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EL PENSAMIENTO PREFILOSÓFICO
INTRODUCCIÓN
EL PENSAMIENTO PREFILOSÓFICO
Cuando tratamos de encontrar el “pensamiento especulativo” que puedan
contener los documentos antiguos, nos vemos obligados a admitir que, en realidad, hay muy
poco en dichos escritos que pueda calificarse como “pensamiento”, en el sentido estricto de la
palabra. Sólo en unos cuantos pasajes nos encontramos con la disciplina y coherencia lógica del
razonamiento que asociamos generalmente con la acción de pensar. El pensamiento del antiguo
Cercano Oriente se nos presenta envuelto en imaginación. Lo hayamos mezclado con la fantasía.
Pero los antiguos no aceptarían que se pudiera hacer abstracción alguna a partir de las formas
imaginativas concretas que nos han legado.
Debemos recordar que, aun para nosotros, el pensamiento especulativo tiene una
disciplina menos rígida que otras formas de pensar. La especulación —como lo indica la
etimología del término— es un modo de aprehensión intuitiva, casi visionario. Lo que no
significa, desde luego, que se trate de un vagar irresponsable del entendimiento que ignore la
realidad o trate de evadirse de sus problemas. El pensamiento especulativo trasciende la
experiencia, pero únicamente porque intenta explicar, unificar y ordenar la experiencia. Alcanza
su meta por medio de la hipótesis. Si hacemos uso de la palabra en un sentido original, podemos
decir que el pensamiento especulativo intenta ademar el caos de la experiencia, para poner al
descubierto las características de una estructura: orden, coherencia y significación.
Por lo tanto, el pensamiento especulativo se distingue de la mera especulación
ociosa por el hecho de que nunca se desprende por entero de la experiencia. Puede “apartarse,
en ocasiones”, de los problemas de la experiencia, pero siempre se encuentra conectado con
ella, en tanto trata de explicarla.
En la actualidad, el pensamiento especulativo tiene una perspectiva mucho más
limitada que en cualquier otra época anterior. Porque, con la ciencia, poseemos otro
instrumento para la interpretación de la experiencia que ha logrado realizaciones maravillosas
y mantiene entero su poder de atracción. Bajo ninguna circunstancia permitimos que el
pensamiento especulativo se inmiscuya en los sagrados recintos de la ciencia, no debe traspasar
nunca el dominio de los hechos verificable, ni tampoco pretender nunca un rango más elevado
que el de la formación de hipótesis de trabajo, aun en aquellos campos en que el pensamiento
especulativo tiene alguna aplicación.
Entonces, ¿en dónde se encuentra actualmente el dominio del pensamiento
especulativo? Su principal interés se concentra en el hombre —en su naturaleza y sus
problemas, en sus valores y su destino—. Pues el hombre no ha logrado hacer de sí mismo un
objeto de ciencia. La necesidad de trascender la experiencia caótica y los hechos en conflicto lo
lleva a mantener una hipótesis metafísica que pueda esclarecer sus problemas más urgentes. El
hombre se obstina en especular sobre su “yo” —aun ahora.
Cuando volvemos la mirada hacia el antiguo Cercano Oriente, tratando de hallar
esfuerzos semejantes, advertimos dos hechos que son correlativos. En primer lugar,
encontramos que la especulación tenía posibilidades ilimitadas para su desarrollo; sin tener las
restricciones que implica una indagación científica (esto es, metódica) de la verdad. En segundo
término, nos damos cuenta de que el dominio de la naturaleza no se distingue del dominio
humano.
Los antiguos, al igual que los salvajes modernos, vieron siempre al hombre como
parte de la sociedad y a ésta como inmersa en la naturaleza, dependiendo de las fuerzas
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cósmicas. Para ellos, no había oposición entre la naturaleza y el hombre y, por lo tanto, no existía
la necesidad en aprehenderlos siguiendo modos de conocer diferentes. En efecto, tal como se
pondrá en claro en el curso de esta obra, los fenómenos naturales eran concebidos, en general,
en relación con la experiencia humana, y ésta, a su vez, era referida a los acontecimientos
cósmicos. Así, tropezamos con una distinción entre los antiguos y nosotros que es de enorme
importancia para nuestra investigación.
La diferencia fundamental entre las actitudes del hombre moderno y las del
antiguo, con respecto al medio que lo rodea, es que para el contemporáneo, que se apoya en la
ciencia, el mundo de los fenómenos es, ante todo, un “ello”, algo impersonal; en tanto que para
el hombre antiguo y, en general, para el primitivo, es enteramente personal y se le trata de “tú”.
Esta formulación es más profunda que las usuales interpretaciones “animistas” o
“personalistas”. Pone de manifiesto, en efecto, lo inadecuado de esas teorías tan aceptadas
corrientemente. Porque la relación entre “yo” y “tú” es enteramente sui generis (de su propio
género o especie). Podemos explicar mejor su cualidad única, comparándola con otras dos
maneras de conocer: la relación entre sujeto y objeto y el vínculo que se establece cuando
“comprendemos” a otro ser viviente.
Desde luego, la correlación “sujeto‐objeto” es la base del conocimiento científico;
en ella descansa su posibilidad. La segunda manera de conocer es el curioso conocimiento
directo que obtenemos cuando “comprendemos” un ser que tenemos en frente —su temor, por
ejemplo, o su ira—. Por lo demás, ésta es una de las formas de conocimiento que tenemos la
honra de compartir con los animales.
Las diferencias que se acusan entre la relación “yo” y “tú” y las otras dos son las
siguientes: cuando determina la identidad de un objeto la persona desempeña un papel activo.
En cambio, cuando “comprende” a otra criatura, ya sea a otro hombre o a un animal, es
esencialmente pasivo, aun cuando su acción subsecuente pueda no serlo. En este caso, recibe
sobre todo una impresión. Por tanto, el tipo de conocimiento es directo, emotivo y
desarticulado. El conocimiento científico, por lo contrario, es articulado e indiferente, desde el
punto de vista emotivo.
Ahora bien, el conocimiento que “yo” tengo de “ti” transcurre entre un juicio activo
y la acción pasiva de “sobrellevar una impresión”; entre lo intelectual y lo emotivo, lo articulado
y lo desarticulado. El “tú” puede ser problemático, pero, a pesar de ello, algo transparente. El
“tú” es una presencia viva, cuyas cualidades y facultades pueden ser articuladas en alguna forma
—y no como resultado de una indagación activa, sino porque el “tú”, como presencia, se revela
a sí mismo.
Hay, además, otra diferencia importante. Un objeto, un “ello” siempre puede
vincularse científicamente con otros objetos y tenerse como parte de un grupo o de una serie.
La ciencia insiste en enfocar al “ello” de esta manera; de aquí que la ciencia pueda comprender
a los objetos y a los acontecimientos como regidos por leyes universales que permiten predecir
su comportamiento bajo circunstancias definidas. Por su parte, el “tú” es único. Tiene el carácter
sin precedentes, sin paralelo y, a la vez, imprevisible, de lo individual, cuya presencia sólo se
conoce en tanto que se revela por sí misma. Además, el “tú” no es simplemente contemplado o
comprendido, sino que es experimentado emocionalmente, en una relación dinámica y
recíproca. Así, se justifica el aforismo de Crawley: “El hombre primitivo sólo tiene una manera
de pensar, un modo de expresión, haciendo uso de sólo una parte de la oración: el personal.”
Lo que no significa (como a menudo se ha pensado) que el hombre primitivo imparta
características humanas a un mundo inanimado para explicar los fenómenos naturales, es decir,
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no es de carácter antropomórfico (una forma de personificación, aplicar cualidades humanas a
objetos inanimados). Sencillamente, el primitivo no conoce un mundo inanimado. Por esta
simple razón no “personifica” los fenómenos inanimados, ni llena un mundo vacío con los
espíritus de los muertos como el “animismo” nos ha hecho creer.
Para el primitivo, el mundo no es inanimado ni vacío, sino pleno de vida; y esta vida
posee individualidad en el hombre, en la bestia, en la planta y en todo fenómeno que se presenta
—el trueno, el oscurecimiento repentino, una imponente y desconocida claridad en el bosque,
la piedra que de repente le hace daño cuando tropieza en una cacería—. Cualquier fenómeno
puede surgir ante él, en todo tiempo, no como “ello”, sino como un “tú”. Al enfrentarse a él, el
“tú” revela su individualidad, sus cualidades, su voluntad. Al “tú” no se le contempla,
separándolo intelectualmente, sino que se le experimenta como vida que se encara a la vida, e
implica todas las facultades del hombre en una relación recíproca. A esta experiencia se
encuentran subordinados los pensamientos, lo mismo que las acciones y los sentimientos.
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Nos interesa, ahora, particularmente el pensamiento. Es probable que los antiguos
adviertan ciertos problemas intelectuales y se preguntaran por el “por qué” y el “cómo”, el “de
dónde” y el “hacia dónde”. Pero, en todo caso, no es de esperar que en los documentos antiguos
del Cercano Oriente nos encontremos con especulaciones en la forma acusadamente intelectual
a que estamos acostumbrados, ya que ésta presupone un procedimiento estrictamente lógico,
aun cuando se intente trascenderlo. Ya hemos visto que en el antiguo Cercano Oriente, lo mismo
que en la sociedad primitiva de la actualidad, el pensamiento no opera de manera autónoma.
Todo hombre se enfrenta a un “tú” viviente en la naturaleza; y todo hombre —tanto el emotivo,
como el intelectual y el imaginativo— expresa esta experiencia. Toda experiencia de un “tú” es
individual en alto grado; y el primitivo, en efecto, concibe los acontecimientos como sucesos
individuales. La consideración de tales sucesos y su explicación, sólo pueden ser concebidas
como una acción y toman necesariamente la forma de un relato. En otras palabras, los antiguos
formulan mitos en vez de establecer un análisis o llegar a conclusiones. Nosotros podemos
explicar, que ciertos cambios atmosféricos interrumpen la sequía y producen la lluvia. Los
babilonios, observando los mismos hechos, los tomaban como muestras de la intervención del
gigantesco pájaro Imdugud, que venía en su auxilio. Éste cubría el cielo con las negras nubes de
tempestad de sus alas y devoraban al Toro del Cielo, cuyo cálido aliento había abrasado las
cosechas.
Al formular un mito de esta naturaleza, los antiguos no trataban de proporcionarse
una diversión. Tampoco buscaban, distintamente y sin motivos ulteriores, una explicación
inteligible de los fenómenos naturales. Relataban los acontecimientos con los cuales se hallaban
comprometidos a lo largo de toda su existencia. Experimentaban, directamente, un conflicto
entre fuerzas; una de estas era hostil a la cosecha del cual dependían, la otra era terrible, pero
benéfica: el trueno los libraba en el momento crítico, venciendo y destruyendo completamente
la sequía. Tales imágenes se habían hecho ya tradicionales en la época en que las encontramos
en el arte y en la literatura; pero, originalmente, deben haber sido consideradas como una
revelación vinculada a la experiencia. Se trataba de productos de la imaginación, pero no de
meras fantasías. Es fundamental el saber distinguir al verdadero mito de la leyenda, de la saga,
de la fábula y del cuento de hadas. Todos ellos pueden conservar elementos míticos. Y también
puede ocurrir que una imaginación barroca o frívola elabore los mitos, hasta llegar a hacer de
ellos simples cuentos. Pero el verdadero mito no presenta sus imágenes y sus actores
imaginarios como un libre juego de fantasías, sino con una autoridad apremiante. Así, perpetúa
la revelación que ha obtenido de un “tú” singular.
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Las imágenes del mito no son, por lo tanto, alegóricas en modo alguno. Se trata
nada menos que de un nivel cuidadosamente escogido del pensamiento abstracto. Las imágenes
son inseparables del pensamiento. Representan la forma en que la experiencia se hace
consciente.
Así, pues, hay que considerar seriamente al mito, puesto que revela una verdad
significativa, aunque no verificable —puede decirse que se trata de una verdad metafísica—.
Sólo que el mito no tiene la universalidad ni la lucidez de una aseveración teórica. Es concreto,
aun cuando pretenda ser de una validez inatacable. Exige que se le conozca por medio de la fe;
y no pretende justificarse ante la crítica.
El aspecto irracional del mito se pone en claro, particularmente, al recordar que los
antiguos no se contentaban simplemente con relatar sus mitos como historias informativas. Los
personificaban, reconociéndoles virtudes especiales que podían ser puestas en actividad por la
recitación.
Tenemos un ejemplo muy conocido de la personificación del mito en la sagrada
comunión. En Babilonia encontramos otro ejemplo. En cada festival de Año Nuevo, los
babilonios representaban el triunfo alcanzado por Marduk sobre las fuerzas del caos, en el
primer día de Año Nuevo, cuando se creó el mundo. Durante el festival anual se recitaba la
Epopeya de la Creación. Por supuesto, los babilonios no consideraban su relato de la creación
como nosotros la teoría de Laplace, por ejemplo; esto es, como una explicación racionalmente
satisfactoria de la manera en que el mundo ha venido a ser lo que es. El hombre antiguo no
había pensado una respuesta, porque las respuestas le habían sido reveladas en su relación
recíproca con la naturaleza. Al quedar resuelto un problema, el hombre compartía esa solución
con el “tú” que se le había revelado. Por eso, era prudente proclamar cada año, con motivo del
cambio crítico de las estaciones, este conocimiento que se compartía con las potencias
naturales, con objeto de comprometerlas una vez más por la fuerza de su verdad.
Podemos resumir el complejo carácter del mito, en las siguientes palabras: el mito
es una forma poética que trasciende la poesía al proclamar una verdad; es también una forma
de razonamiento que trasciende la razón, ya que necesita poner en práctica la verdad que
proclama; es una forma de acción, de comportamiento ritual, que no encuentra su realización
en el acto, sino que debe proclamar y elaborar una forma poética de su verdad.
Ahora se advierte con claridad por qué decíamos, al comenzar esta capítulo, que
una investigación sobre el pensamiento especulativo en el antiguo Cercano Oriente tendría
resultados negativos. Falta, siempre, la independencia propia de la investigación intelectual. Y,
sin embargo, la especulación puede aparecer dentro del dominio del pensamiento creador de
mitos. Hasta el hombre primitivo, inmerso en lo inmediato de sus percepciones, reconoce la
existencia de ciertos problemas que trascienden los fenómenos. Advierte el problema del origen
y el problema del télos, de la finalidad y el propósito del ser. Reconoce el orden invisible de la
justicia, que es mantenido por las costumbres, los usos y las instituciones; y vincula este orden
invisible con el orden visible que comprende la sucesión de los días y las noches, de las
estaciones y los años, tal como es mantenido por el sol. El hombre primitivo reflexiona, también,
acerca de la jerarquía que existe entre las diversas fuerzas que reconoce en la naturaleza. En la
Teología Menfita, que será expuesta en el capítulo I, los egipcios reducían la multiplicidad de la
divinidad a una verdadera concepción monoteísta, espiritualizando el concepto de creación. No
obstante, valían del lenguaje del mito. Las doctrinas que se desprenden de dicho documento
pueden ser llamadas “especulativas”, atendiendo a su intención, ya que no a su expresión.
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Para dar un ejemplo, anticipémonos un poco a nuestros colegas y consideremos las
diversas respuestas posibles al problema de saber cómo ha llegado a ser el mundo. Algunos
primitivos contemporáneos, los Shilluk, que tienen muchos puntos de contacto con los egipcios
antiguos, responden de este modo: “En el principio era Ju‐ok, el Gran Creador, quien creó un
gran vaca blanca, que surgió del Nilo y recibió el nombre de Deung Adok. La vaca blanca dio
nacimiento a un niño, al que amamantó y dio el nombre de Kola”. Podemos decir, basándonos
en este relato (y se conocen mucho de este tipo), que el hombre se satisface aparentemente
con hallar una forma que relacione el llegar a ser con un acontecimiento imaginado
concretamente. No hay aquí el menor vestigio de pensamiento especulativo. En su lugar, se
tiene lo inmediato de la visión —que es concreta, incuestionable e incoherente.
Se adelanta un paso más cuando la creación no se imagina de manera puramente
fantástica, sino por analogía con las condiciones humanas. Se concibe la creación como un
nacimiento; la forma más simple es postular una primera pareja como progenitora de todo lo
existente. Parece que para los egipcios, lo mismo que para los griegos y los maoríes, la primera
pareja estaba compuesta por la tierra y el cielo.
El paso siguiente, que conduce ya hacia el pensamiento especulativo, es dado
cuando se concibe la creación como la acción de uno de los progenitores. Puede concebirse
como el nacimiento de una Gran Madre o de una diosa, como en Grecia, o de un demonio, como
en Babilonia. Hay otra posibilidad: concebir la creación como el acto de un varón. En Egipto, por
ejemplo, el dios Atum surgió por sí solo de las aguas primitivas y dio principio a la creación, a
partir del caos, engendrando de sí mismo a la primera pareja de dioses.
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En todos estos relatos de la creación, continuamos en el dominio del mito, a pesar
de que ya se puede discernir cierto elemento especulativo. Entramos ya en la esfera del
pensamiento especulativo —si bien en el pensamiento especulativo que crea mitos— cuando se
dice que Atum fue el Creador; que sus primeros hijos fueron Shu y Tefnut, la Tierra y el Cielo; y
que éstos, a su vez, dieron nacimiento a los cuatro dioses del ciclo de Osiris, por medio de la
cual se vincula la sociedad con las potencias cósmicas (ya que Osiris era, a la vez, el rey muerto
y un dios). En este relato de la creación nos encontramos con un sistema cosmológico definido
como resultado de la especulación.
El caso de Egipto no es un ejemplo aislado. Aun el propio caos se convierte en tema
de la especulación. Se decía que las aguas primitivas habían sido habitadas por ocho
horripilantes criaturas, cuatro ranas y cuatro culebras, machos y hembras, quienes dieron a luz
a Atum, el dios‐sol y el creador. Este grupo de ocho seres, este Ogdoad (es el nombre del
conjunto de ocho deidades primordiales, también llamadas "las almas de Thot", que constituían
una entidad indisoluble y actuaban juntas, según la mitología egipcia), no formaba parte del
orden creado sino del caos mismo, como sus nombres lo indican. La primera pareja la constituían
Nun y Naunet, el primitivo e informe Océano y la Materia primitiva; la segunda pareja la
integraban Huh y Hauhet, lo Indefinido y lo Ilimitado. Después venían Kuk y Kauket, las Tinieblas
y la Oscuridad; y, finalmente, Amón y Amaunet, lo Recóndito y lo Secreto —probablemente, el
viento—. Porque el viento “de donde quiere sopla, y oyes su sonido; más ni sabes de dónde
viene, ni a dónde vaya” (Juan, 3: 8). Aquí hay ya, con seguridad, pensamiento especulativo, sólo
que a guisa de mito.
También en Babilonia, encontramos pensamiento especulativo, ya que se concibe
al caos no como un Ogdoad amistoso y coadyudante que engendra al creador, el Sol, sino como
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el enemigo de la vida y del orden. Después de que Ti’ Amat, la Gran Madre, dio vida a
innumerables seres, incluyendo entre ellos a los dioses, estos últimos, dirigidos por Marduk,
libraron un combate a muerte con ella, hasta vencerla y destruirla. Una vez desaparecida, se
creó el universo existente. De este modo, los babilonios colocaron el conflicto y la oposición en
la base misma de la existencia.
Así, encontramos en todo el antiguo Cercano Oriente el pensamiento especulativo
bajo la forma de mito. Como hemos visto, la actitud que el hombre primitivo mantiene ante los
fenómenos explica la forma creadora de mitos de su pensamiento. Sólo que, para comprender
mejor sus características, es necesario considerar la manera más detallada la forma que dicho
pensamiento adopta.
LA LÓGICA DEL PENSAMIENTO CREADOR DE MITOS
Hasta ahora hemos procurado mostrar que, para el hombre primitivo, los
pensamientos no son autónomos, sino que están inmersos en la peculiar actitud mostrada hacia
el mundo de los fenómenos, actitud que hemos llamado confrontación de la vida. En realidad,
nos iremos dando cuenta de que las categorías de que nos servimos para juzgar generalmente
no resultan aplicables a las complejas funciones cerebrales y volitivas que constituyen el
pensamiento creador de mitos. Con todo, se justifica el empleo del término “lógica” en el
encabezado. Los antiguos dieron expresión a su “pensamiento emotivo” (si podemos llamarlo
así) en término de causa y efecto; explicando los fenómenos en términos de tiempo, espacio y
número. La forma de su razonamiento está mucho más cerca de la nuestra de lo que
comúnmente se cree. Estaban en posibilidad de razonar lógicamente; pero con frecuencia, no
lo hacían con rigor. Porque las abstracción que implica una actitud puramente intelectual es
difícilmente compatible con lo que tenían por el aspecto más significativo de su experiencia de
la realidad. Los investigadores que han presentado testimonios de que el hombre primitivo tenía
un modo “prelógico” de pensar se refieren, probablemente, a las prácticas mágicas o religiosas;
sin darse cuenta d que aplican, así, las categorías kantianas no a un razonamiento puro, sino a
actos altamente emotivos.
Si tratamos de definir la estructura del pensamiento creador de mitos y de
compararla con la del pensamiento moderno (esto es, científico), nos encontramos con que sus
diferencias se deben más bien a la intención y a la actitud emotiva que a la llamada mentalidad
prelógica. Fundamentalmente, la característica del pensamiento moderno es la distinción entre
lo subjetivo y lo objetivo. En esta distinción se basa el procedimiento crítico y analítico por medio
del cual el pensamiento científico reduce progresivamente los fenómenos individuales a
acontecimientos típicos sujeto a leyes universales. De esta manera, crea un abismo cada vez
mayor entre la percepción de los fenómenos y las concepciones que nos permiten
comprenderlos. Observamos que el sol sale y se oculta, pero pensamos que es la tierra que se
mueve alrededor del sol. Vemos los colores, pero los explicamos por diferencias en las
longitudes de onda de la luz. Soñamos con un pariente muerto, pero describimos esta visión
como un producto de nuestro subconsciente. Aun cuando seamos incapaces, en lo personal, de
probar la certeza de estas explicaciones científicas casi increíbles, las aceptamos, porque
sabemos que se puede comprobar que poseen un grado de objetividad mayor que el de nuestras
impresiones sensibles. En cambio, en la experiencia primitiva no hay lugar para un análisis crítico
semejante de las percepciones. El hombre primitivo no puede separarse de la presencia de los
fenómenos, porque éstos se le revelan del modo que hemos descrito. De aquí que, para él,
carezca de significado la distinción entre el conocimiento subjetivo y el objetivo.
Tampoco advierte el contraste que nosotros establecemos entre la realidad y la
experiencia. Todo lo que es susceptible de afectar su entendimiento o su voluntad queda
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establecido, en consecuencia y sin lugar a dudas, como real. Así, por ejemplo, no hay ninguna
razón para que los sueños se consideren menos reales que las impresiones recibidas durante la
vigilia. Al contrario, con frecuencia los sueños afectan mucho más que los sucesos monótonos
de la vida cotidiana, de tal manera que parecen tener mayor significación, y no menor, que las
percepciones comunes. Los babilonios, al igual que los griegos, buscaban la guía de la divinidad
pasando la noche en lugares sagrados, para esperar la revelación en sueños. Asimismo, los
faraones referían que ciertos sueños los inducían a emprender determinados trabajos. También
las alucinaciones son reales. En las crónicas oficiales de Assarhaddon de Asiria nos encontramos
con la descripción de monstruos fabulosos —serpientes bicéfalas y aladas criaturas verdes—
que habían sido vistas por las agotadas tropas durante las jornadas más penosas de su marcha
a través del árido desierto del Sinaí. Recordemos que los griegos vieron surgir el Espíritu de la
Llanura de Maratón, en la decisiva batalla contra los persas. En cuanto a monstruos, los egipcios
del Imperio Medio, tan horrorizados por el desierto como sus descendientes modernos,
describieron dragones, grifos y quimeras, lo mismo que gacelas, zorras y otros animales del
desierto.
Justamente porque no hacían distinciones radicales entre los sueños, las
alucinaciones y las visiones comunes, no separaban, de modo riguroso, lo vivo de lo muerto. La
supervivencia de los muertos y la continuación de sus relaciones con los hombres eran
corrientemente aceptadas, porque los muertos seguían relacionados con la indudable realidad
de las zozobras, esperanzas o resentimientos del hombre. Para la mente creadora de mitos, todo
lo que ocurre en su mundo tiene la misma realidad.
Los símbolos son tratados de forma semejante. El primitivo hace uso de símbolos
lo mismo que nosotros; pero no puede concebirlos como algo que simboliza dioses o fuerzas y
que a la vez está separado de ellos, del mismo modo que no puede concebir una relación
establecida mentalmente —por ejemplo, la semejanza— como algo que une los objetos
comparados, pero que, al propio tiempo, está separado de ellos. Por tanto, existe un enlace
entre el símbolo y lo que este significa, como existe una unión entre dos objetos que son
recíprocamente dependientes.
La curiosa forma del pensamiento pars pro toto (tomar, una parte por el todo), “la
parte puede representar al todo”, se puede explicar de un modo semejante; un hombre, un
mechón de pelo, o una sombra pueden tomarse por el hombre, debido a que, en cualquier
momento, el primitivo cree que el mechón o la sombra están preñados de todo el significado
del hombre. Tiene frente a sí un “tú” que muestra la fisionomía de su poseedor.
Ejemplo de este enlace entre el símbolo y la cosa simbolizada es el considerar el
nombre de una persona como parte esencial de ella misma —como si fuera, en cierto modo,
idéntico a ella—. Poseemos numerosos restos de vasijas de barro, en los que aparecen
inscripciones, hechas por los reyes egipcios del Imperio Medio, de los nombres de las tribus
hostiles que habitaban en Palestina, Libia y Nubia; los nombres de sus gobernantes; y los
nombres de algunos rebeldes egipcios. Estas vasijas eran solemnemente hechas pedazos en una
ceremonia ritual, posiblemente al celebrar los funerales del antecesor del rey; y la finalidad del
rito quedaba explícitamente establecida. Se trataba de que todos esos enemigos, que estaban
obviamente fuera del alcance del faraón, murieran. Pero si dijéramos que el acto ritual de
romper las vasijas era simbólico, incurriríamos en un error. Los egipcios creían que infligían un
daño real a sus enemigos cuando destruían sus nombres. Se aprovechaba la ocasión para
lanzarles un hechizo funesto de vastos alcances. Después de los nombres de los hombres
hostiles, que iban acompañados de la imprecación “debe morir”, se añadían frases como éstas:
“todo pensamiento pernicioso”, “todo rumor perniciosa”, “todo sueño pernicioso”, “toda
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intención perniciosa”, “toda lucha perniciosa”, etc. Con hacer mención de esto, en las vasijas
que debían ser destruidas, se disminuía su poder real de dañar al rey o de menguar su autoridad.
Para nosotros, existe una diferencia fundamental entre un acto y una
representación ritual o simbólica. Pero esta distinción carecía de sentido para los antiguos. Al
describir la erección de un templo, Gudea, un gobernante de Mesopotamia, habla de que
moldeó un ladrillo en arcilla, de que purificó el sitio con fuego y de que consagró la plataforma
con aceite. Cuando los egipcios decían que Osiris les había dado los elementos de su cultura, o
cuando los babilonios afirmaban lo mismo de Oannes, incluían entre los elementos las
herramientas y la agricultura, junto con las prácticas rituales. Ambas clases de actividades
poseían el mismo grado de realidad. Carecería de sentido preguntarle a un babilonio si creía que
el fruto de su cosecha dependía de la habilidad de los cultivadores o de la representación
correcta del festival de Año Nuevo. Ambas cosas eran esenciales para obtener el fruto.
Del mismo modo que se le reconocía una existencia real a lo imaginario, los
conceptos podían ser substancializados. Un hombre valeroso o elocuente posee estas
cualidades casi en forma de substancias, de las que puede ser despojado o que puede compartir
con otros. El concepto de “justicia” o de “equidad” se expresa en Egipto con el término ma’at.
La boca del rey es el templo de ma’at. La personificación de ma’at es una diosa; pero, a la vez,
se dice que los dioses “viven por ma’at”. Este concepto es representado muy concretamente:
en el rito diario, se les ofrecía a los dioses una figura de la diosa, junto con otras ofrendas
materiales, comida y bebida, destinadas a su sustento. Aquí nos encontramos con la paradoja
del pensamiento creador de mitos. El pensamiento no conoce la materia muerta y se enfrenta
a un mundo animado en toda su extensión, es incapaz de abandonar la perspectiva de lo
concreto y convierte a sus propios conceptos en realidades existentes per se ("de por si", "por
si mismo").
La concepción de la muerte entre los primitivos es un excelente ejemplo de esta
tendencia hacia lo concreto. La muerte no es, como para nosotros, un acontecimiento —el acto
o el hecho de morir, según nos informa el diccionario—. Se trata, en cierto modo, de una realidad
substancial. Así, en los textos inscritos en las pirámides egipcias, encontramos la siguiente
descripción del comienzo de las cosas:
Cuando todavía no existía el cielo,
Cuando todavía no existía el hombre,
Cuando todavía no nacían los dioses,
Cuando todavía no existía la muerte…
El copero Siduri, al compadecerse de Gilgamesh en la Epopeya, usa exactamente
los mismos términos:
Gilgamesh, ¿por qué te has extraviado?
La vida que buscas nunca podrás hallarla.
Porque cuando los dioses crearon al hombre, a la vez le dieron la
muerte, y la vida
La tuvieron en sus manos
Se advierte, en primer lugar, que la vida se opone a la muerte, destacando, así el
hecho de que se considera a la vida como interminable por sí misma. La vida sólo cesa por la
intervención de otro fenómeno: la muerte. En segundo lugar, se nota el carácter concreto que
se atribuye a la vida cuando se afirma que los dioses la tienen en sus manos. En todo caso, aun
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cuando nos inclinemos a considerar esta frase como una mera figura retórica, es bueno tener
presente que tanto a Gilgamesh como, en otro mito, a Adapa, se les ofrece una oportunidad de
alcanzar la vida eterna por el simple hecho de comer la substancia de la vida. A Gilgamesh se le
muestra el “árbol de la vida”, pero una serpiente se lo arrebata. Al entrar en el cielo se le ofrece
a Adapa el pan y el agua de la vida, pero los rehusa, siguiendo el consejo del astuto dios Enki.
En ambos casos, la asimilación de una substancia concreta habría dado la inmortalidad.
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Nos aproximamos así a la categoría de causalidad que, en el pensamiento moderno,
tiene tanta importancia como la distinción entre lo subjetivo y lo objetivo. Si, como hemos dicho
antes, la ciencia reduce el caos de las percepciones a un orden, dentro del cual los
acontecimientos típicos ocurren de acuerdo con leyes universales, el instrumento de que se vale
para convertir el caos en orden es, justamente, el postulado de la causalidad. El pensamiento
primitivo reconoce naturalmente la relación de causa a efecto, pero le es imposible concebir la
causalidad como una operación impersonal, mecánica y sujeta a leyes, como lo hacemos
nosotros. Al buscar las verdaderas causas, esto es, las causas que producen siempre los mismos
efectos dentro de las mismas condiciones, hemos superado el mundo de las experiencias
inmediatas. Debemos recordar que Newton descubrió el concepto de gravitación y las leyes que
la rigen, partiendo de tres grupos de fenómenos que se encuentran enteramente desvinculados
para el observador que se atiene a su simple percepción: la caída libre de los cuerpos, el
movimiento de los planetas y la sucesión de la marea. La mentalidad primitiva, en cambio, no
puede practicar una abstracción de esta magnitud partiendo de la realidad perceptible. Es más,
no quedaría satisfecha con nuestras ideas. Pues cuando busca una causa, no se pregunta:
“¿Cómo?”, sino “¿Quién?” Como el mundo de los fenómenos es un “tú” que se enfrenta el
hombre primitivo, éste no espera encontrar una ley impersonal que regule los procesos. Se
interroga por la voluntad y la intención que ocasionan el acto. Si los ríos no fluyen, el primitivo
no supone que sea la falta de lluvias en las montañas lejanas la que expliquen en forma adecuada
tal calamidad. Cuando el río no fluye, es porque se rehusa a fluir. El río, o los dioses, deben estar
encolerizados con el pueblo que depende de la inundación. A lo mejor, el río o los dioses tratan
de comunicar algo al pueblo. Se necesita, pues, un acto especial. Sabemos que cuando no fluía
el Tigris el rey Gudea iba a dormir al templo, para recibir en sueños la clave del significado de la
sequía. En Egipto se llevaba un registro de los niveles alcanzados por las avenidas del Nilo desde
las primeras épocas de la historia; pero, a pesar de ello, el faraón hacía ofrendas anuales al Nilo,
en la época en que debía empezar a crecer. A estas ofrendas, que eran arrojadas al río, se añadía
un documento, en el que se establecían, en forma de mandato o de convenio, las obligaciones
que el Nilo adquiría en reciprocidad.
Por lo tanto, nuestra concepción de la causalidad no puede satisfacer al hombre
primitivo, debido al carácter impersonal de sus explicaciones y a la generalidad de las mismas.
El hombre moderno comprende los fenómenos a partir no de sus peculiaridades, sino de lo que
los convierte en manifestaciones de leyes generales. Pero una ley general no puede hacer
justicia al carácter individual de cada acontecimiento. Y es precisamente este carácter individual
del suceso lo que el hombre primitivo experimenta más intensamente. Podemos explicar la
muerte de un hombre por medio de ciertos procesos fisiológicos, pero el hombre primitivo
preguntaría: “¿Por qué muere este hombre, así en este momento?” Nosotros solamente
podemos decir que, dadas estas condiciones, la muerte tiene que ocurrir indefectiblemente. El
primitivo necesita encontrar una causa tan específica e individual como el acontecimiento que
debe explicar. No se analiza intelectualmente el suceso; se le experimenta en su complejidad y
en su individualidad, que van acompañadas por causas igualmente individuales. La muerte es la
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EL PENSAMIENTO PREFILOSÓFICO
manifestación de una voluntad. Por lo tanto, el problema va otra vez del “¿Por qué?” al
“¿quién?”, no al “¿cómo?”.
Esta explicación de la muerte como manifestación de una voluntad difiere de la
que hemos expuesto hace poco, al decir que se la consideraba casi como substancializada y
como una creación especial. Aquí nos encontramos, por primera vez en estos capítulos, con una
peculiar multiplicidad de consideraciones, características de la mentalidad creadora de mitos.
En la Epopeya de Gilgamesh, la muerte era algo específico y concreto; algo que se ha asignado
a la humanidad. Su antídoto, la vida eterna, era también una substancia que se podía asimilar
comiendo del árbol de la vida. Ahora nos encontramos con una nueva concepción según la cual
la muerte es causada por una voluntad. Las dos interpretaciones no se excluyen mutuamente,
pero tampoco están ligada entre sí como sería de desear. Desde luego, el hombre primitivo no
aceptaría la validez de nuestras objeciones. Al no aislar los acontecimientos de sus circunstancias
concurrentes, no trata de encontrar una explicación única, válida bajo cualesquiera condiciones.
La muerte, considerada con cierta abstracción como un estado del ser, se concibe como una
substancia inherente a todo cuanto está muerto o va a morir. Pero, considerada desde un punto
de vista emotivo, la muerte es el acto de una voluntad hostil.
Encontramos este mismo dualismo en la interpretación de la enfermedad o de la
culpa. Cuando se arroja al desierto a la víctima expiatoria que carga con las culpas de la
comunidad, es evidente que las culpas se conciben como algo substancial. Los textos médico
primitivos explican que cierta fiebre es causada por una substancia “caliente” que se aloja en el
cuerpo humano. El pensamiento creador de mitos substancializa una cualidad, estableciendo
algunos de los casos en que se presenta como causa mientras en otros es efecto. Pero el calor
que causa la fiebre también puede haber sido “deseado” al hombre por algún hechicero hostil
o puede haber entrado en el cuerpo en la forma de un espíritu maligno.
Con frecuencia, los espíritus malignos no son otra cosa que el mal concebido de
modo substancial y dotado de voluntad. Más adelante éstos se llegan a especificar vagamente
como “espíritus de los muertos”; pero, a menudo, esta explicación surge como una elaboración
espontánea del concepto original, que no es otra cosa que la personificación incipiente del mal.
Desde luego, este proceso de personificación puede desarrollarse mucho más, cuando el mal en
cuestión se convierte en un foco de interés y estimula la imaginación. Entonces surgen los
demonios que poseen una individualidad acusada, como Lamashtu en Babilonia. También los
dioses nacen de esta manera.
Todavía podemos adelantar más y decir que los dioses, como personificación de las
fuerzas naturales, satisfacen la necesidad del hombre primitivo por encontrar causas que le
expliquen el mundo de los fenómenos. Este aspecto de su origen puede reconocerse todavía
algunas veces, en las complejas deidades de épocas posteriores. Existen, por ejemplo,
excelentes pruebas de que la gran diosa Isis fue, originalmente, el trono deificado. Sabemos que
entre los africanos contemporáneos, relacionados estrechamente con los antiguos egipcios, la
entronización del nuevo gobernante constituye el acto central del ritual de la sucesión. El trono
es un fetiche dotado del misterioso poder de la majestad. El príncipe que se sienta en él se
convierte en rey. De aquí que el trono sea llamado “madre” del rey. El proceso de personificación
encuentra en este punto de parida; las emociones comienzan a ser canalizadas y esto, a su vez,
llevará a la elaboración de un mito. De esta manera, Isis, “el trono que hace al rey”, se
transforma en “la Gran Madre”, dedicada por completo a su hijo Horus y fiel, a través de todos
los sufrimientos, a su marido Osiris —Isis es una figura que poseyó un atractivo poderoso para
cualquier hombre, aun fuera de Egipto y, después de la decadencia de éste, para todo el Imperio
Romano.
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EL PENSAMIENTO PREFILOSÓFICO
Sin embargo, el proceso de personificación solamente te afecta a la actitud del
hombre en una medida limitada. Al igual que Isis, la diosa‐cielo Nut fue considerada como una
amorosa diosa‐madre; pero los egipcios del Nuevo Imperio disponían su ascensión al cielo sin
tener en cuenta la voluntad o los actos de la diosa. Pintaban una figura de la diosa de tamaño
natural, dentro del féretro; el cadáver se colocaba en sus brazos; y así quedaba asegurada la
ascensión al cielo del muerto. Pues la semejanza equivalía a compartir lo esencial y la imagen de
Nut estaba unida a su prototipo. El muerto, colocado en su féretro, descansaba ya en el cielo.
En los casos en que nosotros no advertimos sino asociaciones mentales, el
pensamiento creador de mitos halla una conexión causal. Cada semejanza, cada contacto en el
espacio o en el tiempo, establece un vínculo entre dos objetos o acontecimientos, que hace
posible considerar a uno de ellos como la causa de los cambios que se observan en el otro. No
hay que olvidar que el pensamiento creador de mitos no necesita explicar un continuo para
poder representarlo. Acepta una situación como inicial y otra como final, aunque no se conecten
más que por la convicción de que la una surge de la otra. Así, por ejemplo, los antiguos egipcios,
lo mismo que los maoríes contemporáneos, explican de la manera siguiente la actual situación
del cielo y la tierra. Originalmente, el cielo descansaba sobre la tierra; pero ambos fueron
separados y el firmamento fue levantado hasta ocupar su posición actual. En Nueva Zelanda
esto fue hecho por su hijo; en Egipto, por el dios del aire, Shu, quien ahora se encuentra entre
la tierra y el cielo. El firmamento es representado como una mujer que se inclina sobre la tierra
con los brazos extendidos, mientras el dios Shu la sostiene.
Los cambios pueden explicarse de manera muy sencilla como dos estados
diferentes, uno de los cuales proviene del otro, sin insistir en un proceso inteligente —en otras
palabras, como una transformación o una metamorfosis—. Nos encontramos una y otra vez, con
que este artificio se usa para explicar los cambios, sin que se requiera ninguna otra explicación
ulterior. Por medio de un mito se explica que el sol, considerado como primer rey de Egipto, se
encuentre después en el cielo. Se relata que el dios‐sol, Ra, llegó a cansarse de la humanidad,
de modo que se sentó sobre la diosa‐cielo Nut, convertida en una enorme vaca que asentaba
sus cuatro patas sobre la tierra. Desde entonces, el sol ha estado en el firmamento.
La incoherencia encantadora del relato no nos permite tomarlo en serio. Nos
inclinamos siempre a tomar más en serio las explicaciones que los hechos mismos. Pero el
hombre primitivo no lo tomaba así. Sabía que el dios‐sol había gobernado a Egipto alguna vez;
sabía también que el sol se halla ahora en el cielo. En el primer relato acerca de la relación entre
el cielo y la tierra; en el segundo, se explica cómo se fue el sol al cielo y, además, se introduce la
conocida imagen del firmamento como vaca. Todo esto le producía una satisfacción al creer que
las imágenes y los hechos conocidos formaban un conjunto. Por lo demás, esto es lo que una
explicación debe dar (véase lo expuesto en la p. 9).
La imagen de Ra sentado sobre la vaca celeste, además de ser un ejemplo del tipo
no especulativo de explicación causal que satisface a la mentalidad creadora de mitos, es
también un ejemplo de la tendencia manifestada por los antiguos, a la que ya nos hemos
referido. Como hemos visto, eran capaces de presentar, al mismo tiempo, diversas descripciones
de fenómenos idénticos, aun cuando se excluyeran mutuamente. Así, Shu levanta a la diosa‐
cielo, Nut, de la tierra. En tanto que, en un segundo relato, Nut se levanta por sí sola, en forma
de vaca. Esta representación de la diosa‐cielo es muy común, particularmente cuando se quiere
destacar su aspecto de diosa‐madre. Es la madre de Osiris y, por lo tanto, de todos los muertos;
pero, a la vez, es también la madre que da nacimiento, cada noche, a las estrellas y, cada
mañana, al sol. Al enfocar la procreación, el pensamiento de los antiguos egipcios se expresó
por medio de imágenes bovinas. En el mito del sol y el cielo, la imagen de la vaca celeste no
aparece en su connotación original; la imagen de Nut como vaca evoca al enorme animal que se
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levanta y eleva al sol hasta el cielo. Cuando la atención se concentra en que Nut da nacimiento
al sol, éste es llamado el “becerro de oro” o “el toro”. Desde luego, también se podía considerar
al cielo, no tanto en su relación con los cuerpos celestes o con los muertos que allí renacen, sino
como un fenómeno cósmico en sí mismo. En este caso, se describía a Nut como descendiente
del creador Atum, por intermedio de sus hijos, Shu y Tefnut, el Aire y la Humedad. Más tarde,
se unió en matrimonio con la tierra. Cuando se la enfoca de este modo, Nut adquiere una forma
humana.
De nuevo nos encontramos con que la concepción de los antiguos con respecto a
un fenómeno difiere conforme al punto de vista. Los investigadores modernos no reprochan a
los egipcios sus aparentes inconsecuencias y ponen en duda su capacidad para pensar con
claridad. Esta actitud no es más que una conjetura. Cuando se descubren los procesos seguidos
por el pensamiento antiguo, su justificación es manifiesta. Porque, después de todo, los valores
religiosos no son reducibles a fórmulas racionales. Independientemente de que los fenómenos
naturales fueran personificados y convertidos en dioses, el hecho es que el hombre antiguo se
enfrentaba a una presencia vida, a un “tú” significativo que, una y otra vez, excedía el dominio
de la definición conceptual. En tales casos, nuestro pensamiento y nuestro lenguaje, que son
flexibles, califican y modifican ciertos conceptos, tan a fondo como sea necesario para
adecuarlos a la carga de expresión y significación que les imponemos. La mentalidad creadora
de mitos, inclinada hacia lo concreto, expresaba lo irracional, no a nuestro modo sino
admitiendo la validez simultánea de varios tipos de explicación. Los babilonios, por ejemplo,
rendían culto al poder generador de la naturaleza, de varias maneras: su manifestación en las
lluvias y en las tempestades benéficas era imaginada en la forma de un pájaro con cabeza de
león. En el caso de la fertilidad de la tierra se transformaba en una culebra. Pero en las estatuas,
en las oraciones y en otros actos de culto se lo representaba como un dios de forma humana.
Los egipcios de la época primitiva tenían a Horus, dios del cielo, por deidad principal. Se le
representaba como un halcón gigante que cubría la tierra con sus alas extendidas; las nubes
rosadas del orto y del ocaso formaban su abigarrado pecho, y el sol y la luna eran sus ojos, sin
embargo, también se imaginaban a este dios como un dios‐sol, ya que el sol, como lo más
poderoso del firmamento, era considerado naturalmente como una manifestación del dios y el
hombre se enfrenta así a la misma presencia divina adorada en el halcón que despliega sus alas
sobre la tierra. No hay duda de que el pensamiento creador de mitos reconoce cabalmente la
unidad de cada fenómeno, a pesar de concebirlos de maneras tan diferentes; la profusa
multiplicidad de sus imágenes hace justicia a la complejidad del fenómeno. Pero el
procedimiento seguido por la mentalidad creadora de mitos para expresar un fenómeno,
valiéndose de un conjunto de imágenes que corresponden a distintos puntos de vista sin
conexión entre sí, nos aleja claramente de nuestro postulado de la causalidad; por medio del
cual nos esforzamos por descubrir casusas idénticas para efectos también idénticos dentro del
mundo de los fenómenos.
Advertimos en contraste semejante cuando pasamos de la categoría de causalidad
a la de espacio. Del mismo modo que el pensamiento moderno trata de establecer causas como
relaciones funcionales abstractas entre los fenómenos, así considera al espacio como un mero
sistema de relaciones y funciones. Postulamos al espacio como infinito, continuo y homogéneo
—atributos que no revela la simple percepción sensorial—. En cambio, el pensamiento primitivo
no puede abstraer el concepto de “espacio” de su experiencia del espacio. Esta experiencia
consta de lo que podemos llamar asociaciones calificativas. Los conceptos espaciales del
primitivo son orientaciones concretas, que se refieren a lugares que poseen un color emotivo;
pudiendo ser familiares o ajenos, hostiles o amistosos. La comunidad sabe de la existencia de
ciertos acontecimientos cósmicos, más allá del dominio de la simple experiencia individual, que
imparten un significado particular a las regiones del espacio. El día y la noche dan al oriente y al
occidente una correlación con la vida y la muerte. El pensamiento especulativo puede
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EL PENSAMIENTO PREFILOSÓFICO
desenvolverse con facilidad en relación con estas regiones que se hallan fuera de la experiencia
directa, como, por ejemplo, los cielos o el mundo de las tinieblas. La astrología, Mesopotamia,
se desarrolló como un extenso sistema de correlaciones entres los cuerpos celestes y los sucesos
ocurridos en el firmamento y en la tierra. De esta manera, también el pensamiento creador de
mitos logra establecer, al igual que el pensamiento moderno, una coordinación en el sistema
espacial; sólo que este sistema no es determinado por mediciones objetivas, sino por el
reconocimiento emotivo de valores. El grado en que este procedimiento determina la
concepción primitiva del espacio quedará aclarado mejor con un ejemplo, al que se volverá a
hacer referencia en los capítulos siguientes como un caso en que se muestra claramente el
carácter de la especulación entre los antiguos.
En Egipto se decía que el creador había emergido de las aguas del caos y había
formado un montículo de tierra, sobre el cual pudiera asentarse. Esta colina primitiva, con la
que se inició la creación, se localizaba tradicionalmente en el templo del sol de Heliópolis, ya
que el dios‐sol era considerado comúnmente, en Egipto, como el creador. Pero también el
Sanctum Sanctorum de cada templo era igualmente sagrado; cada deidad era —por el simple
hecho de ser reconocida como divina— una fuente de poder creador. De aquí que el Sanctum
Sanctorum pudiera identificarse siempre con la colina primitiva. Así, se decía del Templo de Filas,
erigido en el siglo IV a.C.: “Este [templo] surgió cuando absolutamente nada existía y la tierra se
encontraba aún sumida en la oscuridad y las tinieblas”. Lo mismo se afirmaba de otros templos.
Los nombres de los grandes santuarios de Menfis, Tebas y Hermontis establecían de modo
explícito que cada uno de ellos era la “isla divina emergida primitivamente”, o usaban otras
expresiones semejantes. Cada santuario poseía la cualidad esencial de la santidad original; así,
al erigir un nuevo templo, se suponía que la santidad potencial del lugar se ponía de manifiesto.
La equiparación con la colina primitiva se expresaba también en la arquitectura. Había que subir
siempre unos cuantos escalones o una pequeña rampa para pasar del atrio o vestíbulo al
Sanctum Sanctorum, el cual se encontraba, de este modo, en un nivel notablemente más alto
que el resto del edificio.
Sin embargo, este enlace entre los templos y la colina primitiva no nos proporciona
el significado cabal que los antiguos egipcios atribuían al lugar sagrado. Las tumbas reales
también se hacían coincidir con dicha colina. Los muertos., sobre todo si se trataba de un rey,
tenían que renacer en el futuro. Ningún sitio era más propicio, ningún lugar prometía mejor
ocasión para pasar con éxito la crisis de la muerte que la colina primitiva, el centro de las fuerzas
creadoras en donde se había iniciado la vida ordenada del universo. Por ello, la tumba real
adoptaba la forma de una pirámide, es decir, la estilización heliopolitana de la colina primitiva.
Para nosotros, esta concepción es enteramente inaceptable. En nuestro espacio
continuo y homogéneo cada lugar queda fijado de una manera inequívoca. Insistiríamos, por lo
tanto, en que no puede haber sino un solo sitio en el cual haya surgido realmente la tierra firme
de las aguas del caos. Para los egipcios tale objeciones serían meras sutilezas. Puesto que los
templos y las tumbas reales eran tan sagrados como la colina primitiva y mostraban formas
arquitectónicas semejantes, compartían su esencia. Y sería insensato argumentar que sólo unos
de estos monumentos era el que se podía considerar como la colina primitiva con más
justificación que los otros.
De modo análogo, consideraban que las aguas del caos, de las cuales había
emergido la vida, estaban en varios lugares, interviniendo algunas veces en la economía del país;
sirviendo, otras veces, para completar la imagen del universo de los egipcios. Se suponía que las
aguas del caos subsistían en forma de un océano que rodeaba a la tierra, ya que ésta había
emergido de ellas y ahora flotaba en su superficie. Por lo mismo, dichas aguas estaban también
en el subsuelo. En el cenotafio de Seti I (hijo de Ramsés I), en Abidos, el féretro fue colocado
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sobre una isla con una doble escalera que imitaba el jeroglífico de la colina primitiva; dicha isla
estaba rodeada de un canal, por el que corría constantemente agua del subsuelo. Así, el rey fue
sepultado, y se suponía que resucitaría en el sitio de la creación. Sin embargo, las aguas del caos,
el Nun, eran al propio tiempo las aguas del mundo de las tinieblas, que el sol y los muertos tenían
que cruzar. Por otra parte, las aguas primitivas contenían la vida en potencia; y eran por
consiguiente, las aguas de la inundación anual del Nilo que renueva y revive la fertilidad de los
campos.
Para la mentalidad creadora de mitos, la concepción del tiempo era, como la del
espacio, cualitativa y concreta, y no cuantitativa y abstracta. El pensamiento creador de mitos
no comprende el tiempo como una duración uniforme o como una sucesión de momentos
indiferentes, desde un punto de vista cualitativo. El concepto del tiempo, tal como se utiliza en
nuestra matemática y en nuestra física, es tan extraño al hombre primitivo como el que forma
el marco de nuestra historia. El hombre primitivo no abstraía un concepto del tiempo, a partir
de la experiencia del tiempo.
Se ha puesto en claro —por ejemplo, Cassirer— que la experiencia del tiempo es
sutil y muy rica aun para los pueblos de cultura rudimentaria. El tiempo es experimentado en la
periodicidad y el ritmo de la vida humana, lo mismo que en la vida de la naturaleza. Cada fase
en la vida del hombre —infancia, adolescencia, madurez, senectud— es un tiempo que posee
cualidades peculiares. La transición de una fase a otra constituye una crisis en la cual el hombre
es auxiliado por el enlace con su comunidad, por medio de los ritos apropiados para el
nacimiento, la pubertad, el matrimonio y la muerte. Cassirer ha llamado a esta peculiar
concepción del tiempo —como sucesión de fases esencialmente diferentes de la vida— el
“tiempo biológico”. Desde las épocas remotas se han concebido las manifestaciones del tiempo
en la naturaleza, la sucesión de las estaciones y los movimientos de los cuerpos celestes, como
signos de un proceso vital que es semejante y está relacionado al de la vida humana. Pero ni aun
así se los concibe como procesos “naturales”, en el sentido que nosotros les damos. Cuando hay
un cambio, hay una causa; y esta causa, como hemos visto, es una voluntad. Así, por ejemplo,
leemos en el Génesis que Dios estableció un pacto con las criaturas vivientes, prometiéndoles
que el diluvio no se repetirá; y también que “serán todos los tiempos de la tierra; la sementera
y la siega, y el frío y el calor, verano e invierno, y día y noche, no cesarán” (Génesis, 8:22). Tanto
el orden del tiempo como el orden de la vida en la naturaleza (que son una y la misma cosa), son
garantizados libremente por el Dios del Antiguo Testamento, en la plenitud de su poder; y
cuando se les considera en su totalidad, como un orden establecido, son concebidos también,
en otra parte, como basados en el orden de la creación, como expresión de la voluntad de Dios.
También puede darse otra explicación que no se refiere a la sucesión de las fases
en su conjunto, sino a la transición real de una fase a otra —o sea, a la sucesión real de las
fases—. La duración variable de la noche, el cambiante espectáculo de la aurora y del ocaso y
las tormentas equinocciales no sugieren a la mentalidad creadora de mitos un cambio alterno y
uniforme entre los “elementos” del tiempo. Más bien, señalan un conflicto, idea que se refuerza
por la ansiedad del hombre, ya que éste depende por completo de las vicisitudes del templo y
del cambio de las estaciones. Wensinck la denomina “concepción dramática de la naturaleza”.
Cada mañana el sol vence a las tinieblas y al caos, como ocurrió el día de la creación y como
ocurre, anualmente, el Día de Año Nuevo. Estos tres momentos se entrelazan; el primitivo tiene
la sensación de que son esencialmente la misma cosa. Cada aurora, lo mismo que cada Día de
Año Nuevo, repite la primera aurora del día de la creación; y, para la mentalidad creadora de
mitos, cada repetición se vincula —o es prácticamente idéntica— al acontecimiento original.
Así tenemos, en la categoría del tiempo, un paralelo con el fenómeno advertido en
la categoría del espacio cuando descubrimos que se piensa que ciertos lugares arquetípicos,
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como la colina primitiva, existen en varios sitios, ya que estos sitios comparten con su prototipo
algunos de sus aspectos más importantes. Llamamos a este fenómeno enlace en el espacio. En
el caso del tiempo, tenemos un ejemplo de enlace en un versículo egipcio que anatematiza a los
enemigos del faraón. Hay que recordar que Ra, el dios‐sol, fue el primer gobernante de Egipto y
que el faraón era, durante el tiempo de su reinado, una imagen de Ra. El versículo dice de los
enemigos del rey: “Serán semejantes a la serpiente Apophis en la mañana del Año Nuevo.” La
serpiente Apophis no es otra cosa que la oscuridad hostil que es vencida por el sol todas las
noches cuando cruza el mundo de las tinieblas, desde el punto en que se pone en el occidente,
hasta el lugar de su salida en el oriente. Pero ¿por qué los enemigos serán semejantes a Apophis
en la mañana del Año Nuevo? La razón es ésta; las naciones de la creación, de la aurora cotidiana
y del comienzo del nuevo ciclo anual se enlazan y culminan en las festividades del Año Nuevo.
Por eso se invoca, esto es, se conjura, al Año Nuevo para hacer más poderoso al anatema.
Ahora bien, esta “concepción dramática de la naturaleza, que ve por dondequiera
una lucha entre lo divino y lo demoníaco, entre las potencias cósmicas y las caóticas” (Wensinck),
no deja al hombre en el papel de simple espectador. Se encuentra tan comprometido en ello y
su bienestar depende tanto del resultado de esa lucha, que siente la necesidad de participar del
lado de las fuerzas benéficas, para contribuir a su triunfo. Por esto, tanto en Egipto como en
Babilonia, encontramos que el hombre —esto es, el hombre que vive en sociedad— acompaña
los principales cambios de la naturaleza con rituales apropiados. En Egipto y en Babilonia, el Año
Nuevo daba ocasión a complicadas ceremonias, en las cuales se representaban los combates
sostenidos por los dioses o se fingían batallas.
Debemos tener presente que tales ritos no eran meramente simbólicos; formaban
parte integrante de los acontecimientos cósmicos y constituían la participación del hombre en
dichos sucesos. En Babilonia, tres mil años antes de la época helénica, encontramos un festival
de Año Nuevo que duraba varios días. En el curso de la celebración se recitaba la historia de la
creación y se sostenía un combate ficticio, en el cual el rey representaba al dios victorioso.
Sabemos que en Egipto se sostenían batallas fingidas en diversos festivales conectados con la
victoria sobre la muerte y el renacimiento o la resurrección: uno de ellos tenía lugar en Abidos,
durante la Gran Procesión anual de Osiris; otro en víspera de Año Nuevo, al erigirse la columna
del Djed (pilar que simbolizaba la "estabilidad"); otro más se celebraba, por lo menos en tiempo
de Herodoto (fue un historiador y geógrafo griego que vivió entre el 484 y el 425 a. C.), en
Papremis, en el Delta. Por medio de esto festivales, el hombre participaba en la vida de la
naturaleza.
El hombre arreglaba su propia vida o, por lo menos, la vida de la sociedad a que
pertenecían, de tal manera que la armonía con la naturaleza, la coordinación entre las fuerzas
naturales y las sociales daba nuevo ímpetu a sus empresas y aumentaba sus probabilidades de
obtener éxito. Desde luego, toda la “ciencia” de los prestigios tendía a este objetivo. Pero,
asimismo, existen casos definidos que ejemplifican la necesidad del hombre primitivo de actuar
al unísono con la naturaleza. Tanto en Egipto como en Babilonia, la coronación del rey se
aplazaba hasta el momento en que el inicio de un nuevo ciclo en la naturaleza proporcionaba
un punto de partida propicio para el nuevo reinado. En Egipto, la época adecuada podía ser al
comenzar el verano, cuando el Nilo comenzaba a crecer, o en el otoño, cuando la inundación
retrocedía y los campos fértiles estaban listos para recibir la semilla. En Babilonia, el rey
principiaba a reinar el Día de Año Nuevo; igualmente, sólo en esa ocasión se celebraba la
inauguración de un nuevo templo.
Esta coordinación deliberada entre los sucesos cósmicos y los acontecimientos
sociales muestra claramente que, para el hombre primitivo, el tiempo no significaba un sistema
de referencia abstracto y neutral, sino una sucesión de fases recurrentes, cada una de las cuales
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poseía un valor y un sentido peculiares. De nuevo nos encontramos, como en el caso del espacio,
con ciertas “regiones” del tiempo que se apartan de la experiencia directa y que constituyen
poderosos estímulos para el pensamiento especulativo. Se trata del pasado remoto y del futuro.
Ambos pueden convertirse en normativos y absolutos; ambos caen entonces fuera del
transcurso temporal. El pasado absoluto no vuelve, ni tampoco es posible alcanzar
gradualmente el futuro absoluto. El “Reino de Dios” puede irrumpir en cualquier momento en
nuestro presente. Para los judíos el futuro es normativo. Para los egipcios, en cambio, el pasado
era normativo; sin que ningún faraón pudiera esperar el alcanzar otra cosa que llegar a
establecer las condiciones, “tal como existían en el comienzo, en tiempo de Ra”.
Sólo que, con esto, tocamos temas que serán tratados en los capítulos siguientes.
Nuestro propósito era, simplemente, el de mostrar cómo pude derivarse la “lógica”, la
estructura peculiar, del pensamiento creador de mitos del hecho de que el intelecto no funciona
de manera autónoma, ya que nunca puede hacer justicia a la experiencia fundamental del
hombre primitivo que consiste en enfrentarse a un “tú” significativo. Por esto, cuando el hombre
primitivo se enfrenta a un problema intelectual dentro de las múltiples complejidades de la vida,
nunca excluye los factores emotivos; de tal modo que las conclusiones obtenidas no construyen
juicios críticos, sino imágenes complejas.
Los dominios a los que dicha imágenes se refieren no pueden separarse con nitidez.
En esta obra nos esforzamos por ocuparnos, sucesivamente, del pensamiento especulativo en
lo que se refiere a:
1) La naturaleza de universo,
2) La función del Estado,
3) Los valores de la vida
Con todo esto, el lector deberá entender que nuestro intento de distinguir los
demonios de la metafísica, de la política y de la ética está condenada a ser un artificio
conveniente, pero sin significado profundo. Ya que, para el pensamiento creador de mitos, la
vida del hombre y la función del Estado, se encuentran encajadas en la naturaleza, y los procesos
naturales son afectados por los actos del hombre, del mismo modo que la vida humana depende
de su integración armoniosa con la naturaleza. El llegar a experimentar esta unidad con el
máximo de intensidad es el mayor bien que podía otorgar la antigua religión oriental. Y el
concebir esta integración en la forma de un conjunto de imágenes intuitivas fue el designio del
pensamiento especulativo en el antiguo Cercano Oriente.
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