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JULIO DANIEL CURA s/Robo en grado de Tentativa

Buenos Aires, 27 de junio de 2000.

Y VISTOS:

Reunidos los integrantes del Tribunal Oral en lo Criminal nº 7 de la Capital Federal, Juan Carlos Ursi,
en su carácter de presidente, Gustavo Pablo Valle y Ricardo Manuel Rojas, con la presencia del Secretario Julián
Falcucci, para redactar los fundamentos de la resolución dictada el pasado día 20 en la causa NE 914, seguida por el
delito de robo, en grado de tentativa, a JULIO DANIEL CURA, nacido en la ciudad de Buenos Aires, el 5 de julio de
1976, soltero, empleado, hijo de Julio César y de Nélida Petrona Quiroga, expediente del Registro Nacional de
Reincidencia y Estadística Criminal N° 9264, identificado en la Policía Federal Argentina con prontuario en la división
Robos y Hurtos N° 257.265, con domicilio en la calle Heredia 463, de esta ciudad. Intervienen en la audiencia el fiscal
general Oscar Antonio Ciruzzi y el defensor público oficial Gustavo Martín Iglesias.

Y CONSIDERANDO:

1E) Que a fs. 109/128, la defensa pública oficial de Julio Daniel Cura pidió la suspensión del juicio a
prueba, y para ello cuestionó los alcances del plenario “Kosuta, Teresa R.” de la Cámara Nacional de Casación por
cuanto su doctrina impedía en el caso la concesión de ese beneficio.

En sustancia expresó que con arreglo a la doctrina de Corte Suprema de Justicia de la Nación (Fallos:
315:1863) el Tribunal estaba en condiciones de apartarse de ese plenario si se incorporaban nuevos argumentos. En
este sentido destacó que la reforma introducida en el artículo 132 del Código Penal por la ley 25.087 amplió los
supuestos de suspensión de juicio a prueba establecidos en el artículo 76 bis del Código Penal al permitir la aplicación
de este instituto para delitos que, como la violación, tienen establecido una penalidad mínima aún superior a los tres
años de prisión.

Expresó, además, que la reforma operada por esa ley constituía una herramienta de interpretación
auténtica del artículo 76 bis del Código Penal que permitía, mediante un análisis armónico de las normas en juego,
inferir la voluntad del legislador con miras a la obtención de una solución valiosa en sus consecuencias. Este argumento
-insistió- no fue tenido en cuenta por los jueces que votaron en el plenario “Kosuta”, lo que permitía el apartamiento del
mismo.

Tras hacer una revisión crítica del voto de la mayoría de los jueces de la Cámara Nacional de
Casación Penal en el recordado fallo, que coronó con su afirmación de que la limitación allí impuesta a la suspensión
del juicio a prueba era arbitraria por no constituir una derivación razonada del derecho vigente con aplicación a las
constancias de la causa, se refirió a la invalidez constitucional del artículo 10 de la ley 24.050.

En ese sentido, recordó que la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha sostenido de antaño que
sus fallos no son obligatorios para los tribunales inferiores, y como por mandato del artículo 116 de la Constitución
Nacional los jueces de grado están facultados para decidir todas las causas que versen sobre puntos regidos por la
Carta Magna, los tratados internacionales y las leyes, la imposición de una doctrina establecida en un fallo plenario no
sólo afecta la independencia de los magistrados sino que asimila la labor del Tribunal que la dictó con la del legislador,
con mella del principio de la separación de los poderes (arts. 1 y 75, inc. 12°, C.N.)

En efecto, por un lado, sostuvo que la interpretación de la Cámara tenía características propias de una
ley por su generalidad, al abarcar su imperatividad a todos los tribunales nacionales con competencia penal, y también
por su abstracción ya que la doctrina establecida trasciende los límites del caso en que fue dictada y se aplica a todos
los demás que sean similares.

Por otra parte, y en lo atinente a la enunciada independencia de los jueces, señaló que se veía
comprometida toda vez que el dictado de sus fallos no estarían sólo sujetos a las cláusulas constitucionales, los
instrumentos internacionales o las leyes del Congreso, sino al parecer de otro órgano judicial que, por lo demás, al fijar
la interpretación de la ley penal estaría afectando el principio de legalidad que impera en la materia,

Señaló, asimismo, que desde el momento en que la Cámara de Casación se ve también compelida a
aplicar obligatoriamente la doctrina de su propio fallo plenario, su parte veía frustrada la posibilidad de que mediante los
recursos establecidos por la ley se pudiera alterar esa doctrina que era adversa a los intereses del justiciable. Como
corolario, el derecho de recurrir de un fallo ante un Tribunal superior, garantizado en el artículo 8°, inciso 2°, apartado h),
de la Convención Americana sobre Derechos Humanos se torna ilusorio.

En otro punto señaló que a su juicio el punto referido al límite de la pena para el otorgamiento del
instituto fue tratado por la Cámara al margen de lo que autorizaba el artículo 10, inciso c), de la ley 24.050, ya que tal
como surgía de la resolución del 12 de febrero de 1999 de ese Tribunal, en la que se autoconvocó en plenario, esa
cuestión no tenía relación con el tema que se debatía en la causa “Kosuta”.

Expresó, finalmente, que de acuerdo con la instrucción n° 24/2000 del Procurador General de la
Nación el Fiscal General no se podría oponer a la suspensión del juicio a prueba, toda vez que en virtud de la
independencia de ese órgano no estaba obligado a seguir la doctrina del fallo plenario “Kosuta”.

2°) Que en la audiencia del artículo 293 del Código Procesal Penal de la Nación el Defensor Público
reiteró los argumentos que lo llevaron a pedir la inconstitucionalidad del artículo 10 de la ley 24.050.

Señaló que el Tribunal estaba en condiciones de admitir la suspensión del juicio a prueba de Cura
teniendo en cuenta las características del hecho que se le atribuía y su favorable informe socio-ambiental, que hacían
presumir que en caso de resultar condenado su asistido sería merecedor de una pena de ejecución condicional.

Por lo demás, expresó que en la medida en que la cosa que Cura se habría intentado apoderar fue
recuperada, se lo debía eximir de ofrecer una reparación del daño.
Pidió, finalmente, que el tiempo de la suspensión sea el mínimo y que, de imponerse a su asistido la
realización de tareas comunitarias, se elija el Hospital Tornú, que queda cerca de su domicilio, donde puede cumplir
tareas de mantenimiento.

3°) Que, a su turno, el Fiscal General expresó que en su criterio no repugnaba a la Constitución
Nacional la atribución legal hecha a la Cámara Nacional de Casación Penal de interpretar el derecho y fijar una doctrina
obligatoria para el resto de los Tribunales inferiores de su jurisdicción.

Sin embargo, indicó que interpretando del modo más favorable para el procesado la imprecisa la
instrucción n° 24/2000 del Procurador General lo llevaba a concluir que, para el caso de que se admitiera la pretensión
de inconstitucionalidad introducida por la defensa, se abstendría de recurrir.

En el caso particular dijo que no tenía objeciones para que se concediera la suspensión del juicio a
prueba al imputado Cura.

4°) Que en la requisitoria fiscal de elevación a juicio de fs. 80/81 vta., leída al comenzar la audiencia,
se atribuyó a Julio Daniel Cura que el 25 de enero de 2000, alrededor de las 15:30, intentó sustraer del interior del
Supermercado Carrefour, sito en Warnes 2707, un reproductor de discos compactos con sus auriculares. Para ello,
rompió el “blister” de protección, tomó el aparato y lo introdujo en su riñoñera, pero fue detenido por personal de
seguridad de la empresa apenas traspuso la línea de cajas del local.

El hecho así descripto fue calificado como autoría del delito de robo, en grado de tentativa (arts. 42 y
164 del Código Penal).

5°) Que la escala penal prevista para el delito que se le reprocha a Cura -de un mes a seis años de
prisión- lo coloca fuera de las condiciones de aplicación del instituto de acuerdo con el punto 1° de la doctrina
establecida en el Plenario n° 5 “Kosuta, Teresa R.” del 17 de agosto de 1999, pronunciado por la Cámara Nacional de
Casación Penal.

Ese escollo sólo puede ser removido si se hace lugar al planteo introducido por la defensa en orden a
la inconstitucionalidad del artículo 10, segundo párrafo, de la ley 24.050, que el Tribunal debe ineludiblemente
considerar. A ello se referirá en los considerandos que siguen.

6°) Que en oportunidad de resolver los pedidos de suspensión del juicio a prueba en las causas n°
825 “Luna, Mario Hugo Ignacio s/ defraudación por hurto impropio”, n° 815 “Alvarez, Diego Sebastián s/ robo agravado
por haberse cometido en lugar poblado y en banda” y n° 814 “Maccarrone, Néstor s/ robo, en grado de tentativa”, todas
del 14 de octubre de 1999, el Tribunal señaló que compartía y hacía suyos -en principio y en subsidio, toda vez que allí
lo que en sustancia se decidió fue que el Plenario “Kosuta” no estaba firme- los argumentos del defensor oficial que lo
llevaron a plantear en la audiencia del artículo 293 del Código Procesal Penal de la Nación, la inconstitucionalidad del
artículo 10, segundo párrafo, de la ley 24.050.
Allí se sostuvo que esa norma se contraponía con aquellas otras previstas como garantías judiciales
en el artículo 8°, incisos 1° y 2°, apartado h) de la Convención Americana sobre Derechos Humanos -incorporada a la
Constitución Nacional por el artículo 75, inciso 22- que garantizan al procesado tanto el derecho a ser oído por un juez o
tribunal independiente -es decir, sin ningún condicionamiento a priori en su apreciación de los hechos y del derecho
aplicable- y además aseguran la doble instancia en materia penal, la que en sustancia se vería seriamente
comprometida ante cada fallo plenario con efecto vinculante.

7°) Que en esa ocasión el Tribunal no desconoció el principio según el cual la declaración de
inconstitucionalidad de una ley es un acto de suma gravedad institucional, y debe ser considerado como ultima ratio de
orden jurídico (Fallos: 249:51; 301:962, 1062; 302:457, 484, 1149; 307:906, entre muchos otros; resolución de este
Tribunal en la causa n° 296 Villalba, Hugo s/ robo -inconstitucionalidad del artículo 348 del C.P.P.N.- resuelta el 24 de
abril de 1996, voto del juez Juan Carlos Ursi); y que esa atribución debía ser ejercida cuando la repugnancia con la
cláusula constitucional era manifiesta y la incompatibilidad inconciliable (doctrina de Fallos: 247:121, y causa n° 24
“Anderson, Germán Francisco s/ robo de automotor con armas”, de este Tribunal, resuelta el 24 de junio de 1993).

8°) Que llegado el momento de sostener y abundar sobre los argumentos vertidos en las
mencionadas causas “Luna”, “Álvarez” y “Maccarrone”, el Tribunal ha de manifestar, en primer término, su adhesión a la
doctrina expresada desde antiguo por buena parte de los autores y tribunales, en el sentido de que los fallos plenarios,
al imponer a los jueces inferiores una determinada interpretación de la norma, con carácter obligatorio y general,
constituyen una forma de co-legislar que vulnera de manera directa el principio de división de poderes que es la base de
nuestra Constitución Nacional.

A modo de síntesis cabe recordar que si bien se ha reconocido a la jurisprudencia el carácter de


fuente subsidiaria del derecho positivo, entendido como auxilio intelectual para la interpretación de las leyes, se ha
negado a los fallos plenarios este carácter, aún bajo la pretendida variante de una ley de interpretación auténtica
expresamente delegada en el Poder Judicial, porque, amén de tratarse de una transferencia indebida y proscripta por la
constitución en mérito del principio republicano de separación de poderes (arts. 1, 29, 31, 33, 77, inc. 12, 108 y 116 de la
C.N.), las sentencias plenarias carecen de los atributos básicos de una ley: no cuentan con los previos asesoramientos
técnicos y consultas a los sectores sociales involucrados; no pasan por el procedimiento de una discusión pública en
doble instancia -cámara de diputados y senadores-; y no cumplen con el requisito de la publicidad que prescribe el art. 2
del Código Civil (Zaffaroni, Eugenio Raúl “Tratado de Derecho Penal”, parte general, Editorial Ediar, Buenos Aires, 1988,
tomo I, págs. 126 y ss; Maier, Julio B.J. “Derecho Procesal Penal”, Ed. Del Puerto, tomo I, págs. 132 y ss; Eduardo J.
Couture “Estudios de Derecho Procesal Civil”, Ediar, Buenos Aires, 1948, vol. 1, pág. 107; Sebastián Soler “Derecho
Penal Argentino”, tomo I, pág. 124; José Sartorio “La obligatoriedad de los fallos plenarios: su inconstitucionalidad”, La
Ley, t. 96, pág. 799; Mario L. Deveali “Revista de Derecho del Trabajo”, vol. 23, pág. 5; voto del juez Carlos Tozzini en el
plenario “Ferradas Campo, Manuel” de la C.N.A.C.C., del 12 de septiembre de 1986; causa n° 707 del T.O.C. n° 18
“Joudrier, Gustavo Alberto” del 21 de septiembre de 1999; causa n° 565 del T.O.C. n° 26 “Montoya, Eduardo Gabriel” del
30 de diciembre de 1999; causa n° 784 del T.O.C. n° 23 “Menghini, Ariel Armando” del 24 de febrero de 2000; y causa n°
709 del T.O.C. n° 27 “Cabrera Castellanos, Jorge Eugenio” del 12 de mayo de 2000; entre muchos otros autores y
fallos).
9°) Que, además, y dadas las características del fallo plenario de la Cámara Nacional de Casación
Penal que aquí nos convoca, no se puede soslayar que la exigencia de su cumplimiento obligatorio por los tribunales
inferiores al modo como lo prescribe el segundo párrafo del artículo 10 de la ley 24.050, entraña una seria afectación del
“principio de reserva”, bajo la forma de la prohibición expresa de dictar leyes penales indeterminadas o en blanco (art.
18 de la C.N.).

Es que, si contrariando la recomendación formulada por Ricardo C. Núñez, los jueces en los casos
posteriores no tienen la facultad de buscar el tipo penal y la pena -o el supuesto que autorice la suspensión del juicio
que evite la aplicación de ambos- en los textos legales sino en una resolución judicial plenaria que resulta obligatoria por
así haberlo establecido una disposición legal, es porque entonces esta norma ha conferido una facultad genérica a la
Cámara Nacional de Casación Penal para que complete la formulación de los tipos penales (en lo que hace a la
exhortación de Núñez, confr. “La ley única fuente del derecho penal argentino”, en Opúsculos de Derecho Penal y
Criminología, n° 50, Ed. Marcos Lerner, Córdoba, 1992, pág. 75).

La circunstancia de que, en la especie, tal atribución recaiga en un órgano de rango superior dentro
del sistema judicial argentino, y no en una dependencia del poder administrador, no excluye la contrariedad que tal
procedimiento conlleva para la función de garantía que la ley penal tiene asignada en un Estado de Derecho: bajo el
mandato de ser previa, pública, escrita, unívoca y no pasible de extensión (con la excepción, en este último caso, de
que fuese en beneficio del procesado; que es lo contrario, por cierto, del espíritu que guió el contenido del plenario
“Kosuta”; art. 18 de la C.N.).

Es que, el objeto del principio de reserva legal es permitir que la previsión de la punibilidad -o su
exclusión por la vía de una causal extintiva de la acción- esté al alcance del ciudadano a partir de lo que la ley misma
establece, tanto en punto a la obligación que prescribe como a la facultad que otorga; complementada por la posibilidad
de ser interpretada, si fuese el caso, por jueces naturales, independientes e imparciales (arts. 18, 108 y 116 de la C.N.;
confr. Maurach-Zipf, Derecho Penal, Parte General, Astrea, Buenos Aires, 1994, pág. 154/157).

Para expresarlo en términos prácticos: hasta que sobrevino la sentencia plenaria de mención,
aproximadamente veintidós tribunales orales entre treinta -por tomar sólo aquellos que pertenecen al fuero penal
ordinario de la ciudad de Buenos Aires-, resolvieron de conformidad con el punto de vista de centenares de ciudadanos,
asistidos por sus abogados, que el artículo 76 bis del Código Penal, tal como ha sido redactado por el legislador, y
según una interpretación llevada a cabo como marcan las reglas -mediante la combinación de los métodos gramatical,
lógico sistemático, histórico y teleológico-, contempla tanto los casos de delitos cuya escala penal no excede de tres
años de reclusión o prisión, como también los supuestos en los cuales en caso de condena el imputado habrá de
merecer una pena en suspenso.

Al decir de Claus Roxin, la calculabilidad de la aplicación de la potestad punitiva del Estado (Derecho
Penal, Parte General, Tomo I, Civitas, Madrid, 1997, págs. 138 y 141), expresada por aquel significado atribuible al
artículo 76 bis del Código Penal, tal como se había predominantemente configurado en base a una jurisprudencia a la
que se llegó en forma paulatina, a fuerza de razonamiento y persuasión, en un contexto de libertad y autonomía en la
decisión de los jueces, ha sido suplantada por una decisión de la Cámara Nacional de Casación Penal, al abrigo de una
disposición penal en extremo indeterminada: el artículo 10, párrafo segundo, de la ley 24.050.
10) Que al compartir y dar por reproducidos sustancialmente aquellos argumentos del considerando
8°, el Tribunal considera necesario poner de resalto la manera en que la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha
limitado el alcance de sus propios fallos; y, con ello, expresado la contracara de la validez constitucional de la
obligatoriedad de los plenarios para los jueces de grado.

Desde sus inicios, al examinar la naturaleza de la actividad jurisdiccional, la Corte Suprema de


Justicia de la Nación ha señalado que –con obvia excepción de las cuestiones de superintendencia- los jueces sólo
pueden pronunciarse respecto de un caso concreto; y no pueden hacer declaraciones en abstracto o de carácter
general (Fallos: 306:1125 y sus citas).

En este sentido, ha resuelto que una cuestión justiciable es aquella destinada a decidir una situación
de hecho real y concreta, y no se la haya planteado por vía de hipótesis, ni para establecer reglas para casos no
sucedidos. Porque es de la “esencia del poder judicial decidir colisiones efectivas de derechos” y no compete a los
jueces de la Nación “hacer declaraciones generales o abstractas” (Fallos: 2:254; 12:372; 24:248; 94:444; 107:179;
115:163; 130:157; 193:524, entre muchos otros).

Por consiguiente, no han sido consideradas como cuestiones justiciables las consultas, las
resoluciones puramente normativas y las causas simuladas (Fallos: 28:404; 32:62; 52:432; 100:205; 188:179, y muchos
otros; confr. Imaz, Esteban y Rey, Ricardo E., El recurso extraordinario, Ediciones de la Revista de Jurisprudencia
Argentina, Buenos Aires, 1943, pág. 40 y ss.).

Vinculado con este principio, y al examinar los alcances de sus propias sentencias, el Alto Tribunal ha
señalado invariablemente, desde sus primeros fallos hasta el presente, que sus resoluciones sólo deciden el caso
concreto sometido a su jurisdicción y no obligan legalmente sino en él, señalando que en esto consiste particularmente
la diferencia entre la función legislativa y la judicial (Fallos: 16:364).

A partir de esta afirmación, y como último intérprete de la ley y la Constitución, el máximo Tribunal ha
sostenido que los jueces inferiores tienen un deber moral de conformar sus decisiones en casos análogos, sobre la
base de la presunción de verdad y justicia que a sus doctrinas da la sabiduría e integridad que caracteriza a los
magistrados que la componen, y tiene por objeto evitar recursos inútiles, sin que esto quite a los jueces la facultad de
apreciar con su criterio propio esas resoluciones y apartarse de ellas cuando a su juicio no sean conforme a los
preceptos claros del derecho, porque ningún tribunal es infalible y no faltan precedentes en los que aquellos han vuelto
contra resoluciones anteriores en casos análogos (ibidem).

Como consecuencia de este criterio, la Corte también ha resuelto de manera reiterada que los
tribunales inferiores pueden apartarse de la doctrina de sus fallos aún al decidir casos análogos, sin que se produzca
gravamen constitucional en virtud de su independencia de criterios (Fallos: 280:430; 296:610; 301:198; 302:748;
307:207; 308:1575, 2561, entre muchos otros); principio al que sólo cabe hacer excepción cuando se produce un
desconocimiento de lo decidido en el mismo caso, en violación al principio de obligatoriedad de las sentencias.
Circunstancia que sólo se presenta en los casos de reenvío (art. 16 de la ley 48; Fallos: 255:119; 270:325; 291:479;
307:1948).

Va de suyo que dicho apartamiento no puede ser arbitrario e infundado, pues no obstante que los
jueces sólo deciden en los procesos concretos que les son sometidos, y que los fallos de la Corte Suprema no resultan
obligatorios en casos análogos, los jueces inferiores tienen el deber de conformar sus decisiones a aquéllos. De esta
doctrina se dedujo, entonces, que carecen de fundamento las sentencias de los tribunales de grado que se apartan de
los precedentes de la Corte, sin aportar nuevos argumentos que justifiquen modificar la posición sentada por el Tribunal,
en su carácter de intérprete supremo de la Constitución Nacional y de las leyes dictadas en su consecuencia (Fallos:
212:51; 303:1769; 307:1094 y 1779; 311: 1644; 312:2007; y las sentencias dictadas por este Tribunal en la causa n° 8,
“Belloni, Graciela Beatriz y otro”, del 18 de junio de 1993, considerando 10°, y causa n° 24, “Anderson, Germán
Francisco”, antes citada, considerando 11).

Estos fallos ilustran lo resuelto invariablemente por la Corte Suprema a lo largo de su historia; y no lo
hacen de manera ociosa porque la principal enseñanza que de ellos emana es que, ni siquiera el más alto Tribunal del
país, la cabeza del Poder Judicial de la Nación, ha considerado a su propia doctrina como automáticamente obligatoria
para los tribunales inferiores.

No debe olvidarse que desde la sanción del artículo 14, inciso 3°, de la ley 48, en 1863, hasta
nuestros días, la Corte Suprema ha sido el máximo intérprete de las normas de carácter constitucional; es decir, ha
hecho y hace lisa y llanamente casación del derecho federal, y del derecho estrictamente constitucional, sin haber
pretendido ni pretender que sus interpretaciones sean forzosamente vinculantes para los tribunales inferiores.

En este orden de ideas, cabe recordar que en el ámbito provincial ha sido común afirmar -con razón-
que sus tribunales superiores de justicia ejercen competencias en materias de casación legal y casación constitucional;
y a propósito de la creación del Tribunal de Casación de la provincia de Buenos Aires y de un recurso específico, se ha
dicho muy recientemente que ello no ha implicado la derogación del régimen recursivo casacional que el artículo 161 de
la Constitución de la provincia establece ante la Suprema Corte en materia de derecho común, sino sólo su acotamiento
en función de los topes mínimos ahora impuestos a la procedencia del recurso de inaplicabilidad de la ley (art. 494
C.P.P.B.A.).

En esta inteligencia, se ha situado al Tribunal de Casación como una suerte de “tribunal intermedio” a
todo efecto: para el derecho constitucional y el derecho común, y se ha afirmado que ello lo diferencia de la Cámara
Nacional de Casación Penal que actúa como un tribunal intermedio entre los tribunales ordinarios y la Corte Suprema
de Justicia de la Nación sólo para las cuestiones federales, pero no las de derecho común en las cuales ejerce
competencia exclusiva (confr. Díaz Cantón, Fernando, “La Casación Penal en la provincia de Buenos Aires”, La Ley, 15
de mayo de 2000).

Pues bien, este Tribunal entiende en un sentido adverso, que la creación de la Cámara Nacional de
Casación Penal por la ley 24.121, y la instauración del recurso específico del artículo 456 del Código Procesal Penal de
la Nación, no ha supuesto la derogación de la facultad de la Corte Suprema de Justicia de revisar las sentencias del
máximo tribunal penal de la Nación por la vía del recurso de inconstitucionalidad por arbitrariedad, creación pretoriana
de la Corte que bajo uno de sus clásicos supuestos: “la no aplicación razonada del derecho vigente a las circunstancias
probadas de la causa”, ha servido para que el más alto tribunal de la Nación ejerciese, desde hace ya mucho tiempo, la
atribución de interpretar -si se quiere, “casar”- normas del derecho común (Fallos: 297:100; 298:360; 299:226, entre
muchos otros).

En efecto, el máximo Tribunal ha revisado sentencias en las que el juez de grado realizó una
“equivocada interpretación del texto legal aplicable” (Fallos 296:734; 278:168); cuando efectuó una “aplicación
palmariamente indebida de un precepto legal” (Fallos 293:539); o cuando “desvirtuó la finalidad de la norma y la aplicó
no como fue concebida por el legislador” (Fallos: 302:1412; 306:1322).
El Alto Tribunal también “casó” sentencias que habían efectuado una interpretación de la ley que
equivalía a la prescindencia del texto legal (Fallos: 300:558); cuando el inferior decidió en contra de los términos de la
ley (Fallos: 301:865; 306:1462; 307:1054); cuando éste realizó una inadecuada selección del derecho común para
resolver el litigio (Fallos: 304:1904); o cuando realizó una aplicación inadecuada de la ley que la tornaba inoperante
(Fallos: 306:405 y 1242; 307:1427; 308:1796). Asimismo ha admitido recursos extraordinarios en los que se
descalificaba la sentencia porque el razonamiento del a-quo para interpretar la ley lo llevaba al absurdo (Fallos: 111:367)
o carecía de razonabilidad, lo que no se compadecía con una comprensión armónica del orden jurídico (Fallos:
303:160).

La Corte también supo señalar que era arbitraria la interpretación de una norma hecha por un juez
inferior si adolecía de excesivo rigor formal en los razonamientos, que desvirtuaba el espíritu que la había inspirado
(Fallos: 304:1340); cuando derivaba en una exégesis de la ley que llevaba a una solución notoriamente injusta que
impedía el reconocimiento de los derechos de los litigantes en los casos concretos a decidir (Fallos: 271:130); cuando
se aplicaba la norma de manera contraria a los principios de la equidad (Fallos: 302:1611); cuando no se tomaban en
cuenta los resultados a que conduciría la interpretación de la ley hecha de determinada manera (CSJN “Morán Morán”
del 14 de octubre de 1976); o cuando no se aplicaba la ley con prudencia (Fallos: 302:1611; confr. Sagüés, Néstor
Pedro, “Derecho Procesal Constitucional” Recurso Extraordinario, Ed. Astrea, Buenos Aires, 1989, tomo II, pág.256-
266).

Va de suyo, entonces, que todo cuanto ha sido dicho en punto a que la Corte Suprema de Justicia de
la Nación jamás ha considerado a su propia doctrina como automáticamente obligatoria para los tribunales inferiores y a
la posibilidad, en cambio, de que éstos se aparten de sus interpretaciones con nuevos argumentos, es enteramente
aplicable no sólo en el recoleto ámbito del derecho constitucional y federal -lo que no es poco, como ejemplo a seguir-
sino incluso y llegado el caso allí donde se pretende -derecho común- que un tribunal inferior a ella, la Cámara Nacional
de Casación Penal, reunida en plenario imponga a rajatabla sus criterios.

11) Que la ocasión es propicia para recordar que el argumento de quienes promueven la
constitucionalidad de los fallos plenarios obligatorios, en función del valor que esa unificación jurisprudencial tiene como
regulador del principio constitucional de igualdad -no sólo ante la ley sino también igualdad jurídica, expresada en la
igual aplicación de la norma en casos semejantes-, sufre un duro revés tan pronto se observa que en virtud del sistema
federal instituido por la ley fundamental, la Cámara Nacional de Casación Penal sólo está en condiciones de imponer
sus criterios en el ámbito de la jurisdicción federal y en la justicia penal nacional con sede en la ciudad de Buenos Aires.
Mientras tanto, el artículo 76 bis del Código Penal queda librado a la inteligencia que los jueces del resto del país
quieran asignarle.

El considerando anterior demuestra que esto no se soluciona, como ha pretendido parte de la doctrina,
mediante la habilitación del recurso extraordinario para que la Corte Suprema de Justicia de la Nación unifique la
jurisprudencia contradictoria entre las distintas jurisdicciones del país a propósito de las leyes nacionales de carácter
común (confr. Bidart Campos, Germán, Derecho Constitucional Argentino, Ed. Ediar Buenos Aires, pág. 756, citado en el
voto del juez Héctor Mario Magariños en la causa nº 784 del T.O.C nº 23, "Menghini, Ariel Armando" antes citada).

Es que, se podrá habilitar el recurso en cuestión. De hecho ya se lo hace, con sujeción a la causal de
arbitrariedad por defectos de fundamentación normativa -interpretación incorrecta o con alcance equivocado-, pero
ocurre que la Corte Suprema no impedirá a los jueces de grado insistir en sus antiguos criterios con nuevos
argumentos.

12) Que, a juicio del Tribunal, no hay manera de obviar que el régimen establecido por el artículo 10,
segundo párrafo, de la ley 24.050, perturba severamente la organización y el funcionamiento que la Constitución
Nacional dispuso para el Poder Judicial de la Nación, con arreglo a los siguientes criterios:

a) Es de la esencia de la actividad judicial resolver pleitos concretos, no hacer enunciaciones


abstractas y generales, pues es de los casos concretos, de su generalizada y reiterada resolución de un mismo modo
por varios tribunales, de donde se extraen los principios generales a los que se le puede dar el nombre de
“jurisprudencia”. Si la jurisprudencia ha de tener un valor orientativo para los jueces al momento de resolver un caso,
sólo podrá considerarse como tal a un conjunto de decisiones similares adoptadas por tribunales, que hayan sido
tomadas libremente, siguiendo los dictados de la conciencia y los razonamientos propios. Mil decisiones idénticas
tomadas como consecuencia de una orden, de un acto de autoridad emanado de un tribunal superior, no puede formar
una jurisprudencia. Esas mil decisiones no tienen mayor valor convictivo o argumentativo que la única orden del
superior. En este contexto, hablar de “jurisprudencia plenaria” carece de sentido, a menos que se limite su alcance al
ámbito del propio tribunal que la estableció, tal como lo dispone el artículo 10, inc. b), de la ley 24.050.

b) Siendo las sentencias el producto de la elaboración intelectual de hombres falibles, cuyos criterios o
argumentos pueden ser mejorados unos por otros constantemente, la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha
advertido que hace a una mejor evolución y comprensión del derecho la tarea de jueces libres de todo
condicionamiento, que sobre la base de argumentos y no de órdenes busquen el mejor entendimiento de las normas
jurídicas en cada lugar y momento determinado.

Quien puede ser considerado el padre intelectual de nuestra Constitución, Juan Bautista Alberdi,
señalaba la importancia de esta evolución natural del derecho emanado de decisiones judiciales independientes, al
poner de resalto, en sus críticas al Código Civil de Vélez Sarsfield, el modo en que el derecho descubierto por los
pretores romanos durante diez siglos de evolución, fue cristalizado y empantanado por la decisión de Justiniano, del
mismo modo en que el nuevo código, en su minuciosidad, venía a impedir que dicha evolución continuara.

Los mismos principios, tan bien explicados hace más de un siglo, tienen plena aplicación a esta nueva
forma de cristalizar la evolución del derecho a la que Alberdi ni siquiera imaginó (ver Juan Bautista Alberdi, “Escritos
Póstumos”, Im. Hermanos Cruz, Buenos Aires, 1989, tomo VIII, pág. 5 y sgtes.; en el mismo sentido, Ricardo Manuel
Rojas “La definición del orden jurídico argentino a partir de la Constitución de 1853", Libertas n° 13, octubre de 1990,
págs. 189-219).

c) La seguridad jurídica o certidumbre del derecho se alcanza de mejor modo cuando se permite esta
evolución tal vez más lenta, tal vez con el peligro de contradicciones entre tribunales, pero que es la genuina expresión
de jueces de criterio independiente, en lugar de la imposición de uno supuestamente unificador, emanado de un solo
órgano, y que así como hoy decide una cosa, podrá decidir mañana todo lo contrario con el mero cambio de su
integración, tornando falaz tal pretensión de certidumbre (ver en este sentido, Bruno Leoni, “La Libertad y la Ley”;
C.E.S.L., 1961, p.117 y ss.).
Al vincular esta cuestión con la alegada violación de la igualdad ante la ley que se produciría con la
eventual existencia de jurisprudencia contradictoria, la Corte Suprema ha sostenido desde antiguo que la existencia de
fallos contradictorios no viola la igualdad, y que es únicamente el resultado del ejercicio de la potestad de juzgar
atribuida a los diversos tribunales, que aplican la ley conforme a su criterio (Fallos: 287:130; 289:403; 291:406; 293:546;
294:53, entre muchos otros).

13) Que, en el mismo sentido que se viene señalando, el Tribunal observa que las facultades de
establecer doctrinas plenarias obligatorias como las que faculta el artículo 10, segundo párrafo, de la ley 24.050, están
originadas en una concepción jurídica bien distinta de aquella que ha sido la base de nuestra organización
constitucional, que preveía una justicia integrada por jueces independientes, dotados todos ellos, fueran de la instancia
que fuesen, con el control de constitucionalidad de las normas y actos del gobierno. En este sentido, más allá de la
revisión por instancias superiores de lo resuelto en cada caso concreto, no se concibe el condicionamiento genérico de
unos tribunales por otros.

En efecto, el control judicial de la constitucionalidad de las leyes en nuestro país emana tácitamente
de las siguientes cláusulas de la Carta Magna: a) del artículo 31, que sienta el principio de la supremacía
constitucional, al incluir el texto de la Constitución en la cúspide del ordenamiento jurídico;b) del artículo 30, que define
el carácter rígido de la ley fundamental, que indica que no es por medio de leyes del Congreso sino a través de una
Convención Constituyente que se la puede modificar;

c) del artículo 116, cuando confía a "la Corte Suprema y a los tribunales inferiores de la Nación, el
conocimiento y decisión de todas las causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución”.

Sobre la base de estos principios, la ley 27, promulgada el 16 de octubre de 1862, vino a reafirmar
expresamente esa función tutelar de la judicatura respecto de la Constitución, al señalar en su artículo 3º que uno de los
objetos de la justicia nacional es sostener la observancia de la Carta Magna "prescindiendo al decidir las causas, de
toda decisión de cualquiera de los otros poderes nacionales, que esté en oposición con ella".

El régimen de control judicial así definido, que es difuso en tanto tal custodia está depositada en todos
y cada uno de los jueces, obliga a los tribunales de justicia a examinar las leyes en los casos concretos que se traen a
su decisión, comparándolos con el texto de la Constitución para averiguar si guardan o no conformidad con ésta, y
abstenerse de aplicarlas si las encuentran en oposición a ella, constituyendo esta atribución moderadora uno de los
fines supremos y fundamentales del Poder Judicial de la Nación (Fallos 33:162; 267:215; 311:2484).

En el mismo sentido se ha resuelto que todos los jueces de cualquier categoría y fuero pueden
interpretar y aplicar la constitución y las leyes de la Nación en las causas cuyo conocimiento les corresponda (Fallos:
149:126; 254:437; 267:297; 308:490) porque el control de constitucionalidad incumbe a todos los tribunales, a pesar de
que tal cometido se acentúe en especial para la Corte, como máximo tribunal de garantías constitucionales (Fallos
298:441 y 300:462).
14) Que cabría preguntarse, acorde con ello, ¿qué pasaría con un fallo plenario de la Cámara de
Casación que por tratarse de una materia de naturaleza federal escamoteara a los jueces la facultad de ejercer el
control difuso de constitucionalidad?.

La pregunta no es académica, se vincula directamente con las cuestiones debatidas en este caso,
toda vez que, en oportunidad de entrar en vigor el Pacto de San José de Costa Rica, ya se sostuvo que al introducir la
convención en su artículo 5°, inciso 6°, que las penas privativas de la libertad “tendrán como finalidad esencial la
reforma y la readaptación social de los condenados”, ello no sólo aparejaba “condicionar la ‘estructura’ general del
derecho penal, porque la política criminal prioritariamente se expresa por el fin atribuido a la pena, sino también
considerar al derecho penal como última ratio de la política social interesada en la prevención del delito”.

Es que, “si se abandona una concepción fundamentalmente ‘eticista’ del Derecho Penal -típica de las
posturas esencialmente retribucionistas-, que impulsa necesariamente a fulminar las conductas consideradas más
disvaliosas con las consecuencias más graves con que se cuenta, las penas, y, por el contrario, se parte de un
presupuesto político-criminal -como parte de la política social- de finalidad primordialmente ‘utilitaria’, quedarían
abiertas, cuando menos, dos posibilidades: por una parte, la de evaluar cuáles hayan sido los logros de la pena como
arma prioritariamente usada en la prevención de los delitos, y por otra, la de dar cabida al principio de ‘economía de
medios’ que razonablemente toda política supone en la consecución de sus fines, es decir, la racional utilización de los
instrumentos de menor costo social para los mejores resultados”.

“Hablar de finalidad utilitaria para nada implica negar un trasfondo valorativo o sistema de legitimidad
que trata de imponerse por medio de un sistema de legalidad (cfr. Elías Díaz, Sociología y Filosofía del Derecho, Taurus,
Madrid, 1977). Se trata de dejar paso a la discusión de hasta qué punto un derecho penal fundamentalmente ‘eticista’,
guardaría más relación con los principios liberales del Estado de Derecho, que los que mantendría con las
concepciones ético organicistas propias de los Estados totalitarios”.

Se expresó finalmente que todo ello estaba destinado a “condicionar, paulatinamente, la legislación
interna de los países ratificantes de la Convención” (ver Ursi, Juan Carlos, “Derechos Humanos y Política Criminal en la
Convención Americana”, en Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, n° 59, Madrid,
Primavera de 1980, págs. 159 a 168).

Pues bien, de una parte el Pacto de San José de Costa Rica fue incorporado en su totalidad a la
Constitución Nacional por la reforma de 1994; como también el Pacto de Derechos Civiles y Políticos celebrado en el
seno de la ONU, que contiene una norma similar.

De otra parte, la ley 24.316, sancionada el 4 de mayo de 1994, instala mediante el artículo 76 bis del
Código Penal un instituto, “la suspensión del juicio a prueba”, que no sólo se vincula con la mayor eficiencia del sistema
penal, en tanto procura el descongestionamiento de una justicia penal sobresaturada de casos para permitir así el
tratamiento preferencial de los más "graves e importantes", sino que, por encima de todo, resulta un medio idóneo de
prevención especial y un ejemplo manifiesto de finalidad utilitaria.

En efecto, el fin preventivo especial aparece en este instituto de un modo doblemente plausible, toda
vez que, por un lado, evita las consecuencias negativas derivadas de la estigmatización consecuente a la condena y,
por otro, somete al imputado, con su consentimiento, al cumplimiento de obligaciones con fines rehabilitativos o
preventivos especiales (voto del juez Héctor Mario Magariños en la causa antes citada).
En esta misma inteligencia, León Carlos Arslanian, al comentar los alcances del proyecto que envió al
Congreso el Poder Ejecutivo y que derivó en la sanción de la ley 24.316 -por entonces era Ministro de Justicia- sostuvo
que “en los casos de delitos de menor gravedad el Estado puede verificar la certeza del pronóstico de no recaída en el
delito mediante la sujeción de aquellos autores a la observancia de ciertas reglas que le sirvan de ayuda para evitar la
renovada delincuencia...(“Suspensión del Juicio a Prueba - Probation” en revista Plenario, julio de 1994, págs. 20 y ss.).

En resumen, la Convención Americana sobre Derechos Humanos y el Pacto de Derechos Civiles y


Políticos, incorporados a la Constitución Nacional por el artículo 75, inciso 22, señalan que la aplicación judicial de
cualquier clase de medidas restrictivas de la libertad ha de ajustarse al cumplimiento de sus exigencias superiores que
reclaman un derecho penal "mínimamente intenso, es decir, lo menos aflictivo y estigmatizante para los que infrinjan los
mandatos y las prohibiciones penales. Cualquier intervención penal estatal debe obedecer a los postulados de
rehabilitación y derecho penal mínimo” (ver Rodríguez Ramos, Luis, “El principio de intervención penal mínima”, en
Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales, Tomo XL, fascículo 1, Madrid, enero-abril 1987, pág. 111, citado por los
jueces Eduardo Rafael Riggi, Jorge Osvaldo Casanova y Guillermo José Tragant, en el Plenario n° 3 de la Cámara
Nacional de Casación Penal: “Molina, R.C.”, del 16 de agosto de 1995; C.A.s.D.H. art 5, inc. 6º, P.I. D.C.y P. art. 10 ap.
3º, Reglas Mínimas para el tratamiento de los reclusos de la Organización de las Naciones Unidas, disposición nº 63 y
ss., art. 1º de la ley 24.660).

En consecuencia, como lo atinente a la aplicación del instituto de la suspensión del juicio a prueba
trasunta una cuestión de índole federal, por estar directamente implicada en un programa político criminal utilitario y
preventivo especial incorporado a la Constitución, el acatamiento ciego de la doctrina restrictiva del plenario "Kosuta"
impediría que el Tribunal pueda efectuar el control judicial de constitucionalidad que la Carta Magna y la propia Corte
Suprema de Justicia le imponen el deber de realizar.

Es preciso recordar, en este orden de ideas, que tiene dicho el Alto Tribunal que cuando los fallos
plenarios tocan temas de naturaleza federal -por caso, la constitucionalidad de una norma- su doctrina no debe ser
aplicada sin ambages por los tribunales, puesto que de lo contrario, por esa vía vendrían a crear una interpretación
general obligatoria de orden constitucional, ajena a las atribuciones naturales del referido tribunal y que ni siquiera tiene
la propia Corte (doctrina de Fallos: 302:980).

15) Que esta es una oportunidad destacada para señalar que la Cámara Nacional de Casación Penal,
no tuvo en cuenta dicho punto de vista en el plenario “Kosuta”, y ello sólo justifica, en principio, el apartamiento
dispuesto por este Tribunal.

En efecto, la decisión del máximo tribunal penal de la Nación quedó entrampada en un análisis
positivista-gramatical del artículo 76 bis del Código Penal, y entonces procuró resolver el debate acerca de los
supuestos contemplados por la ley -uno o dos- para acceder al beneficio, con una racionalidad limitada al “sentido de
las palabras”, sin apelar de inmediato y complementariamente -como es de rigor- al método lógico-sistemático que a
poco de andar la hubiera llevado a concluir que este instituto, recientemente incorporado y proveniente de la tradición
inglesa (“probation”), está fuertemente emparentado con la tradicional condena en suspenso del derecho continental
(“sursis”), como lo prueba la circunstancia de que ambos comparten las medidas dispuestas en el artículo 27 bis del
Código Penal.
Por otra parte, la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha repetido hasta el cansancio que “la
inconsecuencia y la falta de previsión jamás se presumen en el legislador, y por esto se reconoce como un principio
inconcuso, que la interpretación de las leyes debe hacerse siempre evitando darles aquel sentido que ponga en pugna
sus disposiciones, destruyendo las unas por las otras, y adoptando, como verdadero, el que las concilie y deje a todas
con igual valor y efecto en armonía con los principios que emanan de la Constitución (Fallos: 181:343; 211:1637;
278:62; 296:372; 300:1080; 301:460, entre muchos otros).

Al respecto, cabe decir que no hay argumento plausible que impida una interpretación armónica de los
párrafos primero y cuarto del artículo 76 bis del Código Penal. ¿Qué otro sentido se podría dar a la expresión “si las
circunstancias del caso permitieran dejar en suspenso el cumplimiento de la condena aplicable...el Tribunal podrá
suspender la realización del juicio”, que no sea concluir en unión con las pautas político-criminales de rehabilitación y
derecho penal mínimamente estigmatizante que surgen de los tratados internacionales incorporados a la Carta Magna,
que es de toda racionalidad dar justa cabida en la norma analizada a los supuestos contemplados por el artículo 26 del
Código Penal?.

Es que, si no, ¿cómo cumplir con aquél mandato interpretativo de conciliar ese primer párrafo que
autoriza la supensión del juicio a prueba aún para hipótesis de delitos reprimidos con penas de reclusión cuyo máximo
no exceda de tres años, con el cuarto que al supeditar esa decisión a la posibilidad de que en el caso se deje en
suspenso el cumplimiento de la condena, remite a un instituto -el del art. 26 ya citado - que expresamente excluye esa
especie de pena? (confr. Almeyra, Miguel Angel, “Probation ¿sólo para los delitos de bagatela?”, La Ley, Tomo 1995-B-
603).

Ese es el modo de cumplir acabadamente con “la finalidad del precepto jurídico penal en el momento
de su aplicación” (método teleológico), y evitar el raquitismo a que se condena a ley 24.316 -sólo para delitos reprimidos
con una escala penal que no exceda los tres años- si los debates sobre su destino permanecen encerrados en la
exégesis del discurso del diputado Hernández.

Enseñan Maurach-Zipf, entre muchos otros: “Decisiva es la finalidad actual del precepto penal. Con su
promulgación, la ley se desprende de manera definitiva del ámbito de poder y de los motivos del legislador y llega a ser
una fuente jurídica independiente, que debe ser enjuiciada a partir de su función actual, que no debe atender a una
discrepante ‘intención del legislador’ y que, por ello, debe enfrentar también aquellos acontecimientos que el legislador
no pudo tener en mente”. E insiste: “la ley rige para todos los casos a los que cabe aplicarla conforme a una concreta
interpretación, y da lo mismo si el legislador pensó en ellos o no” (ob. cit. pág. 150/151).

Es preciso recordar, en este punto, que más que las “buenas razones” que puedan encontrarse en
uno o en otro de los métodos de interpretación considerados de manera aislada, la “buena razón” que en definitiva
prima es aquélla que surge de la aplicación combinada de todos ellos en armonía con los principios que emanan de la
Constitución Nacional.

Aún así, habrá de tenerse en cuenta el interrogante de Karl Larenz: “¿en qué otra ciencia que no
fuese la jurídica sería posible que una determinada respuesta a una pregunta determinada no pudiera calificarse
inequívocamente de ‘verdadera’ o ‘falsa’, sino sólo de ‘defendible’?” (Metodología de la Ciencia del Derecho, Ariel, 2a.
ed., Barcelona, 1980, pág. 26). Ocurre que “no hay una lógica específica de los juicios de valor”, por lo tanto “cuando el
juez debe decidir sobre lo equitativo o ejemplar -cuando existen desacuerdos sobre los justo y lo injusto...en suma los
valores- no existe otro camino que recurrir a una discusión razonable,...a razonamientos dialécticos -entinemas- y
retóricos, ...con los que se trata de persuadir y convencer a otros. En suma, una argumentación no necesaria pero que
permite justificar con buenas razones una opinión plausible” (confr. voto del juez Juan Carlos Ursi en causa n° 307,
“Gordo, Alfonso s/ recurso de casación”, considerando 7°, y sus citas, particularmente Perelman Ch., “La lógica jurídica
y la nueva retórica”, Ed. Civitas S.A., Madrid, 1979, pág. 10, 11, 136 y 137).

A la vista de esta sobrecogedora grandeza y a la vez limitación de nuestra ciencia, ¿es acaso
prudente y oportuno reemplazar la siempre renovable autoridad del argumento por una decisión de autoridad, que, por
cierto fundada y respetable, conlleva la clausura del debate enriquecedor?. ¿Lo es si, además, la discusión que contra
la “naturaleza de las cosas” se pretende abolir, es capaz de acarrear efectos que van más allá de la siempre “relativa”
contienda sobre la interpretación de un precepto cualquiera, y puede llegar a comprometer el funcionamiento mismo de
los tribunales inferiores, por la acumulación de efectos a todas luces indeseables: aumento del número de expedientes;
retardo de justicia; selección irracional de las causas por la vía de la prescripción, sin ningún mecanismo aleccionador ni
rehabilitante para el imputado; falta de tiempo y energía suficientes para concentrarse en los casos más graves y
complejos, etcétera, etcétera.

Es sabido por todos que el país carece en general de estadísticas actualizadas. No escapa a esto el
Poder Judicial, y quizás sea esa la razón por la cual el plenario “Kosuta”, al decidir cuestiones de tanta importancia
como ésta, no tuvo al alcance -por lo menos no lo exhibió en el fallo- datos que hubieran podido ser reveladores del
acierto o desacierto del camino que emprendía, desde un punto de vista político criminal.

Por caso, hubiera sido importante que, con la relatividad que cabe en una estadística oficiosa, pero
estadística al fin, del Patronato de Liberados de la Capital Federal, el más alto tribunal penal de la Nación advirtiera las
siguientes cifras que la misma arroja: sobre 2599 procesados con el juicio suspendido a prueba, sometidos a la tutela
del Patronato entre el 1° de agosto de 1998 y el 31 de julio de 1999, hubo 30 detenidos por la presunta comisión de un
delito (1,15%); mientras que sobre 1208 condenados en suspenso, atendidos por el mismo Patronato en idéntico
período, fueron detenidos bajo la misma presunción 51 personas (4,22%).

Contrariando cierta opinión dominante que cree que a mayor dureza penal, mayor éxito social de las
medidas encaminadas a prevenir los delitos, aquí se pone de resalto cómo, a través de un instituto preventivo especial
mínimamente aflictivo y no estigmatizante, se obtienen presumíblemente mejores resultados que aquellos que se
supone vendrán de la mano de un mayor rigor.

16) Que la inserción de los tribunales de casación en el sistema judicial argentino, en su intento por
compatibilizar dos sistemas de naturaleza bien distinta, trajo aparejados los inconvenientes que suponen poner
limitaciones a la potestad de los tribunales de ejercer el control constitucional de las normas.

Los tribunales de casación tuvieron origen en Francia en el siglo XVIII y fueron concebidos como
órganos eminentemente políticos de control jurisdiccional, que anulaban las sentencias de los jueces cuando sus
decisiones se apartaban de la correcta interpretación de la ley.

Con el tiempo, ese órgano adscripto al Poder Legislativo y de función puramente negativa de control
anulatorio, pasó a desempeñar una función positiva de orientación de la jurisprudencia que aparece unificada por la
Corte de Casación.
A partir de allí, sus fallos comenzaron a tener un influjo positivo sobre la jurisprudencia pues sus
decisiones, cada vez más ilustradas y mejor motivadas, adquirieron el carácter de autorizados referentes (Vescovi,
Enrique "Antecedentes Históricos de la Casación" en "Temas de casación y recursos extraordinarios en honor al Dr.
Augusto M. Morello", Librería Editora Platense, Buenos Aires, 1982, págs. 3/26).

De todos modos, a pesar de la notable evolución que tuvo la casación en Europa, no se registra en el
derecho comparado una disposición como la del artículo 10 de la ley 24.050, que confiera a la doctrina de un fallo de la
corte de casación en pleno el carácter de obligatoria para el resto de los tribunales de grado (conf. Julio B.J. Maier
“Derecho Procesal Penal” Ed. Del Puerto, Buenos Aires, Tomo I Fundamentos, 2da. Edición, pág. 133).

17) Que por esta misma línea de razonamiento, podría llegarse a la incongruencia de que la doctrina
del plenario que se examina aquí –o cualquier otro-, fuese cuestionada ante la Corte en virtud de un recurso
extraordinario en una causa cualquiera, y que el criterio emanado del plenario fuese revocado, y no obstante ello, como
los fallos del Alto Tribunal sólo son obligatorios en el caso concreto, los Tribunales Orales deberían seguir acatando una
doctrina emanada de un plenario cuyos fundamentos fueron revocados por un órgano superior.

Este es, si se quiere, un contra-ejemplo al argumento a favor de los fallos plenarios basado en
razones de economía procesal, vinculado con la necesidad de evitar que las causas se resuelvan por tribunales
inferiores, de un modo que será inexorablemente revocado en la instancia superior.

No hay que olvidar que aún las razones de economía procesal deben ceder ante principios más
importantes, como son, en primer término, el sistema republicano y la división de poderes que es uno de sus elementos;
en segundo lugar, las normas vinculadas con la prevención especial y un derecho penal mínimamente aflictivo,
incorporadas a la Constitución Nacional por los pactos internaciones; en tercer término, la mejor técnica jurídica que
aconseja permitir que la jurisprudencia sea el reflejo de decisiones autónomas de los jueces con arreglo a la ley; y
finalmente, otras garantías constitucionales que se verán a continuación, como son el derecho a que los casos sean
resueltos por jueces cuya independencia de criterio garantice una efectiva doble instancia.

18) Que, en este sentido, el Tribunal considera que efectivamente la imposición de la doctrina que
emana del fallo plenario “Kosuta”, por imperio del artículo 10, segundo párrafo, de la ley 24.050, supone el
avasallamiento del principio del juez natural (art. 18 de la Constitución Nacional), y de la garantía de todo imputado en
causa penal de ser oído por un tribunal independiente e imparcial (art. 75, inc. 22 de la C.N.; art. 10 de la Declaración
Universal de Derechos Humanos; art. 14.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; art. 8.1 de la
Convención Americana sobre Derechos Humanos).

En efecto, si bien la Constitución Nacional no posee ninguna regla expresa que prohíba a los
tribunales de justicia funcionar jerárquicamente mediante un sistema de instrucciones generales o particulares, de
órganos superiores hacia los inferiores, surge claramente la ilegitimidad de este sistema “...del principio que impide
sacar a los habitantes, para juzgarlos, de los jueces designados por la ley (de competencia) antes del hecho de la causa
(art. 18 de la C.N., juez natural). Sólo los tribunales establecidos por la ley y competentes para juzgar el caso concreto,
según las leyes de competencia y procedimiento anteriores al hecho juzgado -por intermedio de los jueces que los
integran conforme a la ley-, se pueden pronunciar sobre el caso libremente y sin estar sometidos a la autoridad de otra
persona, juez o tribunal” (Maier, Julio B. J. “Derecho Procesal Penal”, Ed. Del Puerto, Buenos Aires, tomo I,
fundamentos, 2da. edición, pág. 476).

Va de suyo, entonces, que si en un caso concreto el juez debe aplicar la ley del modo como lo indica
un fallo plenario dictado por un tribunal superior, la garantía del imputado de ser oído por un juez independiente e
imparcial queda reducida a su aspecto meramente formal.

¿De qué independencia puede hacer gala un tribunal cuando a pesar de sus propias convicciones
debe echar mano a las directivas de una sentencia dictada por un tribunal superior en pleno, en un proceso distinto al
que le toca juzgar?.

Al respecto, tiene dicho la Corte Suprema de Justicia de la Nación que “la facultad de interpretación
de los jueces y tribunales inferiores no tiene más limitaciones que las que resultan de su propia conciencia de
magistrado y en tal concepto pueden y deben poner en ejercicio todas sus aptitudes y medios de investigación legal,
científica o de otro orden, para interpretar la ley, si la jurisprudencia violenta sus propias convicciones” (Fallos 131:105).

En este mismo orden de ideas, Sebastián Soler expresó que “desde el juez de más modesta
competencia hasta el Tribunal de mayor jerarquía, la función jurisdiccional consiste siempre en el deber de aplicar la ley,
sin que pueda imponerse al juez ninguna forma determinada de entenderla (“Tratado de Derecho Penal”,Ed. T.E.A.
Buenos Aires 1978, tomo I, pág. 174).

19) Que, asociado con esto, el acatamiento irrestricto de la doctrina plenaria del precedente “Kosuta”
vulnera la garantía de la doble instancia en materia penal, prevista en el artículo 8°, inciso 2°, apartado h), de la
Convención Americana sobre Derechos Humanos y en el artículo 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos.

En efecto, cuando un tribunal decide un caso interpretando la ley del modo como se lo impone un fallo
plenario, en verdad no da respuesta individual a un planteo jurídico de las partes -cuando éstas lo cuestionan
expresamente- sino se limita a aplicar una doctrina obligatoria surgida de un hecho en el cual el justiciable no ha tenido
intervención. La gravedad de este problema cobra especial relieve cuando se aprecia que el recurso que la parte
eventualmente puede llegar a interponer contra esa decisión va a ser resuelto por una de las salas del mismo tribunal
que dictó la doctrina plenaria, cuyo contenido se impugna; porque aquélla inexorablemente resolverá el punto de igual
forma por una obligatoriedad que sólo podría ceder frente a un nuevo fallo plenario.

La conclusión es obvia: la garantía constitucional de la doble instancia en materia penal queda


reducida a una mera enunciación formal, porque en punto al derecho aplicable el caso está resuelta de antemano.

Es preciso recordar que la jerarquía constitucional de la Convención Americana sobre Derechos


Humanos y del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos ha sido establecida por voluntad expresa del
constituyente, “en las condiciones de su vigencia” (art. 75, inciso 22, segundo párrafo, de la Constitución Nacional), esto
es, tal como la convención y el pacto rigen en el ámbito internacional y con especial apego a lo que resuelvan sobre sus
puntos los órganos internacionales encargados de su interpretación y aplicación (Fallos: 318:514, considerando 11).
Es que, con la incorporación de las disposiciones de los tratados que se han mencionado, ha quedado
virtualmente sin efecto aquella doctrina de la Corte Suprema de Justicia de la Nación que sostiene que la doble
instancia no constituye una garantía constitucional, salvo cuando las leyes la establezcan de manera expresa (Fallos:
256:440; 263:72, entre muchos otros). Por el contrario, ésta ha pasado a ser una exigencia ineludible de la defensa en
juicio.

En esa inteligencia, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, al producir el informe n°


17/94 sobre el caso 11.086 -Argentina- que fuera aprobado en la sesión n° 1222 del 9 de octubre de 1995, sostuvo que
“La determinación sobre la violación al derecho de recurrir a un juez o tribunal superior incluye la consideración de dos
cuestiones. Una es si el artículo 8°, inc. 2°, ap. h) requiere la apelación directa del fallo. La otra pasa por saber si el
recurso extraordinario satisface los requisitos de este artículo”.

Dando respuesta a estas cuestiones, consideró que “...la protección de los derechos y libertades
consagradas en la Convención no requiere necesariamente la apelación directa, sino que requiere la disponibilidad de
un recurso que al menos permita la revisión legal por un tribunal superior del fallo (el subrayado nos pertenece) y de
todos los autos procesales importantes, incluso de la legalidad de la prueba, y que permita con relativa sencillez al
tribunal de revisión examinar la validez de la sentencia recurrida en general, así como el respeto debido a los derechos
fundamentales del imputado, en especial los de defensa y el debido proceso”.

Agregó que si “...la jurisprudencia de la Corte Suprema sostiene que el recurso extraordinario no
abarca la revisión del procedimiento y que la doctrina de la arbitrariedad impone un criterio particularmente restrictivo
para analizar su procedencia, en la práctica, el recurso extraordinario no permite la revisión legal por un tribunal superior
del fallo y de todos los autos procesales importantes, incluso de la idoneidad y legalidad de la prueba, ni permite
examinar la validez de la sentencia recurrida con relativa sencillez. Por lo tanto, la Comisión considera que en las
circunstancias de este caso en particular, el recurso extraordinario no constituyó un instrumento efectivo para garantizar
el derecho de recurrir el fallo ante el juez o tribunal superior (en la versión en inglés ‘the right to appeal the judgment to a
higher court’) reconocido en el artículo 8, 2°, h” (cita extraída del dictamen del Procurador General de la Nación Angel
Nicolás Agüero Iturbe en los autos: M.820,XXIV “Martiri, Simón Antonio s/ robo y atentado a la autoridad” del 1° de
febrero de 1995).

20) Que, en definitiva, y por los argumentos que se han expresado, el Tribunal considera
inconstitucional el segundo párrafo del artículo 10 de la ley 24.050 que le impone la aplicación, al caso en examen, de la
doctrina establecida por el plenario n° 5 de la Cámara Nacional de Casación Penal “Kosuta, Teresa Ramona” del 17 de
agosto de 1999 y, por lo tanto, tiene expedita la vía para pronunciarse acerca de la procedencia del pedido de
suspensión del juicio a prueba deducido por el señor defensor público de Julio Daniel Cura.

21) Que sobre el particular el Tribunal mantiene el criterio, esbozado al realizar el debate oral y público
en la causa nE 109 "Lisenberg, Miguel s/ defraudación por desbaratamiento de derechos acordados", el 16 de agosto de
1994, en el que al responder un pedido de suspensión del juicio a prueba formulado por la defensa, sostuvo que el
artículo 76 bis del Código Penal prevé dos supuestos de aplicación: por un lado, cuando se trata de delitos de acción
pública en los cuales el máximo de la pena establecida no excede los tres años de prisión o reclusión -primer párrafo-; y
por otro -cuarto párrafo-, cuando las circunstancias del caso permitirían dejar en suspenso la condena aplicable.
22) Que, en consecuencia, de acuerdo con la calificación legal dada al hecho que se imputa a Cura, la
falta de antecedentes condenatorios, sus favorables condiciones personales, que se reflejan en la circunstancia de que
tiene esposa y una hija pequeña, capaces de brindarle la contención necesaria, y que además posee un empleo
estable, todo lo cual hace razonablemente presumir que la pena que a todo evento se le pudiera imponer sería de
ejecución suspendida.

En tales condiciones, el caso encuadra en la hipótesis prevista por el cuarto párrafo del artículo 76 bis
del Código Penal.

23) Que en la medida en que la cosa que había sido objeto de sustracción fue recuperada por el
mismo personal de seguridad del Supermercado Carrefour, cabe eximir a Cura de su obligación de ofrecer una suma de
dinero en concepto de reparación del daño.

24) Que al momento de establecer el tiempo de la suspensión del juicio y de seleccionar las reglas de
conducta, el Tribunal pondera especialmente la edad de Cura, sus circunstancias familiares y laborales, como así
también la sugerencia del defensor oficial.

Por todo lo expuesto, de conformidad con lo establecido por los artículos 76 bis y ter del Código
Penal, el Tribunal RESOLVIÓ:

I. DECLARAR la inconstitucionalidad del artículo 10, segundo párrafo, de la ley 24.050 que impone al
Tribunal la aplicación, al caso en examen, de la doctrina establecida por el plenario n° 5 de la Cámara Nacional de
Casación Penal “Kosuta, Teresa Ramona” del 17 de agosto de 1999 y, por lo tanto, dejar expedita la vía para que se
pronuncie acerca de la procedencia del pedido de suspensión del juicio a prueba deducido en favor de Julio Daniel
Cura.

II. SUSPENDER el presente juicio a prueba, durante el plazo de UN AÑO, siempre que Julio Daniel
Cura cumpla con las siguientes condiciones:

1°) FIJAR residencia, y SOMETERSE al cuidado del patronato de liberados que corresponda a su
domicilio, según la frecuencia que allí se le indique.

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