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Inca Garcilaso de la Vega, William Shakespeare y Miguel de Cervantes murieron en distintos lugares

y por distintas causadas el mismo día, el 23 de abril de 1616. Eso dice la nota tradicional respecto
de la conmemoración del Día Internacional del Libro, pero la efeméride tiene sus traspiés, pues la
fecha de muerte de Inca Garcilaso es estimada y Shakespeare falleció, en realidad, un 3 de mayo.
De lo que sí tenemos más certeza es que en esa fecha falleció Cervantes, víctima de las
complicaciones de la diabetes que padecía.

No hay duda de que El Quijote es la obra clásica por excelencia de la literatura española. El volumen,
cuyo título original es “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha” está escrito en un idioma
español poco familiar, que, sin embargo, a todos nos resulta muy poético, ampuloso y retórico. La
pregunta que cabe hacerse ahí es ¿cuál es el concepto de poético y retórico? ¿está asociado,
simplemente, a una actitud grave y a conceptos enrevesados? Lamentablemente, la respuesta
afirmativa a esta cuestión está vinculada al modo en que, tradicionalmente, se nos ha enseñado la
literatura; en el caso que referimos, está la idea equivocada de que los clásicos de la literatura son
importantes porque son famosos; pero, en realidad, la literatura está allí para explorarla, para
investigarla, para interpretarla a la luz de su contexto de producción y, de esta manera, dejar a un
lado el problema de la fama o trascendencia de ciertos objetos artísticos para ocuparse en la tarea
de identificar los aspectos que los han vuelto famosos.

Respecto del caso del Quijote, por ejemplo, la primera tarea para entenderlo sería traspasar la
barrera del castellano antiguo y, para eso, buscar el significado de las palabras en la época en la que
fueron escritas. Resulta beneficioso que el primer diccionario en lengua española -El gran tesoro de
la lengua española, de Sebastián de Covarrubias- haya sido escrito cinco años después de la
publicación del primer tomo del Qujiote y cinco años antes de la publicación del segundo (es decir,
en 1610). Si buscamos la palabra “ingenioso” en este tomo no nos aparecerá “que tiene ingenio”
como en el actual DLE, sino que se llamaba así “al de delgado ingenio” (fol. 78r), es decir, al loco, al
que no está en su juicio cabal o desvaría; así ocurrirá también con la palabra hidalgo, que –más allá
de su discutida etimología- en otros libros, como El Lazarillo de Tormes, vemos que caracterizaba a
familias nobles empobrecidas. El resto del título se explica en las primeras líneas del libro, Quijote
es una forma de adaptar el apellido Quijana o Quesada a la forma de Lanzarote, españolización del
nombre de Lancelot, y “La Mancha” no era, por esos años, un lugar de origen de castas nobles. Así
vistos, el título del libro lo propone de forma satírica, lo que contrasta con el aire de gravedad que
nos salta a simple vista; puede parecer un descubrimiento muy grande, sin embargo, no hicimos
otra cosa que tomar un diccionario.

La lección es simple: hay que entender los textos literarios para aprender a valorar su aporte a la
cultura. Esto no es lo que sucede en Chile. El problema no es, necesariamente, de los profesores de
lengua y literatura, puesto que el gusto por la lectura es un capital cultural cuya efectividad se da
en la medida en que varios núcleos sociales que rodean a los escolares compartan el hábito de leer.
Eso sí, parte importante del conflicto radica en la manera en que nos familiarizamos con la literatura
desde que se nos enseña en las aulas. Por ejemplo, la definición tradicional de “figuras literarias”
(más propiamente, figuras retóricas) es que estas son “recursos para embellecer el poema”, pero
eso deja abierta la interrogante de cómo se entiende esa belleza, puesto que está claro que si digo
“estoy pato” no, necesariamente, se entendería como una expresión bella, a pesar de ser una
metáfora (y en metáforas cotidianas, los chilenos damos cátedra). La razón del uso de las figuras
retóricas constituye un interés más profundo que nos llevará a analizar, efectivamente, el texto
literario. Quizás la pregunta de ¿cómo se entiende la belleza en determinada obra? sea realmente
el punto de partida de todo análisis literario.

Lo que quiero decir con esto que la delimitación fidedigna entre una imagen, una metáfora, un
símbolo, una metonimia u otras figuras no es tan importante como entender de qué se está
hablando; pero, en muchos colegios, la enseñanza de la literatura se ha transformado en la
producción de técnicos identificadores de figuras retóricas que no entienden nada del contenido de
las obras. Abordar la comprensión de la forma del texto literario es importante, pero solo porque es
el primer paso para valoración de su contenido.

Desde una perspectiva apologética de la ignorancia -que, lamentablemente es muy común entre los
chilenos-, hemos dotado a las obras que integran el canon occidental de cierto misticismo que nos
lleva a admirarlas desde afuera. El problema es que la adoración ciega a los monumentos literarios
de la cultura ha ido en detrimento de su comprensión como documentos.

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