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Lección 1: Introducción: vida, muerte, inmortalidad y eternidad.

(Parte I)

1. Noción de vida o alma.


2. Las dualidades de la vida humana.
3. La historicidad humana y las etapas de la vida.
4. El sentido de la vida.
5. Las privaciones de la vida.

La vida humana es dual: la terrena y la ulterior. La primera está en


función de la segunda. Sólo en orden a la otra se entiende ésta, porque
la vida del más allá no es heterogénea respecto de la vida del más acá.
La vida es para la Vida, pero la puerta de entrada en la definitiva pasa
inexorablemente por la muerte terrena. Por eso hay que dar razón de la
vida y de la muerte en orden a su fin.
Las antropologías que sólo prestan atención a la primera fase de la vida,
la más breve, son reductivas. Como este Curso de Antropología no
quiere quedar sesgado de antemano, debe atender al ámbito de la
máxima amplitud vital. Por eso, es pertinente desde el inicio abrirse no
sólo al sentido humano en la historicidad de la vida presente, sino
también al de la inmortalidad y eternidad. A estos puntos se dedicará
este Lección.

1. Noción de vida o alma


Nuestra época (y no sólo en el ámbito de la filosofía) alberga una actitud
de recelo respecto de la noción de alma. A mucha gente la inclusión de
este término en un libro o en una conversación le parece la injerencia
de un elemento extraño en el mundo de los conceptos frecuentes. Por
eso es pertinente atender primero a una aclaración
terminológica: alma es sinónimo de vida. De modo que para los que
dudan acerca de si el alma existe o no, tal vez les baste reparar en si
están vivos.
Es tesis clásica que el alma es el principio vital de los seres vivos. La
vida de cada ser vivo es lo que activa o vivifica todas las operaciones
(ver, oír, imaginar, etc.) a través de las que ese ser se manifiesta. No
es, por tanto, cualquiera de dichas operaciones ni la suma de ellas, sino
su fuente. El alma es lo que constituye a un organismo. Para los
pensadores griegos y medievales el alma era el primer principio del
cuerpo vivo; el origen de vida de los seres vivos1. Según esta
descripción, el alma no es, pues, una imaginación o una idea, ni
tampoco una realidad que exista separada no se sabe dónde y que
después se superponga al cuerpo como por ensalmo. No; es esa
realidad interna que vivifica al cuerpo. El cuerpo vivo lo es gracias a ese
principio que lo vivifica. La vida no es nada material, pues no es
propiedad del cuerpo. Un cuerpo no está vivo por el hecho de ser
cuerpo, puesto que caben cuerpos muertos. Sin embargo, al morir, al
abandonarlo la vida, el cuerpo deja de ser orgánicamente cuerpo y se
transforma rápidamente en materia inerte.
Se podría encarar el tema de la vida desde muchas perspectivas, por
ejemplo, la biológica, la del sentido común de la gente, etc. Ahora bien,
desde esos ángulos sólo atenderíamos al sentido orgánico de nuestra
corporeidad, a las acciones humanas, etc. Pero es claro que la vida
humana no se reduce a un complejo sistema de células o de
actividades. De modo que para hacerse cargo de modo íntegro de la
vida humana el método natural más viable -a pesar de los recelos a
ella- es la filosofía, porque únicamente en esta disciplina el existente
que la ejerce está enteramente comprometido2. En efecto, la vida no se
reduce ni a una parte del cuerpo ni a la totalidad armónica de sus
células, ni a las actividades del vivo, etc. De manera que con unos
enfoques biologicistas, conductistas, etc., no se podría conocer la
1
Aristóteles describe la vida como: “la forma de un cuerpo natural que tiene la vida en potencia”, De Anima,
l. II, cap. 1 (BK 412a 30); “el acto de un cuerpo natural orgánico”, De Anima, l. II, c. 1 (BK 412b 10); “la causa
y el primer principio del cuerpo vivo”, De Anima, l. I, c. 4 (BK 415 b 8); “el acto primero de un cuerpo natural
orgánico”, Ibid., l. II, c. 1 (BK 412 a 3 - 413 a 10), Madrid, Gredos, 1983; “aquello por lo que primeramente
vivimos, sentimos, nos movemos y entendemos”, Ibid. Tomás de Aquino describe el alma como “el primer
principio de vida de los seres vivos”, S. Theol., I, q. 75, a. 1 co.
2
Cfr. Polo, L., Introducción a la Filosofía, Pamplona, Eunsa, 1995, 41.
realidad de la vida humana. En efecto, el alma humana (también la
animal) es incognoscible por medio de cualquier técnica instrumental,
como tampoco la alcanza cualquier enfoque humano que use como
método, por ejemplo, la observación (psicología, sociología, etc.),
métodos en los que ni el investigador y el investigado coinciden, ni
comparecen completamente. Por tanto, resulta pertinente
preguntar filosóficamente ¿qué sea la vida humana?
Sin embargo, como la vida humana admite muchos niveles que se
aúnan entre sí formando parejas -a las que podemos llamar dualidades-
de entre las cuales la más básica es aquella conformada por la vida
natural y la vida personal, los filósofos para explicar la vida humana se
fijan de ordinario en el miembro inferior de esa dualidad. No será en
exclusiva nuestro propósito. Tampoco el de descuidar esa vertiente
somática humana. Atenderemos a lo corpóreo humano en la IIª Parte
de este Curso, a lo personal o íntimo que no es corpóreo en la IVª Parte,
y del enlace entre ambas en la IIIª Parte. Para explicar la vida que
vivifica lo corpóreo podemos tomar como testimonio autorizado el de
Aristóteles. A la pregunta sobre qué sea esa vida (y no específicamente
la humana), la respuesta filosófica del Estagirita alude a un
"movimiento" distinto de todos los demás. Se trata, según él, de
un movimiento interno, unitario y regulado. Explicitemos las partes de
esta tesis, también porque se pueden predicar adecuadamente de la
vida humana.
Primero: la vida es un "movimiento" interno, es decir, desde dentro.
La vida natural es automovimiento intrínseco. ¿Por qué
entrecomillamos "movimiento"? Porque, en rigor, la vida es un
movimiento muy especial, no como el de las demás realidades inertes
que se mueven (i.e., el de los electrones, el de una máquina, el de un
planeta, una galaxia, etc.), sino justo la diferencia pura respecto de esos
movimientos, a saber, en palabras clásicas, un acto. Lo propio de los
movimientos de los seres inertes es que son extrínsecos a ellos, no
nacidos desde sí. En cambio, lo propio del movimiento vital es que
es intrínseco (por ejemplo, el movimiento del automóvil no nace de él
sino del combustible, que es extrínseco a las piezas que conforman la
mecánica del vehículo; en cambio, el movimiento vital de una ameba es
suyo). Si lo característico de la vida es el desde dentro, el fin de la vida
no puede estar fuera de ella, sino que debe ser interior (así, el fin del
movimiento de un cohete no es él mismo cohete, sino, por ejemplo,
llegar a la Luna; en cambio, el fin de los movimientos de un caracol es
el propio caracol). Que el fin del moverse de los seres vivientes esté en
ellos indica que su fin es vivir; más aún, alcanzar más vida. Vivir es más
que no tener vida; es una perfección, y como existen grados de vida,
existen distintos grados de perfección. Por ello, el fin, el anhelo, de la
vida no puede ser sólo vivir, sino vivir mejor, ser más vida, lograr una
vida más perfecta. La vida, por tanto, está proyectada hacia el futuro, y
en orden a él busca el crecimiento. La vida indica cierta interioridad, y
también cierta apertura (apertura indica libertad). La una es correlativa
de la otra. A más intimidad más apertura.
Segundo: la vida es un movimiento unitario. La unidad del ser vivo indica
que existe un único principio unificador que es precisamente la vida del
vivo. La unidad de las partes es referida al principio vital. La vida es
automovimiento unitario. Sin unidad no hay vida, y los grados de vida
son tanto más altos cuanto más integrados están. Por ejemplo, la vida
de un animal integra mucho más sus órganos que la de un vegetal sus
funciones vegetativas (hay vegetales de los que podemos escindir un
esqueje y plantarlo por separado dando lugar a una planta distinta; esta
operación es imposible con los animales). El hombre que aúna sus
apetitos a su razón está más vivo que el que no lo logra; el que posee
unidad de vida está mucho más vivo que el de doble o triple
personalidad; el que es más sociable con los demás es vitalmente más
pujante que el que se aparta o disgrega de la convivencia, porque
adquiere virtudes, que son formas muy altas de vida; por eso la familia,
y no el individuo, es la célula básica social. Con otros ejemplos: una
universidad tiene más vida (es más “universidad” y menos
“pluridiversidad”) si es un proyecto común interdisciplinar gestado en
torno a la búsqueda de la verdad; una sociedad es mejor cuanto más
aunada está (como veremos en el Lección 9, lo que aúna a la sociedad
es la ética). Dios es la misma unidad vital simple: la Identidad. La unidad
es síntoma vital, pues lo contrario de la vida, la muerte, es la
disgregación, la separación.
Tercero: la vida es un movimiento regulado. La unidad
implica orden interno, compatibilidad de todas las partes entre sí. Sólo
se ordena lo distinto, y lo distinto lo es según jerarquía. Ese orden se
da, pues, por la subordinación de las partes inferiores a las superiores
de las que dependen, y de todas respecto de un mismo principio.
¿Cuál? La vida. La vida es la que unifica y regula. Regular
es ordenar aquello que se vivifica. La regularidad interna del vivo
muestra asimismo la inmaterialidad. Las diversas partes vivificadas
pueden ser sensibles u orgánicas, pero el principio vivificador es más
que orgánico, inmaterial, aunque en los vegetales y animales no se
pueda dar al margen de los componentes biofísicos. A más vida, más
orden. Los diversos sistemas de un animal superior están mucho más
ordenados que los de los animales inferiores, y las funciones de éstos
mucho más que las de los vegetales. En el cuerpo humano el orden es
espléndido, pero como la vida humana no se reduce a su vida corpórea,
es obvio que admite ordenes diversos al meramente biológico o
sensitivo.
A más inmanencia, más vida. A más unidad, más vida. A
más regularidad más vida. Los grados de vida se distinguen según los
grados de inmanencia, unidad y regularidad u orden. De menos a más
éstos son: la vida vegetativa, la sensitiva y la que de ordinario se
llama intelectiva para referirse con ello a la vida humana. No obstante,
la humana tampoco es la vida culminar, pues es claro que no carece de
límites ontológicos. La vida no es, pues, "democrática" sino
netamente jerárquica. La vida es real, y lo real se distingue entre sí en
que una realidad vital es superior a otra. Negar la jerarquía en este
ámbito es síntoma de decadencia. Es muy bueno, por tanto, plantar un
árbol. Mejor aún, cuidar de los animales. Superior, engendrar un hijo.
Más excelente todavía es ayudar a que ese hijo crezca en el saber y en
la virtud (es decir, que desarrolle su inteligencia con hábitos y su
voluntad con virtudes), pues éstas perfecciones son el crecimiento vital
que él añade al estado nativo de esas potencias. Óptimo aún es ser
elevado como persona, es decir aceptar la vida superior que Dios nos
dé.

2. Las dualidades de la vida humana


La vida natural humana es el vivificar del alma al cuerpo, y lo vivifica
temporalmente, pues su tarea termina (de momento) con la muerte. La
vida natural humana aúna la vida vegetativa de nuestras células y la
vida sensitiva de nuestros órganos. La vida personal humana, en
cambio, es la vida espiritual, la de cada persona humana que dispone
de todas aquellas funciones y facultades de la vida natural. Como
veremos, esta vida personal no vivifica directamente al cuerpo y a las
diversas potencias, y perdura tras la muerte. Advertir eso será dar el
paso de la vida biológica (la vegetativa y sensible) a la vida espiritual.
Además, como también se tendrá ocasión de exponer, la vida personal
de cada quién activa la vida intelectual de nuestras potencias
superiores inmateriales (inteligencia y voluntad), vida a la que suele
llamarse intelectual, voluntaria, psicológica, etc., y que, aunque
vinculada a la vida natural, no depende de ella para su crecimiento.
A la vida natural se puede llamar vida recibida, pues la biología que
conforma nuestra corporeidad la hemos recibido de nuestros padres; es
nuestra dotación genética. En cambio, a la vida que cada persona
humana añade sobre la vida natural recibida, y también sobre las
potencias espirituales, la podemos denominar vida añadida3. La
primera, la vida recibida, es el compuesto somático, celular, que
recibimos de nuestros progenitores por generación. En efecto, de ellos
recibimos el cuerpo, no la persona que cada uno es, pues ellos no son
ni inventores, ni siquiera conocedores de qué persona somos. Más bien
su cometido es aceptar que seamos la persona que somos y estamos
llamados a ser. La persona humana no es tampoco una autocreación
de sí misma ni de la cultura o historia. Una persona humana es un don
personal otorgado por alguna persona capaz de esa donatio essendi.
Otorgar el don que una persona humana es, como se verá más
adelante, es exclusivo de Dios. La segunda, la vida añadida, en cambio,
es el partido que nosotros, cada quién, sacamos de nuestras facultades,
en especial de las potencias superiores. Obviamente añadimos diversas
formas de vida en nuestras facultades con soporte orgánico (sentidos,
apetitos, etc.), pero donde más se capta la añadidura personal -porque
está abierta a la aceptación irrestricta de crecimiento- es en dichas
facultades inmateriales (inteligencia y voluntad). Quien les añade es

3
Cfr. Polo, L., Antropología trascendental, II, La esencia de la persona humana, Pamplona, Eunsa, 2003, 17-
28.
la persona. Por eso, además de la vida recibida y la añadida debe
repararse en la vida personal, única garante de aquéllas.
La clave de la vida natural es el crecimiento. Crecer también es el fin de
la vida intelectual y volitiva. La vida personal también es crecimiento, y
por encima de ella, elevación, pues Dios puede dar más vida personal
que la que inicialmente nos ha dado. En efecto, se puede aceptar ser
más la persona que se está llamado a ser, si ese más personal nos es
concedido. Por eso, la vida personal también admite una dualidad.
Puede ser, o bien vida elevable, o bien vida elevada. La primera es la
apertura nativa de toda persona humana a su Creador, a quien debe su
ser personal. La segunda consiste en la aceptación del don divino
mediante el cual una persona humana, sin dejar de ser quien es,
coexiste de un nuevo modo más íntimo, estrecho y personal con Dios.
La primera está en función de la segunda. Ambas son propias de la
presente situación humana. Por su parte, la vida elevada está a
expensas de culminación desde Dios, es decir, de coexistir de tal
manera con él que jamás se pueda dejar de hacerlo. Por eso, la vida
personal elevable se dualiza con la elevada, y ésta, a su vez, con la
vida eterna. Pero como la persona es libre, esas dualizaciones no son
necesarias.
Lo nativo radicalmente distinto entre los hombres es únicamente
la persona, el cada quién, la raíz de todas las perfecciones humanas,
de todos los cambios y matices. No hay dos personas iguales. No hay
dos personas parecidas en cuanto a lo nuclear de ellas. Si pudiéramos
responder por la pregunta acerca del quién es tal o cuál persona, no
cabrían dos respuestas afines. Por eso, aunque
quepan definiciones de hombre, no es buena ninguna definición
de persona, pues, en rigor, requeriríamos una para cada quién. Con
todo, en el último Tema de este Curso se expondrán 4 rasgos que
caracterizan a toda persona: co-existencia, libertad, conocer y amar.
Pero si bien estos radicales "describen" a las personas, no las "definen".
Además, esos 4 rasgos son distintos en cada quién. Además, esta
radicalidad personal distinta es el origen de muchas distinciones en lo
común a los hombres. Es, por ejemplo, la clave por la cual unos
hombres desarrollan más que otros la inteligencia, o las virtudes o
vicios, o la imaginación, o cualquier otra facultad, o tal o cual cualidad
corpórea, etc., que constituye lo que hemos llamado vida añadida.
Lo novedoso de cada quién llena de matices en el transcurso de la vida
a las manifestaciones humanas de esas potencias que son comunes a
todos los hombres. Así, por ejemplo, es propio de los hombres hablar,
si bien los tonos de la voz, las expresiones y matices son peculiarísimos
de cada quién. Hay biografías semejantes, que algunos literatos como
Plutarco, aprovecharon para escribir libros con el título de Vidas
paralelas. Pero, en rigor, cada uno es cada uno, distinto, irrepetible,
radicalmente novedoso, sin precedente ninguno como persona, y sin
consecuentes.
En suma: lo común en los hombres es la naturaleza humana.
Lo distinto, la persona. Obviamente, la radical distinción entre personas
es debida sólo a la realidad personal, no a la naturaleza humana,
tómese ésta en referencia a su corporeidad o a otras características de
su humanidad. Claramente no se da esa distinción en los animales. En
efecto, éstos no son radicalmente distintos entre sí, porque ninguno
añade una nota radical de más que salte por encima de las notas que
caracterizan a su especie. Por eso todo animal está subordinado o en
función de su especie. En cambio, lo peculiar de cada hombre no es
propio de la humanidad sino suyo personal, propio y, además distinto
en cada quién, superior a lo común humano. Por ello, el hombre no está
en función de la especie humana, porque ésta es inferior a
cada persona. La verdad es justo la inversa: lo propio de la humanidad
está en función de cada persona humana. En efecto, cada persona
humana en vez de subordinarse a lo común o genérico de los hombres,
lo que hace es subordinar a sí misma lo propio de la naturaleza o
especie humana (ej. subordinamos la memoria sensible, que es propia
del género humano, a nuestros intereses personales, familiares,
laborales, etc.).
Atendamos ahora a una nueva dualidad en lo humano, no para
complicar aún más las cosas humanas, de por sí bastante complejas,
sino precisamente para intentar desvelar la compleja dualidad humana.
Se trata de la que media entre el acto de ser y la esencia humana.
El acto de ser equivale a la persona que se es y se será. En cambio,
la esencia humana, que no es la naturaleza humana -aunque es la raíz
de los desarrollos de ésta-, es inferior a la persona. Con palabras de la
filosofía moderna, se puede caracterizar la esencia humana como el
término yo. El yo es la fuente que activa progresivamente, y de un modo
u otro, la inteligencia y la voluntad, y a través de éstas modula de un
modo u otro la naturaleza orgánica humana. A esta realidad se
denominaba alma en la filosofía clásica. En este sentido el alma, el yo o
la esencia (términos equivalentes) es el principio de lo que vivifica, sea
lo vivificado natural o intelectual. La esencia humana es más perfecta,
más acto, que la vida natural, pero menos que la vida personal. Por eso
al comparar el acto de ser humano con la esencia humana la distinción
debe ser mayor (más real) que entre el acto de ser y
la naturaleza humana, pues se da entre realidades más activas.
Una última dualidad humana, tal vez la más importante, es la que media
entre la vida humana (natural, esencial, personal etc.) en la presente
situación histórica y la vida posthistórica. Es manifiesto que tanto en una
como en otra caben modos de vivir muy diversos, aunque todos ellos se
pueden reducir a dos: vivir de acuerdo con la persona que se es o lo
contrario. A lo primero se puede llamar vivir bien (feliz); a lo segundo,
mal. Además, la vida buena de la presente situación mantiene una
afinidad muy marcada con la felicidad de la vida futura. Por su parte,
la buena vida de la vida terrena tampoco es heterogénea con la
infelicidad tras la muerte. Por su parte, en la historicidad de la vida
presente también se dan diversas dualidades, es decir, alternancias
entre épocas de esplendor y periodos de crisis, a las que aludiremos a
continuación en el epígrafe 3. En los siguientes -del 4 al 6- abordaremos
el sentido de la vida buena y el de la buena vida o problema del mal. Y
al final de la Lección, tras atender al problema de la muerte, se aludirá
a la inmortalidad y vida post mortem.

3. Las dualidades de la historicidad humana


En cuanto a la vida natural humana, el hombre no es un ser meramente
temporal, sino histórico, aunque por ser personal tampoco se reduce a
ser histórico. En su naturaleza no es un ser exclusivamente biológico
sino biográfico, aunque tampoco es reductible a su biografía. El tiempo
mide la vida de los seres inertes inexorablemente. En los seres vivos se
observa, en cambio, una tendencia a vencer el tiempo. En efecto, si lo
distintivo de los seres vivos es el crecimiento, el ser vivo no pierde el
tiempo mientras crece, pues aprovecha el tiempo a su favor. En efecto,
le va bien que haya tiempo porque éste le permite crecer, desarrollarse.
Los seres vivos vegetales y animales sólo crecen en la medida en que
ese crecimiento afecta a su organismo. Además, tal crecer termina
temporalmente (en unos antes, en otros después), y queda truncado
definitivamente con la muerte. De modo que, en rigor, tales seres no se
pueden liberar del tiempo.
Por el contrario, en el hombre el crecimiento corporal no es el único
modo posible de crecer. Obviamente el ser humano crece
corpóreamente, pero hay crecimiento también interno, y sólo para quien
crece por dentro el tiempo no ha corrido en balde. Es claro que el
hombre no se limita a conducirse de un determinado modo, como los
animales, sino que con su inteligencia se comporta libremente a lo largo
del tiempo, y con ello mejora. Ese tiempo humano es, pues, biográfico.
¿Qué significado tiene ese comportamiento? Que la vida de los
hombres no está determinada, sino abierta en la dirección que le quiera
imprimir la libertad personal de cada quién. Así se fragua la historia. La
historia no es necesaria (según un destino ciego, el azar, unas
supuestas leyes dialécticas, etc.), sino libre. Ésta consiste en el modo
de estar del hombre en el tiempo, no en su modo de ser. Al fraguar con
libertad la historia, el hombre pasa por diversos estadios de su vida
natural, no de su vida personal.
A la persona como persona no la mide el tiempo físico. Existen diversos
tipos de tiempo: uno es el físico y otro el del espíritu humano. El tiempo
del espíritu es tan distinto al tiempo físico que para quien sólo tenga en
cuenta el tiempo que mide las realidades corpóreas hay que decirle que
la persona humana no es tiempo sino que está en el tiempo. El
hombre tiene tiempo, pero, en rigor, no es tiempo. La persona como
persona no es niña, joven, madura, etc. El hombre, en cambio, sí. La
persona tampoco envejece o muere. Lo que envejece y muere es
su naturaleza corpórea. Todos los hombres son personas, pero la edad
no hace a unos más personas que a otros. En caso contrario habría que
admitir que es más persona un viejo de 90 años que un niño de 9, lo
cual es absurdo. Algo de eso percibió Marcel cuando escribió que el ser
del hombre no es su vida, pues puede tomar distancia respecto de ella
y evaluarla: “en el seno del recogimiento tomo posición, o más
exactamente, me pongo en situación de tomar posición frente a mi vida,
me retiro en cierto modo..., en esta retirada yo llevo conmigo lo que soy
y lo que quizá mi vida no es. Aquí aparece el intervalo entre mi ser y mi
vida”4.
Pese a la brevedad de la vida, se pueden distinguir, de ordinario,
algunas etapas. Este es el tiempo que mide a la corporalidad humana,
aunque no es ni el único tiempo humano ni el más destacado5. En
efecto, a pesar de no reducirse la persona humana al tiempo,
su naturaleza, según la va modulando el yo, pasa por una serie de
fases. Un célebre pensador del s. XX, Guardini, las explica en un libro
breve al que titula precisamente Las etapas de la vida6. En él aparecen
descripciones muy acertadas acerca de las diversas fases por las que
transcurre la vida biográfica de la mayor parte de los hombres. Distingue
los diversos periodos por los que atraviesa la vida usual humana (al
margen de las variantes propias de cada persona), oscilando esas fases
entre épocas de esplendor y otras de crisis. Se puede ofrecer el elenco
que aparece en el Apéndice nº 2. A continuación se pasa a la
enumeración de ellas según u n cuadro esquemático. Para su
descripción se puede acudir a la citada obra de Guardini.

4
Marcel, G., Être et avoir, Paris, Philosophie européenne, Aubier-Montaigne, 1991, 48.
5
Otro tiempo es el de la conciencia humana, al que Husserl hizo referencia tras su lectura de Heidegger. Ese
tema también está presente en Marcel, Ricoeur, y otros pensadores del s. XX.
6
Cfr. Guardini, R., Las etapas de la vida, Madrid, Palabra, 1997.
LAS DUALIDADES USUALES DE LA VIDA BIOGRÁFICA HUMANA
PERIODOS EDAD PERIODOS DE EDAD
ÁLGIDOS CRISIS
- La vida en el seno 0-9 - Crisis del Tras 9
materno meses nacimiento meses
- La vida de infancia 1-12 - La adolescencia 13-15
años años
- La juventud 16-25 - Crisis de la 26-30
años experiencia años
- La mayoría de 31-39 - Experiencia de los 40 años
edad años límites
- Aprender de los 41-50 - La dejación 51-60
límites años años
- La época del 61-70 - La ancianidad 70 años
saber años
- La espera senil 71-80 - La muerte Tras los
años 80

4. El sentido de la vida
Aunque se espera que se entienda mejor más adelante, en una somera
respuesta se puede decir que el sentido de la vida natural recibida lo
vamos descubriendo progresivamente, porque esa realidad está en
nuestras manos, a nuestra disposición. Así, descubrimos el sentido de
nuestro cuerpo, el de las funciones y facultades corpóreas, etc., aunque
también es verdad que el sentido corporal completo no lo alcanzamos
nunca y, además, hay asuntos que afectan notablemente a ese tipo de
vida que parecen no tener sentido, o por lo menos, en los que es muy
difícil descubrirlo: la enfermedad, el dolor, la muerte. Por su parte, el
sentido de la vida añadida se lo damos enteramente nosotros, cada
uno, a nuestras facultades, especialmente a las superiores (inteligencia
y voluntad), y a través de ellas, al resto de nuestra naturaleza humana.
Así, uno dota de ciertos conocimientos a su inteligencia restándole
otros, y dota de ciertos quereres a su voluntad quitándole otros; a su
vez, dota de ciertos desarrollos a sus sentidos, apetitos, a su
comportamiento, a su corporeidad, etc.
El sentido de la vida personal es más difícil de alcanzar que los
precedentes, porque nuestro ser ni está a nuestra disposición (como lo
corporal), ni su sentido se lo otorgamos nosotros (como a nuestras
facultades superiores e inferiores), sino que nos viene ofrecido como
proyecto, es decir, otorgado, aunque abierto a ser lo que todavía no ha
llegado a ser. La clave de este último sentido, que es el que más importa
(y del que dependen los demás), es saber si lo alcanzaremos
definitivamente en la vida futura, ya que aquí nunca lo alcanzamos
enteramente. Si no se alcanzara, bien porque no existiera una vida
futura, bien porque, en caso de existir, no lográsemos alcanzarla,
nuestra vida presente sería carente de sentido completo. Ahora bien, si
ese sentido completo se puede lograr, es claro que no parece estar
enteramente en nuestras manos conseguirlo. Por tanto, ¿no será
sensato pedir ayuda a quien lo pueda otorgar?, ¿y ese quién no será
acaso Dios? Según esto, si queremos saber nuestra verdad completa,
aceptaremos libre y definitivamente que Dios nos ilumine de modo
colmado. Evidentemente, nadie está obligado necesariamente a pedir
tal ayuda, puesto que este es un asunto libre; más aún, es esa única
realidad respecto de la cual podemos emplear enteramente nuestra
libertad.
Es evidente que el tiempo afecta a la corporeidad humana, pues
desgasta nuestro organismo, nuestras fuerzas y, además, lo destruye
con la muerte. No obstante, la corporal no es la única manera de crecer
para el hombre, y tampoco la más elevada. De modo que si se crece
"por dentro", es decir, en humanidad, el hombre saca provecho del
tiempo de su vida. En caso contrario, se le escapa el tiempo
irreversiblemente como el agua entre las manos. Además, ¿es que el
hombre solamente puede "crecer" en humanidad, es decir, en aquello
que es común al género humano? Se ha indicado que por encima de lo
humano de los hombres, que forma parte de aquello de que se dispone,
existe la persona humana. ¿Acaso se puede "crecer" como persona?,
¿por casualidad eso está en nuestras manos? Si la persona humana
puede "crecer" como tal, pues es crecimiento, pero por encima de ese
crecimiento está la elevación divina. La persona humana es perfecta de
entrada. Si no lo fuera, de esa deficiencia habría que culparle al
Creador. Pero Dios no crea a las personas de tal modo que no las pueda
elevar, dotarlas de mayor perfección. Entonces, ¿de qué "crecimiento"
se puede tratar? A nivel de la persona humana, más que de
"crecimiento" hay que hablar -como se ha indicado- de "elevación". De
ese modo, sin dejar de ser quién se es como tal o cuál persona (esto
es, sin perder el ser novedoso e irrepetible), al ser
elevado progresivamente uno va adquiriendo el nuevo modo de ser
peculiar que estaba llamado a ser.
¿Quién eleva la vida íntima de cada persona humana?, ¿los demás, la
sociedad, el universo, los amigos, la familia? No parece, pues todas
esas realidades pueden ayudar a perfeccionar, o también a entorpecer,
diversas facetas de la vida natural recibida humana, es decir, de
la naturaleza humana, pero no perfeccionan o entorpecen directamente
a la vida añadida, ni tampoco a la vida personal como tal. Es
cada persona humana, en último término, la responsable de la
perfección de su vida añadida o, por el contrario, también de su
envilecimiento. Y lo es asimismo de la aceptación libre de la elevación,
o por el contrario, del rechazo no sólo de la elevación, sino también de
la propia aceptación como tal persona, lo cual conlleva el
oscurecimiento o pérdida paulatina del sentido personal7. Ser
responsable de aceptar la elevación, no quiere decir que
la elevación sea algo que se otorgue uno a sí mismo, porque esa tarea
le trasciende por completo a la persona humana, pues es claro que uno
no es superior a sí mismo. Por tanto, ¿de quién dependerá
la elevación de tal persona como persona?, ¿tal vez los demás son
superiores a uno como tal persona? Tampoco parece una respuesta
adecuada.

7
La posibilidad de la aceptación y del rechazo los ratifica la doctrina cristiana: “esta amistad consumada (con
Dios) libremente aceptada implica la posibilidad existencial de su rechazo. Todo lo que se acepta libremente,
puede rechazarse libremente”, Algunas cuestiones actuales de Escatología, en Temas actuales de
Escatología. Documentos, comentarios y estudios, Madrid, Palabra, 2001, 91.
La naturaleza humana sólo se perfecciona si la persona humana, que
es superior a ésta, desea y trabaja en esa dirección. La persona sólo
puede incrementar lo inferior a ella. Respecto de sí misma, en cambio,
lo que se puede hacer es aceptar libremente nuevos dones, aunque
también, y lamentablemente, rechazarlos. Si la perfección de
la naturaleza y esencia humanas depende en último término de
cada persona humana ¿de quién depende la elevación de tal persona
como persona? Es obvio que ese encumbramiento no depende de tal
persona ni de los demás hombres, porque nadie es un invento suyo ni
de los demás. Eso -como veremos en su momento- sólo lo
puede otorgar Dios, si libremente aceptamos ese don. Dios llama a
cada quien a sí, y eso es una llamada a la elevación, a la divinización,
a vivir la vida divina en la medida que Dios nos la ofrece y en la medida
de nuestra libre aceptación.
Sin embargo, mientras se vive, el hombre todavía no ha llegado a ser
quién está llamado a ser. Ese llamamiento apunta al fin o norte de la
vida. Por eso, el completo sentido de la vida sólo se adquiere más allá
de la presente vida. Pero se cobra sólo si la vida, tanto la natural como
la esencial y personal, se han encauzado en orden a aquél fin. Si
mientras transcurre la vida, ésta camina en esa dirección, el sentido la
acompaña. En caso contrario, si bien podemos dotar en parte de sentido
a nuestra naturaleza y al desarrollo de la misma, con todo, nos
alejamos del sentido personal.

5. Las privaciones de la vida


La vida biológica humana es susceptible de muchos ataques. Atentan
contra ella el aborto, la manipulación de embriones humanos, el
homicidio, la eutanasia, el suicidio, las guerras, los genocidios, las
torturas, etc., en una palabra, la violencia. Violencia es cualquier trato a
la persona humana como si ésta no lo fuera8. Pero un trato
despersonalizante sólo es propio de quien tampoco se comprende a sí
mismo de modo suficiente como persona, pues -ya se ha
indicado- persona significa apertura personal a otras personas. Por eso
el violento se incapacita a comprender el sentido de la persona humana,

8
Cfr. Cotta, S., Las raíces de la violencia, Pamplona, Eunsa, 1987.
no sólo de la ajena, sino de sí mismo. Tampoco comprende su acción
violenta, sencillamente porque cualquier acción mala es
incomprensible. En efecto, una acción violenta es carente de sentido,
porque ni trasluce el sentido personal de quien la realiza, ni se realiza
en orden a la aceptación personal de otra persona (realidades
personalizantes de la acción), sino que es manifestación de la
despersonalización de quien la ejecuta, y al no subordinarse a personas
sino a lo inferior a la propia acción (dinero, placer, poder, fama, etc.)
pierde sentido humano.
Cualquier sentido no personal (ideales políticos, militares, económicos,
de bienestar, cósmicos, etc.) es inferior al sentido de una persona
humana, porque una persona tiene más densidad real que aquellas
realidades. Violentar o matar la vida natural de una persona por
defender otros intereses es perder el mayor sentido posible por
adherirse a otro mediocre; en el fondo, se trata de un mal negocio
debido una falta de claridad mental, una ignorancia personal más o
menos culpable. No se trata sólo de que quien hace el mal, aborrezca
la claridad, la luz externa del día, sino que oscurece la transparencia de
su sentido personal interno y el de sus acciones. Especialmente graves
son las violencias a la persona humana en las etapas de su
vida natural más delicadas. De ese estilo son, por ejemplo, el aborto y
la eutanasia. Por ello, tampoco la bioética9 es un invento humano, sino
una comprensión de la naturaleza humana en sus estados más frágiles.
El aborto, lacra social de los ss. XX y XXI, es matar la vida biológica de
una persona aún no nacida. Polo indica que es matar un proyecto10.
Que el hombre es hombre, persona, en el seno materno, es claro,
puesto que si no lo fuera en ese momento, nunca llegaría a serlo. En
efecto, es obvio que nadie da lo que no tiene. Más evidente es aún que
nadie será persona si no lo es de entrada. Lo es, porque las
manifestaciones que, pasado el tiempo, desarrollará (pensar, querer,
etc.) dependen del ser que se es. El acto precede siempre la potencia y
al desarrollo de ésta, y en este caso el acto es la persona. Sin embargo,
9
Cfr. Melendo, T., Dignidad humana y bioética, Pamplona, Eunsa, 1999; Sgreccia, L., Manual de bioética,
México, Diana, 1994; Polaino–Lorente, A., Manual de bioética general, Madrid, Rialp, 1994; Low, R., Bioética,
Madrid, Rialp, 1992.
10
Cfr. Polo, L., Comentarios a la "Mulieris dignitatem”, pro manuscripto.
a pesar de que desde la concepción o fecundación se es persona, ni
entonces, ni al ver la luz la persona dispone de una perfecta humanidad
en su esencia, como tampoco la tendrá mientras viva, sencillamente
porque ésta es siempre susceptible de mejora. Con la persona
que somos, perfeccionamos a lo largo de la vida las cualidades
humanas que tenemos. Ese es el proyecto en que consiste la vida de
cada quién de tal modo que un minuto antes de morir de viejos tampoco
dejamos de ser un proyecto humano y personal.
El hombre es un ser de proyectos, porque él mismo es un proyecto como
hombre. El hombre no está clausurado nunca; nunca llegamos a ser
completamente humanos. Por eso, la formación no termina jamás.
Además, mientras vivimos en la situación presente nunca acabamos de
ser la persona que estamos llamados a ser. Por ello, en rigor, abortar
es matar a un hombre en cualquier periodo de su vida. El hombre nace
abortado, porque biológicamente es inviable, deficiente; deficiencia que
no colmará ni biológica ni personalmente nunca. El hombre siempre
nace y muere prematuramente. Tratar mal orgánicamente, manipular
las células que son condición de viabilidad de una vida biológica
humana (o usar para otros fines las células de seres humanos con vida,
pero con deficiencias, -embriones sobrantes congelados, deficientes
mentales, etc.-), es evidentemente violentar la naturaleza biológica
humana: una especie de neonazismo reciente.
El homicidio y el suicidio también son muertes prematuras. Si el
hombre, no sólo en el cuerpo (sus células cambian periódicamente),
sino también, y más aún, en su alma, nunca es plenamente hombre, es
decir, nunca está acabado como hombre, sino que se está haciendo
siempre, tan asesinato es interrumpir su crecimiento en el seno materno
(aborto) como en la niñez (infanticidio), en la madurez (homicidio), o en
la enfermedad grave o acusada vejez (eutanasia). Siempre se le
mata prematuramente. La muerte para el hombre, llamado a crecer, es
siempre prematura. Sin embargo, parece más grave matarlo
tempranamente, porque se mata un proyecto divino antes de que el
hombre responda libremente aceptando o rechazando, encauzando en
una dirección u otra, tal proyecto.
De entre esas violencias la eutanasia parece especialmente grave
(también esencialmente ignorante), pues se trata de causar la muerte,
(menos mal que se procura sin dolor…), a alguien que está enfermo
física o psíquicamente o cuya vida le aburre, pues los motivos pueden
ser diversos, cuando en esa tesitura lo más pertinente es recordar al
paciente que el fin del hombre es vivir. Es sabido que en la actualidad
cualquier dolor de las más graves enfermedades terminales puede ser
erradicado o aliviado en gran medida por la medicina. Además, como
se ha experimentado, la eutanasia conlleva otros agravantes sociales:
la pérdida de confianza entre paciente y médico, la tergiversación del fin
de la medicina, la arbitrariedad de las leyes civiles al respecto y su libre
aplicación, etc., lo cual manifiesta a las claras la despersonalización que
conlleva ese error. Conviene insistir en que todos estos atropellos
derivan de la pérdida del sentido de la vida, pues el fin de ésta no es la
muerte, tesis absurda, sino la Vida. Recuérdese: no se vive para morir,
sino para vivir más.

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