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EL UKUKU
Un pinchazo en el lado izquierdo, debajo de las costillas, le recordó que no
debía olvidarse de respirar. Disminuyó la velocidad de sus zancadas, aspiró
profundamente, retuvo el aire un segundo y exhaló de golpe por la boca
antes de acelerar el paso, otra vez.
Durante los últimos meses, Maika se había preparado en secreto para
cuando llegara el día en que, por fin, podría escalar cerros junto a sus
hermanos. Dos años antes, le habían prometido que al celebrar su
cumpleaños 12 la llevarían con ellos. A pesar de que a los seis años le habían
dicho que sería a los ocho y, luego, a los 10, ella no dudaba de que esta vez
Qali y Rumi cumplirían su palabra.
Para los muchachos el tema era simple: el camino era muy peligroso para
una niña. Qali era el mayor de los tres hermanos y, desde la muerte de su
padre, era quien decidía lo que podían hacer los más chicos. Para él estaba
resuelto que Maika no iría con ellos ni a los 12 años ni después. El día
indicado, él y Rumi salieron más temprano, y cuando ella regresó de
alimentar a los cuyes solo pudo verlos de lejos.
“No se atreverá a seguirnos”, dijeron los muchachos. Al parecer, no
conocían el temperamento de su hermana, pues en cuanto Maika notó que
incumplían la promesa una vez más, decidió no seguir esperando. Metió en
su morral un pedazo de queso, dos tunas, algunos fósforos y una navaja
afilada, y salió rumbo a la montaña.
—Veremos quién llega primero —murmuró mientras se dirigía hacia el
camino que lleva al santuario del Señor de Qollurit'i.
Avanzó unos metros antes de girar el cuello y mirar por sobre su hombro;
buscaba la silueta de sus hermanos que iban en sentido contrario. Los vio
alejarse rumbo a los cerros y se dijo a sí misma que no tenía miedo, que era
tan fuerte como ellos “¡y mucho más veloz!”. Un escalofrío inesperado

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recorrió su cuello al pensar en los monstruos que, decían, habitan en la cima


de los nevados.
—No les tengo miedo —se repitió, tanteando la navaja en su morral,
mientras comenzaba a correr para disfrazar las palpitaciones aceleradas de
su corazón.
II
Habían pasado más de siete años desde que Josué desapareció mientras
escalaba el nevado Shinaqara, durante las festividades del Corpus Christi,
fiesta católica que celebra la Eucaristía. Por más de una década había
representado al ukuku, el espíritu del oso de las montañas que, según
cuentan los ancianos, alguna vez fue un valiente guerrero el cual fue
convertido en oso por un odioso hechicero. El oso y la joven que lo amaba
huyeron a la montaña y desde entonces viven allí. Cierta vez, cuando la
sequía amenazaba, el oso bajó al pueblo con un trozo del hielo que se forma
en la cima de la montaña y cuando el agua tocó la tierra, esta volvió a
florecer. Por eso, aún ahora, muchos hombres se visten con el unku y el
waqollo de oso y suben a la montaña en busca del agua congelada de los
dioses que mantendrá saludables sus campos.
Josué nunca había sufrido ningún percance hasta aquella mañana en que
una ráfaga de viento repentina lo hizo trastabillar, le enredó los flequillos de
su unku en un matorral y lo empujó haciéndole perder el equilibrio.
El hombre cayó cuesta abajo de la montaña y desapareció sin que nadie
pudiera encontrar su cuerpo. Solo el waqollo con el que cubría su cabeza
apareció sobre la nieve; estaba roto y manchado con sangre. La gente del
pueblo dijo que se había enfrentado a los demonios que viven en la cima del
nevado. Se comentó que ese era el destino de los ukukus de Qollurit'i, y
lloraron por perder a uno de los vecinos más fuertes de la región.
La esposa guardó luto por el marido muerto; los hijos, Qali y Rumi,
prometieron ocupar el lugar del padre entre los ukukus; y la hija calló: aún
era muy pequeña para entender lo que había ocurrido.

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Ese año la cosecha fue pobre. Las lluvias se ausentaron casi toda la
temporada y en su reemplazo el granizo quemó los brotes que habían
conseguido sobrevivir. Muchos animales se enfermaron y los que quedaron
sanos debieron ser vendidos para comprar alimentos y nuevas semillas. Los
pobladores se lamentaban porque con la muerte de Josué no solo habían
perdido a un buen amigo sino que también había desaparecido el bloque de
hielo eterno que él bajaba del nevado.
Tras la muerte de Josué, la montaña se reveló aún más indomable. La nieve
cubría casi toda la corona del nevado, pero se deshacía antes de que los
hombres consiguieran bajarla. Los ukukus necesitaron escalar varios metros
más de lo habitual para acarrear el hielo esperado en los pueblos.
Qali y Rumi tuvieron que esperar algunos años más antes de vestir el unku
y el wagollo de ukukus en las celebraciones de junio.
III
Los 9 kilómetros que separan Mawayani del santuario no fueron un
problema para Maika. La idea de ser más rápida que sus hermanos la
empujaba a correr sin pausa, por lo que en menos de 45 minutos ya estaba
cerca de la imagen de Cristo que está pintada en la roca, al pie de la
montaña.
Tenía pensado ir al nevado, cortar un trozo de hielo y regresar a su casa
antes de que Qali y Rumi volvieran por la tarde, pero mientras subía la
montaña, alejándose del santuario, sentía su caminar más lento. La falta de
oxígeno, debido a la altura, le aceleraba el corazón y le provocaba cierto
mareo. Se detuvo por un momento y respiró. Sintió que el viento frío llegaba
con-pesadez a sus pulmones. La nieve aún estaba lejos, por lo que debía
seguir subiendo.
Estaba a punto de reanudar la caminata cuando percibió un corto ruido en
medio del silencio, como si unos pasos ligeros corrieran presurosos a sus
espaldas. Giró sobre sus pies, observando a su alrededor detenidamente,
pero no encontró nada que llamara su atención.

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—Seguro fue una liebre —pensó para tranquilizarse, aunque sabía que no
había liebres por ese lado de la montaña.
La idea de tropezar con algún monstruo le hizo avanzar con cautela por
unos minutos, hasta que alcanzó a ver un pequeño ratón escabullirse
asustado entre las piedras.
—¡Aish! Era solo una rata. Menos mal que Rumi no está acá, porque diría
que soy una miedosa.
Tranquilizada por su descubrimiento, Maika reanudó la marcha,
acelerando el ritmo todo lo que le era posible. Había imaginado que sería
sencillo subir al nevado y regresar, pero ya era mediodía y no había hecho
ni la mitad del camino. Como no quería darse por vencida, se prometió a sí
misma que no volvería a distraerse con ningún otro ruido y apuró el paso
un poco más.
La suerte, sin embargo, no parecía estar de su lado, pues no habían
transcurrido más de 15 minutos desde su tropiezo con el ratón cuando el
cielo se oscureció repentinamente y comenzó a llover. Los gruesos
goterones le advirtieron que debía buscar un refugio donde esperar a que
pasara el aguacero.
Miró a su alrededor. Solo una pequeña grieta en la pared de la montaña, a
menos de 15 centímetros del piso, se ofrecía propicia para guarecerse del
mal tiempo. Corrió hacia ella y con cierta dificultad se deslizó en el agujero.
El lugar era muy oscuro, la estrecha abertura de entrada casi no dejaba pasar
la luz del exterior, y un fuerte olor a tierra húmeda lo envolvía todo. Maika
se sintió a ciegas. Tanteó en su morral hasta dar con el paquete de fósforos;
encendió un palito pero una ráfaga de viento lo apagó casi de inmediato.
Un segundo cerillo le permitió mirar un poco más, antes de apagarse
quemándole la punta de los dedos. En ese momento se lamentó de no haber
pensado en poner una linterna entre sus cosas.
Con la rápida mirada alrededor, había notado que el lugar era más grande
de lo que parecía desde afuera. Se quitó la camisa que llevaba debajo de la

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chompa, la rasgó y la ató a un extremo de una vara de madera que tenía al


alcance de su mano. Formó lo que parecía un hisopo grande y utilizó un par
de fósforos para hacerlo arder.
Su improvisada antorcha funcionó a la perfección y Maika pudo ver que
estaba al inicio de un camino que se perdía en la oscuridad de la montaña.
Se asomó a la grieta y vio caer la lluvia con más fuerza todavía. Dudó por
un momento, pero la explosión de un trueno la convenció: tendría que
esperar un buen rato. Se puso de pie y decidió explorar en la oscuridad.
IV
Cuando Qali vio la tormenta avanzar desde el otro lado de la montaña, supo
que llegaría sobre ellos mucho antes de que terminaran de bajar del cerro.
Pensó que seguir en el camino era exponerse a ser golpeados por un rayo,
por lo que era mejor buscar un refugio. En ese momento, ya no se sintió
culpable por haber dejado a su hermana en casa y se alegró creyéndola a
salvo.
—Es mucho más seguro quedarnos por acá —dijo. Rumi, quien caminaba
distraído sin fijarse en la inminente lluvia, lo miró sin entender—. Vayamos
al tambo y esperemos hasta que pase la lluvia.
Rumi estaba por preguntar ¿cuál lluvia? cuando las primeras gotas
golpearon su rostro. Sin decir una palabra más, los muchachos corrieron
hasta el refugio. Fue un aguacero corto pero muy intenso. En pocos
minutos, la tierra del camino estaba convertida en barro resbaloso.
Mientras aguardaban en el tambo, Qali y Rumi permanecieron en silencio.
Cada uno tenía sus propias preocupaciones pero no se atrevían a
compartirlas con el otro por temor a la reacción que provocarían.
Qali trataba de imaginar la expresión de su hermana menor al notar que se
habían ido sin ella. Toda la mañana se había sentido inquieto por eso, pero,
mirando la lluvia, se convenció de que había hecho lo correcto. Sabía que
Maika pretendía llegar a ser ukuku durante las celebraciones de Qollurit'i,
pero “las chicas no pueden ser ukuku, es algo para hombres”, pensó.

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Para Rumi el problema era tan determinante como la masculinidad de quien


se encarga de representar al oso de las montañas; él tenía miedo a las alturas.
Se sentía mareado, con ganas de vomitar y las rodillas le temblaban cada
vez que subía cerros con su hermano. Al principio creyó que era su
inexperiencia, pero con el tiempo se sentía cada vez peor; ahora tenía
pesadillas en las que caía de la cima de la montaña.
Cuando cesó la lluvia y los hermanos emprendieron el regreso a casa, la
tarde ya comenzaba a oscurecer.
V
Maika llevaba su antorcha en alto para espantar a cualquier bicho que
anduviera por allí. Había imaginado que su aventura exploradora toparía
muy pronto con el fondo del agujero, pero cuanto más avanzaba, más se
anchaba el camino y el techo parecía elevarse.
El frío en los pies le hizo notar que caminaba sobre agua. Bajó la antorcha
hasta la altura de sus pantorrillas y notó que sobre la roca del piso brillaba
una delgada capa húmeda, la que producía un singular chasquido al recibir
sus pisadas.
Hacía buen rato que Maika ya no escuchaba los sonidos del exterior, ahora
solo percibía algunos ruidos extraños que le hacían caminar con mayor
cautela. La primera alarma había venido con ese raro “plixs... plixs... plixs
... “ que la seguía desde minutos atrás y que, acababa de notar, era el eco de
sus pasos sobre el agua.
—Así que solo era agua —se dijo con cierto tono de reproche y alivio al
mismo tiempo. En realidad, el primer ruido había sido el acelerado
repiqueteo de lo que parecían ser tambores de guerra tribales, pero que no
era otra cosa que su propio corazón agitado por el miedo.
—El miedo es bueno, porque alerta del peligro; lo malo es que nos gane —
repitió en voz alta aquello que su madre le había dicho tantas veces cuando
la notaba asustada.

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No había terminado de retar al miedo, cuando una sorpresiva ráfaga de


viento apagó su antorcha moribunda y la dejó en la más tenebrosa
oscuridad. Dispuesta a no dejarse vencer, dio un hondo respiro, pensó en
las noches sin luna y sin electricidad en el pueblo, se vio jugando bajo las
estrellas y recordó que ella y sus amigos lograban verse unos a otros a pesar
de la negrura del cielo. Cerró los ojos, convencida de que era capaz de ver
en la penumbra, aguardó unos segundos y volvió a abrirlos, lentamente. La
oscuridad absoluta seguía allí.
Tanteando la pared con la punta de los dedos, avanzó un poco más. Pero
pronto pensó que si no podía ver a dónde iba, no tenía sentido seguir
ingresando en la montaña, así que giró sobre sus pies dispuesta a regresar.
Pasó algún tiempo antes de darse cuenta de que el chasquido de sus pasos
había desaparecido y el camino parecía ir, ahora, cuesta arriba. Buscó los
fósforos en su morral, pero no los encontró. “Seguro los dejé en el piso al
prender la antorcha”, se lamentó.
No sabía muy bien qué hacer. No lograba ver más allá de la punta de su
nariz y tampoco escuchaba algo que pudiera guiarla. Solo sentía su corazón
acelerándose más a cada instante.
Mientras ideaba alguna cosa que la sacara de allí, dio un par de pasos
distraídos. Iba a dar la vuelta cuando un repentino empujón le hizo tropezar
y quedar atrapada en una masa líquida, como si de pronto hubiera caído en
una bolsa de agua. Agitó los brazos frenéticamente, tratando de ayudarse a
regresar, pero no lo consiguió.
El miedo no la dejaba pensar; temió ahogarse en ese lugar y que nadie la
encontrara jamás. Las fuerzas parecían abandonarla, pero aun así no quería
darse por vencida. Pateó, braceó, culebreó el cuerpo un poco más. En medio
de la agitación, su mano se topó con algo suave, como un flequillo flotando
en el agua. Supuso que era algún arbusto acuático y, sin dudarlo, se sujetó
a él como pudo. De pronto, sintió que la sacudían con violencia. Un instante
después, salía despedida de la masa de agua y caía sobre la tierra húmeda
de la orilla.

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VI
Al notar que Qali y Rumi volvían a la casa sin su hermana, la madre se
alarmó; pero cuando supo que no la habían llevado con ellos y que nadie la
había visto durante todo el día, la pobre mujer entró en pánico. ¿Dónde
podía estar su pequeña Maika?
La última persona que había visto a la niña era la anciana que tenía su granja
cerca del camino al santuario. Maika corría por allí cada mañana, por lo
que la mujer no se sorprendió al notar que se dirigía a la montaña, aunque
sí le extrañó que no volteara a saludarla. No sabía si la chica había regresado
por esa calle porque al comienzo de la tarde la vieja había ido al monte a
cortar muña y manayupa para curar unos dolores de estómago y de riñones
que la tenían muy fastidiada.
La búsqueda se organizó rápidamente. La madre y algunos vecinos
recorrieron los alrededores, mientras los hermanos y los muchachos más
fuertes del pueblo iban hasta el santuario para ver si estaba por allá.
Qali volvía a sentirse culpable, pero se dijo a sí mismo que no había tiempo
para pensar en eso. Se disculparía con ella y le explicaría por qué no quería
llevarla en cuanto la encontrara.
La noche se hizo helada, silenciosa y muy oscura. Los muchachos que
habían ido al santuario regresaron sin novedades. La madre pasó despierta
el resto de la noche y antes del amanecer se echó una manta sobre los
hombros para salir con dirección a la montaña. Los hombres y las mujeres
del pueblo la siguieron poco después.
VII
Sin entender cómo era posible que su ropa siguiera seca, Maika tanteó la
orilla húmeda de la laguna de la que acababa de salir y hundió los dedos en
la capa blanca que llegaba hasta el agua: era nieve.
Al levantar los ojos, vio un chiquillo extraño que la observaba con
curiosidad. Dio un brinco tratando de alejarse y él se sobresaltó; parecía tan
confundido como ella. Se miraron con cautela durante algunos minutos.

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Ella era pequeña, tenía el cabello atado en dos trenzas y se percibía la


fragilidad de su cuerpo pese a las varias camisetas, chompas y faldones que
llevaba puestos. Él era unas tres veces más alto, aunque parecía tan joven
como ella, y llevaba el cuerpo cubierto por una larga túnica de piel peluda.
Tras unos segundos, ambos preguntaron casi en simultáneo.
— ¿Qué eres?
—Maika. Entré por una grieta en la montaña, quería protegerme de la lluvia
y me perdí.
— ¿Qué es maika?
—Mi nombre, me llamo Maika. ¿Y tú? ¿Cómo te llamas tú?
—Ukumari —respondió, sentándose sobre el suelo para estar a la altura de
la niña.
— ¿También llegaste por la...? —Maika no terminó la pregunta. Mientras
hablaba, había paseado la mirada por el lugar y lo que veía no parecía un
agujero en el interior de la montaña.
—Vivo aquí desde que me acuerdo. Creo que nací acá.
Ukumari observó unos minutos a Maika, quien ya no le prestaba atención
y parecía sorprendida por alguna cosa en el espacio blanquecino que se abría
en torno a ellos. Encorvándose como para alcanzar el tamaño de la niña y
bajando la voz cuanto le fue posible, preguntó con cierta inquietud: “¿Qué
sucede? ¿Has visto algo?”.
Sin esperar respuesta, el muchacho se puso de pie e hizo un gesto con la
mano para que Maika lo siguiera. De dos zancadas, llegó a lo que se veía
como un montículo de nieve sólida, dio un golpe con el puño y quebró la
capa que hielo que cubría la entrada de un agujero. Desde allí le hizo señas
para que se diera prisa.
— ¿De qué nos escondemos? —preguntó Maika al llegar al improvisado
refugio. —Del hechicero del Inca.

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— ¿El hechicero del Inca? —repitió con tono aburrido, creyendo que se
trataba de un juego que se le había ocurrido al extraño muchacho.
— ¿No fue eso lo que viste? ¿Era el hechicero, no?
Maika no comprendía la angustia de su singular compañero, pero trató de
explicarle que lo que miraba eran la nieve y las nubes, pues no entendía
cómo era eso posible, si estaban en el interior de una montaña.
—Estamos en la cima de la montaña —corrigió el muchacho, mirándola
con sorpresa—. Estuve toda la mañana mirando el cielo reflejado en la
laguna y no te vi venir. ¿Cómo llegaste?
Ella describió lo que acababa de vivir, le habló de la grieta en la pared de la
montaña, del camino que se anchaba, de la ventisca que apagó su antorcha,
de la masa de agua que la atrapó y de cómo había creído que moriría
ahogada antes de que algo la sacara del agua.
Ukumari la miraba cada vez más asustado. De pronto, soltó los hombros y
rió.
— ¡Ya sé! Son cuentos para asustar a los niños. No hay ninguna grieta en la
montaña y tampoco puedes entrar en la laguna por el lado de abajo. No hay
puertas en el lecho del lago, lo sé porque nado acá todos los días —dijo en
tono concluyente.
VIII
Maika tampoco encontraba sentido en su historia. Si alguien se la hubiera
contado, no le hubiera creído. Pero ella estaba segura de que eso era,
exactamente, lo que le había sucedido. Estaba por insistir en su historia
cuando Ukumari le pidió callar. Un par de minutos después, llegó hasta
ellos el barullo de voces del exterior.
Varios hombres armados con macanas, huaracas y boleadoras iban detrás
de otro que parecía ser el jefe por el escudo, pechera y casco de cobre que
vestía. Por la expresión de pánico de Ukumari, ese debía ser el hechicero al
que temía. Uno de los soldados siguió con la mirada el rastro de huellas que

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conducía al agujero donde se escondían y estaba por dar la alerta cuando el


hombre a cargo ordenó la retirada.
— ¿Por qué te buscan? —preguntó Maika, cuando vio que los hombres
estaban demasiado lejos para escucharla.
—No es a mí, nadie sabe que yo existo. Es el malvado hechicero del Inca
que convirtió a mi padre en oso y ahora quiere cazarlo.
— ¿Tu padre es un oso?
—sí, pero antes era un hombre, un guerrero noble y fuerte del que mi madre
estaba enamorada. Ella era la hija favorita del Inca y el hechicero del
imperio, que era muy ambicioso, planeaba convertirla en su esposa y
apropiarse de sus riquezas. El brujo enviaba regalos a la princesa
aparentando ser un hombre bueno, pero cuando notó que Kukuli amaba a
otro decidió deshacerse de su rival. Aprovechando su magia, hizo un
encantamiento para convertir al guerrero en un oso de anteojos.
Maika lo miraba incrédula, aunque encontró cierto parecido entre esa
historia y las que contaban los ancianos del pueblo.
—Cuando mi madre fue a buscar a Ukuku al río, y vio al oso en su lugar, se
asustó y quiso escapar, pero luego reconoció la mirada de su amado en los
ojos del animal y se tranquilizó. Aunque no encontraron la forma de romper
el encantamiento, siguieron viéndose todas las tardes, hasta que el hechicero
decidió pedir al Inca que le entregara como esposa a la princesa; en ese
momento, mis padres huyeron a la montaña y yo nací aquí.
La historia de Ukumari sonaba difícil de creer: Incas, hechiceros y guerreros
embrujados; parecían personajes de una vieja leyenda. Maika iba a decir que
no le creía, pero recordó lo que ella misma había vivido ese día, y lo poco
creíble que sonaba.
— ¿Tus padres nunca volvieron al pueblo? —preguntó, solo por seguir la
conversación.
—Mi madre no volvió. Sin embargo, hubo un tiempo en que los campos se
secaron y los hombres intentaban llegar hasta acá para llevar un poco de
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agua con la cual regar sus tierras. Pero los hombres estaban débiles y no
conseguían subir a la montaña. Ukuku sintió compasión de ellos y les llevó
trozos del hielo que amontonó alrededor de la laguna para que pudieran
calmar la sed de sus tierras y de sus animales.
Maika recordó que su abuela le había contado esa historia cuando ella le
preguntó por qué los hombres del pueblo se vestían con ropas tan raras para
subir a la montaña. “El unku con flecos nos recuerda la piel de Ukuku, el
oso que salvó al pueblo de morir de sed”, había comentado.
— ¿Dónde están Ukuku y la princesa? ¿Siguen acá? —preguntó la niña.
—Para escapar del hechicero se convirtieron en parte de la montaña —dijo
Ukumari, señalando los picos más altos—. Cada cierto tiempo, el espíritu
de Ukuku recorre la montaña para ayudar a los hombres que suben en busca
del hielo pero, como el hechicero aún lo busca, su cuerpo no puede dejar la
roca. Yo bajé al pueblo, una vez, pero era más grande y más fuerte que la
gente de allí y me tuvieron miedo. Por eso regresé y vivo aquí.
IX
“Ya es hora de volver”, pensó Maika.
Sin detenerse por las advertencias de Ukumari, quien insistía en que la
laguna no la llevaría a ninguna parte, cerró los ojos y se lanzó al agua. Sintió
que se deslizaba a oscuras en un tobogán, pero un segundo después una
cálida claridad la envolvió. Al abrir los ojos, vio el camino de salida
iluminado por la luz que llegaba desde el exterior.
Mientras bajaba de la montaña, notó cambios en el pueblo que no le
resultaban fáciles de entender. De pronto se encontraba con granjas que ella
no conocía, colores que antes no había, personas que le eran desconocidas.
Sintió como si el tiempo pasado en la montaña hubiera sido mucho más que
algunas horas.
Al llegar a su casa, vio a un muchacho que tocaba la antara sentado junto a
la puerta. Lo reconoció pese a la ropa distinta y al raro corte de cabello que
tenía; sin duda era su hermano.

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—Qali —llamó un par de veces.


El muchacho dejó de tocar y respondió en voz alta:
—Padre, lo busca una niña.
Un hombre se asomó a la ventana y la observó durante algunos minutos. Él
parecía confundido, pero Maika estaba segura de no conocerlo; por eso,
cuando salió de la casa y la abrazó, ella sacudió el cuerpo para que la soltara.
—Soy Qali, hijo de Rumi. Él era hermano de Qali y Maika. Ella es tu madre,
¿no? Te pareces a la niña que está en las fotos que mi padre tenía de ella.
Era casi tan pequeña como tú.
Maika sintió un escalofrío y no se atrevió a contestar. El hombre le habló de
los hermanos de su padre, de la desaparición de la más pequeña y de cómo
la habían buscado hasta el final de sus días. Ella se entristeció al darse cuenta
de que no volvería a ver a su madre ni a sus hermanos, pero quienes la
recibían ahora eran también su familia y aceptó quedarse a vivir con ellos.
Al llegar las festividades del Señor de Qollurit'i, mientras los hombres se
vestían con el unku y el wagollo con el que representaban al ukuku, Maika
decidió volver a la montaña. Esperaba encontrar la extraña grieta en la que
se había refugiado de la lluvia, pero por más que buscó no la pudo hallar.
Un corto ruido, como de pasos presurosos que corrían detrás de ella, le hizo
recordar al ratón con el que se había asustado la primera vez. “Es solo un
roedor”, pensó. Pero al girar en dirección al lugar de donde había venido el
sonido, encontró un trozo de hielo apoyado contra la roca. Maika sonrió al
recordar a Ukurriari, y confió en que alguna vez volvería a encontrarlo.
Recogió el bloque de agua congelada y volvió a su casa, como había
planeado hacerlo la primera vez.

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VOCABULARIO
-Aguacero: lluvia repentina, muy abundante y de breve duración.
-Antara: especie de flauta de origen precolombino. Está hecha con cañas y
es similar a una zampoña pequeña, pero de una sola hilera o fila.
-Barullo: confusión, desorden.
-Cerillo: fósforo.
-Corona: cima, cumbre.
-Culebrear: sacudirse, moverse como una culebra o serpiente.
-Flequillo: serie de hilos o cordones colgantes de una tela. -Granizo: agua
congelada que cae fuertemente de las nubes en forma de granos.
-Guarecerse: refugiarse, ponerse a salvo de algo.
-Huasca: arma tradicional andina usada para lanzar piedras. -Indomable:
que no se puede domesticar o amansar. •Macana: arma hecha de madera
dura, garrote usado para golpear.
-Manayupa: planta medicinal de la región altoandina.
-Morral: saco o bolsa que se cuelga a la espalda, como una mochila.
-Mufia: hierba andina similar a la menta, utilizada para preparar infusiones
medicinales y en la cocina.
-Oso de anteojos: también conocido como oso andino, su nombre se debe
a las características manchas blancas que tiene alrededor de los ojos.
-Palpitación: latido acelerado del corazón.
-Pantorrilla: parte inferior abultada de la pierna.
-Pechera: pieza de una armadura destinada a cubrir y proteger el pecho.
-Propicio: adecuado o favorable para algo.
-Repiqueteo: sonido repetitivo que se produce al golpear algo, siguiendo un
ritmo estable.

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-Santuario: templo en el que se venera la imagen o reliquia de un santo.


-Señor de Qollurit'i: imagen de un Cristo crucificado pintado sobre la
piedra de las faldas del nevado Ausangate. Es objeto de gran devoción
religiosa, y su nombre significa Señor de la Estrella de la Nieve. También se
escribe Qoyllo R¡t'¡, Qollu Riti y Ccoylloritti.
-Silueta: contorno o perfil de una figura.
-Tambo: posada en los caminos, donde pueden descansar los viajeros.
-Temperamento: carácter, personalidad, forma de ser.
-Trastabillar: tropezar.
-Tribal: relativo a la tribu.
-Tuna: fruto comestible que produce el cactus del mismo nombre; ambos
tienen numerosas espinas.
-Unku: túnica larga de lana, poncho.
-Ventisca: viento fuerte.
-Waqollo: pasamontañas, especie de máscara tejida que cubre toda la cara,
excepto los ojos y la boca.
-Zancada: paso muy largo.

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