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Eduardo Halfon
Días de disparos
El día después de cumplir diez años me partí en
dos. Era agosto del 81. Eran días de disparos.
Guatemala era un caos político y social. Recuerdo
tiroteos, disparos sueltos, combates en las calles y
barrancos y hasta uno enfrente del colegio, con
todos los alumnos recluidos. Recuerdo al nuevo
guardia de seguridad que llegaba a la casa en las
noches y se sentaba al lado de la puerta principal
envuelto en un poncho, con una enorme escopeta
sobre el regazo y un tibio termo de café en las
manos. Recuerdo cuando mis papás nos
anunciaron que nos iríamos del país. Yo estaba en
la orilla de mi cama, recién bañado, con el
pantalón del pijama aún en las manos. Tardé en
comprender. Tardé en terminar de vestirme. El día
después de mi décimo cumpleaños, entonces,
salimos huyendo con mis papás y hermanos hacia
Estados Unidos, y yo me partí en dos.
Madre y madrastra
Volamos al sur de la Florida. Fue exactamente el
mismo vuelo de siempre —mismo avión de Pan
Am, mismas dos horas y pico de Guatemala al
Aeropuerto Inter-nacional de Miami, misma sonrisa
de la aeromoza y alitas de plástico y libro y
crayones para colorear, mi misma náusea y
arcadas en la bolsa de papel. Pero esta vez había
algo distinto. El sentir era distinto. Aunque mis
papás nos habían dicho que sólo estaríamos fuera
del país hasta que se calmara un poco la tensa
situación política y social, que sería una mudanza
temporal, no parecía muy temporal. Mi papá había
vendido la casa. Mi mamá, mientras la vaciaba y
empacaba todo en maletas y grandes cajas de
cartón, nunca paró de llorar. Me convencieron de
regalarle mi bicicleta a mi mejor amigo. En el
colegio hubo una fiesta de despedida, con pastel y
aguas gaseosas y canciones en inglés. Parecía
más como el inicio de una gran aventura, como si
nos estuviéramos alistando para unas vacaciones
muy largas. Yo no sentía nervios, ni ansiedad, ni
miedo. No sé por qué. Quizás porque nos
estábamos yendo al mismo apartamento donde
cada año solíamos pasar las vacaciones
escolares, en un suburbio de Fort Lauderdale
llamado Plantation. Mi papá era golfista. Llevaba
una vida de golfista. Tenía allí, en Plantation,
amigos golfistas. Y pues, unos años atrás, había
decidido comprar un apartamento donde pasar
todos juntos las vacaciones, un apartamento
pequeño, con dos dormitorios y dos literas y un
porche encerrado que daba justo al green del hoyo
dieciocho de una cancha de golf. Mi hermano y yo
creíamos que era nuestro propio hoyo dieciocho,
nuestro propio green. Sólo teníamos que empujar
la liviana puerta de cedazo del porche, tomar dos
o tres pasos, y practicar allí nuestro poteo, o jugar
unos cuantos partidos de canicas, o acaso, tras un
día entero nadando en la piscina del club,
acostarnos boca arriba y medio desnudos sobre el
césped fresco y sedoso. Pero este viaje fue
distinto. Todo se sentía más pesado —el aire, la
humedad, los minutos, las maletas, los semblantes
de mis papás, sus gestos y ademanes, hasta sus
palabras habían perdido esa ligereza que siempre
las teñía de blanco durante nuestras vacaciones
en Plantation. Había prisa. Prisa por llegar a las
reuniones y pruebas de aptitud de mi nuevo
colegio privado. Prisa por tallarme el nuevo
uniforme y comprar mis cuadernos y lapiceros, mis
nuevos libros en inglés. Y así, en nada, antes de
entender realmente qué estaba pasando, inmerso
ya en un nuevo idioma que aunque no me era tan
ajeno tampoco era el mío, me encontré bien
sentado en el pupitre de un aula perfecta,
solemne, artificialmente fría. De ese día en
adelante pertenecería yo indistintamente a dos
mundos, a dos países, a dos culturas, pero sobre
todo a dos idiomas. Mi lengua materna le iría
cediendo espacio a esa lengua intrusa, bárbara, a
esa mi nueva lengua madrastra. Aprendería, con
los años, a amar y odiar a las dos.
La marea
La primera pregunta que yo les hacía a mis
abuelos era por qué Guatemala. Y sus respuestas,
más allá de cualquier lógica o simpática leyenda
familiar, siempre contenían un elemento de azar.
Ninguno de ellos sabía realmente qué lo había
llevado hasta Guatemala (la marea, me respondió
alguna vez mi abuelo polaco, que supongo es la
mejor respuesta que puede dársele a un nieto
curioso). Pero estoy seguro de que los cuatro
responderían lo mismo a la otra pregunta, la
indecible, la irrefutable, la única que siempre ha
sido y siempre será la misma para cualquier
migrante del mundo: por qué salir, por qué huir,
por qué dejar todo atrás. Y supongo que, a esta
pregunta, la respuesta de mi abuelo polaco sería
la misma que la de mi abuelo libanés; y sería la
misma que la de un inmigrante ilegal
latinoamericano aquí en Nebraska (donde ahora
vivo y escribo estas líneas); y sería la misma que,
hace más de un siglo, hubiese dado también aquí
en Nebraska un vaquero cabalgando hacia el
Oeste, o un italiano llegando a Ellis Island, o un
irlandés llegando a Fell’s Point en Baltimore. No es
una respuesta filosófica, ni profunda, ni política, ni
literaria, ni poética. Al contrario. Las personas se
mueven, las personas nos movemos, aunque éste
sea un tópico, en búsqueda de algo mejor. Esa
búsqueda es la fuerza —para recurrir a un término
más científico, de la primera ley de movimiento de
Newton— que nos levanta y nos impulsa a
movernos, a migrar. Pero ésa no es la única
fuerza. Por toda fuerza que actúa sobre un cuerpo
—aquí sigue la tercera ley de movimiento de
Newton—, este cuerpo realiza una fuerza igual y
contraria. Dicho de otro modo: las fuerzas siempre
se presentan en pares de igual magnitud y
opuestas en dirección. Dicho de otro modo: el
movimiento del migrante no es rectilíneo. Dicho
aún de otro modo: en el migrante ejerce otra
fuerza, igual y contraria a esa primera.
Parménides y Heráclito
Alguna vez intenté hacer un recuento de todas mis
casas, de todas mis ciudades, de todos los
números de teléfono que he tenido en mi vida. De
niño en Guatemala, de adolescente en el sur de la
Florida, de universitario en Carolina del Norte, de
ingeniero en Guatemala, de escritor en La Rioja
española, y ahora de no sé qué en Nebraska, en
el corazón más plano y árido de Estados Unidos.
Siempre envidié a esas familias que echan raíces
y viven en una sola casa toda su vida. Las rayitas
en la pared del niño que va creciendo. El inmenso
roble del jardín cuya sombra ha refrescado y
protegido a varias generaciones. El aroma de un
hogar que sólo se gesta a través de décadas de
alegrías y tristezas, de nacimientos y muertes: el
inefable y denso aroma a familia. Pero al mismo
tiempo yo no podría quedarme quieto. Nunca supe
cómo. Algo me mueve. Algo siempre me ha
movido. No sé por qué me he mudado tanto en mi
vida, por qué me he sentido siempre como un
extranjero en cualquier parte. Quizás mi búsqueda
o migración permanente surge de algo íntimo, de
una insatisfacción personal. Quizás es algo que
aprendí de mis abuelos. Quizás desde niño, desde
el día que cumplí diez años, fui educado así.
Quizás es parte de mi herencia, de mi genética, de
mis defectos de fábrica. Porque no es sólo que
quiera irme —es que a la vez también deseo
intensamente quedarme. Hay dos fuerzas
simultáneas en mí: una que me mueve, y otra que
me hace añorar no moverme, echar raíces,
sembrar un roble, hacer rayas en la pared para
marcar el crecimiento de un hijo o un nieto. Vivo,
en fin, como tantos otros migrantes, repartido
entre esos dos polos, desgarrado entre esas dos
fuerzas de quietud y movimiento, aún
chapoteando en las aguas del viejo río de
Parménides y Heráclito.