,
se produjo la muerte en circunstancias poco claras del niño inca Túpac Hualpa. Una
vez más, Pizarro supo aprovechar la tremenda debilidad del Imperio en beneficio pro-
pio: por un lado acusó al general Chalcuchima de haberlo matado, con lo que se le
presentaba una ocasión ideal para librarse de uno de los generales incaicos más pode-
rosos; por otro, en la nueva pugna por la mascapaycha, esta vez con varios candida-
tos, no se posicionó con claridad a favor de ninguno de ellos hasta obtener el apoyo
del más fuerte, el joven Manco Inca, bien enraizado en el sector cusqueño, y quien
precisamente estaba colaborando cada vez más decididamente con él.
Hubo otras varias batallas en el camino a Cuzco: en Vilcashuamán y en Vilcagon-
ga, donde nuevas alianzas como la de los táramas fortalecieron aún más el ejército
aliado invasor en contra de las tropas incaicas del difunto Atahualpa. No obstante, el
pacto fundamental se llevó a cabo en Jaquijahuana, entre Francisco Pizarro y el prín-
cipe Manco, por el cual la hueste pizarrista y el propio Manco con su imponente ejér-
cito entrarían juntos en Cuzco. En sus inmediaciones libraron todavía una última bata-
lla contra otro de los ejércitos de Atahualpa, el del general Quizquis. Después de ser
derrotado por el ejército de Manco y tras tener que abandonar los cerros cercanos a
Cuzco, Quizquis se retiró hacia su tierra norteña, donde la facción quiteña mantendría
durante un buen tiempo una sólida resistencia frente los españoles.
La entrada y conquista de la capital imperial, el gran Cuzco, inauguró una nueva
etapa en la invasión europea de Perú, caracterizada por la disminución de los enfren-
tamientos entre todos los sectores en disputa, a excepción de los producidos en el área
quiteña, y los inicios de la organización del espacio ocupado. Después de la corona-
ción de Manco como nuevo inca se fundaron las ciudades de españoles del Cuzco

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DIOSES Y DEMONIOS: LA CONQUISTA DE LOS ANDES 167

(Cusco) y Lima, se procedió al primer reparto de encomiendas y tuvo lugar el expo-


lio sistemático y a conciencia de la capital y sus alrededores por parte de sus insacia-
bles ocupantes, así como de los grandes santuarios. Buscando una conexión por mar
con Panamá, Pizarro estableció la nueva capital de Perú en la Ciudad de los Reyes
(Lima) a orillas del río Rimac.
El saqueo de Cuzco fue la culminación de una invasión motivada por el deseo de
obtener a cualquier precio riquezas y poder. En la capital imperial encontraron apro-
ximadamente la mitad de oro que en Cajamarca, pero era más de cuatro veces mayor
la cantidad de plata. En el reparto fueron incluidos los españoles que se habían que-
dado en Jauja y los compañeros de Sebastián de Belalcázar que estaban en Piura. Tem-
plos —entre ellos el Coricancha—, casas, tumbas, almacenes, todo fue saqueado.
Como escribió el cronista Cristóbal de Molina, «nunca entendieron sino en recoger
oro y plata y hacerse todos ricos; todo lo que a cada uno le venía a la voluntad de to-
mar de la tierra lo tomaba, sin pensar que en ello hacía mal, ni si dañaba o destruía,
porque era harto más lo que se destruía que lo que ellos gozaban y poseían».
A finales de 1534, la conquista del Perú incaico parecía culminada. La invasión de
Quito había finalizado con la muerte de los dos últimos generales de Atahualpa y la
sumisión de los restos del ejército quiteño; las «entradas» hacia territorios aún no ocu-
pados eran cada vez más frecuentes y con un mayor número de voluntarios que, atraí-
dos por las noticias de los dos repartos efectuados, llegaban al Perú en busca de más
oro. El joven Manco era el nuevo inca de un Imperio agonizante.

8.2. SEGUNDO ACTO: LA GUERRA DEL CUZCO Y LA SUBLEVACIÓN DE GONZALO PIZARRO

Sin embargo, esta aparente estabilidad duró muy poco. En pocos años, Perú ar-
dió en una guerra que tuvo varios frentes y que acabó con la derrota de indígenas y
conquistadores ante el paso firme e igualmente despiadado para con todos los envia-
dos reales: primero a cargo de Pedro de La Gasca y, después, del virrey Francisco de
Toledo.
En la fundación, a comienzos de 1535, de la gobernación de Nueva Toledo, situa-
da en el sur del Imperio incaico y que correspondía a Almagro según las capitulacio-
nes firmadas, tuvo su origen la intensificación del conflicto ya latente entre pizarris-
tas y almagristas. La ambigüedad en la especificación de sus límites exactos favoreció
las ambiciones de Diego de Almagro sobre buena parte del antiguo Imperio; en este
caso, sus exigencias se centraron en poseer el Cuzco. La salida de Almagro hacia
Chile al mando de una formidable expedición y con un notorio apoyo financiero del
propio Pizarro con tal de sacarlo de la capital, devolvió de momento la calma a la ciu-
dad. Paralelamente, el joven inca Manco comenzaba su mandato no exento de difi-
cultades, fundamentalmente las derivadas de la falta de apoyo, incluso de varios de los
miembros de su propia panaca, horrorizados ante la actitud de los españoles. Algunos
nobles indígenas desafectos fueron mandados asesinar por orden del inca, al parecer
con el acuerdo de Almagro y de sus más directos colaboradores. Por otra parte, las
iniquidades que fueron cometiendo en la expedición de Almagro hacia Chile —rela-
tadas por un testigo excepcional, el sumo sacerdote Villac Umu— unidas a la falta de
respeto que algunos de los españoles asentados en el Cuzco demostraban pública-
mente hacia el inca, hicieron que Manco tomara la decisión definitiva de ponerse al

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frente de su pueblo para expulsar de Perú a los invasores, ahora que Pizarro se había
marchado hacia Lima y que Almagro iba camino de Chile.
Tras un primer intento frustrado, que acabó con la prisión y tortura del inca, éste
pudo escapar (a cambio de entregarle un ídolo de oro a Hernando Pizarro) y organi-
zar, en 1536, una imponente rebelión indígena que se extendió por todo el territorio y
que culminó con el cerco de los españoles en el Cuzco por parte de las tropas incai-
cas mandadas por el propio Manco. La movilización sorprendió a todos los conquis-
tadores y su magnitud les aterró. Los cálculos del número de sitiadores varían entre
cincuenta mil a cuatrocientos mil. Las fuerzas sitiadoras estaban a cargo del general
Inquill, asistido por Villac Umu, que había abandonado con sus tropas la expedición
de Almagro para volver en ayuda de su señor.
Pero los españoles siguieron contando con la incondicional ayuda de los cañaris
acaudillados por Chilche, de varios parientes del inca —Murua Pascac, su primo, y
sus hermanos— con todos sus ejércitos, con los chachapoyas y los huancas, todos
enemigos tradicionales del incario. Por otra parte, los grupos indígenas costeños rehu-
saron participar en la rebelión serrana contra los nuevos invasores y no acudieron a
ayudar al sitio del Cuzco. Las escaramuzas, batallas y hechos de guerra fueron tan
numerosas como las pérdidas humanas. Algunas de las imponentes fortalezas incai-
cas fueron asaltadas por unos y otros con resultados diversos: Ollantaytambo, donde
las fuerzas indígenas comandadas por el propio inca infringieron una dura derrota a
los españoles; o Sacsahuamán, cuyo asedio fue dirigido por Hernando Pizarro y don-
de se libró una de las batallas más sangrientas. Pedro Pizarro lo relató así: «Fue ésta de
una parte y de otra ensangrentada, por la mucha gente de indios que favorecían a los
españoles. Hernando Pizarro entró poniendo a cuchillo a todos los que estaban den-
tro, que serían pasados de mil y quinientos hombres».
La ciudad fue atacada por sus antiguos dueños con una lluvia de piedras envuel-
tas en algodón y previamente calentadas, que al estrellarse contra los techos de paja
de los edificios provocaron un inmenso incendio que prácticamente destruyó la anta-
ño gloriosa capital incaica. Lima fue también cercada por el ejército del general Qui-
zo Yupanqui. Pero, a pesar del gran despliegue efectuado por los diferentes ejércitos
incaicos frente al todavía reducido y disperso grupo de españoles, el empeño de éstos
por vender caras sus vidas, el gran número de aliados indígenas que se les unieron y
la muerte del general Quizo y de otros capitanes, desbarataron el intento de expulsar
a los extranjeros.
A partir de este nuevo fracaso, el curso de la rebelión cambió decididamente a
favor de los castellanos. Por un lado, el dominio del inca en la sierra se debilitó enor-
memente con el abandono de Ollantaytambo por parte de su ejército. Manco decidió
retirarse a un refugio inaccesible y desconocido para los extranjeros: Vilcabamba, «la
ciudad perdida», hacia el oriente, más allá de los contrafuertes andinos y en mitad de
la selva. Por otro lado, la llegada de varios grupos de españoles procedentes de Méxi-
co, Nicaragua, Panamá, Nombre de Dios, Santo Domingo y de la misma península
Ibérica, reforzó considerablemente la delicada posición de la gente de Pizarro. A fines
de 1536, dos ejércitos marchaban hacia el sitiado Cuzco. Desde Lima, Alonso de Al-
varado al frente de 550 españoles y numerosos guerreros huancas. Desde Chile, tam-
bién Almagro y sus hombres, que regresaban de su expedición a marchas forzadas.
En 1537, Almagro llegó al Cuzco antes que Alonso de Alvarado, llevando el
importante ejército indígena que le acompañaba en su expedición hacia Chile, rom-

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piendo el cerco del Cuzco frente a las tropas de Manco y Villac Umu, que se retiraron
a los cerros cercanos, y entrando victorioso en la ciudad que ya consideró suya. No
halló más resistencia que la de los hermanos Gonzalo y Hernando Pizarro y un redu-
cido grupo de seguidores, que veían en Almagro no a un «libertador», sino a alguien
que, en realidad, llegaba a arrebatarle la capital a su hermano y patriarca.
El ya viejo conflicto entre Pizarro y Almagro, ahora transformado en una pugna
entre pizarristas y almagristas por riquezas, cargos y preeminencias, estalló con vio-
lencia entre los dos ejércitos puestos en marcha para liberar a los sitiados castellanos.
La pretensión de Almagro sobre la ciudad incaica, en el sentido de que pertenecía a
su jurisdicción, desató una cruenta guerra entre conquistadores que duraría —con
pocas treguas— más de quince años.
A los pocos días de llegar al Cuzco, Almagro partió a buscar a los pizarristas. En
Abancay, ayudado por el joven hermanastro de Manco, Paullu que, después de haberle
seguido a Chile con diez mil soldados indígenas seguía demostrándole una fidelidad
irreductible, derrotó a las fuerzas de Alvarado, enviado desde Lima por Pizarro. Pero
el viejo Almagro apenas tuvo tiempo de saborear su victoria. En 1538, Hernando
Pizarro encabezó la invasión del territorio almagrista y consiguió llegar hasta la capi-
tal imperial, en una campaña que culminó con una aplastante victoria sobre sus ad-
versarios en las pampas de Las Salinas. Almagro fue capturado y condenado a garro-
te, sentencia que fue ejecutada en la Plaza de Armas del Cuzco, porque traicionar a
Francisco Pizarro se pagaba con la muerte. El joven Paullu guardó silencio.
El duro castigo infringido a la facción almagrista paralizó momentáneamente
cualquier intento de insurrección contra el grupo de los Pizarro. Esta tregua fue apro-
vechada para intensificar el proceso conquistador en todo el espacio andino. Se suce-
dieron las fundaciones: Chachapoyas (1538), Huamanga (1539) o Arequipa (1540).
La rica región del Collao —llamada después Charcas y luego Alto Perú—, fue repar-
tida entre los conquistadores vencedores. Dicha zona ya había sido recorrida en 1535
por la vanguardia de la gran expedición de Almagro a Chile, al frente del capitán Juan
de Saavedra; por el artillero y rico encomendero Pedro de Gandía, que organizó una
formidable «entrada» —invirtió buena parte de su fortuna, que no era poca—, en la
que participaron trescientos de los más experimentados hombres del Cuzco; y por
Hernando y Gonzalo Pizarro en 1538 que, ayudados por Paullu, siempre fiel a los
españoles, fueran de una u otra facción, bordearon el lago Titicaca ocupando los con-
fines orientales del Collasuyu —los valles de Cochabamba—, llegando más al sur,
después de una tenaz resistencia del pueblo charca. En 1539, un hombre de confian-
za de Pizarro fundaba en Chuquisaca la ciudad de la Plata —hoy Sucre—, llamada así
por su proximidad al centro argentífero de Porco, donde los Pizarro tenían ya ciertos
intereses. Estaban a las puertas de Potosí.
Mientras tanto, el inca Manco, desde Vilcabamba, organizó la segunda gran rebe-
lión indígena de este período, que comenzó con un feroz ataque a los huancas en Yura-
mayo, destruyendo Wari Wilca, el principal santuario huanca, y ejecutando a sus
sacerdotes y guardianes. En poco tiempo, los principales jefes incaicos parecían con-
trolar de nuevo gran parte del espacio andino ocupado por los españoles: Manco en la
sierra central; Villac Umu en las montañas al sur y al suroeste del Cuzco; e Illa Túpac,
juan a otros capitanes igualmente importantes, en la región situada al norte de Jauja.
La represión de esta segunda rebelión fue aún más sangrienta que la anterior. Fran-
cisco de Chaves, enviado a Huánuco, asoló la zona con un auténtico baño de sangre,

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y Gonzalo Pizarro, después de su victoria en el refugio incaico de Vilcabamba, man-


dó ejecutar a Cura Ocllo, esposa de Manco, y a muchos señores étnicos que con ante-
rioridad se habían rendido a los españoles, entre ellos Villac Umu y Tito Yupanqui.
Pero la violencia y las insolidaridades entre unos y otros no habían acabado por-
que los viejos conquistadores también estaban heridos de muerte. En 1541, Francisco
Pizarro era asesinado en su casa de Lima por un grupo de almagristas, vengando la
muerte de su líder. El hijo mestizo de Almagro, conocido como Almagro el Mozo, fue
nombrado gobernador de Perú por los triunfadores, quienes se dedicaron a perseguir
pizarristas y se posesionaron de gran parte del país. Un gobernador, Vaca de Castro,
nombrado por el emperador Carlos V para poner orden en aquel convulso mundo,
derrotó a los almagristas en los llanos de Chupas, con el apoyo, claro está, de los par-
tidarios de Pizarro. Almagro el Mozo fue detenido y ajusticiado en el mismo lugar
donde lo fuera su padre y enterrado junto a él. Perú, de nuevo en poder de los pi-
zarristas, parecía calmarse.
El hermano más joven de Francisco, Gonzalo Pizarro, había sido nombrado en
1539 gobernador de Quito con jurisdicción sobre Popayán, Cali, Portoviejo y Guaya-
quil. Pero ahora, a finales de 1542, llegaron al Perú las noticias de que el emperador
había promulgado las famosas Leyes Nuevas que recortaban considerablemente el
poder de los conquistadores y, sobre todo, su control sobre la población indígena. Sin
entrar en el análisis de su contenido, los artículos referentes a la posesión y disfrute
de las encomiendas de indios —que tan profusamente los conquistadores se habían
repartido por todo Perú, Alto Perú y Quito— provocaron una fuerte reacción por par-
te de estos nuevos señores de la tierra.
Los primeros y antiguos conquistadores no estaban dispuestos a ceder lo que con-
sideraban suyo con pleno derecho por haberlo ganado, afirmaban, «en tan larga
guerra». Gonzalo Pizarro fue la figura que aglutinó estos intereses, en torno al cual se
agruparon todos los encomenderos, siendo proclamado en 1544 capitán general de
Perú. Algunos de los viejos conquistadores (y parece que el mismo Paullu) le propu-
sieron contraer matrimonio con una princesa incaica, tras lo cual podría intitularse rey
de Perú o incluso inca, y los conquistadores «señores destos reinos». Gonzalo repre-
sentaba así el máximo grado de independencia de la nueva casta gobernante, mixtura
ya de intereses netamente andinos, tanto blancos como indígenas, y a los que sólo con
sangre parecía posible arrebatarles su poder: el que consideraban que emanaba de las
que ya llamaban «sus tierras y sus indios».
El encargado de poner en práctica en Perú las Leyes Nuevas por mandato de Car-
los V fue Blasco Núñez de Vela, primer y fugaz virrey de Perú, que asumió el gobier-
no en reemplazo de Vaca de Castro en 1544. Su merecida fama de legalista férreo y
su intransigencia en las negociaciones con los rebeldes a la autoridad real, le llevó en
1546 a su derrota y muerte en Añaquito, por orden expresa del propio Gonzalo Piza-
rro, al poco de pisar tierras andinas. En medio de esta otra desastrosa guerra se des-
cubría el Cerro Rico de Potosí (1545) y Manco moría apuñalado por la espalda a
manos de unos almagristas traidores que habían obtenido de él refugio y protección.
Gonzalo Pizarro parecía ser el gran señor de Perú, mientras un nuevo inca, Sayri
Túpac, era nombrado tal en las selvas del oriente.
En 1547, tras el fracaso del primer virrey, se acercaba a las costas peruanas un
clérigo llamado Pedro de La Gasca, enviado por el emperador como «Pacificador del
Perú». Venía ligero de equipaje, menos armas y pocos soldados, pero Carlos V, can-

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sado de los conflictos de Perú, había delegado en él algo fundamental: la suprema


autoridad para castigar a los traidores, pero también para conceder el perdón y la gra-
cia real a todos los conquistadores rebeldes que se pasasen a las filas de los leales al
rey, más la no aplicación de las referidas Leyes Nuevas en sus aspectos más contro-
vertidos. Su misión, difícil, era aplastar la rebelión y consolidar el frágil dominio real
en el espacio andino.
Aunque los conquistadores sublevados destrozaron varias veces a las tropas leales
a La Gasca, entre ellas a un realista llamado Diego Centeno que intentó ocupar el
Cuzco en nombre del emperador y que fue derrotado en las pampas de Huarina, poco
a poco los documentos de perdón que La Gasca emitía firmados «Yo, El Rey», hicie-
ron más daño a los partidarios de Gonzalo Pizarro que la munición más gruesa o las
más nutridas filas de arcabuceros que se le pusieran enfrente. Buena parte de los en
principio irreductibles rebeldes se pasaron al bando del clérigo a cambio de este per-
dón real y de la promesa —luego no cumplida— de aplicar una ley de punto final y
reconocerles las encomiendas y repartos que poseyeran.
En los llanos de Xaquixahuana, cerca del Cuzco, se enfrentaron finalmente los dos
ejércitos, el del enviado real y el de los encomenderos sublevados. Gonzalo Pizarro
quedó pronto casi solo y, enfrente de él, arracimándose como si todos fueran realistas
de pronto, los que hasta entonces habían sido sus amigos y aliados. Muchos de ellos
mudaron de campo viniéndose a las filas del enviado del rey, y desde allí levantaron
sus lanzas en contra del que fuera su caudillo. Hasta el mismo Paullu estaba también
del lado de La Gasca. Gonzalo Pizarro fue capturado, encadenado y encerrado en el
Cuzco como lo habían sido los mismos incas, el propio Almagro, y toda una saga de
antiguos conquistadores, viejos señores de la tierra. Fue ejecutado, finalmente, por
traidor al rey. La primera generación de la conquista era así definitivamente enterra-
da, relegada y olvidada en un mundo por el que habían matado, peleado y, finalmen-
te, muerto. Los nuevos pobladores, los que llegaron después, asegurando lealtad al
rey, los que recibieron encomiendas y prebendas antaño pertenecientes a la vieja
generación de conquistadores, se erguían ahora victoriosos sobre las ruinas de un
tiempo que murió o desapareció con tanta virulencia como había comenzado.
A pesar de todo ello continuaron las fundaciones de nuevos pueblos y ciudades, y
las entradas sobre nuevos territorios: en el llamado reino de Quito, y en el norte, cen-
tro y sur peruanos. En el Alto Perú —La Paz (1548), Santa Cruz (1561), Cochabamba
(1571), Tarija (1574)—, estas fundaciones garantizaron cada vez más el estableci-
miento efectivo del régimen colonial a través de sus agentes —corregidores, hacen-
dados, encomenderos, frailes, mineros y comerciantes— sobre una zona rica en mi-
nerales, en indios y en tributos, y en la que el control sobre la mano de obra y su
explotación constituía la base fundamental de la dominación.
Todavía quedaba el núcleo de Vilcabamba, con el último inca alzado tras sus míti-
cos bastiones. La muerte de un español —Atilano de Ayala— fue el esperado y bus-
cado pretexto. En 1572, el virrey Toledo declaró la guerra «a fuego y sangre» contra
Vilcabamba. En septiembre del mismo año, el inca Túpac Amaru era decapitado en la
plaza del Cuzco; pero la represión contra todo «lo antiguo» se llevó más a fondo:
las momias de Manco y Tito Cusi fueron incineradas, y muchos de los miembros de las
panacas incaicas —incluso los más colaboracionistas con los españoles—, acusa-
dos, encarcelados, despojados de sus bienes y desterrados. Concluía así el tremendo
período de la conquista de Perú. Si los pueblos indígenas habían sido vencidos, los

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viejos conquistadores habían sido también derrotados. Una nueva generación se al-
zaba con el poder.

8.3. TERCER ACTO: EL CAMINO DEL NORTE. LAS TIERRAS DE EL DORADO

Las rutas de penetración en el territorio conocido poco después como el Nuevo


Reino de Granada fueron varias, así como los grupos que realizaron su ocupación.
Estas circunstancias darían lugar a un largo proceso de conquista del territorio, difi-
cultado por las continuas disputas y pleitos entre los cabecillas de los distintos grupos
de españoles a la hora de adjudicarse el control de aquella inmensa región. Además
originó un continuo trajín de expediciones, unas conformadas por gentes recién lle-
gadas y otras por veteranos de anteriores entradas.
Desde Santa Marta, en la costa del Caribe, fundada en 1526 por Rodrigo de Bas-
tidas, salieron buena parte de las expediciones hacia el sur que buscaban las sabanas
andinas de Cundinamarca en la suposición de que al interior de aquel inmenso terri-
torio habría de hallarse el mítico El Dorado. Pero a estas mismas tierras andinas, muy
lejos de la costa, llegarían también otros aventureros, aunque por rutas diferentes, to-
dos siguiendo el mismo reclamo del oro: procedentes del sur, de la incaica Cajamar-
ca y del área quiteña, un grupo de conquistadores se acercó a las sabanas bogotanas
ascendiendo por la cordillera; y desde las costas venezolanas, exactamente desde
Coro, por una ruta que cruzaba las ciénagas y los llanos, otros expedicionarios habían
comenzado a remontar los contrafuertes andinos con el mismo destino.
Los procedentes del norte, en su inmensa mayoría, eran hombres avezados en las
entradas más difíciles, con una amplia experiencia conquistadora adquirida primero en
las Antillas y posteriormente en Centroamérica o en México; gentes antaño dedicadas
al negocio esclavista en el Caribe y participantes en las frecuentes razias que asolaron
y diezmaron las poblaciones nativas de las Antillas y Tierra Firme. Muchos de ellos
eran también propietarios de ingenios azucareros en las islas, empresarios en otras en-
tradas y aun encomenderos, para quienes el negocio antillano ya no reportaba benefi-
cios suficientes, comparados con los que contaban haber logrado los peruleros.
El camino desde el sur fue, en cambio, mucho más complejo. Para explicarlo es
necesario retroceder en el tiempo.
En el área de lo que hoy es Ecuador, antes de la llegada de los castellanos, el do-
minio inca se había circunscrito a un corredor a lo largo del callejón interandino, for-
taleciéndose en las tierras situadas entre las dos etnias más belicosas, los cañari y los
puruháes. Los incas encontraron fuerte resistencia en las provincias del norte, en Im-
babura y Cacchi, donde habitaban los caras y los pastos. Después de diecisiete años
de lucha, los cusqueños del Inca Huayna Cápac apenas si pudieron mantener el con-
tacto de sus líneas en el interior de este corredor interandino, consolidando su pre-
sencia en Quito, Otavalo y Pasto, donde detuvieron su avance por imposibilidad de ir
más allá, dada la fuerte resistencia que encontraron y la distancia extrema que les sepa-
raba de sus bases logísticas. Huayna Cápac ya había nacido en la región, en Tome-
bamba (la actual Cuenca), lo que muestra la larga permanencia del ejército incaico en
el norte. Logró la conquista definitiva de los caras, pero no pudo llevar a cabo la ocu-
pación del territorio de los pastos, estableciéndose la frontera septentrional del Impe-
rio en el río Acasmayo.

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Fuera de su dominio quedaron las poblaciones del litoral pacífico, los pueblos sel-
váticos del occidente y los desconocidos del oriente Amazónico. Pero aún en el terri-
torio supuestamente dominado las rebeliones fueron numerosas, sobre todo por la vio-
lencia desatada en el proceso de conquista; cerca de la actual Ibarra, después de una
batalla, los incas habían matado a millares de enemigos arrojando sus cuerpos a la
laguna de Yawar Cocha, Laguna de la Sangre.
En la guerra civil desatada a la muerte de Huayna Cápac entre las facciones que
defendían las pretensiones a la sucesión de dos de sus hijos, Atahualpa (quiteño) y
Huascar (cusqueño), los aparentemente sometidos cañaris se rebelaron en el sur, posi-
cionándose con vehemencia al lado del grupo cusqueño, no tanto por afecto a Huas-
car sino por odio al quiteño Atahualpa y a sus generales. Después de derrotar a cus-
queños y cañaris en Ambato, Atahualpa llevó a cabo una dura represión contra estos
últimos cerca de Saraguro, ordenando a sus comandantes matar a la mayor parte de
los hombres que acudían a rendirse y a todos los niños que salieron a su paso a reci-
birle con ofrendas y cantos. Los cañaris que sobrevivieron prometieron venganza y
guerra sin cuartel. Ello explica que los nuevos invasores españoles encontrasen un
territorio encendido en odios, con lo que pudieron aprovecharse de la confusión gene-
rada por la guerra civil y, sobre todo, de la hostilidad jurada de muchos de estos pue-
blos norteños contra los incas.
Según Cieza de León, aún en tiempos de La Gasca, la proporción de hombres y
mujeres entre los cañaris era de 1 a 15, posible secuela de su resistencia a la conquis-
ta incaica y su traslado forzoso a Cuzco y a otras regiones del Tawantinsuyu.
El camino hacia la tierra de los quito no fue fácil para los castellanos. Después de
la muerte de Atahualpa a manos de los españoles, una gran parte de su ejército, alre-
dedor de 10.000 hombres, acaudillado por Quizquis, se encaminó desde Cuzco hacia
Quito para sumarse a las fuerzas de Rumiñahui, comandante militar de la provincia
norteña por nombramiento del difunto Atahualpa. Era la facción quiteña del Imperio,
que había luchado y vencido a Huascar y que ahora se aprestaba a ofrecer una dura
resistencia a los nuevos invasores europeos. Y así hubiera sido si en su camino hacia
el norte no hubiera sido sorprendido por un numeroso contingente de indígenas alia-
dos de los españoles. Quizquis fue derrotado a la altura del río Mantaro por los huan-
cas, cuyos jefes tenían tanto rencor a los incas que se preciaban de quemar vivo a
cuanta autoridad incaica cayera en sus manos.
Si la rivalidad entre las diversas etnias estaba sentenciando la imposición final
del poder español, los castellanos no constituían tampoco un grupo compacto y ho-
mogéneo, especialmente los que llegaron a esta región del norte del incario. Por el
contrario, la diversidad de intereses y, sobre todo, las rivalidades personales de sus
jefes, así como las camarillas al interior de los diferentes sectores que componían las
expediciones hasta allí enviadas, fueron continuas y conformaron otro de los facto-
res fundamentales para que el frágil —pero por el momento bastante efectivo— equi-
librio de alianzas y pactos entre tan diversos y disímiles elementos siguiera mante-
niéndose.
Uno de estos españoles, Sebastián de Belalcázar, antiguo conquistador en Tierra
Firme y luego encomendero en Panamá, veterano también de Perú y poco dispuesto a
seguir bajo las órdenes de Francisco Pizarro, ambicionaba como tantos otros una
gobernación propia. Por eso organizó una entrada hacia la región del norte a finales
de 1533 desde San Miguel de Piura. Tuvo que acelerar su marcha cuando recibió noti-

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cias del desembarco, aún más al norte y en la costa ecuatoriana —a la altura de la


bahía de Caráquez—, del capitán Pedro de Alvarado con quinientos españoles y
cuatro mil indios procedentes de Guatemala y Nicaragua, porque alguien le había
informado de que en esos valles quiteños se encontraban almacenados los tesoros de
Atahualpa que no llegaron hasta Cajamarca cuando el famoso rescate. Otro de los epi-
sodios dramáticos de esta tragedia: la presencia forzada de miles de mayas en los
Andes obligados a luchar contra indígenas andinos. Para mayor complicación, una
tercera expedición penetró en el territorio en persecución de la hueste salida desde
Piura: la mandaba otro capitán, Diego de Almagro, representante de la autoridad del
gobernador Pizarro, enviado por éste hacia el norte apresuradamente dadas las, a su
juicio, excesivas libertades que se habían tomado los capitanes Belalcázar y Alvara-
do, organizando entradas y saqueos sin su conocimiento ni autorización.
Pero para llegar hasta donde Alvarado estaba desembarcando, Sebastián de Belal-
cázar y sus huestes debían atravesar el área de Tomebamba, la capital incaica del nor-
te, donde esperaban hallar una férrea oposición. Sin embargo, la resistencia no fue tan
dura como suponían, porque una vez más la división reinaba entre los indígenas.
Curacas de diferentes comunidades, aun pertenecientes a un mismo grupo étnico, se
opusieron entre sí, aliándose unos con los españoles y otros con alguno de los gene-
rales de los varios ejércitos incaicos que se habían refugiado en la región. Ciertos gru-
pos cañaris, encabezados por los curacas Vilcachumlay y Oyañe, venían marchando
como aliados de Belalcázar desde Piura, dispuestos a vengar la afrenta de la masacre
de Saraguro. En Tomebamba se le unieron otros tres mil cañaris más que, según las
crónicas, actuaron con una gran fiereza durante toda la conquista por los valles norte-
ños. También se aliaron con los españoles el curaca de Cayambe, en guerra abierta
contra los incas desde los años de Huayna Cápac, y los señores de Zámbiza, Colla-
guazos y Pillajos.
Poco después, los tres grupos invasores que habían entrado en el norte andino a la
búsqueda del preciado metal amarillo y de una gobernación propia, se daban cita en
Riobamba. Pedro de Alvarado atravesó los bosques tropicales desde la costa y cruzó
la cordillera hacia los valles interandinos por uno de los pasos más difíciles, entre el
Chimborazo y el Carihuairazo, con tal de llegar al reino de los quito antes que los
otros. El frío, la altura del camino y la tozudez de Alvarado diezmaron a los indíge-
nas mayas, pero se mostró dispuesto a enfrentarse con las fuerzas de Almagro y Belal-
cázar con tal de asegurarse el dominio de la zona, fundando algunos pueblos para
poder realizar posteriormente demandas legales sobre la jurisdicción.
Los otros dos capitanes llegados desde el sur intentaron consolidar también su posi-
ción mediante la fundación apresurada de un asiento provisional, Santiago del Quito,
cerca de la actual Sicalpa, donde a tal efecto registraron como «aspirantes a vecinos»
a unos trescientos hombres. No obstante, tuvieron que pactar con Alvarado aun a
sabiendas que éste sólo aceptaría un acuerdo sumamente ventajoso para él. En efec-
to, y a fin de evitar —alegaron todos— un desafortunado encuentro entre españoles,
Alvarado renunció a «sus derechos de conquista» sobre el territorio quiteño a cambio
de cien mil pesos de oro por su equipo bélico y sus barcos, y los hombres e indígenas
que le habían acompañado podían quedarse ahora bajo las órdenes de Almagro y
Belalcázar. Este último, todavía al mando de unos quinientos hombres, más los caña-
ris, fue nombrado por Almagro teniente de gobernador, encargándosele continuar la
conquista del territorio norteño. La legalidad parecía cubierta.

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En definitiva, y en comparación con la lenta y costosa conquista inca de los Andes


ecuatorianos, la invasión española, gracias a la conjunción de todos estos factores, fue
un avance militar rápido y exitoso logrando dominar en pocos meses todo el territo-
rio. Después de la batalla de Teocajas entre los hombres de Belalcázar —ayudado por
once mil cañaris—, y el ejército nada desdeñable de Rumiñahui, unos doce mil hom-
bres, los europeos alcanzaron uno de sus objetivos fundamentales: la ciudad de Quito.
A principios de diciembre de 1534, Belalcázar fundó definitivamente San Fran-
cisco de Quito sobre las ruinas de la legendaria capital de los shyris, incendiada por
Rumiñahui por no habérsele querido rendir. Poco tiempo más pudieron los generales
incas seguir movilizando a su favor a grupos leales al Tawantinsuyu, salvo algunas
colonias de mitmaqunas (mitimaes o colonos). Por otra parte, los propios soldados del
ejército incaico sentían desvanecer sus esperanzas de victoria, en una guerra que cada
vez les resultaba más adversa a pesar de su superioridad numérica, llegando a deser-
tar o incluso a rebelarse contra sus jefes. Fue el caso de los hombres de Quizquis que,
ante la negativa del valiente general a abandonar la lucha, acabaron asesinándolo.
Con la captura de Rumiñahui y otros generales como Zope-Zopahua, y la tortura
y muerte de buena parte de los vencidos, acabó la resistencia incaica en Quito. Los
pocos supervivientes se refugiaron en las selvas occidentales y amazónicas, lanzan-
do ataques esporádicos contra sus hermanos indígenas que colaboraban con los es-
pañoles.
A la guerra le sucedió una intensa actividad expansiva y pobladora, a partir del pri-
mer asiento fundado por los hombres de Belalcázar. Quito se convirtió en un activo
foco desde el que se organizaron diversas entradas, más allá incluso de los límites del
espacio anteriormente ocupado por los incas. Las primeras expediciones fueron orga-
nizadas hacia el occidente para asegurar la salida al Pacífico, y así se fundaron Por-
toviejo (1535) y Guayaquil (1537). Otras se orientaron hacia el centro y el sur de la
sierra ecuatoriana, fundándose Loja (1548), Cuenca (1557, sobre la vieja Tomebam-
ba) y Riobamba (1573).
Una de las entradas más codiciadas era la que debía emprenderse hacia el oriente,
al llamado «País de la Canela». En 1539, Francisco Pizarro nombró a su hermano
Gonzalo, en el Cuzco, gobernador de Quito, incluyendo en su jurisdicción las provin-
cias de Pasto y Popayán, y otorgándole plena independencia política y administrativa.
En realidad, la intención de Francisco Pizarro era hacer avanzar la frontera de su juris-
dicción hacia el oriente, a fin de que en ella quedase incluida la reserva de árboles de
la canela, que, suponían, se hallaba en esa región.
Gonzalo reunió en el Cuzco doscientos hombres, gastando más de sesenta mil
ducados. Una vez en Quito, el nuevo gobernador acabó de organizar la expedición, a
la que se sumarían otros cien aventureros y cuatro mil indios, que cargaron toda la
impedimenta y que a la vez servirían de baquianos. Descendieron la cordillera desde
Quito por el pueblo de Guápulo hacia la región del río Napo, por las actuales Baeza,
Archidona y Tena. En Quijos se unieron a la entrada una veintena de hombres y varios
centenares de indígenas acaudillados por Francisco de Orellana. De todos ellos nada
se supo sino hasta dos años después. Sólo regresaron a Quito ochenta hombres
exhaustos: era todo lo que quedaba de la expedición, muriendo la mayoría de los indí-
genas. No encontraron El Dorado, y los árboles de la canela estaban demasiado dis-
persos en la selva como para pensar en una explotación intensiva. Orellana, separado
de la expedición, descendió durante meses por un gran río que corría hacia el este, al

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176 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

que denominó de «Las Amazonas», y consiguió llegar hasta el Atlántico. Para los
europeos, el camino del oriente estaba abierto.
En dirección al norte, hacia el territorio de los pastos, la última frontera del impe-
rio incaico y de la jurisdicción concedida a Francisco Pizarro, partió el incombustible
Sebastián de Belalcázar con algunos de sus principales hombres, en un último —pen-
saban— y frenético intento por encontrar el etéreo El Dorado, «La Tierra Amarilla».
Envió primero en misión de reconocimiento a sus tenientes Pedro de Añasco y Juan
de Ampudia; y esta vez con autorización y nombramiento expreso de Francisco Pi-
zarro, Sebastián de Belalcázar salió de Quito en 1536. Llevaba ochenta hombres de a
caballo, 220 a pie y, según los testimonios de los juicios de residencia que se le reali-
zaron, otros 4.000 indios de servicio, facilitados por los propios curacas locales a
cambio de seguir manteniendo e incluso aumentando sus propiedades, títulos y pres-
tigio. El juego de alianzas no concluía con la conquista; se reajustaba y rehacía entre
los diferentes grupos, puesto que ninguno de ellos podía por sí solo dominar el nuevo
escenario político y territorial. Incluso el propio cabildo español de Quito protestó por
la sangría de indios que tanta expedición estaba originando, y por el empeño de los
señores étnicos locales en proporcionárselos con tal de participar en los beneficios si
alguna de las entradas tenía éxito.
En la ruta hacia el norte, Belalcázar y su hueste recorrieron todo el valle del Cau-
ca, fundando Santiago de Cali (1536) y Asunción de Popayán (1537). Los primeros
encuentros con los grupos indígenas del territorio fueron especialmente violentos:
pastos, quillacingas y popayanenses, entre otros, opusieron una férrea resistencia
a la invasión, idéntica a la que ya habían presentado ante los ejércitos imperiales in-
caicos.
Casi deshecho, Belalcázar se vio obligado a regresar a Quito y allí organizó una
segunda expedición hacia el norte, «tierra de muy grande noticia en oro y piedras».
En 1538, un nutrido grupo constituido por 200 españoles y 5.000 indios, con abun-
dancia de caballos de guerra y carga, cerdos, armas, herrajes, ropas finas, vajillas y
bastimentos, ascendió de nuevo todo el camino y luego derivó hacia el este, atrave-
sando los nevados entre Popayán y el valle del río Magdalena. Esta expedición lleva-
ría a Belalcázar y a su hueste hasta el corazón de la sabana de Cundinamarca, donde,
lamentablemente para él, otros europeos se le habían adelantado y reclamaban sus
derechos por haber llegado primero.
Y es que fueron dos los grupos procedentes de la costa atlántica que, como ya
hemos indicado, y a través de diferentes caminos, habían ido a encontrarse casual-
mente en el corazón de la meseta de Cundinamarca con el grupo de Belalcázar que
llegaba desde el sur: uno provenía de Santa Marta (Jiménez de Quesada), y el otro de
Coro (Venezuela, encabezado por Nicolás Féderman). Los tres tuvieron que negociar
la posesión del territorio. Una vez más, los pactos y las alianzas fueron determinan-
tes en el proceso de ocupación del territorio americano.
La ruta desde la costa del Caribe hacia las sabanas andinas fue emprendida poste-
riormente a la conquista de Perú. La excusa que hasta entonces habían esgrimido los
dispersos y escasos grupos de españoles asentados en el litoral caribeño para no pe-
netrar muy lejos en el interior de la actual Colombia fue la falta de capitales y de
incentivos para marchar a una tierra desconocida y poblada por «feroces habitantes».
Realmente, la ocupación inicial de la futura Nueva Granada se redujo durante años a
la costa norte, sin que existiera un proyecto de dominación del interior del territo-

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rio. Cartagena de Indias, por ejemplo, no se fundó sino hasta después de conquista-
do Perú.
Sin embargo, la cada vez mayor afluencia de españoles en busca de grandes depó-
sitos de oro que al parecer existían «al otro lado de las sierras», unido a las noticias
que circulaban sobre la jornada de Pizarro en Perú y las fabulosas riquezas de Ca-
jamarca, impulsó finalmente a los castellanos asentados en Santa Marta y luego en
Cartagena a tratar de alcanzar «el Reino de El Dorado» subiendo el río Magdalena.
Varias expediciones se sucedieron con este objetivo. García de Lerma llegó en 1534
al Magdalena medio, y Francisco César, después de cruzar las sierras de Abibe en
1536, regresó a Cartagena describiendo las excelencias de los pueblos que había
encontrado.
En 1535, Carlos V capitulaba con Pedro Fernández de Lugo la ocupación efectiva
de la gobernación de Santa Marta. Más de mil hombres consiguió reclutar en Sevilla,
Sanlúcar de Barrameda y Canarias. Uno de ellos era Gonzalo Jiménez de Quesada,
quien poco después fue nombrado teniente de gobernador para realizar una entrada
por el Río Grande de la Magdalena. El objetivo era encontrar una ruta que, desde el
Caribe, siguiendo las sierras, les condujese hasta los codiciados tesoros de Perú. Co-
menzaron a ascender el río y a la altura de Barrancabermeja encontraron «gran abun-
dancia de panes de sal» e información sobre la riqueza de los grupos indígenas que
habitaban en las vertientes de la cordillera oriental. Estas noticias sobre tierras ricas
en oro, sal, esmeraldas y, sobre todo, su proximidad, motivaron el cambio de rumbo
de la expedición, abandonando el cauce del río y subiendo sierra arriba hacia el este.
Casi sin recursos y con buena parte de sus componentes enfermos e imposibilitados,
en abril de 1537, Jiménez de Quesada y su maltrecha hueste llegaron a la capital del
Zipa (Bogotá), después de haber recorrido buena parte del territorio muisca, bautiza-
do por los invasores como el valle de los Alcázares. Quesada utilizó en provecho pro-
pio las desavenencias existentes entre los diversos grupos locales, pactando con unos,
luchando con otros y, sin duda, engañando a los más con futuras prebendas y distin-
ciones, para consolidar su posición. La coyuntura le fue muy favorable. Muerto el
Zipa Tisquesusa, más conocido como Bogotá el Viejo, que por cierto nunca se some-
tió a los invasores blancos, los muiscas de Bogotá se habían dividido entre el cacique
del pueblo de Chía y sobrino y heredero legítimo del Zipa muerto, según las leyes
sucesorias de los chibchas, y Sagipa, elegido sucesor por ser el principal lugartenien-
te de Tisquesusa. A ello se añadía el levantamiento general contra todos ellos de los
panches, enemigos tradicionales de los muiscas, aprovechando la confusión. Una vez
más, el éxito, oportunidad y rapidez de las entradas invasoras iba de la mano de la fal-
ta de unidad entre los diferentes grupos locales y, en consecuencia, del juego de rela-
ciones entablado por los conquistadores.
Situándose en medio de todas estas discordias, Jiménez de Quesada estableció pri-
mero sutiles contactos con los dos señores muiscas, pactando finalmente con el usur-
pador. El acuerdo establecía la entrega del fabuloso tesoro del Zipa a cambio de la
legitimación y conservación en el poder de Sagipa, una vez vencidos los panches y la
otra facción muisca. Las relaciones amistosas entre los castellanos y Sagipa no tarda-
rían en desvanecerse, al comprobar los primeros que el que pensaban fastuoso tesoro
del Zipa se reducía a 5.000 pesos de oro, además de los ya conocidos presentes de
plumas, caracoles y cascabeles de hueso. Este episodio de la conquista de la sabana
concluiría con el tormento y muerte del nuevo Zipa, tras la celebración de un juicio,

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Mar Caribe Santa Marta Coro


Cartagena

Ruta de
Jimenez Ruta de
de Quesada Nicolas de Federman

alena
agd
Océano Bogotá
R. M

Pacífico
Popayán

Ruta de
Sebastián
Quito de Belalcazar

MAPA 8.1. TRES RUTAS SIMULTÁNEAS HACIA LA SABANA DE CUNDINAMARCA (BOGOTÁ),


1537-1538

una de las tantas mascaradas de la ocupación europea, en el que actuó como defensor
del señor muisca Hernán Pérez de Quesada, el mismo que decapitó en la plaza públi-
ca de Tunja al Zaque Aquimesaque y a sus caciques principales, escudándose en una
supuesta rebelión de los indígenas.
Como escribió el historiador Juan Friede, «así se extinguió la dinastía muisca.
Hernán Perez de Quesada moría durante su traslado a España. No pudo ser juzgado
… A su hermano Gonzalo sólo se le condenó a pagar una multa de 100 pesos que pos-
teriormente fue rebajada a 50. Esta suma era lo que valía para las autoridades judi-
ciales en España la vida del último Zipa de Bogotá».
Una vez sometidos los señoríos de Bogotá, Tunja, Sogamoso y Duitama, Jiménez de
Quesada, desde la posición de superioridad que le confería el vigente derecho de des-
cubrimiento y conquista, tuvo que aprestarse a establecer nuevos pactos: ahora con
dos veteranos conquistadores que se aproximaban a la sabana cada uno por una ruta di-
ferente. A uno de ellos ya lo conocemos, Sebastián de Belalcázar, procedente del sur;
el otro, el alemán Nicolás Féderman, teniente de gobernador de Coro, en el litoral
venezolano, quien venía desde la costa tratando de encontrar también, tras los llanos
y las ciénagas, el codiciado reino del Virú.
Féderman, que había llevado a cabo anteriormente dos entradas persiguiendo una
nueva versión del mítico El Dorado, al que ubicaba al sur de Coro (su desconoci-

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miento de la geografía le hizo pensar que Venezuela estaba muy próxima al Perú),
encabezó con 300 hombres en 1537 una expedición que tanto se internó en el territo-
rio que llegó hasta la sabana de Bogotá a través de los llanos.
Una vez fundada Santa Fe de Bogotá y constituido su primer cabildo, los tres con-
quistadores decidieron marchar a España para dirimir ante Carlos V la posición legal
de cada uno de ellos en la nueva provincia. Monumental fue el pleito entablado por la
propiedad del gobierno del Nuevo Reino de Granada, pues hasta el gobernador de
Cartagena, Pedro de Heredia, se creyó con méritos para intervenir, alegando un even-
tual derecho de descubrimiento. Un episodio más de las frecuentes disputas entre los
viejos conquistadores y entre éstos y la Corona por el poder en cada área ocupada. El
fallo real no benefició a ninguno de los tres, pues el favorecido fue Alonso Luis de
Lugo, flamante gobernador de Santa Marta, que había llegado hacía poco, pero con-
taba con la ventaja de que era hijo de conquistador y no se hallaba envuelto en pleito
alguno. No sólo se esgrimió la primacía de la provincia costeña de Santa Marta en la
«entrada» al nuevo reino; la decisión real parece integrarse en el proceso de sustitu-
ción de los viejos conquistadores por una nueva generación de recién llegados, con
intereses diferentes a éstos, y poco dispuestos a reconocer los méritos de aquellos bar-
budos andariegos que les habían precedido. Estaban dotados, por así decirlo, de una
ambición diferente.
Otros hombres serían, pues, los actores de la completa y efectiva ocupación del
Nuevo Reino: Lebrón, Lugo, Díaz de Armendáriz, Vadillo, Ursúa, Heredia, Robledo,
Tafur, Pueyes, Céspedes… Entre todos llevaron la frontera colonial más allá de la zona
de los altiplanos, reduciendo paulatinamente a los grupos indígenas hostiles tras una
continua guerra fronteriza que se prolongó hasta las primeras décadas del siglo XVII.

8.4. CUARTO ACTO. EL CAMINO DEL SUR: CHILE

Como ya hemos comentado, tras la ocupación del Cuzco por los castellanos en
1535, el socio de Francisco Pizarro —y no por ello buen amigo— Diego de Almagro,
partió a la conquista de «La Nueva Toledo», las tierras situadas al sur de la goberna-
ción de Pizarro; casi obligado se fue —decían en el Cuzco— por el mismo Pizarro,
que a todo trance deseaba sacarlo de la capital imperial.
Hasta ese momento, el actual territorio chileno sólo había sido objeto de esporá-
dicos contactos con las expediciones por el Pacífico de Magallanes y otros marinos
como García de Loaysa o Simón de Alcazaba. Comenzaba con la expedición de Alma-
gro la ocupación de una de las regiones más periféricas del continente, que durante
algunos años tuvo un marcado carácter marginal, fundamentalmente por su escasez de
tesoros y pobreza manifiesta, según opinaban los conquistadores más ambiciosos.
La concesión de la gobernación de la Nueva Toledo por el rey a Diego de Alma-
gro era bastante ambigua en cuanto a sus límites exactos, no sabiéndose a ciencia cier-
ta si el Cuzco entraba o no en su jurisdicción. En cualquier caso, un fiel almagrista,
Diego de Agüero, dio por seguro la inclusión del Cuzco en su gobernación, lo que ori-
ginaría el enfrentamiento con Pizarro y el inicio de las llamadas «guerras civiles» de
Perú. Almagro, olvidando por un momento sus cada vez mayores diferencias con su
socio, pactó con él la conquista de Chile, la que sin duda caía dentro de su goberna-
ción meridional, y hacia allá marchó sin aguardar la autorización real.

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A la llamada de Almagro acudieron, en su mayoría, los menos favorecidos en la


recién iniciada conquista del territorio peruano: gentes de Pedro de Alvarado que ha-
bían intentado la aventura de Quito, y también del propio Almagro, para los que
Cajamarca no había significado gran cosa; e incluso algunos de los hombres que se
habían ido incorporando a la «entrada» de Cuzco, pero que tampoco habían partici-
pado del reparto de encomiendas efectuado por Pizarro tras la conquista de la ciudad.
Eran, como ellos mismos se definían, «los más pobres entre los ricos vecinos del Cuz-
co», aunque no por ello faltos de méritos, añadían.
Con la hacienda personal de Almagro se equipó a la mayor parte de su compañía,
dotándolos de armas, vestidos, caballos y bastimentos; se pagaron elevados sueldos a
los pilotos contratados en Perú y, además, se costearon espléndidos regalos para ser-
vidores, guías, intérpretes y hombres de confianza. Además, Pizarro concedió un con-
siderable apoyo financiero, obviamente con la esperanza de que la tierra de Chile fue-
se lo suficientemente atrayente y rica como para calmar las ansias de poder y riqueza
de Almagro y los suyos y olvidaran los reclamos sobre el Cuzco. El resultado fue la
constitución de una imponente hueste compuesta por unos quinientos hombres y,
sobre todo, doce mil indios al mando de Paullu, hermano de Manco Inca, y de Villac
Umu, antiguo sumo sacerdote del Sol y en ese momento todavía aliado de los es-
pañoles.
La presencia de Paullu en la entrada fue inestimable. Hijo de Huayna Cápac y de
Añas Collque, hija del señor de Huaylas, vivió bastante tiempo en el sur del Cuzco,
huyendo de las iras de la facción quiteña en la cruenta lucha civil incaica. Por su par-
te, Villac Umu gozaba de una autoridad incuestionada. El cronista Pedro Cieza de
León escribe que «era tan estimado que competía en razones con el inca, y tenía poder
sobre todos los oráculos y templos, y quitaba y ponía sacerdotes».
El camino elegido para esta gran expedición a Chile fue la posteriormente muy
transitada ruta del Alto Perú y la del noroeste de la actual Argentina —Jujuy, Salta y
Catamarca—, cruzando la cordillera por San Francisco hasta llegar al valle de Acon-
cagua. Según Alonso de Ercilla, todo el territorio hasta el Estrecho de Magallanes fue
bautizado con el nombre de Chile, que entre sus muchas acepciones cuenta con la de
«fin del mundo».
La expedición de Almagro se distinguió desde un primer momento por su aspere-
za. Aspereza en los hombres, en el medio y en el trato entre ellos, lo que se refleja en
las crónicas de la expedición. En la del sacerdote Cristóbal de Molina, apodado el
Chileno, se muestra el escándalo de su autor ante las cosas que veía, pues «a los
[indios] que de su voluntad no querían ir con ellos llevábanlos con cadenas y sogas
atados, y todas las noches los metían en prisiones muy agrias y ásperas, y de día los
llevaban cargados y muertos de hambre». Muchos indígenas, en efecto, huyeron de
sus poblados para salvarse del reclutamiento forzoso, mientras los señores locales y
curacas de las regiones por donde pasaban se mostraban indignados con las continuas
exigencias de oro que el propio Paullu les imponía a requerimiento de los españoles.
La resistencia de los grupos locales fue en general escasa y poco organizada. El autén-
tico enemigo de esta entrada fue el medio físico, sobre todo en los pasos más altos de
la cordillera, donde murieron tanto indios como españoles a causa del frío y el ham-
bre. En Tupiza, además, les abandonó Villac Umu con todos los indios que había lle-
vado desde el Cuzco, volviéndose para la capital a sumarse a la sublevación de Man-
co, que había iniciado el cerco del Cuzco. No obstante, la fidelidad y constante ayuda

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de Paullu y sus hombres salvó con toda la seguridad a los españoles en aquella terri-
ble expedición.
Según éstos, los resultados de la entrada fueron decepcionantes. La inexistencia de
un botín similar a los ya repartidos en anteriores entradas, unida a la confirmación ofi-
cial de Almagro como gobernador y adelantado de la Nueva Toledo motivó su regre-
so al Cuzco, capital a la que ahora consideraba suya, y más sabiéndola sitiada. No sólo
no se habían cubierto las expectativas de la expedición, sino que además volvían con
una visión decepcionante de la recién descubierta tierra: al parecer, ya no existían más
tesoros de Atahualpa; El Dorado desde luego no estaba en Chile, y muchos menos en
Tucumán; y una entrada realizada más al sur hasta el río Itata encontró mucha hosti-
lidad por parte de los grupos locales.
De vuelta al Perú, y tras los cruentos acontecimientos de las guerras civiles, la
mayor parte de la gente de Almagro, una vez muerto su líder, decidió huir y volver a
probar fortuna en otras entradas. Para ellos, Perú ya no era el paraíso que había sido,
y el botín hacía ya años que se había repartido y gastado. Los más se dispersaron en
algunas de las numerosas entradas que se fueron organizando por esos años desde
Lima o el Cuzco: a Quito o a Nueva Granada, uniéndose a la gente de Belalcázar; de
nuevo a Tucumán, con Diego de Rojas y Nicolás de Heredia —afamado almagrista—;
al Collao; o de vuelta a Chile, a pesar de la decepcionante experiencia anterior.
Cuatro años después de la entrada de Almagro, Pedro de Valdivia abandonó su
desahogada posición de encomendero en Perú para intentar la incierta conquista del
territorio chileno. Fue su empresa una colección de descontentos, aventureros —como
él mismo— y participantes marginales en otras entradas, pasando no pocos apuros en
principio para armar la expedición, ya que fueron pocos los que partieron del Cuzco.
Durante el camino se le fueron uniendo algunos españoles más. En el valle de Tara-
pacá, según el testimonio de Jerónimo de Vibar, se les juntaron españoles del otro lado
de la cordillera, de la provincia de los Charcas y de Tarija, hasta constituir un grupo de
ciento cincuenta. El grueso de la expedición lo conformaban, como siempre, los indí-
genas, más de tres mil.
Después de cruzar el desierto de Atacama, Valdivia siguió hacia el sur hasta
encontrar valles fértiles, en uno de los cuales fundó en 1541 Santiago de la Nueva
Extremadura. La relación del grupo invasor con los diferentes señores locales del Chi-
le central fue bastante desigual. Al parecer, sólo recibieron en principio apoyo de
Quilicanta, el representante del incario. El resto de los señores étnicos, sobre todo
Michimalongo, manifestaron desde un principio una abierta hostilidad a la presencia
de los extranjeros. De hecho, a los pocos meses de la fundación de Santiago, un alza-
miento general indígena encabezado por Michimalongo y el propio Quilicanta, des-
truyó la incipiente ciudad, juntándose los indios del valle de Mapocho, los picones y
promauces.
A partir de aquí y hasta 1598, los españoles se empeñarían en un esfuerzo bélico
largo, difícil y, en cierta medida, bastante estéril, puesto que la ocupación del territo-
rio no pasó de unas pocas fundaciones y de unos cuantos repartos de indios; logros
bastante efímeros para las expectativas iniciales, y conseguidos a puro esfuerzo ante la
decidida resistencia de los indios de Arauco. En efecto, la inicial penetración blanca-
mestiza conseguiría avanzar hasta bastante al sur, en una serie de entradas rápidas y
aparentemente muy efectivas, tratando de dominar el territorio mediante el estableci-
miento de asientos. No eran sino fortines de poca entidad, muy dispersos y con una

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escasa población que en teoría tenían que defender y mantener las posiciones alcan-
zadas, y cuya área de influencia no iba más allá de donde alcanzaba el arcabuz o has-
ta donde el caballo galopaba con brío. En el norte, Valdivia fundó La Serena como
puente con el Perú; más al sur de Santiago fundó Concepción (1550), Villarrica, Val-
divia, La Imperial (1552), Angol o Los Confines, y tres fuertes, Arauco, Tucapel y
Purén. En este esfuerzo fundacional, Valdivia contó con el apoyo decidido primero de
Pizarro y después de La Gasca. No en vano, Valdivia fue un acérrimo pizarrista pri-
mero y uno de los más destacados «leales» al rey después. Consiguieron atravesar el
río Bío-Bío, se asignaron las primeras encomiendas y el negocio de los lavaderos de
oro —bastante alentador inicialmente para los agotados conquistadores— auspició
una corta etapa de tranquilidad y prosperidad que hacía suponer a todos el fácil domi-
nio de la zona.
Chile se convertiría a su vez en el foco de organización de otras entradas a es-
pacios aún al margen del proceso de conquista. Así, en 1551, uno de los hombres de
Valdivia, Francisco de Villagra, llegaría a la futura provincia de Cuyo, en la actual
Mendoza, Argentina, cruzando la cordillera por el Puente del Inca. A partir de enton-
ces, esta zona sería objeto de continuas incursiones, fundamentalmente para obtener
mano de obra, aunque poco a poco se irían poniendo las bases del asentamiento y
dominación de los nuevos señores al otro lado de la cordillera. Con la fundación de
Mendoza en 1562, el territorio de los huarpes, indígenas pacíficos que fueron casi
exterminados al llevárselos como mano de obra forzada al otro lado de la cordillera
dada la belicosidad de los araucanos, fue incorporado formalmente a la gobernación
de Chile. Una segunda corriente de expansión llegaría hasta Tucumán, región prácti-
camente ignorada a pesar de haber sido recorrida en anteriores entradas y que sería
incorporada también a Chile hasta la creación de la Audiencia de Charcas en 1653. La
efectiva dominación de esta zona se llevó a cabo muy tardíamente desde Perú y Char-
cas, por un lado, y desde Chile, por otro. Ambas corrientes de penetración se nutrie-
ron de los más marginales del proceso de ocupación, los aún «viejos conquistadores»,
que no habían podido o sabido acomodarse en anteriores entradas. Al igual que en
Chile, en Tucumán tuvieron que enfrentarse a una frontera bélica que durante años les
privó de tierras, indios y, en definitiva, de todo lo que les había movido a entrar en uno
de los últimos espacios aún no recorridos ni invadidos por su codicia.
En Chile, los viejos conquistadores se vieron sometidos a un desgaste permanen-
te, en una guerra larga, costosa y, desde luego, perdida de antemano con sus viejos y
caducos métodos bélicos, y con una financiación dependiente única y exclusivamen-
te de la buena voluntad de los ya vecinos-encomenderos, en muchos casos obligados
a mantener y ganar una lucha por la supervivencia. La oposición más fuerte, organi-
zada y sistemática fue la de los araucanos, situados al sur del río Maule, que también
habían resistido con éxito a la invasión incaica. Algunas formidables rebeliones, sobre
todo al comienzo de la ocupación española del sur, debilitaron la mínima estabilidad
de los asentamientos. Precisamente en uno de estos alzamientos murió Pedro de Valdi-
via en 1553 a manos de Lautaro, decidido caudillo araucano. Tucapel y otros asientos
fueron abandonados por los españoles. A finales de siglo, la dominación blanca al sur
del Bío-Bío, precaria desde siempre, se quebraba violentamente con un levantamien-
to indígena general cuyos primeros resultados fueron la destrucción de siete ciudades,
el repliegue del ejército de encomenderos y colonos hacia el norte y la recuperación
de todo el sur por sus habitantes naturales.

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A la escasez de beneficios tangibles y a corto plazo habría que añadir el manteni-


miento de una frontera bélica, costosa y difícil de traspasar. El panorama se presenta-
ba bien incierto para los avezados conquistadores. A pesar de ello, Chile fue uno de
los últimos refugios de esta primera generación de la conquista en la región andina.
Para muchos, la oportunidad única de alcanzar el ya viejo y caduco anhelo señorial,
o un saneado negocio para los más emprendedores en una larga vida de frontera; para
otros, el lugar perfecto donde ocultar un pasado enturbiado por su dudosa fidelidad al
rey, un rincón olvidado donde esconderse de la justicia implacable de La Gasca. La
historia del reino de Chile seguiría escribiéndose en una guerra sin fin, propia de aquel
«fin del mundo» donde América terminaba.

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