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Seminario Debates historiográficos III.

Ezequiel Meler
Profesor Leandro Losada. Maestría en Historia - UTDT

Identidades populares en la Argentina de entreguerras:

Propuestas teóricas y debates historiográficos.


I.

En el análisis de la moderna sociedad industrial, un lugar privilegiado corresponde a


los modos de conceptualizar la estratificación social. El marxismo, pionero en la materia,
sostuvo que toda sociedad se organizaba en clases. La propuesta original, aunque
incompleta, erigía en tendencias generales del desarrollo histórico la concentración del
capital, la transformación del trabajo en trabajo asalariado, y por consiguiente, la reducción
de la lucha de clases a dos polos esenciales, propietarios y proletarios. Estos últimos, se
suponía, serían los encargados de enterrar al capitalismo. Aunque el propio Marx no supo,
en los pocos párrafos que dedicó al tema, definir con exactitud en qué consistía el común
denominador de las clases, en general los marxistas han insistido en señalar la relación con
los medios de producción como su dimensión constitutiva.1

En el último cuarto del siglo XX, sin embargo, las certezas en torno al concepto de
clase, así como respecto del protagonismo histórico del proletariado industrial, fueron
desafiadas por la aparición de nuevos actores colectivos. El papel del campesinado en las
revoluciones tercermundistas, la experiencia de lucha por los derechos civiles en los
Estados Unidos, así como el fracaso de los proyectos contestatarios de naturaleza
anticapitalista en los países centrales, arrojaron un manto de duda, político y metodológico,
sobre la propuesta marxista. Consideraciones raciales, étnicas, de género, así como aquellas
relativas al interés nacional, parecían al menos igualmente relevantes que aquellas de orden
material en la constitución de los sujetos sociales.

De hecho, al interior del marxismo esos fueron años de disputa. La obra del
historiador británico Edward P. Thompson puede verse como un intento, contemporáneo a
la crisis del paradigma de clase, de aggiornar el concepto a las realidades del siglo XX.

1
Para el análisis inconcluso de Marx sobre el tema, véase Marx, Carlos: El Capital. Crítica de la economía
política, México, Fondo de Cultura Económica, 1946, Tomo III, p. 817 – 818. Una versión digital de esos
párrafos aquí: http://www.ucm.es/info/bas/es/marx-eng/capital3/MRXC3852.htm Última consulta, 15/01/13.

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Partiendo de una tradición marxista sumamente original, Thompson sostuvo que la clase es
un fenómeno histórico, relacional: una formación social y cultural surgida de procesos
históricos inherentemente conflictivos.2 En el transcurso de esos procesos, en parte como
resultado de impulsos estructurales y también como producto de sus propias tradiciones, la
clase adopta una determinada conciencia, cuya forma no resulta de ningún a priori
material. En palabras del autor,

“La clase cobra existencia cuando algunos hombres, de resultas de sus experiencias
comunes –heredadas o compartidas-, sienten y articulan la identidad de sus intereses a la
vez comunes a ellos mismos y frente a otros hombres cuyos intereses son distintos –y
habitualmente opuestos- a los suyos. La experiencia de clase está ampliamente determinada
por las relaciones de producción en las que los hombres nacen, o en las que entran de
manera involuntaria. La conciencia de clase es la forma en que se expresan estas
experiencias en términos culturales: encarnadas en tradiciones, sistemas de valores, ideas y
formas institucionales. Si bien la experiencia aparece como algo determinado, la conciencia
de clase no lo está. […] La conciencia de clase surge del mismo modo en distintos
momentos y lugares, pero nunca surge exactamente de la misma forma.” 3

La revisión del concepto de clase, así como de las tradiciones historiográficas que
privilegiaban la génesis del moderno proletariado europeo por sobre otras tendencias del
desarrollo social, continuó de diversos modos a partir de la obra de Thompson. En el caso
de la India, la combinación del análisis de discurso y la filosofía deconstructivista con la
obra de Antonio Gramsci dio como resultado una prolífica tradición intelectual, conocida
como Estudios Subalternos, que buscó colocar el problema de la dominación social en un
marco general multicausal: las clases subalternas son tales, señala Ranahit Guha, como

2
Véase Thompson, Edward P.: La formación de la clase obrera en Inglaterra, Madrid, Capitán Swing, 2012.
Para el análisis del marxismo británico como tradición teórica dedicada al estudio de la determinación de
clases, véase Kaye, Harvey: Los historiadores marxistas británicos. Un análisis introductorio, Zaragoza,
Prensas Universitarias, 1989.
3
Véase Thompson, ibídem, pp. 27-28.

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efecto de una subordinación que puede expresarse “en términos de clase, casta, edad,
género, ocupación o en cualquier otra forma.”4

El propósito de este escrito reside en el análisis de las principales propuestas


metodológicas dedicadas al análisis de las identidades populares, con especial atención a la
literatura dedicada a la sociedad porteña de entreguerras. El objetivo primordial estriba en
presentar las diferentes vertientes de un debate sobre el uso de categorías de clase, así como
de algunas de las alternativas más salientes, surgidas del campo historiográfico local.

II.

La historia de las clases populares en la Argentina posterior a la inmigración masiva


fue durante décadas narrada a partir de la experiencia del movimiento obrero: de sus
conflictos, de sus organizaciones, y también de sus divisiones ideológicas y políticas.
Aunque forjada sobre la base de un puñado de textos elaborados por los propios militantes
gremiales, la literatura resultante proyectó buena parte de sus supuestos al campo
académico.5 El período privilegiado por los historiadores militantes se correspondió con las
grandes huelgas de la primera década del siglo XX. Más tarde, la historiografía académica
concentraría sus esfuerzos en elucidar el problema de los orígenes del peronismo.6

Restaba conocer los avatares de la vida obrera en los años veinte y treinta. Esa tarea
pronto se confundió con la renovación historiográfica que, aunque tardía, golpeaba las
puertas de las universidades argentinas. En efecto, como señala Ezequiel Adamovsky,
“tanto la impugnación del concepto de clase, como algunas de sus reformulaciones por obra

4
Véase Rivera Cusicanqui, Silvia; Barragán, Rossana (compiladoras): Debates Post Coloniales: Una
introducción a los Estudios de la Subalternidad, La Paz, Sephis – Aruwiyiri – Historias, 1997, p. 23.
5
Para las obras de los historiadores militantes, véase Abad de Santillán, Diego: La FORA: ideología y
trayectoria del movimiento obrero revolucionario en la Argentina, Buenos Aires, Nervio, 1933; Iscaro,
Rubens: Origen y desarrollo del movimiento sindical argentino, Buenos Aires, Anteo, 1958; Marotta,
Sebastián: El movimiento sindical argentino: su génesis y desarrollo, Buenos Aires, Lacio, 1960, entre otros.
6
En esta línea cabe mencionar a Murmis, Miguel; Portantiero, Juan Carlos: Estudios sobre los orígenes del
peronismo, Edición definitiva, Buenos Aires, Siglo XXI, 2004; Del Campo, Hugo: Sindicalismo y peronismo.
Los comienzos de un vínculo perdurable, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005; Torre, Juan Carlos: La vieja
guardia sindical y Perón. Sobre los orígenes del peronismo, Buenos Aires, Eduntref, 2006.

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del marxismo heterodoxo, ingresaron de la mano del mismo grupo de historiadores: el


círculo del PEHESA.”7 Dos de sus integrantes, Luis Alberto Romero y Leandro Gutiérrez,
acuñarían la exitosa propuesta de analizar la Buenos Aires de entreguerras a la luz del
concepto de sectores populares.

En términos metodológicos, la propuesta de Romero y Gutiérrez anclaba en una


lectura selectiva del universo conceptual propio del marxismo británico: de éste tomaron la
categoría de experiencia para “explicar simultáneamente el modo como se constituyen
representaciones sociales a partir de experiencias individuales primarias, y a la vez el modo
como esas experiencias primarias son vividas e interpretadas por sus protagonistas a la luz
de las experiencias acumuladas, decantadas y convertidas en representaciones simbólicas.”8
Convencidos de que “un sujeto social se constituye tanto en el plano de las situaciones
reales o materiales como en el de la cultura, sencillamente porque ambos son dimensiones
de una única realidad”9, Romero y Gutiérrez destacaron la primacía analítica de los
procesos culturales –a la vez constituyentes y constituidos por el proceso social- como
campo de encuentro entre situaciones y vivencias, en un esfuerzo por “superar la idea
tradicional de las representaciones como reflejo” de una posición estructural.10

Pero, ¿qué podía predicarse, en la práctica historiográfica, de los sectores populares?


Poco, en realidad, puesto que para los autores no se trataba de un sujeto histórico, sino de
“un área de la sociedad donde se constituyen sujetos”.11 En rigor, los autores sostuvieron la
vigencia sucesiva de dos identidades subalternas. La primera, más conocida, era
trabajadora, crítica y contestataria. Nacida en los conventillos y talleres de inicios del siglo
XX, esa identidad obrera se correspondía con las vivencias cotidianas de la masa de

7
Véase Adamovsky, Ezequiel: “Historia y lucha de clase. Repensando el antagonismo social en la
interpretación del pasado (y de vuelta sobre un debate ausente en la historiografía argentina)”, en Nuevo Topo.
Revista de historia y pensamiento crítico, N° 4, septiembre – octubre de 2007, p. 8.
8
Véase Gutiérrez, Leandro y Romero, Luis Alberto: Sectores populares, cultura y política. Buenos Aires en
la entreguerra, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007, p. 31.
9
Ibídem.
10
Ibídem, p. 30.
11
Ibídem, p. 41.

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trabajadores inmigrantes.12 Su declive se explicaba por los profundos cambios sociales del
período posterior a 1920. La expansión y continuidad del sistema educativo estatal, la
correlativa argentinización de los hijos de la inmigración, así como la extensión del sistema
de transporte público, y la política de loteo en la periferia de la ciudad por parte de las
autoridades municipales, favorecieron, en un período de alta movilidad social y reflujo de
la actividad sindical, el surgimiento de una nueva identidad popular entre los sectores
subalternos.13 Se trataba de una identidad popular, pues no se originaba en torno de la
experiencia del trabajo. Era conformista, en la medida en que había abandonado todo
propósito contestatario. Y sin embargo, era reformista, en la medida en que buscaba
mejorar, por medio de la acción colectiva y la cooperación con las autoridades, el estado de
las cosas. Opuesta punto por punto a la identidad obrera que había predominado entre los
inmigrantes anarquistas del Centenario, esta nueva personalidad colectiva tenía lugar en las
sociedades barriales que se conformaban en los suburbios de la Capital. 14

¿Y qué pasaba en los barrios? Allí, en los clubes y en los cafés, en las bibliotecas y
en las sociedades de fomento, se ponían en práctica ideales de asociación que podían tener
como blanco fines edilicios, sanitarios o bien verdaderas “empresas culturales”, como
aquella que, ligada a la intelectualidad liberal – progresista y a los militantes socialistas,
propugnaba la vigencia de un modelo de ciudadano educado, versado en la literatura
universal y en los avances de la ciencia.15 En competencia con aquel, aparecía la empresa
catequista de la Iglesia. Más rudimentaria, interesada en la defensa de la fe y en el combate
por las almas frente a la educación laica del Estado, la empresa del nuevo catolicismo
militante podía converger, sin embargo, en muchos de los temas del asociacionismo
profano.16 Por caminos diversos, la cultura popular barrial, policlasista y nacional, que
ponderaba la justicia social y la cooperación, prefiguraba la convergencia de Perón con los
valores propios de los sectores populares a partir de 1943.17

12
Ibídem, p. 13 y 112.
13
Ibídem, pp. 48-49, 71-72, 118-119.
14
Ibídem, p. 15, 42, 48-49.
15
Ibídem, pp. 47 – 107.
16
Ibídem, pp. 175-195.
17
Ibídem, p. 11, 68, 102, 192.

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Finalmente, Romero y Gutiérrez sostuvieron que era en los ámbitos microsociales


de la sociedad barrial y el fomentismo donde los sectores populares urbanos realizaban sus
primeras prácticas de ciudadanía. A juicio de los autores, era aquí donde se refugiaba “la
experiencia social de la participación” en los distintos momentos de clausura institucional:
en estas organizaciones celulares “alcanzan su primera forma los intereses primarios de la
sociedad.” Por eso, los autores no dudaron en hablar de “nidos de la democracia.”18

III.

En su conjunto, la propuesta de Romero y Gutiérrez tendía a diluir los componentes


de clase, relegando el conflicto social y las problemáticas obreras. En razón de ello, recibió
duras críticas por parte de intelectuales de izquierda local. En palabras de Ezequiel
Adamovsky, “la hipótesis se vinculaba intelectualmente con el proyecto alfonsinista. En
efecto, éste necesitaba negar el hecho de que la democracia que estaba siendo reinstalada
entonces [1982] se fundaba más sobre el aniquilamiento de un movimiento social
antagonista, que sobre una voluntad popular cívica que la estuviera reclamando con
insistencia. La hipótesis del PEHESA, por su parte, se topaba con un obstáculo parecido en
el pasado: la evidencia de las intensas experiencias de antagonismo protagonizadas por las
clases populares en diversos períodos, y de una cultura política caracterizada por un
evidente desinterés por las instituciones de la democracia liberal. Para probar que, a pesar
de esto, la democracia anida en los sectores populares, era entonces necesario reescribir la
historia marginalizando aquellas experiencias y aquella cultura.”19

En el terreno empírico, Hernán Camarero articuló el intento más saliente y


sistemático de refutación de la obra de Romero y Gutiérrez. Su argumento recorre seis ejes
críticos. En primer lugar, contra la impresión de un mundo obrero débil y desagregado,
disperso en diferentes áreas de la ciudad, Camarero sostuvo que “el mundo proletario de
Buenos Aires durante las décadas de 1920 – 1930 tuvo una existencia mucho más
relevante, compacta y sólida, a la vez que con menor movilidad espacial, que la adjudicada

18
Ibídem, p. 152.
19
Véase Adamovsky: “Historia y lucha de clase….”, ibídem, pp. 8-9. Cursivas en el original.

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a la interpretación que encuentra a los sectores populares urbanos como la genuina y


excluyente representación de las clases subalternas.”20

En segundo término, contra la interpretación de un declive de la identidad obrera a


causa de un fuerte proceso de movilidad social, Camarero efectúa un doble movimiento.
Por un lado, limita el alcance de esos procesos a las franjas más establecidas de la clase
obrera –los trabajadores ferroviarios, por ejemplo-. Por el otro, reconstruye el horizonte de
las condiciones de vida y de vivienda, así como la escasa vigencia de los derechos laborales
y sociales, en un recorrido que se muestra mucho menos generoso con los sectores
populares en comparación al supuesto escenario de conformismo descrito por Romero y
Gutiérrez.

En tercer lugar, contra la idea de una relativa paz social y laboral, que habría
explicado el declive de los sindicatos y el ascenso del fomentismo, Camarero argumenta
que el mundo del trabajo vivió en esos años un crecimiento de la sindicalización. En cuarto
lugar, contra el retrato de un movimiento obrero negociador, partidario del entendimiento
con el Estado, el autor argumenta que esa descripción de la realidad, válida para los
sindicatos de transporte y para las corrientes sindicalistas, no describe lo que sucedía en el
sector industrial, donde los comunistas dirigían una vasta red de sindicatos en permanente
acción reivindicativa.

En quinto lugar, contra la visión de una cultura popular barrial, rearticulada en


ámbitos vinculados al ocio, al tiempo libre y a la vida familiar -como los clubes, las
bibliotecas y las sociedades de fomento-, Camarero afirma que “en coexistencia,
superposición y tensión con esta cultura popular, hubo una cultura obrera, cuya existencia
no puede ignorarse. En los años veinte y treinta, las organizaciones obreras (sindicatos,
partidos, asociaciones y agrupaciones vinculadas a ese espacio) mantuvieron una rica y

20
Véase Camarero, Hernán: “Consideraciones sobre la historia social de la Argentina urbana en las décadas
de 1920 y 1930: clase obrera y sectores populares”, en Nuevo Topo. Revista de Historia y pensamiento
crítico, N° 4, septiembre / octubre de 2007, pp. 42 – 43.

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diversa experiencia cultural.”21 Por último, Camarero polemiza con Romero y Gutiérrez
sobre los verdaderos alcances del proceso de argentinización: a su juicio, si bien el mismo
alcanzaba a vastos sectores de las clases medias, no pasaba lo mismo con la clase obrera,
algo que desde luego incidía en las luchas sindicales del período.

IV.

Un balance contrario, aunque rico en matices, a la propuesta de Romero y Gutiérrez,


surge también de la reciente publicación de una obra -en dos tomos independientes- sobre
la historia de las “clases populares” en la Argentina. En el tomo correspondiente al período
analizado, a cargo de Ezequiel Adamovsky, podemos sin embargo reconocer algunos
efectos fructíferos del debate que venimos reseñando. En primer lugar, el autor señala la
preferencia por la terminología de clase –en oposición a la idea de grupo o sector- para no
perder de vista que “un artesano, un indio o una campesina no son parte del mundo popular
en virtud del trabajo que realizan o de su procedencia étnica, sino sólo en relación con las
clases que tienen en sus manos el poder.”22

A este énfasis en una definición relacional, adversativa, que parte de un conflicto


siempre presente, Adamovsky suma otra diferencia. Al describir los atributos de la posición
de clase, elige un criterio multicausal con cinco factores: riqueza, tipo de trabajo, nivel
educativo, color de piel y “capacidad de influir en las decisiones del Estado”.23 Finalmente,
a la hora de analizar el período en cuestión, aunque reconoce el rol disolvente de la

21
Ibídem, p. 54. Para un análisis en el mismo sentido, véase Camarero, Hernán: “La experiencia comunista en
el mundo de los trabajadores, 1925 – 1935”, en Prismas. Revista de historia intelectual, N º 6, 2002,
Universidad Nacional de Quilmes.
22
Adamovsky, Ezequiel: Historia de las clases populares en la Argentina. Desde 1880 hasta 2003, Buenos
Aires, Sudamericana, 2012, p. 13, cursivas en el original. Gabriel Di Meglio, por su parte, demuestra en la
misma colección un criterio similar: “mientras el poder económico, social y político estaba en manos de las
élites, quienes pertenecían al variado mundo popular tenían pocas formas de decidir e influir en la dirección
de sus destinos. Lo que los unificaba […] era su relación con esas otras clases que marcaban cuáles eran las
líneas divisorias de la sociedad; su subalternidad respecto de las élites las hacía clases populares.” Véase Di
Meglio, Gabriel: Historia de las clases populares en la Argentina. Desde 1516 hasta 1880, Buenos Aires,
Sudamericana, 2012, p. 10. Las cursivas son nuestras.
23
Adamovsky: Historia de las clases populares…, ibídem, p. 14.

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represión, la intervención del Estado, la cultura de masas, así como los mensajes
procedentes de “la escuela, los medios de comunicación, la Iglesia y los empresarios”, el
autor mantiene que “arraigado firmemente en las iniciativas del movimiento obrero y en la
cruda realidad de la explotación, el sentimiento clasista siguió ocupando un lugar
importante.”24

V.

Pese a las críticas que ha recibido, quisiéramos argumentar que la propuesta


“sectores populares” ha sido sumamente inspiradora para la historiografía local. En
términos metodológicos, nos han enseñado que las identidades sociales no son esencias o
naturalezas de segundo orden, sino construcciones dinámicas que encarnan en personas
concretas. Todo individuo posee, en las circunstancias más variadas, diversas inserciones
disponibles para su actuación en sociedad, que lo encuentran en roles diferentes, de
subordinación o de dominio, según el lente que se utilice.

Asimismo, al poner de relieve temáticas como el tiempo libre, los valores sociales
compartidos, la recreación y los ideales culturales, los trabajos de Luis Alberto Romero y
Leandro Gutiérrez permitieron pensar la temática obrera más allá de los límites de la
fábrica y del sindicato, incorporando a la producción historiográfica algo más que la vieja
historia concentrada en el perfil de los trabajadores como productores y militantes. Como
reconoce Adamovsky, esta corriente de estudios “ha predominado, a pesar de sus evidentes
limitaciones, no sólo por su control de los recursos del campo [historiográfico], sino porque
consiguió iluminar nuevos aspectos de la vida social que la historiografía de clase
sencillamente ha preferido ignorar. Incluso si borraron del mapa las huellas del
antagonismo, el programa del PEHESA y sus retoños contribuyeron a visibilizar
dimensiones de la vida social que, como el género, la ciudadanía, las identidades
nacionales, el consumo, etc., resultan insoslayables para comprender el cambio social.”25

24
Ibídem, p. 143.
25
Véase Adamovsky, Ezequiel: “Historia y lucha de clase. Repensando el antagonismo social en la
interpretación del pasado (y de vuelta sobre un debate ausente en la historiografía argentina)”, en Nuevo Topo.
Revista de historia y pensamiento crítico, N° 4, septiembre – octubre de 2007, p. 15.

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Finalmente, del debate reseñado surge una propuesta de interpretación menos


taxativa y unitaria que las visiones analizadas. Nos referimos a la posibilidad de
comprender el mundo popular de la Buenos Aires de entreguerras como dominado por dos
referencias subalternas coexistentes: aquella que componen los trabajadores industriales,
en lucha con el sistema y en continuidad con la tradición contestataria del Primer
Centenario, y otra identidad, propia de los sectores establecidos del proletariado, como los
trabajadores ferroviarios y los empleados municipales. Esta última pudo bien contener
muchos de los atributos sostenidos en el trabajo de Romero y Gutiérrez, y de hecho sostuvo
con su esfuerzo la empresa cultural del socialismo. Más integrada en los consumos y en los
ideales de las clases medias, la identidad de estos sectores estuvo atravesada por
expectativas de ascenso, y se vio representada por instancias gremiales menos invasivas y
más orientadas al diálogo y a la negociación.

Ezequiel Meler,

DNI: 27.084.658

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