Sunteți pe pagina 1din 5

¿Es el fascismo la continuación de la política por otros medios?

Guillermo A. Vega

En la década del ´30 Mussolini y Hitler inventaron una maquinaria estatal


orientada al gobierno tanto de los cuerpos y de las almas como de la población en su
conjunto, una maquinaria extremadamente sanguinaria y mortífera: el fascismo. En la
mayor parte de los estudios políticos de fines del siglo XX se ha resaltado siempre que
la característica principal de esta forma de administrar el poder es el totalitarismo. Sin
restar importancia al significado de esta perspectiva y al empleo de la mencionada
categoría, me gustaría incorporar otra visión que permite, creo, volver problemáticos
algunos componentes de nuestra sociedad y resaltar otros.
En los cursos del año ´76, dictados en Francia, Michel Foucault sostenía que: “...el
nazismo es... el desarrollo paroxístico de los nuevos mecanismos de poder que se habían
introducido en el siglo XVIII... no hay Estado más disciplinario que el régimen nazi;
tampoco Estado en que las regulaciones biológicas vuelvan a tomarse en cuenta de
manera más porfiada e insistente. Poder disciplinario, biopoder: todo esto recorrió y
sostuvo a pulso la sociedad nazi...”1
El totalitarismo era la forma bajo la que muchos pensadores concebían al nazismo,
incluso aquellos que lo asociaron a la expresión más acabada y más delirante del
desarrollo de las ideas modernas; frente a esto Foucault decide poner el acento en la
particular convergencia de dos tecnologías de poder: la disciplina y la seguridad. La
complejidad de la maquinaria política del fascismo reside en que amalgama y pone en
funcionamiento dos formas distintas pero complementarias de ejercer el poder, esta
característica lo vuelve un acontecimiento singular, pero no por ello necesariamente
circunscrito a un lugar y a un tiempo determinados. Si la disciplina consistía en el
ejercicio de la vigilancia, del control, del adiestramiento, del castigo y de la
normalización de los cuerpos y de las almas, el modelo de la seguridad inaugura el
despliegue de instrumentos y saberes sobre la población, a efectos de administrar la vida
(el nacimiento, la muerte, la producción, la enfermedad, etc.). El fascismo reúne en sí
todo el poderío de la sociedad disciplinaria -aquella que había nacido en el contexto de
la sociedad industrial capitalista- junto con la gestión de la vida y la muerte y de la

1
Foucault, M. Defender la sociedad, trad. Horacio Pons, México, F.C.E., 2000, p. 234.
regularización de los procesos poblacionales, propia de la biopolítica; en esta
conjunción reside su carácter mortífero.
El Estado fascista, la sociedad fascista o la máquina fascista abre un horizonte
nuevo, lleno de paradojas, para el modelo político liberal. Este último había nacido
como un intento de exorcizar la violencia y la arbitrariedad propias del estado pre-
social, o estado de naturaleza. En la concepción hobbesiana del Estado la violenta
guerra de todos contra todos sólo encuentra solución tras el montaje de una sociedad
política en la que el monopolio del poder es ejercido por una persona o unas pocas.
Hobbes reconoce que sólo el Leviatán puede acabar con la violencia de la guerra, con la
voracidad lobuna de los hombres, sin embargo, la herramienta utilizada para dar forma a
esta empresa es la misma violencia, ahora centralizada, legitimada por el contrato,
codificada en la incipiente burocracia del Estado.
Hobbes representa los límites y alcances de lo que Foucault llama el modelo de
ejercicio de poder de la soberanía. “Hacer morir y dejar vivir” es la fórmula que
caracteriza al Leviatán. La muerte es el objeto del poder soberano, su medio de
expresión, el lugar en donde se revela como tal a través de la publicidad y
espectacularidad del castigo.
El primer gesto de la nueva sociedad liberal es un gesto cínico, muestra que el
derramamiento de sangre se soluciona con más sangre, la violencia con más violencia.
Quizá sea por esta verdad casi descarnada que Hobbes se haya convertido en el padre
ilegítimo del liberalismo. La paternidad legítima le corresponde a Locke, quien
despotricando contra su antecesor, piensa una sociedad, la nuestra, en la cual la
violencia ha sido erradicada, hasta incluso la violencia que podrían llegar a ejercer las
instituciones del gobierno. La sociedad liberal se configura así como una suerte de
paraíso u oasis. Dentro de ella reside la paz y la prosperidad, fuera la guerra, la muerte y
la desolación. Es este pensamiento dicotómico el que siempre está presente en las
arengas liberales, basta recordar el enfrentamiento entre el mundo capitalista y el bloque
soviético durante la “guerra fría”. O, más recientemente, la contraposición entre el
Occidente democrático y las “dictaduras” islámicas. En síntesis, para el modelo liberal
la violencia siempre reside fuera, pero no sólo esto, sino que constantemente, incluso,
está al acecho y puede retornar en el momento menos esperado. Lo que el liberalismo
no dice es que para cuidar a la sociedad de la violencia que busca introducirse
infatigablemente, contaminarla y destruirla, se necesita más violencia (Hiroshima y
Nagasaki son un claro ejemplo). Quien lo vio claramente fue Hobbes, pero los hijos
pródigos no admiten en su árbol genealógico padres espurios.
Quizá sea por esto que el liberal-capitalismo se escandaliza tanto frente al
fascismo. El fascismo representa el rostro de Hobbes, sonriente, retornante. Es ese padre
ilegítimo que vuelve para reclamar a su hijo, para hacer público que el vástago está
hecho a imagen y semejanza de quien le dio vida. El fascismo representa la
exacerbación de los mecanismos de ejercicio del poder de la sociedad liberal, su cara
brutal, sin maquillaje, sin máscaras. La sociedad fascista explicita que la guerra y la
violencia nunca desaparecieron, sino que habitan dentro de la sociedad, dentro del
Estado, y los constituyen.
La muerte, su posibilidad y su concreción, siempre eternas, cercanas,
inconmensurables, serán la cara, la epidermis del fascismo. Sostiene Foucault: “Ese
poder de matar, ese poder de vida y de muerte que atraviesa todo el cuerpo social de la
sociedad nazi, se manifiesta, en principio, porque no se otorga simplemente al Estado
sino a toda una serie de individuos, a una cantidad considerable de gente... En última
instancia, en el Estado nazi todo el mundo tiene derecho a la vida y a la muerte sobre su
vecino, aunque sólo sea por la actitud de denuncia...”2
El ejercicio del poder sobre la vida y la muerte se disemina por todo lo social.
Cada ciudadano es un pequeño monstruo bíblico, un Leviatán a escala reducida. Retomo
la última frase, en la sociedad fascista “todo el mundo tiene derecho a la vida y a la
muerte sobre su vecino”. Impensable desde la concepción liberal, en la que todo el
mundo tiene derecho a la libertad. Sin embargo, ambos derechos están unidos por un
fino lazo de familiaridad, un vínculo genético, como dije antes, no reconocido, que hace
descansar el último sobre el primero.
El filósofo italiano Giorgio Agamben reconoce que el nazismo ha inaugurado e
instalado lo que considera es la matriz política del siglo XX. Siguiendo a Walter
Benjamin afirma que la excepción, el estado de excepción, característica central del
nazi-fascismo, se ha vuelto la regla en los Estados contemporáneos. La suspensión del
derecho, de las garantías constitucionales, que en las constituciones liberales es un
recurso temporal ante situaciones particulares que ponen en riesgo el gobierno del
Estado se convierte en un ejercicio político constante, en una forma de emplazar y
renovar eternamente el poder del Estado. Las zonas grises de excepción se encuentran
diseminadas por todo el campo social, en ellas la vida se desnuda del ropaje que le
2
Ibid., p 234.
asigna la ley y se reduce a su expresión biológica, teniendo, como tal, sólo a la muerte
como su único horizonte. El estado de excepción muestra que la violencia habita en el
interior del Estado, violencia necesaria para que el mismo Estado pueda sobrevivir, para
que se reproduzca reproduciendo sus mismas condiciones de posibilidad.
Agamben supo ver en el nazi-fascismo el nacimiento de la dinámica política
contemporánea, sin embargo, su análisis del estado de excepción sigue ligado a la
noción moderna del poder soberano, ese poder que emana desde lo alto y se derrama
hacia abajo, sembrando de muerte todo a su paso. Como contrapartida Foucault entrevió
que esta característica recrudecía sus efectos al estar seguida de cerca por otra, la de la
administración de la vida y de la muerte de la especie, el control poblacional, el
ejercicio constante e implacable de la seguridad. Sin embargo, el modelo del biopoder,
centrado en la vida de la población, invierte la fórmula de la soberanía. Ahora se trata de
“hacer vivir y dejar morir”. La vida, su regulación y administración, es su expresión
epidérmica.
El fascismo hace danzar el modelo disciplinario de la vigilancia y normalización
de los individuos alrededor de una cuestión estrictamente biopolítica. El punto de
convergencia entre una y otra técnica de gobierno será el racismo. Dice Foucault: “...el
Estado nazi hizo absolutamente coextensos el campo de una vida que ordenaba,
protegía, garantizaba, cultivaba biológicamente y, al mismo tiempo, el derecho soberano
de matar a cualquiera, no sólo a los otros, sino a los suyos. En los nazis se produjo la
coincidencia de un biopoder generalizado con una dictadura a la vez absoluta y
retransmitida a través de todo el cuerpo social por la enorme multiplicación del derecho
a matar y la exposición a la muerte.”3
El nexo que liga los mecanismos de biopoder con el modelo político de la
sociedad disciplinaria está explicitado, para Foucault, en el racismo. Es éste el que
asegura al Estado un eficientismo letal. Pero ¿qué es el racismo? Dice Foucault: “ (es)...
el medio de introducir, por fin, un corte en el ámbito de la vida que el poder tomó a su
cargo: el corte entre lo que debe vivir y lo que debe morir.”4
El racismo representa la analítica de la especie humana. La clasificación,
jerarquización, distinción, segregación, etc., de los miembros que componen el
colectivo social, la población. La primera función del racismo es “...fragmentar, hacer
cesuras dentro de ese continuum biológico que aborda el biopoder.”5 La sociedad no es
3
Ibid., p. 235.
4
Ibid., p. 230.
5
Ibid., p. 230.
más un todo homogéneo como aparecía a los ojos de las concepciones políticas clásicas,
la sociedad es una mezcla orgánica de diferentes cepas. El biopoder interpela la vida de
la especie y para que esta perviva necesita identificar, determinar, controlar, administrar
y, si es necesario, eliminar los elementos que la ponen en riesgo. La biopolítica hace su
aparición al lado de la normalización disciplinaria cuando se vuelve necesario
exterminar lo que es imposible reformar. Dice Foucault: “La muerte del otro no es
simplemente mi vida, considerada como mi seguridad personal; la muerte del otro, la
muerte de la mala raza, de la raza inferior (o del degenerado o del anormal), es lo que va
a hacer que la vida en general sea más sana; más sana y más pura.”6
Este racismo endógeno que inaugura el fascismo se vuelve letal. Cada miembro de
la sociedad se convierte en un cruzado interesado en la depuración de la especie a la que
pertenece. De esta manera el fascismo articula el exterminio en dos niveles: un nivel
macro, el Estado y sus instituciones que, siguiendo el modelo de la soberanía,
despliegan mecanismos (entre los que se podría considerar el estado de excepción que
menciona Agamben) para administrar la vida de la especie; y un nivel micro, el del
individuo que vive la cruzada como propia, que es capaz de denunciar y hasta matar en
pos de una necesaria depuración.

Si pensamos que el fascismo no es sólo un acontecimiento histórico que tuvo lugar


en Alemania e Italia en una época determinada, sino, ampliando un poco más el sentido
del concepto y siguiendo a Foucault, una determinada estructuración del poder,
podemos afirmar que la última dictadura militar argentina se ajusta, en buena medida, a
esta forma de ejercerse la política. Pero no sólo por el carácter hobbesiano de ejercicio
del poder, ni por el racismo, que es posible observarlo en el intento de depurar la
sociedad de elementos extranjeros y poco ajustados a la “tradición de la patria”, sino
específicamente por la generalización, a nivel social, de una marcada operatoria de
control, vigilancia y denuncia.

6
Ibid., p. 231.

S-ar putea să vă placă și