La llegada del ejército el día siguiente diezmó la moral de la ciudad.
Una multitud de rusos,
polacos, checos y húngaros componían el grueso de los invasores. Viena no había visto un ejército extranjero tan grande tras sus murallas desde que el Sultán Solimán amenazara con conquistar la ciudad y los cañones otomanos retumbaron por días. Pero ahora no luchaban contra musulmanes, sino contra comunistas. Y los cañones bien podrían ser reemplazados por una bomba nuclear. La estrategia del Pacto de Varsovia parecía clara para los vieneses: ocupar la ciudad con el menor número de bajas. Los atacantes eran alrededor de 120.000, estableciéndose a unos pocos kilómetros, visibles desde los edificios más altos, al oeste de la capital austriaca, mientras que la defensa de la ciudad era de unos 70.000, 100.000 si se contaba a los reservistas y a los civiles dispuestos a luchar por la independencia. Otros 30.000 soldados del Este habían flanqueado la ciudad, ubicándose hacia el norte y otros 10.000 estaban en el sur. 5.000 soldados rodearon el bosque de Viena, de modo que si las personas de la ciudad intentaban escapar por el bosque al este de la ciudad se encontrarían de cara a más soldados del Este. En definitiva: la ciudad estaba rodeada por todos lados. Austria había logrado permanecer ajena a las dos alianzas militares predominantes de Europa, la OTAN y el Pacto de Varsovia. Quizás por esa razón, conjeturaba frenética la prensa vienesa durante los 3 días que duró la “amenaza”, el bloque del Este los atacó: no tenían un pacto de defensa mutua con Occidente. El gobierno decretó la ley marcial y el toque de queda, así como el reclutamiento obligatorio de todos los hombres en edad para combatir. El martes 24 de Junio de 1988 los ejércitos del Este cruzaron la frontera húngara y se adentraron en territorio austriaco y el miércoles 25 estaban ya a las puertas de la ciudad. El alcalde, el canciller y el ministro de Asuntos Exteriores intentaron comunicarse con sus homólogos soviéticos, polacos, húngaros, checoslovacos… pero no encontraron respuesta. El ejército invasor al mando del coronel Vasillii Prechnovenko envió una delegación de diplomáticos y militares que entraron a la ciudad el jueves 26 de Junio. En la embajada polaca (no soviética, lo que fue analizado por la prensa internacional como una estrategia para que los países satélites pareciesen los perpetradores del plan y no Moscú) le otorgaron el ultimátum al canciller: les daban cuarenta y ocho horas para rendirse incondicionalmente o lanzarían la bomba atómica sobre la ciudad. A pesar de los intentos de que se mantuviera en secreto, la noticia se esparció y cundió el pánico. De los tres días que duró la “amenaza”, es decir desde la llegada del Pacto de Varsovia hasta su conquista de Viena, el jueves se conoce muy adecuadamente como “el gran pánico”. Murió alrededor de cien personas en los disturbios que estallaron en toda la ciudad, especialmente durante la tarde y noche del jueves y la madrugada del viernes. La policía y el ejército, obedeciendo órdenes del canciller, no permitían la salida de la población por temor a que dejaran la ciudad desprotegida… a lo que recibían en respuesta protestas masivas: “¿Si no huimos, qué ciudad vamos a proteger?” Tampoco es que pudieran hacerlo: los pocos que sí lograron escapar de Viena cayeron en manos del Ejército del Este, que rodeaba toda la ciudad. El “gran pánico” como se le denominó a ese fatídico día, comenzó con el esparcimiento de la noticia del ataque atómico en las próximas cuarenta y ocho horas en caso de no entregar la ciudad. Las nuevas se expandieron asombrosamente rápido y la desesperación sacó lo mejor de los otrora calmos vieneses. Lo cierto es que los vieneses tenían razón en temer la amenaza nuclear. Como se dijo, los austriacos no formaban parte de la OTAN, y Occidente, aunque siempre combativo contra el expansionismo comunista, no parecía dispuesto a enfrentarse en una guerra de aniquilación masiva por un país que no era parte de su alianza. Claro está que preferirían a una Austria libre y neutra, pero no lo arriesgarían todo por defenderla. Algo así como ocurrió con la Primavera de Praga y los oídos sordos de la Europa Occidental y Estados Unidos. La noche del jueves las nuevas del inminente bombardeo atómico en caso de no entregar la ciudad corrían de boca en boca en los frenéticos vieneses. Era Junio, hacía calor y los múltiples incendios producto de los saqueos y las barricadas se expandían a lo largo de la urbe sin amenaza alguna de lluvia. Los mariscales del Este, mientras cenaban a las afueras de la ciudad veían cómo Viena se destruía a sí misma, sin que ellos movieran un solo dedo. Vasilii Prechnovenko era un hombre curtido en batallas y de prestigio incuestionable en la Unión Soviética. Comenzó su carrera durante los últimos años del estalinismo y su primer rol importante fue viajar en un submarino atómico al Océano Pacífico durante 1962. Cuando todo el mundo esperaba el estallido de la Tercera Guerra Mundial Vasilii se encontraba en el epicentro del altercado, como parte de la tripulación del KRS Potesky, con 4 misiles nucleares listos para ser lanzados llegado el momento. Pero el momento en aquella ocasión nunca llegó y Vasilii volvió a Rusia terminada la Crisis. Tras cambiarse de la Armada al Ejército Rojo Vasilii Prechnovenko logró notoriedad al participar en la Primavera de Praga. Logró imponer la disciplina en sus compañeros de armas, quienes se tentaron en saquear la ciudad. Cuando lograron deponer a Dubcek sus superiores le otorgaron tres medallas por su “heroísmo, virilidad y honradez”. A lo largo de las dos siguientes décadas logró escalar en los peldaños de la burocracia militar, hasta llegar al rango de general. La razón del por qué el Politburó lo consideró digno para liderar el ataque a Austria fue principalmente por su templanza durante la Crisis y la Primavera, lo que lo hacía un candidato ideal para lidiar con la presión de la invasión a Austria. Mientras Vasilii, el Ejército Rojo y los Ejércitos Populares de media docena de países del Este acampaban tranquilamente, en Viena estallaba el caos. La noticia del ataque nuclear a Viena en las próximas horas se expandió como el fuego en la paja y pronto toda la ciudad se vio de cabeza. Los disturbios comenzaron en distintos lugares a la vez, pero en el casco histórico, donde se encontraban casi todos los edificios gubernamentales, es donde comenzaron con mayor fuerza. En las siguientes horas comenzaron los saqueos y después los asesinatos. A medida que el terror crecía la Ley Marcial se hacía más necesaria, pero la autoridad podía aplicarla con menos fuerza porque se veía sobrepasada por mil flancos a la vez. Literalmente cien focos de disturbios estallaron a lo largo del día, pasando de múltiples asaltos a robos de casas, bancos y edificios públicos. Masas de gente se lanzaban contra la policía; se saquearon casi todas las tiendas de las calles principales y durante ese jueves en la noche nadie se sintió a salvo. Ya sea por el temor a que los militares austriacos abrieran fuego hacia su propia gente para mantener el orden, que saqueadores entraran en la casa de la gente, mataran y violaran a su familia o que cayera un misil del cielo y todos fueran erradicados de la faz de la tierra al unísono. El miedo, la desesperación y el pánico reinaron sin parar en las horas más desquiciadas que vivió la ciudad en, probablemente, toda su historia. Mientras la sede del Partido Comunista de Austria estaba en llamas por “apoyar a los invasores”, la policía intentaba reprimir las protestas frente al Wiener Rathaus y, en la plaza principal, había una asfixiante lucha entre anarquistas, gente histérica, militares, policías y personas afines a la izquierda. Uno de ellos, Leopold Tropper, fue descuartizado por la multitud tras gritar que prefería la bomba atómica a la retirada soviética. La mayoría de las personas se encerraron a cal y canto en sus casas y atrancaron las puertas. Las personas de mayor estatus lograron en su gran mayoría mantenerse a salvo tras las grandes murallas de sus mansiones, pero hubo los que no tanto lograron protegerse tanto. En la mansión de un empresario llamado Hans Dronk la cocinera abrió la puerta a los insurgentes y éstos entraron a su casa, lo maniataron, mataron y lanzaron sus restos a las calles, para el horror de la gente que presenció aquel macabro espectáculo. Hans vivía solo sin contar a su servidumbre, y los insurgentes aprovecharon eso y robaron todo lo que pudieron, saquearon hasta el último rincón de su casa y buscaron desesperadamente algún búnker en el cual entrar. Porque sí, de la noche a la mañana los búnkeres se transformaron en el espacio más sagrado de la ciudad de Viena. Existían algunos, como los que se sabía que existía para el gobierno o los que se extendían en el casco histórico. Pero como aquellos estaban resguardados por el grueso de las Fuerzas Armadas la población en busca de salvación buscó y se imaginó otros. Una construcción, por ejemplo, de lo que sería un estacionamiento subterráneo de un centro comercial fue invadido por un grupo de unas doscientas personas, incluyendo niños arrastrados por sus frenéticos padres quienes buscaban refugio para la inminente explosión nuclear. Los trabajadores y obreros también irrumpieron en el estacionamiento subterráneo y desde aproximadamente las 11 de la noche hasta bien entrada la madrugada se produjeron enfrentamientos entre los que estaban adentro y los que querían entrar. Porque cuando los trabajadores y las personas dentro intentaban tapar la salida llegaban veinte o treinta personas más intentando entrar, lo que producía una lucha de alrededor de media hora hasta que éstos últimos entraban, se unían a los esfuerzos de amurallar la salida cuando llegaba más gente y se repetía el proceso. Dentro, en el asfixiante calor de Junio, la gente se arremolinaba lo más lejos posible de la entrada y lo más profundo del estacionamiento, con la esperanza que la explosión atómica no derribara toda la construcción sobre ellos. Entre los muchos edificios ultrajados se encontraban los de los servicios públicos, como el Hospital General, el cual perdió todos sus implementos médicos. Las puertas de los manicomios de la ciudad se abrieron al huir todo su personal, escapando por primera vez los internos para observar una realidad aún más demencial a la cual estaban acostumbrados. Un mar de gente entró a las embajadas, con la esperanza quizás de escapar a la ira rusa una vez que éstos conquistaran Viena. Porque en la memoria colectiva aún estaba la caída de Berlín. Sí, Viena fue parte del Reich, pero logró rendirse pacíficamente y no sufrió el destino de la capital alemana y la destrucción que significó la conquista soviética. Los miles de violaciones a mujeres alemanas de todas las edades por parte de los rusos era un temor que muchos vieneses tenían en la cabeza. Si la ciudad se resistía ¿Se podía repetir lo impensable? O tal como amenazaban ahora los soviéticos, ¿Simplemente matarían a todos y cada uno de los habitantes de la ciudad con un arma de destrucción masiva tan mortífera que la sola idea de su uso en Viena hacía vomitar a más de una persona? Las embajadas también se cerraron, especialmente la de los países del Este, que comenzaron a ser atacadas. Incluso las embajadas de algunos países occidentales comenzaron a evacuar a su personal diplomático en helicópteros, ya que las Fuerzas Armadas austriacas controlaban el Aeropuerto Internacional de Viena e impedían la salida de vuelos comerciales, ya que las personas de la ciudad estaban dispuestas a vender su casa con tal de conseguir un pasaje en avión y, en plena Ley Marcial, el gobierno requería a todo austriaco en capacidad de luchar que se uniera al Ejército. Muchas muertes se produjeron en los supermercados y centros de acopio. El ejército del Este cruzó la frontera el martes y aquel mismo día se estableció la Ley Marcial. El miércoles llegaron a las afueras de la ciudad y el jueves a las 14:00 se informó de la inminencia del ataque atómico. A las 15:00 todos los supermercados de la ciudad estaban en guerras campales. Las primeras familias pagaron todo, se llevaron mucho y lograron llegar a sus casas con sus nuevas raciones de comida, abrigo y protección. Pero a medida que pasaba el tiempo el pánico se apoderó y la compra se transformó en saqueo. Los militares mataron a los primeros que intentaron llevarse comida a la fuerza y la multitud reaccionó asesinando a cuatro soldados. Para las 18:00 ya no quedaba nada de valor en ningún supermercado de la ciudad e incluso los mismos militares comenzaron a saquear con la gente, pero esto duró poco ya que, quienes lo hicieron, fueron apresados por sus superiores. A las 17:00 la multitud frente al edificio de la Cancillería era de unas mil personas. Para las 20:00 era de unas quince mil. La mitad exigía que el gobierno se rindiera y se entregara la ciudad a los comunistas. La otra mitad exigía que se debía defender, ya que los países del Este eran en su mayoría más pobres y menos desarrollados que Austria y “no nos pueden conquistar, sólo nos están atemorizando”. La mitad “derrotista” como se le nombró esa noche por parte de sus detractores argumentaba que la bomba atómica no mostraría misericordia mientras que la mitad “defensiva” anunciaba que era simplemente una amenaza, no una posibilidad real. Porque claro, el mundo ya llevaba más de treinta años acostumbrado al peligro atómico, pero pocas veces se notaba tan real como ahora. A las 22:00 horas aviones soviéticos comenzaron a sobrevolar la ciudad. A pesar del pánico inicial los aviones no bombardearon ni atacaron edificio alguno. Con las luces, el humo y el fuego, se les notaba claramente en la noche, sobrevolando a una distancia de unos trescientos metros nada más. Parecían girar en círculos y más de una persona afirmó posteriormente que algunos hacían piruetas. Fueron unos diez aviones que volaron sobre Viena. Diez aviones que desataron la explosión emocional de las personas. ¿Alguno de esos tendrá la bomba? ¿Y si los rusos se hartaron de esperar y nos atacan? ¿Van a lanzar la bomba nuclear ahora? En cualquier momento se esperaba el destello y el hongo atómico sobre la ciudad, marcando el fin de la mayoría, sino todos, de los que se encontraban cercados en Viena. Entonces estalló la violencia entre derrotistas y defensivos que se manifestaban frente a la Cancillería y sumaban unos veinte mil en total. Ni siquiera la policía logró internarse en ese mar de gente en disputa que comúnmente era la plaza de la ciudad ya que entre ellos mismos reinaba la discordia. ¿Valía la pena arrestar a cientos de personas si quizás todos iban a morir por igual el fin de semana? Murieron unas treinta personas directamente a causa de los enfrentamientos. En otros lugares de Europa se conocía como “hooligans” a los fanáticos de grupos deportivos que luchaban en masa. En Viena, ajena a esos fenómenos salvajes, ahora se vivía una verdadera jungla de patadas, golpes y cabezazos. Finalmente, el temor de todo aficionado a los estadios o los recintos cerrados ocurrió: una estampida humana. Nadie sabe qué fue exactamente lo que pasó. ¿Un disparo? ¿Una muralla que colapso? ¿Una bomba? Lo que sí se sabe es que tanto derrotistas como defensivos comenzaron a correr, presas del pánico. Cuarenta personas, aproximadamente, murieron pisoteadas entonces por la multitud que se dirigía en todas direcciones, escapando de un peligro nuclear imaginario. Nadie en su momento fue lo racionalmente calmo para pensar que si realmente una bomba atómica hubiese explotado ya estarían todos muertos… De todas formas, la estampida cobró la vida de tanto derrotistas como defensivos. Si es que se puede sacar algo positivo de este horrendo hecho es que los militares fueron capaces de despejar la plaza y así sacar los cadáveres, los cuales fueron trasladados a las morgues de la ciudad. La ciudad era una jaula llena de personas dispuestas a entregar una pierna por un lugar seguro para cuando estallara la bomba. Mientras todo esto pasaba en el exterior, bajo tierra el canciller, sus ministros de Estado, los diputados y el alcalde estaban reunidos en el búnker secreto del gobierno, resguardados por militares, decidiendo qué iban a hacer. Básicamente también se dividían en derrotistas y defensivos, pero sin matarse entre sí. El canciller abogaba por la rendición incondicional de la ciudad y del país, apoyado por la mitad de su gabinete. Los diputados en su mayoría querían defender la ciudad, confiados de que los soviéticos no serían capaces de destruir la hermosa e históricamente importante Viena, con todos los tesoros culturales que poseía. El alcalde también era un defensivo, exhortando al Jefe de Estado para que se comprometiera a defender la libertad de su pueblo contra la tiranía comunista. Entonces Gustav Reltörh, canciller de Austria, quien ganó las elecciones prometiendo una política exterior pacifista y de neutralidad frente a los dos poderes que se dividían el continente, exclamó el discurso que, de haber sido escuchado en su momento, podría haber servido como lema para todos los derrotistas de Viena en esos momentos: - “Usted me habla de libertad. La libertad de vivir nuestras vidas sin el peso grotesco que nos impondría la integración al bloque del Este. Pero yo le pregunto a usted ¿Vale la pena ser aniquilados de la faz de la tierra? Le recuerdo que no somos parte del Tratado del Atlántico Norte. Ni Washington, Londres o París nos vendrán a rescatar como no lo intentaron hacer con Praga hace veinte años. Viena no vale el precio de la Guerra Nuclear. Los soviéticos son capaces de cosas atroces, en eso todos estamos de acuerdo. Si los norteamericanos aniquilaron Hiroshima y Nagasaki para ahorrar el coste de vidas humanas que significaba la conquista de Japón, ¿Los soviéticos lo dudarían si con ello encontraran mas ventajas que desventajas? No nos engañemos. La derrota es inevitable. Aunque no nos lancen la bomba, el Telón de Acero se correrá inexorablemente hacia al oeste, pero no tan al oeste como para provocar una respuesta armada del Oeste. Recuerden que Austria es una ventana que se adentra en los territorios comunistas y no al revés. Si llegasen a lanzar la bomba no sería la más grande por razones obvias debido a la proximidad de sus ejércitos que se encuentran aquí cercándonos, pero sí sería lo suficientemente poderosa para destruir al menos tres cuartos de la ciudad. Todos moriríamos y los soviéticos podrían ocupar el resto del país con suma facilidad. Ahorrémonos esta masacre sin sentido y aboguemos por el sentido común y la libertad de seguir con vida.” A pesar de las palabras del canciller el debate continuó hasta entradas horas de la madrugada, cuando tras recibir los informes de la superficie la mayoría de la élite política austriaca se mostró de acuerdo con Reltörh, al llegarse a un consenso de que el país no estaba preparado para enfrentarse a los comunistas debido a la situación en que se hallaba la ciudad. El viernes 27 de Junio amaneció soleado. Viena despertó dividida, azotada por el caos y la destrucción. Había algunos cadáveres en las calles, la mayoría de las tiendas estaban con sus cristales rotos y sus productos hurtados. Los supermercados que el miércoles eran símbolo de la prosperidad austriaca se encontraban totalmente vacíos. Disparos sonaban por doquier mientras seguía subiendo el humo de las barricadas. Viena era una ciudad azotada por la guerra aun cuando ésta ni siquiera había comenzado. El saldo de muertos era de unos noventa, los cuales subirían tras la muerte de los agonizantes. Es por este estado de caos que el Ayuntamiento, el edificio de Gobierno y todos los cuarteles militares alzaron las banderas blancas a las ocho de la mañana. Quizás las autoridades esperaban que los defensivos que lucharían contra tal decisión aún estarían dormidos por el cansancio de la pelea, el saqueo y el caos de ayer. Quizás tuvieron razón porque cuando el grueso de la población se quitó las lagañas, la ciudad ya se había rendido. Las campanas de todas las iglesias comenzaron a sonar en torno a las 8:20, cuando los párrocos, informados de la noticia, corrieron a hacerlas sonar. Vasilii, quien siempre se despertaba a las seis de la mañana, sabía a esas alturas que los aviones que había mandado a sobrevolar la ciudad deberían de haber provocado el efecto deseado. Su pensamiento se transformó en certeza en cuanto el Ejército Rojo vio llegar la delegación proveniente de Viena. Treinta soldados escoltaban al Ministro de Asuntos Exteriores y al alcalde de la ciudad. Dos de los militares portaban dos grandes banderas blancas que ondeaban en aquella cálida mañana. Eran las diez de la mañana. Prechnovenko les dio salvoconducto y los invitó a desayunar con el resto de los generales del Ejército del Este. -La ciudad es suya, señor. -Dijo el alcalde, con una mezcla de miedo y de curiosidad al hablar por primera vez con un militar soviético, y con uno de tanto grado militar. -Así veo, ¿Hubo demasiados desórdenes en la ciudad? – Preguntó Vasilii. Cuando él hablaba todos los demás acostumbraban a callar. Ya fuera por respeto, miedo o ambos. -Mucho más que si hubiésemos combatido contra ustedes. – Respondió el alcalde, sonriendo. Tras un par de segundos cambió el tono de voz al darse cuenta lo desafiante que sonó eso y continúo: -No me lo imaginaba así señor, es bastante más cortés de lo que esperaba. -Gracias, pero no soy un señor. De donde vengo somos todos iguales, y con las llaves que me entregas, pronto ustedes también gozarán del fin de la desigualdad. Ven, acompáñenme.- Vasilii se levantó, se excusó con los demás generales e invitó a los austriacos a caminar con él por el campamento militar. A los soldados vieneses se les dejó en la entrada y Prechnovenko ordenó que se les diera desayuno también. Tanto al alcalde como al Ministro les sorprendió la cortesía y los modales de Prechnovenko. Era alto, de más de metro y ochenta de altura y muy delgado. El traje militar era diseñado a su medida, ya que a pesar de no ser lo suficientemente corpulento para su altura, se le veía a elegantemente bien puesto. Sus ojos eran de un gris claro como el mar en un día nublado y era sereno como un roble viejo, no se le veía emoción alguna más que una tranquilidad inquietante. -Agradezco su buena disposición y su sentido común. Evitamos derramamiento innecesario de sangre. -dijo. -Así es señor Prechnovenko… digo general. Tengo… Tenemos una pregunta. Ahora que les entregamos la ciudad y con ella el país… ¿Qué será de Austria? ¿Qué será de nosotros? ¿Nos van a encarcelar o a matar? -Preguntó ansioso el Ministro. -Nada de eso. Estamos liberándolos, aunque ustedes no lo vean de ese modo por ahora. ¿Para qué les haríamos daño? Se les recibirá como hermanos de lucha siempre y cuando nos apoyen y no se levanten contra nosotros. – Respondió Vasilii. Los dos austriacos se observaron con miradas incómodas, pero no el tiempo suficiente como para ofender a su liberador/captor. Tras caminar unos minutos Vasilii ordenó que los austriacos fueran escoltados de vuelta a la ciudad con el mensaje de la entrada de las tropas del Este. A mediodía en punto el ejército del Este entró a la ciudad, siendo los primeros en entrar las divisiones húngaras. Luego las polacas, después las checoslovacas y finalmente los soviéticos, que en todo caso eran la gran mayoría. Entraron como un desfile militar, algo que la población mayor de Viena recordó y asoció con los desfiles nazis. Se fueron entonando uno a uno los himnos de los países de la Europa Oriental, a pesar de que no todos los países participaron activamente en la Conquista de Austria. Algunos derrotistas incluso celebraron la llegada de los soviéticos al ponerse fin así a la amenaza atómica. Con la caída de Viena y la entrada de las fuerzas del Este terminaba “la amenaza” y “el gran pánico”. Los más de cien muertos se hubieran ofendido de lo pacífico que resultó la entrada militar comunista. Los defensivos miraban atónitos y de brazos cruzados. Ya nada podían hacer para defender la ciudad. Todos los militares austriacos, siguiendo las órdenes del gobierno, depusieron las armas. Para la hora de almuerzo, la ciudad ya había sido ocupada. Los militares del Este en su mayoría siguieron acampando a las afueras de la ciudad, aunque una cantidad suficientemente grande para evitar algún levantamiento se estableció en los principales centros administrativos, gubernamentales, militares e incluso culturales de la ciudad. Vasilii ordenó que todos los periodistas occidentales que se encontraban cubriendo la conquista soviética de Austria abandonaran la ciudad inmediatamente, bajo pena de cárcel a los que no se fueran en los próximos días. Cuando todos los militares del Este se posicionaron frente al Edificio del Gobierno, en formación triunfal, se esperaba que saliera desde el balcón de la Cancillería Prechnovenko junto a Reltörh, anunciando en conjunto la rendición incondicional de Austria y el deseo de ésta última de unirse al Pacto de Varsovia. Sin embargo, quien salió fue el Ministro del Interior. El canciller había aprovechado la orden de Prechnovenko para huir del país vestido como periodista junto a su familia, en un avión francés junto a la cadena de noticias BBC. Se radicaría en Londres, desde donde intentaría sin éxito levantar un gobierno austriaco en el exilio. -Qué triste. -Se dice que dijo Vasilii Prechnovenko cuando le informaron del escape. -No pude decirle que jamás íbamos a ocupar una bomba nuclear en una ciudad tan bella como ésta.